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Personaje
De Doña Mencía Calderón de Sanabria cabe destacar su valor, al realizar la obra que le fue encomendada a su marido, partiendo como Adelantada del Río de la Plata, aunque legalmente no pudiera. Nacida en el seno de una familia hidalga en Medellín, se casó con el también metelinense Don Juan de Sanabria, Adelantado del Río de la Plata, el cual, después de su nombramiento, se comprometió a llevar 600 hombres y unas 100 mujeres. Después de la despedida de las familias de Medellín y con la flota preparada en Sevilla surgió el imprevisto de la trágica muerte de Don Juan de Sanabria. Doña Mencía, ante el hecho de la muerte de su marido, decide ser ella la Adelantada, aunque a las leyes de la época lo impedían. Por eso nombra a su hijastro de tan solo 16 años, Adelantado y vende todos sus bienes para poder llevar a cabo el proyecto. Después de un año sin poder zarpar debido a las dificultades que suponía reunir a la tripulación, el día 10 de abril de 1550 hace zarpar la nao San Miguel y dos bergantines desde Sanlúcar de Barrameda. En su armada iba el fundador de la Asunción, del Paraguay, Juan de Salazar y, entre otras personas, más de cincuenta mujeres, solteras la mayoría, naturales de las distintas poblaciones cercanas a Medellín, que iban con la esperanza de contraer matrimonio allí. Llegan el 15 de junio a Las Palmas, donde cargan provisiones, aunque poco después una fuerte tormenta les hace desviar el rumbo hacia el golfo de Guinea y los otros dos barcos desaparecen. Muchas calamidades fueron las que pasaron en la mar, debido a la falta de alimentos, productos frescos y agua; y al asalto de los corsarios, que aunque respetaron a las mujeres, las desposeyeron de sus objetos y alimentos. A esto hay que añadirle las bajas que se produjeron, entre ellas la de su hija menor, cuyo recuerdo la acompañó toda la vida. Tras diez meses de viaje llega a Santa Catalina el 16 de diciembre, donde debía reunirse con su hijastro, Diego de Sanabria. Tras esperar sin que apareciera el Adelantado, tuvo que emprender a pie el duro y peligroso camino hacia Asunción intentando cumplir con la misión que había sido encomendada a su marido. Guiados por el mestizo Díaz consiguieron llegar a marchas forzadas y después de atravesar la selva desde el territorio de los belicosos tupíes a territorio guaraní, donde fueron bien recibidos. Los últimos informes de Doña Mencía datan del año 1564, no es posible concretar ni siquiera quiera la fecha de su muerte.
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Junto a los sacrificios, la adivinación era otro de los pilares en los que sustentaba la religión romana. Para los romanos era importante conocer el futuro y la voluntad de los dioses, por lo que recurrían a prácticas adivinatorias antes de emprender cualquier acción de importancia. Existen distintos tipos de especialistas en la lectura del futuro. Los sacerdotes podían leer en los oráculos de origen griego; los arúspices interpretaban las vísceras de las víctimas sacrificadas; y los augures podían conocer directamente la voluntad de Júpiter. La voluntad de los dioses era interpretada de maneras muy diversas. Una muy común era observar las vísceras de los animales sacrificados, especialmente el hígado. En otras ocasiones se interpretaban fenómenos naturales como relámpagos o temblores de tierra A veces los adivinos miraban el vuelo de los pájaros: si el ave volaba en línea recta desde la parte izquierda del augur, el presagio era favorable; no era así en caso contrario. Los vuelos a baja altura eran tenidos como una señal negativa. Otras veces los adivinos interpretaban los sueños o la manera de comer de los pollos. La importancia de los augures y adivinos en el mundo romano fue capital. Muchas veces fueron consultados por el senado y los generales les pedían su parecer antes de la batalla. Su papel fue reconocido con la creación, en el siglo II a.C., de un colegio de arúspices de Etruria, por parte de un senado consulto. Ya durante el Imperio, sesenta aurúspices crearon un colegio para defender su profesión de quienes consideraban intrusos.
