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No vamos a encontrar en la Italia septentrional, de los primeros momentos del románico, estructuras arquitectónicas importantes. Las obras que conservamos se refieren a pequeños espacios de funciones muy limitadas que aparecen incluidas en construcciones posteriores. En este tipo de monumentos debemos incluir las dos criptas-deambulatorio de la catedral de Ivrea y San Esteban de Verona. Las fábricas de relativo tamaño de las que tenemos noticia eran de arquitectura bastante elemental; sólo tardíamente, cuando hace muchos años que se han difundido por la geografía europea importantísimos monumentos plenamente codificados en el nuevo estilo, empezaremos a tener noticia de su existencia en tierras italianas. El 2 de julio de 1007, tiene lugar la dedicación del templo de San Vicente de Galliano, al sur del lago de Como. Aunque ha llegado a nosotros mutilado, conocemos su estructura: tres naves y un ábside semicircular elevado sobre una cripta de columnas y bóvedas de arista. Lo único que anuncia el nuevo estilo es el empleo de las conocidas bandas lombardas del exterior del ábside. Una serie muy numerosa de edificios, con una cronología discutida, adoptarán la misma decoración, pero sin recurrir a grandes complejidades espaciales y mucho menos al abovedamiento total. Iglesias como Santa María Mayor de Lomello y la antigua catedral de Como, de plena mitad de siglo, todavía mantienen su nave central con cubierta de madera, mientras que el resto se cubre con aristas. Tan sólo a partir de la segunda mitad de la centuria, por influencia foránea, se aprecian las soluciones de la arquitectura monástica cluniacense: catedral de Acqui, consagrada en 1067, el mismo año en que la iglesia de San Abbondio de Como estaba en construcción. Los campaniles italianos son una de sus creaciones más originales. Eran torres-campanario aisladas, de forma rectangular o redonda. Una de las más antiguas es la conocida como torre de los monjes de San Ambrosio de Milán, datada a finales del X, hoy incorporada a la fachada. El empleo de estos campanarios se prolongará bajo formas totalmente inerciales durante siglos.
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En Italia la fórmula política de Gobierno que se siguió practicando en los años sucesivos a la desaparición de De Gasperi fue, con matices, idéntica aunque en ocasiones el apoyo de los partidos laicos fuera externo al Gobierno. No obstante, el talante de algunos de los sucesores de De Gasperi, como Pella, Scelba y Segni fue más conservador. En el período entre 1953-1958 hubo seis Gobiernos, lo que testimonia una inestabilidad que venía multiplicada por el hecho de que en la Democracia Cristiana se hicieron presentes hasta cinco corrientes distintas. Éste fue el período en que el partido, bajo la secretaría de Fanfani, se organizó, vertebrando masas ciudadanas gracias a sus vínculos con la Acción Católica, que disponía de más de dos millones y medio de afiliados, y merced a una amplia penetración en la vida social a través, por ejemplo, de la asociación de cultivadores directos en el medio rural. Tras la desaparición de De Gasperi y la retirada de otro de los grandes líderes de los momentos fundacionales, Dossetti, se produjo un importante relevo generacional. En esa segunda generación de dirigentes democristianos la preocupación social se acentuaba y ello, sin duda, contribuyó a facilitar en el período posterior la llamada "apertura a sinistra". Sin embargo, otros factores contribuyeron también a prepararla. Los comunistas experimentaron una primera crisis como consecuencia de la invasión soviética de Hungría en 1956. Togliatti, sin duda por entonces el líder más destacado del comunismo en la Europa occidental, acuñó la tesis de que existía una "vía italiana al socialismo" para desvincularse de lo que venía sucediendo en el Este de Europa pero era todavía demasiado pronto como para que ese tipo de heterodoxia fuera aceptada por las fuerzas democráticas y, por tanto, el PCI permaneció aislado. Más decisiva fue la evolución experimentada por el Partido Socialista que, como consecuencia de la política unitaria seguida por Nenni, había perdido el primer puesto en el seno de la izquierda italiana y, con él, el