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Las iluminaciones nocturnas también serán del agrado de los impresionistas. Degas tendrá una especial atracción hacia las luces de gas al igual que su continuador, Toulouse-Lautrec. Monet no renuncia a este tipo de luz artificial y experimenta en alguna ocasión como en este interior, realizado durante su estancia en la costa normanda junto a su familia. Fruto de esta estancia serán escenas de carácter intimista como El almuerzo en las que se pone de manifiesto la vida burguesa. El centro de la composición es la lámpara que permite contemplar la mesa donde se deposita el servicio de café, apreciándose los reflejos en la madera. De espaldas está Camille mientras que frente a ella y cosiendo se encuentra una doncella. El pintor contempla la escena apoyado en la chimenea que está encendida y se convierte en un segundo foco de luz. El resto de la estancia queda en penumbra. Las tonalidades oscuras están en sintonía con el momento nocturno, creando cierto contraste con la pantalla, las tazas o la tela que borda la mujer. La escena recuerda obras de Manet realizadas en esta época, sin renunciar al realismo de la vida cotidiana que manifestaba también Courbet en sus trabajos. De esta manera renuncia a experiencias lumínicas o cromáticas vinculadas con el Impresionismo aunque pronto retomará estas prácticas -véase La urraca-.
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El pintor catalán había pasado por el fauvismo y el cubismo, y que fue a París en 1920. Allí conoció a André Masson, vecino suyo en el taller de la rue Blomet, y con él entró en el círculo de los poetas que pronto serían surrealistas: Leiris, Desnos, Artaud...; un círculo que le interesaba mucho más que el de los pintores. Presente en la primera exposición surrealista, había hecho otra unos meses antes en la galería Pierre, presentada por Péret, que fue un acontecimiento. Miró es el primero que pone imágenes al surrealismo, el primero en encontrar un vocabulario surrealista, pero absolutamente personal: "Cuando me coloco delante de un lienzo no sé nunca lo que voy a hacer; y yo soy el primer sorprendido de ver lo que sale".
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Si en sus inicios el arte del flamenco Brouwer conformó su estilo e inspiró sus temas, renovándose después al contacto con el claroscuro de Rembrandt, sus moralistas escenas populares, no exentas de acentos satíricos, acabaron depurando tanto su contenido y refinando tanto su técnica, que se aproximaron, es el caso, al pintoresquismo de Steen y Metsu. El efecto caricaturesco de sus regocijos moralizantes se atenuó y perdió vitalidad su fresco humor, hasta anularse, su truculencia. Sin duda, los éxitos financieros, la tendencia a la ostentación de su rica clientela y su matrimonio con una mujer de clase superior, influyeron.
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Durante la segunda mitad del siglo XIX y los primeros años del XX alcanzan un gran desarrollo los estudios de etnografía, de sociología primitiva y de historia de las religiones -J. G. Frazer, L. Levy-Bruhl, E. Durkheim, etcétera-. Se prestaba una particular atención a las indagaciones sobre la mentalidad primitiva, los problemas del origen y del carácter de la magia y de la religión primitivas, etcétera. En este tiempo se puso de moda el totemismo, que se simplificaba en una idea básica según la cual el animal-totem es el antepasado del grupo social (prohibición alimenticia, pero con excepciones) y la idea derivada conforme a la que los miembros del grupo social no pueden contraer matrimonio entre sí, o sea lo que se conoce como exogamia (reacción contra la promiscuidad). Para Frazer el totemismo es una relación íntima que se supone existe entre un grupo de hombres de una misma raza por una parte y una especie de objetos naturales o artificiales por otra parte, siendo estos objetos llamados totems por dicho grupo humano. Pero, indudablemente, sobre el totemismo se ha escrito demasiado y se ha abusado al aplicarlo a pueblos en distintos estadios de evolución y en ocasiones muy alejados, geográfica y cronológicamente, unos de otros. En relación con el tema del arte prehistórico, mucho antes de que se admitiera la autenticidad del arte parietal, el arte mueble ya se ponía en relación con aquella problemática. Los sociólogos se ocuparon de los orígenes de la religión, relacionándolos con los del arte. En cuanto a los prehistoriadores, sabemos que E. Lartet y H. Christy -seguidos más adelante por E. Piette- creían que aunque las condiciones culturales de los hombres del Paleolítico eran muy primitivas, la abundancia de la caza y las condiciones ambientales hacían que dispusieran de largos períodos de ocio y que de este ocio había nacido el arte. Se originaba así una explicación simplista que sigue existiendo bajo diversas formas y a la que se designa como el arte por el arte mismo. Las teorías del abate Breuil y las doctrinas de Leroi-Gourhan serán las interpretaciones más destacables durante el siglo XX.
