Domenico di Alessandro Fancelli, nacido hacia el año de 1469, inicia sus relaciones con España por el encargo que le hacen del sepulcro del cardenal Diego Hurtado de Mendoza, arzobispo de Sevilla, labrado en Génova el año de 1509. A través de otro miembro de la familia de los Mendoza, el conde de Tendilla, entrará en contacto con la Corte, que le encomienda el sepulcro del malogrado príncipe Juan antes del año 1512, por lo que vuelve a Carrara a ocuparse de su realización. Los pagos de 1513 sugieren su terminación e instalación en la iglesia de Santo Tomás de Avila. El monumento exento en forma de pirámide truncada sobre la que se yergue un segundo cuerpo con el yacente se inspira en el del papa Sixto IV, obra del Pollaiuolo, e inicia una serie de gran trascendencia en el arte funerario castellano. Con grifos en los ángulos, decorados los frentes de la capa sepulcral con nichos avenerados que albergan figuras de Virtudes, la bella figura del Príncipe, de rasgos idealizados, hubo de causar tan buena impresión que a continuación le encargan el sepulcro de los Reyes Católicos para la capilla real de Granada, pensado para panteón real por la reina Isabel. Terminado hacia el año 1517, aunque repite el modelo del Príncipe, su tendencia a una mayor verticalidad se consigue por la elevación del segundo cuerpo con los yacentes y las cuatro figuras de los Padres de la Iglesia en los ángulos. De técnica preciosista en su decoración, los rostros de los yacentes acusan mayor realismo y los tondos de los frentes su dominio de la talla del relieve. No pudo terminar el sepulcro de Cisneros ni los de los Fonseca en Coca, pues cuando se ocupaba de los trámites de su contratación muere en Zaragoza, donde en aquellos momentos residía la Corte, el año 1519, por las mismas fechas que llegan a la ciudad Berruguete y Bigarny y se llama a continuación a Ordóñez, en Barcelona, para continuar los encargos reales. El fino arte quattrocentista de Fancelli, que aplicó sus conocimientos a la ejecución de las obras reales, tuvo profunda huella en el arte funerario castellano. Ante las obras de Ordóñez, Siloe o Berruguete su arte resulta arcaizante y frío, pero fue decisivo para la divulgación en España del nuevo lenguaje artístico. Mientras que en Burgos Felipe Bigarny realizará la decoración del trascoro de su catedral en la temprana fecha de 1498, posiblemente el primer monumento escultórico renacentista español, el cardenal Mendoza emprende en estos años finales del siglo XV una serie de obras en las que impone el orden a la romana, en su Colegio de Santa Cruz de Valladolid, con fina portada de correcto italianismo. También dispone en su testamento de 1494 que se erija su sepulcro en la catedral de Toledo, terminado antes de 1513 y realizado posiblemente por artistas italianos con la colaboración de algunos españoles. La grandiosa obra presenta el nuevo modo de concebir el arte funerario como exaltación individual del difunto y en su decoración, el nuevo estilo. Concebido como un gran arco labrado a dos haces, organizado con pilastras y hornacinas con figuras, recubierto de preciosos grutescos, alberga en uno de sus lados la tumba del cardenal y el retablo de Santa Elena en el contrario, en bello mármol blanco. Se ha atribuido su traza a Andrea Sansovino en su paso por España, pero hasta la fecha, sin documentación que lo avale, se mantiene su anonimato. Por estos mismos años anteriores a la vuelta de nuestros grandes escultores de su viaje a Italia, Vasco de la Zarza termina el año 1511 el sepulcro de don Alonso de Madrigal El Tostado -de imaginería e obra romana- en el trascoro de la catedral de Avila. La grandiosa figura sedente habla también de ese nuevo sentir humanista que glorifica a uno de sus representantes en lugar privilegiado de la catedral, exaltando en su actitud de escribir su dedicación a las Letras. Su prodigiosa y fina decoración habla también de su aprendizaje de lo italiano quizás por posible viaje a Italia, bien por conocimiento de las fuentes gráficas del nuevo arte que pudo conocer el artista. Estos dos grandes monumentos funerarios reflejan mejor que otras obras escultóricas la aceptación temprana del renacimiento en Castilla, quizás por ser campo artístico que menos condicionado a la tradición por la calidad de sus comitentes pudo desarrollar antes y mejor las nuevas normas. La actividad de Vasco de la Zarza tuvo gran interés en los inicios de la recepción del renacimiento en Avila, Toledo y Palencia, y es curioso pensar que su obra en Avila fue tasada por Fancelli y que en vísperas de su muerte contrata, con Berruguete el retablo de la Mejorada.
