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A comienzos del siglo XIX la agricultura era la base de la riqueza nacional: el 56% del total de la producción (el 82% si incluimos la ganadería). No obstante, la producción agrícola del Antiguo Régimen estaba limitada por la organización y explotación de la propiedad que tenía una serie de características: 1) Un pequeño mercado de bienes libres puesto que las leyes amortizaban los patrimonios de la Corona, los nobiliarios y eclesiásticos y prohibían la enajenación de los propios, baldíos, realengos y de una serie de instituciones de beneficencia e instrucción. Esto implicaba un defectuoso reparto de la riqueza agrícola: Había pocas tierras en propiedad de los labradores que debían recurrir al arrendamiento y, por tanto, a la explotación indirecta sin el estímulo de la propiedad. 2) Explotación que se llevaba a cabo sin cálculo de costos y producción y sin visión de futuro que tendían a la esquilmación de tierras. Las deficientes técnicas de cultivo se manifestaban en la gran extensión del barbecho, la escasa o nula mecanización y de abonado artificial que se comienza a usar -poco aún- en la segunda mitad del siglo XIX. 3) Los excedentes no invertidos en nuevas tierras eran consumidos por los beneficiarios de las rentas -habitualmente por la nobleza y el clero- en gastos suntuarios y no productivos. Salvo casos excepcionales, el campo no se mejoraba. 4) Los agricultores se enfrentaban a las ventajas de los ganaderos: que se manifestaban en la prohibición de cerrar los campos, para que una vez alzada la cosecha puedan pastar los ganados, en las dificultades de roturar montes y baldíos y en la alta utilización de pastos comunes -que no se podían roturar- por la ganadería trashumante. 5) El resultado final era la existencia de una gran parte de tierras sin cultivar. Por las deducciones de un censo fiscal en 1803, el 61,7% de las tierras se dedicaban a pastos y tierras comunales (muchas de ellas cultivadas) y el 15,5% eran montes y ríos. Sólo el 22,8% se dedicaba a cultivos. Entre los cultivos había una preponderancia de los cereales que aparecen en casi todas las regiones, aunque predominaban en Castilla la Vieja, seguida de La Mancha y Aragón. El olivo se concentraba en Andalucía interior, Aragón, Cataluña, Extremadura y Mallorca. La vid, que en mayor o menor medida se producía en toda España si bien con calidades muy desiguales, se extendía especialmente por Andalucía litoral, Cataluña y Galicia, penetrando poco a poco hacia La Mancha y La Rioja. La trilogía anterior eran los cultivos básicos, pero había también leguminosas, cáñamo, lino y productos de huerta.
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La notable agricultura precolombina (17% de las especies que hoy se cultivan en el mundo) se enriqueció pronto con la del viejo mundo, resultando la mejor de su tiempo. En América confluyeron por primera vez los beneficios de mezclar las agriculturas del maíz, del trigo y del arroz. El proceso fue lento. Primero se detectaron las plantas amerindias, luego se trajeron las europeas y se trató de aclimatarlas, y finalmente se experimentó con unas y otras para adaptarlas a las distintas regiones americanas, en muchas de las cuales eran desconocidas la papa, el cacao, el tomate, etc. Con el transcurso de los años se llegó a cierto grado de especialización. En las tierras calientes se cultivaron la caña de azúcar, el cacao, la yuca y el banano; en las templadas maíz y algodón; en las frías trigo y cebada. El desarrollo agrícola contó con numerosos elementos favorables y algunos obstáculos. Entre los primeros, cabe descartar una tradición indígena de casi nueve mil años en la domesticación de plantas; suelos trabajados en la zona intertropical con variedad de climas (debido a los grandes plegamientos americanos); una intensa pluviosidad, que hacía innecesaria la irrigación; y la abundante mano de obra indígena, a la que se sumó luego la esclava. Los inconvenientes fueron: suelos tropicales de capa vegetal muy pobre, que se agotaban con el sistema usual de roza; unas vías de comunicación difíciles (sólo se desarrolló la agricultura comercializable en islas y zonas costeras), falta de capitales, escasa técnica (predominaba la agricultura extensiva sobre la intensiva); mala distribución de la tierra (gran parte de ella en manos muertas) y, finalmente, las catástrofes naturales (terremotos, inundaciones), frente a las cuales no existían mecanismos de recuperación. Hasta la mano de obra se volvió un problema, pues decreció en proporción inversa al aumento de la demanda de alimentos, al producirse la catástrofe demográfica indígena. La agricultura colonial ocupó casi el mismo espacio que en la América precolombina, como ya dijimos, y dio unos rendimientos que difícilmente sobrepasaban el 5% de la inversión. Únicamente se obtuvieron rendimientos mayores con la hacienda y la plantación.
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La principal actividad económica de los egipcios era la agricultura. Para desarrollarla aprendieron a aprovechar la imponente presencia del caudaloso río Nilo. Su crecida anual propiciaba un suelo sumamente fértil, excelente para cultivar en él. El año de labranza se estructuraba en tres estaciones: la de la crecida o akhet -inundación-; la de la siembra o peret -germinación- y, por último, la de la cosecha o shemu -sequía. Los antiguos egipcios llamaban a su país "kemet", es decir, la tierra negra, para diferenciarlo del desierto que lo rodeaba o "deshret", la tierra roja, que ocupa el 90 % del país. También se llamaban a sí mismos "remet-en-kemet", el pueblo de la tierra negra, esto es, de la tierra cultivable. La tierra negra no era otra cosa que el fértil limo que el Nilo depositaba durante la inundación anual hasta donde podían llegar sus aguas. El Nilo, originado gracias a la unión de dos grandes ríos, el Nilo Blanco y el Nilo Azul, era pues la principal fuente de riqueza del país. El Nilo Azul recoge las fuertes lluvias del monzón, provocando sus crecidas periódicas. El río empezaba a crecer a mediados de julio, la estación akhet, e inundaba las tierras cercanas durante cuatro meses. Para los egipcios, esto señalaba la llegada del dios Hapy, el dios del río, quien traía consigo riqueza y prosperidad. Durante esta estación, el campesino no podía trabajar en la tierra, por lo que se dedicaba a trabajar en las grandes construcciones del gobierno. Una vez que se retiraban las aguas el labrador comenzaba a arar la tierra con arados de madera tirados por ganado. Fundamentalmente sembraban cebada y trigo y, una vez crecida la planta, recogían la cosecha con hoces de sílex. Aparte de trigo y cebada, cultivaban judías, cebollas, lechugas, higos, dátiles o uvas. También sembraban algunas plantas para aprovecharlas en otros menesteres, como el lino para textiles. En previsión de que se produjeran épocas de escasez, los egipcios almacenaban el trigo y otros alimentos.