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La realidad de la crisis en la Europa de fines del Medievo, tal es nuestro punto de partida, es un hecho innegable. Podrán discutirse su mayor o menor intensidad, su precisa extensión territorial, su duración o los ámbitos de la vida de la sociedad a los que afectó, pero no su misma existencia. No obstante creemos que, antes de seguir adelante y para evitar posibles confusiones, es necesario hacer algunas precisiones terminológicas. Por de pronto hablamos de crisis, mas ¿no es cierto que esta palabra se utiliza para referirse a cosas muchas veces diferentes entre sí? Una crisis puede aludir, por ejemplo, a las dificultades presentes en el campo a consecuencia de las malas cosechas de un determinado año. En ese caso se trataría de una crisis de ciclo corto, ligada por lo tanto a los ciclos de las cosechas. Pero también se aplica el término crisis para referirse a las dificultades acumuladas en un periodo de larga duración. En este último supuesto decir crisis sería equivalente a hablar de depresiones seculares. De ahí que algunos autores prefieran el termino depresión para englobar en el todo el proceso crítico que vivió Europa en el transcurso de los siglos XIV y XV. En este sentido se ha manifestado el historiador alemán Wilhelm Abel al afirmar, en un trabajo suyo del año 1980, que en los siglos mencionados hubo en Europa una depresión agraria, salpicada, eso sí, por numerosas crisis de corto plazo. En verdad las dificultades por las que atravesaron los habitantes de Europa en los dos últimos siglos de la Edad Media nunca dejaron de llamar la atención a los historiadores. Así se explica que la historiografía decimonónica ya pusiera su acento en los graves trastornos causados en buena parte de Europa por las interminables guerras que sacudieron al Viejo Continente durante los siglos XIV y XV. El magno conflicto que enfrentó a franceses e ingleses, la denominada guerra de los Cien Años, fue sin duda el más espectacular de dichos conflictos, pero no el único. La guerra fratricida entre Pedro I y Enrique II que tuvo lugar en Castilla entre 1366 y 1369, o las peleas sin fin en que se vieron enzarzados los Estados italianos ilustran también suficientemente ese capítulo, por no referirnos a la guerra civil catalana de la segunda mitad del siglo XV o a la guerra de las Dos Rosas que estalló en Inglaterra a fines de la decimoquinta centuria. Así las cosas, aunque no hubiera en la vieja historiografía una descripción precisa de la crisis bajomedieval, se deslizaba con toda claridad la idea de que los enfrentamientos bélicos habían generado una época de graves trastornos para la mayoría de las naciones europeas. Ahora bien, seguían en pie preguntas tan cruciales como las siguientes: ¿por qué hubo tantas guerras en la Europa de los siglos XIV y XV?, y sobre todo, ¿dónde se encuentra la explicación de que dichos conflictos bélicos causaran efectos tan devastadores, sin duda superiores a los originados por las guerras desarrolladas en los siglos anteriores? Las noticias acerca de la difusión de la peste negra, en la Europa de mediados del siglo XIV, son asimismo muy antiguas. Fue de tal magnitud el efecto causado por la susodicha epidemia en los coetáneos de su propagación que muchos historiadores se vieron tentados a ver en la citada peste el factor clave a la hora de explicarse la depresión bajomedieval. Ahora bien, a partir de ese elemento comenzaron a tejerse explicaciones más elaboradas, por más que todas ellas se cobijen, en última instancia, bajo el paraguas de la interpretación demográfica. La peste negra, epidemia que afectó a toda Europa sin ahorrar apenas ningún rincón del Viejo Continente, habría sido, desde ese punto de vista, el detonante por excelencia de un proceso de crisis, en el que al descenso del número de habitantes le acompañarían otros muchos fenómenos a él encadenados, entre los cuales cabe destacar la caída de la producción de alimentos o el descenso de las rentas señoriales. Mas en el aire quedaba siempre flotando un interrogante: ¿fue en verdad la difusión de la peste negra el acontecimiento crucial de la crisis bajomedieval europea o, por el contrario, la existencia previa de una situación caracterizada por la depresión fue la que hizo posible que prendiera con gran facilidad tan terrible epidemia? Sin salir del territorio demográfico, pero enfocando la cuestión desde un punto de vista ciertamente novedoso, se ha esbozado también recientemente la hipótesis de un posible cortocircuito epidemiológico: Europa habría perdido su inmunidad contra el bacilo de la peste, en tanto que Asia lo habría conservado, se viene a decir en síntesis. Mas esta interpretación, pese al atractivo con que se presenta, debido a su indudable toque ecologista, no supone, a nuestro entender, cambios sustanciales en la explicación de la crisis. La cuestión, no obstante, también podía contemplarse desde otra perspectiva. La "muerte negra" era quizá, simplemente, una sacudida de la Naturaleza, que buscaba de esa manera la vuelta a un equilibrio perdido. El punto de partida se hallaría, de aceptar ese supuesto, en el desajuste creciente entre una producción agraria estancada y una población que, por el contrario, no dejaba de aumentar. Mas con esta explicación hacía su entrada en escena, como es bien evidente, la conocida teoría de Malthus. Sin duda esta interpretación representaba un notable avance sobre las que habían sido expuestas por los historiadores hasta entonces. Pero no por ello dejaba de suscitar asimismo dudas. Señalemos la fundamental: el aludido desequilibrio entre producción de alimentos, por una parte, y población, por otra, ¿era una simple fase de una evolución cíclica que inexorablemente tenía que ocurrir y por lo tanto repetida una y otra vez, mal que les pesase a quienes iban a ser sus víctimas?, o ¿respondía, por el contrario, a factores concretos existentes en la Europa de comienzos del siglo XIV?, y si éste era el caso, ¿cuáles eran esos factores? Más sofisticada, aunque también más compleja, fue la interpretación dada en 1935 por el historiador alemán W. Abel, en su conocida obra "Agrarkrisen und Agrarkonjunktur. Eine