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monumento
Se trata de una acequia del siglo XI conocida también con el nombre de Fuente de las Lágrimas, ya que se decía que su manantial derramaba agua lentamente en forma de lágrimas. Todavía hoy permanece en el mismo lugar donde el emir ziri Abd - Allah le ordenó a su visir, Abu Mu Ammal, que edificase una acequia para abastecer de agua a toda la población. Tras ser conquistada por los castellanos, la acequia siguió en uso y, en 1501, apareció nombrada como acequia de Aynadamar en el Archivo municipal. Actualmente, dicha acequia sigue conduciendo el agua de Fuente Grande hasta El Fargue, pues en adelante se ha perdido. Hoy se puede observar el tramo que va desde Alfacar hasta Víznar. La acequia llegaba hasta Granada, pasando por el barrio del Albaicín hasta llegar a la Puerta de Elvira. A lo largo de este recorrido, el agua de la Fuente Grande abastecía los cármenes, regaba los viñedos, olivos, jardines y otras propiedades de los ciudadanos de Granada.
contexto
Historia de las mujeres, Historia de la mujer, Historia del género, Historia desde la perspectiva de género, Historia del sistema de géneros o Historia feminista son las formas más habituales de denominar la Historia que considera a las mujeres como sujeto, como resume Cristina Segura Graiño, según la cual la utilización de una u otra no es indiferente, sino que responde a diversas concepciones teóricas de la Historia. Aunque no vamos a describir detalladamente estas corrientes historiográficas, diremos por lo menos que la utilización del singular, mujer, o del plural, mujeres, se corresponde respectivamente con la aceptación o el rechazo de los planteamientos patriarcales: el singular, mujer, se refiere a la existencia de un modelo femenino único, el doméstico y sometido, mientras que el plural, mujeres, enuncia que no todas las mujeres quedan abarcadas en este modelo y lo aceptan, sino que existen mujeres en múltiples y variadas situaciones atendiendo a su clase social, su religión y su raza -por otra parte, lo mismo que acontece con los hombres- y a su estado civil, cosa que más bien afecta a las mujeres. La citada autora considera que el plural está mucho más adecuado para la Historia que pretende denunciar la situación de desigualdad y sometimiento con respecto a los hombres de su misma clase social, que se ha impuesto a las mujeres por sistema patriarcal -March Bloch también prefería el plural, hombres, al singular, y lo justificaba en su definición de Historia-. Por el contrario, las denominaciones relacionadas con el género no parecen tan adecuadas, ya que el género es una práctica metodológica aplicada por unas determinadas tendencias dentro de la Historia de las mujeres, y de esta manera, el utilizarlo como denominación supone la exclusión de otras tendencias. Además, aunque tenga su importancia como método de trabajo, no parece acertado que la denominación de un método sustituya al sujeto a historiar. Por otra parte, hay que tener en cuenta que el género es una construcción cultural y social del patriarcado, y si no se acepta este sistema, tiene muy poca coherencia darlo como denominación de la Historia que precisamente pretende rebatir dicho sistema. Podríamos definir la Historia feminista como la que considera a las mujeres como sujeto histórico y aplica la crítica feminista en su elaboración. En este sentido la Historia de las mujeres debe ser feminista. Si no responden a estas condiciones de estudio, las investigaciones se limitan sin más a hacer Historia contributiva, que considera a las mujeres sujeto de estudio pero sin aplicar ninguna metodología crítica. Gráfico El feminismo como doctrina filosófica surgió a partir de la Ilustración. Sin embargo, los ilustrados no fueron los primeros en plantearse que las mujeres eran semejantes a los hombres. Ya la religión cristiana desde sus primeros tiempos vino a señalar la igualdad de mujeres y hombres frente a la filosofía griega, que defendía que las mujeres eran inferiores; incluso desde tiempos medievales la Iglesia reconoció la autoridad de algunas mujeres que fueron nombradas doctoras de la Iglesia, como santa Catalina de Siena, santa Teresa de Jesús, etc., hasta nuestros días: entre las últimas mujeres de renombre universal están santa Edith Stein, superviviente de Autswichtz nombrada