Busqueda de contenidos

contexto
Muchas veces se ha pretendido identificar la historia de los pueblos con la historia de sus dirigentes, que, sin duda es importante, pero no es toda la historia, ni es suficientemente explicativa. ¿Cómo hacer de la historia de la Corona de Aragón una historia que no sea una ilación de biografías políticas? Tentación fácil, siendo como fue la Corona de Aragón una construcción de fuerte contenido político. Quizá la mejor solución sería establecer secuencias temporales, jalonadas por tendencias económicas, y, dentro de ellas, narrar y explicar el movimiento histórico con datos de diferente origen e intentando descubrir las causas de los procesos. La dificultad consiste en la falta de estudios realizados con tal perspectiva globalizante, y en el hecho de que los efectuados con esta pretensión generalmente resultan confusos por acumulación de datos diversos, y son escasamente explicativos. Escollo añadido es el hecho de que la Corona, que funcionó de algún modo como una Confederación, estuvo formada por pueblos que han conservado una fuerte personalidad histórica y, con ella, han impulsado escuelas historiográficas que han contemplado más su historia que la del vecino. La síntesis es, por tanto, difícil, y este capítulo habrá de resentirse de ello. Pero el problema no es únicamente historiográfico sino también histórico: los pueblos de la Corona no evolucionaron de igual manera en el período estudiado sino que experimentaron ritmos distintos, a veces casi opuestos. ¿Cómo hacer por tanto de este cúmulo de historias una historia unitaria sin artificiosidad? A la medida de nuestras posibilidades intentaremos conseguir un compromiso entre lo ideal y lo posible y, puesto que nos vamos a mover en un espacio limitado y nos interesa sobremanera la comprensión de los fenómenos, vamos a escoger el camino de una descomposición de la materia histórica en temas o factores sustantivos del proceso histórico. En primer lugar el peso de los hombres, después sus bases materiales, a continuación la estructura social, en cuarto lugar el poder y las luchas por el poder y, por último, la expresión escrita de las ideas, sueños e inquietudes de aquellos hombres. Va a ser dentro de cada uno de estos componentes del sistema social donde intentaremos establecer secuencias temporales y evoluciones, y donde nos esforzaremos por sintetizar los datos que nos parecen más relevantes de cada reino o país de la Corona de Aragón. La historia que nos disponemos a explicar es la de unos pueblos hispánicos que a principios del siglo XIV alcanzaron los límites de su expansión peninsular, pero que ya desde principios del siglo XIII iniciaron una formidable expansión mediterránea que iba a afectar a la vida de otros pueblos de este mar e iba a transformarlos a ellos mismos. Nos moveremos, por tanto, en varios frentes a la vez: en los viejos reinos de la Corona, el Mediterráneo occidental, el Norte de Africa y el Mediterráneo oriental. Pero ello no es todo. La Corona nunca vivió de espaldas a la Península, y aunque la historiografía tradicional, cuando habla de los pueblos hispánicos en la Edad Media y de su experiencia de la vida en común, casi no recuerda más que desacuerdos y guerras, nosotros intentaremos recordar algo más: las relaciones comerciales, las negociaciones diplomáticas, las alianzas, las ayudas y, naturalmente también, las rivalidades y luchas, aunque aquí sería menester distinguir entre los pueblos y sus dirigentes. Aunque toda síntesis sea provisional y personal, pensamos que en la parte relativa a historia de la población, la economía y la sociedad el equilibrio entre los datos relativos a Aragón, Cataluña, Mallorca y Valencia, con matices, será relativamente fácil de mantener. En política exterior, obviamente, no debe haber problemas de dosis. Las dificultades mayores surgirán en la historia de la política interior, donde pensamos que puede mantenerse un equilibrio informativo hasta la entronización de los Trastámaras. Después, los episodios dramáticos que se vivieron en Cataluña, y que culminaron en la guerra civil de 1462-72, nos parece que reclaman una atención especial, aun cuando posiblemente en estas fechas Cataluña ya había dejado de ser el motor de la Corona.
contexto
La crónica Dejó Sarmiento abundante documentación de su paso por la vida. Además de su copiosísimo epistolario con el rey y sus secretarios, existen varias crónicas principales --firmadas por él mismo-- de sus observaciones y viajes: la primera, probablemente de 1569, narra brevemente la expedición que hizo con Mendaña al Pacífico, con poco resultado práctico, y cuya consecuencia fue el descubrimiento de las islas Salomón. La segunda estuvo monumentalmente concebida, y pretendió ser un estudio histórico científico sobre el reino del Perú. Habríase de componer de tres partes: una descripción del medio físico; otra --la conocida, aclara Landín, y probablemente la única concluida-- referente al Perú prehispánico, desde los primeros Capac hasta Atahualpa y Huáscar; y una tercera, trataría de los hechos de la Conquista y subsiguientes a ella. Por exigencias políticas, Sarmiento acometió primeramente la segunda parte de esta obra ambiciosa --la que conocemos como Historia Indica--, que concluyó en 1572. Posteriores acontecimientos --la rebelión alto-peruana de los chiriguanos, y su tercera comparecencia ante el Tribunal del Santo oficio-- frustraron la conclusión del resto de la obra. La tercera crónica de Sarmiento es la que relata su viaje de descubrimiento al Estrecho de Magallanes. Las demás --hasta un total de cuatro, datadas en 1582, 1583, 1584 y 1590-- narran los sucesos relativos a la expedición de fortificación y poblamiento del Estrecho. Componen la descripción de su fracaso, mientras que la anterior es la expresión de una victoria, y se corresponde con la plenitud vital de su autor. Esta es la que aquí se ofrece a la reflexión del lector. Es una crónica densa, compacta, minuciosa y completa, consecuencia de un mando ejercido sin limitación. Es, por consiguiente, de todos los que firmó, el texto que mejor define la personalidad del descubridor: acabado modelo --dice Landín-- de expresionismo marinero, abarrotado de clásicas formas en las que se vierte el temple varonil de su autor y una fuente inagotable para cuantos busquen la entraña misma del sentir y decir de nuestros viejos mareantes. En efecto, la Relación es, ante todo y sobre todo, el escrito de un marino, que se ciñe a la finalidad descubridora de la empresa que acomete: constituye por lo tanto un registro exhaustivo de los accidentes y meteorología del Estrecho. Vientos, profundidades, fondos, corrientes, marcas, surgideros, rompientes y, contornos costeros, aparecen en esta crónica señalados con absoluta precisión. Y también la flora, la fauna y los hombres que habitaban aquel rincón del planeta. Con razón Pedro Peralta, en su poema épico Lima fundada, llama a Sarmiento ... nuevo Teseo del austral undoso laberinto del liquido elemento... Pero tanta pormenorización no impide que el escritor luzca su estilo, y así el empleo del sinónimo --con preocupada medida--, de la metáfora y, en ocasiones, de la oportuna ironía, amenizan el diario del navegante, haciendo su lectura francamente asequible para el lego en las cosas de la mar. Pórtico de la crónica son las instrucciones del Virrey, tan abundantes en detalles técnicos que hay que pensar que Sarmiento las inspiró y don Francisco de Toledo --quien siempre demostró absoluta confianza en el marino-- las firmó. Nada queda en ellas al azar, y de su exacto cumplimiento da fe el subsiguiente relato de la aventura, a lo largo de la cual Sarmiento no sólo obedeció a la autoridad virreinal: también se obedeció a sí mismo. Para garantizar de aquélla un testimonio escrito, ordenó el virrey que se hicieran cuatro copias del diario: una, que retornaría al Perú, vía marítima, desde la entrada oriental del Estrecho; otra que ha de quedar a la Justicia de Río de la Plata para enviar a Su Magestad; una tercera, que llevaría a Lima el soldado que acordéredes, por tierra, vía Tucumán; y la cuarta, debía ser entregada personalmente a Su Magestad, con la dicha Relación y el despacho que lleváis mío, para presentar las dichas Informaciones, Relaciones y Descripciones autorizadas en la forma que dicha es, y a informar de palabra con testigos del hecho, para que Su Magestad mande y provea en todo lo que más fuere servido para la prevención y seguro de aquella Entrada... La defección de Villalobos alteró estos cuidadosos planes documentales que Sarmiento, dotado de auténtica inquietud científica, cumplió empero a rajatabla, si bien no pudo detenerse en Río de la Plata porque las corrientes sacaron su nave a mar abierto. Se trajo, pues, tres copias de su crónica a España, remitiendo la cuarta con un patache alquilado a sus expensas, desde Cabo Verde a Lima, vía Panamá. Esta crónica del viaje glorioso de Sarmiento se compone de varias secuencias: abarca la primera desde la salida de El Callao el 11 de octubre de 1579, hasta la llegada al golfo Trinidad, a 50?S, donde la costa chilena, desbaratada en un laberinto de tierras y aguas, anuncia la proximidad del Estrecho; la segunda se subdivide a su vez en tres períodos, que se corresponden con las exploraciones que realizó el navegante en busca de las posibles bocas --principales o secundarias-- que pudieran conducir