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La agricultura experimentó un enorme desarrollo durante la centuria gracias a una mejor explotación de la tierra y a la mejora del soporte comercial, que facilitó la exportación a Europa. Hubo también un aumento del suelo agrícola, gracias a la incorporación de suelos baldíos. La Corona fracasó en sus proyectos de distribuir mejor la propiedad y de sanear su tenencia. Para lo primero, respaldó las reivindicaciones de los Cabildos sobre sus tierras comunales (invadidas por los particulares) e intentó crear un mercado de tierras vendibles a los campesinos mediante las reformas de los resguardos (reacomodó a los indios en las que necesitaban para vivir, sacando a remate las sobrantes) y la venta de las propiedades de los jesuitas expulsados. Las tierras no fueron a parar a los campesinos, como se deseaba, sino a los grandes propietarios, que pudieron crear así verdaderos latifundios. En cuanto a las composiciones de tierras, siguieron siendo papel mojado, incluso después de las cédulas de 24 de noviembre de 1735, que reguló tales ventas y composiciones y de 15 de octubre de 1754, que obligó a devolver las tierras usurpadas y a justificar los títulos de propiedad de quienes poseyeran tierras realengas desde 1700. Nadie hizo caso de la normativa. Durante la segunda mitad del siglo XVIII, los mineros y comerciantes invirtieron en tierras. La gran propietaria del suelo seguía siendo la Iglesia. Entre los distintos modelos de propiedad agrícola existentes (resguardos indígenas, aparcerías, pequeñas propiedades, etc.) continuaron destacando la plantación y la hacienda, orientadas teóricamente hacia los mercados exterior e interior (algunas haciendas iban dirigidas a ambos mercados y hasta poseían esclavos). Las crisis agrícolas producidas como consecuencia de las catástrofes naturales permitieron aumentar las haciendas a costa de pequeñas propiedades, ya que la diversificación de los cultivos les permitía hacer frente a los años malos mientras se arruinaban los pequeños propietarios. Se ha comprobado que en México y Perú los propietarios de haciendas aumentaron sus propiedades en estos años catastróficos. Los hacendados emplearon toda clase de mano de obra: la asalariada, la de sus propios aparceros, la de los indios huidos de sus asentamientos, la de los libres, y hasta la esclava, como anotamos. A fines del siglo XVIII, era frecuente que los caciques enviaran a sus indios a las haciendas para que trabajaran como jornaleros y devengaran el dinero que necesitaba la comunidad (indios de mandamiento), así como que los amos mandaran también a sus esclavos para cobrar su jornal. Los hacendados procuraban, además, retener a los trabajadores suministrándoles los artículos necesarios mediante las tiendas establecidas en las mismas haciendas (tiendas de raya). La producción agrícola funcionaba ya con un alto grado de experimentación. En la zona intertropical aprovechaba los diversos pisos térmicos creados por la orografía. Las tierras calientes producían los frutos básicos de la agricultura comercializable (caña azucarera, cacao, añil, algodón, etc.), mientras que las frías y templadas daban fundamentalmente alimentos de autoconsumo. El maíz era el alimento principal. Sólo Nueva España producía unas 700.000 toneladas anuales a fines de la colonia. El trigo le seguía en importancia (se ha calculado su producción en una séptima parte del maíz), destacando los grandes graneros de Nueva España y Chile. En Perú volvió a producirse trigo, pero obstaculizado por la subida de la alcabala. De la caña azucarera se consumía el semiprocesado elemental, llamado papelón o panela, y se empleaban sus mieles para la elaboración del aguardiente. El azúcar se producía en el área circuncaribe y se exportaba. Veracruz remitía al exterior medio millón de arrobas anuales a fines de la colonia. Cuba triplicó su número de trapiches, convirtiéndose en gran exportador a partir de la crisis de Saint-Domingue, cuando el azúcar subió de 14 a 30 reales la arroba. El cacao se cultivaba en Venezuela y Guayaquil. Desde 1789, la Corona había eliminado la prohibición de exportarlo desde Guayaquil a México, lo que le permitió reconquistar dicho mercado. En 1810 exportaba nueve millones de libras de cacao. El venezolano se enviaba principalmente a España (122.000 fanegas en 1809). El tabaco se cultivó en México (Orizaba y Córdoba), Venezuela (el de Barinas era de excelente calidad), Nueva Granada, Guayaquil y Cuba. Otras producciones notables fueron el algodón (México, Venezuela, Perú), hasta que tuvo que competir con el norteamericano, el añil (Guatemala y Venezuela a fines de siglo), la hierba mate (Paraguay y Río de la Plata) y el café (se introdujo desde las colonias francesas en Santo Domingo, Puerto Rico y Venezuela). Venezuela exportó tres millones de libras de café en 1809. La quina se producía en Perú y Quito y la coca peruana se destinaba al consumo de los trabajadores de las minas. Es imposible evaluar la producción agrícola. Humboldt calculó, a buen ojo, que la de Nueva España se podía evaluar en 29 millones de pesos, frente a los 23 de la minería.