Gesehichte der Land- und Er-närungswissenschaft Mitteleuropas seit dem hohen Mittelalter". Su hipótesis fue corroborada por nuevas publicaciones del mismo autor, como la del año 1943 sobre los despoblados (Die Wüstungen des augehenden Mittelalters). W. Abel, que estaba interesado básicamente en el estudio de la evolución de los precios y de los salarios en la Baja Edad Media, puso en relación los datos que había obtenido de sus investigaciones en ese terreno con los referentes demográficos conocidos. La conclusión a la que llegaba W. Abel era que en la decimocuarta centuria se produjo en Europa, hablando en términos generales, una profunda crisis agraria, manifestada en tres hechos fundamentales: la caída de los precios de los productos originarios del campo (paralelamente al aumento de los productos industriales y de los salarios); el descenso del número de habitantes; el incremento de los despoblados. Ni que decir tiene que estos tres aspectos se hallaban, por su parte, estrechamente conectados entre sí. Ciertamente, Abel, al poner indudable énfasis en la cuestión de los precios, había incluido un nuevo factor explicativo de la crisis del siglo XIV, que algunos han denominado el "coyunturalismo". Pero no es menos cierto que el elemento demográfico seguía teniendo, pese a todo, un protagonismo indiscutible. Por lo demás, la crítica no dejó de poner serios reparos a esta interpretación de la depresión bajomedieval, fundamentalmente a propósito de los despoblados, toda vez que los mismos están presentes en cualquier época histórica y, por otra parte, resultan de muy difícil fijación cronológica. Años después, otro historiador alemán, F. Lutge, insistía en puntos de vista parecidos, aunque quizá, retornando a viejas interpretaciones, que ya parecían periclitadas, potenciaba el papel desempeñado en la depresión por la peste negra. Por otro lado, Lutge señalaba de manera categórica que la crisis bajomedieval había sido exclusivamente agraria, pues las ciudades, según su punto de vista, no sólo no habían tenido en los siglos XIV y XV dificultades sino que habían conocido una autentica edad de oro. Difícilmente podía faltar, entre el abanico de posibles causas explicativas de la crisis tardomedieval, la referencia al clima. La documentación de la época alude, en repetidas ocasiones, a condiciones climatológicas especialmente adversas. Se habla de inviernos de extrema dureza, "de muy grandes nieves e de grandes yelos", como se recordaba en las Cortes castellanas celebradas en la ciudad de Burgos en el año 1345. Pero también se alude en las fuentes documentales, con suma frecuencia, al exceso de lluvias, que contribuía a que se pudrieran, en diversas ocasiones, las cosechas. Se trataría por lo tanto de una "declinación climatológica", que los expertos en la materia atribuyen, en última instancia, a cambios en la actividad solar. Ahora bien, la introducción del clima en la interpretación de la crisis suponía una novedad, no sólo porque se trataba de un factor exógeno a la sociedad sino también porque se le consideraba un indiscutible "prime move" de todo lo acaecido. Así las cosas, independientemente de las circunstancias históricas concretas, la crisis habría estallado, ante todo, por el efecto determinante de las condiciones climáticas. La Naturaleza habría impuesto sus reglas a los humanos. ¿Sorprendente? El análisis comparativo de las principales crisis que afectaron a Europa en el transcurso de su historia ya ofrecía puntos de vista similares al referirse a otras épocas. ¿No se han hecho afirmaciones en cierto modo parecidas a propósito de la crisis del Bajo Imperio Romano en el siglo III d.C. o en la Europa del siglo XVI? Mas lo cierto es que siguiendo ese camino en su versión más rigurosa la explicación histórica sobraría. La acción de los seres humanos quedaría minimizada, más aún anulada, ante la fuerza gigantesca de los elementos cósmicos. Pero regresemos a la tierra, para mencionar otro de los intentos interpretativos de la depresión bajomedieval. Nos referimos en esta ocasión a la explicación monetarista. Es un hecho cierto que en los últimos siglos de la Edad Media asistimos a una rarefacción de los metales preciosos, situación debida en parte al agotamiento de antiguas minas de plata de Europa central, pero también motivada por las dificultades para conseguir oro procedente del Sudán, en el Continente africano. Partiendo de esas bases se explicarían tanto el retroceso de la calidad de las monedas como, sobre todo, la contracción paulatina de la circulación monetaria. Este cuadro daría lugar, a su vez, a una deflacción, síntoma inequívoco de parálisis en la actividad económica. Pero nuevamente surgen las dudas, particularmente cuando se piensa que la depresión afectó ante todo al campo, pero apenas a las ciudades, sin duda mucho más ligadas a la economía monetaria. Después de llevar a cabo este somero recorrido a través de las causas de la depresión bajomedieval ha llegado el momento de efectuar un rápido repaso: las guerras, la peste negra, los desajustes entre producción y población, la crisis agraria, los cambios climáticos, los problemas monetarios, serían, por no citar sino los más significativos, algunos de los posibles puntos de partida explicativos de la profunda crisis que padeció el Continente europeo en el transcurso de los siglos XIV Y XV. Son tantas las perspectivas de análisis, cada una de ellas razonablemente sostenida desde fuentes documentales conservadas de la época en cuestión, que no puede sorprendernos que el profesor francés E. Perroy, en un célebre articulo que data del año 1949, hablara no de la crisis del siglo XIV, sino de las crisis de dicha centuria. En efecto, Perroy llegó al convencimiento de que lo que hubo en la época de referencia fue una sucesión de crisis diversas, demográfica, agraria, militar, monetaria, etc., cada una de ellas en cierta medida autónoma, por más que hubiera indudables nexos de aproximación entre todas ellas. Ahora bien, es posible preguntarse si las reflexiones del profesor Perroy, aun reconociendo su indudable originalidad, aclaraban el panorama de la crisis tardomedieval o, por el contrario, lo oscurecían.