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Egipto era un país con una poderosa administración debido a su centralismo. A la cabeza de la burocracia se encontraba el visir, en ocasiones uno en el norte y otro en el sur. El visir del norte vivía en Heliópolis y el del sur en Tebas. Cada una de las zonas se dividía en provincias llamadas nomos que estaban dirigidas por los gobernadores de nomos y los condes. Estos personajes irán adquiriendo cada vez más parcelas de poder, especialmente en los momentos de decadencia como en los periodos intermedios. A su vez las provincias estaban divididas en distritos a cuyo frente se situaba un funcionario que dependía del visir. Era frecuente que el visir enviara mensajeros a las provincias y distritos que servían de enlace entre los diferentes niveles de la administración. Estos mensajeros debían informar en tres ocasiones al año a sus superiores jerárquicos. Con este sistema se intentaba evitar la feudalización del país. El visir tenía en sus manos la justicia al ocuparse de reprimir los abusos de poder, el respeto de los testamentos y el nombramiento de jueces, presidiendo el tribunal en casos importantes. A su cargo también tenía la vigilancia de los trabajos públicos y era el receptor de la información referente a las crecidas del Nilo. La hacienda pública era su responsabilidad al tener competencias sobre la recaudación de impuestos, impuestos que eran recaudados por funcionarios locales. Se puede decir que el visir gobernaba Egipto ayudado de su corte de funcionarios, quienes formaban una clase privilegiada a la que se colmaba de constantes premios y favores. Entre estos privilegiados debemos situar a los escribas cuyo sueldo anual ronda los 50 deben de cobre, a los que se descuenta el 10 % como impuesto sobre la renta personal. Las retribuciones aumentan al ascender en la jerarquía administrativa. Los escribas de la contabilidad tenían fama de ser los más ricos y poseían casa con cuidados jardines, un elegante coche, una barca de paseo, se vestían con costosos vestidos y perfumes, no faltando la buena mesa y el buen vino, servido todo ello por criados, lacayos y sirvientes.
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El servicio imperial, obra también de Akbar, se convirtió en la estructura básica del edificio mogol. Continuó vigente hasta mediados del siglo XVIII y los grados, como títulos honoríficos, perduraron hasta que los indios ocuparon el territorio en 1948. Los oficiales eran conocidos como mansabdars o comandantes. El sistema abría la oportunidad de hacer carrera a cualquier joven con talento y de obtener distinciones al servicio constructivo del Estado. Los mogoles utilizaron el idioma indostaní en la administración y el persa en la corte, que se había convertido en centro de civilización persa. Siguieron una sabia política de consideraciones y de justicia en relación con los campesinos indios y trataron de establecer una verdadera colaboración con los indígenas; pero, con ello, habían contribuido a mantener la civilización india y las agrupaciones naturales indias. Los impuestos eran cobrados directamente por funcionarios del gobierno, denominados amiles, o por representantes como los mansabdars. Fuesen quienes fuesen los agentes, el trabajo real de cobranza adoptó la forma de un regateo entre los agentes y los contribuyentes; los unos alegaban pobreza, los otros afirmaban la necesidad del Estado. El rasgo distintivo del período mogol es que el impuesto fijado en general fue más justo y más exacto que lo acostumbrado desde hacia tiempo. El cobro era también, en conjunto, más constante y estaba mejor controlado que anteriormente. En general, la proporción del producto bruto o de su valor que el Estado tomaba para sí era la tercera parte.
