Como respuesta a su amigo Erasmo que, cinco años antes, le dedicara su "Elogio de la locura", en 1516 ve la luz en Lovaina la "Utopía" de Thomas Moro. Obra fundamental de la cultura europea donde su autor, una de las mentes más preclaras de la época, mediante una serena prosa rebosante de plenitud clasicista, nos propone sus ideales políticos en el Estado fundado por Utopo en la isla que nomina; en general, todo tiene un sentido positivo y respira el optimismo y plenitud alcanzados por la cultura humanística, de la que Moro es uno de sus más altos exponentes. Pero como preludiando los sucesivos acontecimientos disgregadores de Europa, que terminarán por implicar al propio autor hasta conducirle al patíbulo en las páginas finales del libro asoma el pesimismo y la desconfianza, al explicitamos que "muchas cosas se encuentran en la república de Utopía que desearía para nuestros Estados, pero tengo pocas esperanzas de verlas realizadas". El eco de los descubrimientos geográficos de la época es evidente en el relato de Moro, sobre todo la enorme sugestión que en toda Europa suscita la empresa americana que, en algunos de sus procesos arquitectónico-urbanísticos, se verá, a su vez, influida por los ideales de Moro, como sucede, en concreto, con la actividad de Vasco de Quiroga. Sin una concreción clara, pero dibujando literariamente un contexto urbano regularizado, donde se atiende de modo claro y prioritario a la consecuente ubicación y correcta relación con la naturaleza circundante, siguiendo en este sentido principios urbanísticos que, desarrollando ideas de Vitruvio, había plasmado Alberti, Moro nos presenta su ideal urbano mediante la descripción de Amauroto, capital de Utopía, marco adecuado para unas relaciones sociales de nuevo cuño, donde una ideología urbano-comunitaria es la dominante. La "Utopía" de Moro es el punto de arranque de toda una producción literaria en esta línea de los siglos XVI y XVII, donde una serie de teóricos, que no lo son de la arquitectura, proponen un marco urbano regularizado donde desarrollar las citadas relaciones sociales, inexistentes en la ciudad real; tras las aportaciones claves al tema de Doni (1548) y Patrizzi (1562), este tipo de relatos tendrá su culminación, fundamentalmente, en la obra de Campanella (escrita en 1602 y publicada en 1623) y en la "Nueva Atlántida" de Francis Bacon (escrita en 1624 y publicada en 1638). Estas últimas, frente a la "Utopía" de Moro que sí cuenta con motivaciones históricas, no sólo son utopías, sino que sus posibles concreciones formales tienen un mero valor simbólico.
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El 16 de septiembre de 1394 fallecía Clemente VII: no fue ese tampoco el medio para concluir con el Cisma; a pesar de que se realizaron gestiones para que no se procediese a una nueva elección, esta tuvo lugar, recayendo los unánimes votos de los electores en Pedro de Luna, el más importante de los cardenales de Aviñón. Doctor en derecho, virtuoso, duro polemista, el nuevo Papa se compromete a lograr la unión de la Iglesia por cualquier medio, en conciencia, y, siempre defendiendo la legitima autoridad del primado. En enero de 1395 se reunía en París una asamblea del clero de Francia que recomendaba, en términos perentorios, la aplicación de la cesión, y establecía acciones concretas contra el Papa que se opusiese. Fue comunicada a ambos Papas, sin que por parte de Bonifacio IX se emitiese respuesta alguna; Benedicto XIII reunió una comisión cardenalicia que estudió las tres vías de la universidad de París en las que halló numerosos aspectos contrarios a la autoridad pontificia. Proponía esta comisión una solución consistente en la reunión de ambos Pontífices para la discusión directa de sus respectivos derechos y la resolución del problema. Esa sería la propuesta defendida siempre por Benedicto XIII, que la denominaría "via convenitionis". Tenía la ventaja de su relativa simplicidad y, sobre todo, era la única que respetaba la autoridad del pontificado. A partir de este momento se ejercerán presiones sobre los Pontífices, muy especialmente sobre Benedicto XIII, empleando toda clase de argumentos, amenazas