En la Corona de Aragón, y por ausencia del monarca que estaba en Madrid, la máxima figura que le representaba era el virrey, al igual que en Navarra, Portugal, las Indias e Italia, salvo en Milán, donde había un gobernador, lo mismo que en los Países Bajos. En general, estos cargos fueron desempeñados por la aristocracia castellana, excepto en Portugal y en los Países Bajos, donde casi siempre hubo algún pariente de los Habsburgo. Es sintomático al respecto que, cuando Felipe IV decide nombrar a Juan José de Austria gobernador de las provincias de Flandes, éstas se opongan de forma rotunda por ser hijo natural del rey, debiendo nombrar en su lugar a un archiduque de Austria. Los virreyes, además de sus funciones gubernamentales, tenían normalmente el cargo de capitán general -este cargo también existía en Castilla-, permitiéndoles así inmiscuirse en algunos asuntos que como virreyes escapaban de su jurisdicción por las leyes del país. Junto al virrey estaban las Audiencias con una doble función: asesorar al representante del monarca en los asuntos de gobierno y actuar como tribunales de justicia, disponiendo de salas, que se duplicaron a partir de 1585, para los procesos civiles y criminales, si bien en Cataluña se suprimió la sala criminal y se formó una de carácter eminentemente político. Las Audiencias más antiguas eran las de Cataluña (1493), Aragón (1493) y Valencia (1507), creadas por Fernando el Católico, a las que luego se añadieron las de Mallorca (1571) y Cerdeña (1564). En Navarra hacía las veces de Audiencia el tribunal de la Corte Mayor, y en Aragón el Justicia Mayor estaba dotado de amplias competencias judiciales, pero tras los acontecimientos protagonizados en el reino con la huida de Antonio Pérez perdió gran parte de su autoridad. En Zaragoza, sin embargo, el privilegio de los veinte permitía al cabildo dictar sentencia de muerte sin juicio, facultad que asimismo tenía la ciudad de Barcelona mediante el denominado "juí de prohoms". En la Corona de Castilla la presencia del monarca hacía innecesaria la figura del virrey, pero no así las Chancillerías y Audiencias, que como tribunales superiores de justicia dirimían todos los pleitos civiles y criminales del reino. Las Chancillerías de Valladolid y de Granada estaban integradas por un regente, oidores o jueces civiles repartidos en cuatro salas, alcaldes del crimen integrados en la sala del crimen, además de dos fiscales, uno civil y otro criminal, varios relatores y un elevado número de escribanos. Aparte de las salas ya mencionadas existía una especial, la de alcaldes de hijosdalgo, donde se sentenciaban los pleitos por cuestiones de hidalguía. En la Chancillería de Valladolid estaba también el Juez Mayor de Vizcaya, quien juzgaba las apelaciones de los naturales de aquel señorío. La composición de las Audiencias de Sevilla, Galicia y Canarias -lo mismo cabe decir del tribunal de Alcaldes de Casa y Corte afincado en Madrid- era más sencilla, ya que el ámbito territorial donde actuaban era menor. La Audiencia de Sevilla, que ejercía su jurisdicción sobre la ciudad y su tierra, contaba con jueces de grado para los pleitos civiles y "alcaldes de la quadra" para los procesos criminales, mientras que las de Canarias y Galicia estaban compuestas por un número reducido de jueces que se ocupaban de todos los procesos, fuesen civiles o criminales. La Audiencia de Galicia parece ser que desempeñó también funciones de gobierno, y tanto en ésta como en la de Canarias la presidencia recayó en el capitán general de estos territorios desde el reinado de Felipe II. Los Alcaldes de Casa y Corte actuaban como tribunal de justicia en primera instancia y de apelación en causas vistas por el corregidor de Madrid o su teniente hasta una cierta cantidad de dinero. También supervisaba la venta de géneros e intervenía en los alistamientos, excesos de los soldados y alborotos en las guarniciones. En Asturias, los concejos estaban representados en la Junta General por medio de procuradores, agrupados en siete partidos. El corregidor del Principado convocaba y presidía las reuniones que se celebraban en Oviedo cada tres años, donde se trataban, entre otros asuntos, los relacionados con la defensa y las contribuciones que debían pagar a la real hacienda, encargándose la Diputación permanente desde 1594 de vigilar y hacer cumplir lo acordado en la Junta General. El mismo sistema, menos representativo por cuanto que los diputados eran asignados únicamente por las siete provincias del reino (Santiago, La Coruña, Betanzos, Orense, Lugo, Mondoñedo y Tuy), pero con mayores atribuciones, se daba en Galicia, sobre todo porque a las funciones gubernativas de sus Juntas se añadía la facultad de nombrar a los procuradores que debían representar al reino en las Cortes. En las Provincias Vascas el poder se hallaba en manos de unas juntas compuestas por representantes de cada municipio, quienes a su vez elegían a los diputados que estarían en la Diputación general (Guipúzcoa) o en el Regimiento de Vizcaya. Aquí, los corregidores de Vizcaya y de Guipúzcoa, o el alcalde mayor de Álava, tenían menos capacidad de maniobra, limitados por la ley del fuero y por la autoridad de las juntas. A nivel local, el gobierno en la Corona de Castilla se vertebró en torno al concejo, formado por un número variable de regidores -veinticuatro en las ciudades andaluzas-, jurados -sólo en determinadas localidades- y otros cargos municipales, presidido por un corregidor en las capitales de provincia y de partido, por un alcalde mayor en las villas y por alcaldes en los lugares de menor entidad política. Muchas regidurías eran vitalicias y hereditarias, concedidas por venta o por merced real, pudiendo sus titulares arrendarlas, nombrar un teniente que desempeñase las funciones y transmitirlas por herencia. Para compensar este carácter vitalicio algunos municipios tenían cargos electivos de jurados y síndicos que debían representar al pueblo, aunque con el tiempo también fueron privatizados. En poblaciones pequeñas las regidurías eran siempre o casi siempre electivas y cuando en ellas residían hidalgos se repartían a partes iguales entre éstos y los pecheros (mitad de oficios). Las funciones de los regidores consistían en administrar los bienes del concejo (bienes de propios, baldíos y rentas), abastecer a la población de productos alimenticios, regular los precios, atender la higiene del lugar y mantener en buen estado la red viaria. Los alcaldes y corregidores -en Sevilla éstos recibían el nombre de asistente-, por el contrario, cuidaban del orden público y actuaban como jueces ordinarios en primera y segunda instancia en todos los pleitos civiles y criminales. En los territorios de las Ordenes Militares había gobernadores y alcaldes mayores con las mismas funciones de gobierno y justicia que tenían las ciudades y villas de realengo. En los lugares de señorío los cargos de justicia en primera instancia (alcaldes) y de gobierno (regidores) eran designados por el titular, siempre que tuviese la jurisdicción civil y criminal. En la Corona de Aragón cada reino contaba con instituciones propias de gobierno. En Cataluña los veguers tenían competencias muy parecidas a las de los corregidores, aunque más limitadas por la autonomía de la nobleza y de los municipios. En Valencia existían cuatro gobernadores con iguales funciones que los corregidores, estando asistidos además por el batlle general, que recaudaba las rentas del rey, el mestre racional, que supervisaba las cuentas, el receptor y el tesorero. Este esquema se reproducía también en las islas Baleares, con un gobernador para cada una de las islas de Mallorca, Menorca e Ibiza. Aparte, en Mallorca existía un Consejo, cuyos jurados eran representantes de toda la isla. En cuanto al gobierno local en los distintos reinos de la Corona de Aragón se puede decir que era muy similar al de Castilla, con jurados -equivalentes a los regidores-, síndicos y otros cargos municipales puramente administrativos (clavario, mostasaf, contadores, etc.). Sin embargo, en las grandes ciudades -es el caso de Barcelona y Valencia-, el sistema era más complejo, no tanto en lo que se refiere a la organización del concejo como en la elección de los cargos. En Valencia, el virrey y el racional nombraban a doce caballeros y doce ciudadanos entre los cuales se sorteaban las juradurías -seis en total, dos para los caballeros y cuatro para los ciudadanos-, mientras que los dos síndicos eran elegidos por el Consell General, una asamblea integrada por 62 individuos pertenecientes a los oficios y colegios, 62 nombrados por las parroquias y otros 18 consejeros entre los que figuraban los jurados del año anterior. Este sistema estuvo en vigor hasta 1633, pues desde entonces se constituyeron tres grupos de candidatos a los oficios, dos de ciudadanos y uno de caballeros, todos en número de treinta, de los que salían por insaculación los individuos que debían desempeñar los cargos de maestre racional, jurados y síndicos. En Barcelona, el Consell de Cent, formado por 144 miembros, de los cuales 32 representaban a los ciudadanos honrados, 16 a los militares, 32 a los mercaderes, 32 a los menestrales y 32 a los artistas, elegían por insaculación a cinco consellers, que eran quienes gobernaban la ciudad, tres del grupo de ciudadanos, uno del de mercaderes y el quinto de los de menestrales o artistas.