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La producción agrícola se había incrementado considerablemente a lo largo del siglo XIX. Las mayores dificultades de comunicación y los altos costes de los fletes habían constituido hasta entonces un sistema de protección natural de una competencia exterior masiva. A la fase de mayor producción siguió una integración de mercados debido a una auténtica revolución de los transportes, que había comenzado en las décadas precedentes y que trajo consigo una bajada generalizada de los precios, una selección de las tierras cultivadas, la mayor mecanización y aplicación de abonado y la disminución de la mano de obra empleada en la agricultura. Como consecuencia, se produjo una mayor productividad por hectárea cultivada y por trabajador. Se puede afirmar que la agricultura de 1900 en los países desarrollados era de mayor calidad y productividad que la de 1870. Sin embargo, el proceso no fue gratuito. Por el contrario, para millones de personas el trauma fue, sin dudarlo, brutal. Y ello a pesar de que los que consiguieron vivir o sus descendientes gozaron de una mejor situación al cabo de los años. En el mercado mundial, a mediados de la década de 1890, el precio del trigo había caído en más de un 60 por 100 en relación al de 1867. En buena parte de los países europeos productores de vino, la situación se agravó temporalmente con la plaga de filoxera que redujo drásticamente la producción en estos mismos años. En mayor o menor medida, en función de la población dedicada a la agricultura y a la propia riqueza de la tierra, se disminuyó la superficie dedicada a algunos cultivos, como el trigo. En general, aunque no siempre con la fortuna de países como Dinamarca, se buscaron nuevas orientaciones a la tierra. Frecuentemente, se pasó del cultivo de cereales o viñedos, poco rentables en ese momento, a la explotación ganadera para carne o productos derivados. Es el caso, por ejemplo, de Argentina o de países centroeuropeos o incluso de zonas de algunos países como el norte de España. Se produjo, de manera generalizada igualmente, una mejora técnica y de formas de explotación. Entre estas últimas destaca el sistema cooperativo, que permitió una adquisición en mejores condiciones de suministros y simientes, un almacenamiento y comercialización más barata y beneficiosa de los productos, una mejor utilización de los nuevas técnicas y una financiación mucho más barata de las nuevas inversiones o de las deudas originadas por los malos años. A veces, sobre todo en el caso de los derivados lácteos, las cooperativas incrementaron su acción con industrias de productos alimenticios. Así, los sindicatos o cooperativas agrarias se extendieron en estos años en todo el mundo desarrollado. Por sólo citar algunos ejemplos, más de la mitad de los agricultores alemanes eran miembros de las cooperativas de crédito que habían surgido con patrocinio de las instituciones católicas, tendencia que también predominaba en los 2.000 sindicatos agrarios franceses en 1894. En 1900 había 1.600 cooperativas de elaboración de productos lácteos en Estados Unidos. Esta industria estaba bajo control estricto de las cooperativas en Nueva Zelanda. La caída de los precios fue muy beneficiosa para los medios urbanos, pero desastrosa para los agricultores que, salvo Gran Bretaña, constituían todavía entre el 40 y el 50 por 100 de los países industrializados y hasta el 90 por 100 de los demás países. Ante el evidente exceso de población agraria, fueron millones los agricultores y campesinos europeos que optaron por la emigración a las ciudades dentro de su propio país o la emigración ultramarina. El proceso generalmente supuso la bajada de los precios de venta, pero también los de producción, que menos agricultores produjesen más cantidad total y que los beneficios fuesen mayores. El reajuste había producido millones de víctimas, aunque permitió adaptar la agricultura a una economía global más moderna. Quienes lo sufrieron no lo vieron así. Por el contrario, percibieron un gran desastre, no sólo personal sino social.
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El sector agrario fue el más importante en la economía romana. Aunque no se realizó ningún avance técnico de consideración con respecto a épocas precedentes, nos encontramos con un fuerte desarrollo del regadío, de los injertos o de la cría de animales para la ganadería. Los instrumentos básicos de trabajo serán las azadas, las palas, un rudimentario arado, los rastrillos, etc., distinguiéndose entre pequeñas y grandes explotaciones. Las explotaciones pequeñas adquieren un mayor auge en el momento de la conquista de Italia, cuando la mayoría de la ciudadanía se dedica a la agricultura. Los territorios arrebatados a los pueblos vencidos son repartidos entre los ciudadanos romanos, estableciéndose nuevas colonias. Este sistema también se pondrá en práctica en las provincias. Los pueblos que no se rebelaban y se asimilaban pacíficamente conservaban sus tierras. De estos pequeños espacios agrícolas, los campesinos obtenían los alimentos necesarios para la subsistencia familiar y para pagar los impuestos. La competencia ante las grandes explotaciones motivó una ingente oleada migratoria de campesinos hacia Roma, aumentando el número de personas que vivían de la beneficencia estatal. Los que resistieron sólo pudieron contar con la mano de obra personal y la de su familia, que, cuando era escasa, no dejaba otra solución que la emigración o el alistamiento en el ejército. Las grandes explotaciones agrarias no deben ser confundidas con latifundios. El propietario nunca trabajaba en la explotación, sino que eran los jornaleros, esclavos o incluso colonos los que realizaban las labores agrícolas. Muchas de ellas se dedicaban en exclusiva a la ganadería. La concentración de espacios agrícolas en pocas manos no dejó de ser, en ocasiones, motivo de preocupación para algunos emperadores. El trabajo estaba supervisado por un capataz, contando para cada actividad con personal cualificado. La mayoría de la mano de obra es de procedencia esclava, desempeñado labores de cierta especialización en algunas ocasiones. La producción se guardaba en silos y se transformaba en "industrias" de la propia explotación, como molinos o prensas de vino y aceite. El olivo y la vid serán los productos más cultivados en Italia, aunque no se dejó de lado el cereal que procedía en su mayoría de las provincias de Hispania, Egipto y África. El desarrollo agrícola permitirá el aumento del sector servicios y de la ingente masa de desarrapados que habitaba en las ciudades a la que había que alimentar y divertir; de ahí la famosa frase de "pan y circo".