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La identificación de los cazadores del Paleolítico Medio partió del análisis de la industria lítica, conceptuada básicamente como una industria de lascas. El primer intento de sistematización por parte de un prehistoriador surge con H. Breuil en 1931, quien establecería una secuencia bipartita entre culturas levalloisienses y musterienses, basándose para la primera en los yacimientos al aire libre del norte de Francia, que ofrecían una proporción muy elevada de restos de talla, lascas, núcleos, etc., mientras que las puntas, raederas y otros útiles eran escasos. Estos conjuntos eran semejantes a los que contenían piezas de factura especial de las graveras de Levallois (Sena) durante el siglo pasado. Por asimilación, Breuil denominó las industrias con lascas de extracción premeditada, Levalloisense, del que establecería una secuencia cronológica de siete estadios, de los cuales los tres últimos serían coetáneos del Musteriense. En la década de los cincuenta aparece la figura de F. Bordes, quien guiado por V. Commont estudia la formación de loess del norte de Francia y sistematiza las industrias del Paleolítico Inferior y Medio, estableciendo una lista tipológica con las piezas frecuentes y características de ambos períodos. Para ello se basaría, asimismo, en los trabajos de F. Bourgon sobre las industrias musterienses de la zona suroeste de Francia. En esta serie se incluye un conjunto de piezas que realmente no son útiles en el sentido tipológico: las lascas levallois. Éstas entran en la composición de su lista para proporcionar las bases de diferenciación técnica de las industrias. Con la aplicación de la estadística, además de los resultados de su estudio geológico, demostró la inexistencia del Levalloisiense como cultura, quedando reducido a un fenómeno técnico. La mayor o menor expansión de la técnica levallois, reflejada por su índice, tenía su causa para Bordes en dos razones: el género de vida y la mayor o menor abundancia de materia prima, combinándose ambos factores con la tradición. La sistematización del Musteriense realizada por F. Bordes descansa sobre las industrias en abrigos y cuevas del suroeste francés y algunas de los loess y terrazas del norte de Francia, así como en los trabajos previos de Bourgon. Siguiendo un sistema de porcentajes, definió el Musteriense como un complejo basado en un mismo espectro de útiles. Dentro de este complejo musteriense aisló cuatro grupos en los que puede estar representada la técnica levallois, siendo en este caso denominada de facies levallois, o estar ausente, constituyéndose en un conjunto de facies no levallois. La atribución de un conjunto de materiales a un determinado grupo vendría dado por la distinta proporción de los diferentes útiles que componen la lista tipológica, según lo que revelen los porcentajes y los índices técnicos y tipológicos aplicados a la misma. Los tipos de Musteriense establecidos son los siguientes: 1.° Musteriense de Tradición Achelense. Este término fue establecido por Denis Peyrony para los niveles que contentan bifaces, pero que eran musterienses por su edad claramente würmiense. Este grupo para Bordes es complejo, comprendiendo numerosos subtipos, que a veces representan facies contemporáneas. Entre los diversos subgrupos tipológicos, los más importantes se deben a la evolución de la industria: tipo A, más arcaico y tipo B, evolucionado. Ambos pueden ser de facies levallois. El Musteriense de Tradición Achelense Tipo A está caracterizado por la existencia de determinado tipo de bifaces (cordiformes y triangulares) en proporciones que oscilan entre el 5 y 40 por 100; índice de raederas medio entre 20 y 45 por 100; desarrollo amplio de los útiles del Paleolítico Superior; porcentaje variable, aunque bajo, de cuchillos de dorso. El Musteriense de Tradición Achelense Tipo B está caracterizado por la persistencia muy escasa de bifaces; gran desarrollo de cuchillos de dorso, que preconizan el tipo Chatelperron; desarrollo laminar de la industria; abundancia de útiles del Paleolítico Superior y descenso del porcentaje de los útiles musterienses salvo los denticulados. 2.? Musteriense Típico. Carece de subdivisiones claras para Bordes, si bien apuntaba la posibilidad de las mismas en investigaciones posteriores, hoy en día constituye uno de los grupos más conflictivos. Los rasgos típicos de la industria se caracterizan por la ausencia o evidencia limitada de bifaces (atípicos), bajo porcentaje de cuchillos de dorso, no característicos por lo general; presencia aún menor de denticulados; porcentaje de raederas que oscila entre el 23 y el 65 por 100, sin apenas representación de las de tipo Quina y un porcentaje apreciable de puntas musteriense. Este grupo puede ser de facies levallois. 