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El cambio de actitud hacia la causa italiana fue algo más que un simple giro oportunista ya que la opción por el nacionalismo era una decisión subversiva en la Europa de aquellos años, y no resulta extraño que Napoleón se creara poderosos enemigos. Por una parte estaban los católicos, que reaccionaban con indignación a la conformidad que el emperador mostraba ante la anexión de los territorios por parte de Piamonte. Louis Veuillot, desde el periódico L´Univers, era el más destacado portavoz de estos sentimientos católicos, en los que contaba con la asistencia de monseñor Dupanloup, obispo de Orléans. Otro sector alarmado era el de los hombres de negocios, medrosos por las consecuencias de una política exterior agresiva. "El Imperio es la paz -había advertido el barón de Rothschild-. Si no hay paz, no hay Imperio". En realidad, el principal motivo de descontento de los industriales y hombres de negocios no era la política exterior pro-nacionalista de Napoleón, sino el tratado de libre comercio que habían firmado Francia y el Reino Unido. El impulso librecambista procedía de mismo emperador, que se había convencido de las ventajas de esa política económica durante sus años de exilio en Londres. En esa misma línea le habían apoyado círculos sansimonianos y políticos, como Rouher, que desempeñaba desde 1855 el Ministerio de Obras Públicas y Comercio. Las tentativas para implantar el librecambismo se habían desarrollado desde una fecha muy temprana, pero siempre habían encontrado una fuerte resistencia en el Cuerpo legislativo, en el que estaban representados los intereses de los cerealistas, de la industria metalúrgica y de las industrias textiles más tradicionales. Las industrias de construcción, del ferrocarril, por el contrario, presionaban para la adopción de una política librecambista. El emperador no tomó en cuenta las resistencias de los grupos proteccionistas y, a través de Rouher y Chevalier, concluyó un tratado de comercio con el Reino Unido, que se firmó el 23 de enero de 1860, y que tendría diez años de validez. Suponía un notable desarme aduanero y se complementaría, en junio del año siguiente, con la abolición de las escalas móviles que dificultaban las importaciones de cereales. A las protestas de los sectores que se consideraban dañados, Rouher contestó que se había tratado de "activar la industria sin poner en peligro el desarrollo", aparte de que no hay que olvidar que también hubo sectores (mercaderes de puertos, viticultores, fabricantes de sedas e indianas) que sí se beneficiaron de la política librecambista. Los historiadores de la economía, por lo demás, han venido en coincidir en la oportunidad de la medida adoptada, que fue bien asimilada por la economía francesa. Por otra parte, el emperador complementó su opción por el nacionalismo y el librecambismo, con la concesión de algunos derechos a los cuerpos legislativos y el apunte de medidas de apoyo a las clases trabajadoras. El distanciamiento de los católicos fue correspondido con una intensificación de las posturas galicanas. G. Rouland, desde el Ministerio de Cultos y, más adelante, Victor Duruy, desde el de Educación, pusieron coto a la influencia creciente de la Iglesia Católica. Se censuraron pastorales de obispos, se endurecieron las condiciones para la autorización de congregaciones (las Conferencias de San Vicente de Paúl se autodisolvieron ante la amenaza de tener un presidente nombrado por el Estado), y hasta se llegó a la suspensión de L'Univers, órgano periodístico del catolicismo militante. Las medidas de liberalización de las Cámaras van también en detrimento de los sectores más conservadores del régimen. Un decreto de 24 de noviembre de 1860 concede la posibilidad de dar una respuesta cada año al discurso de la Corona, a la vez que se nombran ministros de Estado (P. J. Baroche, A. A. Billault y P. Magne) para asegurar las relaciones entre el Gobierno y el Cuerpo legislativo. También se asegura la publicidad de los