Fue en Florencia, la rica ciudad mercantil de la Toscana donde, en los primeros decenios del siglo XV, se consolidó un grupo de artistas que, coincidiendo en la defensa de esas ideas y valores, rompieron con la rigidez del arte medieval y crearon un arte nuevo, basado en los modelos antiguos. Perteneciente a este grupo, el iniciador de la arquitectura del Renacimiento en Italia fue Filippo Brunelleschi (1377-1446), precursor de la nueva manera de hacer arquitectura, capaz de resolver con medios matemáticos el conflicto de la proporción de los cuerpos en el espacio. En el Pórtico del "Hospital de los Inocentes" ejecuta su primera gran obra de carácter renacentista: Brunelleschi traza un primer piso con grandes arcos de medio punto que no sólo constituyen elementos de sustentación, sino que se utilizan como elementos de coordinación entre la superficie y los distintos planos, al mismo tiempo que crea una galería de bóvedas vaídas que son cubos geométricos en el sentido estricto, esto es, la cuerda del arco es de igual medida que la altura de las columnas e igual que el espacio intercolumnio, con lo que crea una especie de pirámide visual. La proyección y la ejecución del tambor octogonal y de la cúpula semiesférica, que solucionaron el enorme espacio del crucero de la catedral gótica de Florencia, responden a ideas igualmente innovadoras con respecto al gótico. Los nuevos principios artísticos del Renacimiento se observan también en las obras escultóricas. Donatello, amigo de Brunelleschi (1386-1466), utilizando tanto el bronce como el mármol, el bajorrelieve o el bulto redondo, pasa por ser el más grande escultor del Quattrocento. De técnica virtuosa y gran conocedor de las formas clásicas, rompe completamente con el pasado, al otorgar sentimiento, expresión, serenidad y elegancia a sus esculturas. Superando la escultura decorativa de su maestro Ghiberti, Donatello elige como motivo de su atención artística la figura humana, de la que ofrece distintos gestos, estados y actitudes. Como obra de juventud, su "San Jorge", destinado a una de las hornacinas exteriores de la iglesia de Orsanmichele, representa la concepción renacentista del hombre nuevo, firme, seguro, decidido, prototipo del ciudadano-guerrero de la República florentina, cuya simplicidad y naturalidad rompieron la imagen tradicional de este santo medieval. De la misma época es la serie de profetas y santos del campanario de la catedral de Florencia. Para la ejecución de estas obras, Donatello toma como modelo la retratística romana de fines de la República y principios del Imperio, fuente que considera inagotable de tipos humanos y detalles anatómicos, aunque para tal fin transformó el perfil psicológico equilibrado y frío de los prohombres romanos en angustiados luchadores de la fe. Como contraste, los relieves del púlpito de la Cantoría de la catedral de Florencia representan a niños cantando y jugando, con movimientos alegres, expresivos, sensuales, hedonistas y paganos. Su obra más importante en bronce es el "David" del Museo Barguello. El escultor hace un análisis sobre un tipo físico que no es tomado precisamente como ejemplo del valor guerrero. Representa, por el contrario, a un joven sereno, pensativo y no arrogante, en cuyo semblante la razón vence a la fuerza, como símbolo de los valores artísticos de esa época, y cuyo desnudo, siguiendo la curva praxiteliana, constituye el ideal de la belleza adolescente renacentista. La pintura, que posee mayores posibilidades narrativas y descriptivas que la arquitectura o la escultura, presenta también tendencias naturalistas. Masaccio (1401-1428) analiza, estudia y plasma todos los componentes de la naturaleza con el objeto principal de definir los cuerpos en el espacio, para lo cual se sirve de la iluminación, creando una sorprendente sensación de volumen. Inculcada por Brunelleschi, la perspectiva pictórica permite que las figuras se despeen del fondo y se muevan por el espacio. Estas novedades se observan en sus "Frescos de la Capilla Brancacci", en la iglesia florentina del Carmine. En esta serie es interesante advertir el logro de la perspectiva horizontal no ascensional de "El Tributo al César", el primer estudio del cuerpo humano al desnudo en el fresco de "Adán y Eva", y la solidez, gravedad y monumentalidad expresada por las figuras de "San Pedro sanando con su sombra". La generación de artistas de la segunda mitad del siglo XV hizo uso de los descubrimientos alcanzados durante la primera. La concepción científica del arte adquiere categoría de dogma con León Battista Alberti (1404-1472), quien expresó la idea de que las matemáticas son el cuerpo común del arte y de la ciencia, ya que tanto la doctrina de las proporciones como la teoría de la perspectiva son disciplinas matemáticas. El artista es, pues, la unión de un técnico que experimenta y un hombre que al tiempo que observa la naturaleza la domina. En ese sentido, en su tratado "De re aedificatoria", Alberti formula uno de los postulados fundamentales de la teoría clásica del arte, la determinación de la belleza como armonía de proporciones entre cuerpos arquitectónicos, así como la perfecta conjunción de los elementos decorativos dentro de éstos. La economía artística, alejada de toda desmesura barroquizante, es otro de sus principios, pues, según sus palabras, "al igual que los príncipes ensalzan su majestad con la escasez de sus palabras, así se aumenta el valor de una obra con la reducción de sus figuras". A finales del siglo XV, Botticelli (1445-1510) asume con su pintura los principios filosóficos del neoplatonismo. Pintor favorito de la poderosa familia Médicis, la emoción guía su vigoroso dibujo de línea precisa y colores simples, suaves y refinados, creando rostros llenos de expresividad y cargados de melancolía. Sus temas son tanto religiosos (Judith, La Primavera, La Virgen del Magnificat) como profanos (Marte y Venus, Atenea y el Centauro, El nacimiento de Venus). La escultura, cuyos más destacados representantes son Lucca della Robbia, Verrocchio y Pollaiuolo, también está dominada por un preciosismo elegante, no sólo en la forma sino en el uso de los materiales. En el tránsito del Quattrocento al Cinquecento se produce un cambio estilístico en todos los órdenes artísticos sin solución de continuidad. Roma se convirtió entonces en el centro de la cultura occidental, desplazando a Florencia. El Pontífice superaba en poder económico y político a todos los príncipes y banqueros del resto de Italia, por lo que podía invertir sumas mayores de dinero en mecenazgo cultural y en realizaciones artísticas. Justamente por ello, frente al arte del Quattrocento, de inspiración predominantemente mundana, nace