peso determinante en el mundo sindical. Ya en 1955, Nenni se dijo partidario de la ampliación de los Gobiernos democristianos hacia la izquierda. Ese mismo año hubo una premonición de que así podía producirse cuando el candidato oficial de la DC a la presidencia de la República fue sustituido, gracias a los votos "laicos" y socialistas, por un representante de la izquierda del partido, Giovanni Gronchi. En términos políticos, el final de la época de los cincuenta representó, por la inestabilidad y la sensación de que los demócratas cristianos no querían apoyarse en la derecha pero tampoco se decidían a colaborar con la izquierda, una fase de transición. A estas alturas, por otro lado, estaba resuelta de manera definitiva la cuestión del alineamiento de Italia con el mundo occidental. En octubre de 1954 quedó definitivamente solucionada la cuestión de Trieste que había hecho reverdecer tensiones nacionalistas de antaño. El apoyo occidental contribuyó en una proporción significativa a que Italia obtuviera la mayor parte de la población y del territorio en disputa. El reparto con Yugoslavia se hizo atendiendo a la frontera lingüística y étnica y resolvió la última cuestión pendiente de la etapa bélica. Por otro lado, ya habían desaparecido los últimos temores de los aliados occidentales respecto a Italia. Truman, por ejemplo, había llegado a juzgar a Italia como un país poco merecedor de ser aliado y al que, por tanto, no cabía otorgar ningún papel relevante en el sistema de alianzas defensivas occidentales. Esa posición coincidía con actitudes de fondo respecto a la política exterior de una parte de los grupos políticos italianos que tenían una vocación neutralista o de ausencia de compromiso con una gran potencia. Sin embargo, la política de De Gasperi muy pronto se identificó con el mundo occidental y, bajo la égida del ministro de Exteriores, Conde Sforza, ya desde 1949 se alineó con la OTAN y desde 1952 con la Comunidad del Carbón y del Acero, de la que surgiría el Mercado Común. No se puede decir que De Gasperi fuera un europeísta tan temprano como Schumann o Adenauer, pero se incorporó a tal ideario a la altura de comienzos de los años cincuenta. Es significativo que el tratado fundacional del Mercado Común fuera suscrito en la propia Roma en marzo de 1957, como reconocimiento al papel desempeñado por Italia en la gestación de la unión económica. Con el transcurso del tiempo se fue produciendo una evolución del resto de los grupos políticos no pertenecientes a la coalición gubernamental hacia posiciones semejantes. En 1955 los socialistas aceptaron la OTAN y aunque se abstuvieron en lo relativo al Mercado Común aceptaron, sin embargo, el Euratom. Los propios dirigentes sindicales de inspiración comunista no tenían inconveniente en considerar positiva la nueva organización, a pesar de que el PCI la identificaba con el capitalismo. El Mercado Común constituye una de las razones que permiten explicar el desarrollo económico italiano a partir de finales de los años cincuenta, celebrado como si se tratara de un auténtico "milagro". El volumen y la rapidez del crecimiento italiano durante la época merecen, sin duda, tal denominación puesto que entre 1958 y 1963 la tasa anual de crecimiento, del orden de casi el 7%, fue algo superior a la alemana y sólo inferior en todo el mundo a la japonesa. Hasta el período abierto con esa primera fecha el crecimiento había permanecido alrededor del 5%. Toda una serie de precondiciones contribuyeron a hacer posible el despegue italiano. Hubo, en primer lugar, un período de reconstrucción en que se combatió la inflación y se estabilizó la moneda. De Gasperi siempre consideró que debía dejar en manos de economistas liberales la cartera de Hacienda y eso fue, en definitiva, lo que hizo al entregársela a Einaudi: era la forma de asociar al tripartito un cuarto partido (el del dinero). De esa manera, se asentaron las bases de una economía de mercado pero hubo también otros factores coadyuvantes. El primero de ellos fue la aportación de la ayuda americana a través del Plan Marshall. Italia recibió algo más del 10% del monto total de esa ayuda, cifrable en unos 3.500 millones de dólares en el período 1943-1952, de los que la mitad eran donativos. Eso permitió iniciar