debates. A comienzos de febrero del siguiente año se fijan los procedimientos de actuación tanto del Cuerpo legislativo como del Senado. Otro senado-consulto, a finales de ese mismo 1861, permitirá la discusión del presupuesto por capítulos, y no englobada por ministerios como hasta entonces.La primera discusión del mensaje de contestación al discurso imperial, en marzo de 1861, había permitido apreciar el crecimiento de la oposición parlamentaria. La política italiana del emperador fue duramente criticada y las propuestas de la oposición fueron derrotadas por un margen no excesivo (158 contra 91, en el Cuerpo legislativo; 79 contra 61, en el Senado). El Gobierno pudo constatar ese crecimiento de las oposiciones en las elecciones que se celebraron el 31 de mayo de 1863. Los liberales y orleanistas volvían a aparecer en la escena política, agrupados por Thiers en una Union Libérale que defendía los principios del parlamentarismo. Por otro lado, los católicos se aprestaban a defender los intereses del Papa, con el impulso de los escritos de monseñor Dupanloup, obispo de Orléans.Los republicanos, por su parte, aparecían divididos entre los intransigentes barbudos del cuarenta y ocho (que se negaban rotundamente a prestar juramento de fidelidad al emperador) y los que veían conveniente la participación. Algunos llegaban a apuntar la posibilidad de la colaboración con el régimen. Era el caso de Ollivier, de L. J. Havin (Le Siècle) o de A. Guéroult (L'Opinion Nationale). Los 2.700.000 franceses que se abstuvieron significaba que la abstención había bajado algo más de ocho puntos porcentuales (27,1 por 100 frente al 35,5 por 100 de 1857), lo que parecía indicar una mayor movilización de las oposiciones. Los gubernamentales, desde luego, bajaron a 5.000.000 de votos y las oposiciones, con 2.000.000, obtuvieron más de la décima parte de los escaños en disputa: fueron elegidos 17 republicanos y 15 que se daban la denominación de independientes. Como siempre, los votos de la oposición salieron de las grandes ciudades, que eligieron políticos de oposición de signo muy diverso. Thiers fue elegido por París, junto con ocho republicanos, mientras que Marsella elegía a un republicano y un legitimista. Los resultados electorales condujeron, en el mes de junio, a una reorganización del Gobierno del que saldría, ennoblecido, el fiel Persigny, a la vez que el galicano Rouland y el católico Walewski. La línea galicana, en cualquier caso, se fortaleció con la presencia de Duruy en Instrucción Pública, y de Baroche en Cultos. Billault quedó como único ministro de Estado para mantener las relaciones con el Cuerpo legislativo pero su fallecimiento, en octubre, obligó a sustituirlo por Rouher, que se convirtió en figura clave de la vida política de aquellos años. Ollivier le calificó de "vice-emperador sin responsabilidades". Por otra parte, el afán del emperador por conectar con las clases populares, para contrarrestar los grupos privilegiados que le regateaban su apoyo, le llevó a una cierta apertura hacia el mundo proletario, de acuerdo con lo que se denominó el grupo del Palais-Royal, en el que figuraban algunos sansimonianos (Chevalier, J. B. Arlès-Dufour) impulsados por el príncipe Jerónimo. De allí había surgido algún folleto en el que se hablaba de la base popular del sistema imperial y, en 1862, el régimen había permitido el envío de una numerosa comisión obrera a la Exposición de Londres. El contacto con el obrerismo inglés permitió que, a su vuelta, los comisionados escribieran unos informes que J. Rougerie ha calificado de verdaderos cahiers de doléances del proletariado francés. En ellos se reclamaba el derecho de asociación obrera. El Manifiesto de los sesenta, publicado en febrero de 1864, formulaba la posibilidad de crear un partido específicamente obrero dentro del régimen imperial. Aunque acusado de oficialista por los republicanos (que habían tenido tensiones con las organizaciones obreras durante la preparación de las candidaturas en 1863) el manifiesto era el primer