ahora una nueva concepción del arte religioso y eclesiástico, donde lo importante es la solemnidad y la fuerza expresiva. Perfeccionando el afán naturalista del siglo XV, la belleza física y la fuerza se convierten en la plena expresión de la belleza y de la fuerza espiritual. En contra de la oposición irreconciliable entre el ser espiritual sin sensualidad y el ser corporal sin espíritu que dominaba el arte medieval, ahora en pleno Renacimiento, los santos, mártires, profetas y apóstoles son figuras ideales, libres, grandiosas, llenas de poder y de belleza madura y sensual. Estas figuras heroicas son simplemente la traducción visual del ideal humano y social del perfecto hombre del siglo XVI presentado literariamente por Baltasar de Castiglione en su "Cortesano". La obra de arte del Cinquecento es, por otra parte, el reflejo de su sociedad cuyo ideal de vida aristocrático está dirigido a la continuidad y a lo permanente. Este arte coloca la norma por encima de la libertad personal y considera que la obediencia a ella es el más seguro camino de perfección. Miguel Ángel Buonarroti (1475-1564) participa de esos valores. Formado en Florencia, su primera escuela fue el jardín de los Médicis, donde se descubre como escultor dominado por el gusto clásico (El Amor dormido, La Batalla de los Centauros). Tal influencia se acentúa y su estilo se perfecciona con su estancia en Roma (1496) a la vista de los monumentos de la Antigüedad. La "Pietà" forma parte de este momento. Mediante una composición triangular, crea un sentimiento de calma y melancolía que deja de lado la realidad convencional. En 1504 esculpe el "David", de actitud grandiosa y facciones perfectas, que viene a representar la fuerza contenida, lograda bajo un estudio cuidadoso de la anatomía humana, y la fuerza espiritual como virtud cívica propia del clasicismo renacentista. Con todo, la gran empresa escultórica de su vida fue la construcción de la tumba de los Médicis, ejecutada por encargo de León X. Concebida al principio para acoger a varios miembros de la familia, tan sólo se llegaron a esculpir los mausoleos de Julián y Lorenzo. Cada una de las figuras está acompañada por alegorías: el Día y la Noche escoltan a Julián, vestido como un emperador romano, de perfil divino y actitud arrogante. Por su parte, la Aurora y el Crepúsculo acompañan a Lorenzo, de espíritu más lírico que el anterior. Sin embargo, ambos están colocados por encima de las alegorías y mirando a la Virgen, indicando que habían triunfado sobre la muerte. Formalmente, las figuras escapan del marco y del espacio que las contienen, quebrantando de ese modo el ideal clásico, como si Miguel Ángel hubiese querido hacer una premonición del cambio en el arte del Renacimiento hacia el manierismo. Su pintura está mediatizada por su formación y por su concepción escultórica del mundo y se caracteriza además por el predominio absoluto del dibujo, por su interés por el volumen y su desinterés por el color. En 1508, por sugerencia de Bramante, el papa Julio II le encarga que termine la capilla de Sixto IV o "Sixtina". Dentro de una arquitectura fingida que produce efectos ilusorios de relieve, el artista describe, con una visión neoplatónica, toda la historia de la Humanidad, donde la vida es un viaje desde la esclavitud del cuerpo hasta la liberación del alma por Dios. Sin embargo, muchos años después de su inicio, cuando el artista ejecutaba el "Juicio Final", un hondo dramatismo y una grandiosidad desesperada inundan todo el conjunto, la carne desaparece de los cuerpos y no existen sino formas secas y espíritus sublimados en el más puro estilo manierista. Otro representante del clasicismo renacentista fue Rafael de Urbino (1483-1520). Hombre de temperamento refinado, melancólico y dulce, poseía una gran formación clásica y un gran sentido de la elegancia. En su juventud toma de su maestro, Il Perugino, los conceptos de simetría, proporción y orden, creando personajes como el del "Sueño del Caballero", con rostros redondos y miradas ensoñadoras. Sin embargo, a partir de 1504, al contemplar las obras de Masaccio y Donatello en Florencia, donde también conoce a Leonardo, recoge el sentido y la técnica del "sfumato" de éste, se aparta del preciosismo y sus personajes comienzan a moverse con nervio, con escorzos y efectos de claroscuro. Las expresiones corporales ganan con ello en variedad y las figuras ocupan mejor el espacio, ganando en equilibrio. En esta época se forma, además, como pintor de Vírgenes, fundiendo el sentido pagano y renacentista de la belleza humana, depurado por el idealismo platónico, y la devoción cristiana. Trabaja para la Santa Sede a partir de 1508 pintando al fresco en la Estancia de la Signatura una serie de composiciones donde se resumen los valores del Renacimiento, reconciliando la ciencia pagana representada en "La Escuela de Atenas", alegoría de la Filosofía con la fe cristiana de "La Disputa del Sagrado Sacramento", alegoría de la Teología; el Derecho, creación humana, en "Las Decretales", con la Poesía, inspiración de las Musas, en "El Parnaso". Con menos ambiciones teóricas que la pintura romana, la veneciana adquirió determinadas peculiaridades. En Venecia la pintura es fundamentalmente colorido suntuoso e intenso y dibujo suelto que gana en movilidad lo que pierde en precisión. El principal pintor veneciano, discípulo de Giorgione, es El Tiziano (1488-1576) que llegó a ser pintor de cámara de Carlos V y de Felipe II. En su inmensa producción de temática religiosa o mitológica o como gran retratista se aprecia su preferencia por la descripción de la belleza, expresada a través de la voluptuosidad de los cuerpos. Justamente, como retratista culmina la tradición iniciada por Rafael, traduciendo en el aspecto físico de los personajes su espíritu y su estado de ánimo. Si las influencias recibidas por Tiziano no otorgan autonomía a la escuela veneciana, en cambio, en Parma se creó un centro pictórico independiente gracias a Antonio Allegri, llamado "Il Correggio" (1489-1534). Sensible a la influencia del paduano Mantegna, conocía también la obra de Rafael y era profundo admirador del claroscuro y la blandura del modelo de Leonardo. Pero hacia 1515 tenía ya creado un estilo propio, fruto de su propia sensibilidad, ajeno a cualquier influencia, dotado de una elegancia graciosa, basado en una ternura casi femenina y en una paleta de colores suaves de luces tenues. En sus cuadros de caballete (La Virgen de San Francisco, Noli Me Tangere, La Virgen de la escudilla) y, sobre todo, en sus pinturas murales, su estilo avanza en el sentido barroco de la composición, aunque sigue siendo un enamorado de los desnudos de marcado carácter renacentista.