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En un país fuertemente centralizado como fue -bien es cierto que según las épocas y en grados diversos- el Egipto antiguo, se hizo necesario organizar y mantener una poderosa administración, muy estructurada y jerarquizada. A la cabeza de la burocracia se encontraba el visir, en ocasiones uno en el norte y otro en el sur. El visir del norte vivía en Heliópolis y el del sur en Tebas. Cada una de las zonas se dividía en provincias llamadas nomos, que estaban dirigidas por los gobernadores de nomos y los condes. Estos personajes irán adquiriendo cada vez más parcelas de poder, especialmente en los momentos de decadencia como en los periodos intermedios. A su vez las provincias estaban divididas en distritos a cuyo frente se situaba un funcionario que dependía del visir. Era frecuente que el visir enviara mensajeros a las provincias y distritos que servían de enlace entre los diferentes niveles de la administración. Estos mensajeros debían informar en tres ocasiones al año a sus superiores jerárquicos. Con este sistema se intentaba evitar la feudalización del país. El visir tenía en sus manos la justicia, al ocuparse de reprimir los abusos de poder, el respeto de los testamentos y el nombramiento de jueces, presidiendo el tribunal en casos importantes. A su cargo también tenía la vigilancia de los trabajos públicos y era el receptor de la información referente a las crecidas del Nilo. La hacienda pública era su responsabilidad, al tener competencias sobre la recaudación de impuestos, tributos que eran recabados por funcionarios locales. Se puede decir que el visir gobernaba Egipto ayudado de su corte de funcionarios, quienes formaban una clase privilegiada a la que se colmaba de constantes premios y favores. Entre estos privilegiados debemos situar a los escribas, cuyo sueldo anual ronda los 50 deben de cobre, a los que se descuenta el 10 % como impuesto sobre la renta personal. Las retribuciones aumentan al ascender en la jerarquía administrativa. Los escribas de la contabilidad tenían fama de ser los más ricos y poseían casa con cuidados jardines, un elegante coche, una barca de paseo, se vestían con costosos vestidos y perfumes, no faltando la buena mesa y el buen vino, servido todo ello por criados, lacayos y sirvientes.
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Cuando Roma decidió convertir a Sicilia en provincia a raíz de la I Guerra Púnica, dividió todo su territorio en ciudades haciendo así aplicación del propio modelo itálico que tanto se parecía al de los Estados helenísticos. Este modelo terminaría también siendo una realidad en Hispania, pero Roma lo fue desarrollando en fases distintas. Allí donde ya había un régimen urbano (Ampurias, Sagunto, Cartagena, Castulo/Linares, Obulco/Porcuna, Málaga, Abdera, Cádiz, Toledo, etc.), Roma tendía a estabilizarlo. En otras ocasiones, intervino para crearlo. La primera ciudad creada por Roma en Hispania fue Italica (Santiponce, Sevilla). Se funda el 206 a.C. como lazareto para albergar a los heridos del ejército romano. Las noticias hoy disponibles nos dicen que, a pesar del estatuto de sus moradores (ciudadanos romanos, latinos y algunos aliados libres), tenía el rango de ciudad peregrina. El 47 a.C., era ya municipio romano. Las excavaciones llevadas a cabo por Bendala en el solar de la Itálica republicana permiten comprobar que al menos un lugar de culto se organizó a semejanza de los templos romanos de tres cellae. El antiguo estudio de Schulten sobre los conventus civium Romanorum puede servir de referencia para éste y otros casos, ya que se testimonian muchas agrupaciones de ciudadanos romanos en diversos lugares del Mediterráneo residiendo en ciudades con estatuto peregrino; los ciudadanos romanos de cada conventus se dotaban de una organización análoga a la de las ciudades de Italia. Hemos mencionado antes las fundaciones de Tiberio Sempronio Graco, Grachurris e Iliturgi. De Emilio Paulo, gobernador de la Ulterior en los años 191-190 a.C., se nos ha conservado un documento excepcional cuya traducción castellana dice lo siguiente: "Lucio Emilio, hijo de Lucio, general (imperator), decretó que los esclavos de Hasta que habitaban en la torre Lascutana fuesen libres y mandó que siguieron teniendo como posesión los campos y el poblado fortificado que entonces tenían, mientras el Estado romano (Senatus populusque Romanus) quisiese. Dado en el campamento, 12 días antes de las kalendas de febrero" (CIL II, 5.041). El texto desvela que Hasta (cerca de Jerez de la Frontera) ejercía un dominio sobre otros enclaves urbanos entre ellos sobre Lascuta, cuya población era globalmente dependiente de la primera. Al romper ese vínculo de dependencia, surgen dos ciudades aunque dependientes ahora del Estado romano. Otra de las intervenciones de Roma bien conocidas se refiere a la fundación de Carteia (cerca de San Roque, Cádiz). Para solucionar el problema de la súplica de un contingente de hijos de soldados romanos con hispanas con las que no habían contraído matrimonio legal, el Senado fundó Carteya en la bahía de Algeciras con la categoría de colonia latina. Los hijos ilegítimos, rechazados por las poblaciones locales, recibían ahora el derecho latino, un domicilio en Carteya y lotes de tierra; se permitía que la población indígena de ese lugar pudiera también inscribirse como ciudadano latino si así lo deseaba y podía seguir conservando su casa y sus bienes (Livio, XLIII, 3). Carteya fue la primera colonia latina fundada fuera de Italia. La función del ejército en el desarrollo urbano de la Hispania republicana fue muy importante. Hasta Sertorio, era habitual que gran parte de las tropas romanas se distribuyeran en ciudades indígenas; unas veces, con ocasión de los períodos de inactividad militar durante el invierno, pero, en otras ocasiones, como auténticas guarniciones de ocupación. El listado de las guarniciones conocidas hecho por