texto del movimiento obrero francés y sus impulsores (H. Tolain) mantenían libertad de acción frente a los intereses del régimen.La respuesta del emperador fue la abrogación de los artículos del Código Penal que impedían el derecho de asociación y huelga, y la autorización para la creación de la sección francesa de la AIT, creada en 1864. La organización francesa contaría ya con 32 secciones locales en 1867. Condición y consecuencia de este fortalecimiento del asociacionismo obrero fue el aumento de la conflictividad social desde comienzos de los sesenta, especialmente en París. La huelga de tipógrafos de marzo de 1862 permitió al emperador ofrecer una imagen de magnanimidad, indultando a sus dirigentes, pero las huelgas de broncistas de 1865 y 1867 crearon una gran alarma social y la Exposición Universal de París (abril-noviembre de 1867) fue la ocasión para que se crease una comisión de representantes obreros que planteó exigencias muy radicales. Hay historiadores que opinan que es en este momento cuando se pasa al verdadero Imperio liberal, como consecuencia de las presiones ejercidas por la oposición. En su debut parlamentario, en enero de 1864, Thiers había reclamado las llamadas cinco libertades (individual, de prensa, de reunión, electoral y gobiernos con respaldo parlamentario) y, en 1866, 63 miembros del Cuerpo legislativo firmaron una enmienda en la que insistían en la necesidad de restablecer el régimen parlamentario. Fue el origen de lo que se denominó el Tercer Partido, que trataba de hacer una oposición realista y razonable, a la vez que se situaba entre los bonapartistas a ultranza y los republicanos irreductibles (jugando con la fonética francesa, algunos le llamaban el Thiers Parti). Su principal inspirador fue, desde luego, Thiers, pero también contaba con republicanos flexibles, como Ollivier, que había sido captado para el régimen después de una entrevista secreta con el emperador a comienzos de 1866.A la oposición política vinieron a sumarse la crisis económica y los reveses de la política internacional. A la intensificación de las críticas contra la política librecambista había que añadir, desde 1866, la inestabilidad de la industria algodonera francesa, afectada en el abastecimiento de materias primas por la guerra de Secesión americana. Las malas cosechas de 1867 debilitaron la demanda y todo el sistema económico quedó afectado. El Crédit Mobilier, de los hermanos Pereire, se vio abocado a la quiebra.En cuanto a la política internacional, Napoleón III estaba lejos de obtener los beneficios políticos que esperaba de su apoyo a los nacionalismos. Si los italianos habían quedado dolidos de su abandono (en 1867 habría de luchar contra Garibaldi en Mentana, para defender al Papa), tampoco pudo ayudar a los polacos cuando, en 1863, se sublevaron contra Rusia. En cuanto al nacionalismo alemán, que se polarizaba en torno a Prusia, Napoleón intentó una política ambigua, que denominó como de neutralidad atenta para conciliar el apoyo a los nacionalismos con los intereses hegemónicos de Francia. En la práctica, la rapidez de los acontecimientos desbordó a Napoleón, que nunca llegó a desempeñar el papel arbitral que pretendía. Las aspiraciones francesas a ciertas compensaciones (Luxemburgo) fueron desatendidas por Bismarck, que las calificó despectivamente de propinas. Una compleja operación de prestigio, que llevó a la intervención de un cuerpo expedicionario francés en México (general Bazaine) y a la instauración, como emperador de aquel país, de Maximiliano, el hermano de Francisco José de Austria, terminó con el fusilamiento del nuevo monarca en Querétaro, en junio de 1867. El cuadro de Manet que inmortalizó este suceso no fue aceptado en el Salón de 1869, tal vez porque parecía contener una fuerte crítica contra el abandono en el que las tropas de Napoleón habían dejado al infeliz archiduque. Napoleón, perdido el control de los acontecimientos, no pareció encontrar mejor solución que favorecer una mayor apertura o, como dijo Morny, dar más