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El arte barroco se inició en Roma, la capital del mundo católico, la capital artística de Italia desde principios del siglo XVI. A ella acudían artistas desde todas las regiones de Italia buscando la protección y el mecenazgo papal. Allí recibió su influencia religiosa y su estilo dramático, allí alcanzó su madurez. Italia se convirtió de nuevo en el lugar al que todo artista tenía que acudir para formarse. De la congregación de artistas y artesanos resultó un arte total, en el cual el marco arquitectónico y la decoración se complementan y crean una atmósfera peculiar. La mayoría de los iniciadores del Barroco procedían del norte de Italia, de Bolonia, de Lombardía, de Módena, de Bérgamo, aunque también hubo algunos meridionales. Entre la aplicación y la imitación de las lecciones y las obras de los grandes maestros del Renacimiento, según un manierismo frío y elegante, y su procedencia provinciana, los artistas de finales del XVI y comienzos del XVII buscaron nuevos caminos en el arte. Caravaggio, Bernini y Borromini ocuparían un lugar preeminente en la gestación del nuevo estilo. Michelangelo Merisi, conocido por Caravaggio, (1573-1610), llegó a Roma en 1591, después de una estancia de formación en Milán, donde asimiló la tradición pictórica lombarda caracterizada por el realismo y los experimentos luminosos. Protegido por eclesiásticos de la Curia, decoró la iglesia de San Luis de los Franceses con pinturas en honor de san Mateo, rompiendo con la tradición del Renacimiento, al emplear una técnica de contrastes violentos de luz y de sombra que hacía que destacaran personajes y objetos, y apartándose de la estética y las reglas tridentinas introdujo figuras populares en las escenas sagradas. Otras de sus obras, como el "Martirio de san Pedro", la "Conversión de san Pablo" o "La muerte de la Virgen", destacan por su realismo crudo y por el vigor y, a veces, la rudeza de sus expresiones, contra las convenciones propias del manierismo. Su influencia en la pintura europea del siglo XVII fue muy acusada, sobre todo porque aportó una audacia nueva en la composición, en la búsqueda del efecto dramático, en la visión de una realidad formada por hombres y cosas rutinarias y cotidianas, aunque transfiguradas por los contrastes violentos de luces y sombras. La arquitectura sobresale entre las artes del siglo. Durante cincuenta años Roma contempló la rivalidad creadora de dos artistas excepcionales: Lorenzo Bernini (1598-1680) y Franceso Borromini (1599-1677). Introducido en la Corte pontificia, a Bernini se le encargó la ampliación de la basílica de San Pedro, que unos años antes, en 1612, había sido cerrada por Carlo Maderna. Este, sin embargo, había mantenido el enorme vacío del interior de la basílica. Para llenarlo y para que sobresaliera el emplazamiento del altar mayor, en la vertical de la cúpula de San Pedro, sin afectar estéticamente al cimborrio, Bernini levantó, entre 1623 y 1624, un enorme baldaquino, dando dimensiones monumentales a un palio. Lo que en éste serían débiles soportes de madera en aquél serían poderosas columnas salomónicas de bronce, que dan al conjunto todo su impulso y dinamismo. Al final de su vida, en 1667, construyó en el ábside de la basílica un monumental relicario llamado la "Gloria de San Pedro", como símbolo de la autoridad doctrinal de los Pontífices. En su construcción volvió a emplear las técnicas teatrales y de movimiento, cumpliendo todos los requisitos de espacio, altura y profundidad y consiguiendo en el fondo del ábside un efecto de unidad. En la parte baja del conjunto dos doctores latinos y dos griegos, que simbolizan la universalidad de la iglesia, presentan la cátedra de San Pedro, un enorme sillón relicario; en la parte superior, se ofrece una visión celestial compuesta por una aureola de rayos y nubes rodeando la ventana circular como un sol, con la paloma del Espíritu Santo en el centro. De ese modo, por un procedimiento netamente teatral, Bernini representa la asistencia prometida por Cristo a sus apóstoles y a los sucesores de San Pedro. Para resolver el problema de la unión de la basílica vaticana con la ciudad y el agrupamiento de los peregrinos que llegaban a visitar la tumba de san Pedro, Bernini construyó, entre 1656 y 1667, una grandiosa columnata, la plaza de San Pedro, cuyo diseño elíptico produce la impresión de un espacio muy profundo, y cuya finalidad simbólica no es otra que resaltar el deseo universalista de la Iglesia, capaz de acoger a todos los hombres en sus seno. Su éxito se tradujo en los encargos escultóricos que le hicieron los pontífices Urbano VIII y Alejandro VII para la construcción de sus mausoleos. Precisamente, la escena fúnebre de la tumba de Alejandro VII es sobrecogedora, pues traduce el gusto de la época por la representación del drama de la vida y de la muerte e intenta, como todas las obras barrocas, suscitar en el espectador un efecto de temor que lo empuje a la conversión. Por otra parte, sus conjuntos escultóricos están llenos de virtuosismo y de un fastuoso decorativismo, tal como puede observarse en el grupo escultórico de "Éxtasis de santa Teresa", donde se nos ofrece una versión teatral muy del gusto barroco del delirio místico con realismo y fervor. La "Fuente de los cuatro ríos" de la plaza Navona, donde se resume el concepto barroco de movimiento; el grupo de "Constantino a caballo", una de las mejores estatuas ecuestres del Barroco; o la expresión de patetismo de la estatua de la beata Ludovica Albertoni, hicieron de Bernini un escultor que creó una escuela. De temperamento más reservado y aun atormentado, Francesco Borromini no alcanzó tanta gloria y apenas consiguió encargos oficiales. Sin embargo, fue mucho más revolucionario que Bernini, con quien colaboró en la construcción del palacio Barberini y del baldaquino de San Pedro. Sus aciertos en la construcción de la iglesia de San Carlos de las cuatro fuentes (1635-1639), del convento de San Felipe Neri (1636) y del templo de San Ivo alla Sapienza (1642-1650), de fachada audaz y en exedra, le granjearon la protección del papa Inocencio X, quien le nombró, en 1646, arquitecto de la Congregación para la Propaganda de la Fe. Por encargo suyo restauró la basílica de San Juan de Letrán y la construcción del templo de Santa Inés en la plaza Navona. Su obra representó una extraordinaria renovación del lenguaje arquitectónico al ofrecer soluciones a los problemas del espacio y de la luz. Utilizando con asombroso virtuosismo la línea curva y otras formas decorativas anticipó los refinamientos del rococó.