Knapp es indicativo de la dispersión de las mismas: en Carthago Nova el año 209, en Gades desde el 206, en Castulo el 206, en Aebura (cerca de Montalbán, Toledo) el 182, en Munda el 179, en Segeda el 179-78, en Itucca/¿Tucci ? (Martos, Jaén) el 143. Y la nómina de campamentos militares que sirvieron de base para la configuración posterior de una ciudad es también bastante numerosa: Aritium Praetorium (cerca de Alveza, Abrantes), castra Atiliana (Casa de la Yunta, cerca de Valpierra, Logroño) del 109 a.C., castra Caepiona del 140-139 (entre el Guadiana y el Tajo), castra Aelia entre los ríos Ebro y Jalón a fines de la República, castra Caecilia (cerca de Cáceres) como campamento de Cecilio Metelo, castra Liciniana (cerca de Sta. Cruz del Puente, entre el Tajo y el Guadiana), del 97-93 si alude a Licinio Craso o bien del 116 si fue Licinio Nerva o del 151-150 si fue Licinio Lúculo. Y hay otros testimonios análogos. Si la simple convivencia fue un factor de romanización, la presencia de modelos urbanos romanos tuvo una incidencia mayor en los procesos de cambios urbanísticos de las comunidades indígenas. Desde mediados del siglo II a.C., a la única colonia latina de Hispania, Carteia, se le van uniendo otras de igual estatuto: Corduba el 152 a.C., Palma y Pollentia el 123-122 a.C. e Ilerda (Lérida) el 89 a.C.. Valentia (Valencia) pasa a ser colonia romana el 60 a.C. Ahora bien, el gran giro en la concesión de estatutos de privilegio a las ciudades de Hispania se produjo en la época de César/Augusto. El programa cesariano de creación de ciudades privilegiadas en Hispania quedó interrumpido con su asesinato. Los triunviros (Antonio, Lépido y Octaviano) recibieron el mandato de completar el programa de César. Y Octaviano, hijo adoptivo de César y primer emperador a partir del 30 a.C., siguió la misma trayectoria. Teniendo presente que la documentación epigráfica de fines de la República es reducida, nos encontramos ante muchos casos de ciudades sobre las que no sabemos si pasaron a ser colonias o municipios bajo César, durante el II Triunvirato o bien bajo el gobierno de Octaviano/Augusto, aunque pudieran haber estado incluidas en el programa de César. Así, el epíteto Iulius aplicado a una ciudad alude a alguna relación de la misma con Julio César, pero, formando parte del programa cesariano, pudo pasar a ser privilegiada en los años posteriores a la muerte de César. En el programa colonizador y municipalizador de César se respeta, en primer lugar, la práctica de no fundar nuevas colonias latinas; la última fue Ilerda. Aquellas ciudades que tenían tal estatuto se trasforman en colonias o en municipios de derecho romano. En segundo lugar, el programa cesariano contempla la creación de varias colonias romanas y de un número mayor de municipios de derecho romano o latino. Así, Corduba ya es colonia romana el 48 a.C., Munda se funda con igual estatuto el 45 a.C., Carthago Nova estaba destinada por César a ser colonia pero no se lleva a cabo su reorganización hasta la época de los triunviros o de Augusto y Urso (Osuna), también parte del programa de César, se organizó como colonia poco después de su muerte. Las colonias latinas de Ilerda, Palma y Pollentia se trasformaron en municipios romanos. César premió con estatutos privilegiados a las ciudades que se habían mantenido fieles a su causa, pero siempre que reunieran unos mínimos requisitos de romanización de su población. Por más que pueda resultar enojoso el ver un listado de nombres, es el indicador más claro de las intervenciones cesarianas. Así, son colonias de César las siguientes: Corduba, Hasta, Hispalis y Uccubi en la Bética; Metellinum, Norba Caesarina, Pax Julia y Scallabis en el área lusitana y Acci, Salaria, Carthago Nova, Valentia, Celsa, Tarraco y Barcino (César/ Augusto) en el ámbito de la Citerior. Frente a 22 municipios del Sur peninsular (Astigi, Asido, Callet, Carteia, Ebora, Gades, Ilipula, Iliturgi, Ipsca, Isturgi, Segida y Segida Restituta, Seria, etc.) que se corresponden con núcleos urbanos del valle del Guadalquivir y de la costa andaluza en su mayor parte (Medina Sidonia, El Coronil, El Rocadillo de San Roque, Alcalá del Río, Iscar, Andújar, Jerez de los Caballeros, Almuñécar, Montemayor, etc.), el número de municipios del ámbito lusitano es mucho más reducido (Evora, Mértola, Lisboa y Alcácer-do-Sal). Los municipios del área de la Citerior, menos que los del Sur, se sitúan en el valle bajo del Ebro, en la costa y en Baleares: Calagurris (Calahorra), Castulo (Linares, Jaén), Dertosa (Tortosa, Tarragona), Ilerda (Lérida), Osca (Huesca), Saguntum (Sagunto, Valencia), Tearum (¿?), Turiaso (Tarazona: César/Augusto), y las dos antiguas colonias latinas de Mallorca, Palma y Pollentia. Situadas sobre un mapa, se comprueba que la mayor parte se localizan en el Sur y el Este peninsular y que ya se advierte el despegue del valle medio y bajo del Ebro, así como de todo el valle del Guadalquivir. Los triunviros y Augusto no se desviaron del programa de César. La condición jurídica de las ciudades de Hispania que nos presenta Plinio el Viejo refleja datos de las dos primeras décadas del Imperio, es decir, los resultantes de la aplicación del programa de César más los de las iniciativas tomadas por Augusto. Recordando de nuevo que en torno a la mitad de esas ciudades privilegiadas (colonias y municipios de derecho romano o latino antiguo) recibieron tal estatuto bajo Augusto, es de destacar la importancia de la obra de César. Queda igualmente constancia de que Roma está decidida a aplicar el modelo de ciudad para su administración de Hispania así como del aún elevado número de ciudades estipendiarias sobre las que el Estado romano tenía la plena propiedad jurídica. Al tratar sobre la época altoimperial se verá la tendencia a la simplificación de estatutos (desaparición de ciudades federadas y libres) así como el otro gran impulso hacia la municipalización en época de los Flavios.