al canal interoceánico. Estos recorridos, son un ejemplo de pericia marinera, de probado valor y de lealtad al mandamiento recibido (... procurad con vigilancia saber todas las Bocas que tiene el dicho Estrecho a la entrada por esta mar, le había ordenado el virrey). Al cabo de ellos llegó Sarmiento a la conclusión de que, para navíos de porte, sólo había una entrada practicable, y por eso se lanzó a su búsqueda saliendo al mar abierto (fue entonces cuando Villalobos dio popa al riesgo y a la gloria) y embocándola con admirable precisión. La tercera secuencia abarca el resto del viaje: la travesía del Estrecho --durante la cual investigó, siempre fiel a las instrucciones de don Francisco de Toledo, las posibles salidas del paso--, la desembocadura en el Atlántico y la ruta hacia España, cruzando en diagonal el océano. En esta última fase resolvió el problema del cálculo de la longitud, sirviéndose de la distancia angular de sol a luna, método que fue el primer marino en emplear. Localizó en la bóveda austral dos estrellas polares de muy Pequeña circunferencia (a diferencia del boreal, el polo sur celeste es oscuro. Los luceros de Sarmiento, de muy secundaria magnitud, fueron observados por éste mediante procedimientos artesanales, ya que no se había inventado el telescopio. De ambas estrellas, efectivamente muy próximas al polo austral, ha obtenido magníficas impresiones fotográficas el ingeniero don Francisco de Castro, durante la expedición Patagonia-87, realizada en memoria del insigne navegante), anotó y explicó determinados meteoros luminosos, y proporcionó normas para corregir los aparatos de medida, afectados de error en el lejano sur terrestre. La última parte de la crónica es un típico relato de aventuras: con su tripulación enferma de escorbuto, Sarmiento ha de enfrentarse a dos naves corsarias francesas, a las que logra burlar, ganándolas el barlovento; seguidamente, con su nave hecha un prado de hierba y caramujo, de la larga navegación, arriba a las islas de Cabo Verde, donde él y sus hombres han de pagar crecidos precios para cubrir sus también crecidas necesidades: ... tuvimos que pagar aquí el agua como si fuera vino, escribirá el navegante; no fue obstáculo este abuso para la petición que hicieron a los españoles las autoridades portuguesas: que se enfrentasen a unos piratas, merodeadores de las aguas del archipiélago desde hacia largo tiempo. Sarmiento asumió el reto y púsolos en fuga, porque la pólvora del Perú excede a todas las pólvoras que agora se saben. Finalmente, en las Azores supieron de la crisis dinástica hispano portuguesa: la población isleña, inclinada en favor del aspirante lusitano, se comportó hostilmente con los españoles, por lo cual --dice Sarmiento-- vivíamos como quien por momentos esperaba ejecución de la behetría del vulgo; pero con las armas en la mano y las mechas encendidas todas las horas. Por aquel tiempo, en la península, el duque de Alba en rápida acción militar incorporaba Portugal a los dominios de Felipe II. Pero cuando Sarmiento llegó a las Azores, aún no conocían sus habitantes tal noticia. Afortunadamente llegó una armada española procedente de las indias, compuesta por veintidós barcos. Esta providencial presencia acabó con la última tribulación de los descubridores. El 3 de agosto de aquel año de 1580, las veintitrés naves --veintidós más una-- ponían sus proas hacia España, entrando en Cádiz el quince de dicho mes, después de trescientos diez días de navegación. El diecisiete, con sus hombres como testigos, firmaba Sarmiento su relación, y se disponía a visitar a Felipe II --rey de España y Portugal-- en Badajoz, para dar cuenta al soberano de que sus posesiones se extendían hasta el extremo sur del planeta. Algo más hay que comentar de este relato fundamentalmente náutico: Como el fin de este viaje --comenta Sarmiento--, entre las cosas urgentes, se manda por la instrucción del Virrey que se sepa aún después de salidos del estrecho a esta mar se procure saber de los ingleses, el descubridor, en Azores, se informó cuanto pudo de las andanzas de éstos en el Atlántico, desde Magallanes hasta Brasil, haciendo gala de agudeza mental en su investigación y valorando acertadamente los informes adquiridos. Con esta última actividad, Sarmiento cumplía exactamente todas las instrucciones del virrey. Su Relación y Derrotero del Viage y Descubrimiento del Estrecho de la Madre de Dios, antes llamado de Magallanes, es la expresión de su colmado celo, y con independencia del valor literario y científico que posee, constituye verdadera acta notarial de desinteresado servicio a la corona, el cual, justo es decirlo --y lo afirma sin ambages Fernández Duro-- siempre se vio tibiamente recompensado.
contexto
En una reciente encuesta realizada en Estados Unidos figuraba la pregunta de dónde y cuándo se había vivido mejor durante el último milenio de la historia de la humanidad. La respuesta obtenida fue que en la Venecia de los Dux y durante los primeros treinta años del siglo XVI. Lo más probable es que tanto quienes preguntaban como quienes respondían le dieran a tal resultado poco más que un valor evocador y ocioso, pero, sin embargo, la elección merecería alguna reflexión sobre la visión contemporánea del pasado y ese extraordinario siglo XVI cuya memoria de laberinto parece confundirse con nuestra propia intuición. En la Historia de España, las biografías de los llamados Austrias Mayores: Carlos I (1500-1558) y Felipe II (1527-1598), recorren casi por completo esta centuria que, valga la expresión, podemos contemplar desde sus vidas. Heredera de intereses y opciones de los Reyes Católicos, pero en circunstancias bien distintas, su Monarquía se convierte en un agente primordial y hegemónico en la historia general de la centuria, con una presencia redoblada e incesante en la mayoría de sus conflictos y de sus escenarios principales. Aunque todo el siglo, en España y fuera de ella, acabe por revelársenos un tiempo extraño, nada encontraremos en él que, en el fondo, nos resulte completamente ajeno. Ni siquiera lo será la cruel violencia cotidiana en que vivió sumida esta centuria de conflictos devastadores, siempre agitada y convulsa -también, por supuesto, en la Venecia de los Dux, famosa por las peleas campales entre barrios-, pero, al mismo tiempo, primera edad clásica de la cultura europea en letras y artes. Especialistas y lectores se sienten atraídos por el XVI tanto a causa de la fascinación que provoca la brillante civilización que floreció en Erasmo, Castiglione y Vives, Montaigne, Garcilaso o Tiziano, como porque el siglo provoca una innegabla sensación de proximidad. Ésta se hace especialmente intensa gracias a una abundante y variada documentación que permite acercarse a vida, obras e ideas de quienes entonces vivieron. A veces, se diría que puede oírse hasta alguna voz. Así, por ejemplo, se conserva el Libro de memoria del pequeño consejo que se reunía con Don Juan de Austria en marcha por los Países Bajos durante la que fue su última campaña en 1578. En él, con letra menuda, un paciente secretario recogía propuestas y discusiones, hasta dejarnos una suerte de prolongado diálogo teatral en el que, a veces atropelladamente, van hablando desde los capitanes famosos a los soldados que eran llamados a comparecer ante aquel consejo. La máxima inmediatez se consigue cuando el secretario confiesa su incapacidad para recoger lo que alguno está diciendo porque no le oye bien en ese preciso momento. Con él, acaso podrían decir lo mismo quienes hoy leen sus notas manuscritas. Ciertamente, esta clase de documentación que casi transcribe ideas y opiniones en el momento mismo en el que se expresan es muy poco frecuente. Lo habitual es encontrarnos ante fuentes que, caso de tener que recoger intervenciones orales, las someten a un proceso de reelaboración del que un testimonio, un voto o una declaración salen convertidos en verdaderos textos escritos y pertenecen tanto a quien particularmente los expresó como a quien los re-creó para fijarlos en papel y tinta. Pero, pese a esto, siguen constituyendo preciosos documentos para el historiador que gracias a ellos se beneficia de una documentación escrita cada vez más abundante y generalizada. A lo largo del siglo XVI, la escritura fue haciéndose, poco a poco, con una parte cada vez más importante y crucial en la transmisión de noticias y conocimientos. No quiere decir esto que lo oral y lo visual quedasen desbancados en el cumplimiento de esta función, sino, simplemente, que lo escrito se fue extendiendo hasta alcanzar ámbitos y estratos de la sociedad que, no estando alfabetizados, nunca antes había llegado a afectar. Además, el XVI fue el primer siglo en conocer el pleno desarrollo de la imprenta, sabiendo sacar todo el partido de las posibilidades difusoras inherentes al sistema tipográfico -en suma, mayor facilidad para reproducir un texto y hacer que sus copias fueran idénticas y que resultasen más baratas. Esto supuso que, por primera vez, fuera posible plantearse tanto una recogida de información como una propaganda de dimensiones realmente masivas. En una cosa y en otra, el poder moderno avanzó ayudado por la escritura -manual o mecánica-, aunque, por supuesto, nunca olvidó el valor persuasivo de la voz y las imágenes. No obstante, uno de los mayores logros de las monarquías del XVI fue la creación de grandes bibliotecas y archivos