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Antes de la conquista efectuada por Roma durante el siglo III a.C. la península Italiana estaba habitada por variadas poblaciones -ligures, etruscos, galos, vénetos, sabinos, volscos, samnitas, marsos, umbros, etc.- de diversa procedencia, pudiendo establecerse tres grandes tres núcleos geográficos: el Lacio Antiguo, la Magna Grecia y Etruria. La unificación política, administrativa y lingüística vendrá de la mano de Roma.
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El itinerario del segundo viaje de Velázquez a Italia, que se desarrolló entre noviembre de 1648 y junio de 1651, jalonando los principales puntos de interés artístico, fue muy similar al primero, aunque de motivaciones muy distintas. Ahora Velázquez viajaba como Ayuda de Cámara del Rey con derecho a carruaje y mulas de carga. Se integró en la embajada del duque de Maqueda que salió de Madrid en noviembre de 1648 y embarcó en enero siguiente en Málaga, rumbo a Génova, para encontrarse en Trento con doña Mariana de Austria, sobrina y futura esposa de Felipe IV. Desde Génova Velázquez inició su propio recorrido por el norte de Italia: Milán, Padua, Venecia -donde estaba en abril de 1649 ayudado por el embajador marqués de la Fuente para que pudiera ver cuantas pinturas fuera posible-; en Módena quiso comprar a la Duquesa La notte, de Correggio (Dresde, Gemáldegalerie), una de esas pinturas que, al decir de Jusepe Martínez, hay muy pocos príncipes que las tengan y que era lo que interesaba al rey. Bolonia, Florencia, Parma fueron otras tantas etapas del viaje hacia Roma, donde el pintor se hallaba a fines de mayo. Aquí Velázquez se ocupó fundamentalmente de temas de escultura, encargando moldes y vaciados de obras antiguas a cuyo frente estuvieron algunos discípulos de Bernini. Para la obra, Velázquez recogió el dinero en Nápoles de manos del virrey Conde de Oñate, regresando a Roma, donde con breves interrupciones permaneció casi un año y medio, sin atender la impaciencia del rey. Velázquez iba con calma y las órdenes de la Secretaría de Estado al embajador eran avivarle a la flema que tiene (E. Harris, 1991, p. 26). Velázquez era ya un hombre maduro, con cuyo estilo plenamente formado triunfó en la patria del arte al retratar a su esclavo Juan de Pareja (Nueva York, Metropolitan M., c. 1649-50) como ejercicio de soltura antes de efigiar al Papa Inocencio X (Roma, Galería Doria Pamphili, c. 1649-50), retratos por los que el maestro fue admitido en la Congregación de Virtuosos del Panteón y en la Academia de San Lucas. Velázquez retrató a varios personajes más de la corte pontificia y también se consideran, de modo casi unánime, frutos de esta estancia los dos Paisajes de Villa Medici (Madrid, Prado, c. 1650). En lo personal y en lo pictórico Italia fue para Velázquez sinónimo de libertad, lejos de las obligaciones oficiales de la corte de Madrid. La sensualidad romana, su intelectualidad cosmopolita, embriagaron el genio de Velázquez. Allí cumplía estrictamente con las obligaciones de retratista y agente artístico, deleitándose con la pintura de algún tema mitológico, como La Venus del Espejo. Mientras el rey se impacienta, Roma le retiene; Velázquez rejuvenece con una tardía aventura amorosa de la que fue fruto Antonio, el hijo natural cuya crianza socorrió el pintor librando dinero en 1652, cuando ya estaba en Madrid. Horas plenamente felices, íntimas, que quiso revivir en 1657, cuando el rey le negó un nuevo viaje. Aunque no sea fechable con certeza absoluta suele identificarse la Venus que en 1651 poseía el marqués de Heliche, afamado coleccionista madrileño, con La Venus del Espejo (Londres, National Gallery). Habría sido pintada en Italia y hecha llegar a España, inventariándose en un documento de primero de junio, poco antes del regreso de Velázquez. El desnudo nacarado contrasta con el cortinaje carmesí y el lecho blanco cubierto con un raso gris. Por su aire pagano y pecaminoso es un tema muy raro en la pintura española, sólo justificable en pintores vinculados a la corte, en contacto con las sensuales "Poesías" de Tiziano. El espejo cumple perfectamente con el doble significado de ser símbolo de verdad y de vanidad, devolviéndonos el rostro de esta mujer desdeñosa que nos da la espalda. Es un mito humanizado, exquisito y morbosamente carnal.
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No vamos a encontrar en la Italia septentrional, de los primeros momentos del románico, estructuras arquitectónicas importantes. Las obras que conservamos se refieren a pequeños espacios de funciones muy limitadas que aparecen incluidas en construcciones posteriores. En este tipo de monumentos debemos incluir las dos criptas-deambulatorio de la catedral de Ivrea y San Esteban de Verona. Las fábricas de relativo tamaño de las que tenemos noticia eran de arquitectura bastante elemental; sólo tardíamente, cuando hace muchos años que se han difundido por la geografía europea importantísimos monumentos plenamente codificados en el nuevo estilo, empezaremos a tener noticia de su existencia en tierras italianas. El 2 de julio de 1007, tiene lugar la dedicación del templo de San Vicente de Galliano, al sur del lago de Como. Aunque ha llegado a nosotros mutilado, conocemos su estructura: tres naves y un ábside semicircular elevado sobre una cripta de columnas y bóvedas de arista. Lo único que anuncia el nuevo estilo es el empleo de las conocidas bandas lombardas del exterior del ábside. Una serie muy numerosa de edificios, con una cronología discutida, adoptarán la misma decoración, pero sin recurrir a grandes complejidades espaciales y mucho menos al abovedamiento total. Iglesias como Santa María Mayor de Lomello y la antigua catedral de Como, de plena mitad de siglo, todavía mantienen su nave central con cubierta de madera, mientras que el resto se cubre con aristas. Tan sólo a partir de la segunda mitad de la centuria, por influencia foránea, se aprecian las soluciones de la arquitectura monástica cluniacense: catedral de Acqui, consagrada en 1067, el mismo año en que la iglesia de San Abbondio de Como estaba en construcción. Los campaniles italianos son una de sus creaciones más originales. Eran torres-campanario aisladas, de forma rectangular o redonda. Una de las más antiguas es la conocida como torre de los monjes de San Ambrosio de Milán, datada a finales del X, hoy incorporada a la fachada. El empleo de estos campanarios se prolongará bajo formas totalmente inerciales durante siglos.