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Pese a la espectacularidad de las cifras de producción minera, y pese a que la situación colonial condujo a que esa fuera la principal especialización económica de las Indias, la economía americana siguió siendo, como antes de la llegada de los españoles, fundamentalmente agraria, aunque conocerá importantes transformaciones. La primera afecta a la misma propiedad de la tierra, que, como la de las minas y todos los bienes raíces, corresponde a la Corona, que reconoció los derechos de los indígenas a sus tierras comunales y reguló el acceso a la tenencia de tierras por parte de los españoles. La fórmula legal era la donación o merced de tierras, prerrogativa exclusiva del monarca o sus representantes autorizados, sin la cual la ocupación era mera usurpación. En el siglo XVI, la ocupación de la tierra sin título legal fue la práctica más común para extender la propiedad, ya sea por apropiación de terrenos baldíos (pertenecientes a la Corona) o por compra o usurpación a los indígenas. Este primer proceso de ocupación desordenada acabó siendo institucionalizado por la Corona, que entre 1591 y 1615 dictó nuevos procedimientos para la adquisición de tierras. Lo más importante fue la ordenanza de 1591, según la cual todas las tierras poseídas de forma irregular pudieron legalizarse mediante el procedimiento de la composición, que sólo requería un cierto trámite burocrático y el pago de una cantidad de dinero, a modo de multa. El sistema de la composición de tierras permitió que a lo largo del siglo XVII se regularizara la posesión de la mayoría de las grandes haciendas agrícolas y estancias ganaderas, que en el siglo XVIII evolucionan hasta convertirse en una misma unidad de producción: haciendas de tipo mixto agropecuario. El proceso de expansión de la hacienda se hace muchas veces de forma ilegal, y con relativa frecuencia se repiten órdenes que tratan de legalizar los títulos de propiedad; así, en 1754 una real instrucción declara automáticamente válidos los títulos sin confirmar anteriores a 1700, facilitando la legalización de los posteriores a esa fecha. En cuanto a las dimensiones de los lotes, variaron con el tiempo. Al principio una caballería (parcela correspondiente a un conquistador que hubiera combatido a caballo) equivalía a seis peonías (parcela del combatiente a pie) y tenía unas seis hectáreas. A partir de 1536, el virrey Mendoza establece que una caballería de tierra cultivable equivalía a 41 hectáreas; una estancia de ganado mayor, 1.749 hectáreas (una legua cuadrada) y una estancia de ganado menor, 770 hectáreas. En Nueva España, entre 1540 y 1620, por medio del sistema de concesión de mercedes, se repartieron 12.742 caballerías de tierras cultivables a los españoles y mil a los indígenas, representando en total unas 600.000 hectáreas. Pero a partir de estas concesiones, se produce un fenómeno de concentración de la propiedad que da lugar a la aparición de los grandes latifundios, con dos modalidades fundamentales: la hacienda (unidad mixta agropecuaria, de carácter autárquico, con mano de obra india o mestiza) y la plantación (dedicada al cultivo de productos tropicales de exportación, con mano de obra esclava). Por lo que se refiere al desarrollo agrícola, se ve enriquecido ya en los años inmediatos a la conquista por la introducción de cultivos europeos considerados esenciales para los españoles (el trigo, la vid, el olivo ciertos cítricos, hortalizas, la caña de azúcar), la difusión de cultivos autóctonos de unas regiones a otras (el cacao, la papa), y la introducción de técnicas de cultivo españolas, como el arado y las yuntas. Los cultivos básicos indígenas siguieron siendo los mismos, especialmente el maíz, el grano sagrado de América, que seguirá siendo el elemento esencial de la dieta indígena, así como la papa, el frijol, el chile, la calabaza. Casi todos estos alimentos serán también consumidos por los españoles y criollos, primero por necesidad ante la falta de alimentos europeos, y luego por adaptación. Cultivos importantes serán también, en México, el maguey, del que se extraía el pulque, bebida muy apreciada por los indígenas, y en Perú y Charcas la coca, usada como estimulante. De los cultivos europeos, sin duda el trigo es el que alcanza una más amplia difusión, en especial en Puebla-Tlaxcala y El Bajío (Nueva España), Lima, Chile, Cuyo y Tucumán. La vid y el olivo se aclimatan sobre todo en el sur de Perú, comarcas de Chile y en Mendoza (Cuyo), logrando mantenerse pese a limitaciones y prohibiciones encaminadas a evitar su competencia con el vino y aceite peninsulares. Pero junto con los cultivos destinados al mercado interno, se producen otros para el mercado europeo, que a partir de mediados del siglo XVI empezaron a explotarse a escala comercial. La agricultura de exportación se basa esencialmente en cinco cultivos, tres autóctonos y dos importados: caña de azúcar, cacao, tabaco, café y añil. La caña de azúcar, llevada desde Canarias, se introdujo muy pronto y logró una rápida expansión en las Antillas (en Cuba acabará siendo el producto económico básico) y también, aunque destinada al consumo interno, en Nueva España y Perú. El cacao, que había tenido un gran consumo en la América prehispánica, lo seguirá teniendo en la América colonial -sobre todo en México- y se difundirá también a Europa; las principales zonas productoras son Soconusco (Guatemala) y, sobre todo, Venezuela y Guayaquil; en el siglo XVIII el cacao tendrá tal demanda que justificará la creación en 1728 de la Compañía Guipuzcoana de Caracas, para monopolizar la producción venezolana. El tabaco también acabará siendo aceptado en Europa, cultivándose en Barinas (Venezuela), y en diversos lugares para autoconsumo, pero donde se desarrolló hasta el punto de ser producto de exportación fue en Cuba; en el siglo XVIII la Corona implanta el estanco del tabaco, controlando la producción y monopolizando la distribución y fábrica de cigarros. El café fue introducido en América en el siglo XVIII, adquiriendo importancia económica en Cuba, Puerto Rico, Costa Rica y Venezuela. En cuanto al índigo o añil (colorante vegetal), fue la base de la economía centroamericana, sustituyendo al cacao como principal producto de exportación. Por último, la ganadería constituye, junto con la minería, el sector económico que más fuerte impacto recibió con la colonización española, pues era prácticamente inexistente en América (con la excepción de las llamas y demás camélidos andinos). La expansión y multiplicación del ganado, así como la introducción de las técnicas españolas de pastoreo (utilización común de los pastos, montes y baldíos) supuso un violento cambio en la fauna original americana y el uso de la tierra, particularmente en áreas densamente pobladas por agricultores indígenas tradicionales: el ganado invadió y destrozó los cultivos abiertos de los indios, transformando tierras de cultivo en campos de pastoreo. La introducción de especies domésticas europeas, que en América se desarrollan rápidamente (ganado mayor -vacuno, caballar y mular-, ganado menor -lanar, caprino- y de cerda, aves de corral, etcétera), supone una impresionante transmigración de especies, que altera sustancialmente el medio americano. Aunque será una actividad extendida a todas las Indias, la ganadería tiene especial arraigo en tres grandes áreas: occidente y norte de Nueva España (desde Jalisco a Texas); llanuras del interior de Venezuela y cuenca del Río de la Plata (incluída la zona septentrional de la Pampa). Allí con la actividad ganadera se crea un tipo humano peculiar, el hombre a caballo, el vaquero, que hasta hoy se considera representativo del respectivo país: el charro mexicano, el llanero venezolano, el gaucho argentino.
