El día 11 de junio, el gabinete acompaña al presidente de la República en su huida de la capital, después de haber ordenado la quema de los documentos importantes que no podían ser trasladados. Dirigiéndose hacia el sur, las autoridades de la III República repetían las anteriores huidas históricas de sus antecesores en febrero de 1871 y septiembre de 1914, cuando la capital se hallaba amenazada por el mismo agresor. Como en aquellos casos, también ahora los poderes del Estado se instalarían precariamente en la ciudad de Burdeos, junto a la desembocadura del Garona. Mientras, en la capital va a iniciarse el mismo dramático espectáculo que desde hace semanas conocen las regiones del norte del país: el terror, generalizado y el subsiguiente éxodo masivo de la población. Así, ante el temor de una inminente entrada en la ciudad de los alemanes, más de dos millones de parisienses abandonan la capital en las horas que siguen a la notificación de la marcha del Gobierno. En las estaciones ferroviarias de Lyon y Austerlitz, terminales de las líneas que conducen al Mediodía, los trenes son asaltados por la multitud, mientras arden los depósitos de combustible situados en los arrabales de la ciudad. Aquel 11 de junio, los alemanes habían conquistado la ciudad de Reims, situada a poco más de cien kilómetros al este de la capital. Allí, las calles se presentan desiertas y los transportes públicos vacíos. Los medios de automoción son requisados de forma oficial o utilizados en la huida, mientras que la falta de prensa y las carencias en los servicios de gas y electricidad vienen a unirse en el desolador panorama. El cierre de los establecimientos de venta de comestibles, restaurantes, cafés y farmacias contribuye a hacer todavía más penosa la situación para los que permanecen en París. La Bolsa, las oficinas de correos y las entidades bancarias han sido asimismo clausuradas, ante el pánico de una población que hasta solamente unas pocas horas antes se había visto tranquilizada por los comunicados oficiales falsamente optimistas. Pero para entonces los bombardeos de las factorías de Citroën y Renault, situadas en la periferia industrial, habían ocasionado la muerte de los primeros, parisienses. El día 12 de junio, Churchill termina su última visita a Francia tras su encuentro con el presidente del Consejo, Reynaud, en Tours. El primer ministro británico insta entonces a las autoridades francesas a proseguir las hostilidades contra Alemania bajo todas sus formas posibles, tras haber ofrecido la posibilidad de una total unión política entre ambos aliados. Esta propuesta sería rotundamente rechazada por los franceses, que ya muestran signos de abandonismo ante el ímpetu con que sus fuerzas son arrolladas y su país ocupado por su enemigo. Al día siguiente, el presidente norteamericano Roosevelt asegura al Gobierno francés toda clase de ayudas materiales en la situación en que se encuentra, pero no realiza promesa alguna en relación a su posible entrada en la guerra. Los muros de la capital francesa se encuentran ya cubiertos por enormes carteles que la declaran ciudad abierta en previsión de posibles bombardeos. Los menores de catorce años ya han sido evacuados de la ciudad tras el cierre de las instituciones de enseñanza. Las noticias del bombardeo de Lyon por parte de aparatos italianos no hace sino aumentar los temores existentes en París, que el día 13 es abandonada sin lucha por el VII Ejército francés, quedando de esta forma totalmente desguarnecida. Ello hace que en la madrugada del 14 se lleve a efecto la capitulación de la ciudad y la entrada en ella de la 87? División de Infantería de la Wehrmacht. El Alto Mando alemán ordena la cesación de toda posible resistencia al tiempo que establece las penas para quienes incumplan este mandato. Al mismo tiempo, garantiza el mantenimiento del orden en toda la zona y el funcionamiento de los servicios públicos fundamentales. Otra disposición de los ocupantes obliga a los parisinos a permanecer encerrados en sus domicilios durante las primeras cuarenta y ocho horas de ocupación. El general Von Studnitz, comandante en jefe de las fuerzas de ocupación del Gross París, se instala en el Hotel Crillón, que pasa a convertirse en su cuartel general. Al mismo tiempo, el gobernador militar de la ciudad, general Von Briesen, ocupa con el mismo fin el Hotel Meurice. En la noche de aquel mismo día 14 llegan a la ciudad los responsables de la organización de la red de la Gestapo. El largo silencio ha comenzado.
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El arte de vanguardia, por tanto, como una manifestación más de la vida cultural de su tiempo, participaba de aquella conciencia de crisis que, como ha quedado dicho, definía el clima intelectual europeo de los años 1880-1914. Gauguin, por ejemplo, tituló significativamente uno de sus cuadros de tema tahitiano ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos? La religión tenía cada vez más dificultades para dar respuestas convincentes a tales interrogantes. La revolución científica e intelectual y los cambio sociales que Europa conoció desde las últimas décadas del siglo XIX erosionaron seriamente la credibilidad del mensaje cristiano, y la autoridad moral y ascendencia espiritual de las distintas Iglesias (particularmente, en Europa occidental). Pero con una matización paradójica: que fue la iglesia cuya respuesta teológica resultó ser intelectualmente más discreta, la Iglesia católica, la que mejor resistió frente al avance de la secularización y de la indiferencia, precisamente por el carácter jerárquico, dirigista y dogmático de su organización eclesial -reforzado con la aprobación del dogma de la infalibilidad papal en 1870-, y por haberse refugiado en fórmulas litúrgicas tradicionales y maquinales y potenciado las prácticas religiosas y ritos de carácter colectivo y popular (algo no muy distinto a lo ocurrido en las confesiones ortodoxas y judaicas del este de Europa y en las comunidades musulmanas balcánicas, en todas las cuales el formidable peso de la tradición sirvió de freno a la disolución de los vínculos y creencias religiosas). En cualquier caso, las iglesias cristianas no pudieron ignorar el desafío de lo que ellas mismas llamaron "modernismo", esto es, los intentos por reconciliar la doctrina cristiana con la ciencia moderna. La teología protestante, que a todo lo largo del siglo XIX había desarrollado un notable interés en los estudios críticos de la Biblia y de la historia antigua de la Iglesia, respondió positivamente, buscando precisamente en el conocimiento científico de la fe y de la verdad cristianas el camino hacia un cristianismo más auténtico y humano: recuperando, por ejemplo, la verdad histórica de la figura de Jesús (que iniciaron los libros que con el título Vida de Jesús publicaron David E. Strauss