patrona de Europa y la actual Mary Ann Glendon, representante del Vaticano en la Conferencia de Pekín, por poner algunos ejemplos cercanos. A la Historia de las Mujeres le compete explicar por qué estas se sintieron atraídas por el cristianismo entre las muchas opciones religiosas del mundo romano. M. Mac Donald ha reflejado la visión que los autores paganos tenían sobre la inclinación de las mujeres hacia el cristianismo, que corrobora de una parte ese papel fundamental que estas desempeñaron en la implantación y difusión de la nueva religio externa, y el peligro que esto suponía para el orden romano, por cuanto al introducirse en los ámbitos domésticos, desdibujaba los límites establecidos entre lo público y lo privado. Sólo a modo de información paralela, comentamos que se han desarrollado a partir de los años 70 los primeros núcleos de la Feminist Theology en universidades de Estados Unidos, Canadá, Alemania, Holanda y países escandinavos. También se ha creado la Asociación europea de mujeres para la investigación teológica -que desde 1993 publica su Anuario-, muy diferente, por ejemplo, de la Womanist Theology -la Teología feminista afroamericana antirracista-. En España se trabaja de manera creciente en estos temas, hay diversos grupos y publicaciones de interés, pero evitamos comentar aquí el estado de la cuestión, que exigiría un estudio propio, dada su considerable extensión. Puede ilustrar lo dicho la afirmación de Carmen de Burgos, feminista de los años veinte, en La mujer moderna y sus derechos, donde sostiene que las abadesas fueron las precursoras del feminismo español, porque ellas fueron las primeras en pretender la igualdad de derechos con los abades. En algunos monasterios llegaron a superarlos, como las de Santa Cruz de la Seros o las de San Juan de la Peña. Las abadesas de Santa Cruz usaban sello propio, tenían vasallos, cobraban diezmos y recibían donaciones, y eran válidas de albergar en su monasterio a doña Urraca, hija del Rey y hermana del obispo de Jaca. Entre todas las abadesas, la demás privilegios fue la Abadesa de Las Huelgas, que era abadesa mitrada, con derecho a usar la mitra y demás insignias episcopales. Entre sus privilegios, que aunque sorprendentes no vamos a describir aquí, estaba el de nombrar alcalde, alguaciles y escribanos, además de que los justicias deponían la vara en su recinto. Un temprano precedente de denuncia de la desigualdad fue la "querella de las mujeres", que apareció a partir del siglo XV como respuesta al pensamiento misógino y a toda la literatura caballeresca, la cual denigraba a las mujeres presentándolas como seres bellos, débiles e indefensos, dominadas por los sentimientos y ajenas a la inteligencia y a lo razonable. Volviendo al siglo XVIII, comienzo aún asistemático del movimiento feminista, queremos dejar constancia de que Olimpia de Gouges, primera revolucionaria, que participó activamente en los hechos acaecidos en Francia tras la conocida toma de La Bastilla en 1789, fundó la Societé populaire des femmes, redactó la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana (1791) y se quejó todo lo que pudo de la falta de preocupación de los políticos revolucionarios por la mujer en la nueva legislación, acabó en la guillotina enviada por Robespierre en 1793. La Revolución francesa, símbolo del progreso, tuvo muchos gestos de esta naturaleza. Asimismo, en 1792, Mary Wolnstonecraff , en Vindicación de los derechos de la mujer, se quejaba de las opiniones de los filósofos postrevolucionarios por las opiniones que sobre la mujer vertían en sus obras, especialmente Rousseau. Preconizó la sociedad burguesa y consideró que la verdadera revolución pendiente era la de las mujeres. Segura Graiño describe muy clarificadoramente el punto de partida del actual feminismo serio, conocido como el de la igualdad, frente al de la diferencia, el marxista, el lesbiano y el ecofeminismo -las cinco tendencias historiográficas-. Según la citada autora, la doctrina feminista denuncia una situación injusta para las mujeres derivada de que las sociedades que se han sucedido a lo largo de los siglos han sido patriarcales. El sistema patriarcal divide a la sociedad en dos grupos atendiendo a su sexo, hombres y mujeres, dando lugar a la subordinación del grupo sometido, las mujeres, al privilegiado, los hombres: las