la reconstrucción y emprender una serie de inversiones en las áreas más deprimidas. La "Cassa del Mezzogiorno" pudo renovar las infraestructuras del Sur deprimido. La reforma agraria desarrollada en algunas zonas del Sur (principalmente, en Calabria) afectó a unas 750.000 hectáreas y supuso la instalación de 110.000 familias pero el verdadero cambio en el medio agrícola se produjo como consecuencia de la masiva emigración del campo a la ciudad. A comienzos de los sesenta, aun habiendo aumentado la productividad agrícola, el mundo agrario sólo representaba el 13% de la renta nacional. El crecimiento italiano fue producto de una serie de factores que van desde la existencia de una mano de obra barata hasta la apertura de la economía a los mercados exteriores gracias a la desaparición del proteccionismo. Entre 1950 y 1970 se ha calculado que mientras la renta francesa y británica sólo crecía un tercio la italiana se multiplicó por 2.3. El papel del Estado en este proceso fue importante y, al mismo tiempo, peculiar. Contribuyó a crear la infraestructura necesaria en el Sur a través de inversiones pero también gracias a las empresas públicas procedentes del intervencionismo de la era fascista. El IRI (Instituto de Reconstrucción Industrial) era la segunda empresa europea y gracias a la reforma de la siderurgia proporcionó los instrumentos para disponer de ese acero barato que hizo posible la civilización del Fiat 600. Una modesta empresa de explotación del gas del Valle del Po se convirtió en una gigantesca corporación petrolífera capaz de obtener en buenas condiciones yacimientos a explotar en el Medio Oriente (ENI=Ente Nazionale dei Idrocarburi). Pero el crecimiento industrial italiano no fue obra tan sólo de gerentes de empresas públicas sino también de grandes empresas privadas dedicadas a la exportación, aparte del consumo interior (además de la FIAT, el material de oficina de Olivetti o los electrodomésticos de Zanussi). El resultado fue impresionante, afectando a la sociedad italiana de manera decisiva. El cambio más espectacular estuvo constituido por la modificación en la distribución de la población. En los años cuarenta y cincuenta la emigración trasatlántica ofreció un saldo negativo superior al millón de personas; después de esta fecha la emigración se dirigió principalmente a Europa, en especial a Alemania y Suiza. Más decisiva todavía fue la que tuvo lugar desde el medio rural al urbano: en la década de los cincuenta más de diez millones de italianos cambiaron de residencia. El espectáculo de los cambios sociales producidos como consecuencia de este proceso migratorio se aprecia, por ejemplo, en la película de Visconti Rocco e i suoi fratelli. Mientras tanto, desde fines de los años cincuenta comenzaron a apreciarse indicios de cambios importantes en la Italia política. Las elecciones de 1958 supusieron un retroceso de esas tendencias de extrema derecha surgidas a comienzos de la década. Tanto la Democracia Cristiana como el Partido Socialista incrementaron levemente su votación mientras que el Partido Comunista parecía estancado. Pero lo más significativo desde el punto de vista político fue el hecho de que resultara creciente la influencia de los sectores de izquierda en el seno del primer partido y de aquellos que no querían ningún contacto con los comunistas en el segundo. Ambos hechos nos remiten a la posterior evolución de la política italiana.
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<p>En el mes de septiembre de 1939 Italia, a pesar de pertenencia al Pacto de Acero, no había optado por asumir iniciativa alguna en la guerra que se había iniciado. Esta decisión había producido una generalizada sensación de alivió en el país. Incluso los sectores dirigentes del régimen no apoyaban en principio la participación en el conflicto junto al aliado alemán. Sin embargo, muy pronto los rápidos progresos de la "guerra relámpago" habían de impulsar posturas muy diferentes, que llevarían a Mussolini a la adopción de actitudes definidas por el más manifiesto oportunismo. Sin embargo, las condiciones materiales en que el país se encontraba en esos momentos no hacían sino justificar plenamente toda dilación a una entrada inmediata en el campo de las hostilidades. Para entonces, Italia