3.? Charentiense o Musteriense de Tipo Quina-Ferrassie. Se subdivide en dos grupos. El Musteriense tipo Quina se caracteriza por la casi ausencia de técnica levallois, con lascas cortas y espesas y un índice laminar bajo y, sobre todo, por una fuerte proporción de raederas, la mayoría de tipos especiales, como simples-convexas y transversales-convexas y las raederas con retoque bifacial, ambas de tipo Quina; su porcentaje es muy fuerte, apareciendo los limaces. Los denticulados juegan un papel débil, aunque son más numerosos en el comienzo y al final de este tipo de conjunto. El Musteriense tipo Ferrassie constituye la facies levallois, caracterizándose por la aparición de esta técnica en conjuntos con una fuerte proporción de raederas, entre las que destaca una proporción moderada de raederas Quina a semi-Quina. Las diferencias con el tipo Quina vienen dadas fundamentalmente por el papel que juegan las diferentes técnicas de talla, ya que los productos levallois no permiten la realización del retoque escamoso sobreelevado. Los denticulados persisten en proporciones muy débiles, desarrollándose en los niveles tardíos. 4.? Musteriense de Denticulados. Constituye uno de los tipos más claros del Musteriense, cuyos conjuntos se componen de proporciones muy elevadas de denticulados y escotaduras con débiles a muy débiles porcentajes de otros tipos. En casos determinados sirve para rastrear alteraciones mecánicas de los depósitos de donde proceden. 5.? Vasconiense o Musteriense tipo Olha. Ha sido aislado como un tipo regional por el propio F. Bordes para explicar las industrias con hendedores que aparecen en el propio país vasco-francés y en la cornisa cantábrica. Basándose principalmente en las colecciones procedentes del Abri Olha y de un nivel del yacimiento del Castillo, se caracteriza por unos conjuntos de tipo Quina o Charentiense evolucionados y la presencia de hendedores. Ha sido objeto de discusión al ampliarse las colecciones de otros yacimientos, principalmente de Cantabria, por lo que su problemática la discutiremos más adelante. Si bien se observa por la mayoría de los investigadores la dificultad que entraña, en muchos casos, atribuir un conjunto lítico a una determinada facies, la evidente existencia de distintas tendencias en las industrias musterienses ha sido objeto de una acusada polémica sobre la significación de esta diversidad, polémica que no ha sido aún resuelta a pesar de haber transcurrido más de dos décadas. Las principales posturas, en cuanto a la significación cultural de los diferentes conjuntos líticos, son las siguientes: En primer lugar, conviene comentar brevemente la propia interpretación de F. Bordes, una vez concluida su sistematización de los conjuntos líticos. Este investigador defendía, en 1970, el que los diferentes conjuntos representaban tradiciones autónomas y estables a lo largo del tiempo de diferentes grupos, que apenas tendrían una influencia recíproca. Las principales críticas a la interpretación de Bordes partieron de dos investigadores norteamericanos, L. y S. Binford en la misma década de los sesenta. Según estos autores, aquella interpretación iba contra la misma base antropológica, ya que a los musterienses se les concibe organizados sociológicamente en grupos pequeños de recolectores de alimentos, mostrando una cierta movilidad, por lo que no pueden coexistir durante largos períodos de tiempo en regiones de extensión limitada, como sería el Perigord, sin que se produjese cierto grado de aculturación. Asimismo, los hábitos preferentes en la manufactura de útiles tienden a desarrollarse bajo condiciones de aislamiento geográfico y diversificarse especialmente las características de los conjuntos, lo que no parece ser el caso de la cultura musteriense. Lewis y Sally Binford ofrecieron una interpretación funcional, partiendo del concepto de que cada conjunto específico de piezas correspondía a una actividad determinada, encuadrada en dos grandes grupos de técnicas: las relacionadas con tareas extractivas (aprovisionamiento de alimentos y materias primas) y las propias del asentamiento o tecnología de mantenimiento y transformación, que se llevaría a cabo en los campamentos base. El primer paso para obtener datos que sustentaran esta interpretación consistió en aislar los conjuntos o unidades de piezas que estarían relacionados con las diferentes actividades, y para ello aplicaron el análisis factorial sobre la totalidad de las piezas procedentes de dos yacimientos, del Oriente Próximo y del Perigord. El análisis factorial les permitió identificar una serie de variables agrupadas que son los factores, a su vez cada uno de ellos se definiría por una serie de variables, en su mayoría tipos del sistema de F. Bordes, y que estarían relacionadas con determinadas actividades. Los factores observados son los siguientes: Factor I: vinculado con la actividad de fabricación de útiles no líticos (hueso, madera, etc.), actividad propia de mantenimiento que los Binford relacionan con el Musteriense Típico. Factor II: en el que se agruparían variables que Binford relaciona con la caza y despiece de