que, frente a los medievales, ahora tendían hacia la universalización en la recogida de la documentación hasta convertirse en verdaderos depósitos de la memoria de la época. Junto a los grandes archivos reales, también se fueron consolidando y generalizando otros archivos como los de eclesiásticos, los municipales y los de particulares (nobles, hombres de negocios, letrados), sin olvidar los de escrituras notariales; no en vano toda Europa se iba a ir convirtiendo en lo que Chabod llamó una "civiltá delta carta bollata", una cultura del documento presidida por el oficio del escribano. El inmenso volumen de fuentes del XVI conservado en archivos y bibliotecas hace posible acercarse al siglo, sin duda, en condiciones mejores que las que es posible encontrar para cualquier otro período anterior. A esta abundancia hay que añadir una impresionante variedad de procedencias que permite conocer, valga la expresión, no sólo la historia oficial, sino también la de quienes se resistían a ella desde la heterodoxia religiosa, política o cultural. Y, como se ha dicho antes, incluso la versión de los vencidos iletrados, que se han adentrado en el territorio de lo escrito de la mano de los escribanos notariales, de los párrocos e inquisidores, de los recaudadores y oficiales del rey, etc. Claro que no siempre ha sido a su pesar. A comienzos de la década de 1590 fue detenido Diego Carrillo, morisco granadino y antiguo esclavo, porque, en connivencia con un galeote de nombre Monterroso, "contrahazía la firma real en licencias para que nuevos convertidos pudiesen llevar armas". A Carrillo le fue hallada una cédula que sí era original y otras con firmas falsas; sin embargo, algunas habían sido registradas con normalidad ante el Justicia Civil de Valencia, de donde hubo que retirarlas. Como resultado de su proceso, se descubrió una red de más de veinte cómplices en el mismo delito en lugares como Murcia o Soria. Si la escritura era uno de los más importantes instrumentos para ejercer el control real por este Felipe II fundador y protector de archivos, ¿no había sido utilizada para burlarlo? Como en este caso, siempre que sea posible queremos darle prioridad a la utilización en este texto de testimonios tomados directamente de los ricos, abundantes y, también, sorprendentes fondos documentales de la época y en los que modernizaremos tan sólo la grafía y acentuación para facilitar su lectura y comprensión. Igualmente, recurriremos a fuentes ya publicadas, así como a cuantos estudios, monografías y artículos nos permitan presentar y calibrar la realidad de este siglo de complejísima articulación interna. Para hacerlo, en primer lugar, trazaremos una breve relación de los principales hechos de los reinados de Carlos I y Felipe II; después nos ocuparemos de la dimensión estructural de la Monarquía Hispánica, analizando, de un lado, la relación entre el rey y sus reinos, así como, de otro, la articulación de los Estados que conformaban espacial y jurisdiccionalmente cada uno de éstos. Después, pasaremos a estudiar los medios del gobierno de que se disponía tanto en la corte real como fuera de ella, considerándolos, en buena medida, el resultado de la particular constitución social y política de la Monarquía de los Austrias. Tras ellos, serán consideradas las magnitudes demográfica y económica de la España del XVI, ante todo, como expresión de la irrepetible complejidad del período. Un período que deparó importantes cambios, encerró las más variadas paradojas y ha estado sujeto a una memoria que, cuando menos, podría decirse que no ha sido siempre favorable. Aunque hoy en día sí lo es, como muestra el resultado de la citada encuesta en la que el siglo XVI fue elegido como el mejor momento para vivir y que, caso de trasladarse a España, quizá arrojase una conclusión parecida.
contexto
INTRODUCCIÓN En el gran conjunto de las crónicas referentes al Nuevo Mundo hay sorpresas sin número. Algunas nos transmiten los testimonios henchidos de asombro de quienes tomaron parte en los hechos y contemplaron realidades nunca antes vistas. Otras recogen las palabras de los informantes nativos acerca de su propia historia y su cultura. En verdad, fantasía y ficción se quedan cortas ante las maravillas de que hablan tantos y tantos cronistas de las tierras americanas, las Antillas, México, Guatemala y la gran región de los pueblos andinos. Así como hubo no pocos que tomaron la pluma para dar vida a sus crónicas, no faltaron desde el mismo siglo XVI los que, con afán inquisitivo, atendieron sobre todo al mundo de la naturaleza americana, plantas, animales, minerales, los recursos en fin de la tierra y el mar. Podría decirse que en esto el célebre Gonzalo Fernández de Oviedo dio ya un espléndido ejemplo. Entre los que luego se asomaron al Nuevo Mundo con acrecentado interés para indagar acerca de sus cosas naturales sobresale un médico nacido en el reino de Toledo (1517-1578), Francisco Hernández. Enviado por Felipe II, su propósito inicial fue adentrarse, con fines sobre todo farmacológicos, en el conocimiento de las plantas y animales tanto de México como del Perú. Seis años pasó en México (1571-1577) y mucho fue lo que allí allegó como fruto de su investigación científica. No le fue dado ya trasladarse a Perú. Si nada alcanzó a aportar Hernández sobre plantas y animales de las regiones andinas, en cambio amplió de modo no previsto originalmente el campo de su interés relativo a México. Tanto lo cautivaron las realidades con las que estuvo en contacto en dicho país que, además de sus pesquisas sobre el mundo de la naturaleza, escribió asimismo sobre las antigüedades y cultura de sus habitantes, al igual que una breve relación acerca de la Conquista. Tan sólo muy recientemente ha podido hacerse el rescate más completo de la gran aportación hernandina sobre historia natural de la que entonces se llamaba Nueva España. Me refiero a la monumental edición en varios volúmenes, sacada a luz por un grupo de investigadores de la Universidad Nacional Autónoma de México, y a la que aludiré más ampliamente en esta misma Introducción. De hecho, la figura y la obra de Hernández han sido mucho más valoradas desde la perspectiva de las ciencias naturales. Y, sin embargo, él, que llegó a ser protomédico de Felipe II, imbuido de un espíritu renacentista, se distinguió asimismo como observador acucioso de realidades culturales y escudriñador de antigüedades. En este volumen se ofrece precisamente lo que fue aportación principal suya en el campo de la historiografía. En la presente Introducción quiero situar esta obra en el contexto de su tiempo, de su propia vida e intereses. Como antecedente, atenderé a lo que significó el encuentro del renacimiento español y el saber indígena en el México del siglo XVI. En seguida presentaré a Francisco Hernández desde sus años de formación hasta el momento de su viaje al Nuevo Mundo. Lugar muy especial daré a los que llamo los años mexicanos de Francisco Hernández, es decir, al lapso de sus investigaciones en la Nueva España. A la recordación de lo que fue su retorno y muerte en España, acompaño la memoria sobre las vicisitudes de que, por largo tiempo, fueron objeto sus escritos, hasta que se consumó el más cabal rescate de ellos. La obra suya que aquí se publica, Antigüedades de la Nueva España, constituye tema principal de descripción y análisis. Interesa esclarecer cuándo, dónde y cómo la escribió Hernández. Precisar sus fuentes es asunto digno asimismo de consideración. Al describir en este estudio el contenido de los tres libros de las Antigüedades y del relato que dedicó a la Conquista, señalaré precisamente lo que puede tenerse como aportación suya más original. En algunos casos sobresalen los recuerdos de experiencias personales, aquello que contempló o supo de primera mano. Otras veces son sus reflexiones las que deben ser puestas de relieve. El naturalista y protomédico, doctor Francisco Hernández, durante su estancia en México, aprendió mucho también sobre la historia y cultura de los aztecas o mexicas y de sus vecinos. El conjunto de sus testimonios de tema histórico, hasta hoy relativamente poco tomados en cuenta, bien merece situarse al lado de las otras crónicas de América y, en particular, de México. En esta edición, se reproduce la versión al español preparada por Luis García Pimentel, del texto de las Antigüedades que Hernández escribió originalmente en latín. Dispuso él también diversas notas referidas sobre todo a las expresiones latinas empleadas por Hernández. Por mi parte he optado por seguir un procedimiento diferente. En vez de recargar el texto con esas notas, he preparado un amplio glosario que se incluye, como apéndice, al final del libro. En él se da la traducción y etimología de numerosos vocablos en nahuatl, la lengua de los antiguos mexicanos. Además, cuando me parece que se requiere, doy algunas referencias históricas. En la redacción del glosario me he guiado básicamente por el Vocabulario de Alonso de Molina y, en menor medida, por el Vocabulario que Ángel María Garibay incluyó como apéndice al editar, en 1956, la Historia General de las cosas de Nueva España, de fray Bernardino de Sahagún. Con estas salvedades entro ya en materia, atendiendo a los tiempos, la persona y la obra del insigne toledano Francisco Hernández, científico y humanista a la vez, buen representante en suma de lo que fue el Renacimiento español.