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Parece bien comprobado que el telón de fondo que sostuvo el auge poblacional fue el crecimiento económico. Más concretamente, fue la vitalidad de las actividades agropecuarias lo que resultaría decisivo para posibilitar a largo plazo el aumento del número de los españoles. En términos generales, en la España del Setecientos puede apreciarse el juego dialéctico que en el sistema tardofeudal existía entre la demografía y la producción agraria. Es evidente que la recuperación demográfica presionó para que se produjera un auge en la agricultura, pero al tiempo no es menos cierto que la expansión de la segunda posibilitó el mantenimiento al alza de la primera. De este modo, si la recuperación demográfica existente desde los últimos años del Seiscientos pudo mantener su pulso fue gracias a que la producción agraria acudió en su sostenimiento. En efecto, la agricultura era la principal ocupación de los españoles. En el Catastro de Ensenada queda bien reflejado cómo el 58% del producto bruto castellano provenía del sector agrario. Y en el censo de Floridablanca se constata que al menos el 70% de la población trabajadora se dedicaba a las tareas rurales. Muchos españoles se casaban y tenían sus hijos contemplando el calendario agrícola; las cuentas de la vida y la muerte estaban directamente ligadas a los vaivenes de la producción agraria y a las fluctuaciones de los precios. Años de buenas condiciones climáticas suponían buenas cosechas, precios estables, mercados bien surtidos, rentas campesinas suficientes y posibilidades de hacer planes de futuro. No es extraño, pues, que quienes deseaban mejorar el país se ocuparan con pasión de las deficiencias de la agricultura. Así lo hicieron políticos de la talla de Campomanes, Olavide o Jovellanos y pensadores económicos de la solidez de Lucas Labrada, Ignacio de Asso, Antonio Cavanilles o Eugenio Larruga. En este ambiente de marcada dedicación a las cosas del campo, es fácil comprender que el concepto de reforma agraria acabara tomando cuerpo durante el siglo hasta que Jovellanos le diera forma definitiva en la presentación ante la Sociedad Económica de Amigos del País de Madrid de su Informe sobre la Ley Agraria (1794). Un documento en el que el ilustre asturiano abogaba por la derogación de los obstáculos jurídicos (especialmente la vinculación de la tierra), sociales (la falta de preparación técnica) y naturales (la escasez de las obras públicas) que mantenían a la agricultura española en una situación de precariedad. A pesar de los estorbos denunciados, la agricultura española aumentó su producción durante la centuria. Y lo hizo con especial relevancia en la primera mitad para mantenerse en un tono más discreto en la segunda y no estar exenta de progresivas dificultades en los últimos años del siglo. Coyunturas generales que vinieron a superponerse a las clásicas crisis de subsistencias que en las economías locales regulaban los recursos en relación a la población. En la mayoría de las regiones la expansión agrícola tuvo un carácter eminentemente extensivo. Nuevas tierras, habitualmente de calidad inferior a las roturadas, fueron puestas en cultivo por los campesinos a través de una deforestación que todavía estamos lejos de calibrar, de la desecación de pantanos y albuferas (Cataluña y Valencia) y de ambiciosas construcciones hidráulicas (Canal Imperial de Castilla o Canal de Aragón) o de múltiples acequias, como fue el caso de la región murciana. Así pues, la mayor producción agrícola fue resultado de la extensión antes que de la intensificación, que sólo se produjo en algunas agriculturas y productos que lograron conectar con una amplia comercialización (Valencia, Cataluña). En realidad, en el conjunto español, la productividad por unidad de superficie y tiempo empleado se mantuvo en niveles modestos, salvo excepciones, dado que los medios técnicos de producción continuaron en una situación de escaso desarrollo. El arado romano prosiguió con su predominio; las mulas suplieron a los bueyes, pues eran más fáciles de alimentar aunque no araban con tanta profundidad; la falta de estabulación del ganado impidió un abono suficiente y de calidad que mejorase el rendimiento de las cosechas y ayudase a suprimir el sempiterno barbecho (como ocurría en algunos lugares de Inglaterra), que aun así tuvo un ligero retroceso en términos globales. Aunque nuevos cultivos, como el maíz y la patata, se habían introducido desde el siglo anterior en la cornisa cantábrica y en las tierras gallegas, no tuvieron una influencia decisiva en el resto del paisaje agrario peninsular. Estas características básicas de la agricultura hispana condicionaron los límites del propio crecimiento agrario. Limitaciones que empezaron a manifestarse a partir de los años sesenta cumpliendo la ley de rendimientos decrecientes: producir más significaba cultivar tierras peores que, al no poder ser regadas y abonadas convenientemente, terminaban por reducir sus rendimientos anuales medios por unidad de superficie. Sin embargo, los comportamientos y las soluciones buscadas no fueron idénticos en todos los lugares de la Monarquía. En la diversidad tuvieron mucho que decir, amén de las variadas condiciones climáticas y de las distintas culturas agrarias, las diferentes estructuras de la propiedad y las diversas relaciones de producción que se habían establecido en el ámbito rural de cada región. Es bien cierto que la institución del señorío impregnaba en términos generales el agro hispano, pero según las características propias de cada zona se fraguó un mundo particular de relaciones agrarias en torno a la posesión de la tierra y a la producción. Efectivamente, en una propiedad de naturaleza compartida como era la feudal, el tipo de relaciones entre los señores propietarios y los campesinos arrendadores implicaba distintos grados de posesión real de la tierra. En el caso de la enfiteusis (valenciana o catalana) y del foro gallego, a menudo los campesinos devenían cuasi propietarios de la tierra dada la larga duración de los contratos agrarios establecidos: los campesinos terminaban por constituirse en los únicos organizadores de la empresa agraria. Por el contrario, en amplias zonas de Castilla y Andalucía la situación se invertía. Aquí, eran los señores los que tomaban las