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La administración imperial disponía de un funcionariado abundante reclutado entre quienes tenían conocimientos de gramática, retórica y, muy especialmente, Derecho. Sus miembros debían dedicarse exclusivamente al oficio que tuvieran encomendado, juraban fidelidad al emperador y, en cierto modo, prolongaban su poder en la capital y en el resto del Imperio. Además, cada función llevaba aneja una dignidad palatina o cortesana lo que, en mayor o menor medida, la sacralizaba. Pero en la realidad las situaciones y presiones de hecho favorecieron la formación de castas funcionariales, sobre todo en el siglo XII, y no faltó la venalidad o venta de oficios, como extensión de lo que ocurría con las dignidades palatinas. Éstas, en efecto, podían adquirirse, en sus rangos inferiores, que no comportaban el ejercicio de ningún oficio -no a partir del nivel de protospatario-; los beneficiarios percibían una renta y estaban presentes en las ceremonias imperiales, por lo que disponer de alguna de aquellas dignidades fue apreciado por muchos miembros de las clases pudientes de la sociedad, y el procedimiento permitió ampliar la base social del poder imperial y mejorar sus medios de propaganda. La administración estaba fuertemente centralizada en palacio, donde funcionaban los diversos sekreta o despachos, bajo el mando de logothetas ayudados por sekretikoi, notarios, escribas y otros auxiliares. Los principales ramos de la administración eran la cancillería, dirigida por el protoasekretis, el servicio de posta imperial o dromo, competente también en asuntos de relaciones exteriores, la hacienda, al mando del sakellario, que dirigía la gestión de la caja general o genikon y de las especiales (stratiotikon para gastos militares, eidikon a cargo de las manufacturas imperiales, administradores de bienes imperiales, de limosnería y fundaciones pías, etc.). La administración de Constantinopla corría a cargo de un prefecto o eparca y su seguridad y defensa competían a la hetaireia o guardia palatina y a las scholas que integraban cuerpos de ejército o tagmata; la mayor parte de la flota -entre 150 y 200 dromones, más barcos de apoyo- mandada por un drongario, tenía también su base en la capital, dadas sus excepcionales condiciones portuarias y su situación estratégica, o en algunos themas predominantemente marítimos como los del Sureste de Asia Menor (Cibyrreotas) y los de las islas del Egeo. Aunque la flota bizantina se había reorganizado desde la segunda mitad del VII para hacer frente a los musulmanes, su apogeo no llegó hasta los siglos X y primera mitad del XI. Las reformas de la administración provincial generalizaron la división y el régimen de themas, debido a su eficacia. En el "Libro de los themas" del año 934 sólo se citan veintinueve pero en el "Taktikon" de Nicéforo Uranos (año 975) se alude ya a 81. El poder superior en el thema correspondía al estratega, ante el que respondían los funcionarios dependientes de diversos organismos de la administración central como eran el pretor o krités que dirigía los asuntos civiles, el protonotario que atendía a los fiscales y, a veces, el intendente o cartulario de las tropas. Para evitar abusos, el nombramiento de estratega no superaba períodos de cuatro años y recaía sobre forasteros al territorio que iban a gobernar, donde no podían adquirir tierras o establecer vínculos familiares casando en él a sus hijos. ¿Se evitaron siempre? Lo cierto es que en el siglo XI la condición de estratega era ya una dignidad, no un oficio, y que sus funciones militares habían pasado a manos de catepanes y duques que controlaban territorios mucho más amplios: los ducados de Antioquía, Tesalónica y Andrinópolis o el catepanato de Italia, por ejemplo. Mientras tanto, el krités se convertía en la figura más importante de la administración provincial.
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El Imperio asirio estaba regido de manera absoluta por el monarca, soberano de todo cuanto le rodeaba en tanto vicario del gran dios Assur. Por debajo de él se situaba un complicado aparato estatal, muy ramificado, bajo control del gran visir de Assur o sukkallu dannu. Éste, auxiliado por un consejo en el que estaban el general en jefe del ejército (turtanu), el gran intendente (abarakku rabu), el copero mayor de palacio (rab shaqu) y el heraldo (nagir ekalli), gobernaba sobre otros visires subordinados, diseminados por el territorio. Otro gran funcionario fue el jefe de los eunucos (rab reshe), decisivo en la política interna debido a su conocimiento de las interioridades de la corte. En ocasiones, algunas reinas y príncipes herederos llegaron a poseer su propia corte. La gran extensión del territorio asirio hizo que para su gobierno y administración se divide en dos categorías: provincias y estados vasallos. En las primeras se había procedido a deportar a sus habitantes, como medida para evitar una posible rebelión. En época sargónida hubo 117 provincias, controladas por un gobernador (bel pikhati), encargado de administrarlas según un modelo establecido a semejanza de Assur. Los estados vasallos estaban sujetos a fuertes condiciones, como la de pagar un importante tributo -carros, caballos, madera, joyas, vasos metálicos-, o prestar un juramento de absoluta sumisión (adu). Si algunas de estas condiciones no se cumplía, la respuesta asiria era decididamente violenta. Otros funcionarios territoriales eran los shaknu, una especie de gobernadores militares cuya tarea era controlar los territorios ocupados para evitar rebeliones.