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En Italia la fórmula política de Gobierno que se siguió practicando en los años sucesivos a la desaparición de De Gasperi fue, con matices, idéntica aunque en ocasiones el apoyo de los partidos laicos fuera externo al Gobierno. No obstante, el talante de algunos de los sucesores de De Gasperi, como Pella, Scelba y Segni fue más conservador. En el período entre 1953-1958 hubo seis Gobiernos, lo que testimonia una inestabilidad que venía multiplicada por el hecho de que en la Democracia Cristiana se hicieron presentes hasta cinco corrientes distintas. Éste fue el período en que el partido, bajo la secretaría de Fanfani, se organizó, vertebrando masas ciudadanas gracias a sus vínculos con la Acción Católica, que disponía de más de dos millones y medio de afiliados, y merced a una amplia penetración en la vida social a través, por ejemplo, de la asociación de cultivadores directos en el medio rural. Tras la desaparición de De Gasperi y la retirada de otro de los grandes líderes de los momentos fundacionales, Dossetti, se produjo un importante relevo generacional. En esa segunda generación de dirigentes democristianos la preocupación social se acentuaba y ello, sin duda, contribuyó a facilitar en el período posterior la llamada "apertura a sinistra". Sin embargo, otros factores contribuyeron también a prepararla. Los comunistas experimentaron una primera crisis como consecuencia de la invasión soviética de Hungría en 1956. Togliatti, sin duda por entonces el líder más destacado del comunismo en la Europa occidental, acuñó la tesis de que existía una "vía italiana al socialismo" para desvincularse de lo que venía sucediendo en el Este de Europa pero era todavía demasiado pronto como para que ese tipo de heterodoxia fuera aceptada por las fuerzas democráticas y, por tanto, el PCI permaneció aislado. Más decisiva fue la evolución experimentada por el Partido Socialista que, como consecuencia de la política unitaria seguida por Nenni, había perdido el primer puesto en el seno de la izquierda italiana y, con él, el peso determinante en el mundo sindical. Ya en 1955, Nenni se dijo partidario de la ampliación de los Gobiernos democristianos hacia la izquierda. Ese mismo año hubo una premonición de que así podía producirse cuando el candidato oficial de la DC a la presidencia de la República fue sustituido, gracias a los votos "laicos" y socialistas, por un representante de la izquierda del partido, Giovanni Gronchi. En términos políticos, el final de la época de los cincuenta representó, por la inestabilidad y la sensación de que los demócratas cristianos no querían apoyarse en la derecha pero tampoco se decidían a colaborar con la izquierda, una fase de transición. A estas alturas, por otro lado, estaba resuelta de manera definitiva la cuestión del alineamiento de Italia con el mundo occidental. En octubre de 1954 quedó definitivamente solucionada la cuestión de Trieste que había hecho reverdecer tensiones nacionalistas de antaño. El apoyo occidental contribuyó en una proporción significativa a que Italia obtuviera la mayor parte de la población y del territorio en disputa. El reparto con Yugoslavia se hizo atendiendo a la frontera lingüística y étnica y resolvió la última cuestión pendiente de la etapa bélica. Por otro lado, ya habían desaparecido los últimos temores de los aliados occidentales respecto a Italia. Truman, por ejemplo, había llegado a juzgar a Italia como un país poco merecedor de ser aliado y al que, por tanto, no cabía otorgar ningún papel relevante en el sistema de alianzas defensivas occidentales. Esa posición coincidía con actitudes de fondo respecto a la política exterior de una parte de los grupos políticos italianos que tenían una vocación neutralista o de ausencia de compromiso con una gran potencia. Sin embargo, la política de De Gasperi muy pronto se identificó con el mundo occidental y, bajo la égida del ministro de Exteriores, Conde Sforza, ya desde 1949 se alineó con la OTAN y desde 1952 con la Comunidad del Carbón y del Acero, de la que surgiría el Mercado Común. No se puede decir que De Gasperi fuera un europeísta tan temprano como Schumann o Adenauer, pero se incorporó a tal ideario a la altura de comienzos de los años cincuenta. Es significativo que el tratado fundacional del Mercado Común fuera suscrito en la propia Roma en marzo de 1957, como reconocimiento al papel desempeñado por Italia en la gestación de la unión económica. Con el transcurso del tiempo se fue produciendo una evolución del resto de los grupos políticos no pertenecientes a la coalición gubernamental hacia posiciones semejantes. En 1955 los socialistas aceptaron la OTAN y aunque se abstuvieron en lo relativo al Mercado Común aceptaron, sin embargo, el Euratom. Los propios dirigentes sindicales de inspiración comunista no tenían inconveniente en considerar positiva la nueva organización, a pesar de que el PCI la identificaba con el capitalismo. El Mercado Común constituye una de las razones que permiten explicar el desarrollo económico italiano a partir de finales de los años cincuenta, celebrado como si se tratara de un auténtico "milagro". El volumen y la rapidez del crecimiento italiano durante la época merecen, sin duda, tal denominación puesto que entre 1958 y 1963 la tasa anual de crecimiento, del orden de casi el 7%, fue algo superior a la alemana y sólo inferior en todo el mundo a la japonesa. Hasta el período abierto con esa primera fecha el crecimiento había permanecido alrededor del 5%. Toda una serie de precondiciones contribuyeron a hacer posible el despegue italiano. Hubo, en primer lugar, un período de reconstrucción en que se combatió la inflación y se estabilizó la moneda. De Gasperi siempre consideró que debía dejar en manos de economistas liberales la cartera de Hacienda y eso fue, en definitiva, lo que hizo al entregársela a Einaudi: era la forma de asociar al tripartito un cuarto partido (el del dinero). De esa manera, se asentaron las bases de una economía de mercado pero hubo también otros factores coadyuvantes. El primero de ellos fue la aportación de la ayuda americana a través del Plan Marshall. Italia recibió algo más del 10% del monto total de esa ayuda, cifrable en unos 3.500 millones de dólares en el período 1943-1952, de los que la mitad eran donativos. Eso permitió iniciar la reconstrucción y emprender