contexto
INTRODUCCIÓN La conquista de América, constituye una época de frontera, de novedad, de establecimiento de relaciones humanas entre los conquistadores y los indígenas. Entendemos por frontera un espacio de relaciones humanas que se inicia con el conocimiento que se produce en lo que ha sido llamado la mayor mutación conocida del espacio1 y que consiste en que, entre 1492 y 1522, se construye, mediante la navegación, la geografía del Atlántico transversal, con un conocimiento muy cumplido de las rutas, vientos, islas, costas; todo ello reproducido a escala en una cartografía impresionante. Esa frontera atlántica se amplía, entre 1519 y 1555, en la expansión continuental, donde se produce una estructura de relaciones humanas, caracterizada por importantes síntesis antropolígicas, estéticas, políticas, religiosas, sociales, culturales y económicas, donde se pone a prueba la capacidad creadora humana del español del siglo XVI. De esta inmensa experiencia --que no dispone de modelos previos, ni tampoco nadie ha sido, después, capaz de continuar ni perfeccionar--, surgen nuevos sistemas de convivencia, se instrumenta una crítica moral, motor de una considerable polémica de fuertes implicaciones políticas y teológicas, se fundan ciudades, se organizan y desarrollan instituciones, se inicia la producción, se abren puertos, se incorpora al modelo occidental, aquella vida que había permanecido aislada a los grandes procesos de las relaciones internacionales y de las corrientes universales. Todo esto, claro está, supuso vencer tremendas dificultades como las derivadas de la heterogenidad del espacio y su inmensidad, en lo geográfico, en lo cultural, en la comprensión de los supuestos de la organización política indígena. Como consecuencia de estas dificultades resulta imposible pensar en una homogeneización, ni mucho menos en un tiempo que pueda considerarse simultáneo2. Las dificultades de espacio impusieron característicos escalones temporales en los ejes de hispanización, de modo que se perpetúa la coexistencia de comunidades distintas, cuyo grado de integración carecía completamente de homogeneidad; por otra parte, la diferencia de niveles culturales entre los mundos indígenas era notorio, como ocurría también entre los españoles, entre los cuales existía un amplio arco que oscilaba desde un nivel de formación universitaria, hasta un conocimiento elemental tipo catequesis parroquial. Existe, también, una considerable incomunicación por la mutua ignorancia linguística, que hizo preciso utilizar, primero, el lenguaje internacional de la mímica, luego la utilización de intérpretes o lenguas y, por fin, la plena comunicación a través de la enseñanza, la catequesis o la evangelización. En tal aspecto, lo más grave fue la increíble multiplicidad de lenguas: unas ciento treinta y tres en el continente, cada una de ellas, al menos, con cuatro o cinco variantes dialectales. Por otra parte, el asentamiento no fue siempre pacífico, sino que se produjo mediante choques violentos, como suele ocurrir fundamentalmente ante culturas significativamente militaristas, como eran las altas culturas americanas, en las que se había producido una afirmación de una casta militar dominadora como consecuencia de largas y sostenidas guerras de signo imperial. Se trata, pues, de una situación de frontera, que podemos situar estructuralmente --es decir, en el tiempo largo-- entre el primer viaje de Colón (1492) hasta la abdicación de Carlos I (1556), con una fecha intermedia --1534-- en que se decide la fundación del primer virreinato y que coincide con la fundación de importantes ciudades: Quito (1534), Lima (1535), la primera Buenos Aires (1536), Asunción (1537), Santa Fe de Bogotá (1538). Esta fecha intermedia, de tanta significación, permite apoyarnos en el tiempo medio generacional, para establecer la existencia de una doble generación en la época de la conquista: 1505/1530, cuya coherencia central radicó, sin duda, en la conquista de la Nueva España; la de 1530/1555, en la que se centró en la conquista del Perú y sus secuelas, mucho más prolongadas. Entendemos estas fechas como simple referencia, para estar en disposición de yuxtaponer el tiempo epocal3 con el generacional4 de modo que sea posible centrar debidamente las condiciones y caracteres del personaje histórico al que nos vamos a referir de modo exclusivo ahora y aquí: Hernán Cortés, significativo personaje de época en el humanismo español del siglo XVI5. Centrando algo más el objetivo crítico, hay que decir que la etapa histórica 1519-1541 --participando, pues, de las mentalidades generacionales, la mexicana y la peruana-- es la de asentamiento fundacional en el continente; antes, la de 1492-1522, es la del descubrimiento geográfico; posteriormente, la de 1541-1556, es la de discusión y polémica de los derechos patrimoniales, en tensión con la robusta e importantísima creación del derecho público indiano. Existe en esa época una manifestación cultural de primera importancia; son las crónicas, es decir, lo que escribieron los propios protagonistas de las conquistas; pueden destacarse estadísticamente, pues sólo son diecinueve las que cumplen esta condición. Son, por consiguiente, vivencias informativas, formas de relación constantes --no instantáneas-- capaces de desencadenar la respuesta de la persona ante la situación, que al expresar creadoramente lo visto y lo vivido, origina una poderosa corriente de informatividad, cuyo significado --mediante el análisis de su estructura peculiar-- sólo resulta primariamente de estructura configuradora: la verdad de lo visto y vivido, en contraposición a la simultánea prevalencia literaria de los libros de caballerías, tenidos como historias mentirosas; la idea de la fama y del servicio, en contraste con el interés personal; y, por último, la instancia exaltativa bajo el realismo correctivo de los mismos hechos que se describen. En efecto, la primera nota significativa que destaca en las crónicas escritas por los conquistadores, es que, con sus notas y descripciones sobre la realidad, produce el conocimiento real, despejando de ese modo la imagen intelectual mítica6 que de América se iba forjando en la Europa del Renacimiento, como por ejemplo ocurre en la escuela de Saint-Dié, del duque Renato de Lorena7. La objetivación plena de América pertenece al conquistador, al realismo descriptivo de sus crónicas y relatos: su fuerte empeño en torno a la verdad era la que hacía desaparecer poco a poco la idea de terra incognita para, por el contrario, afirmar cada vez más la realidad de lo visto y vivido. Tampoco puede olvidarse que el comienzo de la conquista, corre paralelo con el surgimiento de corrientes de critica política --las Comunidades de Castilla8-- que representan la última posibilidad del diálogo medieval, ante la aparición de la autoridad incontestable del Estado moderno. Por último, en la conquista de América --a través del sentido crítico del conquistador-- aparece una alternativa a la Ética Autoritaria, que fue la Ética Humanística, anticipándose a las ideas de la Ilustración --especialmente la fe en la ciencia-- y haciendo que el hombre confiase en su propia razón como guía para el establecimiento de normas éticas válidas para la convivencia9. Se trata de la aparición de una alternativa en la conquista de América, consistente en el hecho de la afirmación de que la razón humana, y sólo ella, puede elaborar normas éticas, demostrando así la capacidad del hombre para discernir, hacer juicios de valor y reflexionar sobre la acción misma. La Ética Humanista --que acepta y acata la autoridad racional-- es antropocéntrica, no como en el mundo clásico, en el sentido de que el hombre sea el centro del universo, sino en el de que sus juicios de valor --así como todos sus otros juicios y percepciones-- radican en las peculiaridades de su existencia y sólo poseen significado en relación con ella. En este sentido, sin duda, una condición básica de la conquista, fue la de influir de un modo peculiar sobre el prototipo humano que la caracteriza, sin trascenderlo, sino irradiando de él todo su riquísimo contenido humanístico. Existe, pues, una actitud existencial, muy cercana a la experiencia misma, del que deriva el protagonismo de los hechos. Su pleno despliegue se produce en las crónicas, relatos y escritos de los protagonistas e la conquista, en parte como consecuencia de su propia integración en los hechos como actores y testigos, en parte como escritores que se encuentran formando parte de una tradición realista, de verismo, en la que, culturalmente, se hallaban inmersos10. Tal actitud sólo puede llamarse existencial porque los autores de estas crónicas y relatos, más que la transmisión de la noticia, aprecian la acción misma, la realidad vivida. En definitiva, aprecian la verdad existencial considerada como una identificación total del hombre con su existencia, en una acción efectiva y real. San Anselmo lo llamó la verdad de la acción y, sin duda, constituye una clara postura de conciencia ética, en la línea más pura de la tradición de autoridad. Al hacerlo así los conquistadores-cronistas incidieron en una línea condicionante de su existencia: el impulso básico de la gloria --en íntima conexión con el orgullo y la vanidad-- y la consiguiente defensa de la fama. Ello son condicionantes de una constante raigal de permanente manifestación: la polémica, la discusión, el ataque, la corrección de los datos que tuviesen una referencia personal, la critica de planteamiento, el afán pragmático de protagonismo. Por esa razón básica aparecen libros como el de Bernal Díaz del Castillo, que no solamente impone correcciones a López de Gómara, sino también a Hernán Cortés en sus datos de referencia personal de las Cartas de relación. Además, supone una contrapartida de índole personal a la visión e imagen de la misma acción.