actividades de los hombres deben realizarse en los espacios públicos, que es donde se ejerce el poder político, económico, social y cultural; las mujeres deben quedar recluidas en los espacios domésticos infravalorados y despreciados por la sociedad. Las características de los dos grupos han sido construidas artificialmente por el patriarcado que es quien ha asignado funciones, actuaciones, posibilidades y espacios para proyectarse, distintos para cada grupo, y además jerarquizados. Esta construcción social y cultural es el género, que es quien consagra unas diferencias que el sexo no propicia en origen. Es pues una construcción artificial. Estas diferencias entre los grupos privilegiados y sometidos, o entre hombres y mujeres, han estado presentes en todo acontecer histórico, y por lo tanto en la vida de las mujeres, si bien esta lucha solo se mantiene pública y activa desde finales del siglo XVIII, como señalábamos anteriormente. A todas estas consideraciones historiográficas, podríamos añadirles -y aceptar como igualmente válido desde el principio- un punto de vista práctico o testimonial: que no ha existido una historia redonda de las mujeres en general, como tampoco se puede decir que se haya hecho una historia redonda de los hombres en general. Lo que en realidad ha sucedido es que sólo algunos hombres historiadores, literatos, filósofos, cronistas... han hecho una historia de grandes hechos y de grandes biografías, tanto de hombres como de mujeres, pero, eso sí, de hechos importantes y de mujeres y hombres notables o famosos. En realidad, hasta bien entrado el siglo XX, sólo era historia lo extraordinario, afectase a mujeres o a hombres indistintamente. ¿O es que nos hemos olvidado de Agustina de Aragón, de Juana de Arco, de Isabel la Católica, de Dolores Ibárruri "la Pasionaria", de Pilar Primo de Rivera, etc., de las llamadas grandes colecciones literarias sobre las mujeres de la historia? Hemos leído una historia en la que la omnipresencia de la mujer normal no se consideraba de interés, como tampoco eran de interés alguno los hombres normales, debemos hacer justicia. Creemos que el binomio ordinario-extraordinario es más ajustado a la realidad, como criterio de selección histórica, que el binomio privado-público, definitorio punto de partida de ciertos estudios feministas. El periodo del Franquismo se enmarca aún dentro de esta manera de hacer historia de lo extraordinario: de hechos y personas, tanto hombres y mujeres. Donde hay que fijar nuestra atención es en por qué había tan pocas mujeres consideradas extraordinarias. Esta forma de escribir la historia se prolongará en España hasta recién comenzados los ochenta, cuando se publica el primer título sobre historia de las mujeres. Lo que echamos en falta cuando hablamos de la ausencia de las mujeres en la historia, es la historia de las mujeres comunes, es su vida de ciudadanas normales, su participación en la construcción de la sociedad, sus relaciones personales, familiares, laborales, culturales, religiosas, su salud, sus preferencias. A esta ausencia ha contribuido, hasta bien avanzado el siglo XX, la descripción de la mujer hecha siempre en función de su relación jurídica con el hombre: su mujer, su hija, su empleada...; la mujer aparecía clasificada, no por ella misma, sino por su estado civil -señorita, señora de, viuda de-. En Francia, p. e., este uso ha perdurado hasta 1984, año en que una circular ministerial exigía que todas las mujeres fueran tratadas de "señora" para evitar este tipo de discriminación. En España, desde la década anterior, rige una ley similar que pretende evitar un trato discriminatorio. Convendría, de todas formas, hacer una encuesta a las propias mujeres para ver su aceptación social real. No cabe duda de que la uniformidad también es otra manera de discriminación. Toda forma de clasificación histórica, podríamos rastrearla, por ejemplo, a través de sus manifestaciones en el lenguaje. Sólo con acercarse al vocabulario del mundo laboral femenino, podríamos descubrir cómo las mujeres conservaron los nombres de sus oficios en femenino cuando se trataba de oficios manuales o poco cualificados -obreras-, que los hombres despreciaban, mientras que en el caso de empleos bien valorados, la mujer ha debido utilizar el nombre del oficio en masculino, como es el caso tan llevado