comenzaba a recuperarse de los nefastos efectos de la crisis económica de 1929, e incluso el sistema dictatorial había recogido importantes apoyos entre la población, debido sobre todo a ese incipiente resurgimiento económico. Por otra parte, las relaciones establecida por el Reich, reflejadas en los papeles encarnados por los respectivos dirigentes, halagaban a los italianos. En efecto, hasta el momento del comienzo de la guerra Mussolini era considerado maestro ideológico de Hitler, ya que éste todavía no había comenzado a manifestar el sentimiento de superioridad que a partir de entonces constituiría la tónica dominante en sus mutuos contactos. Junto a esto, la deficiente organización de las fuerzas amadas se manifestaba de forma general, aun contando con la presencia de positivos elementos dentro del ámbito de la marina y aviación. Pero incluso estos sectores se veían afectados por carencias estructurales, de las cuales el desastroso estado del ejército de tierra era el mejor exponente. El anacronismo más manifiesto era el rasgo definitoria de esta organización castrense, en nada susceptible de una utilización eficaz en un conflicto de índole moderna. Al igual que el ejército francés, el italiano estaba imbuido de unas concepciones mentales que lo convertían en un inútil conglomerado de hombres y armas frente a las nuevas formas de la guerra de movimientos, fundamentada en la masiva utilización de carros de combate. Llegada la primavera de 1940, los altos jefes militares habían comenzado a constatar con claridad los evidentes deseos de Mussolini por entrar en la guerra al lado de su poderoso aliado. Pero de hecho era evidente que Italia no podría soportar materialmente un enfrentamiento bélico que se prolongase más allá de escasas semanas. Por otra parte, la situación de no beligerancia que el Gobierno había adoptado estaba beneficiando de forma sensible a los grandes negocios, destinatarios de una gran cantidad de solicitudes de envío de materiales que precisaban los países en guerra. Por todas estas razones, incluso destacados jerarcas del régimen fascista, como el ministro de Justicia, Dino Grandi, propugnaban una declaración de neutralidad, que delegaría todavía en mayor medida a Italia de los rumbos emprendidos por el Reich. Sin embargo, las espectaculares victorias obtenidas por la Wehrmacht no dejarían de producir sus efectos sobre la sociedad italiana en general y entre sus niveles dirigentes en concreto. Ante una Alemania que se presentaba como invencible, para muchos comenzaba a parecer absurdo mantenerse al margen de una empresa que solamente parecía ofrecer importantes e inmediatos beneficios. Acompañar al vencedor del momento se presenta de esta forma como una posibilidad que progresivamente va ganando adeptos en los círculos decisorios, llegando a afectar al mismo rey Víctor Manuel. El Duce, por su parte, se encuentra ya convencido por completo de la rapidez con la que la guerra va a concluir. Por ello pretende evitar perder las oportunidades que una actitud siquiera limitada especialmente podría reportarle.</p>
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Aparte de otros lugares de Francia, la arquitectura representativa del poder napoleónico contó con edificaciones significativas en el extranjero, y especialmente en Italia, una anexión temprana y muy ambicionada desde el punto de vista cultural. Aunque no llegó a construirse, el más monumental de los proyectos italianos de este momento fue la reforma urbana planificada a partir de 1806 por Giovanni Antonio Antolini (1754-1842) en Milán: el Foro Bonaparte. Las colosales dimensiones de esta plaza circular en torno al Castello Sforzesco y los numerosos edificios públicos que incluía el proyecto lo hicieron poco viable y lo redujeron a un plan visionario. El monumento de representación napoleónica que sí se erigió en Milán fue el que luego se llamaría Arco della Pace, del arquitecto Luigi Cagnola (1762-1833). Se comenzó su construcción en 1807, con un diseño que recreaba, como los arcos triunfales de París, el monumentalismo conmemorativo romano, probablemente con el modelo del Arco de Constantino. Cuando se terminó en 1838 la decoración escultórica de P. Marchesi ya se había convertido en monumento nacionalista