y Ernest Renan en 1835 y 1863, respectivamente). Albrecht Ritschl (1822-1899) rechazó toda asociación del cristianismo con la metafísica religiosa e hizo de aquel una doctrina ética basada en el ejemplo moral de la vida de Jesús, fundamentando de esa forma el evangelismo social. Ritschl fue, así, uno de los fundadores de lo que se llamó "protestantismo liberal", que desarrollaron fundamentalmente Wilhelm Herrmann (1846-1922), Adolf von Harnack (1851-1930), Albert Schweitzer (1875-1965), Ernst Troeltsch (1865-1923), hasta desembocar en la teología de la crisis de Karl Barth (1886-1968). Harnack quiso, a través de la investigación histórica de la Iglesia primitiva, llegar a la "esencia del cristianismo" (título de un libro de éxito excepcional que publicó en 1900), que, como Ritschl, asoció a su contenido ético y sobre todo, al principio de la piedad personal hacia Dios, lo que suponía negar los aspectos litúrgicos y eclesiales del cristianismo, que interpretaba como desviaciones dogmáticas, por influencia helenística, del verdadero mensaje evangélico. Schweitzer, que publicó en 1906 otro libro de gran éxito, En busca del Jesús histórico, una crítica de todos los trabajos hasta entonces hechos sobre la vida de Jesús, dio a aquellas preocupaciones un giro nuevo, al reemplazar la imagen liberal de Jesús como un reformador moral excepcional, por la de un profeta mesiánico cuya actividad y verdad estuvieron marcadas por su creencia en la llegada apocalíptica del reino de Dios: por eso que la moral cristiana fuese, para Schweitzer, una moral ascética y de renuncia, y la relación del hombre con Dios, un acto de fe. Fue éste precisamente, el problema de la fe y de la revelación, la cuestión central del pensamiento de Karl Barth, el autor que a partir de 1919 en que publicó su Comentario a la carta de los Romanos, más decisivamente iba a influir en toda la teología protestante (y en buena parte de la católica). De hecho, le dio una orientación radicalmente nueva, porque Barth, que no compartía el optimismo de la teología liberal, no creía en la posibilidad de llegar a penetrar en la esencia del cristianismo a través de la crítica histórica y del conocimiento de la figura histórica de Jesús. Al contrario, todo su argumento se basaba en la idea de la imposibilidad del hombre para resolver racionalmente el misterio de Dios -esa era la crisis de la condición humana- y su conclusión lógica era que el hombre sólo podía aproximarse a Dios, un Dios revelado en Jesucristo, a través de la fe, de la revelación divina y de la gracia. De manera que, desde una perspectiva u otra, el pensamiento protestante alemán de finales del siglo XIX y principios del XX enlazaba con el individualismo radical inherente a toda su tradición teológica, individualismo moral y religioso que, como argumentarían Max Weber y Ernst Troeltsch (en La ética protestante y el desarrollo del capitalismo y en El protestantismo y el mundo moderno, respectivamente), había sido una de las razones esenciales del éxito del capitalismo y del liberalismo modernos en los países protestantes. Pero eso mismo hacía que el protestantismo no pudiese ser otra cosa que una ética de redención individual, nunca una religión de salvación colectiva. De ahí que, pese a la evidente riqueza de su teología, numerosas iglesias y sectas protestantes experimentasen una disminución creciente de la participación de sus fieles en los oficios y prácticas religiosas. Ese fue también el caso de la Iglesia anglicana en Gran Bretaña donde, según un censo, en fecha tan temprana como 1851 sólo un 47 por 100 de los fieles acudía regularmente a los servicios dominicales. La Iglesia de Inglaterra, estimulada por el llamado movimiento de Oxford de 1840-50, reaccionó renovando su liturgia, muy parecida a la de la Iglesia católica, reforzando la figura del arzobispo de Canterbury -sin llegar, sin embargo, a conferirle un magisterio central- y subrayando el sentido social de su labor, fruto de lo cual fueron iniciativas como la creación del Gremio de San Mateo en 1877 y la fundación de la Unión Social Cristiana en 1889. Pero los resultados fueron escasos. La Unión Social Cristiana alcanzó un máximo de 6.000 afiliados (muchos de ellos, obispos anglicanos); la Iglesia anglicana siguió vinculada preferentemente a las clases altas del país; y el indiferentismo religioso continuó extendiéndose, sobre todo desde 1885, según observara la propia Iglesia. Por entonces se consideraba ya como una cifra muy alta de asistencia a los oficios religiosos la de Bristol, estimada en un tercio de la población; el número de clérigos ordenados bajó de 814 en 1886 a 569 en 1901. No-conformistas (baptistas, congregacionalistas, presbiterianos) y metodistas retuvieron mayor ascendiente sobre las clases obreras y populares (su espíritu, por ejemplo, impregnaría el laborismo británico); pero el censo de 1851 citado indicó que sólo el 49 por 100 de los miembros de las denominaciones no-conformistas asistía a la iglesia, y otro de 1903, limitado a Londres, arrojaba un total de practicantes sólo mínimamente superior al de la Iglesia anglicana, 545.000 por 538.000. Significativamente, el total de personas que asistía en ese año a algún tipo de culto en la capital británica era de 1.250.000 y el de los que no lo hacían, de 1.860.000. Un antiguo predicador metodista, William Booth (1829-1912), creó en 1878 el Ejército de Salvación, una organización de voluntarios para aliviar a los pobres. La atención que despertaron sus uniformes, desfiles y bandas de música, y la labor asistencial que el Ejército desarrolló, no se tradujo, sin embargo, ni en una afiliación elevada (4.170 miembros en 1899) ni mucho menos, en un resurgimiento del cristianismo. Fue revelador el éxito que tuvo en el país una novela como Robert Elsmere (1888), de Mrs. Humphry Ward, que vendió unos 70.000 ejemplares en pocos años porque era la historia de la pérdida de la fe y del abandono de la Iglesia anglicana por el protagonista, un ministro de aquel culto que, decepcionado, marchaba a crear una "nueva hermandad" en un barrio pobre de Londres. La respuesta de la Iglesia católica al desafío modernista fue muy distinta. León XIII (Vincenzo Gioacchino Pecci, papa de 1878 a 1903, primer pontífice tras la supresión del Estado pontificio) promovió una cautelosa e inteligente adaptación del catolicismo a la sociedad moderna. Primero, dotó a la Iglesia católica de una doctrina teológica integral y completa: la encíclica Aeternis Patris, de 4 de agosto de 1879, proclamó el tomismo como la teología oficial de los católicos. Segundo, trazó la normativa para las relaciones Iglesia-Estado en un orden definido por la desaparición del poder temporal de Roma y por la afirmación en todas partes del creciente poder del Estado (como la iglesia había podido comprobar en Alemania, Francia e