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El objetivo de los Tokugawa era perpetuar su dominación. Si lo consiguieron fue gracias al establecimiento del sistema político de los baku-han, basado en el equilibrio e interacción del shogunado (bakufu), convertido en una autoridad nacional, y los señoríos (han) de los daimios, con el papel de gobernadores regionales. Unidos por lazos feudales apoyados en juramentos de fidelidad, dentro de sus territorios ejercían su autoridad a través de un cuerpo de burócratas. La fuerza de la autoridad subyacente en el seno del sistema era feudal; sin embargo, la autoridad de los sectores administrativos, dentro de las jurisdicciones directas del shogun o de los daimios había encontrado el camino idóneo para su consolidación al descansar sobre bases administrativas. La estabilidad política trajo consigo la transmisión del mando a los herederos, quienes, renunciando a una absoluta centralización, inviable por la existencia del emperador, se valieron del sistema de daimios, de sobra conocido. Sin embargo, los Tokugawa no olvidaron que el origen de su poder estaba en el emperador y procuraron aumentar el respeto y el prestigio que tenía entre el pueblo, a pesar de la distancia que, por razones de protocolo, lo mantenía como algo lejano e inalcanzable. Un gobernador militar establecido con su guarnición en Kyoto, y dos funcionarios cortesanos shogunales evitaban cualquier contacto con los daimios, vigilaban la recepción de informes y fiscalizaban la concesión de favores. La estructuración del nuevo sistema político y administrativo tomó casi su forma definitiva en la época del tercer shogun. En el siglo XVIII estaba ya, pues, perfectamente consolidada, atendiendo a dos líneas fundamentales de desarrollo: en primer lugar, la aplicación de nuevos principios confucianos a la conducta de gobierno, de modo que se puso en práctica lo que se ha llamado "gobierno por la persuasión moral y, en segundo lugar, la creciente tendencia hacia la impersonalidad administrativa y hacia la eficiencia funcional del gobierno, es decir, una tendencia hacia la burocratización y la legalización. La base del entramado eran los daimios convertidos ahora en unidades de administración local. El daimio, desde su ciudad-castillo, tenía jurisdicción sobre la tierra y los hombres. Para el gobierno recurría a un grupo de leales, pertenecientes al estamento militar, organizados por rangos según sus funciones y obligados por juramentos privados. Los colaboradores de más alta categoría eran los ancianos, componentes del Consejo de Asesores, con obligaciones cortesanas. Les seguían los de alto rango o jefes de los departamentos del dominio; los de rango medio, con cargos administrativos más específicos, y los de rango inferior, dedicados a tareas serviles y de menor importancia. El verdadero eje de la administración estaba formado por los cargos intermedios, como por ejemplo los intendentes del departamento rural, que difundían y hacían cumplir las órdenes del señor para el buen gobierno de la población, centrado en el desarrollo de los recursos económicos y en el mantenimiento del orden. En teoría los daimios eran vasallos del shogun y la investidura confirmaba sus posesiones hereditarias de autonomía interna. Pero lazos tan débiles no eran suficientes para garantizar su fidelidad y el peligro existente aconsejaba la adopción de medidas adicionales. En consecuencia, el shogunato exigió tres responsabilidades implícitas en el juramento: el servicio militar o administrativo, las prestaciones especiales y el buen gobierno del territorio. Cada daimio se comprometía, con una promesa privada ante el shogun, a obedecer las disposiciones y a no participar en coaliciones. Es decir, renunciaba a plantear cualquier oposición. Según la costumbre, cada daimio podía repartir entre los altos cargos militares feudos denominados tierras otorgadas, o arroz entre los de menor categoría. Los primeros recibían parcelas diseminadas donde tenían autoridad para recaudar impuestos e imponer corveas a los campesinos. Los repartos no dejaban de suponer un problema