y violencias. En mayo de 1395 fue visitado por una embajada integrada por los duques de Borgoña, Berry y Orleans que pudo comprobar la solidez personal y argumental de Benedicto XIII y su negativa a cualquier solución que no fuese la "via conventionis". Sus presiones consiguieron minar la solidez del cardenalato cuyos miembros se plegaban a firmar un documento reclamando la abdicación. Lo máximo que obtuvieron de Benedicto XIII fue una matización de la "via conventionis", que el denominó "via iustitiae". Introducía garantías de que se obtendrían resultados: ambos Pontífices discutirían sus derechos acompañados de sus respectivos colegios; si del encuentro no saliese una solución, se reuniría entonces la comisión arbitral propuesta en la "via compromissi", que decidiría por mayoría de dos tercios. Si aún así no hubiese resultados, situación que Benedicto XIII consideraba totalmente improbable, prometía someterse a cualquier procedimiento conforme a la justicia. La embajada ducal consideró el procedimiento largo y costoso; solicitó el estricto cumplimiento del documento cardenalicio y desembocó en la ruptura, punto de partida de una adversa propaganda contra Benedicto XIII al que se acusa de incapacidad de diálogo y de ambición de poder. La embajada produjo división en el equipo gobernante francés y muy contrapuestos resultados en el ámbito internacional. Aprovechando la nueva situación de acercamiento entre Francia e Inglaterra, la universidad de París propuso a la de Oxford que adoptara idénticos criterios de solución de cisma en la obediencia romana; la respuesta, olvidada siempre cuando se habla del inmovilismo de Benedicto XIII, rechazaba frontalmente cualquiera de las vías propuestas considerando el reconocimiento universal de Bonifacio IX como la única solución posible. La negativa de Oxford se mantendría a pesar del acercamiento franco-ingles que se va a producir, motivando un distanciamiento del Reino respecto a la postura de Ricardo II. Por parte alemana no hubo compromiso alguno respecto a las propuestas de los duques. Enrique III y Juan I protestaron formalmente, en nombre de sus respectivos Reinos de Castilla y Aragón, por el trato dispensado al Papa. Estaban, en realidad, preocupados porque la misión se hubiese desarrollado sin su conocimiento; por eso, cuando una embajada francesa explicó al rey castellano su actuación, éste se sumó a la posición francesa en la solicitud de abdicación, aunque la postura castellana sería matizada en los próximos meses. En Aragón, en cambio, tras la muerte de Juan I (19 de mayo de 1396) accedía al trono Martín I, pariente del Pontífice de Aviñón, de quien se convertiría en defensor absoluto, negándose a cualquier solución contraria a la voluntad de éste. Es apreciable, sobre todo en Francia, en especial en medios universitarios, una radicalización de posturas que aboga por la rebeldía frente a los Papas y por su destitución. Por su parte, Benedicto XIII enviaba sendas embajadas a su oponente en 1394, 1395 y 1396, alguna de las cuales ni siquiera era recibida, obteniendo como respuesta una negativa absoluta a la cesión, al compromiso, al concilio e incluso a reunirse con su rival para la discusión de sus derechos: sólo el reconocimiento de Bonifacio IX podía resolver la situación. Fruto de la distensión del momento es el envío a Aviñón, en junio de 1397, de una embajada francesa, inglesa y castellana con objeto de solicitar del Pontífice la abdicación. La respuesta dilatoria que obtuvieron hizo que señalasen al Papa la fecha del 2 de febrero de 1398 como límite para que abdicara; si no lo hacía, sus respectivos Reinos retirarían la obediencia. La embajada prosiguió su viaje a Roma; obtuvo de Bonifacio IX una respuesta idéntica y le planteó el mismo ultimátum. Los meses siguientes son de intensa actividad diplomática. Navarra y Escocia se sumaron a la demanda de cesión; Aragón se negó absolutamente y, por Alemania, Wenceslao mantuvo una postura indecisa, aunque dialogante con Francia. El temor a las consecuencias de una sustracción hace inestables las posiciones y la oposición política en Inglaterra debilita las exigencias de Ricardo II.