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Los manchúes adoptaron casi totalmente el aparato administrativo de la época Ming, pero impusieron un mayor control y lucharon contra la corrupción burocrática. La figura del emperador participa tanto de lo temporal como de lo sagrado. Esta doble participación se explica porque vigila, de hecho, tanto el orden sobrenatural como el natural del mundo. Dentro de la filosofía política china, el emperador es verdaderamente Hijo del Cielo, debido a que gobierna en virtud de un mandato del cielo, de un contrato que, según los teóricos chinos, sólo es recompensa a la virtud. Bajo la dinastía manchú se produjo, como consecuencia de las necesidades de consolidar su dominio en China, un progresivo fortalecimiento y una mayor solemnidad de la figura imperial, en detrimento del aparato gubernamental. Desde sus comienzos, el Gobierno central estaba compuesto de dos partes: los departamentos, situados en la capital, que se ocupaban de los asuntos de todo el Imperio chino, y los órganos de la administración regional, cuya acción estaba limitada a las demarcaciones territoriales. Estas dos partes, pueden, a su vez, considerarse como el gobierno central y las autoridades provinciales. La Administración central se concentraba en la capital: Pekín. La institución fundamental de este período fue el llamado Consejo de Estado, creado por Yung-Cheng en 1729. El Gran Consejo adquirió las funciones del antiguo Nei-Ko o Gran Secretariado, que se había convertido en un instrumento en el que los estadistas recuperaban parte del poder que el trono perdía. Los consejeros de Estado tenían como función primordial asesorar acerca de todos los asuntos importantes sobre todo en lo que concernía al nombramiento de la cúspide del funcionariado; eran designados por el emperador y la única manera eficaz de que éste llegara a dominar el panorama político era la elección acertada de sus ministros. Por medio de esta facultad, su autoridad se expresaba de forma potente y decisiva. El gobierno Ching se enfrentaba con circunstancias en cierto modo diferentes, pues funcionaba bajo los auspicios de una casa conquistadora extranjera, por lo que se estableció la práctica de nombrar titulares simultáneos para los más importantes puestos del gobierno, uno chino y otro manchú, y se adoptó la misma norma en algunos escalones más bajos, posiblemente con la intención no sólo de frustrar cualquier síntoma de oposición anti-manchú, sino también para que los incultos funcionarios manchúes se beneficiaran de la capacidad burocrática de los chinos. Otras instituciones fueron la Censoría, que databa de la época anterior, pero que en el siglo XVIII continúa conservando sus funciones e incluso se pretende que sirva de contrapeso al poder del Consejo de Estado; y los seis ministerios, creados también con la dinastía anterior y en dependencia directa del emperador. En sentido estricto, el Imperio se dividía en 18 provincias, sheng, o divisiones administrativas básicas, al frente de las cuales se situaba un gobernador civil, mientras que un gobernador general se encargaba de la jurisdicción militar. Ambos funcionarios -nombrados por el Gobierno central- se supervisaban entre sí, pero actuaban e informaban conjuntamente de los asuntos importantes. La autoridad provincial estaba dividida, en un principio, entre tres funcionarios que, separadamente, dirigían la administración de la población civil, inspeccionaban las actividades de los funcionarios o se ocupaban de los asuntos militares. Trabajaban directamente para el gobierno central, cuyas órdenes cumplimentaban y a él remitían las rentas que cobraban; reclutaban civiles para servir forzosamente como soldados, los instruían y los enviaban donde fueran necesarios. Se encargaban asimismo del mantenimiento del orden, de la administración de justicia, de la dirección de los exámenes provinciales, del servicio postal y, por norma general, de todos y cada uno de los acontecimientos que tenían lugar en su territorio. Además de estos dos personajes, existían cuatro funcionarios provinciales: el tesorero, el juez, un controlador de la sal y un intendente de cereales, encargado de supervisar la recolección de granos para la capital. Cada provincia estaba dividida en varias jurisdicciones, tao, y éstas a su vez se hallaban compuestas de prefecturas, fu, que se dividían en subprefecturas o departamentos, choca, y éstos en distritos o municipios, lisien. Las prefecturas pueden considerarse, en parte, como el equivalente de las provincias menores occidentales. Los jefes de las prefecturas, los mandarines, tenían autoridad para gobernar la ciudad donde estaban situados sus despachos y la zona rural que la rodeaba. El funcionario superior o magistrado, como es llamado con frecuencia, trabajaba directamente para sus superiores en la provincia, quienes podían exigirle explicaciones e inspeccionar sus actividades y, usualmente, no tenía medios de contacto directo con el gobierno central. La Administración manchú distinguía con claridad las esferas civiles y militares. Respecto a esta última, además de las ya creadas banderas, se formaron los batallones verdes, o tropas provinciales empleadas como fuerza provincial y represora de las alteraciones sociales. El número de empleados en la Administración no puede determinarse con exactitud, pero es evidente que la complejidad del servicio y su gran número tenían una acción retardadora para la obra de gobierno y para que los más calificados pudieran eludir la responsabilidad personal. La última instancia del debate político se desarrollaba entre los ministros y el emperador. Sin embargo, no había garantía de que sus decisiones se llevaran a efecto, pues las facciones políticas enemigas tenían numerosas oportunidades de acceso a palacio y de frustrar los planes de los hombres de gobierno que nominalmente lo dirigían. Los objetivos más importantes del Gobierno eran: la explotación de los recursos naturales de forma tan completa como fuera posible; el mantenimiento del prestigio y del poder imperial, la recaudación de tributos, la conservación de la disciplina civil y el atender a la defensa efectiva de China contra sus enemigos. Mas el Gobierno imperial adolecía de tres grandes debilidades: los fallos del sistema de reclutamiento, las dificultades en la delegación de autoridad y la importancia que se daba a los aspectos formales en detrimento del fondo. La necesidad de emplear extranjeros como jefes del ejército surgió, en parte, como consecuencia del desprecio que se sentía por la carrera de armas, y la dificultad de mantener en manos chinas las defensas imperiales apropiadas suponía un evidente peligro para el Gobierno. La falta de funcionarios íntegros impedía a veces que se juzgaran rectamente los proyectos administrativos que se proponían. Y la formación académica de los funcionarios alentaba la tendencia conservadora y dejaba pocas posibilidades a la innovación. La conservación deliberada de estructuras fuera de uso conducía fácilmente al abuso de poder o al fracaso del gobierno en el cumplimiento de sus obligaciones. A las críticas racionales contra las prácticas existentes se oponía el argumento de que se mantenían tradiciones muy arraigadas de las que no se debía prescindir. Los emperadores manchúes del siglo XVIII continuaron una política china por el dominio del Asia central, que databa de épocas anteriores. La expansión territorial manchú, coetánea a la colonización rusa de Siberia y el avance de Inglaterra en Asia, estuvo estrechamente ligada a empresas militares relacionadas con la religión lamaísta y el sometimiento de los mogoles, quienes perdieron totalmente su independencia como Estados y cuyos descendientes se convirtieron en súbditos del Imperio chino-manchú o de los zares rusos. Por su parte, el pueblo ruso, en su avance hacia el Asia oriental, parecía llamado a entrar en conflicto sin remedio con los emperadores manchúes. Por China, tierra de grandes extensiones esteparias o desérticas, atravesaban las rutas terrestres hacia Asia Menor y hacia Occidente, siempre surcadas, a pesar del desarrollo de la ruta marítima, por caravanas cargadas con mercancías de poco peso y elevado valor. La prudencia y el afán de comerciar obligaba a los emperadores manchúes a dominar esa vasta extensión lo que consiguieron con éxito. A principios del siglo XVIII, las relaciones entre China y Rusia estaban reguladas por el Tratado de Nertchinsk (1689), mediante el cual los chinos detuvieron el avance ruso en Mongolia, ya que conservaban toda la cuenca del río Amur, e impedían a los rusos el acceso a Manchuria. En 1727 se firmó un nuevo tratado entre ambos países, el Tratado de Kiachta, en el que se fijaban nuevamente las fronteras a lo largo del Amur y del Argun. Con la destrucción del Imperio eleuta culminó el prestigio del emperador Ch´ien-Lung en el centro de Asia. El Imperio chino alcanzó sus límites naturales y la mayor extensión de su historia, se afianzó la supremacía china en el Tíbet y el poder chino se extendió hasta las faldas meridionales del Himalaya. Por el lado de Birmania, los chinos ocuparon el paso principal en 1765. Su marcha sobre la capital birmana, realizada en 1767, fue un fracaso. Pero en 1790 el rey de Birmania se declaró vasallo del emperador y los gobernantes de Pekín y sus habitantes tributarios de los chinos. La influencia del emperador chino estaba acrecentada por su papel de protector del budismo, religión dominante desde la Gran Muralla hasta el Caspio. De este modo, a fines del siglo XVIII, la autoridad imperial se extendía a toda el Asia central y en todas direcciones y llegaba hasta el limite de los dominios rusos e ingleses. Controlando además todas las rutas comerciales terrestres, la dinastía manchú logró realizar el sueño nacional chino. Mas en un Imperio tan vasto, el grado de control difería de unas zonas a otras; así, Manchuria disfrutaba de un estatuto especial que la distinguía de las provincias chinas; en Mongolia continuaba vigente la distribución en tribus y banderas vinculadas al Imperio por un lazo feudal. En el Tíbet, la dominación se ejercía a través de un protectorado, y el Turquestán oriental estaba ocupado por el ejército, quien se encargaba también de la administración. Al ser un Estado cosmopolita, China aseguró asimismo la supervivencia del lamaísmo, religión profesada por tibetanos y mogoles, y desde la segunda mitad del siglo XVIII Pekín fue un importante centro de impresión de textos budistas en estos dos idiomas. A fines del siglo XVIII, China representaba el Imperio con mayor contingente demográfico y la máxima potencia territorial de Asia y Europa.