contexto
INTRODUCCIÓN Como habrá visto el lector que haya fijado su atención en la portada, la obra que va a empezar a leer tiene este extremadamente largo título: "El carnero. Conquista y descubrimiento del Nuevo Reino de Granada de las Indias Occidentales del Mar Océano y fundación de la ciudad de Santa Fe de Bogotá primera de este Reino donde se fundó la Real Audiencia y Cancillería, siendo la cabeza se hizo Arzobispado. Cuéntase en ella su descubrimiento, algunas guerras civiles que había entre sus naturales, sus costumbres Y gentes, y de qué procedió este nombre tan celebrado DEL DORADO. Los generales, capitanes y soldados que vinieron a su conquista, con todos los presidentes, oídores y visitadores que han sido de la Real Audiencia. Los Arzobispos, prebendados y dignidades que han sido de esta santa iglesia catedral, desde el año 1539, que se fundó, basta el de 1636, que esto se escribe; con algunos casos sucedidos en este Reino, que van en la historia para ejemplo, y no para imitarlos por el daño de la conciencia". La palabra título es --según define el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua-- palabra o frase con que se nombra o da a conocer el asunto o materia de una obra científica o literaria, o de cada una de las partes de un escrito o impreso. En consecuencia, es obvio que la expresión El carnero con que comienza el largo encabezamiento de la obra no pertenece al título original de ésta y no puede, en consecuencia, atribuirse al autor, como se verá más adelante, pero tampoco el título es propiamente tal si nos atenemos a la definición académica. Es posible, en efecto, que Rodríguez Freyle tratase de hacer una exposición sumaria del contenido de su libro; al menos, de algunos aspectos de éste. Ello no constituye excepción en la literatura de la época, sino que responde, por el contrario, a una costumbre o moda propia del tiempo en que fue escrita la obra, aunque esto no quiere decir que falten títulos mucho más concisos que éste en no pocas publicaciones contemporáneas. La longitud del que da principio a la obra permite, pues, por sí solo, incluir El carnero dentro de esa gran época histórica que se llama el Barroco. Por otra parte, el mismo título puede inducir a error a quien no pase más allá de su lectura, ya que inclina a pensar que se trata de una obra perteneciente al género historiográfico. Nada, sin embargo, más lejano de la realidad, pues el texto sobrepasa, por un lado, tal calificación y, por el otro, no llega a ella. Pero no conviene adelantar ideas ni juicios sobre esta obra, que puede ser calificada, en cualquier caso, de singular dentro del panorama general de la literatura barroca americana. Procede, pues, dar cuenta, en primer lugar, de la biografía y la epopeya de Juan Rodríguez Freyle y entrar, a continuación, en la descripción --en el sentido de la Lógica-- de su curiosa obra.
contexto
INTRODUCCIÓN Aunque el título de esta obra parece referirse exclusivamente a los viajes del marino portugués Pedro Fernández de Quirós, la realidad es mayor, porque se incluye el primer viaje de Álvaro de Mendaña (1567), antecedente preciso para explicar la presencia de Quirós, en la vuelta hacia las míticas islas de Salomón en 1595; y el viaje hacia las tierras australes, de Quirós en 1605, su pretendido descubrimiento; y el apéndice de Váez de Torres, el lugarteniente abandonado, que sí logra descubrir la cuarta parte, y a través del estrecho de su nombre (estrecho de Torres) demuestra definitivamente la insularidad de Nueva Guinea, que se consideraba parte integrante de un continente desconocido que llegaba hasta el estrecho de Magallanes. Los tres viajes o exploraciones forman parte de la gran empresa del conocimiento del Pacífico, emprendido por las naves españolas, desde que, en 1520, Magallanes irrumpe en sus aguas. A partir de este momento una serie de navegaciones se emprenderán, aunque, cosa curiosa, el Pacífico Austral quedará al margen, ya que el interés estará centrado en asegurar el eje Molucas-Filipinas y las rutas que se dirigían a él. Dentro de este contexto debemos incluir, tras la travesía de Hernando de Magallanes, las de Jofre Loaysa-Elcano en 1524. Pero estos dos exploradores, apenas llegados al Pacífico, fallecen, pasando la jefatura a Alonso de Salazar, que llegará finalmente a las Molucas, tras haber tocado en las Carolinas y en las islas de los ladrones. En las Molucas se enfrentan con los portugueses, que consideran dichas islas de su propiedad exclusiva. En auxilio de estos españoles, que quedaron en las Molucas, saldrá en el año 1528 una expedición desde las costas de Nueva España, al mando de Álvaro de Saavedra. Los refuerzos llegan oportunamente para salvar a los refugiados de Tidore. Pero al fracasar en el intento de volver a las costas de México, terminarán cayendo prisioneros de los portugueses, que los repatriarán finalmente a la Península. Esta rivalidad armada por las Molucas era resuelta en abril de 1529, al renunciar a ellas Carlos V, mediante una indemnización de 350.000 ducados por parte de Portugal. Esto no quería decir que las Islas de Poniente (las Filipinas) fueran abandonadas, y por esto los virreyes de la Nueva España recibieron instrucciones para asegurar su ocupación. Hernán Cortés, por su propio impulso, desde 1532, había iniciado el conocimiento de la costa del Pacífico: Diego Hurtado de Mendoza, Grijalba, Becerra exploran desde Acapulco hacia el norte, y el propio Cortés llega a California. Depuesto Cortés, el primer virrey de México, don Antonio de Mendoza, encargó al malagueño López de Villalobos que saliera al frente de cinco naves rumbo a las Islas de Poniente, en 1542. Tras una gran tempestad, pasó por las Carolinas, Palaos y arribó a Mindanao, donde encontró la oposición portuguesa, haciéndose finalmente fuerte en la isla de Leyte. Tras fracasar nuevamente en la vuelta a Nueva España, Villalobos muere, y, los restos de la expedición regresaban a España en 1549, vía Goa. A Villalobos se debe haber dado nombre a las islas Filipinas, en honor de Felipe II, ya que anteriormente eran conocidas como Islas de Poniente. El agustino Juan de Urdaneta, superviviente de la expedición de Loaysa-Elcano, había ponderado de tal modo las islas que acababa Villalobos de bautizar como Filipinas, que el nuevo virrey Velasco te ordena la organización de otra nueva expedición para hacer efectiva su ocupación. Da el mando a Miguel López de Legazpi, con la asesoría técnica de Juan de Urdaneta. En noviembre de 1564, la expedición se encamina directamente a las Filipinas, y desembarcan en abril del año siguiente en Cebú, base de una feliz y fácil conquista. En 1565, visto el buen cariz de la posesión de las islas, Urdaneta emprende el hasta entonces imposible viaje de vuelta, la llamada vuelta de Poniente. Sube hasta los 15? latitud norte, aprovechando los vientos N-E, atraviesa el Pacífico hasta llegar a las costas californianas. La importancia del descubrimiento será trascendental, porque se facilita una vía para el regreso a las costas americanas, y no sólo se asegura la regularidad de las comunicaciones Filipinas-Acapulco, sino que tanto Mendaña como Quirós, a la vuelta de sus expediciones, buscarán la ruta de Urdaneta para volver a sus bases de partida en el Perú. Como hemos visto, los españoles habían sido hasta el presente los grandes navegantes del Pacífico, pero no olvidemos que su presencia en aquellas aguas había sido promovida por la posesión de unas islas, las Molucas, en poder de los portugueses. Y la presencia lusitana era, por tanto, anterior a la española. Los portugueses, desde los tiempos de Don Enrique el Navegante, a principios del siglo XV, se habían iniciado en la política descubridora; comenzaron por los archipiélagos atlánticos y por las costas africanas, y luego, sobre todo a partir de 1487, cuando Bartolomé Díaz emprendió el viaje que le llevó a doblar el cabo de las Tormentas o de Buena Esperanza, se abrió definitivamente el camino hacia la India. A partir de ese momento la actividad descubridora lusitana se incrementó al máximo y los logros fueron increíbles: en julio de 1497, Vasco de Gama emprendió el glorioso viaje que le llevó a la India, y en 1502, ya con el título de virrey, inició la acción conquistadora en este país. La actividad de los lusos no se limitó a esto. En 1507 llegaron a Ceylán; en su marcha hacia el Este, hacia el Pacífico, organizaron una expedición a Malaca, que fue conquistada en 1511. No olvidemos que esta península era la llave de las islas de la Sonda y del Mar de la China. Después de la caída de Malaca, una flota, mandada por Antonio d'Abreu, fue enviada a conquistar las islas de Sonda, conociéndose las vecinas de Borneo, Célebes y Molucas. Todo ello en 1511. A Cantón llegaban en 1516, y se cuenta que veinticuatro años más tarde, en el puerto chino de Liam-Pon, más de mil casas eran de portugueses. En 1520, los comerciantes portugueses llegaron a Pekín y dos años antes a las islas de Riu-Kiu. A partir de 1542, Japón entraba en la órbita del comercio portugués. Sin querer restar méritos a la vertiginosidad del avance lusitano, la realidad es que iban sobre un terreno conocido desde la Antigüedad, y que Marco Polo volvió a actualizar en la Edad Media. La importancia de las navegaciones portuguesas estriba sobre todo en dar una efectividad real a unos lugares que hasta entonces se consideraban casi míticos, entre fantasías y realidades.