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La agricultura de plantación, con sus productos destinados a la exportación, se basaba en la utilización intensiva del trabajo esclavo. En 1818 vivían en el Brasil, de acuerdo con las fuentes oficiales, unas 3.805.000 personas, de las cuáles sólo el 27,3 por ciento (1.040.000) eran blancos. Los indios eran el 6,5 por ciento (250.000). Por el contrario, los esclavos negros de origen africano eran el 50,7 por ciento (1.930.000) y los mulatos y mestizos el 15,4 por ciento restante (585.000). De acuerdo con el censo de 1872, seis de cada diez brasileños eran negros, lo que se explica por el elevado número de esclavos ingresados al país entre 1811 y 1850, pese al control británico de los mares: 1.141.700. Entre 1811 y 1820 llegaron 266.800 esclavos; 325.000 entre 1821 y 1830; 212.000 entre 1831 y 1840 y 338.300 entre 1841 y 1850. A partir de entonces el descenso sería evidente, a tal punto que entre 1851 y 1860 sólo llegaron 3.300 esclavos africanos. La excesiva dependencia del trabajo esclavo explica el incumplimiento de las cláusulas del tratado firmado en 1826 con Gran Bretaña, relativas a la finalización de la trata negrera. Más allá de las presiones de ciertos gobiernos extranjeros, como el de los Estados Unidos, y de la actitud declarativa de algunos gobernantes locales, el fracaso de las medidas destinadas a acabar con la esclavitud responde a las mismas causas. La abierta ingerencia británica fue considerada ultrajante para la soberanía brasileña, pero pese a ello, los intentos británicos para acabar con la trata aumentaron tras la firma del Tratado de Aberdeen (1845). Brasil ilegalizó la trata en 1850 y dos años después había prácticamente desaparecido. Pero acabar con la trata negrera en los mares no significaba en absoluto acabar con la esclavitud, que se mantuvo gracias a los negros que seguían trabajando en las plantaciones y al crecimiento natural de los propios esclavos.La abolición definitiva de la esclavitud finalmente se produjo en 1888. La discusión sobre esta forma de trabajo se fue tornando cada vez más álgida y muy pronto los argumentos ideológicos se mezclaron con los económicos. En los años 60, los abolicionistas comenzaron una importante campaña de agitación pública, que se incrementó después de que Abraham Lincoln declarara la abolición de la esclavitud en los Estados Unidos, en 1863. En ese momento Brasil se había convertido en el único gran país del mundo que mantenía un sistema esclavista. En 1871, el parlamento brasileño sancionó la ley Río Branco, que establecía la libertad de vientres (los hijos de las esclavas nacían libres) y creaba un fondo de emancipación, destinado a facilitar y acelerar la manumisión de los esclavos negros por parte de sus propietarios. Pese a sus aparentes logros, la ley no satisfizo a nadie, ya que mientras los plantadores sentían cada vez más amenazadas sus posesiones, los abolicionistas la consideraban insuficiente. Estos últimos, liderados por Joaquim Nabuco de Araújo, un joven abogado y publicista, buscaban la abolición total de la esclavitud. El libro de Araújo, O Abolicionismo (1883), pintaba la esclavitud en tonos totalmente oscuros, en sintonía con la línea del abolicionismo más radical. En 1884 las regiones de Ceará y Amazonas liberaron a sus esclavos y al año siguiente todos los esclavos mayores de 60 años fueron manumitidos. En 1888 se declaró la libertad total para los casi 700.000 negros que aún permanecían esclavizados, sin que el gobierno fijara ningún tipo de compensación para los propietarios. No es de extrañar que la oligarquía plantadora decidiera retirar su apoyo al monarca en una coyuntura tan contraria a sus intereses. La Asamblea abolió la esclavitud por motivos estrictamente políticos y no por cuestiones económicas, ya que si el sistema se mantenía en funcionamiento era porque seguía siendo rentable para los plantadores. Téngase en cuenta que por un lado, los esclavos estaban oponiendo una resistencia cada vez más violenta a la esclavitud. Y por el otro, que algunas presiones favorables a la abolición provinieron de los plantadores que tenían sus plantaciones en zonas de reciente incorporación y que no tenían asegurado un abastecimiento regular de mano de obra negra, y que preferían mayores facilidades para la inmigración de trabajadores blancos. También eran importantes las manifestaciones de los sectores medios (incluidos algunos oficiales del ejército y burócratas) que querían vivir en una sociedad más moderna. Después de la abolición, muchos negros abandonaron las plantaciones donde trabajaban y emigraron básicamente a las ciudades y en un número menor a otras regiones agrarias. La dispersión de la población negra afectó a todo el país y por lo general ocuparon los estratos más pobres de la sociedad y su nivel de vida fue sensiblemente más bajo que el de los blancos.