por la duplicidad de jurisdicciones que esta práctica generaba. La tendencia fue, así, reducir las tierras otorgadas y aumentar el número de pensionados, ya que cada donación significaba la disminución del poder del daimio. Desde mediados del siglo XVII se habían establecido reformas del sistema, ya que, si bien el concesionario poseía el control directo de los campesinos de sus tierras, la tasa de impuestos era fijada por el daimio y la justicia recaía en un magistrado señorial. Así evitaban la formación de una clase de pequeños propietarios con una comunidad de intereses con el campesinado, fortalecían la autoridad del daimio y disminuía el peligro de levantamientos. Por su parte, la aplicación del sistema de asistencia alterna de los daimios, contribuyó curiosamente a afianzar la unidad del país, a pesar del efecto descentralizador del sistema shogunal, porque con las medidas coercitivas se evitaban las posibles disensiones y la autonomía local. Consistía este sistema en que un daimio pasaba períodos o años alternos entre la corte shogunal y sus territorios, según la lejanía de Edo, núcleo administrativo del Imperio, estando obligado a construir residencias en la capital donde vivían permanentemente la consorte y el heredero, junto con un séquito adecuado a su rango. En el siglo XVIII habían adquirido por este motivo un carácter cortesano que los distanciaba del contacto con la población de sus dominios. Por su parte, la administración shogunal presentaba dos vertientes claramente definidas: la nacional y la privada. El shogun tenía una clara superioridad en tierras y hombres sobre sus más próximos rivales daimios, y además ejercía el control sobre las grandes ciudades de Osaka, Kyoto y Nagasaki y las minas de Izu, Sado y Ashio, razón que explica su dominio sobre los principales centros económicos y financieros del país. El shogun sólo contó con los dos daimios de su casa y los más leales de las casas colaterales, mientras que los daimios exteriores (tozama) estuvieron al margen o fueron excluidos de manera deliberada. El castillo de Edo se convirtió en el centro del gobierno y, por tanto, en el núcleo socio-económico del Japón. La política nacional y la capacidad de decisión descansaban sobre el Consejo de Ancianos, formado por cuatro o seis personas elegidas entre los vasallos shogunales, cuyas funciones estaban ya definidas en 1634. Entendían en todo lo referente a la política interna y exterior, supervisando los asuntos a través de los cargos administrativos. El gran consejero tenía la función de asesorar en materia de alta política y actuar como regente en los periodos de minoría de edad. Desde 1684 se entregó con carácter hereditario a una misma familia. Pero los sucesivos shogunes minaron la autoridad y el protagonismo de esta figura, pues vieron en el cargo un enemigo de su propio poder, al superponerse al del Consejo de Ancianos en coyunturas especiales. Para las cuestiones privadas shogunales estaba el Consejo de Ancianas menores, formado por cuatro o seis vasallos de posición inferior, con responsabilidades sobre los daimios de la casa y séquito-corte del shogun. Controlaba el funcionamiento de la administración de finanzas, asuntos cortesanos, soldados, inspectores disciplinarios, etcétera, como se estipulaba en las ordenanzas de 1634. Cuando las funciones de ambos Consejos se superponían, primaba la autoridad de los consejeros ancianos, dado el carácter nacional de sus atribuciones. Todos los funcionarios estaban bajo la autoridad de los ancianos, aunque a veces actuaban de manera independiente. Sólo dos cargos shogunales estaban a sus órdenes directas, y tenían un rango casi equivalente al de consejero anciano: el gobernador general de Kyoto y el intendente del castillo de Osaka. Tales excepciones derivaban de los orígenes del shogunato Tokugawa y de la necesidad de vigilancia imperial. Con el tiempo, la mayoría de los shogunes mostró dirigentes no demasiado capaces, hasta el punto de caer en una función en gran parte simbólica. El sistema baku-han facilitó al Japón la posibilidad de gozar de un sistema administrativo