lombardo.Otra intervención urbana destacada y llevada felizmente a término fue la remodelación de la Plaza de San Marcos de Venecia. Se derribó en 1807 la iglesia de San Zimignan y en 1810 se levantó en su lugar la denominada ala napoleónica, según el sopesado proyecto de G. M. Soli (1745-1822), que consiguió completar con extraordinario virtuosismo esta plaza histórica. Entre los arquitectos italianos de este momento encontramos un singular respeto, al tiempo que una marcada sensibilidad, por los monumentos de la propia tradición y por los conjuntos urbanos históricos que se proponen enaltecer. El arquitecto romano Giuseppe Valadier (1762-1839) trabajó en la restauración de monumentos con fidelidad histórica. Aunque realizó algunos edificios propios, descuella fundamentalmente por sus remodelaciones y embellecimientos del entramado urbano de Roma. Su intervención más afamada es la reforma de la Piazza del Popolo, proyectada en época de Napoleón, pero que no se ejecutará sino en el momento de la Restauración, con Pío VII, entre 1816 y 1820.Durante el sometimiento de Nápoles a José I y al general Murat se inician algunas reformas significativas en esta ciudad. El francés E. C. Leconte (1762-1818) intervino en las remodelaciones del Palacio de Caserta y de la Opera de San Carlo (1809), luego reformada por Antonio Niccolini (1772-1850). Pero en el Nápoles de Murat sobresale el acierto de la construcción comenzada por Leopoldo Laperuta en 1808 y completada por Pietro Bianchi (1787-1849) durante la Restauración borbónica: la columnata abierta para una plaza porticada que después, con Fernando I, se convertiría en ambiente sacro emblemático con la iglesia de San Francesco di Paola (1816-24).Es de destacar en cualquier caso la continuidad y resonancia que conocen los proyectos napoleónicos de construcción en la época de la Restauración. Cuando la casa Saboya retorna a Turín se hace erigir en esta ciudad la iglesia de la Gran Madre di Dio, cuyos planos se encargaron a F. Bonsignore (1767-1843), y se abre la plaza Vittorio Veneto, un gran espacio porticado diseñado por Giuseppe Frizzi (1797-1831). Ambos proyectos fueron trazados en 1818 y denotan continuismo con respecto a los principios de representación clásica rigorista -a su vez de ascendencia italiana- del período de Bonaparte. Con todo, desde el punto de vista ideológico son el nacionalismo y la involución sus rasgos característicos. Esto fue un comportamiento generalizado después de 1815 en una Europa papista y que parecía haber extraviado sus altares y sus crucifijos al sobresaltarse con el paso de las tropas francesas.En la Roma posnapoleónica otra realización importante, además de la de Valadier, fue la galería de escultura conocida como el Braccio Nuovo del Vaticano. Obra comenzada en 1817 por Raffaelo Stern (1771-1820), constituye otro de los exponentes más llamativos en la tradición de construcciones museísticas que se inicia en esta época en toda Europa. Pero entre los arquitectos italianos de este período destaca por su originalidad Giuseppe Japelli (1783-1852). Japelli era discípulo de G. Selva (1751-1819), el francófilo remodelador del teatro La Fenice de Venecia, y diseñó, especialmente para Padua, interesantísimos proyectos que no se llevaron a cabo. El Café Pedrocchi (h. 1816-34) que construyó en Padua es una de las obras más singulares del romanticismo clasicista por sus combinaciones de escala y por su rara elegancia. Incluso se le añadió en el año 37 un ala neogótica, una verdadera excepción en el panorama italiano. Se trata de un edificio entre palaciego y templario, pero destinado a cumplir sus funciones como lugar de charla y consumo burgués.Construcciones como las de Padua ponen de relieve que centros alejados de los grandes focos de la nueva arquitectura no cuentan necesariamente con obras de calidad menor. Esto se debe a la riqueza de las fuentes del rigorismo clasicista italiano, y a que la tradición abierta en el siglo XVIII orientada a la recuperación del purismo clásico había concluido ya muchos capítulos y se encontraba en un momento de afianzamiento al tiempo que había ganado nueva capacidad interpretativa. En la periferia europea encontramos igualmente los signos de madurez de este lenguaje arquitectónico purista.