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En sentido estricto, el Imperio chino se dividía en 18 provincias, sheng, o divisiones administrativas básicas, al frente de las cuales se situaba un gobernador civil, mientras que un gobernador general se encargaba de la jurisdicción militar. Ambos funcionarios -nombrados por el Gobierno central- se supervisaban entre sí, pero actuaban e informaban conjuntamente de los asuntos importantes. La autoridad provincial estaba dividida, en un principio, entre tres funcionarios que, separadamente, dirigían la administración de la población civil, inspeccionaban las actividades de los funcionarios o se ocupaban de los asuntos militares. Trabajaban directamente para el gobierno central, cuyas órdenes cumplimentaban y a él remitían las rentas que cobraban; reclutaban civiles para servir forzosamente como soldados, los instruían y los enviaban donde fueran necesarios. Se encargaban asimismo del mantenimiento del orden, de la administración de justicia, de la dirección de los exámenes provinciales, del servicio postal y, por norma general, de todos y cada uno de los acontecimientos que tenían lugar en su territorio. Además de estos dos personajes, existían cuatro funcionarios provinciales: el tesorero, el juez, un controlador de la sal y un intendente de cereales, encargado de supervisar la recolección de granos para la capital. Cada provincia estaba dividida en varias jurisdicciones, tao, y éstas a su vez se hallaban compuestas de prefecturas, fu, que se dividían en subprefecturas o departamentos, choca, y éstos en distritos o municipios, lisien. Las prefecturas pueden considerarse, en parte, como el equivalente de las provincias menores occidentales. Los jefes de las prefecturas, los mandarines, tenían autoridad para gobernar la ciudad donde estaban situados sus despachos y la zona rural que la rodeaba. El funcionario superior o magistrado, como es llamado con frecuencia, trabajaba directamente para sus superiores en la provincia, quienes podían exigirle explicaciones e inspeccionar sus actividades y, usualmente, no tenía medios de contacto directo con el gobierno central. La Administración manchú distinguía con claridad las esferas civiles y militares. Respecto a esta última, además de las ya creadas banderas, se formaron los batallones verdes, o tropas provinciales empleadas como fuerza provincial y represora de las alteraciones sociales. El número de empleados en la Administración no puede determinarse con exactitud, pero es evidente que la complejidad del servicio y su gran número tenían una acción retardadora para la obra de gobierno y para que los más calificados pudieran eludir la responsabilidad personal. La última instancia del debate político se desarrollaba entre los ministros y el emperador. Sin embargo, no había garantía de que sus decisiones se llevaran a efecto, pues las facciones políticas enemigas tenían numerosas oportunidades de acceso a palacio y de frustrar los planes de los hombres de gobierno que nominalmente lo dirigían.
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Gracias a su avanzada organización administrativa, el reino de Qin consiguió aumentar los territorios que controlaba para llegar a constituir el primer imperio chino. Dirigiendo la Administración estaba el Emperador, que controlaba tanto la administración imperial como la administración local. El Emperador recibía el consejo del Tutor Imperial y de las Juntas de Corte. A la cabeza de la Administración Imperial estaban las Tres Excelencias: el Canciller, el Secretario Mayor y el Comandante en Jefe del Ejército. El Canciller era el puesto clave del gobierno, ya que era el responsable de la Cancillería y de los Diez Ministros: el Supervisor de Ceremonial, encargado de los asuntos astrológicos, de las súplicas, de los auspicios, de la música o de la docencia; el Gran Aposentador; el Prefecto de Palacio, responsable de los debates políticos y de las transferencias de comunicaciones; el Gran Auriga; el Comandante de Justicia; el Director de Huéspedes; el Gran Ministro de Agricultura, que también hacía las funciones de Tesorero del Estado; el Director del Clan Imperial; y el Tesorero Privado, pieza clave en el esquema al estar encargado de los suministros, de la Administración palatina, del control de los precios o de la preparación de la documentación imperial, entre otras funciones. El Canciller también tenía a su cargo otros funcionarios de menor importancia que el ministerial como podían ser el arquitecto de la corte, los funcionarios responsables de la seguridad en la capital, etc. Subordinados al Comandante en Jefe estaban los Generales, responsables directos de las tropas. La Administración Local estaba constituida por las Comandancias y las Prefecturas. Las Comandancias estaban constituidas por la Secretaría de Inspección, dirigida por un supervisor; la administración de la comandancia; el encargado del reclutamiento militar; y el comandante de prisiones. La dirección de la Prefectura estaba a cargo del Prefecto, que tenía bajo su responsabilidad a una serie de funcionarios y subalternos. El organigrama administrativo lo completaban los funcionarios nombrados por autoridades locales superiores: el Distrito nombraba al Tres Veces Venerable -una especie de guía moral-, a los funcionarios subalternos con rango -sólo en los grandes distritos-, a los alguaciles -en los pequeños distritos- y al Jefe de ronda, encargado del mantenimiento de la ley y el orden; la Comuna -había diez por Distrito- nombraba al Jefe Comunal; y la Aldea -había diez por Comuna- nombraba al Jefe de aldea.