vigoroso y amplio. El estamento militar gravitaba sobre las comunidades urbanas y campesinas, se había adueñado de todos los derechos superiores y la administración estaba en manos de la clase samurai. El shogun poseía plenos poderes gubernamentales; al igual que los Tokugawa eran la prolongación de la autoridad militar en tiempos de paz, los samurais se convirtieron en ciudadanos civiles, aunque se suponía que empuñarían las armas en caso necesario. El régimen Tokugawa constituye, pues, un caso de gobierno civil eficiente, administrado por una casta militar profesional, siendo el gobierno del bakufu, literalmente, la prolongación de la autoridad militar en tiempos de paz. Sin embargo, frente a la presión exterior, Japón adoptó una estrategia aislacionista y replegó a la sociedad sobre sí misma. Y la política aislacionista, comenzada en el siglo XVII, continuó durante la siguiente centuria debido, sobre todo, a tres causas principales: la preocupación por estabilizar la política interna, el deseo de los Tokugawa de asegurar el monopolio del comercio exterior y el temor al Cristianismo.
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La Corona española construyó sobre el Atlántico un gigantesco puente de papel a través del cual controló durante siglos sus territorios americanos sin necesidad de emplear la fuerza militar, durante mucho tiempo inexistente y siempre escasa en las Indias. Incluso a comienzos del siglo XIX las tropas profesionales radicadas en el conjunto de la América española sumaban unos 30.000 hombres, y muy pocos de ellos eran peninsulares. El Imperio español se sostuvo con ejércitos de burócratas y de eclesiásticos, y con el apoyo de los grupos dominantes de la sociedad indiana, es decir, de los criollos. Desde el punto de vista institucional las nuevas tierras quedaron incorporadas a la Corona de Castilla, de ahí que su administración se organizara de acuerdo con las leyes e instituciones castellanas, que se transplantan a América y allí evolucionan con cierto grado de originalidad -virreinatos, audiencias, gobernaciones, corregimientos, cabildos-, y desde instituciones castellanas de nuevo cuño radicadas en la metrópoli: el Consejo de Indias y la Casa de la Contratación, los verdaderos centros del aparato administrativo indiano. Tratándose de un Imperio mercantilista, la prioridad de las relaciones económicas se manifiesta también en la organización institucional, de ahí que el primer órgano creado fuera la Casa de la Contratación (1503), anterior en bastantes años a los primeros organismos de gobierno implantados tanto en América como en la propia metrópoli. Durante casi tres décadas toda la estructura institucional de las nuevas tierras se redujo a nombramientos unipersonales, ya sea con título de virrey (Colón, 1493) o gobernador (Bobadilla, 1499; Ovando, 1502), pues hasta 1511 no se estableció en América el primer órgano colegiado, la Audiencia de Santo Domingo. En cuanto a España, la Casa será la única institución específica hasta la fundación del Consejo de Indias hacia 1523. A partir de entonces, y en relación sin duda con la conquista de los territorios que convertirían a Carlos V en monarca del mundo (según le escribió Hernán Cortés), es cuando se intensifica el proceso de institucionalización. Fue un proceso presidido siempre por el afán centralizador y autoritario de la Corona, pero limitado por la propia distancia y la lentitud de las comunicaciones, que impusieron la adopción generalizada en América de la fórmula castellana de "se obedece, pero no se cumple", con la que se pretendió dar cierta flexibilidad al sistema, armonizando la tendencia unificadora de la metrópoli con la creciente diversificación de las colonias. Dicha fórmula, que permitía a un funcionario posponer la ejecución de una orden pidiendo que fuera revisada e informando para ello de las circunstancias que hacían imposible o desaconsejable su aplicación (es decir, equivalía a las actuales apelaciones y recursos de reposición o de alzada), dio lugar a toda clase de excesos y acabó siendo un instrumento típico de la burocracia indiana.