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Abstracción americana, abstracción postpictórica, abstracción fría, pintura de borde duro (hard edge)... son algunas de las etiquetas que se utilizan para hablar de una serie de pinturas que se hacen en Estados Unidos en los años sesenta y que, como las etiquetas indican, suponen un cambio respecto al pictoricismo y al calor del expresionismo abstracto.Sin embargo, las raíces de esta abstracción fría, como las del expresionismo abstracto, vienen de Europa y de la otra vertiente del arte de las primeras vanguardias. Los expresionistas abstractos eran hijos del surrealismo, del automatismo psíquico, del subconsciente, del psicoanálisis, del azar... Los postpictóricos heredan los principios racionalistas y fríos de la Bauhaus -una escuela de diseño y arquitectura-, sus investigaciones sobre los elementos básicos del lenguaje abstracto: la línea, la forma y el color. El transmisor fue Joseph Albers, que se trasladó a América en 1933 cuando los nazis cerraron la Bauhaus.Albers, que había nacido en Alemania, enseñó en el Black Mountain College, de 1933 a 1949 y en la universidad de Yale entre 1950 y 1959, y mantuvo -en los años de mayor éxito del expresionismo abstracto- un modelo de abstracción diferente, basada en un racionalismo matemático que daría sus mejores frutos en esta generación que se manifiesta con fuerza en los sesenta, aunque ya en los cincuenta se venía insinuando dentro incluso del expresionismo abstracto dominante. Albers, cuyo papel en América se ha comparado al de Mies Van der Rohe en arquitectura, no busca la tercera dimensión, como la pintura tradicional, sino el espacio plástico sólido y concreto en dos dimensiones. Como ha escrito Argan "La concepción de Albers del espacio como integridad plástica del plano (profundidad-resalte) tuvo una importancia determinante tanto para la concepción del espacio en expansión -hacia acá del plano del cuadro- de Rothko como para la llamada corriente del hard-edge".Se trata de una pintura en la que la reflexión y el pensamiento priman sobre la acción -action painting se llamaba aquella- y la emoción, la medida sobre la desmesura, el control sobre el exceso. Para ellos pintar se convierte en una forma de interrogarse seriamente sobre la pintura y sus fundamentos, no sobre el yo que pinta. La sencillez de estos cuadros y su escala -algo que habían iniciado los expresionistas abstractos- la hacen muy impactante. Una de las mejores definiciones de esta abstracción postpictórica la hizo Ad Reinhardt, a propósito de uno de sus cuadros: "Un lienzo cuadrado (neutro, sin forma) con el toque de pincel retocado para borrar el toque de pincel, de superficie mate, plana, pintada a mano alzada (sin barniz, sin textura, no lineal, sin contorno nítido, sin contorno impreciso) que no refleje el entorno -una pintura pura, abstracta no objetiva, atemporal, sin espacio, sin cambio, sin referencia a ninguna otra cosa, desinteresada- un objeto consciente de sí mismo (nada inconsciente), ideal, trascendente, olvidado de todo lo que no es el arte...".El crítico Greenberg propone simplemente centrarse en los elementos básicos que constituyen la pintura: el soporte, las dos dimensiones y las propiedades del material que se utilice. Nada más. La pintura es un asunto visual y todo lo que no sea visual se rechaza -lo literario, lo simbólico, lo extrapictórico-. Con estas bases es Reinhardt el que mejor formula los principios rectores de la abstracción postpictórica en un artículo de 1957 titulado "Doce reglas para una nueva academia", que apareció en "Art News" y donde enuncia sus famosas frases "Más es menos y Menos es más. La primera regla y norma absoluta de las bellas artes y la pintura, que es el arte más elevado y libre, es su pureza. Cuanto mayor sea el número de usos, relaciones y suplementos que tenga una pintura, menos pura será. Cuantas más cosas encierre, cuando más ocupada esté la obra de arte, peor será. Más es menos". Pero también menos es más, porque un artista es más artista cuanto menos utilice las habilidades tradicionalmente consideradas artísticas.Se dieron a conocer oficialmente en 1963 y 1964 con dos exposiciones, una en Nueva York -Hacia una Nueva Abstracción- y otra en Los Angeles County Museum -Post-Painterly Abstraction (Abstracción postpictórica)-. Barnett Newman, Ad Reinhardt, Kenneth Noland, Morris Louis, Frank Stella y Ellsworth Kelly son los principales representantes de esta abstracción postpictórica, que, como todos los movimientos en nuestro siglo, es inseparable de la figura de un crítico. En este caso fue Clement Greenberg, que además dio nombre al movimiento en la exposición de Los Angeles, en la que estaban, entre otros, Kelly, Louis, Noland y Stella.