riendas de su propiedad, explotándola a través de colonos con contratos de arrendamiento a corto plazo o bien de jornaleros. Así mantenían intacta la disponibilidad sobre sus tierras, al tiempo que podían amoldar la renta a la coyuntura económica. A partir de esta distinción principal, las situaciones podían diversificarse en cada región hasta darnos un cuadro de la propiedad agraria que contemplaba una mayoría de tierras bajo el régimen señorial (laico, eclesiástico o real) y un tipo de explotación basado especialmente en la unidad familiar, excepto en el caso de los latifundios andaluces. Cuando la familia precisaba fuerza de trabajo para la explotación de su propiedad o sus arriendos, acudía a los jornaleros asalariados que formaban un amplio grueso en la población agraria también utilizado por los detentadores de señoríos. Con esta agricultura de gran diversidad y en general poco modernizada, tanto técnica como socialmente, lidiaron los diversos gobiernos reformistas. En realidad, fueron ellos los primeros en inaugurar una verdadera política agraria en la historia de España, sobre todo cuando a partir de los motines de 1766 comprobaron que el estancamiento podía significar preocupantes conflictos sociales y con ellos el fracaso de la propia empresa reformista. El objetivo último de la política ilustrada fue conseguir más producción, más estabilidad social y más rentas para el Estado. Para ello, intentaron defender la creación de una mesocracia rural que, al frente de unidades de explotación familiares, contrapuestas a los grandes latifundios casi siempre criticados por los reformistas, produjeran para un mercado cada vez más liberado de trabas y más dirigido a beneficiar a los consumidores. Para alcanzar estas metas de fondo, la política ilustrada se centró en dos grandes frentes de actuación. Primero, se arbitró la iniciativa legisladora para reformar la estructura de la propiedad y las relaciones de producción, para liberalizar el comercio de granos y para limitar los intereses ganaderos de la Mesta. Y segundo, los propios gobiernos tomaron algunas iniciativas colonizadoras de nuevas tierras (Sierra Morena), realizaron obras públicas destinadas a favorecer el regadío y el transporte de productos agrarios, fomentaron la denominada industria popular en el campo y, finalmente, porfiaron por difundir nuevas técnicas y cultivos mediante su divulgación en los diarios o a través de las sociedades patrióticas. Toda esta serie de actuaciones tuvieron siempre un éxito relativo y a menudo acabaron en fracaso en medio de un contexto social que en nada facilitó los objetivos de los reformistas, por lo demás siempre prestos a dar marcha atrás cuando las medidas eran contestadas. Así, los repartos de tierras que se decretaron no pudieron salvar el inconveniente de que gran parte del labrantío de calidad estaba en manos de la nobleza y el clero, cuyas posesiones al ser inalienables restringían sobremanera el mercado de tierras. Ante esa dificultad se intentó el reparto de lotes municipales (que terminaron en manos de las oligarquías locales), el alargamiento de los contratos de los colonos y el aumento de los requisitos para el desahucio de los mismos. En el caso de la abolición de la tasa del grano en 1765, puede comprobarse otra actuación reformista que pretendiendo una cosa acabó consiguiendo otra bien distinta. La medida perseguía adecuar los precios agrícolas al mercado para conseguir su elevación e incentivar a los cultivadores directos. Sin embargo, esta nueva disposición acabó permitiendo a los poderosos una mayor posibilidad de especulación dado que podían acaparar grandes cantidades de granos para su posterior venta en los meses de mejores precios. No puede decirse, pues, que la política agraria reformista se viera coronada por el éxito. El miedo de los gobernantes a provocar desestabilización política, las contradicciones que generaban en los reformistas sus compromisos de clase y, finalmente, un contexto social nada favorable, ayudaron a que la empresa no llegase a buen puerto. Aunque hubiera planteamientos diferentes, pues no representaban lo mismo Campomanes con su creencia en la acción decisiva del Estado o Jovellanos con su confianza en las virtudes del libre juego de los intereses individuales, especialmente después de su lectura de Adam Smith, sí que puede afirmarse que todos compartían idénticos objetivos y que ni unos ni otros pudieron llevarlos a cabo: la creación de una mesocracia rural al frente de una agricultura dinámica y moderna fue más un deseo que una realidad. La resistencia encarnizada de las clases privilegiadas y la existencia de una realidad agraria muy plural, obstáculos insuperables con una única y milagrosa ley, provocaron medidas legislativas ambiguas o contradictorias que acabaron beneficiando a los que más recursos económicos y jurídicos tenían. Jovellanos, en su Informe sobre la Ley Agraria dejaba una prueba meridiana de esta ambivalencia reformista al referirse al mayorazgo: "Apenas hay institución tan repugnante a los principios de una sabia y justa legislación, y sin embargo, apenas hay otra que merezca más miramiento a los ojos de la sociedad ¡Ojalá que logre presentarla a vuestra alteza en su verdadero punto de vista y conciliar la consideración que se le debe, con el grande objeto de este informe, que es el bien de la agricultura!" Ocurría, sin embargo, que el bien de la agricultura no estaba nada claro que fuera al mismo tiempo el de los grandes mayorazgos. En definitiva, las ambiciosas ideas reformistas no podían llevarse a cabo si ponían en cuestión importantes aspectos del orden social vigente. Cualquier expropiación o tímido intento de desamortización de la tierra, como los realizados bajo Carlos III o con Godoy, conseguía la exacerbada oposición de las clases privilegiadas, que tenían sus bases económicas principales en las rentas derivadas del campo. Si por el contrario las medidas se dirigían a dar mayores libertades a los agentes agrarios, entonces las clases humildes, más indefensas ante el mercado, se rebelaban, pudiendo generar con sus protestas un peligro de estabilidad para la propia monarquía, como había sucedido en 1766. La contradicción era difícil de resolver. La cuestión de la reforma agraria pasó al siglo siguiente como una pesada losa para la historia de España.