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La impartición de justicia y la vigilancia de la administración fue confiada a las Audiencias. En 1511 se creó la de Santo Domingo, a la que siguieron la de México (1527), Panamá (1538), Guatemala y Lima (1542), Guadalajara y Santa Fe de Bogotá (1548), Charcas (1559), Quito y Chile (1563) y Buenos Aires (1661). Constaban de cuatro oidores y un Presidente. Este último no podía emitir voto en materia de justicia a menos que fuera Licenciado. Los oidores eran jueces (estaban graduados en leyes), que necesitaban oír a las partes para fallar los pleitos. La dificultad de completar el mínimo necesario para sostener una sala de Justicia, debido a los fallecimientos, traslados y visitas que debían realizar, condujo a elevar su número a cinco o seis y hasta ocho durante el siglo XVII. En este último caso formaban dos salas. En México y Lima hubo desde 1568 una sala especial para la justicia penal (sala del Crimen). La Corona trató de convertir a los oidores en unos hombres sin intereses particulares, para asegurar la pureza de sus fallos. Prohibió que ejercieran en los territorios donde habían nacido, que tuvieran bienes donde desempeñaban su trabajo y hasta que se casaran con mujeres del país (también sus hijos). En la época de la corrupción administrativa se violaron todas las prohibiciones. Se dieron casos escandalosos de oidores que regentaban garitos de juego, a los que había que acudir para perder dinero en ellos a cambio de lograr algunos favores en el tribunal. Para vigilar a estos oidores y a todos los burócratas se implantaron dos instituciones que fueron el juicio de residencia y la visita. El primero procedía de la Edad Media española (se menciona ya en las Siete Partidas) y obligaba a todo funcionario (incluidos los virreyes) a dar cuenta de su actuación al término del mandato. Para realizar la residencia se nombraba un Juez (frecuentemente un oidor), que se trasladaba al lugar donde había ejercido el administrador y publicaba a bombo y platillo la apertura del juicio, pudiéndose presentar ante él todos los que tuvieran agravios o acusaciones acerca de la gestión del funcionario saliente. Para evitar que éste último presionara o coaccionara a los testigos se le enviaba a otra ciudad. El juez de residencia iniciaba las averiguaciones pertinentes con ayuda de un secretario y levantaba dos sumarios, uno secreto y otro público. En el primero recogía el fruto de sus pesquisas personales. En el segundo, los testimonios de los agraviados. Emitía finalmente una sentencia, que podía ser recurrida ante el Consejo de Indias o en última instancia ante el Rey, por vía de súplica. La idea del juicio de residencia era excelente, pero su ejecución estuvo llena de vicios que le hicieron perder eficiencia. Para evitar gastos se acostumbró que el nuevo funcionario que iba a ocupar una plaza fuese también el juez de residencia que juzgaba al funcionario saliente, resultando un curso acelerado del sistema de corrupción que debía emplear. Por otra parte, era siempre difícil presentar pruebas de los sobornos y más aún de las presiones con que se coaccionaba a los gobernados. Además, la máquina justiciera fue ablandándose progresivamente. Durante el siglo XVI, hubo algunos casos de funcionarios que pagaron su mala actuación con la horca, pero en el siglo XVII todo se resolvía pagando multas. En cuanto a la visita, era un juicio de residencia extemporáneo que se hacía antes del término de un mandato, cuando existían acusaciones graves contra el funcionario o sospecha de una mala gestión administrativa. El Consejo proponía al rey el envío de un visitador, que llegaba investido de plenos poderes. Suspendía temporalmente al funcionario sospechoso y comenzaba las averiguaciones oportunas. Si consideraba que la acusación o sospecha era infundada procedía a reponerle en su cargo. En caso contrario, le enviaba a España con la sentencia condenatoria, comúnmente pecuniaria. La visita dio aún más problemas que el juicio de residencia, pues no era raro que el visitador pretendiera inculpar al funcionario bajo sospecha con objeto de quedarse con su plaza a título provisional. Además, era frecuente que se aprovechara la visita para inspeccionar las actuaciones de todos los tribunales de la circunscripción y especialmente de las Audiencias, lo que elevaba los costos de la misma y, además, la volvía interminable. Hasta 1700, las once audiencias recibieron entre 60 y 70 visitas. Algunas de ellas, como la de Cornejo al Nuevo Reino de Granada, fueron verdaderamente escandalosas, dividiendo a los pobladores en bandos y deponiendo y reponiendo varias veces al Presidente.