libertad para que no se la arrancasen por la fuerza. Es entonces cuando, en opinión de algunos historiadores, se puede hablar de un verdadero Imperio liberal.En una carta del emperador, que publicaba el Moniteur en enero de 1867, se anunciaba un proceso de reforma parlamentaria por el que se concedía el derecho de interpelación al Cuerpo legislativo y se convertía al Senado en una verdadera Cámara alta, según el modelo de la Cámara de los Lores británica. De enero del año siguiente es una ley de reorganización del Ejército, por la que se rebajan de siete a cinco los años de servicio y, de mayo, una ley de prensa que elimina alguna de las medidas de control del gobierno: se suprime la autorización previa y las advertencias que podían conducir a la suspensión. En junio se aprueba otra ley que facilita la posibilidad de reuniones públicas. Estas medidas, en cualquier caso, no aplacan a la oposición, que se manifiesta duramente en una prensa que alcanza gran difusión. El bajo precio de Le Petit Journal, fundado por P. Millaud en 1863, le permite alcanzar los 300.000 ejemplares en los años finales del régimen, mientras que La Lanterne, del marqués de Rochefort-Luçay, se sitúa por encima de los 150.000. Desde esos periódicos se ataca a fondo las inmoralidades del régimen y se hace una intensa propaganda republicana, como la del periódico Le Réveil, de Ch. Delescluze, que promueve un homenaje en honor del diputado republicano J.-B. Baudin, muerto en las barricadas durante el golpe de Estado de diciembre de 1851. En el juicio que se sigue contra el director del periódico se destacará la figura de su abogado defensor, el republicano Léon Gambetta, que pronunciará palabras de rotunda condena contra el régimen imperial. En ese ambiente, las elecciones celebradas el 24 de mayo de 1869 significaron un fracaso de las presiones del Gobierno que pretendía atraerse a los electores con la amenaza del peligro rojo. El régimen intentó atraer candidaturas de católicos, pero tuvo que luchar contra los candidatos del Tercer Partido y contra los republicanos, que aparecían divididos entre los sectores más moderados (J. Simon, J. Favre, J. Ferry) o el sector más radical, que podría ser personalizado en la figura de Gambetta. Este último, que se presentaba por el distrito parisino de Belleville, publicó un programa que resultó un anticipo del defendido por los futuros insurrectos de la Comuna. En él se reclamaban todas las libertades políticas, se exigía la instrucción primaria laica y gratuita, la separación entre la Iglesia y el Estado, la supresión del Ejército permanente y la abolición de todos los monopolios económicos. Los candidatos oficiales sólo obtuvieron 4.600.000 votos, que era 500.000 menos de los conseguidos en 1863, y unos 120 diputados de los casi 300 que se elegían en total. Cercano a ellos quedaba un centenar de gubernamentales liberales, que no habían querido integrarse en la candidatura oficial. La oposición estaba representada por unos 40 del Tercer Partido y 30 republicanos. Este avance de las oposiciones ayuda a entender que la abstención volviera a bajar, para situarse esta vez en 2.300.000 electores, que significaba algo menos de un 22 por 100.Napoleón llegó a pensar en la posibilidad de disolver el Cuerpo legislativo pero una interpelación, suscrita por 116 diputados, exigió la puesta en práctica de la doctrina parlamentarista del Tercer Partido. El emperador cedió (12 de julio) y aceptó la dimisión de Rouher y Duruy, que representaban el más rotundo bonapartismo. Un senado-consulto de septiembre desarrollaba una serie de modificaciones en la mecánica parlamentaria que reunía todas las características de una reforma constitucional. Se acrecentaban los poderes del Cuerpo legislativo, al que se le concedía el derecho de iniciativa junto con el emperador y se le reconocía el derecho de interpelación sin restricciones. También aparecía una cierta responsabilidad de los ministros, aunque la fórmula no autorizaba a hablar de un régimen plenamente parlamentario.