Italia en los años 70 y 80): se materializó en una política de neutralidad ante el Estado, sobre la base de la aceptación por la Iglesia de los poderes de hecho y la garantía desde el poder de la independencia eclesial. Así, en sus encíclicas, Au milieu des solicitudes y Notre consolation, ambas de 1892, León XIII insistió en el "ralliement", la aproximación de la Iglesia y los católicos franceses al régimen laico de la III República. Tercero, León XIII dio a la Iglesia una doctrina social moderna: la encíclica Rerum Novarum de 16 de mayo de 1891, sobre la condición de los obreros, establecía los deberes recíprocos de patronos y trabajadores, reclamaba una legislación social justa, aceptaba el asociacionismo de los obreros católicos -aun condenando la lucha de clases- y llamaba a la cristianización de las relaciones laborales. Finalmente, la gran estrategia restauradora de León XIII impulsó un formidable relanzamiento de la fe católica: atendió, para ello, a modernizar los seminarios y a actualizar el arte oratorio de los sacerdotes; a promover la labor de las catequesis juvenil y adulta; a intensificar las prácticas religiosas (León XIII puso particular interés en el culto al Sagrado Corazón, la devoción Mariana y el rezo del rosario) y la organización de peregrinaciones, procesiones y otras formas de expresión pública de la fe; a mejorar los lugares de culto, mediante la redecoración de iglesias y capillas y la difusión de un nuevo arte sacro de gusto dulcemente idealizante, y a reforzar la solemnidad de la liturgia; y atendió, por último, a potenciar como nunca se había hecho la labor evangelizadora y misionera de su Iglesia. El éxito fue notable. León XIII dio un prestigio internacional sin precedentes al Papado: incluso se apelaría a su mediación en algún conflicto, como el surgido entre España y Alemania en torno a las islas Carolinas en 1885. La presencia formal de la Iglesia en los países católicos se hizo mucho más prominente; en algunos de ellos, llegó a monopolizar la enseñanza primaria y secundaria. Nacieron, además, importantes universidades católicas, como las de Washington y Friburgo creadas en 1889, y la de Utrecht, en 1900 (además de que se modernizaron algunas de las viejas universidades de la Iglesia). Impulsados por el "catolicismo social", expuesto por el obispo alemán Ketteler (1811-77) y el político francés Albert de Mun (1841-1914) y sancionado por la Rerum Novarum, se organizaron -en Bélgica, Alemania, Italia, Francia, España- sindicatos cristianos. Fueron cada vez más los obispos y autoridades de la Iglesia que se preocuparon de la situación social de los trabajadores y denunciaron las injusticias de la vida moderna: el cardenal Manning (1808-1892), por ejemplo, intervino como mediador en la gran huelga del puerto de Londres de 1889 y su obra sobre cuestiones sociales La Iglesia y la sociedad moderna tuvo un gran eco internacional. En Bélgica, Austria, Holanda y en la propia Alemania los partidos católicos adquirieron un papel de primera importancia en la vida política, sobre todo desde la década de 1880; y en países como Italia, Francia, España o Irlanda, donde no hubo partidos confesionales, el voto católico fue determinante. Apareció una notable literatura católica: popular, como el gran éxito Quo Vadis?, de Sienkiewicz (1896), y culta, como las obras de Péguy y Claudel, y luego, ya en los años 1920-30, los Mauriac, Montherlant y Bernanos. Y surgió también una prensa católica moderna y combativa. El periódico francés La Croix, convertido en diario en 1883, alcanzó una gran difusión. Las vocaciones religiosas se mantuvieron o aumentaron; la indiferencia religiosa no alcanzó, ni lejanamente, en los países católicos las proporciones que tuvo por los mismos años en los protestantes (salvo, tal vez, en Francia). Y sin embargo, la Iglesia católica permanecía significativamente divorciada del pensamiento moderno. León XIII fue beligerante en su oposición a lo que la Iglesia consideraba como "errores modernos": libertad de prensa, socialismo, liberalismo, matrimonio civil, divorcio, laicismo, masonería o racionalismo, que condenó en repetidas ocasiones en documentos como Inescrutabili, Quod Apostolici, Humanum Genus, y Libertas Praestantissimum, y aun otros. Su concepción de la Iglesia -sociedad perfecta, cuerpo de Cristo- fue rigurosamente jerárquica y unitaria. En su encíclica Graves de communi, de 18 de enero de 1901, repudió toda interpretación política de la "democracia cristiana", la expresión que, a partir de la Rerum Novarum y con la idea de dar un sentido democrático a la acción pública de los católicos venían usando, separadamente, las juventudes del partido católico belga, un grupo de activos "abades demócratas" franceses (Trochut, Dabry, Naudet, Lemire), los grupos vinculados a la revista, también francesa, Le Sillon (El Surco), creada por Marc Sangnier (1873-1950) en 1894, y católicos italianos, como Romolo Murri, formados en la llamada Obra de los Congresos (Murri, sacerdote, quería propiciar, además, la participación de los laicos en las decisiones de la Iglesia). León XIII sólo aceptaba la acción social de los cristianos, y su énfasis estaba más en la beneficencia, la limosna y la caridad que en la acción sindical y reivindicativa. Advirtió también, y con claridad, contra la ciencia moderna (por ejemplo, en la encíclica Providentissimus Deus, de 1893); y con su encíclica Apostolicae curae (1896) cerró la puerta a toda aproximación a la Iglesia anglicana -por lo que venían abogando algunos católicos ingleses- y a todo ecumenismo. En la práctica, además, la oficialización del tomismo significó, simplemente, la restauración de todos los principios tradicionales del dogma y la fe católicos, y una reafirmación del magisterio religioso y social de la jerarquía eclesiástica. La restauración de la ortodoxia se acentuó durante el pontificado (1903-1914) de Pío X (Giuseppe Sarto, el primer pontífice de origen humilde en muchísimo tiempo), decisivamente condicionado por el gravísimo conflicto surgido en Francia con motivo del affaire Dreyfus, y que culminó con la prohibición de la enseñanza a las órdenes religiosas, la disolución de muchas de éstas, la expulsión de Francia de varios miles de religiosos y la total ruptura, en 1905, entre la Iglesia y el Estado francés. En dos resonantes documentos, el decreto Lamentabili (3 de julio de 1907) y la encíclica Pascendi (8 de septiembre de 1907), Pío X condenó los errores de los modernistas. De éstos, Alfred Loisy (1857-1940) -sacerdote y filólogo especializado en el Antiguo Testamento, cuyos estudios le habían llevado a insinuar que la Iglesia, los dogmas y el culto supusieron una desviación del mensaje original de Jesús- fue excomulgado en 1908 (antes, en 1893, se le había privado ya de su cátedra en el Instituto Católico de París). El