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La jerarquización de privilegios presente en los diversos estatutos, la subsistencia de tradiciones específicas de ámbito cultural y administrativo, o la adaptación del régimen municipal romano a realidades históricas heterogéneas, que en el Norte de la Península Ibérica tienen un carácter protourbano, no excluyen el que, pese a sus variantes, todo el sistema esté impregnado de determinados valores sociales y políticos, que tienen su proyección en la correspondiente articulación administrativa. Todas las ciudades son concebidas como centros que, aunque contribuyen al funcionamiento escasamente burocratizado del Imperio, poseen en el orden interno un carácter autónomo; precisamente su autonomía se proyecta socialmente en su articulación, que excluye de su comunidad a todos los individuos que no sean naturales de ellas. La trascendencia de este principio restrictivo se constata en la presencia de un grupo diferenciado, producto de los movimientos migratorios, a los que se le denomina como incolae, que se encuentran domiciliados en centros urbanos en los que no han nacido. Pese a la importancia que alcanzan en determinadas ciudades y de la que se hace eco la documentación epigráfica, estos residentes no se incluyen en la comunidad y permanecen al margen de su articulación política. A su vez, las ciudades hispanas resultantes del proceso de colonización y municipalización reproducen el modelo romano en dos aspectos esenciales como son, concretamente, el de la definición de sus componentes humanos y el de la articulación interna de la comunidad resultante. La delimitación de la comunidad se realiza mediante el concepto de ciudadanía, que se proyecta dentro del sistema onomástico de los individuos en la especificación de lo que en la técnica epigráfica conocemos como origo, que viene determinada de forma generalizada por el lugar de nacimiento, lo que implica que se posee la misma adscripción que los padres legítimos o que el padre cuando existe divergencia de procedencia entre los progenitores. Semejante limitación conlleva que se es miembro por naturaleza de una determinada comunidad y que la integración en la misma se encuentra estrechamente ligada al ordenamiento familiar. Para evitar las consecuencias de tal regulación, el derecho romano formula otra serie de procedimientos de carácter extraordinario mediante los que un individuo puede integrarse en la comunidad de una ciudad diferente a la que le corresponde por nacimiento. Entre ellos se encuentra la adopción, que permite al afectado integrarse en la familia del adoptante y asumir el origo de esta última, y la adlectio, es decir, la cooptación decidida por el senado de cada ciudad; en este último procedimiento la concesión de la ciudadanía de una ciudad no excluye la originaria ni la de otras ciudades. Ambos procedimientos renuevan la comunidad ciudadana mediante individuos que poseen un estatuto personal equivalente al de la comunidad en la que se integra. No obstante, existe otro medio de integración que implica a su vez promoción social; está constituido por la manumisión de esclavos que genera el que los libertos resultantes posean el mismo origo que sus patronos. Tales medidas evitan el que la ciudad romana, en contraste con otras ciudades antiguas, se convierta en una comunidad cerrada. No obstante, su propia naturaleza implica exclusiones que afectan a sectores no ciudadanos, conformados esencialmente por esclavos y población libre peregrina, y a ciudadanos de otras centros que han cambiado de domicilio y que configuran los mencionados incolae.