contexto
INTRODUCCIÓN Publicada ya en esta Colección de crónicas indianas la Primera Parte de la Crónica del Perú de Pedro Cieza de León, es obligado dar a luz ahora, con el mismo sistema de anotaciones y aclaraciones, la Segunda Parte, obra más conocida como El Señorío de los Incas, por muchos años inédita, como vamos a ver y sólo publicada --excelentemente-- por D. Marcos Jiménez de la Espada, hace poco más de un siglo, en 1880. En la amplia introducción a la Primera Parte, ya dimos una visión completa de la totalidad de la obra del cronista de Llerena, de sus avatares, ediciones, acompañada de una reseña biográfica de Cieza, que --curiosamente-- es la primera que se redacta, ya que aunque son muchos los que han esclarecido puntos oscuros del curso vital de este escritor, no existe todavía una verdadera biografía, en que se sumen la totalidad de los datos. que sobre su inquieta y corta vida han ido proporcionando los investigadores. Notablemente son éstos Jiménez de la Espada, en un prodigio de exploración biográfica en los propios textos de Cieza, y otros como Coyne, Hernández de Alba, Rafael Loredo, Muñoz Pérez, Otero dCosta, Pacheco Vélez, Porras Barrenechea, Salas y Sánchez Alonso1. A la citada introducción de la Primera Parte nos remitimos para aquellos a los que interese, con más detalle, lo que sabemos sobre Cieza, especialmente desde los descubrimientos sevillanos de Miguel Maticorena2. En este nuevo estudio, ya concreto sobre El Señorío de los Incas, trataremos sucintamente de los rasgos cronológicos fundamentales de la vida del autor, de la aventura --tras la muerte de éste-- de sus manuscritos, en especial el de este libro que editamos, y finalmente de la obra en sí, valorando a los ojos del lector su novedad, la importancia de su contenido y la significación que le da ante el mundo de haber sido el primer investigador de las antigüedades peruanas. La vida de Pedro Cieza de León Nacido en Llerena entre 1518 y 15203 de Lope de León y de Leonor de Cazalla, debió la familia trasladarse prontamente a Sevilla, donde un notario llevaba su nombre por aquel tiempo y otros Cazallas se hallaban en Panamá como comerciantes. Sevilla fue la patria de adopción de la familia León Cazalla y donde seguramente Pedro, el hijo, hizo los someros estudios que le permitieran luego no ser un soldado sin instrucción que no supiera ni escribir y hubiera de firmar con una cruz, como Francisco Pizarro. Moviéndose en el campo de las conjeturas, y admitiendo como obvio que en las duras campañas indianas, a las que luego nos referimos, no podría adquirir conocimientos, debemos pensar, en hipótesis, que aprenderla las primeras letras en la notaría de Cazalla, si es que éste que suponemos pariente de su madre, estaba ya en Sevilla. Y con tan escaso bagaje, por la documentación del registro de pasajeros a Indias4, sabemos cuándo salió. La nómina familiar se completa con Rodrigo Cieza --luego cura de Castilleja de la Cuesta, en Sevilla-- hermano suyo y tres hermanas: Leonor de Cieza, Beatriz de Cazalla y María álvarez. Recordemos que en este tiempo la transmisión automática de apellidos, como en nuestros días, no existía, lo que explica que unos hermanos lleven apellidos diferentes de los otros. Cuando tenía 13 años (al decir de él mismo) o quizá 15, por las cuentas que hacemos los que lo hemos estudiado, Pedro Cieza se embarca el 3 de junio de 1535, en la nao de Manuel de Maya, para pasar a Santo Domingo, como reza el asiento. Fueron sus veladores Alonso López y Luis de Torres, que dicen conocerlo y que no es de los proybidos, es decir, morisco, judío o gitano. No sabemos cuál era el objetivo del casi infantil Pedro de Cieza cuando pasa a Indias. Lógico es pensar que su familia no le permitía el embarco para que corriera aventuras, sino para que fuera a aprender al lado de algún familiar, ya en Santo Domingo o en Panamá, en este último lugar donde sabemos tenía parientes. El año 1535 fue movido para el novato, porque ya lo vemos (después de haber desembarcado en Santo Domingo) en Cartagena de Indias, donde él afirma que fue por donde entró en Tierra Firme, en algún pasaje de la Primera Parte. Y en acción, porque él mismo nos dice que se halló en Cenú, el fabuloso lugar donde los españoles hallaron un verdadero tesoro, digno de Creso, en las tumbas, llenas de tunjos (como se llamó a las figurillas de oro con que enterraban a sus muertos). Comienza entonces su lento peregrinar por las tierras de lo que hoy son Colombia y Ecuador, en lo que consume doce años de su estancia en Indias, desde este 1535 al 1547, como veremos, en que pasa al Perú. Conocerá en estos tiempos a los principales protagonistas de la exploración y conquista de estas tierras, casi siempre en situaciones de peligro, en medio de indios caníbales, pasando penalidades y hambres --que describe minuciosamente en el relato que llena la Primera Parte-- convertido en un soldado, como él mismo se califica en muchas ocasiones. En 1536 ya está en la ciudad de Buenavista5, seguramente a finales, pues sabemos que la expedición de Alonso de Cáceres, extremeño como él, había salido de Cartagena de Indias en 24 de octubre de ese año. En 1537 ya está en Urute6. Aparece entonces en el escenario de estas tierras neogranadinas el capitán Lorenzo de Aldana, enviado de Pizarro. Dos años de entradas en territorio indio --como se llamaba entonces a las expediciones exploradoras-- hasta que en 1539 Aldana envía a Jorge Robledo (por el que Cieza cobrará un gran afecto, lealtad y amistad) el 14 de febrero a la campaña de Ancerma, desde Cali. El 15 de agosto está presente Cieza en la fundación de la villa de Santa Ana de los Caballeros, luego llamada villa de Ancerma. Cieza, que ha comenzado con Cáceres, se adscribe al capitán Robledo en 1540, convertido ya en un veterano, de 18 o 20 años (según pensemos que nació en el 1518 o en el 1520), asiste con él a la fundación de la villa de Cartago, llamada así, como él nos cuenta, porque estaban presentes los procedentes de Cartagena de Indias. Con Robledo sigue hasta la fundación de Antioquía (Antiocha la llama él). Robledo decide marchar hacia el norte, a Urabá, ignorando que ha hecho fundaciones en territorios que le correspondían a Alonso de Heredia, que en San Sebastián de Urabá lo toma preso y lo remite a España con un proceso. Es a comienzos de 1542 cuando se revela la amistad que Cieza tenía con Robledo, pues éste, preso, solicita de Heredia que le permita enviar a Panamá para informar de los sucesos a una persona de su confianza; Heredia lo autoriza y el designado es Cieza. Cieza cumple su cometido, va de Urabá a Nombre de Dios, hace la travesía, nada cómoda, del istmo, y llega a Panamá donde realiza sus gestiones y, pensando que Robledo ha regresado, toma el camino más corto, embarcándose por la vía del Pacífico hasta Buenaventura, dirigiéndose a continuación a Cali. Allí se encuentra con Sebastián de Belalcázar, antiguo teniente de Pizarro, que después de su encuentro con Ferermann y Ximenez de Quesada en la sabana de Bacatá (Bogotá) ha ido a España y conseguido la gobernación de Popayán. Todo nuevo para Cieza. Belalcázar está irritado --lo mismo que lo estuviera Heredia-- por las fundaciones de Robledo, que en realidad sólo había cumplido las instrucciones de Aldana, representante de Pizarro, antes de que se le atribuyeran poderes a Belalcázar. Seguimos en el, año 1542. Cieza nos da noticias de todo lo que sucede en este año, en que se organiza una campaña --en la que toma parte-- contra los indios que se habían sublevado, a causa de los abusos de los tenientes de Belalcázar. Es en este año, fundada la villa de Arma, cuando parece que Cieza va a descansar del ajetreo de entradas y exploraciones, ya que decide avecindarse en ella, recibiendo una encomienda --no muy grande, cual correspondía a un soldado-- en las tierras del cacique Aopiramo7. Pero no va a ser así, pues el mundo indiano se ha complicado por causa de decisiones tomadas en la metrópoli, tendentes a frenar los desmanes y excesiva libertad de los conquistadores, de que llegaban noticias frecuentes, especialmente movidas por el celo constante de Fr. Bartolomé de las Casas, que se había embarcado en una campaña --que continuaría hasta su muerte-- en favor de los indios. En 1543 estalla el conflicto. Las disposiciones a que hemos hecho referencia (se llamaron Leyes Nuevas) promueven levantamientos entre los antiguos conquistadores de Perú. El virrey Blasco Núñez Vela pretende frenar el foco de la rebelión, pero contando con escasos medios y hombres, pide auxilio a Sebastián de Belalcázar, que no acaba de decidirse y le pone condiciones el virrey, que éste acepta (el reconocimiento de la Gobernación de Belalcázar). Cieza va a integrarse, pero no lo hace porque recibe aviso de Robledo de que regresa, investido de Mariscal de Antioquía; Cieza lo espera y acompaña cuando llega a su mariscalía, pero Robledo comete una serie de errores, entrometiéndose en las fundaciones hechas en territorio de Belalcázar, que éste toma como grave infracción de sus derechos, cuando regresa de lo que fue la desgraciada campaña de Núñez Vela en el Perú. Larga