jesuita británico George Tyrrell (1861-1909) -que también se inició en la crítica bíblica y que, como Loisy, hacía de la fe y del simbolismo místico, y no de la teología o del dogma, la clave del cristianismo- fue apartado de su orden en 1906; el también británico, de origen austriaco, barón Friedrich von Hügel (1852-1925), amigo de Tyrrell y como él, obsesionado por la cuestión de la divinidad de Cristo, fue duramente criticado por la teología oficial. Romolo Murri fue también excomulgado en 1906; en 1910, el Papa condenó Le Sillon, cuyo dirigente Sangnier había acentuado con los años sus posiciones republicanas y su interpretación democrática del mensaje cristiano; y desde entonces hasta 1967, se exigió a todos los sacerdotes y religiosos un juramento antimodernista. Hostil a todo lo que fuese moderno en cultura y pensamiento, enfrentado a las ideas democráticas, Pío X centró su pontificado, que había puesto bajo la divisa "Restaurar todo en Cristo", en la acentuación de las dimensiones litúrgicas del catolicismo (servicios públicos, oficios, cultos, oraciones y ceremonias). El breviario fue reformado; la música sacra cobró especial relieve; el Papa puso particular empeño en el sacramento de la comunión, especialmente de los niños; la labor misionera en Asia y África fue reforzada. Cinco espectaculares Congresos Eucarísticos, reunidos en Roma (1905), Londres (1908), Colonia (1909), Montreal (1910) y Viena (1912) pusieron de relieve la capacidad de la Iglesia católica para movilizar a la opinión y su extraordinario sentido de la solemnidad de los rituales religiosos. Las condenas del modernismo sin duda desprestigiaron a la Iglesia católica ante muchos círculos intelectuales y cultos europeos, que vieron en aquella institución y en su primer representante los portavoces de la tradición y el arcaísmo; pero, por eso mismo, la Iglesia católica había cobrado un tipo de influencia y presencia en la vida pública internacional incomparablemente superior al de cualquier otra iglesia. El protestantismo había desembocado en una teología de la crisis; el catolicismo, en una exaltación de la liturgia (pues la renovación de la teología católica tendría que esperar hasta los años 1930-50, hasta la aparición de una nueva generación de teólogos y ensayistas, entre los cuales el peso del catolicismo francés sería notable, como atestiguan los nombres de De Lubac, Gilson, Maritain, Mounier, Gabriel Marcel, Congar, Chenu, Teilhard de Chardin y otros). Como estrategia, el éxito de la opción católica fue indiscutible. Pero era un éxito tal vez engañoso. Cuando el escritor francés Henry de Montherlant (1896-1972) decía, en los años veinte, que reverenciaba el catolicismo pero que no creía en Dios, ponía de relieve los riesgos implícitos en aquella espectacularidad litúrgica de la Iglesia católica: que su éxito fuese el producto de una fascinación únicamente estética. Porque, después de todo, la teología católica no se había planteado todavía con rigor aquel problema esencial del pensamiento moderno que era el misterio de Dios y la imposibilidad que el hombre tenía para resolverlo. Ese era un problema que, en la primera mitad del siglo XX, aún asaltó la conciencia de muchos cristianos y católicos: el drama religioso, la crisis espiritual, en que se debatió el escritor español Miguel de Unamuno, como revelaba su obra La agonía del cristianismo (1925), podía ser buena indicación de ello. Cuando el filósofo británico Bertrand Russell disertaba en 1927, en una de sus más famosas conferencias, sobre el tema Porqué no soy cristiano estaba expresando no sólo lo que le estaba aconteciendo a él, sino sintetizando, además, una reacción cada vez más extendida. Porque Russell vino a decir algo que parecía extremadamente razonable, y lo decía en un estilo sereno y mesurado, probablemente más convincente que las dudas agónicas al estilo Unamuno: su tesis era que, con la ayuda de la ciencia, el hombre estaba comenzando a entender las cosas y que, por ello, pronto la Humanidad no tendría necesidad de ayudas imaginarias, de aliados celestiales, de religión, en una palabra, que creía nacida del miedo a lo desconocido; y pensaba que el mundo sería, así, un lugar habitable, mejor y más libre.
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Aunque no hay absoluta certeza de la práctica de agricultura a través de los frisos levantinos, sí existen indicios importantes que permiten reforzar esta idea. Las representaciones de este tipo de trabajo que resultan más claras se encuentran en los abrigos de Los Recolectores y del Cinto de las Letras, en las que los personajes que intervienen se inclinan sobre el suelo, llevando en sus manos instrumentos que pueden ser palos de cavar. En otras ocasiones se han representado individuos que, aunque no están en el acto de trabajar la tierra, llevan en sus manos aperos semejantes a determinados útiles agrícolas; es el caso de la laya que porta un personaje del abrigo del Garroso o del arado que encontramos en El Cinto de la Ventana, aunque su interpretación plantea ciertas dudas y estos documentos hay que manejarlos con toda prudencia. La participación femenina en estas labores resulta indudable a juzgar por el dato que nos ofrece la escena del Cinto de las Letras, donde las protagonistas son dos mujeres vestidas con amplias faldas sujetas a la cintura y la parte superior del torso desnudo y dejando ver los senos. Las faldas de estas mujeres, al igual que la túnica de la figura femenina del abrigo de La Pareja, situado en el mismo barranco, son claramente ampulosas y provistas de vuelos, lo que ha hecho pensar a algunos autores que son atuendos realizados con textiles propiamente dichos, circunstancia que hay que poner en duda en el caso de las faldas acampanadas de las mujeres de Cogul, cuya rigidez permite sospechar que pudieran estar hechas en cuero. De cualquier forma, si aceptamos la realización de telas, estamos aceptando también que nos encontramos ante grupos bastante desarrollados que han introducido algunas de las actividades derivadas de la economía de producción. La identificación de las especies vegetales cultivadas resulta imposible porque en unos casos ni siquiera se han representado y en otros se reducen a unos diminutos trazos de los que nada se puede deducir. Por otra parte tampoco es prudente interpretar como cultivados los árboles de los que se recogen frutos ya que su identificación es también muy problemática. Con respecto a los útiles agrarios tampoco el Arte levantino es muy expresivo, pues los bastones cavadores (el instrumento más frecuente) se reproducen como simples trazos rectilíneos, por lo que cualquier deducción resulta arriesgada. Ese es el caso del posible arado del Cinto de la Ventana al que hemos hecho referencia, ya que no muestra ningún tipo de detalle que resulte muy concluyente.