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Los Borbones trataron de reformar Hispanoamérica tal como lo habían hecho en España, pero bajo una perspectiva esencialmente diferente. En la Península trataron de unificar y centralizar, derribando las barreras diferenciadoras que existían entre sus reinos. En América trataron de dividir y descentralizar, vinculando las colonias a la metrópoli para su mejor explotación. Destruyeron así el sistema de los dos grandes virreinatos que integraban federativamente a los reinos, creando otros dos. A esto añadieron cuatro capitanías generales casi autónomas. Subdividieron, además, todo esto en intendencias, que resultaron verdaderas islas administradas por Intendentes que dependían más de las autoridades peninsulares que de las americanas. La administración indiana sufrió un enorme impacto al chocar en ella el modelo afrancesado con el de los Austrias. La situación se volvió especialmente compleja ya que no se desmanteló la existente, surgiendo una extraña convivencia de ambas, que originó infinidad de conflictos de índole institucional. El problema se agravó por el hecho de que las reformas fueron imponiéndose lentamente, ensayándolas en algunos territorios antes de imponerlas a la totalidad de Hispanoamérica, lo que provocó circunstancias administrativas peculiares en cada colonia. En lo que respecta a la administración colonial realizada desde España, colisionaron el sistema francés de las Secretarías con el tradicional del Consejo de Indias. Las Secretarías o ministerios (Estado, Marina, Guerra, Hacienda, Gracia y Justicia), creadas en 1714, administraban problemas homogéneos de distintos reinos, mientras que los Consejos administraban problemas heterogéneos de cada reino (Castilla, Aragón, Indias). Los asuntos indianos quedaron al principio en la Secretaria de Marina e Indias, quedando el Consejo como órgano consultivo de la misma. Fernando VI empezó a comprender la necesidad de tener un organismo especializado en los problemas americanos, desvinculando la Secretaria de indias de la de Marina (1754). Su sucesor Carlos III fue aún más lejos, creando dos Secretarías del Despacho de Indias (1787): una para los asuntos eclesiásticos y de gracia y justicia, y otra para guerra, hacienda, comercio y navegación, que ostentaron Arriaga y Valdés respectivamente. Poco duró el cambio, pues Carlos IV suprimió ambas Secretarías (1790), volviendo al sistema francés de las cinco Secretarías y diluyendo los problemas de indias en cada una de ellas. Para coordinar las distintas secretarías se creó el Consejo de Estado, primero con carácter irregular a partir de 1777, y luego con carácter institucional a partir de 1787. Todas estos cambios demostraron, en definitiva, el interés por centralizar los problemas coloniales dentro de los metropolitanos pese a la dificultad que ello implicaba. En cuanto a la administración en las Indias, se realizaron reformas con objeto de reestructurar mejor la defensa de Hispanoamérica frente a los ataques extranjeros, evitar la corrupción administrativa y quitar a los criollos el enorme poder que habían adquirido. Comprendieron reformas de índole político-militar y de justicia. En 1717, se creó el virreinato del Nuevo Reino de Granada con los territorios norandinos (Nueva Granada, Venezuela, Quito y Panamá), que se suprimió luego y que finalmente se estableció con carácter definitivo en 1739, cuando la guerra de la Oreja demostró el interés británico por la zona (invasiones de Vernon a Portobelo y Cartagena). Esto motivó que los gobernadores de Caracas, Cartagena y Panamá recibieran el título de Comandantes Generales, para estar sometidos a la autoridad del nuevo Virrey. Más tarde (1754), el gobernador de Honduras quedó igualmente con título de Comandante y subordinado al Capitán General de Guatemala. El cuarto y último virreinato se creó en 1776 y fue el del Río de la Plata, con objeto de contener la presión brasileña sobre el Paraguay y la Banda Oriental, y la inglesa sobre las Malvinas. Ese mismo año, se formó la Comandancia de las Provincias Internas con las provincias septentrionales de México, para detener la penetración por el norte. Al año siguiente, se creó la Capitanía General de Venezuela, desglosada del virreinato santafereño, y a continuación la de Chile. La administración de la Justicia tuvo una reforma substancial. En el aspecto formal, cabe señalar la supresión de la Audiencia de Panamá en 1751 y la creación de las de Caracas (1783) y Cuzco (1787), pero lo sustancial fue su moralización y su españolización. Lo primero se intentó a partir de 1776, cuando se creó el cargo de Regente de Audiencia para que vigilase la actuación de la justicia regional. Los nombramientos recayeron en buenos juristas y se procuró crear una carrera jurídica en Indias, premiando a los mejores funcionarios. Más significativo fue la españolización de la institución mediante el nombramiento preferencial de peninsulares. Los criollos siguieron controlando las Audiencias hasta 1750. Así, fueron criollos el 52% de los 102 funcionarios nombrados para dichas instituciones entre 1730 y 1750, pero su plataforma de acceso, que era la compra de los cargos, se desvaneció entonces, cuando la Corona empezó a nombrar peninsulares para las nuevas vacantes. Entre 1751 y 1777, los criollos sólo tuvieron 12 de los 102 cargos que vacaron. En el período comprendido entre 1778 a 1808 detentaron el 30% de dichos empleos. A esto obedecía la animosidad criolla hacia las Audiencias a fines de la época colonial. Pieza esencial de la administración colonial borbónica fue también la creación de las Intendencias, que veremos en el apartado de Real Hacienda. La administración provincial siguió en manos de los corregidores, lo que originó infinidad de problemas, y la municipal en la de los Cabildos, todos ellos dominados por los criollos. De aquí la pugna institucional Cabildos versus Audiencias. A fines del siglo XVIII, las autoridades españolas intentaron varias fórmulas para menoscabar el poder criollo municipal, como el nombramiento de alcaldes de barrio (para lo que elegían a peninsulares) o regidores añales (por un año), con objeto de obtener mayoría en los acuerdos de los cabildos. En los municipios se vivía una verdadera lucha por el poder. Los Cabildos se transformaron en la oposición a la autoridad peninsular a fines del régimen colonial. En cuanto a la corrupción administrativa, no pudo ser suprimida totalmente, ya que los bajos sueldos de los funcionarios medios les hacía muy vulnerables al soborno y al cohecho. Aumentaba, además, a medida que los funcionarios ejercían en lugares más lejanos de la capital. Los mecanismos de control de la burocracia siguieron siendo los mismos: visitas y juicios de residencia (reglamentados en 1799). Hubo también grandes visitas, como la de Gálvez al virreinato de la Nueva España, de la que surgieron luego la de Areche al Perú, Gutiérrez de Piñeres al Nuevo Reino de Granada y León Pizarro a Quito.
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El objetivo de los Tokugawa era perpetuar su dominación. Si lo consiguieron fue gracias al establecimiento del sistema político de los baku-han, basado en el equilibrio e interacción del shogunado (bakufu), convertido en una autoridad nacional, y los señoríos (han) de los daimyos, con el papel de gobernadores regionales. Unidos por lazos feudales apoyados en juramentos de fidelidad, dentro de sus territorios ejercían su autoridad a través de un cuerpo de burócratas. La fuerza de la autoridad subyacente en el seno del sistema era feudal; sin embargo, la autoridad de los sectores administrativos, dentro de las jurisdicciones directas del shogun o de los daimyos había encontrado el camino idóneo para su consolidación al descansar sobre bases administrativas. La estabilidad política trajo consigo la transmisión del mando a los herederos, quienes, renunciando a una absoluta centralización, inviable por la existencia del emperador, se valieron del sistema de daimyos. Sin embargo, los Tokugawa no olvidaron que el origen de su poder estaba en el emperador y procuraron aumentar el respeto y el prestigio que tenía entre el pueblo, a pesar de la distancia que, por razones de protocolo, lo mantenía como algo lejano e inalcanzable. Un gobernador militar establecido con su guarnición en Kyoto, y dos funcionarios cortesanos shogunales evitaban cualquier contacto con los daimyos, vigilaban la recepción de informes y fiscalizaban la concesión de favores. La estructuración del nuevo sistema político y administrativo tomó casi su forma definitiva en la época del tercer shogun. En el siglo XVIII estaba ya, pues, perfectamente consolidada, atendiendo a dos líneas fundamentales de desarrollo: en primer lugar, la aplicación de nuevos principios confucianos a la conducta de gobierno, de modo que se puso en práctica lo que se ha llamado "gobierno por la persuasión moral y, en segundo lugar, la creciente tendencia hacia la impersonalidad administrativa y hacia la eficiencia funcional del gobierno, es decir, una tendencia hacia la burocratización y la legalización.