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Si no puede asignarse al tratado de Paleotti una importancia excesiva en la gestación del cambio estilístico y discursivo producido en la pintura boloñesa del Seicento, es evidente que algunas de sus propuestas sobre un arte convincente, fácil de entender por todos y fundado en la viva imitación de la verdad, encontraron una adecuada respuesta figurativa en el programa de la Academia de los Carracci.Más que simple coincidencia parece coherente respuesta formal a la propuesta teórica de Paleotti, el que en ese año de 1582, en medio de la honda crisis cultural del Cinquecento boloñés, Ludovico Carracci y sus primos Agostino y Annibale articularan una vía figurativa con la institución de una escuela, ubicada en su taller de Bolonia, conocida por "Accadernia del Naturale o del Disegno", y a partir de 1590 por "Accadernia degli Incamminati o Scuola dei Desiderosi, por el deseo que todos tenían de aprender" (Bellori).Aunque durante el Cinquecento florecieron asociaciones análogas, esta Academia no fue una más entre las creadas en Italia en casas de nobles o ricos protectores de las artes o en estudios de artistas para ejercer un control de la actividad artística o una enseñanza normativa imponente de un credo estético y formal, ni una bottega o taller que agotaba su labor en la trasmisión de procedimientos técnicos. Por el contrario, bajo la divisa: Contentione perfectus, fue una institución dinámica que dejaba en entera libertad a sus discípulos -considerados artistas con plena autonomía creadora-, abierta a cuestiones culturales (activos participantes en sus debates fueron el anatomista Lanzoni y el poeta Marino), auspiciando en dura polémica con el Manierismo una profunda renovación a partir de la reconquista, en clave lombarda, del vero naturale. Este giro siguió la vía de la Antigüedad y, sobre todo, la del primer Cinquecento, retomando la tradición nórdica de Correggio y la pintura veneciana del siglo XVI, no para propiciar una imitación intelectualizante de sus modos estilísticos, sino para favorecer el reencuentro con su proceso creador. Nunca se trató de un eclecticismo fácil, ni tampoco de una académica actitud retrospectiva (doctrinal y arqueologizante) ante los hitos del primer Cinquecento. Fue, más bien, una posición evocativa, casi romántica, ante la tradición clásica de la pintura italiana. Negando el tono elitista de la pintura manierista y sus rebuscados modos, así como su dudosa dialéctica, se empeñaron en una moralidad operativa, que se tradujo en una producción figurativa más comprensible, comunicativa y didascálica.Para ello asentaron como principio programático el estudio de la verdad natural, la realidad como modelo, llegando a descubrir (como Caravaggio, pero de modo distinto) el valor artístico de lo humilde y lo feo, contribuyendo a la formación de la estética del brutto. La diferencia estriba en que para Caravaggio la verdad se convierte en el propio fin de la pintura, sin mediación alguna, mientras que para los Carracci el filtro de la historia, de la tradición renacentista, se interpone entre el estudio de la verdad natural y la elaboración del diseño y del cuadro. De ahí que en sus obras se aprecie una sorda tensión dialéctica entre realismo natural y clasicismo ideal, entre su deseo de adhesión a la realidad y su intento de creación de un gran estilo clásico. No es casual que sus búsquedas de la verdad natural, incluida la popular y grotesca, les hiciera valorar su lado cómico, como opuesto a lo serio, y descubrir los ritratti carichi (retratos cargados), confeccionados a partir de exagerar o deformar un rasgo fisionómico, definiendo con sus diseños -Annibale, antes que Agostino (Munich. Staatliche Graphische Sammlung)- la noción de caricatura, entendida como género artístico.Aun no conociendo con certeza el programa de los Carracci, en la Academia boloñesa, aparte de darse gran valor a la formación global de sus miembros, siguiendo la tradición renacentista, el acento se puso en la actividad pictórica de cada miembro, fundada en el ejercicio diario del diseño y en la práctica visual cotidiana sobre cualquier aspecto de la realidad, desde el más humilde objeto al más noble. De continuo se pasaba de la teoría a la praxis para que la mano, bajo el control permanente del ojo y la razón, se ejercitara hasta no tener ninguna dificultad operativa. Infatigables, "comían y al mismo tiempo dibujaban: el pan en una mano, en la otra el lápiz o el carboncillo" (Malvasia). Cada uno era libre de interpretar los temas según su sentir y temperamento, ejecutar un asunto del repertorio tradicional o inventar