polémica entre Belalcázar y Robledo. Este se confía demasiado y no cede en lo que ha hecho, Por fin se llega al uso de la fuerza, terminando en una batalla en las proximidades de la villa de Arma (5 de octubre de 1546), en la que Robledo no sólo es derrotado sino hecho prisionero, y posteriormente ejecutado por orden cruel de Belalcázar. Cieza, aunque no ha tomado parte en las hostilidades, por saberse conocido como amigo de Robledo, teme represalias, y se oculta en las minas de Quimbayá. Pero Hernández Girón lo tranquiliza y regresa a Cali y a Arma, para arreglar sus asuntos. Es entonces, ya en 1547, cuando se abre ante Cieza lo que podríamos llamar su camino de Damasco, aunque para él en un comienzo era sólo el tomar parte en una acción más de las que tenía por costumbre. Pero hagamos un breve alto, para añadir algo más que no ha aparecido en este relato de aventuras, exploraciones, fundaciones y conflictos, de los cuales, no obstante ha salido a flote que Cieza, pese a sus veinte y pocos años ya destaca de entre la turba soldadesca de la Conquista, puesto que ha sido prisionero de Robledo cuando la prisión de éste por Heredia. Este algo más a que hago referencia, es que Cieza, probablemente desde sus primeras aventuras y por su inclinación a escribir --probablemente tenía sangre de escribanos, como hemos dicho-- desde muy temprano comienza a redactar lo que hoy llamaríamos un diario, o memorias, de lo que iba sucediendo, tomando nota de todo lo que veía y observaba, tanto actuaciones de los españoles como aspecto de las tierras por las que pasa, naturaleza de valles, montes y ríos. Igualmente anota cómo son los indios --apostura de su talante, de hombres y mujeres-- como de sus costumbres --si comen carne humana o no--, organización social y familiar, descubriendo (a los ojos de los antropólogos modernos, que bucean en sus escritos, como Trimborn) el sistema matriarcal de muchas comunidades indianas. Tenía pues ya consigo una bagaje de escritos, que redactaba muchas veces a la luz de una vela o candil --como el mismo recuerda en muchas páginas suyas, habiéndose hecho conocido como un soldado que escribía y amontonaba papeles. No nos aclara en ninguno de sus escritos cómo se procuraba estos papeles, pero si conocemos cómo era la penetración española en Indias, no nos debe extrañar que el papel y la tinta no escasearan, pues detrás de los hombres de armas iban los escribanos y los archivos están llenos de convenios, requerimientos y otros escritos, así como comunicaciones hechas al Rey, realizados en medio de selvas y páramos, o en recién fundadas ciudades, donde no había todavía casas de piedra. Esta aclaración de que Cieza tenía mucho escrito, prácticamente todo el texto de su Primera Parte, salvo lo que en ella dice del Perú, es necesario tenerla en cuenta para comprender en qué iba a consistir lo que hemos llamado su camino de Damasco. Este comienza cuando le llega la noticia en la ciudad de Cartago de que en España ha causado honda preocupación lo que está sucediendo en Perú, sobre todo el grave acontecimiento de que el virrey Blasco Núñez Vela haya sido muerto por los rebeldes, que actuaban bajo las órdenes del brillante hermano de Francisco Pizarro, Gonzalo, que había llegado a pronunciarse Príncipe del Perú. ¿Cuál era la medida que tomaron las autoridades españolas? No es ahora la ocasión de hacer juicios históricos, pero en este caso el juicio es tan obvio que puede emitirse: usar el prestigio de la Corona, del peso de las Leyes, de la infamación que la rebeldía conllevaba. Carlos I lo sabía, por la experiencia de las Comunidades. Y por ello no se envió lo que hoy llamaríamos un cuerpo expedicionario, sino a una persona investida de la autoridad real, bien munida de cartas patentes y de órdenes en blanco --firmadas-- para condenar a muerte o para indultar. El portador de ellas y de la autoridad era el Licenciado Pedro de la Gasca. El Licenciado la Gasca era un eclesiástico, que cuando fue llamado para ir a Perú estaba ocupado en algunos problemas planteados por los moriscos valencianos. Llegado a Perú desde Tumbez escribió --sin las timideces del virrey Núñez Velasco a Belalcázar--, pidiéndole que enviara una trova, a ser posible capitaneada por él mismo, para engrosar el ejército real que pensaba organizar. La contestación de Belalcázar fue afirmativa y reunió un contingente de 200 hombres, entre ellos se alistó Cieza de León. En este punto debemos plantearnos una pregunta pertinente: ¿Si Belalcázar no hubiera organizado su hueste, Cieza habría marchado voluntariamente, él sólo, a sumarse a las tropas realistas? En toda su obra se manifiesta --sin adulación-- leal y defensor de la autoridad y majestad del Rey-Emperador, pero quizá no se hubiera aventurado aisladamente a sumarse a la gestión del Presidente Gasca. Este sepámoslo, llevaba consigo, como Secretario a Pedro López de Cazalla, indudable pariente de Cieza. Lo cierto es que pasa con Belalcázar al Perú, que se une su hueste a la del Presidente en enero de 1548, en Andahuailas, y que marchan todos los realistas al encuentro de Gonzalo Pizarro, derrotándolo el 9 de abril en Sacsahuana (que Cieza llamará luego en un libro suyo La Guerra de Xaquihuauna) siendo ajusticiado allí mismo. La tropa, o parte de ella llega seguidamente a la Ciudad de los Reyes (Lima), donde ya está Cieza esperando la entrada del presidente, lo que se efectúa en 17 de septiembre de 1548. No cabe duda que el clérigo ha obrado con astucia y energía, acabando con la rebelión, de donde nació el dicho que a Perú había que tratarlo Con maña que no con fuerza, para que no se tuerza. Claro que se refería a los españoles de Perú, aunque los peruanos de hoy se lo atribuyen, y quizá con razón, como descendientes de aquellos conquistadores más que de los incas, que fueron dominados por la fuerza. Acontece entonces el comienzo del definitivo camino de Damasco para Cieza. El Presidente le encarga que continúe sus trabajos históricos, estudiando qué eran los Incas, añadiendo todo lo acontecido desde la Conquista hasta las que ya se denominaban Guerras Civiles. ¿Cómo llegó Gasca a esta decisión? Jiménez de la Espada, en su Prólogo o estudio preliminar a La Guerra de Quito del mismo Cieza (pág. C 11) dice que el Presidente había sido instrumento de los trabajos históricos del modesto soldado que era Cieza. A nadie se le ha ocurrido preguntarse, cómo pudo el entonces todo poderoso Gasca enterarse de que un oscuro soldado emborronaba cuartillas sobre los hechos de la Nueva Granada, que aún no eran históricos. Para mí no hay duda de que el introductor de la noticia fue el Secretario Pedro López de Cazalla, su indudable pariente. Nunca el nepotismo tuvo mayor acierto. La Gasca acepta la sugerencia que se le hace --no hay documentación que atestigüe quién se la hizo, pero la hipótesis expuesta no invalida que se le hizo-- y no sólo entrega sus papeles al encargado del trabajo (Cieza), sino que lo nombra Cronista de Indias y le da patentes y cartas de recomendación para funcionarios y notarios, con el fin de que le presten la máxima ayuda, le permitan la consulta de sus archivos y le den todo género de facilidades. Así Cieza se convierte en el primer investigador histórico de las cosas y del pasado del Perú incáico, con los ojos y los oídos bien abiertos para captarlo todo. Esto lo realiza durante el año 1549 y parte del 1550, en cuyo mes de septiembre se halla ya en Lima, con todo el trabajo dispuesto, y organizando su regreso a la patria. Ha acordado, mediante compromiso con Juan López, hijo de Juan de Llerena --nuevo enlace con el clan familiar o al menos local-- su boda con la hermana de aquél8. Su viaje a España está decidido para su boda y para la impresión de su obra. Los años españoles van a ser cortos. Se casa, visita al Príncipe Felipe en Toledo en 1552, obtiene del Consejo de Indias la licencia para la impresión de su Primera parte, lo que efectúa en Sevilla en 1553. En mayo de 1554 muere su esposa y en julio él sigue su camino, no sin haber hecho testamento9. Pocas vidas de autores, de escritores, están tan íntimamente enlazadas con la obra de ellos. Es lógico que en lo que escribe un hombre esté su espíritu, su personalidad, su modo de ver la vida y el mundo. Es seguro que sus vivencias, sus experiencias se reflejarán en su obra, pero pocos habrán llegado a una identificación tan grande como Cieza con la suya. Su vida es lo que escribe, su obra no es otra cosa que el reflejo de lo que vio y vivió, e incluso aquella parte que es de reconstrucción histórica (La Segunda, Tercera y Cuarta Parte) son los acontecimientos de su tiempo, que todos vivieron de un modo u otro, que marcaron sus vidas, porque el ambiente estaba pleno y denso de aquellos acontecimientos. Incluso su acto final en la vida --su testamento-- forma parte también de la historia de sus escritos. Si, como vamos a ver, al tratar de los manuscritos, hubiera dicho en su testamento cosa diferente sobre el futuro destino de sus originales, es posible que hoy dispusiéramos sin dificultad de todos ellos, y que también se hubieran publicado a continuación de la Primera Parte.