y tan traído del juez y la jueza -aún recordado por los ríos de tinta que hizo correr-, la primera batalla lingüística española de los ochentas. El progresivo relieve que ha ido adquiriendo la mujer en la sociedad ha venido de la mano de unas leyes, que han ido reconociendo y valorando esta presencia secular. Es decir, la presencia de la mujer en la sociedad, su trabajo en los más diversos campos, ha existido siempre; lo que realmente ha progresado es el reconocimiento de la situación, no la situación en sí misma. Hasta que las leyes no han reconocido esta igualdad en muchos campos, no se ha podido hablar de igualdad en sentido estricto. Queda aún mucho por legislar, este es el verdadero reconocimiento social. También, habría que contrastar, en última instancia, todo lo que mujer estaría dispuesta a elegir o a aspirar a ello, y que posteriormente los distintos gobiernos, las distintas políticas coyunturales, las líneas de actuación de los distintos organismos internacionales, vendrían a refrendar o, por el contrario, a entrar en colisión con los intereses de las propias mujeres, a legislar en su contra. Léase el candente tema de nuestros días sobre el derecho a la información de los padres de menores dispuestas a llevar adelante un aborto. ¿Están todas las mujeres-madres de acuerdo en ceder en exclusividad el control de la salud sexual de sus hijas al gobierno? ¿No es esta otra manera de ignorar a la mujer, siempre a través de leyes, tan legalmente como se ha venido haciendo durante todo el siglo anterior? Entraríamos aquí en el inabarcable y desgraciadamente manipulable mundo de los derechos y los deberes, en el que los distintos gobiernos se han abrogado el derecho de sustituir a las mujeres en muchas de sus decisiones.
contexto
Durante los últimos años de la década, las relaciones entre Francia e Italia comenzaron a experimentar una mejoría que se manifestó sucesivamente en las esferas colonial, comercial y política. Si el distanciamiento entre las "hermanas latinas" se había intensificado por un hecho de naturaleza colonial -la ocupación de Túnez por Francia, en 1881-, su aproximación comenzó en el mismo plano. En 1896, ambas potencias firmaron una convención por la que Italia reconocía el protectorado francés sobre la "Regence" a cambio de ventajas económicas, y de un estatuto privilegiado para sus naturales en esta zona, en particular, el derecho de conservar sus escuelas elementales. En 1898, Francia e Italia firmaron un acuerdo comercial por el que pusieron fin a la guerra de tarifas aduaneras que habían mantenido durante más de una década. Las razones de este mejor entendimiento fueron la congelación de las aspiraciones italianas en el norte de África, a raíz del desastre de Adua, y la presión de los medios económicos italianos por mejorar las relaciones con Francia; también los intereses del gobierno de Roma por conseguir créditos franceses. La Triple Alianza se consideraba un tratado defensivo que no impedía la mejora de relaciones con Francia. Los principales impulsores de la nueva política fueron los ministros italianos de Asuntos Exteriores -el viejo marqués Visconti-Ventosa- y Hacienda, del gobierno que siguió a la caída de Crispi, y los representantes diplomáticos de ambos países. El interés de Francia, en lo relativo a la política exterior, era evidente, ya que estaba introduciendo una cuña entre los aliados; en el plano económico, los intereses financieros e industriales franceses se sobrepusieron a los agrícolas. Superados los contenciosos colonial y comercial, nada obstaculizaba la cooperación política. Nadie pensaba ya en serio, si es que lo habían hecho alguna vez, que la República fuera a intervenir para restituir al Papa su poder temporal. En diciembre de 1900, Italia y Francia firmaron un acuerdo secreto por el que se repartieron las zonas de influencia en el Mediterráneo: Tripolitania y Marruecos, respectivamente. En junio de 1902, a pesar del mantenimiento de la Triple Alianza, Italia llegaba con Francia a un acuerdo -lógicamente también secreto- de neutralidad en caso de guerra francoalemana.
Personaje
Literato
Arquitecto
Pintor
Natural de Santa Fe de Bogotá, es considerado como uno de los últimos representantes del clasicismo romanista en la pintura colombiana del siglo XVII. También se interesó por la arquitectura y la poesía.