uno nuevo, y hasta plantear en sus personajes un sentimiento o matiz emocional novedoso.Una enseñanza tan libre en el obrar y nada dogmática, tan poco académica, abrió nuevos horizontes a los artistas más jóvenes al permitirles un abanico de experiencias diversas y contradictorias. De la Academia boloñesa surgieron un sinnúmero de pintores de distinto talento y opuesta personalidad, como Mastelletta, Tiarini, Massari y Cavedone, Cantarini o Schedoni, Bonone o Scarsellino, pero sobre todo Domenichino, Albani, Reni e, indirectamente, Guercino y Lanfranco. De su modernidad pedagógica da testimonio (poco sospechoso) el que Goya (Dictamen sobre el Estudio de las Artes, 1792) eligiera a Aníbal Carche como modelo de profesor de pintura, porque "con la liberalidad de su genio, ... dejaba a cada uno correr por donde su espíritu le inclinaba, sin precisar a ninguno a seguir su estilo ni método".Al parecer, hasta que Annibale marchó a Roma en 1595 (Agostino lo haría dos años después), Ludovico, el mayor en edad y el más artesano, asumió las funciones directivas y organizativas; Agostino, el de menos talento, pero el más culto, fue el teórico programático, encargándose de las clases de perspectiva, arquitectura y anatomía; y Annibale, el más abierto de espíritu, de fantasía creadora ilimitada, enseñó diseño y pintura. Aunque participaron del mismo compromiso pedagógico e ideal estético, pintaron mucho en colaboración e intercambiaron consejos e ideas, tanto que -al acabar los frescos del boloñés palacio Magnani- indujo a Malvasia, su crítico doméstico, a poner en boca de los primos la frase: "Ella es de los Carracci, la hemos hecho todos nosotros", en la distribución de las tareas en la Academia boloñesa están delineados el distinto carácter de cada uno y su muy diverso nivel artístico.
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Las academias constituyen un modelo de institución artística poco conocido y, quizás por ello, escasamente valorado. A ello no son ajenos, sin duda, los prejuicios acuñados durante el siglo XIX -sobre todo en su segunda mitad-, debido al comportamiento de las corporaciones académicas que funcionaron en aquel período. Como consecuencia de ello llegaron a convertirse en sinónimo de instituciones regresivas, coercitivas de la libertad de creación artística e instrumento de la regulación oficial del gusto. Sin embargo, hasta ese momento habían jugado un papel bien distinto en el desarrollo y dignificación de la profesión del artista. Efectivamente, las academias de artistas nacen como consecuencia de la necesidad sentida por sus creadores de configurar una institución diferenciada de los gremios, cargados de connotaciones medievalizantes y representativos de los oficios caracterizados como mecánicos. Por esta razón éstos fueron siempre aborrecidos por los artistas, los cuales, en todo momento anhelaron el status de liberales que les había hurtado la tradición clásica. Frente al gremio, que trataba únicamente de regular las relaciones laborales de los oficios, los artistas plantearon una alternativa institucional, por medio de la cual intentaron obtener un triple objetivo. El primero de ellos, que de por sí la separa radicalmente del gremio, lo constituye la necesidad de establecer sesiones periódicas entre los académicos donde se traten problemas de un marcado carácter teórico. Esta situación está provocada por las modificaciones que se produjeron en la concepción de la pintura, que propicia la discusión de asuntos que nada tiene que ver con los antiguos tratados versados en problemas surgidos de su práctica, como son las combinaciones de colores, la composición de las pinturas, etcétera. En las nuevas academias priman preferentemente los temas de naturaleza especulativa, como el de la nobleza de la pintura y la superioridad de la pintura sobre la escultura, entre otros. La segunda finalidad que justifica la aparición de las academias está directamente relacionada con la enseñanza de los pintores. Los nuevos académicos rechazan, por lo general, los procedimientos tradicionales. Por medio de ellos el futuro pintor ingresaba como aprendiz en el taller de un maestro, en el cual llevaba a cabo labores que poco o nada tenían que ver con materias estrictamente artísticas. Después de un largo aprendizaje en estas condiciones, era examinado por un jurado compuesto por miembros del gremio que tenían la potestad de otorgarle el título con el cual ejercer la profesión de pintor, al mismo tiempo que el ingreso en el gremio. Este título tenía un carácter restringido, en el sentido de que el nuevo pintor podía abrir su taller sólo en el ámbito territorial