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A pesar de la dificultad para desarrollar una agricultura estable y productiva en muchas regiones y del esfuerzo continuo que exigía en el espacio geográfico islámico clásico la puesta a punto y el mantenimiento de sistemas de regadío, a menudo abandonados en tiempos posteriores cuando falló el orden político y social que los había creado, el sector agrario era fundamental y requería el trabajo de la gran mayoría de la población, aunque esta realidad haya dejado pocas huellas y testimonios. Había, en primer lugar, una agricultura de secano cerealista, basada en el trigo y la cebada, y en técnicas antiguas que no se renovaron como, por ejemplo, el empleo de arado romano, aunque algunas tuvieron mucho mayor uso, como sucede con los molinos de agua. Tampoco hubo grandes innovaciones técnicas en los cultivos de regadío, pero sí que ocurrió su difusión y homogeneización, así como un aumento de las tierras irrigadas y, en especial, un perfeccionamiento de las normas de organización del riego y otros aspectos de régimen de uso y mantenimiento que serían luego aceptados y difundidos por otras sociedades, por ejemplo en la España cristiana. Los principales medios y técnicas se referían al uso de acueductos, aljibes y cisternas, presas, kanat o minas de agua muy frecuentes en Irán, norias, balancines o chaduf típicos de Egipto, pozos artesianos, más frecuentes desde el siglo XIV, con los que se alimentaban las redes de acequias. Diversos tratados de agronomía permiten comprobar también aquella mezcla entre tradicionalismo y mejor organización, a la vez que dan noticia sobre los diversos productos. Algunos jugaron un papel importante en la transmisión de conocimientos: la "Agricultura Nabatea" de Ibn Wahsiya, el "Calendario de Córdoba", en el siglo X, el tratado del andalusí Abu Zakariyya y los de los toledanos Ibn Bassal e Ihn Wafid, en el XI, pueden ser buenos ejemplos.
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La fase expansiva de la agricultura castellana del siglo XVI, estrechamente relacionada con el aumento de la población y, por tanto, con un incremento de la demanda de productos alimenticios, alcanza el momento culminante entre 1560 y 1580, iniciándose a partir de esta fecha un descenso en la producción agrícola que toca fondo hacia 1640-1650, manteniéndose en adelante estancada o experimentando un moderado aumento en buena parte de los territorios castellanos -es el caso del arzobispado de Toledo-, si bien en otros la recuperación fue más vigorosa, especialmente en Andalucía, relacionada tal vez con el incremento del comercio americano que se produce desde finales de la década de 1660. Las causas de este progresivo deterioro en los niveles de la producción agrícola castellana -incluso en la catalana y la aragonesa- han de buscarse en el siglo XVI, en concreto, en la extensión de los cultivos a nuevas tierras, ya que este fenómeno desencadenó una serie de factores negativos que contribuirán a frenar la expansión productiva. En efecto, durante dicha centuria la renta de la tierra se disparó, beneficiando a sus propietarios (nobles, eclesiásticos y campesinos acaudalados), pero no a los jornaleros ni a la mayoría de los arrendatarios, cuyos niveles de vida comenzaron a deteriorarse por este motivo, coincidiendo con la subida de los precios agrarios, en parte por el alza de los costes de producción y por el aumento de la demanda, mayor en las épocas de crisis de subsistencias ocasionadas por las malas cosechas, pero también por el incremento de la masa monetaria en circulación debido a los envíos de las remesas de metales preciosos americanos. Si a estos factores añadimos, a partir de 1600, el descenso demográfico, que redunda en un consumo menor siempre perjudicial para el productor, el aumento de las cargas fiscales -sean reales o señoriales-, la venta de baldíos y bienes comunales, y las malas cosechas (así las de los años 1629-1631, 1649-1652, 1659-1662 y 1682-1684), la mayoría provocadas por la sequía, cuando no por lluvias torrenciales y plagas de langosta, el resultado será en el siglo XVII la caída de la producción agrícola, como se refleja en las series decimales -mayor en el sector cerealístico que en el de la viticultura-, el descenso de la renta, el abandono de las tierras de cultivo -sobre todo las marginales, es decir, las menos rentables-, la concentración de la propiedad, la despoblación de algunos lugares y el estancamiento de los precios, en medio de fuertes fluctuaciones originadas por las manipulaciones monetarias. Es preciso indicar, sin embargo, que desde 1630-1640 se produce un cambio de gravedad, al desviarse hacia la agricultura parte del capital acumulado en otras actividades económicas. Esta inversión de la tendencia anterior se aprecia, por un lado, en la casi total ausencia de escritos arbitristas sobre la agricultura a partir de 1665, y, por otro, en que por las mismas fechas -o quizás un poco antes, siempre en torno a 1660- empiezan a manifestarse en algunas comarcas de Castilla, Andalucía, Extremadura, La Mancha y Cataluña, así como en Mallorca, signos inequívocos de que la coyuntura adversa ha concluido, en cierta medida a causa de una mayor especialización de los cultivos -en Segovia, por ejemplo, el trigo cede paso al centeno y al algarrobo, que conocen una producción espectacular a partir de 1640- y de que la producción de trigo en años buenos compensa con creces la escasez de las malas cosechas. Este fenómeno es más sensible aun en