una serie de inversiones en las áreas más deprimidas. La "Cassa del Mezzogiorno" pudo renovar las infraestructuras del Sur deprimido. La reforma agraria desarrollada en algunas zonas del Sur (principalmente, en Calabria) afectó a unas 750.000 hectáreas y supuso la instalación de 110.000 familias pero el verdadero cambio en el medio agrícola se produjo como consecuencia de la masiva emigración del campo a la ciudad. A comienzos de los sesenta, aun habiendo aumentado la productividad agrícola, el mundo agrario sólo representaba el 13% de la renta nacional. El crecimiento italiano fue producto de una serie de factores que van desde la existencia de una mano de obra barata hasta la apertura de la economía a los mercados exteriores gracias a la desaparición del proteccionismo. Entre 1950 y 1970 se ha calculado que mientras la renta francesa y británica sólo crecía un tercio la italiana se multiplicó por 2.3. El papel del Estado en este proceso fue importante y, al mismo tiempo, peculiar. Contribuyó a crear la infraestructura necesaria en el Sur a través de inversiones pero también gracias a las empresas públicas procedentes del intervencionismo de la era fascista. El IRI (Instituto de Reconstrucción Industrial) era la segunda empresa europea y gracias a la reforma de la siderurgia proporcionó los instrumentos para disponer de ese acero barato que hizo posible la civilización del Fiat 600. Una modesta empresa de explotación del gas del Valle del Po se convirtió en una gigantesca corporación petrolífera capaz de obtener en buenas condiciones yacimientos a explotar en el Medio Oriente (ENI=Ente Nazionale dei Idrocarburi). Pero el crecimiento industrial italiano no fue obra tan sólo de gerentes de empresas públicas sino también de grandes empresas privadas dedicadas a la exportación, aparte del consumo interior (además de la FIAT, el material de oficina de Olivetti o los electrodomésticos de Zanussi). El resultado fue impresionante, afectando a la sociedad italiana de manera decisiva. El cambio más espectacular estuvo constituido por la modificación en la distribución de la población. En los años cuarenta y cincuenta la emigración trasatlántica ofreció un saldo negativo superior al millón de personas; después de esta fecha la emigración se dirigió principalmente a Europa, en especial a Alemania y Suiza. Más decisiva todavía fue la que tuvo lugar desde el medio rural al urbano: en la década de los cincuenta más de diez millones de italianos cambiaron de residencia. El espectáculo de los cambios sociales producidos como consecuencia de este proceso migratorio se aprecia, por ejemplo, en la película de Visconti Rocco e i suoi fratelli. Mientras tanto, desde fines de los años cincuenta comenzaron a apreciarse indicios de cambios importantes en la Italia política. Las elecciones de 1958 supusieron un retroceso de esas tendencias de extrema derecha surgidas a comienzos de la década. Tanto la Democracia Cristiana como el Partido Socialista incrementaron levemente su votación mientras que el Partido Comunista parecía estancado. Pero lo más significativo desde el punto de vista político fue el hecho de que resultara creciente la influencia de los sectores de izquierda en el seno del primer partido y de aquellos que no querían ningún contacto con los comunistas en el segundo. Ambos hechos nos remiten a la posterior evolución de la política italiana.
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<p>En el mes de septiembre de 1939 Italia, a pesar de pertenencia al Pacto de Acero, no había optado por asumir iniciativa alguna en la guerra que se había iniciado. Esta decisión había producido una generalizada sensación de alivió en el país. Incluso los sectores dirigentes del régimen no apoyaban en principio la participación en el conflicto junto al aliado alemán. Sin embargo, muy pronto los rápidos progresos de la "guerra relámpago" habían de impulsar posturas muy diferentes, que llevarían a Mussolini a la adopción de actitudes definidas por el más manifiesto oportunismo. Sin embargo, las condiciones materiales en que el país se encontraba en esos momentos no hacían sino justificar plenamente toda dilación a una entrada inmediata en el campo de las hostilidades. Para entonces, Italia comenzaba a recuperarse de los nefastos efectos de la crisis económica de 1929, e incluso el sistema dictatorial había recogido importantes apoyos entre la población, debido sobre todo a ese incipiente resurgimiento económico. Por otra parte, las relaciones establecida por el Reich, reflejadas en los papeles encarnados por los respectivos dirigentes, halagaban a los italianos. En efecto, hasta el momento del comienzo de la guerra Mussolini era considerado maestro ideológico de Hitler, ya que éste todavía no había comenzado a manifestar el sentimiento de superioridad que a partir de entonces constituiría la tónica dominante en sus mutuos contactos. Junto a esto, la deficiente organización de las fuerzas amadas se manifestaba de forma general, aun contando con la presencia de positivos elementos dentro del ámbito de la marina y aviación. Pero incluso estos sectores se veían afectados por carencias estructurales, de las cuales el desastroso estado del ejército de tierra era el mejor exponente. El anacronismo más manifiesto era el rasgo definitoria de esta organización castrense, en nada susceptible de una utilización eficaz en un conflicto de índole moderna. Al igual que el ejército francés, el italiano estaba imbuido de unas concepciones mentales que lo convertían en un inútil conglomerado de hombres y armas frente a las nuevas formas de la guerra de movimientos, fundamentada en la masiva utilización de carros de combate. Llegada la primavera de 1940, los altos jefes militares habían comenzado a constatar con claridad los evidentes deseos de Mussolini por entrar en la guerra al lado de su poderoso aliado. Pero de hecho era evidente que Italia no podría soportar materialmente un enfrentamiento bélico que se prolongase más allá de escasas semanas. Por otra parte, la situación de no beligerancia que el Gobierno había adoptado estaba beneficiando de forma sensible a los grandes negocios, destinatarios de una gran cantidad de solicitudes de envío de materiales que precisaban los países en guerra. Por todas estas razones, incluso destacados jerarcas del régimen fascista, como el ministro de Justicia, Dino Grandi, propugnaban una declaración de neutralidad, que delegaría todavía en mayor medida a Italia de los rumbos emprendidos por el Reich. Sin embargo, las espectaculares victorias obtenidas por la Wehrmacht no dejarían de producir sus efectos sobre la sociedad italiana en general y entre sus niveles dirigentes en concreto. Ante una Alemania que se presentaba como invencible, para muchos comenzaba a parecer absurdo mantenerse al margen de una empresa que solamente parecía ofrecer importantes e inmediatos beneficios. Acompañar al vencedor del momento se presenta de esta forma como una posibilidad que progresivamente va ganando adeptos en los círculos decisorios, llegando a afectar al mismo rey Víctor Manuel. El Duce, por su parte, se encuentra ya convencido por completo de la rapidez con la que la guerra va a concluir. Por ello pretende evitar perder las oportunidades que una actitud siquiera limitada especialmente podría reportarle.</p>