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Al acceder nuevamente al poder, el partido conservador respetó las reglas del juego; en el Mensaje que la regente leyó ante las primeras Cortes democráticas -en el que tradicionalmente se exponían los proyectos gubernamentales- se decía: "No tiene el gobierno el propósito de presentar a vuestro examen restricción ninguna de las reformas políticas y jurídicas que, llevadas a término en los primeros días de la Regencia, constituyen un estado legal digno de respeto". La opinión conservadora, contraria al sentido democrático de la legislación liberal, había quedado de manifiesto, especialmente, en la discusión de las leyes del jurado y de sufragio universal; los conservadores se oponían a ellas por considerarlas "notoriamente tan avanzadas sobre lo que las necesidades del país exigen, y sobre lo que los medios y las facultades de los que van a aplicarla(s) han alcanzado". Pero una vez aprobadas las respetaron. Otra cosa era la puesta en práctica de semejante legislación, cuya inviabilidad habían denunciado en la oposición. Cánovas ya había declarado que "el manejo práctico" del sufragio universal no le asustaba y, efectivamente, los resultados de las elecciones celebradas en febrero de 1891 -en las que el censo electoral era seis veces superior, aproximadamente, al de 1886: 4.800.000 en lugar de 800.000 electores- no fueron sustancialmente diferentes de los anteriores; la mayoría gubernamental era abrumadora. Los efectos, a largo plazo, de la aplicación del sufragio universal merecen alguna consideración. En algunas ciudades -Madrid, Barcelona, Valencia...- las cosas cambiaron efectivamente, en favor de una política "moderna", basada en la opinión pública; como prueba de ello, la representación republicana fue más numerosa y constante, llegando en ocasiones a alcanzar la mayoría de diputados que elegían estos grandes núcleos de población; con el paso del tiempo, los socialistas también saldrían elegidos; en Cataluña, los nacionalistas consiguieron enviar una representación significativa al Congreso de Madrid; lo mismo cabe decir de los carlistas en Navarra. Pero esta representación de diputados se perdía irremediablemente en el conjunto nacional; de unos 400 escaños del Congreso, el máximo de diputados republicanos fue 36, en 1903, y el de socialistas, 7 en 1923. Los diputados, por otra parte, siguieron siendo, más o menos, los mismos; ningún nuevo grupo social, salvo contadas excepciones, accedió al poder legislativo. Tampoco ocurrió la transformación de la estructura de los partidos, que continuaron siendo partidos de notables; no fue promovido ningún tipo de organización de base que sirviera para captar el voto de los ciudadanos a quienes se acababa de reconocer el derecho electoral. Las organizaciones que surgieron de forma espontánea -la Liga Agraria, el movimiento de las Cámaras de Comercio- resultaron efímeras e ineficaces. La explicación de esta serie de continuidades radica, en parte, en los efectos represores de la geografía electoral establecida en la misma ley de sufragio universal. Igual que la ley de 1878 -aunque con unos efectos muy diferentes dado el volumen de electores- la legislación de 1890 seguía manteniendo la distinción entre distritos uninominales, exclusivamente rurales -que elegían a 280 diputados- y distritos plurinominales o circunscripciones, en los grandes núcleos de población, cuyo número de diputados, entre tres y ocho, era proporcional al de sus habitantes -y que elegían a un total de 114 diputados-; pero estas circunscripciones incluían, junto a la población urbana, amplias zonas rurales, de forma que los votos de éstas podían ahogar -como de hecho hicieron en muchas ocasiones- los votos urbanos mucho más independientes. En este aspecto, los liberales de 1890 no recuperaron la legislación de los revolucionarios de 1868 -cuyo espíritu decían representar-, legislación que sí reconocía la personalidad electoral de las pequeñas ciudades. Sin embargo, el factor explicativo más importante de la falta de efectos movilizadores y modernizadores de la vida política del sufragio universal -no en la media docena de grandes ciudades, en las que vivía menos del 10 por 100 de la población, sino en el conjunto del país- era la condición social, económica y cultural de los nuevos electores, y su horizonte político. La inmensa mayoría, masculina, a quien se había dado el derecho al voto no estaba compuesta por clases medias y trabajadoras de carácter urbano, o campesinos independientes, implicados en un proyecto político de carácter democrático, sino por unas masas rurales, extremadamente pobres y analfabetas, completamente ajenas a dicho proyecto, con la esperanza de una revolución social, en la mitad sur del país, y del triunfo del carlismo, en buena