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Hemos visto ya algunos de los cargos más importantes del palatinum officium o Aula Regia, que desempeñaban funciones en la administración civil y militar. Cabe, pues, matizar aquí algunas cuestiones relativas al funcionamiento de la administración y el fisco. Como se ha indicado, el dux provinciae llegó a ser el máximo mando militar, pero también controlaba todo lo referido a la administración de cada provincia que les hubiese sido encomendada, quedando por encima del comes civitatis, especialmente a medida que la administración se fue militarizando progresivamente. Al parecer, muchos nobles romanos accedieron a la categoría de dux, pues conocemos a algunos de ellos, así por ejemplo Claudius, que era dux de la Lusitania y fue el encargado de enfrentarse a los francos en el año 589. Por debajo del dux se sitúa el comes civitatis, que tenía a su cargo la administración de la justicia, funciones fiscales y policiales en la civitas y en su territorium, unidad inferior a la ciudad. Al pertenecer a la comitiva regia, el territorio recibía el nombre de comitatus (condado). Hay que señalar que el comes civitatis es una figura que se va imponiendo sobre el iudex o rector provinciae, gobernador provincial, cargo con origen en la curia romana y que sobrevive en sus funciones básicamente judiciales, tanto en casos civiles como criminales. Percibía directamente el sueldo del monarca, con el cual debía mantener a su grupo de hombres acuartelados, es decir, su praetorium. Cumplía además funciones de recaudador de impuestos. Por debajo del comes estaban sus delegados, los vicarii y los defensores civitatis, aunque esta figura terminó por desaparecer; se trataba de un cargo judicial menor, que a partir del III Concilio dependía del obispo y se elegía cada dos años. El territorium estaba controlado por los iudices loci, que eran administradores de latifundios reales o propietarios. En relación con la organización jurídica, además de los elementos señalados hay que tener en cuenta que, a partir del Concilio citado, el obispo era el juez ordinario y los concilios provinciales el órgano de apelación de las sentencias del tribunal episcopal. Por último debe indicarse que el tribunal supremo era la audientia regis, donde el rey administraba justicia rodeado del Aula Regia. Hay que señalar que todo este modelo administrativo y judicial corresponde a la reforma de Leovigildo, y su evolución posterior tiene sus precedentes en el reino visigodo de Tolosa, y, sobre todo, constituye un elemento más de la imitatio Imperii de la que ya hemos hablado, pues responde a elementos básicamente tomados del Imperio bizantino. No obstante, con el paso del tiempo, se fue militarizando cada vez más; es decir, frente a la tradicional separación en funciones civiles y militares, poco a poco los duces y comites fueron teniendo responsabilidades de ambos tipos. Hemos avanzado ya que el responsable directo de la gran maquinaria que representaba la recaudación de impuestos era el comes patrimonii, en realidad heredero de las funciones que tenía el comes rei privatae de época imperial. Más adelante veremos cómo en muchos casos, estos comites tenían un origen romano. A partir del III Concilio de Toledo, esta labor recaudatoria estará también bajo el control del obispo. El trabajo de recaudación de impuestos era supervisado por los numerarii, dependientes de los gobernadores provinciales y parte de sus consejos, junto con los cancellarii, aunque distribuidos por provincias, eran nombrados por el obispo cada dos años; dentro de ellos había muchos grupos, entre ellos los exactores, cuyo nombramiento se debía a la curia municipal. El cargo de exactor no era a perpetuidad sino que cada dos años era elegido un nuevo individuo. Dentro del complejo engranaje de la recaudación de impuestos, conocemos la existencia de otros funcionarios como el tabularius, de condición libre, que como principal función tenía la de hacer llegar a todos los contribuyentes la petición del pago de los impuestos y la de poner al día el registro de dichas contribuciones. También estaban los telonarii, encargados de impuestos especiales de aduana. Pero el que realmente se encargaba de percibir materialmente los impuestos era el susceptor, que era igualmente elegido por el consejo municipal. La preocupación de los comites patrimoniorum en que la recaudación fuese efectiva obligó a enviar a los diferentes territorios a los compulsores, que cobraban los atrasos, y a los discussores, que controlaban el buen funcionamiento. También tenían atribuciones fiscales, incluso policiales y judiciales, los villici y los actores rerum fiscalium, encargados de la administración de las propiedades reales. Tal como indica la legislación, sólo los romanos estaban obligados a pagar impuestos sobre el tercio de tierras que conservaban. Los godos estaban eximidos de tal obligación, en lo que a los dos tercios restantes se refiere. Cuando las propiedades de un visigodo no estaban sujetas a la repartición, sino que eran posesiones íntegras, entonces sí que se veía obligado a pagar sus impuestos. Se pagaban impuestos por la posesión de tierras cultivables, viñedos, casas y posesión de esclavos. Recaían sobre las personas y las propiedades, por ello sólo sobre una parte de la tierra se gravaba, lo que traía perjuicios al fisco. Además, al parecer, la nobleza visigoda, cada vez más poderosa, sería difícilmente controlable cuando quería dejar de pagar y, por otra parte, en muchas ocasiones establecían sus propios impuestos a las personas dependientes de ellos. Es debatida la cuestión de si pagaban o no, pero parece que en la medida que hubo una aplicación territorial de las leyes y, aunque fuese progresivamente, la distinción tendería a desaparecer, y sería esperable si se piensa en un estado que tiene cada vez más necesidades de cobrar impuestos directos para sufragar gastos militares y llenar las arcas reales. A partir del III Concilio de Toledo existió un claro intervencionismo de la Iglesia dentro de los asuntos fiscales de carácter estatal. Un documento excepcional para ilustrar este hecho nos lo proporciona una epístola del año 592, el De fisco Barcinonensi. La participación de la Iglesia en estos asuntos debió ser una práctica habitual, pues en este texto se recalca "según es costumbre". El texto completo dice así: "A los sublimes y magníficos señores hijos y hermanos numerarios, Artemio y todos los obispos que contribuyen al fisco en la ciudad de Barcelona. Puesto que habéis sido elegidos para el cargo de numerarios en la ciudad de Barcelona, de la provincia Tarraconense por designación del señor e hijo y hermano nuestro Escipión, conde del patrimonio, en el año séptimo del feliz reinado de nuestro señor el rey Recaredo, habéis solicitado de nosotros, según es costumbre, la aprobación con arreglo a los territorios que están bajo nuestra administración. Por ello, por la ordenación de esta nuestra aprobación decretamos, que tanto vosotros como vuestros agentes y ayudantes debéis exigir del pueblo, por cada modio legítimo, nueve silicuas y por vuestros trabajos una más. Y por los daños inevitables y por los cambios de precios de los géneros en especie, cuatro silicuas, las que hacen un total de catorce silícuas, incluida la cebada. Todo lo cual según nuestra determinación, y conforme lo dijimos, debe ser exigido tanto por vosotros como por vuestros ayudantes y agentes; pero no pretendáis exigir o tomar nada más. Y si alguno no quiere avenirse a esta nuestra declaración, o no procurarse en entregarte en especie lo que te conveniere, procure pagar su parte fiscal y si nuestros agentes exigiesen algo más por encima de lo que el tenor de esta nuestra declaración señala, ordenaréis vosotros que se corrija y se restituya a aquél que le fue injustamente arrebatado. Los que prestamos nuestro consentimiento a este acuerdo firmamos de nuestras propias manos más abajo. Artemio, obispo en nombre de Cristo, firmé este consentimiento nuestro. Sofronio, obispo en nombre de Cristo, firmé este consentimiento nuestro. Galano, obispo en nombre de Cristo, firmé este consentimiento nuestro. Juan, obispo en nombre de Cristo, firmé este consentimiento nuestro". Vemos, por tanto, en este texto cómo la Iglesia, a través de sus obispos, ejerció el control fiscal. Este control se debía esencialmente a que los numerarios o agentes fiscales (numerarii) que tenían como función recaudar los tributos eran nombrados directamente por los obispos. El texto es también interesante pues proporciona el único nombre de un comes patrimoniorum conocido, el de Escipión, que es además de claro origen romano.