animales, por lo que lo asimila con actividades extractivas, vinculándose al Musteriense tipo Ferrasie. Factor III: vinculado por sus variables al proceso de consumición de alimentos (corte e incisión), representando, pues, una actividad de mantenimiento y podría compararse al Musteriense de Tradición Achelense. Factor IV: por el tipo de variables, lo relacionó con una función específica, como es el trabajo de materias vegetales, actividad extractiva que se asimilaría al Musteriense de Denticulados. Factor V: la interpretación de las variables se presenta más desdibujada que las anteriores, si bien Binford lo relacionaría con actividades de caza y el aprovechamiento de la misma, es decir, como actividad extractiva, relacionándose con el Musteriense de tipo Ferrassie. El aspecto innovador de Binford se remite al método utilizado, aunque pueden criticarse algunos aspectos, como son: el olvido de la fauna y otros datos a la hora de ofrecer una interpretación de actividades de grupos cazadores, atribuir de una manera simplista y a priori funciones determinadas a las variables, la escasez de la muestra y el ignorar las condiciones y circunstancias de cada nivel estudiado, así como una discutible aplicación del Análisis Factorial. En la década de los sesenta otro investigador, Paul Mellars, uno de los clásicos de la nueva arqueología nacida en Inglaterra con David Clarke, estableció una secuencia cronológica de los diferentes tipos musterienses en el sudoeste de Francia relacionando los niveles de las series estratigráficas del Perigord, con el fin de analizar la certeza sobre la coetaneidad, al menos de todas las facies, y rastrear la evolución de las mismas. Los trabajos en los años setenta de H. Laville han mostrado, por medio de análisis geológicos, la existencia continuada de las distintas facies desde los inicios del Würm. La aportación de Mellars a la interpretación de la variabilidad de los grupos musterienses descansa sobre una base crítica a la concepción de funcionalidad ofrecida por los Binford, haciendo ver el peligro de realizar correlaciones simples entre el equipo material, actividades económicas y medio ambiente, en sociedades que poseen a su vez un nivel de subsistencia muy simple. Del mismo modo, lo arriesgado de suponer que todas las diferencias entre los conjuntos de útiles puedan reflejar probables diferencias significativas en las actividades realizadas en los yacimientos estudiados. Para este investigador al menos tres de las facies, Ferrassie, Quina y Musteriense de Tradición Achelense (MTA) se solapan cronológicamente en este orden, evolucionando de forma independiente. Para este supuesto se basa fundamentalmente en el yacimiento de Combe Grenal. Veinte años después, se mantiene la polémica sobre el significado y la variabilidad dentro de las facies musterienses. Con los datos de Henri Laville y las recientes dataciones por termoluminiscencia del abrigo epónimo de Le Moustier, obtenidas por H. Valladas y M. Geneste, P. Mellars observa que al menos estas tres facies se originan en diferentes momentos y tienen una evolución interna. La sucesión de estas tres facies comienza por el Musteriense Ferrassie, posteriormente el Quina y, por último, el Musteriense de Tradición Achelense, primero el tipo A y posteriormente el tipo B. En la última década y a partir de sus trabajos con H. de Lumley en la cueva de L'Hortus, Nicolas Rolland ha expuesto recientemente una nueva interpretación de la variabilidad de las industrias musterienses. Parte el autor de la variabilidad en las frecuencias de útiles retocados regularmente, considerando la dicotomía existente entre raederas y denticulados. Su observación básica es la importancia de las raederas, ya que cuando aumenta la frecuencia de las mismas, aumenta también la riqueza cuantitativa de las colecciones. Estos útiles, destacados ya por F. Bordes en una amplia variedad de tipos, para Rolland consisten en "útiles de borde cortante, utilizados intensivamente, reafilados de nuevo y a menudo reemplazados cuando las circunstancias requirieran una economización del material lítico". Los denticulados y las escotaduras servirían para el trabajo de materias más resistentes mediante otras acciones cinéticas y durarían aún más. Estas industrias se producen ambas desde los comienzos del Würm, si bien las que presentan mayor frecuencia de raederas parecen coincidir en general con períodos de clima más severo, mientras que las segundas tienden a aparecer durante episodios más suaves o templados, coincidiendo geográficamente en varias áreas de la cuenca mediterránea. Deduce que las características de la industria pueden ser diagnósticos de hábitos de talla modificados como consecuencia de cambios interrelacionados entre la morfología social y el medio ambiente. La dicotomía entre dos series de piezas fundamentales, raederas y denticulados, ha sido defendida por otros autores como Arthur Jelinek y Harold Dibble. Recientemente, en los