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El sector primario de la economía continuó siendo el más importante, al aportar más de la mitad de la renta nacional y ocupar a dos tercios de la población activa. La estructura del sector también permaneció básicamente estable -la típica de una agricultura mediterránea- con una dedicación preferente a los cereales, en especial el trigo, la vid y el olivo. En 1900, estos tres productos ocupaban el 92 por 100 de la superficie cultivada, y proporcionaban el 78 por 100 del valor de la producción. Otros cultivos, en especial frutas y verduras, más rentables, fueron creciendo en importancia durante las últimas décadas del siglo, pero al terminar éste sólo ocupaban el 8 por 100 de superficie, aunque suponían el 22 por 100 del producto económico. No obstante la estabilidad básica, el sector se vio afectado, durante el período 1875-1900, por algunos episodios destacados. El cultivo de trigo, que ocupaba aproximadamente la mitad de la superficie dedicada a los cereales y leguminosas -centre el 35 y el 40 por 100 del total de suelo cultivado- tenía un rendimiento muy escaso: 7,6 Qm/Ha, en el último decenio del siglo, mientras que en Francia, en las mismas fechas, era aproximadamente de 13, y en Gran Bretaña de 25,3. Este bajo rendimiento era consecuencia, en parte, de las limitaciones naturales -Italia presentaba unas cifras semejantes a las españolas y Portugal todavía más bajas- pero también de un considerable atraso técnico. En cualquier caso, el trigo español era caro y sufrió especialmente la competencia de los trigos extranjeros, cuando la mejora de las comunicaciones terrestres y marítimas -gracias a la extensión del ferrocarril y de la navegación a vapor-, abarató considerablemente el coste del transporte internacional, a partir de la década de 1870. Un contemporáneo se lamentaba, en 1886, de la invasión de la Península por "los granos de Chile, del mar Negro, de Polonia, de los márgenes del Danubio y de Egipto (...) uniéndose además los envíos de los Estados Unidos". Según Jordi Nadal, "el abastecimiento cerealístico de Barcelona por tren bajó de 72,5 millones de kg. en 1884, a 54,4 millones en 1885, y 13,9 en 1886; mientras tanto las llegados por mar saltaban de 54,9 millones, a 76,5 y 111,0 en el transcurso del mismo trienio". El precio del trigo bajó de 21,46 pts/Hl en 1880-81, a 18,56 en 1889-90. La respuesta de los cerealistas -principalmente castellanos- fue, más que la innovación y el intento por mejorar la productividad, la demanda de protección al Estado mediante la elevación de las tarifas arancelarias. También los representantes de los intereses industriales reclamaron protección para sus productos. La cuestión fue objeto de un debate apasionado, que dividió al partido liberal y convirtió a los conservadores, con Cánovas a la cabeza, en decididos proteccionistas y partidarios de la intervención del Estado en la vida económica. El Arancel de 1891, aprobado por un gobierno conservador, vino a satisfacer de forma moderada las peticiones de cerealistas e industriales, al acentuar un proteccionismo que había sido constante durante la mayor parte del siglo, con la relativa excepción del período en el que estuvo vigente el Arancel de 1869, y que habría de incrementarse a comienzos del siglo XX. Al amparo del arancel, durante los años 90, continuaron las importaciones de trigo extranjero, especialmente importantes en 1893 y 1894, pero el precio del trigo volvió a subir -22,27 pts/Hl, en 1893- y la producción nacional se recuperó. El Arancel de 1891 había sido juzgado de forma más bien positiva por los historiadores; alguien habló de un proteccionismo sano; y para Vicens Vives, bajo ese régimen de proteccionismo se desarrolló la industria siderúrgica española y alcanzó su mayor auge la industria textil. Recientemente, sin embargo, algunos historiadores han opinado rotundamente en contra de la solución proteccionista adoptada en 1891. José Varela Ortega establece una línea de continuidad descendente en la política económica española entre 1891 y 1940 y considera que el proteccionismo fue un precio muy alto que la sociedad española pagó por la estabilidad. El Grupo de Estudios de Historia Rural ha considerado la coyuntura de 1891 como una ocasión perdida para racionalizar y modernizar la agricultura española. En la misma línea están, entre otros, Gabriel Tortella -para quien no hay proteccionismo sano- que afirma que fue la causa principal de la lentitud con que se efectuó en España la transición hacia una agricultura moderna; según este historiador, si se hubiera seguido una política librecambista, la agricultura se habría orientado hacia productos y técnicas más productivos y competitivos (no sólo frutas y verduras, sino también patatas, maíz, ganado, y la introducción de más fertilizante, mejores rotaciones y regadíos) y, algo muy importante en este proceso de reasignación, hubiera causado un flujo de emigración de la árida meseta hacia las ciudades y el extranjero. Todo esto ocurrió, por supuesto, pero a un ritmo lentísimo que conllevó un lento crecimiento de la renta. Según el estudio de Leandro Prados sobre la evolución de la economía española en la transición de imperio a nación, durante la fase librecambista (1860-1890), el crecimiento español fue similar al de los países desarrollados europeos, mientras que quedó rezagada bajo el proteccionismo (1890-1913). En cualquier caso, cabe afirmar que la adopción del Arancel de 1891 por un gobierno Cánovas fue una medida conservadora, en el terreno económico, lo mismo que lo había sido la solución al problema político. Ambas eran conservadoras en la medida que apostaban por lo seguro y rehuían el riesgo. Como señala Tortella, "la emigración masiva, con las penalidades que casi inevitablemente son su causa y su consecuencia, hubiera podido dar lugar a una explosión política (...) Los altos aranceles, retrasando el crecimiento, contribuyeron a mantener la paz social y el status quo". Pero, además, ambas soluciones eran de naturaleza semejante en la medida que con ellas "se primaba la seguridad y erosionaba la competencia", como afirma Varela Ortega. Era la lógica del mercado protegido llevada tanto a la política como a la economía. La producción de vino conoció una etapa gloriosa entre 1882 y 1892, en que España se convirtió en el mayor exportador mundial. El fenómeno tuvo una causa coyuntural y externa, y tuvo un final abrupto, al cesar ésta. Una plaga de filoxera había ido destruyendo los viñedos franceses desde 1865, y hacía que la potente industria vitivinícola de aquel país no contara con la materia prima necesaria para abastecer siquiera la demanda interna. Un tratado de comercio firmado entre España y Francia en 1882 facilitó los intercambios entre ambos países y la exportación española de vino se multiplicó por tres: de 301 millones de litros en el quinquenio 1876-1880, a 907 millones en 1886-1890. El boom fue efímero. Como señala Jordi Nadal, "Málaga resultó filoxerada a partir de 1876, Gerona de 1879 y Orense de 1881. A partir de estos tres focos la plaga fue progresando con la misma lentitud y la misma perseverancia con que lo hiciera en Francia. En 1892, cuando el mal ya había hecho grandes estragos en la península, el último país, en trance de recuperación, denunció el tratado de 1882. No más facilidades a la entrada de vinos españoles cuya producción, por lo demás, empezaba a disminuir. En España, pérdida de cosechas, descenso de los recursos, dramático despertar a la realidad más dura".