contexto
INTRODUCCIÓN Dícese que un autor se proyecta siempre en su obra, sea ésta la que fuere. Nada más natural. Aplicado este principio a don Hernando Colón, los historiadores que le saben autor de la Historia del Almirante y a su vez creador y organizador de la Biblioteca Colombina, no han dejado de sorprenderse durante más de un siglo. Cuando menos, dicen que están ante una personalidad compleja, difícil y contradictoria. Cuando más, creen y tratan de demostrar que no todo ese edificio intelectual a él atribuido pertenece a la misma persona ni lleva el mismo sello. Lo que trae de cabeza a todos es cómo explicar y hacer compaginar al autor de la Historia del Almirante, generosa en imprecisiones, ligerezas y errores, saturada de una fuerte carga de emotividad y apasionamiento con el Hernando bibliófilo y bibliógrafo, siempre metódico y ordenado, meticuloso hasta extremos casi enfermizos, frío en cualquier planteamiento y siempre realista. He aquí el problema en que hasta el presente han sido gastados varios miles de páginas. Nadie discute ya que don Hernando fue el paladín más capaz y esforzado de cuanto tuviera que ver con la honra y gloria colombinas, con la grandeza y renombre del apellido y casa del descubridor de América. Formada su personalidad más a la luz del fracaso paterno que bajo el regusto de su triunfo --tan efímero--, inteligente y leído que fue, se identificó pronto con esa defensa. Andando el tiempo, con la pluma por arma y la documentación familiar a su merced, no dudó en transmitir a veces verdades a medias; otras, soslayar hechos que comprometerían al más grande de los descubridores; en ocasiones, borrar huellas y confundir a la posteridad con el fin de que el protagonismo de los Colón sobre el Nuevo Mundo no se viera empañado. Ha quedado retratado como el más intransigente y combativo de la familia, como demuestra su actuación vigilante en los Pleitos Colombinos. Siempre se negó a ceder ante la Corona; ni siquiera fue partidario de buscar una transacción razonable --cuando esto sucedió, se hizo a sus espaldas. Su afición por el saber y los libros es la otra cara del personaje, que llegó a reunir la más rica biblioteca particular del momento; cultivó la cosmografía y destacó en ciencia náutica; se interesó en la descripción topográfica de España, empresa que no culminó por impedimento ajeno; fue amante y cultivador mediocre de las Bellas Artes. Entrados en estos terrenos científicos y de recopilación, la obra de Hernando se hace más segura y conocida, apenas discutida y siempre ensalzada. Aquí se encaramó como lo que de verdad fue: una figura señera del Renacimiento español con vocación enciclopédica y realizaciones muy notables.
contexto
INTRODUCCIÓN La conquista de México (1519 a 1521) fue confrontación de culturas, asombro, sagacidad y violencia: encuentro de dos mundos. A la postre marcó también el comienzo del ser de un nuevo pueblo. En aislamiento de milenios habían florecido las culturas de Mesoamérica (el México antiguo). Anteriores a la era cristiana --desde por lo menos 1.200 a. C.-- fueron los misteriosos olmecas. Con ellos principió la alta cultura en esta parte del Nuevo Mundo. Más tarde (siglos I-VIII d. C.) surgieron los zapotecas, teotihuacanos, mayas y otros, creadores de grandes centros religiosos y ciudades. El esplendor azteca, apoyado en el legado de los toltecas (IX XI d. C.), databa de muy pocos siglos antes de la aparición de los Caxtiltlacah, los hombres de Castilla. Sin embargo, su gran metrópoli, México-Tenochtitlan, era testimonio de vieja herencia cultural: palacios, templos, mercados, esculturas de dioses pinturas murales, inscripciones jeroglíficas, ritos de sangre, sacerdotes, sabios guerreros, gente del pueblo y un gran señor, Moctezuma, siempre acatado y temido. En el extremo occidental del Mediterráneo, en medio de contactos e intercambios innumerables, se habían desarrollado los pueblos de Hispania. A una población autóctona --los iberos, ancestros tal vez de los vascos-- se sumaron las presencias y culturas de otros muchos: celtas, griegos, fenicios, romanos, cartagineses, godos y otros germanos, judíos y árabes, rica madeja de gentes, venidas de áfrica, Asia Menor y de otras partes de Europa mediterránea y septentrional. Desde pocos siglos antes del encuentro con el Nuevo Mundo, la antigua y múltiple herencia de cultura florecía en varios reinos cristianos en lucha con los musulmanes. Fernando e Isabel habían consumado la victoria en 1492. Antes habían logrado unificar a sus reinos. El mismo año de 1492, desde España se emprendía la búsqueda de nueva ruta al Asia por el poniente. Entonces, sin que se tomara plena conciencia de ello, se inició el encuentro de dos mundos. Veintitantos años después --desde las Antillas--, en busca siempre de reinos tan ricos como Cipango y Cathay (Japón y la China), zarparon pequeñas armadas, una vez más, con rumbo al poniente. Así ocurrió el encuentro, ahora ya con Mesoamérica, el México Antiguo. Son varios los que han dejado testimonio acerca de ese encuentro, pacífico en sus comienzos, luego en extremo violento. Testimonios de primera mano son las Cartas de Relación de Hernando Cortés, así como los breves escritos del capitán Andrés de Tapia y de Francisco de Aguilar, soldado que más tarde se hizo fraile dominico. Otros relatos de los que se tiene noticia, también de conquistadores, se hallan hoy perdidos1. Habían supuesto algunos que los indígenas, derrotados y abatidos, fueron incapaces de dejar testimonio alguno de su encuentro y lucha con quienes, en un principio tuvieron por dioses y supieron luego eran hombres de Castilla. Conocemos ahora varios códices --libros de Mesoamérica con pinturas y glifos-- que, al menos en parte, son portadores de la visión indígena de lo que entonces ocurrió. También hay textos transcritos ya con el alfabeto --uno de ellos hacia 1528-- en lengua náhuatl (azteca o mexicano) y en otras como el maya de Yucatán y el quiché de Guatemala. En esos códices y textos están las relaciones indígenas del encuentro y la conquista. Constituyen la Visión de los vencidos2. Entre tales testimonios de gentes de Mesoamérica y hombres de Castilla --tan distintos pero afines porque hablan de los mismos hechos-- hay que situar la Historia de Bernal Díaz del Castillo. Fue él asimismo testigo de mucho de lo que refiere. Se preciaba de haber sido descubridor de la misma Nueva España, puesto que había participado en la primera expedición, en 1517, a las órdenes de Francisco Hernández de Córdoba. Y muchas veces reiteró haber estado luego en la armada de Juan de Grijalva que tocó playas mexicanas en 1518. Por fin, en la que encabezó Cortés fueron --según lo expresa-- innúmeras las acciones en que tomó parte, hasta la derrota azteca y después, también al lado de don Hernando en su expedición a Honduras, y por Veracruz, Tabasco y Chiapas. Como otros conquistadores, Bernal había hecho probanza escrita de sus méritos y servicios. Exhibiendo cuál había sido su parte en la conquista de la Nueva España, solicitaban ellos recompensa de la Corona. Bernal había proseguido en sus demandas, pues, entre otras cosas, se había visto desposeído de unos pueblos de indios que tenía encomendados. Podría decirse que su destino fue batallar la mayor parte de su larga vida, primero con los indios y luego con los oficiales reales que le negaban o posponían lo que él creía merecer. En medio de tales afanes, viviendo en Santiago de Guatemala, concibió la idea de preparar más por extenso un memorial de las guerras3. No es fácil precisar el año en que puso manos a la obra. Como habremos de verlo, hay pruebas de que por lo menos hacia 1555 --cuando contaba cerca de sesenta años-- tenía ya algo escrito a modo de historia4. Su empresa de cronista, entretejida con sus otros quehaceres, sirviendo en el cabildo de Guatemala y pleiteando en pro de sus intereses, se prolongó casi hasta el tiempo de su muerte en 1584. La recolección de sus recuerdos de conquistador, su escribir, borronear, corregir y volver a redactar se prolongó por cerca de treinta años. Mucho se ha debatido sobre qué le movió a escribir y por qué siguió escribiendo a lo largo de tanto tiempo. Se ha afirmado en ocasiones que, más que historia, su memorial fue una nueva y muy larga relación de méritos. Han proclamado otros que sobre todo escribió para contradecir al capellán de Cortés, el humanista Francisco López de Gómara, personaje que no conoció México, y en 1552 sacó una Historia de la conquista de México. Ante el cúmulo de ponderaciones que con estilo tan atildado hace Gómara de la persona y los hechos de Cortés, se ha expresado también que Bernal, con sentido popularista, quiso poner de bulto la participación de todos los otros conquistadores, en especial la suya propia. Por esto último, incluso se le ha tildado de vanidoso que, en su afán de alabarse, da entrada a fantasías y aun falsedades. La obra de Bernal publicada con el título de Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, desde su primera aparición --un poco tardía-- en Madrid, 1632, ha sido así objeto de juicios bastante distintos entre sí. Alabada por unos, ha sido desdeñada y aun duramente criticada por otros. Con el paso del tiempo, un elemento prevaleció en su sino: la llamada Historia verdadera sigue siendo leída con fruición. Una vez más vuelve ahora a publicarse en Madrid, donde apareció su edición primera. Signo de los tiempos es que sea un mexicano el que esto escribe. Introduzco la Historia verdadera para disfrute e información de lectores españoles. Nueva forma de encuentro, siglos después. Con la concisión requerida en los volúmenes del que éste forma parte, atenderé a lo más sobresaliente en la vida de Bernal; me replantearé la pregunta de por qué escribió; analizaré y valoraré lo que es la sustancia de su obra.