análisis matemáticos que hemos realizado en conjuntos de niveles de la cornisa cantábrica, se muestra claramente que la interrelación que ofrece el análisis de componentes principales agrupa dos series básicas según el componente principal que predomina en los conjuntos, raederas o denticulados. Encontrándonos dentro de los problemas de interpretación de las industrias líticas, en los últimos años han surgido estudios más concretos o más especializados sobre determinadas piezas o sistemas técnicos. H. Dibble ha observado la serie de reducciones del filo a las que han sido sometidas las raederas a partir de nuevos retoques. Para ello, ha tomado como muestra las series de raederas provenientes del yacimiento de La Quina en Francia (Charente), las de Tabun en el Próximo Oriente y los Zagros. Parte de dos premisas: a) tener en consideración hasta qué grado tiene lugar la reducción de una pieza, observando el tamaño final relativo al tamaño original de la pieza, y b) tener en cuenta que la reducción por sucesivos retoques del filo afecta a la superficie de la lasca y no a su punto de percusión. La reducción afecta a los diversos tipos de raederas. Gracias a este estudio ha detectado dos secuencias: 1. En cuatro yacimientos de los Zagros, la reducción de los bordes laterales de las raederas llevan a una cadena, desde las raederas simples y dobles hasta llegar a raederas convergentes. 2. En La Quina y en Tabun, las raederas han sufrido la reducción en un borde, mostrando una cadena que lleva a la producción de raederas transversales desde lo que eran raederas retocadas lateralmente. Visto así, la variedad tipológica de las raederas muestra la medida de intensidad de reducción en los filos. Las raederas laterales presentan poca intensidad de reducción y paralelamente de uso. Un amplio número de convergentes y transversales puede implicar una reducción del filo más intenso y mayor utilización. Estas pautas respecto a la utilización de las raederas están relacionadas con el comportamiento de los cazadores, sumándose además la mayor o menor accesibilidad a las fuentes de materia prima para la realización de las piezas. Otros trabajos se han encaminado hacia el estudio de los procesos técnicos que conllevan la obtención de los productos. Entre ellos, destacan los trabajos de Eric Böeda sobre la técnica levallois y los trabajos sobre la cadena operatoria en la obtención de los distintos productos, observada principalmente por M. Geneste. La técnica levallois ha constituido siempre un elemento fundamental en el Paleolítico Inferior y básico para el estudio del Paleolítico Medio. Recordemos aquí la estructura del Paleolítico Medio propuesta por Breuil y, asimismo, la importancia dada en la clasificación y sistema de F. Bordes, siendo principalmente los conjuntos de Próximo Oriente los que reflejan la abundancia y la variabilidad de la industria levallois. Técnicamente, se observan en el Levante tres tipos de núcleos: unipolar, bipolar y centrípetos. E. Böeda en sus trabajos en el norte de Francia no sólo confirma la variabilidad de los núcleos, sino también el sistema de gestión que se observa a través de la superficie de las lascas levallois. El concepto levallois reside, esencialmente, en la concepción volumétrica del núcleo al que se añaden técnicas de predeterminación en la morfología de las piezas que se van a obtener. Técnicamente, la forma de obtención es básicamente la percusión directa con percutor duro. El método que constituye la etapa de producción es la reunión entre la reproducción abstracta del objetivo y su concreción. En relación con el método, E. Böeda ha distinguido dos series de métodos: el lineal, destinado a la obtención de una sola lasca preferencial por superficie de preparación levallois, y el método recurrente, que conduce a la obtención de varias lascas predeterminadas por superficie de preparación levallois. Aparte del problema interpretativo y las tendencias de análisis actuales, se observa cómo las facies musterienses definidas por F. Bordes para los yacimientos aquitanos aparecen distribuidas por Europa occidental con mayor o menor intensidad; en la Europa meridional y central las facies se desdibujan aún más, apareciendo elementos nuevos que ofrecen variantes originales. Aun así, y a pesar de las deficiencias que se observan en la actualidad al adscribir a facies determinadas los conjuntos líticos, el sistema tipológico y técnico al ser sencillo y de carácter general permite estudiar industrias plurales y diversificadas en cualquier ámbito geográfico. En áreas que se alejan del foco del suroeste francés, la industria lítica pierde las características que definen al Musteriense, asimilándose a lo que Bordes definió como musteroides. Quizá sea mejor por ello la utilización del término Paleolítico Medio, más asequible por su carácter general y aplicable a cualquier industria que no responda a las líneas directrices de los conjuntos del Paleolítico Inferior.