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En el mes de octubre de 1940, Mussolini lanzó un ataque contra Grecia en busca de unas finalidades más políticas que económicas o estratégicas. Italia se había mantenido durante los primeros meses del conflicto generalizado en un oscuro segundo plano que su dirigente consideraba humillante. Así, a los frustrantes resultados obtenidos por el breve y oportunista enfrentamiento tenido con Francia, se habían venido a unir unas no mejores campañas realizadas en las colonias Libia y Abisinia. De esta forma, el sentimiento de amargura y fracaso se manifestaba entre los altos niveles del fascismo, actuando como elemento impulsor de la decisión del Duce. Pero en el conjunto de la Europa dominada ya por el poderío alemán, a Italia le quedaban escasos espacios de actuación, a menos que fuese a la sombra de su poderoso aliado. No pudiendo volverse hacia el norte o el oeste, Mussolini se vio obligado a mirar hacia el este, donde ya contaba con la posesión de Albania. La ocupación de este país había constituido para la propaganda del régimen una importante victoria. Pero ahora el Duce pretendía ir más lejos, y consideraba la posibilidad de atacar y conquistar de forma igualmente rápida a Yugoslavia o Grecia, en la creencia de que se trataba de países débiles y por tanto fáciles de dominar. El país elegido de entre los dos será Grecia, que conservaba estrechos lazos con las potencias occidentales; Yugoslavia, por el contrario, se contaba entre los países destinados a convertirse en verdaderos títeres de Berlín mediante su inclusión en el Pacto Tripartito. Grecia se regía por entonces según las formas de un sistema dictatorial personificado en la figura del general Metaxas e imitador de los modelos alemán e italiano, aunque sin alcanzar los rigores de éstos. Con todo, las relaciones que mantenía con Francia y Gran Bretaña habían impedido hasta entonces que se manifestase una mayor aproximación a las potencias del Eje por parte del dictador heleno. En abril de 1939, tras el ataque a Albania, las potencias occidentales habían garantizado de forma expresa la integridad del territorio griego. Ante esto, Roma había adoptado una conducta amistosa, ya que no se consideraba en condiciones de enfrentarse a ellos de forma abierta. Más tarde, con el inicio de las hostilidades, Atenas había declarado su neutralidad, al tiempo que se preparaba para una posible entrada involuntaria en el conflicto, sobre todo a partir de la caída de Francia y el inicio de la batalla de Inglaterra. Sin embargo, los actos de provocación realizados por los italianos en la zona del Adriático no habrían de cesar ya, decidido el Duce a emprender lo antes posible una campaña que imaginaba rápida y fácil. En septiembre de 1940, Grecia decretó la movilización general de sus efectivos, al tiempo que Metaxas trataba de conseguir que Hitler actuase como moderador de las ansias agresivas de su aliado. Berlín, de hecho, apoyaba esta idea del primer ministro griego, ya que no veía la necesidad de abrir un frente en una zona que se hallaba perfectamente controlada. Los regímenes de la región danubiano-balcánica admitían la calificación de filofascistas, y se hallaban totalmente sujetos por la voluntad del Reich, por lo que era innecesario que éste actuase en contra de los mismos. Al no contar con la aquiescencia del Führer, Mussolini todavía no se atrevía a actuar, pero la entrada de tropas alemanas en Rumania con el fin de proteger los pozos petrolíferos la impulsaría finalmente a ello. De esta forma, podría llevar a cabo en solitario una experiencia expansionista que le rehabilitase tanto ante su pueblo como de cara a su aliado. Muchos de los dirigentes fascistas se encontraban convencidos de que Grecia podría ser liquidada en el plazo de pocas semanas. Apoyaban además esta acción en busca tanto de su propio medro personal como del brillo exterior que el país necesitaba.
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Dos son las regiones en las que se centran las principales creaciones de la arquitectura románica: Apulia y Sicilia. Junto a estos edificios, que presentan formas más o menos puras, existen muchos otros que no podemos considerar en este capítulo, pues corresponden a la arquitectura propiamente bizantina. Con la conquista de Bari por los normandos se pone fin al dominio bizantino en Italia. A lo largo del XII se construirá la gran iglesia dedicada a san Nicolás. El edificio consta de un elevadísimo crucero, cuya altura se enfatiza aún más con los esbeltísimos ábsides. El edificio, que iba cubierto de madera sufrirá una gran transformación al abovedarse con aristas las naves laterales y disponer, sobre ellas, una tribuna. Edificios, como las catedrales de Bari, Trani y Bitonto, imitarán aspectos parciales de este monumento. La escultura, salvo la obra excepcional de la cátedra episcopal de San Nicolás, es una síntesis de las experiencias practicadas en otras regiones italianas. El aspecto formal de la cátedra responde a modelos conocidos del XI, la diferencia reside en la actitud expresiva de los atlantes. Difícilmente se puede aceptar que la fecha de 1105 pueda corresponderse con una escultura capaz de dotar a sus imágenes de sentimientos humanos. La arquitectura siciliana, como fruto de experiencias bizantinas, islámicas y románicas, presenta formas exóticas que en algunos aspectos resulta difícil poder clasificarlas como románicas. La iglesia del conjunto palatino de Monreale es un vastísimo edificio de 102 metros de largo, perfectamente dividido en tres espacios: fachada torreada con nártex, tres naves de esbeltas columnas y arcos apuntados, y un enorme transepto al que se abren tres ábsides semicirculares. El tipo de presbiterio, así como los elementos de la fachada, remiten a la arquitectura europea. Los temas decorativos, arcos entrecruzados y motivos cerámicos, son de raíz islámica. Los mosaicos responden a la más estricta estética bizantina. En el claustro nos encontramos con una serie de 228 capiteles que son un espléndido muestrario de la iconografía más variada. Temas profanos, sucesos de la historia contemporánea del monumento, construido por Guillermo II entre 1175 y 1185, y un ciclo neotestamentario. Su estilo coincide con la escultura tardía del sur de Francia, aunque no faltan influjos de la plástica bizantina. El capitel que representa el sacrificio de Mitra es una verdadera obra maestra de la escultura tardorrománica.