parte del norte; unas masas que, además, habían experimentado o bien una fuerte represión policial o la derrota en una guerra civil. Estamos lejos de conocer con detalle el comportamiento electoral, antes y después del sufragio universal, como para poder precisar los efectos de éste. Con sufragio censitario, las elecciones de 1881 y 1884 contemplaron todo género de arbitrariedades e ingerencias gubernamentales, pero las de 1886 arrojan una mayor impresión de "normalidad y autenticidad". Con sufragio universal, en las elecciones de 1891, en las que ya empieza a hablarse de "la asquerosa plaga del caciquismo" -la crisis agrícola había ensombrecido sin duda la vida rural española- el problema del fraude parece alcanzar una nueva dimensión. Si el problema era hacer realidad un régimen representativo liberal democrático -es decir, asentado en el reconocimiento de los derechos individuales y la propiedad privada-, lo cual implicaba la creación de un electorado independiente, la pregunta es si la generalización del voto era el medio más adecuado para conseguirlo, en un país como España a fines del siglo XIX. El gobierno conservador anunció que "una vez concluida la fase constituyente de la monarquía y, con ella, la atención preferente a las cuestiones políticas, era hora de dedicar las mejores energías a las materias económicas, administrativas y sociales, desarrollando un régimen de eficaz protección a todos los ramos del trabajo, con una especial atención a cuanto atañe a los intereses de la clase trabajadora". Hoy puede parecernos pura retórica pero, en aquellos momentos, estas palabras significaban cosas nuevas -y hasta revolucionarias en la trayectoria del liberalismo-: intervención del Estado en la economía, nacionalismo económico, conciencia del problema social y de la necesidad de adoptar soluciones. En aquella etapa de gobierno conservador, las cuestiones económicas fueron abordadas y se tomaron resoluciones importantes como el Arancel de 1891. Las cuestiones sociales habrían de esperar hasta 1900 para encontrar las primeras formulaciones legales. Que se trataba de actitudes nuevas nos lo demuestra la resistencia que encontraron. En una discusión en el Congreso, un diputado, amigo político de Romero Robledo, Alberto Bosch, se opuso a toda limitación de las horas de trabajo: "limitar el trabajo -decía- es la más odiosa y la más extraña de las tiranías; limitar el trabajo del niño es entorpecer la educación tecnológica y el aprendizaje; limitar el trabajo de las mujeres (...) es hasta impedir que la madre realice el más hermoso de los sacrificios (...) el sacrificio indispensable en algunas ocasiones para mantener el hogar de la familia". A fines de 1890, Cánovas pronunció un discurso en el Ateneo de Madrid en el que destacaba la insuficiencia de las actitudes morales -la caridad de los ricos y la resignación de los pobres- en la resolución de la cuestión social, y afirmaba la necesidad de la intervención del Estado. Fue acusado por el pensador católico integrista José Manuel Ortí y Lara de "caer en la sima del socialismo, violando los principios de la justicia, que consagran el derecho de la propiedad"; este autor hacía una alabanza del "oficio de la mendiguez, (que) no repugna a la religión; al contrario, la religión la ha sancionado (...) y la ennoblece"; "el espectáculo de la mendiguez", concluía, servía para fomentar el espíritu cristiano. El Arancel de 1891 supuso lo que se ha llamado el giro proteccionista de la Restauración, un proteccionismo que no haría sino incrementarse en los siguientes años. El sistema representativo era imperfecto, pero no completamente sordo a las demandas sociales. El partido conservador terminó adoptando una política proteccionista -y siendo secundado en ella por el liberal- en respuesta a las peticiones de gran parte de agricultores e industriales; pero no lo hizo al dictado de poderosas organizaciones económicas del triángulo Barcelona-Bilbao-Valladolid, ni de supuestos bloques de poder, sino a través de la intermediación de políticos profesionales, cuyas fuentes de poder eran básicamente sus propias clientelas -sustentadas en la concesión de favores personales-, independientes, por tanto, de la posición que adoptaran en las grandes cuestiones de política económica. Los términos en que se planteó la protesta de los agricultores castellanos, en la segunda mitad de los años ochenta -"¡Guerra de los contribuyentes a los contribuidos!", es decir, guerra de los ciudadanos que pagan impuestos a los políticos que no representaban sus intereses- es profundamente significativa de la naturaleza de la vida política, la mejor radiografía del sistema con que contamos, como ha escrito José Varela Ortega. Cánovas, concretamente, en su famoso opúsculo De cómo he venido yo a ser doctrinalmente