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Aparte de otros lugares de Francia, la arquitectura representativa del poder napoleónico contó con edificaciones significativas en el extranjero, y especialmente en Italia, una anexión temprana y muy ambicionada desde el punto de vista cultural. Aunque no llegó a construirse, el más monumental de los proyectos italianos de este momento fue la reforma urbana planificada a partir de 1806 por Giovanni Antonio Antolini (1754-1842) en Milán: el Foro Bonaparte. Las colosales dimensiones de esta plaza circular en torno al Castello Sforzesco y los numerosos edificios públicos que incluía el proyecto lo hicieron poco viable y lo redujeron a un plan visionario. El monumento de representación napoleónica que sí se erigió en Milán fue el que luego se llamaría Arco della Pace, del arquitecto Luigi Cagnola (1762-1833). Se comenzó su construcción en 1807, con un diseño que recreaba, como los arcos triunfales de París, el monumentalismo conmemorativo romano, probablemente con el modelo del Arco de Constantino. Cuando se terminó en 1838 la decoración escultórica de P. Marchesi ya se había convertido en monumento nacionalista lombardo.Otra intervención urbana destacada y llevada felizmente a término fue la remodelación de la Plaza de San Marcos de Venecia. Se derribó en 1807 la iglesia de San Zimignan y en 1810 se levantó en su lugar la denominada ala napoleónica, según el sopesado proyecto de G. M. Soli (1745-1822), que consiguió completar con extraordinario virtuosismo esta plaza histórica. Entre los arquitectos italianos de este momento encontramos un singular respeto, al tiempo que una marcada sensibilidad, por los monumentos de la propia tradición y por los conjuntos urbanos históricos que se proponen enaltecer. El arquitecto romano Giuseppe Valadier (1762-1839) trabajó en la restauración de monumentos con fidelidad histórica. Aunque realizó algunos edificios propios, descuella fundamentalmente por sus remodelaciones y embellecimientos del entramado urbano de Roma. Su intervención más afamada es la reforma de la Piazza del Popolo, proyectada en época de Napoleón, pero que no se ejecutará sino en el momento de la Restauración, con Pío VII, entre 1816 y 1820.Durante el sometimiento de Nápoles a José I y al general Murat se inician algunas reformas significativas en esta ciudad. El francés E. C. Leconte (1762-1818) intervino en las remodelaciones del Palacio de Caserta y de la Opera de San Carlo (1809), luego reformada por Antonio Niccolini (1772-1850). Pero en el Nápoles de Murat sobresale el acierto de la construcción comenzada por Leopoldo Laperuta en 1808 y completada por Pietro Bianchi (1787-1849) durante la Restauración borbónica: la columnata abierta para una plaza porticada que después, con Fernando I, se convertiría en ambiente sacro emblemático con la iglesia de San Francesco di Paola (1816-24).Es de destacar en cualquier caso la continuidad y resonancia que conocen los proyectos napoleónicos de construcción en la época de la Restauración. Cuando la casa Saboya retorna a Turín se hace erigir en esta ciudad la iglesia de la Gran Madre di Dio, cuyos planos se encargaron a F. Bonsignore (1767-1843), y se abre la plaza Vittorio Veneto, un gran espacio porticado diseñado por Giuseppe Frizzi (1797-1831). Ambos proyectos fueron trazados en 1818 y denotan continuismo con respecto a los principios de representación clásica rigorista -a su vez de ascendencia italiana- del período de Bonaparte. Con todo, desde el punto de vista ideológico son el nacionalismo y la involución sus rasgos característicos. Esto fue un comportamiento generalizado después de 1815 en una Europa papista y que parecía haber extraviado sus altares y sus crucifijos al sobresaltarse con el paso de las tropas francesas.En la Roma posnapoleónica otra realización importante, además de la de Valadier, fue la galería de escultura conocida como el Braccio Nuovo del Vaticano. Obra comenzada en 1817 por Raffaelo Stern (1771-1820), constituye otro de los exponentes más llamativos en la tradición de construcciones museísticas que se inicia en esta época en toda Europa. Pero entre los arquitectos italianos de este período destaca por su originalidad Giuseppe Japelli (1783-1852). Japelli era discípulo de G. Selva (1751-1819), el francófilo remodelador del teatro La Fenice de Venecia, y diseñó, especialmente para Padua, interesantísimos proyectos que no se llevaron a cabo. El Café Pedrocchi (h. 1816-34) que construyó en Padua es una de las obras más singulares del romanticismo clasicista por sus combinaciones de escala y por su rara elegancia. Incluso se le añadió en el año 37 un ala neogótica, una verdadera excepción en el panorama italiano. Se trata de un edificio entre palaciego y templario, pero destinado a cumplir sus funciones como lugar de charla y consumo burgués.Construcciones como las de Padua ponen de relieve que centros alejados de los grandes focos de la nueva arquitectura no cuentan necesariamente con obras de calidad menor. Esto se debe a la riqueza de las fuentes del rigorismo clasicista italiano, y a que la tradición abierta en el siglo XVIII orientada a la recuperación del purismo clásico había concluido ya muchos capítulos y se encontraba en un momento de afianzamiento al tiempo que había ganado nueva capacidad interpretativa. En la periferia europea encontramos igualmente los signos de madurez de este lenguaje arquitectónico purista.