el norte peninsular, donde a lo largo de la centuria se asiste a una importante transformación del régimen de cultivos con la difusión del maíz, lo que favoreció un aprovechamiento más intenso del suelo y una mayor producción agraria global, en cuya base reside, tal vez, el crecimiento demográfico de Galicia y de Asturias en la segunda mitad del siglo XVII. Igual acontece en el País Vasco, a excepción de la región alavesa, gracias a las nuevas roturaciones, la extensión del viñedo y sobre todo del maíz, que se expande desde el litoral hacia el interior a expensas de otros cultivos tradicionales, como el mijo y el centeno, que van siendo desplazados. Factor importante en la evolución agraria peninsular es el avance progresivo de la vid a expensas de los cereales, sobre todo en Andalucía y Castilla, donde entró en competencia con la ganadería, hasta el punto de que en 1634 la plantación de viñas debe ser autorizada por el monarca, aunque, en la práctica, esta normativa sería vulnerada con demasiada frecuencia. Buena prueba de la alta rentabilidad del viñedo es el aumento de la exportación de vinos hacia América, que evoluciona desde el quince por ciento en el decenio 1650-1659 al veinticinco por ciento en los años 1670-1679, aunque a partir de este período comienza a decaer, para situarse en el diecisiete por ciento en 1680-1689. Asimismo, la vid penetra y se va afianzando en la cornisa cantábrica, en La Rioja, Aragón y el Mediterráneo, especialmente en Cataluña, donde su cultivo contribuirá a revitalizar el sector comercial, muy decaído desde la década de los años veinte, por las ganancias que generaba la exportación de aguardiente con destino a Holanda e Inglaterra, probablemente también hacia América, pues la venta de este artículo experimenta un crecimiento notable entre 1680 y 1699, justo cuando comienzan a decrecer las exportaciones de vino. El viñedo no sólo ganó terreno a costa de los cereales, pues también se implantó en zonas dedicadas anteriormente al cultivo de plantas destinadas a la industria textil. A finales del siglo XVII, desde luego, son numerosas las voces de los arbitristas que demandan a la Corona que preste mayor atención a este tipo de cultivos, en particular al cáñamo y al lino, por los beneficios que pueden deparar a la industria textil y a los agricultores. En este sentido cabe destacar los proyectos de Alvarez Osorio y Redín dirigidos a fomentar el desarrollo industrial de Castilla. Lo mismo puede decirse de las moreras, pues además de ser cierto que en la bailía de Calpe éstas van sustituyendo a los cereales, e incluso a los árboles frutales, por otra parte, en el reino de Granada -esto es válido también para Murcia-, se produce un activo comercio de exportación de seda en bruto, aunque los registros aduaneros constaten precisamente un descenso en las ventas, ya que se trata de un comercio de carácter fraudulento que beneficia a los productores pero que perjudica a los artesanos, que se ven privados de la materia prima que necesitan para su trabajo, o al menos de la de mejor calidad, sin que, por otro lado, las autoridades fiscales puedan impedirlo. Otro cultivo que adquiere un gran desarrollo es el olivo por los beneficios que proporcionaba la venta de aceite a Inglaterra y Holanda, el norte peninsular y América, lo que explica la extensión del área cultivada en la fachada levantina, así como en Mallorca, donde la producción y venta de aceite contribuía a equilibrar la economía de la isla en época de crisis cerealista. Asimismo, la exportación de aceite a América, en constante crecimiento a finales del siglo XVII, ya que evoluciona desde las 25.526 arrobas de 1650-1659 hasta las 78.541 arrobas de 1690-1699, reactiva la economía agraria e industrial de Sevilla y Cádiz, las dos principales regiones suministradoras de este producto alimenticio de primera necesidad. El comportamiento de la actividad ganadera, sin embargo, es muy diferente del observado en la agricultura. La ampliación del espacio cultivado y, por tanto, la reducción de las zonas de pasto llevada a cabo en el siglo XVI, así como la progresiva enajenación de los bienes comunales, afectó negativamente a la cabaña ganadera, sobre todo a la ovina, pues desciende desde tres millones de cabezas a menos de dos millones. Esta situación, denunciada en 1625 por Caxa de Leruela en su libro "Restauración de la abundancia de España", y a la que trata de poner remedio la pragmática de 4 de marzo de 1633, donde se establecen las reglas que deben observarse para la conservación de pastos y dehesas, en particular la prohibición de cercar las tierras comunales, se modifica a partir de 1660. En ello incidirá, por supuesto, una legislación más favorable al sector, así como una mayor participación de propietarios de ganados estantes en la Mesta, pero especialmente el retroceso de la superficie cultivada, asociado con el descenso demográfico. No obstante, como ha demostrado García Sanz, es la ganadería estante la que crece, no así la trashumante, que se mantuvo estancada debido a que la coyuntura comercial en los mercados exteriores fue adversa para la lana castellana durante gran parte del siglo XVII, sin duda a causa de la ruptura de relaciones comerciales con las Provincias Unidas, experimentando desde mediados de la centuria una notable recuperación que se prolonga hasta bien entrada la siguiente, según se aprecia, por ejemplo, en la cabaña ganadera del monasterio de Guadalupe, pues en este caso el tamaño de los rebaños alcanza en 1679 las cifras de 1606.