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La explotación agropecuaria será la base económica de la sociedad helénica. Los ciudadanos eran, en primer lugar, propietarios de tierras y ganados. La posesión de la tierra era un derecho de la ciudadanía en la mayoría de las poleis, llegándose a perder este derecho si se perdía la tierra, como ocurría en Beocia. La propiedad constituida por la casa, los bienes muebles que contenía, las tierras y los esclavos recibía el nombre de oikos y en él se desarrollaba la vida familiar. La parcela de tierra propiedad del dueño de un oikos recibía el nombre de kleros, tierra vinculada a la familia. Las fuentes que nos permiten conocer la situación agropecuaria helénica no son numerosas pero sí exhaustivas: la obra de Hesiodo "Los trabajos y los días" se dedicó a las labores del agricultor; en algunos cantos de la "Odisea", Homero nos narra la vida en el campo; el diálogo "Económico" de Jenofonte es de gran importancia para conocer el estado de la agricultura en el siglo IV a.C. -no en balde, la definición de economía es el arte de dirigir un oikos-. La sociedad no veía con buenos ojos las formas de ganarse la vida que no estuvieran relacionadas con el trabajo agropecuario, dedicándose a ellas tanto esclavos como metecos. La tierra por lo tanto se convertía en el primer vehículo de la economía, vinculándose a las clases dirigentes, aunque en aquellas ciudades donde la democracia era la forma de gobierno no estaba tan acentuado esta auténtica "obsesión" por la tierra. Los beneficios obtenidos en el oikos generalmente se reinvertían en el campo, aunque también podían desviarse a otras formas de inversión, como pequeños talleres en los que trabajaban esclavos.
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La base productiva de la sociedad Tokugawa la constituía la agricultura, en la que se perciben todos los síntomas de un notable desarrollo desde los siglos XIV y XV. El cultivo mayoritario de la economía nipona era el arroz, que se llevaba a cabo en pequeñas parcelas, donde la abundancia de agua permitía la explotación intensiva. El alto rendimiento del arroz de regadío mantuvo una gran densidad de población, lo que explica el crecimiento demográfico entre los siglos XIV y XVIII. El arroz no sólo cubría la mayor parte de la alimentación campesina, sino que de él se fabricaba un aguardiente de alta graduación, el sake, además de cuerdas, sacos y el apreciado papel japonés. En el Quinientos el arroz se utilizaba incluso como moneda, tanto para los intercambios como para el pago de impuestos al shogún y a los señores feudales. Ya entonces, en el arrozal de regadío las técnicas de cultivo estaban muy depuradas, con utilización de maquinaria como bombas a pedales o ruedas hidráulicas y selección de granos. Trigo, centeno, alforfón y sorgo se cultivaban igualmente, además de diversos tipos de legumbres. Como en el resto de las economías asiáticas, hay pocas grasas animales. Sésamo y soja proporcionaban el aceite de mesa, la miel es el edulcorante más utilizado y el té es de consumo masivo. En 1585, bajo la administración de Hideyoshi se llevó a efecto una revisión catastral (kenchi). La mayor parte del suelo estaba repartido en pequeñas explotaciones de alrededor de una hectárea, los "hyakushókabu", de carácter hereditario y cuya propiedad podía ser compartida por varias familias, que entregaban al señor feudal la mayor parte del producto de su trabajo, conservando lo indispensable para su subsistencia. La aldea se hacía responsable de su propia administración, bajo el gobierno reservado de forma hereditaria a los jefes de las principales familias, aunque todos los propietarios campesinos, los "honbyakushó", tenían derecho a participar en la junta de la aldea. Sólo permanecían al margen de ésta los trabajadores por cuenta ajena y los artesanos. La aldea era la responsable de cumplir con el tributo anual y otras obligaciones feudales, lo que fortaleció los sentimientos colectivos y la solidaridad entre los campesinos y favoreció la organización de su lucha en caso de levantamientos. Dada su importancia, la agricultura es el sector al que más atención se prestó por parte de la política económica de los Tokugawa y de la iniciativa privada, responsable de publicaciones agronómicas, como la enciclopedia de Yasusada Miyazaki (1623-1697). La política era mantener sumisos a los campesinos y hacerles pagar la mayor cantidad de impuestos posible, para lo que había que evitar que cayesen en la miseria. Es decir, había que asegurarles la subsistencia pero impedirles el enriquecimiento, que provocaría la temida movilidad social, según la frase de Tokugawa Ieyasu: "a los campesinos, no dejarlos vivir ni morir". A ese espíritu responde el decreto de 1643, por el que se prohibía la compra y venta de tierra a perpetuidad, para evitar la concentración en pocas manos y el aumento del campesinado sin tierras. Con el mismo fin se impedía la partición de la tierra entre varios herederos, que derivaría en la aparición de mínimas parcelas que no permitirían la supervivencia de sus propietarios. De forma paralela, para prevenir la producción destinada al comercio y el surgimiento en las aldeas de la economía de intercambio, existían diversas limitaciones sobre ciertos cultivos, como el tabaco, y sobre la industria aldeana. Las pocas salidas que se les dejaban estaba aderezadas, según el "decreto sobre la reglamentación de la vida de los campesinos" de 1649, por los consejos sobre cómo ser ingeniosos para organizar el trabajo y alcanzar mayores rendimientos y ser frugales para estar preparados en las épocas de escasez. El aumento de la producción, junto a la fijación de la renta feudal sobre la producción media, el sistema de "jômen", originó el excedente del trabajo campesino, que pudo reinvertirse en mejora de la labranza. La modernización de los aperos y el uso de animales de tiro y de abonos variados, como los desechos de la pesca y de la basura, estaban en la base de esta mejora, que no lo fue exclusivamente en el arroz, sino en la aclimatación y cultivo de plantas que provenían de otros continentes. Patatas, boniatos, zanahorias, nabos, maíz, cacahuetes y judías diversificaban la producción y permitían un cultivo intensificado para mantener a una población creciente. La venta de los excedentes agrícolas, además de algunos subproductos como la leña o la paja, facilitaba a los campesinos la adquisición de herramientas y artículos necesarios para la vida cotidiana, y, sobre todo, puso las bases para la formación del mercado local. De este modo, se introdujeron cultivos que, como el tabaco, la caña de azúcar y el té, estaban dedicados claramente a la comercialización, mientras las plantas textiles (cáñamo, índigo y moreras) aumentaban los rendimientos y las exportaciones de la industria textil. Pese a los intentos de homogeneización de la población aldeana, ésta se fue diversificando. Las inversiones en el incremento de la productividad originaron la aparición de los prestamistas, muchos campesinos terminaron en arrendatarios de sus propias tierras, otros las perdieron y algunos de los que consiguieron enriquecerse derivaron en manufactureros. El desarrollo de la agricultura japonesa en el siglo XVII estaba, pues, estrechamente relacionado con la transformación de la sociedad campesina y los cambios de la industria y el comercio.