contexto
Las interpretaciones que la historiografía ha hecho de la cultura del Siglo de Oro han aplicado criterios quizá excesivamente unilaterales. El criterio biológico-religioso estuvo presente en la polémica Américo Castro-Sánchez Albornoz. La tesis de Castro rastreando señas de identidad de los conversos en la literatura española de los siglos XV, XVI y XVII a través de indicadores discutibles (la concepción crítica del sistema de valores nacional católico establecido, el vivir desviviéndose, la busca de la fama, el miedo a la Inquisición, la frecuente invocación a la Santa Trinidad, una concepción casticista...) ha recibido muchas críticas (Sánchez Albornoz, Asensio, Otis Green), pero también ha suscitado entusiastas adhesiones (Gilman, Sicroff, Araya, R. Lida, Rodríguez Puértolas, C. Guillén), que han contribuido, en cualquier caso, al estudio de problemas generales como el concepto del honor, la limpieza de sangre, los orígenes de la épica y de la lírica, aparte, naturalmente, del ahondamiento en el estudio de las obras como la Celestina, el Quijote, la picaresca, Góngora, Fray Luis de León, la mística española..., supuestamente marcadas por la voz de la sangre. Sin ánimo de entrar en la polémica, son patentes las exageraciones de Castro al despachar la literatura del Siglo de Oro en el marco de una sociedad conflictiva de castas, en las que subyacería en toda la literatura el ajuste de cuentas entre cristianos viejos (el Romancero, la novela de caballería, la comedia lopesca y Quevedo pertenecerían a este bando) contra cristianos nuevos. Sin devaluar la realidad de un conflicto racial-religioso motivado por la Inquisición, la dramatización castrista parece excesiva, como no es naturalmente de recibo el empeño de Sánchez Albornoz de descalificar a musulmanes y judíos en su protagonismo español, reduciéndolos a barnizadores de la cultura cristiana y trascendentalizando la supervivencia de la pureza cristiana frente a la mixtificación. En cualquier caso, Américo Castro y Sánchez Albornoz adolecen de una misma limitación: su obsesiva preocupación por delimitar las esencias del concepto de España, por asumir el problema de España, un problema que ellos intentan resolver apelando a la explicación histórica. La impaciencia por encontrar pruebas para demostrar la precocidad de la nación española por parte de don Claudio o el empeño bioquímico de diseccionar los componentes del presunto modelo nacional español por parte de Castro resultan, desde la perspectiva actual, un tanto estériles. La realidad nacional es, desde luego, mucho más compleja de lo que Castro y Sánchez Albornoz consideraban. En el concepto de nación inciden múltiples variables: el territorio con sus correspondientes fronteras, la lengua, la comunidad de carácter (el Volksgeist alemán), la misión o proyecto, la conciencia o la voluntad de ser, la presencia de un Estado... Si asentar la nacionalidad básicamente sobre un carácter (estilo de vida o contextura vital) como hace Sánchez Albornoz es, a todas luces, indefendible, tampoco depositar la fe exclusiva en la supuesta conciencia como elemento definidor, como hace Castro, es hoy creíble. Pero quizá la interpretación que más fortuna ha tenido ha sido la sociológico-política. Apoyándose en las biografías de algunos de los más ilustres intelectuales, se ha dado una imagen de la cultura del Siglo de Oro demasiado mediatizada por los poderes públicos. Aquí ha pesado un cierto síndrome gramsciano dando, a mi juicio, excesiva trascendencia a los grandes poderes de la Iglesia y el Estado que convertía, de hecho, a la mayoría de los intelectuales del Siglo de Oro en intelectuales orgánicos al servicio de uno u otro poder o de ambos conjuntamente. La cultura popular quedaba siempre asfixiada por el discurso de las elites y desde arriba era desnaturalizada, secuestrada, acomodada al gusto oficial. Pienso que se ha despreciado demasiado el papel del mercado consumidor como elemento configurador de la cultura producida. Sin defender la autonomía del intelectual del Siglo de Oro, creo que conviene suavizar las tintas de la dependencia orgánica tantas veces atribuida. La interpretación de José Antonio Maravall respecto a la supuesta domesticación política de la cultura barroca convirtiendo a los escritores del Siglo de Oro en servidores del sistema, turiferarios de los Grandes, propagandistas del orden señorial, auxiliares de la Inquisición, etcétera, ha sido seguida por múltiples historiadores, de Salomón a Diez Borque. Hoy esta interpretación de la cultura barroca está siendo rebatida por historiadores como Jean Vilar y Bartolomé Bennassar, que han destacado significativos contrasentidos a la imagen comúnmente establecida. La literatura española del siglo XVII ha gozado en su época, tanto en el interior como en el exterior de España, de una magnífica fama de escandalosa. Obras como Fuenteovejuna de Lope, o El Alcalde de Zalamea de Calderón, con todas las matizaciones que se quiera, pertenecen al teatro de protesta. La obra de Guillén de Castro Allí van leyes do quieren reyes es una sátira severa del poder regio y sobre todo de la arbitrariedad, significativamente escrita dos años después de la publicación de la obra de Juan de Mariana De rege et regis institutione, la obra en la que se defiende el regicidio. Góngora es, asimismo, poeta rebelde al menos en igual medida que poeta de corte. La mirada de Mateo Alemán sobre la sociedad de su tiempo tampoco revela ninguna complacencia. ¿Qué decir de los sombríos análisis de Quevedo y Gracián? El segundo contrasentido, a juicio de Bennassar, es que la vida de los intelectuales se desenvolvió muchas veces al margen del poder, dinero y honores. Sobre todo, a mediados del siglo XVII, los intelectuales se hacen fuertemente sospechosos a quienes ejercen el poder, porque dirigen contra ellos sus dardos hirientes.