en el que el gremio tenía jurisdicción -recuérdese el famoso pleito entre Zurbarán y Alonso Cano, al intentar transgredir el primero la norma referida-, y sólo podía realizar pintura del género para el cual se había examinado. Es fácil comprender que este modelo de educación plenamente medieval debía repugnar a los espíritus formados bajo las nuevas ideas. Por ello, este procedimiento de abajo arriba fue sustituido por otro en el que los nuevos pintores empezaron siendo alumnos y no sirvientes. Comenzaron a ser impartidas clases tanto teóricas como prácticas en las que participaron los virtuosos. Al mismo tiempo, los nuevos procedimientos educativos dignificaban la enseñanza y, consecuentemente, la actividad del artista. A partir de ahora, éstos se ahorraban el vejatorio recuerdo de haber sido sirvientes antes que pintores. Por otra parte, las academias intentaron monopolizar la capacidad para otorgar títulos. Esta es sin duda una de las modificaciones más importantes, ya que, no sólo ejercían un control ideológico sobre la profesión -puesto que sólo sería pintor aquel que cumpliera los requisitos impuestos por los criterios de los académicos-, sino que además se convertía en un arma de extraordinario poder, al otorgar o negar a su voluntad la posibilidad del ejercicio del arte de forma profesional. En este sentido, el papel jugado por las academias en la consideración de las bellas artes como fenómeno nacido del espíritu -artes liberales- y no como labor realizada con las manos -artes mecánicas- fue sencillamente decisiva. Al mismo nivel, al menos, que los otros dos responsables de la modificación en la consideración social del arte: los pleitos suscitados en defensa de la pintura y los tratados artísticos, que conjuntamente configuraron el soporte teórico de todo este proceso. Las academias son instituciones nacidas en el ambiente artístico italiano. En justicia hay que considerar a Leon Batista Alberti como un precursor extraordinariamente lúcido de planteamientos a este respecto, que sólo alcanzarían pleno desarrollo durante el siglo XVI. La defensa emprendida por Alberti se centraba básicamente en la superación de una situación medievalizante, que establecía una identificación laboral entre los artistas y los artesanos, confundiendo ambos colectivos en una institución común: el gremio. A partir de Alberti muchos otros fueron los autores que, como se ha indicado, se empeñaron en la empresa de la dignificación social del arte. Estos centraron básicamente su argumentación en la repulsa de la concepción medieval, todavía vigente, por medio de la cual los trabajos realizados con las manos -las artes mecánicas merecían menor consideración que las actividades que no requerían ningún trabajo físico. Después de Alberti muchos fueron los autores que incidieron sobre este mismo problema, configurando progresivamente una nueva visión del trabajo realizado por los artistas y por el componente intelectual que requería su ejecución. Así, Leonardo, Vasari, Zuccaro, Lomazzo y otros, insistieron en el carácter intelectual de la pintura, asumiendo un nuevo espíritu presidido por el ansia de promoción social. Esto es un repudio del gremio como institución que representa a los pintores lo que, unido a la modificación de los principios de la pedagogía artística, dio como resultado la necesidad de una nueva institución. Sería distinta del gremio y con ella los nuevos artistas podrían sentirse identificados. Esta institución es obviamente la academia. Parece conveniente reseñar que la academia no fue nunca el origen de los cambios en la estructura social que dieron cómo consecuencia la modificación en la consideración de los artistas. Estos cambios precedieron a la creación de las primeras academias. Sin embargo, esta nueva institución sirvió, sin duda, para potenciar y difundir las ideas que propiciaron su creación. Por ello, éstas se erigieron rápidamente en el principal baluarte de la defensa de la inclusión de la pintura entre las artes liberales. Desde este punto de vista el mero surgimiento de las academias artísticas debe ser considerado ya como una prueba del nuevo espíritu naciente. Por un lado, creaba definitivamente distancias insalvables con respecto a otras actividades artesanales que, debido a la carencia de una vertiente teórica en su actividad, no fueron capaces o no sintieron la necesidad de deslindarse del gremio, que englobaba las actividades artesanales. Por otra, colocaba a la pintura al mismo nivel que otras actividades de reconocido prestigio, como era el caso de la poesía o las matemáticas, pertenecíentes en ambos casos al colectivo de las artes liberales.