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Durante la época clásica china, e incluso en algunas regiones en la actualidad, la manera de cultivar la tierra era absolutamente diferente a como se realizaba en Occidente. Las pequeñas granjas obtenían elevados rendimientos gracias a un esfuerzo casi sobrehumano, mostrando los agricultores una gran habilidad en su trabajo. El conocimiento de las condiciones locales -clima, tipos de plantas o calidad del terreno- era fundamental para una buena cosecha, si bien en numerosas ocasiones los campesinos no dudaron en incorporar innovaciones, empleando nuevas plantas y animales para mejorar los resultados. Estas novedades eran rápidamente copiadas si se conseguía el éxito. Durante la época medieval los terratenientes desarrollaron una importante labor agrícola. Trabajando una parte de sus propiedades, en ellas solían experimentar las novedades necesarias para incrementar la producción. Sin embargo, a partir del siglo XVII será la pequeña granja la estructura más productiva. El trabajo del campesino y su familia, bien si eran propietarios o arrendatarios, era superior al de los trabajadores a sueldo, por lo que el sistema de pequeñas granjas empezó su periodo de esplendor. De esta manera, los grandes propietarios procedieron a arrendar por parcelas sus tierras, dividiéndolas en pequeños espacios, que rara vez superaban las dos hectáreas. Esta sería la razón de los elevados rendimientos conseguidos por hectárea, superiores si los comparamos a la Europa preindustrial. El uso del agua requería una organización colectiva, ya que eran necesarios canales, diques, embalses, depósitos, que no sólo había que construir, sino mantener. El agua fue distribuida de manera ajustada entre los usuarios y se estableció la responsabilidad de conservar el sistema, existiendo, como es de suponer, numerosos litigios que fueron resueltos por la burocracia imperial, también encargada de los grandes proyectos. Los funcionarios locales, los propietarios o las clases pudientes eran los responsables de los proyectos de menor importancia. De esta manera, la propiedad privada y las instituciones públicas se interrelacionaban para el funcionamiento de las estructuras vinculadas al agua, tan necesaria para el desarrollo de la agricultura. Otras de las diferencias entre la agricultura tradicional china y la occidental las encontramos en la casi ausencia de grandes granjas de animales en China y el escaso número de tierras comunales. La explicación, en ambos casos, se debería al continuo aumento de la población que motivaría la ocupación de todas las superficies cultivables. En la China oriental no han existido zonas de pastos comunales ni grandes extensiones de bosques, desarrollándose las pequeñas propiedades sin cerca. Por esta razón, la ganadería habitual es la que se alimenta de desperdicios: patos, aves o cerdos. Los grandes rebaños de caballos, ovejas, cabras o camellos debemos buscarlos en las regiones interiores y en tiempos relativamente recientes.
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El valido de Carlos IV, Manuel Godoy, es considerado por algunos especialistas como el último representante de la Ilustración. Los primeros años de su gobierno exhiben buena parte de las ideas ilustradas para después enzarzarse en asuntos internacionales con el fin de satisfacer sus intereses personales, significando la zozobra de su política. Considerándose un ilustrado más decidió encargar a Goya cuatro lienzos circulares para decorar la antesala que precedía a las escaleras de su palacio madrileño. Eligió para las telas El comercio, La industria, La agricultura y La ciencia - hoy perdido - poniendo de manifiesto los campos que quiso beneficiar durante su gobierno.La agricultura está representada por Flora coronada de espigas acompañada de un hombre que porta un cesto con frutas y flores. En primer plano encontramos los aperos de labranza para identificar con mayor rapidez la actividad representada. Junto al árbol se sitúan los símbolos de Escorpión y Libra como alegorías de la recolección. La perspectiva de abajo a arriba prima en el conjunto, destacando la rapidez de los trazos y la carencia de detalles, recordando en parte a los cartones para tapiz realizados algunos años antes. La iluminación empleada refuerza la figura de la diosa, creando un atractivo juego de luces y sombras.
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El sector agropecuario era básico en la economía española. Un estudio de 1935 estimaba que el valor del capital agrario superaba en más de un tercio al invertido en la industria y en la minería juntas. Cerca de tres cuartas partes de las exportaciones eran productos agrarios y sólo el valor de la producción triguera era casi diez veces superior al de la siderúrgica. No parece exagerado afirmar que en los años treinta uno de cada dos españoles vivía directamente de las actividades relacionadas con la agricultura o la ganadería. En 1931, el área cultivada representaba un 48,2 por ciento de la superficie total del país. Cereales y leguminosas ocupaban el 73,6 por ciento de ese espacio. Pero sus rendimientos eran relativamente bajos, ya que sólo suponían un 34 por ciento del valor total de la producción agraria. En la extensión de los cultivos les seguían a mucha distancia el viñedo y el olivar (15,7 por ciento), los cultivos industriales (3,5), los frutales (2,2) y la horticultura (0,5 por ciento). El trigo, con cuatro millones y medio de hectáreas repartidas por todo el país, pero especialmente en las zonas del interior, era el cultivo más extendido aunque, como el resto de los cereales, perdía empuje frente a otros cultivos más rentables. Contra lo que se ha dicho a veces, la agricultura era un sector bastante dinámico, en expansión desde la primeras décadas del siglo. Era evidente un progreso en las técnicas de cultivo, en la utilización de abonos y, en menor medida, en el empleo de maquinaria agrícola. Pero faltaban capitales en casi todas partes y la modernización seguía ritmos muy desiguales. La agricultura española poseía un carácter dual, definido tanto por la especialización de los cultivos como por los ritmos de inversión y de crecimiento e incluso por el peso del mercado interior y de la exportación. Las regiones cerealistas del interior respondían a focos de demanda distintos a los de la hortofruticultura mediterránea o de los latifundios olivareros del sur. En los extremos de esta dualidad podían situarse el trigo, con aumentos oscilantes y relativamente lentos de producción y rendimiento, y la naranja, con un fuerte crecimiento orientado al sector exterior. También el sistema de propiedad de la tierra, pese a cierta diversidad, podía agruparse en dos grandes modelos, con problemas estructurales muy diferentes: a) En Andalucía, Extremadura, La Mancha y el sur de la región leonesa predominaban los grandes latifundios, situados aún en buena parte en manos de la nobleza. Muchos de estos propietarios eran absentistas, lo que no les impedía disfrutar de una posesión plena y exclusiva