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En el mes de octubre de 1940, Mussolini lanzó un ataque contra Grecia en busca de unas finalidades más políticas que económicas o estratégicas. Italia se había mantenido durante los primeros meses del conflicto generalizado en un oscuro segundo plano que su dirigente consideraba humillante. Así, a los frustrantes resultados obtenidos por el breve y oportunista enfrentamiento tenido con Francia, se habían venido a unir unas no mejores campañas realizadas en las colonias Libia y Abisinia. De esta forma, el sentimiento de amargura y fracaso se manifestaba entre los altos niveles del fascismo, actuando como elemento impulsor de la decisión del Duce. Pero en el conjunto de la Europa dominada ya por el poderío alemán, a Italia le quedaban escasos espacios de actuación, a menos que fuese a la sombra de su poderoso aliado. No pudiendo volverse hacia el norte o el oeste, Mussolini se vio obligado a mirar hacia el este, donde ya contaba con la posesión de Albania. La ocupación de este país había constituido para la propaganda del régimen una importante victoria. Pero ahora el Duce pretendía ir más lejos, y consideraba la posibilidad de atacar y conquistar de forma igualmente rápida a Yugoslavia o Grecia, en la creencia de que se trataba de países débiles y por tanto fáciles de dominar. El país elegido de entre los dos será Grecia, que conservaba estrechos lazos con las potencias occidentales; Yugoslavia, por el contrario, se contaba entre los países destinados a convertirse en verdaderos títeres de Berlín mediante su inclusión en el Pacto Tripartito. Grecia se regía por entonces según las formas de un sistema dictatorial personificado en la figura del general Metaxas e imitador de los modelos alemán e italiano, aunque sin alcanzar los rigores de éstos. Con todo, las relaciones que mantenía con Francia y Gran Bretaña habían impedido hasta entonces que se manifestase una mayor aproximación a las potencias del Eje por parte del dictador heleno. En abril de 1939, tras el ataque a Albania, las potencias occidentales habían garantizado de forma expresa la integridad del territorio griego. Ante esto, Roma había adoptado una conducta amistosa, ya que no se consideraba en condiciones de enfrentarse a ellos de forma abierta. Más tarde, con el inicio de las hostilidades, Atenas había declarado su neutralidad, al tiempo que se preparaba para una posible entrada involuntaria en el conflicto, sobre todo a partir de la caída de Francia y el inicio de la batalla de Inglaterra. Sin embargo, los actos de provocación realizados por los italianos en la zona del Adriático no habrían de cesar ya, decidido el Duce a emprender lo antes posible una campaña que imaginaba rápida y fácil. En septiembre de 1940, Grecia decretó la movilización general de sus efectivos, al tiempo que Metaxas trataba de conseguir que Hitler actuase como moderador de las ansias agresivas de su aliado. Berlín, de hecho, apoyaba esta idea del primer ministro griego, ya que no veía la necesidad de abrir un frente en una zona que se hallaba perfectamente controlada. Los regímenes de la región danubiano-balcánica admitían la calificación de filofascistas, y se hallaban totalmente sujetos por la voluntad del Reich, por lo que era innecesario que éste actuase en contra de los mismos. Al no contar con la aquiescencia del Führer, Mussolini todavía no se atrevía a actuar, pero la entrada de tropas alemanas en Rumania con el fin de proteger los pozos petrolíferos la impulsaría finalmente a ello. De esta forma, podría llevar a cabo en solitario una experiencia expansionista que le rehabilitase tanto ante su pueblo como de cara a su aliado. Muchos de los dirigentes fascistas se encontraban convencidos de que Grecia podría ser liquidada en el plazo de pocas semanas. Apoyaban además esta acción en busca tanto de su propio medro personal como del brillo exterior que el país necesitaba.
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Dos son las regiones en las que se centran las principales creaciones de la arquitectura románica: Apulia y Sicilia. Junto a estos edificios, que presentan formas más o menos puras, existen muchos otros que no podemos considerar en este capítulo, pues corresponden a la arquitectura propiamente bizantina. Con la conquista de Bari por los normandos se pone fin al dominio bizantino en Italia. A lo largo del XII se construirá la gran iglesia dedicada a san Nicolás. El edificio consta de un elevadísimo crucero, cuya altura se enfatiza aún más con los esbeltísimos ábsides. El edificio, que iba cubierto de madera sufrirá una gran transformación al abovedarse con aristas las naves laterales y disponer, sobre ellas, una tribuna. Edificios, como las catedrales de Bari, Trani y Bitonto, imitarán aspectos parciales de este monumento. La escultura, salvo la obra excepcional de la cátedra episcopal de San Nicolás, es una síntesis de las experiencias practicadas en otras regiones italianas. El aspecto formal de la cátedra responde a modelos conocidos del XI, la diferencia reside en la actitud expresiva de los atlantes. Difícilmente se puede aceptar que la fecha de 1105 pueda corresponderse con una escultura capaz de dotar a sus imágenes de sentimientos humanos. La arquitectura siciliana, como fruto de experiencias bizantinas, islámicas y románicas, presenta formas exóticas que en algunos aspectos resulta difícil poder clasificarlas como románicas. La iglesia del conjunto palatino de Monreale es un vastísimo edificio de 102 metros de largo, perfectamente dividido en tres espacios: fachada torreada con nártex, tres naves de esbeltas columnas y arcos apuntados, y un enorme transepto al que se abren tres ábsides semicirculares. El tipo de presbiterio, así como los elementos de la fachada, remiten a la arquitectura europea. Los temas decorativos, arcos entrecruzados y motivos cerámicos, son de raíz islámica. Los mosaicos responden a la más estricta estética bizantina. En el claustro nos encontramos con una serie de 228 capiteles que son un espléndido muestrario de la iconografía más variada. Temas profanos, sucesos de la historia contemporánea del monumento, construido por Guillermo II entre 1175 y 1185, y un ciclo neotestamentario. Su estilo coincide con la escultura tardía del sur de Francia, aunque no faltan influjos de la plástica bizantina. El capitel que representa el sacrificio de Mitra es una verdadera obra maestra de la escultura tardorrománica.