proteccionista, fundamentó su posición, como ha señalado José María Serrano Sanz, en un elemento doctrinal no específicamente económico, el concepto de nación, un concepto imprescindible para entender muchos aspectos de la política del hombre clave de la Restauración. "La obsesión de Cánovas era", como dice este autor, "la muerte (de España) por extinción del trabajo, por miseria extrema de los particulares y del Estado, por impotencia física". Por lo demás, el partido conservador conoció en estos años la peor crisis interna de su historia, crisis ocasionada por la disidencia de Francisco Silvela, que no sólo le obligó a dejar el poder en manos de los liberales, sino que habría de marcar su historia durante los siguientes años. La marcha del partido de Silvela -con los numerosos elementos que le acompañaron- fue provocada fundamentalmente por la reintegración en el mismo de Romero Robledo, a quien Cánovas consideraba importante readmitir en la nueva situación creada por la implantación del sufragio universal. Las diferencias entre ambos políticos eran profundas y se puede decir que irreconciliables, porque suponían formas opuestas de concebir la política. Romero era el agente electoral por antonomasia, amigo de sus amigos, por encima de todo; Silvela, por el contrario, era un moralista reformador, para quien lo más importante era "restablecer el prestigio de la ley y cortar todo abuso, toda infracción". "Mientras el arte romerista de gobernar consistía en "ir tirando" -escribió Melchor Fernández Almagro-, "el de Silvela cifraba su puro empeño en la reforma del Estado, en la educación del ciudadano, en el saneamiento de los usos políticos". En noviembre de 1891, Romero entró a formar parte del gobierno en Ultramar y Silvela abandonó el ministerio de Gobernación -desde el que había dirigido unas elecciones que dejaron descontentos a todos-. Un año más tarde, en diciembre de 1892, con ocasión de un debate en el Congreso sobre la administración municipal de Madrid, Silvela mencionó la obligación de soportar al jefe; Cánovas contestó airadamente, y la ruptura se consumó.
Personaje Pintor
Fue uno de los alumnos más destacados de Jacques Louis David. Sus dibujos ilustraron los escritos de Racine, Virgilio, Anacreonte y Casian. En 1789 fue galardonado con el Premio Roma. Tras residir durante algún tiempo en esta cuidad, visitó otras localidades como Nápoles y Venecia. Se decantó por el tratamiento de asuntos históricos, además de inmortalizar las campañas de Napoleón. También se inspiró en episodios literarios como muestra una de sus creaciones más conocidas: Atala en la tumba que acoge el Louvre en París. Participó con Gérard en la decoración del castillo de Malmaison.
termino
acepcion
Nave o conjunto de naves que en la arquitectura románica o gótica circundan el altar mayor, rodeadas por el ábside, y, por extensión la misma nave en catedrales o iglesias de cualquier estilo.
Personaje Político
Cursó la carrera de Derecho en Valladolid y Salamanca. Desde 1931 inició su andadura política. En este año se inscribe en las Juntas Castellanas de Actuación Hispánica y luego participó en la creación de las JONS. Al comienzo de la Guerra Civil se puso del lado de los generales sublevados contra la II República y luchó en el Alto de los Leones contra los republicanos. Cuando terminó el conflicto, le otorgaron la Medalla Militar al Mérito Individual y se convirtió en Consejero Nacional de Falange Española. En 1941 Franco le nombró ministro de Trabajo. Durante los 16 años que permaneció en esta cartera aprobó varias leyes de contenido social como la ley del Seguro de Enfermedad o la creación de un Plus por cargas familiares. Fue además el promotor del Instituto de Medicina, Higiene y Seguridad del Trabajo y de las universidades laborales. También estableció la extra de Navidad de forma obligatoria y un subsidio de invalidez. Franco le nombró Consejero Nacional del Movimiento y pasó a formar parte de la Junta Política. Cuando en 1957 cesó en la cartera de Trabajo, se marchó a vivir a Fuengirola. En la ciudad malagueña prosiguió su carrera política, además de dedicarse a negocios inmobiliarios. Tras la muerte de Franco fue uno de los principales opositores al gobierno de Adolfo Suárez. Fue uno de los principales líderes de la extrema derecha y no aceptó el referéndum constitucional de 1978.
Personaje Militar Político
General español, ostentaba el título de Duque de Osuna. Por mediación del duque de Lerma fue elegido virrey de Sicilia en el año 1610 y seis años después de Nápoles. Pasó por varios cargos de Estado y siempre demostró una gran capacidad, aunque no hay que olvidar la ayuda que le prestó su secretario el ilustre Francisco de Quevedo.
termino
acepcion
Monje itinerante o nómada, errante y vagabundo, perteneciente a una doctrina cristiana.