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El proceso de realización de los cuadros de Turner es muy significativo: primero ejecutaba numerosos bocetos que después serían distorsionados por la fantasía del artista. Utilizaba como base la naturaleza pero luego introducía importantes novedades como diferentes luces, tormentas, edificios o lo que su fecunda imaginación le permitiera. Esta es la razón por la las obras de Turner siempre tiene un poso fantástico y romántico, generalmente por las brumas que las envuelven. En esta imagen el maestro londinense nos presenta una vista fantaseada de Tívoli con el fondo de la campiña romana que tanto impresionó a Turner, de la misma manera que había ocurrido siglos atrás a Claudio de Lorena. Los colores empleados por el británico son especialmente claros y luminosos como bien podemos observar en la tonalidad azul del río y del cielo. La amplia perspectiva que obtiene el artista y los efectos atmosféricos que diluyen los edificios de la ciudad son elementos diferenciadores e identificativos de la obra de William Turner.
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En el modelo político de Augusto se mantenía la hegemonía de Italia sobre las provincias. Los miembros de los órdenes procedían mayoritariamente de Italia así como las fuerzas de elite de los pretorianos. Y la hegemonía se mantenía igualmente en el orden económico, de modo que Italia seguía siendo la receptora de los impuestos y de las materias primas de las provincias a las que exportaba los productos manufacturados. El modelo de Augusto era una prolongación de la práctica republicana. Durante los Julio-Claudios se fue paulatinamente rompiendo ese modelo y, de modo particular, en la relación entre Italia y las provincias occidentales. Las razones fueron varias. En Hispania, la Bética y el este de la Citerior habían recibido inmigrantes italo-romanos en cantidades significativas desde las últimas décadas de la República. El programa colonizador y municipalizador de César-Augusto había incrementado tal emigración y había permitido que muchos miembros de las oligarquías locales accedieran a la ciudadanía romana o latina. Las fundaciones coloniales de Lusitania (Emerita Augusta, Mérida; Pax Iulia, Beja; Metellinum, Medellín; Norba Caesarina, Cáceres), de la Bética (Hispalis, Sevilla; Tucci, Martos; Astigi, Ecija; Urso, Osuna) y de la Citerior (Tarrasa, Tarragona; Caesarougusta, Zaragoza; Carthago Nova, Cartagena; Acci, Guadix) son una pequeña muestra de las ciudades privilegiadas que recibieron importantes contingentes de población de Italia. Lo mismo puede decirse de la provincia Narbonense, con ciudades tan intensamente romanizadas como la propia Narbo Marcius, además de Arelatum (Arles), Nemausum (Nimes) y otras. Algunos miembros de las oligarquías de estas provincias consiguen hacer grandes fortunas con la explotación de una agricultura racionalizada que produce para la exportación. Había pasado el tiempo en que los gobernadores provinciales decidían incrementos de impuestos, frumentum imperatum, si así lo consideraban oportuno. La estabilidad del sistema impositivo imperial y su saneada gestión permitían hacer programas económicos competitivos. Una parte considerable del consumo de la plebe de Roma y del ejército de las fronteras era proporcionada por las provincias. Más aún, se constata que incluso los indígenas romanizados participaban en las sociedades constituidas para la explotación de concesiones mineras del Estado. Y en esas mismas provincias comienzan a organizarse actividades artesanales que sirven para abastecer una parte del mercado provincial, mermando así el nivel de importación de productos manufacturados en Italia. Los testimonios son muchos: el aceite de Africa y de la Bética se exportaba en grandes cantidades a pesar de que el aceite de Italia siguiera siendo de mejor calidad para la fabricación de perfumes; el Monte Testaccio de Roma comienza a formarse con las ánforas destinadas al transporte