de las rentas generadas por el cultivo y la explotación ganadera de sus fincas. La gran mayoría de los casi dos millones de campesinos sin tierra se concentraban en el cuadrante suroccidental de la Península. El sistema de trabajo tradicional era la contratación eventual de braceros, un proletariado agrícola escasamente cualificado, en ocasiones trashumante, que se desenvolvía en muy precarias condiciones laborales y de nivel de vida. Sólo las tierras marginales, con rendimientos muy bajos, quedaban en manos de los pequeños propietarios, enfrentados a una permanente amenaza de proletarización. b) En el resto del país, y sobre todo en la España húmeda del Norte, abundaban los cultivadores independientes, pequeños propietarios o arrendatarios. Predominaba la propiedad dispersa, familiar, con parcelas inferiores a diez e incluso a una hectárea, sobre todo en Galicia y la cornisa cantábrica. Ello se debía en buena medida al hábito de dividir continuamente el patrimonio familiar entre los herederos, excepto en aquellas zonas donde existían normas especiales de transmisión de la herencia indivisa -mayorazgo, millora, etc. Este minifundismo, que no solía admitir mano de obra asalariada, forzaba una continua corriente emigratoria y, al ser poco favorable a la acumulación de capital, mantenía a muchos labriegos en condiciones de pobreza parecidas a las de los braceros del sur. Los medianos propietarios, en quienes muchos reformistas veían la palanca de una agricultura moderna y de altos rendimientos, eran pues muy minoritarios. Unos diecisiete mil grandes terratenientes, concentrados en la mitad meridional del país, poseían el 42 por ciento de la riqueza agropecuaria, mientras que los poco rentables minifundios se repartían el 47 por ciento de la superficie cultivada. La respuesta de la masa de campesinos pobres a estas condiciones tan poco alentadoras se diferenció en ambas zonas, hasta el punto de que E. Malefakis señala que tanto en sentido figurado, como literalmente, la línea que separaba la España de la revolución agraria de la España del conservadurismo rural era, en esencia, la misma que separaba la España del latifundio del resto de la noción. En el medio rural de la mitad septentrional de la Península, donde predominaba la llamada "sociedad tradicional integrada", que garantizaba un notable equilibrio social, había prendido entre los pequeños propietarios y los aparceros un sindicalismo de raíces católicas, conservador y paternalista, que controlaban los grandes terratenientes y el clero y que tenía su mejor expresión en la Confederación Nacional Católico Agraria, el poderoso grupo de presión a caballo entre la patronal y el sindicato corporativo, que encauzaba los intereses de los agricultores cerealistas. No obstante, la falta de recursos de los pequeños campesinos ante las malas cosechas o la caída de los precios y la periódica extinción de los contratos de aparcería, sometidos a variantes regionales -arriendos en Castilla, foros en Galicia, "rabassas" en las zonas vitivinícolas de Cataluña, etc.- facilitaban la persistencia de focos latentes de conflictividad. En las regiones latifundistas, el campesinado sin tierra, que en general vivía en peores condiciones, adoptaba una actitud abiertamente reivindicativa, que buscaba en una reforma agraria radical el remedio a su sed de tierras y que se manifestó en estos años en esporádicos estallidos de protesta social y en una masiva afiliación al sindicalismo socialista y anarquista. Todos estos problemas, algunos con una larga tradición, explican la conflictividad agraria durante la República mucho mejor que los factores de la coyuntura. Esta fue favorable, con alguna excepción, hasta el punto de que el crecimiento de la producción agraria se estima superior en el uno por ciento al de la Dictadura. La depresión mundial afectó a los minoritarios cultivos destinados a la exportación, como el aceite, el vino y la naranja, que sufrieron un estancamiento e incluso un retroceso en su producción, que no podía ser absorbida por el mercado interior, aunque las áreas de cultivo permanecieron invariables. En cambio, cereales y leguminosas, destinadas fundamentalmente al consumo interno, mantuvieron altas tasas de producción, y las relativamente flojas cosechas de 1931 y 1933 fueron compensadas, sobre todo en el trigo, por las excelentes de 1932 y 1934. Ello posibilitó que el mercado interno se mantuviera abastecido, pero influyó negativamente en la estabilidad de los precios. Una de las cuestiones más polémicas de la situación agrícola fue, en efecto, la bajada de los precios, real, pero que los propietarios magnificaron en su propio beneficio. Sin una intervención eficaz del Estado, el mercado agrícola se vio sometido a fluctuaciones provocadas por la irregularidad de las cosechas, que los productores denunciaron eran causados por la acumulación de excedentes en los años de buena cosecha, por los intereses de los industriales harineros y por la subida de los salarios agrícolas. Tras la mala cosecha de 1931, el intento del Ministerio de Agricultura de mantener abastecido el mercado y abaratar los precios, autorizando la importación de casi tres millones de toneladas de trigo en la primavera de 1932, fue recibido como una agresión por los productores, acostumbrados a un tradicional proteccionismo estatal, pero permitió aflorar grandes cantidades de cereal, que de otro modo se hubieran ocultado para mantener los precios. Sin embargo, sólo en 1933, tras la buena cosecha del año anterior, bajaron los precios agrarios de un modo apreciable, unos siete puntos con relación al índice de 1928, para recuperarse en la campaña siguiente, coincidiendo con el inicio de una política interventora sostenida por parte de la Administración (Decreto de 20 de julio de 1934 y Ley de Autorizaciones de 27 de febrero de 1935). Por ello, la caída sostenida de la inversión empresarial puede atribuirse más a motivos derivados de la situación política o el miedo a la reforma agraria que a una auténtica recesión de la agricultura.
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El dinamismo de los mercados que acabamos de ver y el desarrollo de la industria, del que pronto nos ocuparemos, no deben ocultar, como un espejismo, la realidad de una Europa eminentemente agraria. Y fue la agricultura el sector de la economía en que los cambios, globalmente considerados, fueron menores. Hubo, no obstante, un crecimiento importante de la producción agraria, que permitió mantener la expansión demográfica del siglo. En buena medida, dicho crecimiento se realizó en el marco de las estructuras tradicionales -no faltan historiadores que hablan de continuismo rutinario, olvidando aparentemente la racionalidad de aquéllas, que la tenían, y los enormes esfuerzos y trastornos individuales y colectivos que exigiría su transformación-, que en modo alguno impedían el crecimiento. Y también hubo casos, no limitados a Inglaterra -a la que habitualmente se vincula la revolución agraria-, en que la renovación de aquéllas fue la tónica dominante.