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La inesperada crisis de Gobierno de febrero de 1957, considerada como una verdadera crisis de Estado por los derrotados falangistas, trajo consigo una profunda remodelación de la clase política del régimen de Franco. No sólo cambiaron doce de los dieciocho ministros, sino que las salidas de Girón o Martín Artajo y la marginación de Arrese pusieron fin a toda una época. Aparentemente, el tradicional juego de contrapesos entre las familias políticas siguió funcionando pero, en realidad, la mayoría de los nuevos ministros tenía un perfil sobre todo franquista. En otras palabras, nuevos ministros tan significados como José Solís, Fernando Castiella o Mariano Navarro Rubio tenían unas experiencias políticas complejas que hacían difícil su encasillamiento en una única familia política tradicional del franquismo. Por ejemplo, el nuevo ministro del Movimiento, delegado de Sindicatos desde 1951, era sobre todo un jurídico militar, de familia terrateniente, falangista sólo desde la guerra civil. El caso de Mariano Navarro Rubio, ministro de Hacienda, cabeza del Plan de Estabilización de 1959 y adscrito al llamado sector tecnócrata, es otro ejemplo de pertenencia matizada a una de las familias franquistas tradicionales. Miembro de Acción Católica y jurídico militar, terminó iniciando su carrera profesional en el seno de los Sindicatos del Movimiento. Navarro Rubio fue director de la Escuela Sindical y procurador desde 1948, desempeñando una vicesecretaría de la OSE. Entusiasta de la teoría de la participación social, de tinte socialcristiano, Navarro defendió públicamente tras su salida del Gobierno en 1965 la idea de un cierto pluralismo político. Por lo que se refiere a otros ministros importantes como Fernando Castiella o Manuel Fraga, desde 1962, tenemos itinerarios políticos cuyos meandros también dificultan el encasillamiento dentro de familias políticas como la monárquica, la nacional-católica, la tradicionalista o la falangista.
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Hasta hace pocos años, muchos autores defendían que las primeras ciudades habían surgido en España como consecuencia de la conquista y colonización romanas. Se aceptaba así mismo que este proceso se había adelantado en los asentamientos coloniales fenicios y griegos, cuya posible funcionalidad como centros urbanos formaba parte de un fenómeno independiente. Las investigaciones recientes plantean la realidad de una forma bastante distinta, e incluso autores como M. Bendala, llevan la génesis del urbanismo -en su pleno sentido- a los grandes poblados del Bronce Final Tartésico. A. Balil señaló, en su día, que la política urbanizadora de Roma en Hispania se caracterizó más por la valoración de las ciudades preexistentes que por el estímulo y la fundación de nuevas ciudades.Por nuestra parte, en un trabajo conjunto con los profesores Abad, Bendala y Fuentes, señalamos cuáles eran a nuestro juicio, los planteamientos de Roma en materia de urbanística después de la conquista, y sus efectos sobre las culturas locales. Los principios que rigieron la actuación romana se pueden enunciar de la siguiente manera: - Aprovechamiento selectivo de las grandes aldeas y poblados fortificados tanto del Sur, Levante y Meseta (oppida) como del NO peninsular (castros y citanias). - Unificación de varios centros de menores dimensiones y entidad en uno solo, o bien, vinculación jurídica y administrativa de centros más modestos a otro principal del que dependen como entidades contributas. Esta forma de aglutinación, equivalente al sinecismo que se dio en las poleis griegas, recibe el nombre de contributio. Dicho sistema conllevaba, en ocasiones, la creación de un nuevo centro urbano, bien de nueva planta o bien mediante la reorganización del principal de los núcleos integrantes. - Roma aplicó también en Hispania la fórmula de la dípolis, es decir, la creación de una ciudad adosada o próxima a un núcleo preexistente. Estas ciudades dobles, que en Hispania tienen su máximo exponente en Emporiae (Ampurias), solían fundirse después en una sola entidad urbana. - La última fórmula, a la que Roma acudió en menor escala, fue la creación de ciudades ex novo.