de aceite y vino de la Bética; el garum del sur de Hispania se destina al mantenimiento de las tropas del Rin y a las distribuciones de alimentos a la plebe de Roma; la fundación por Claudio de la ciudad de Baelo Claudia forma parte de ese programa de almacenamiento de garum para su posterior exportación; en los lingotes de plomo con marcas de negotiatores de las minas de Cartagena se constatan nombres romanos e indígenas, los mismos que aparecen después como magistrados de la ciudad, etcétera. Se advierte así un repliegue del auge económico de la Italia de siglos anteriores. La concentración de la mano de obra esclava, ahora de más difícil obtención, había permitido crear grandes latifundios en el sur de Italia destinados al pastoreo así como una significativa concentración de la propiedad. Columela, que escribe su tratado "De agricultura" en época de Nerón, recoge en el prólogo de su obra las preocupaciones de muchos propietarios sobre el bajo rendimiento de la tierra: el abstencionismo de los dueños y el empleo de esclavos no cualificados son para Columela las causas más importantes de la escasa productividad de las tierras de Italia. Aun así, la crisis no era general: quedaban amplias regiones (Cisalpina, Etruria, Umbría y otras comarcas de los Apeninos) donde el trabajo esclavo no había suplantado al pequeño y mediano propietario y que obtenían buenos beneficios de sus tierras. Y los restos arqueológicos de Pompeya, Herculano, Estabia, así como los visibles o confirmados por los autores antiguos de la propia ciudad de Roma, ponen de manifiesto la realización de grandes proyectos constructivos que empleaban abundante cantidad de mano de obra. A su vez, durante los Julio-Clandios se mantuvo la tendencia de fines de la República consistente en el amor a las grandes manifestaciones de lujo y de exhibición de riquezas de las altas capas sociales; ciertamente, ello sucedió gastando con frecuencia por encima de sus posibilidades y contribuyendo con ello a vaciar Italia de metales preciosos, ante todo de oro, destinados para el pago de objetos suntuarios importados del Lejano Oriente. Los indicadores económicos constituyen sólo una parte de la crisis de Italia. Los provinciales componen gran parte de las legiones, y cada día son más los que acceden al Senado de Roma: la medida comentada de Claudio sobre la inclusión de nobles galos en el Senado debe ser recordada por afectar a un amplio colectivo, pero el acceso de particulares se seguía produciendo, como lo testimonian los casos de los Anneos de la Bética o el de Burro, procedente de la Narbonense. No menos importante fue el hecho de que, a partir de los Julio-Claudios, la literatura romana tuvo creadores prestigiosos de origen provincial. Fedro, el adaptador de las fábulas de Esopo al latín, era un liberto de origen tracio. Y la literatura técnica contó con insignes representantes de origen hispano: Pomponio Mela, autor de una "Geografía" escrita bajo los gobiernos de Calígula y de Claudio, y el gaditano L. Junio Moderato Columela, cuyo tratado "De agricultura" se constituye en el manual seguido durante todo el Imperio. De familia cordubense de la Bética proceden, igualmente, M. Annio Lucano, autor de la epopeya histórica titulada "Farsalia", amigo coyuntural de Nerón, así como su tío L. Anneo Séneca, el más insigne representante del estoicismo romano del siglo I d.C. El valor de la voluminosa obra de Séneca (escritos filosóficos, cartas, obra dramática, escritos satíricos) convierten en anécdota sus años como consejero educativo y político de Nerón. Esos escritores de origen provincial vivían habitualmente en Italia. No por ello deja de ser significativo que la defensa de la cultura oficial romana haya dejado de ser monopolio de autores procedentes de aquella península; más aún, la literatura encuentra en un personaje como Séneca a uno de los más destacados renovadores de la misma. Tardará todavía en producirse una participación semejante de las provincias orientales.