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Debemos aludir, siquiera brevemente, a ese otro arte griego que adoptaron, bajo el ropaje de un peculiar estilo propio, fenicios y púnicos en Occidente. Gadir, la colonia más antigua fenicia en Occidente, se irá convirtiendo, a los ojos de los griegos, en una ciudad a la que ya en el siglo V a. C. el poeta lírico Píndaro llamará la Ilustre, la Famosa. En el extremo occidental, en los caminos sombríos del Atlántico, era Gadir -la Gades romana- la última referencia de un mundo civilizado y luminoso más allá de las Columnas de Heracles. Ello encubría unas relaciones comerciales intensas de Gades con los griegos, sobre todo con masaliotas y emporitanos, cuya órbita de intereses la polis semita comparte en el occidente. Pero también Gades se abre al Mediterráneo oriental, pues seguía unida culturalmente a Tiro, la vieja metrópolis fenicia, mientras se relaciona estrechamente con Atenas.No es casual que, como sabemos por la tardía fuente griega del escritor Filóstrato ("Vida de Apolonio", V, 4), se erigiera en la helenizada Gadir una estatua de bronce y en actitud pensativa de Temístocles, el renombrado estratega ateniense de las Guerras Médicas, así como, ya al otro lado de la bahía gaditana, se estableciera en fecha indeterminada un culto oracular al héroe ateniense Menesteo, mencionado también por Estrabón (III, 1, 9). Este enclave religioso costero protegería jurídicamente la navegación y el comercio en la costa atlántica. La coloración ateniense de ambos datos apunta, históricamente, al siglo V a. C. y refleja los citados contactos comerciales. No sabemos la fecha ni las circunstancias precisas de la plasmación iconográfica de los trabajos de Melcart que, según las tardías referencias de Filóstrato y las más poetizadas de Silio Itálico, decoraron el Herakleion gaditano. Tal vez pudiera remontar esta tradición al mismo siglo V, como una emulación, política y religiosa, de otros grandes ciclos iconográficos de Heracles: sus hazañas se esculpieron en Grecia -Olimpia- y en el Occidente grecoitálico, en la Magna Grecia. Tampoco es posible hoy definir el carácter predominantemente fenicio o, por el contrario, helenizante de esta perdida representación escultórica. Posiblemente, suponemos, se utilizara un lenguaje accesible a los diversos pueblos de la oikouméne. Y éste era el griego.Con Tiro y con las ciudades fenicias de Oriente los notables de Gades compartirán la moda de los grandes sarcófagos antropomorfos con los rostros de los difuntos idealizados, inmersos en belleza serena. Así, el del varón, en solemne seriedad y con barbas rizadas, de Punta de Vaca; o el femenino, que sostiene en su mano un alabastro, símbolo funerario y a la vez expresión de su alta condición, pues el perfume era en la Antigüedad un bien precioso. Fechados también en el siglo V, responden a la moda helenizante fenicia y a un taller mediterráneo que trabaja para la demanda de nobles tirios o sidonios y que hoy algunos investigadores suponen incluso de la Grecia insular de las Cícladas. Pero será, sobre todo, en época helenística cuando se acentuará el gusto semita hacia lo griego. Una famosa imagen de Alejandro Magno se erigirá junto al templo de Herakles-Melcart y atraerá las visitas obligadas de personajes ilustres que se acercan al santuario para cumplir un ritual religioso y político, como César. La efigie, como nos refiere Suetonio en su vida de César (1, 7), suscitó en aquel visitante el pothos o añoranza hacia las empresas grandes del joven monarca helenístico. Con la excepción de los grandes sarcófagos en mármol, de todo ello nada se conserva, salvo en las referencias literarias. Sí conservamos, en cambio, numerosos objetos de arte menor, como joyas y anillos. Algunos de ellos introducen ese lenguaje helenizante de moda mediterránea en los personajes de la elite local gaditana. Un anillo-sello personal de Cádiz, hoy en el Museo de Madrid, debe leerse en clave griega y no semita -un supuesto ritual sangriento de Moloch- como se ha hecho. Vemos un varón desnudo, que se apoya en un pilar de la palestra, con la estrígile y el frasco de perfumes o aríbalo globular, colgando de su brazo. Dos letras del alfabeto semita indican posiblemente la identidad de su poseedor, su pertenencia a la cultura gaditana. Pero este personaje ha elegido el lenguaje idealizador, típicamente griego, del deporte y del cuerpo desnudo para representarse como un ciudadano libre y ocioso de Cádiz. En la colonia púnica de Ibiza encontramos una similar tendencia hacia el lenguaje griego. A partir de las últimas décadas del siglo V a. C. y, sobre todo, el IV las tumbas de Ibiza aceptan ciertos rasgos comunes con Ampurias incorporando a sus ajuares importaciones de cerámica ática: sobre todo, lécitos o frascos de perfumes y las populares lucernas áticas de barniz negro. Estas son lisas y brillantes, como lo es en estos años todo el barniz negro ático, mientras que los lécitos generalmente pertenecen a la variante panzuda y pequeña del frasco de perfumes. Su abultado número implica la extensión y popularización de una moda y de un lenguaje entre los púnicos. Habitualmente se decoran con figuras rojas, bien con palmetas o con esquemáticos rostros de dioses surgiendo del suelo entre sencillos brotes florales. Son motivos con una sencilla simbología funeraria pero, no por ello, menos misteriosa. Nos introducen en un mundo de creencias sobre la ultratumba que en gran medida los púnicos compartieron con los ampurianos y con otros pueblos griegos del Mediterráneo occidental. Junto con una mayoría de símbolos egiptizantes, muchos escarabeos ibicencos muestran temas y hasta motivos míticos griegos: así, el jinete, el arquero o el joven cazador; o el guerrero arrodillado ante un tablero, que -como ha visto John Boardmanno- es sino un resumen o reducción del popular motivo tadoarcaico de Aquiles y Ayax jugando ensimismados ante los muros de Troya. El prestigio del arte y del mito griego se introduce, aquí y allá, en el mundo cotidiano y funerario púnico: Tetis cabalga sobre las olas del mar a lomos de un hipocampo en una placa funeraria en terracota del Puig des Molins que acertaríamos a datar en el siglo IV. Los púnicos han debido copiar este motivo de sarcófagos griegos de la Magna Grecia, como los tarentinos.Y en los anillos del helenismo de Ibiza podemos encontrar ecos claros del repertorio griego. No fueron tampoco los púnicos de Ibiza insensibles al juego de la ilusión óptica -el engaño de los sentidos- que inundó el lenguaje griego y mediterráneo a partir del siglo IV. Las barbas y el cabello de un noble ibicenco del helenismo, que se representa sobre un anillo de oro del siglo III o IV a. C., son en realidad de aves que unen sus picos para besarse. Un mito local se esconde tal vez bajo esta imagen de percepción difícil. En todos estos ejemplos -cuya motivación pudo ser simplemente la moda o alguna de las múltiples funciones mágicas o metafóricas de la imagen mítica- el ibicenco ha introducido estímulos formales, temáticos y hasta alegóricos griegos para transformarlos en algo nuevo, con lenguaje púnico.