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La sede de la Editorial Sotelo Blanco, estrechamente vinculada en sus 20 años de vida a la literatura gallega, acoge también la Fundación del mismo nombre. Se trata de un museo etnográfico creado gracias al fundador de la editorial, Olegario Sotelo Blanco, empresario natural de Castro Caldelas que emigró a Barcelona, donde hizo fortuna y regresó a su tierra para continuar su carrera empresarial. El museo dispone de diversas salas, en las que podemos apreciar reconstrucciones de espacios de la vida cotidiana habituales en el mundo rural gallego: una habitación, las cuadras, etc.
monumento
El Museo, la Biblioteca, el Auditorio y las oficinas de la Fundación Antoni Tápies se ubican en el edificio de la antigua Editorial Montaner i Simón, obra del arquitecto modernista Lluis Domenech i Montaner. Construido entre los años 1880-85, el edificio constituye uno de los mejores ejemplos de la renovación arquitectónica y urbana de Barcelona durante el periodo modernista. Ha sido restaurado y acondicionado en los últimos años, obras dirigidas por los arquitectos Roser Amadó y Lluis Domenech Girbau.
monumento
Institución creada en 1931 por la vizcondesa del mismo nombre, se encuentra junto a la parroquia de Santo Domingo. Lo más destacable de este edificio se halla en su capilla: se trata de un solemne mausoleo, realizado para la vizcondesa por Mariano Benlliure. El material utilizado es mármol de Carrara. En el exterior de la casa, y delante del mausoleo, puede apreciarse una reja de estilo modernista, realizada por Enrique Daverio.
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Las mujeres pertenecientes a familias acaudaladas o de la alta aristocracia no fueron las únicas con capacidad para promocionar obras de arte. Muchas de las fundaciones conventuales de los primeros siglos de la época moderna con todas sus construcciones no estaban hechas por mujeres de notoria nobleza y ello no fue inconveniente para que se buscasen los recursos necesarios para llevar a cabo la obra. En ocasiones se utilizaron fortunas provenientes de las Indias, como es el caso del monasterio de Santa María de Gracia, en Sevilla, fundado en 1525 por la viuda Juana Fernández a su vuelta de las Américas. También era una práctica común el llevar a cabo una reunión del patrimonio de varias mujeres, como en el monasterio también hispalense de la Asunción de Nuestra Señora de Sevilla, que era iniciativa de doña María Zapata tras enviudar, pero fue ayudada también por una hija, una sobrina y otras seis doncellas que han quedado en el anonimato. Por último, también se dio el caso de mujeres piadosísimas que fundaron las instituciones con pocos medios económicos y buscaron luego la manera de ir costeando las construcciones, uniendo la finalidad puramente religiosa con la artística. Lo habitual es que estas mujeres dejaran todo su patrimonio al servicio de esta iniciativa, por lo que se puede explicar que la mayoría sean solteras o viudas carentes de hijos, puesto que los herederos podían reclamar sus derechos sobre el patrimonio familiar. Normalmente las órdenes religiosas dedicaban mucho esfuerzo a encontrar a personas dispuestas a sufragar sus obras. Destaca aquí como ejemplo la figura de Beatriz Ramírez de Mendoza, condesa de Castellar, que funda en 1603 un convento en Castellar de la Frontera y al año siguiente otro en el Viso de Alcor para la misma congregación. Normalmente la donación alcanzaba para un solar y casas adecuadas para la vida de las religiosas. Paulatinamente y en sucesivas donaciones de otras personas y a lo largo del tiempo, irán llegando la construcción de la iglesia, las dependencias conventuales y la ornamentación artística. Paralelamente a la actuación de las mujeres promotoras para la iglesia, hay que destacar la actividad de las religiosas propiamente dichas, cuya profesión era sinónimo de autosuficiencia e independencia frente al varón. Sobretodo resalta la figura de las prioras, encargadas de gestionar los bienes de la comunidad, buscarlos a través de limosnas o presionando a los patronos de las capillas mayores para que cumpliesen con las condiciones iniciales de donativos establecidas en la fundación. Era frecuente, además, que regateasen con los artistas el precio final de la obra, consiguiendo en la mayoría de las veces un precio mucho menor al acordado. Hay casos como el del retablo mayor del convento de Santa Inés de Sevilla en el que los artistas cobraron muchísimo menos de lo acordado por la falta de liquidez de las hermanas, las cuales ya eran conocedoras de su poco capital incluso antes de encargar la obra. Los principales ingresos de los conventos eran las dotes. La limosna solía ser para dedicarla a los gastos diarios y a la ayuda social, pero el capital que legaba la gente al morir al convento era única y exclusivamente para su crecimiento físico y ornamental. Muchas religiosas financiaron de forma individual con su patrimonio obras concretas. Tras la conclusión de la iglesia de Santa Isabel la Real de Granada (fundada por los RRCC en 1501) María de Boadilla costeó el primer lienzo del claustro en 1574, la abadesa Leonor Manrique costeó un corredor de pilares y arcos y con el dinero donado por Catalina Luzón se pagó el segundo lienzo del claustro. La enfermería baja, los adornos de la fontana y una escultura de San Francisco del altar mayor también se costearon con lo que donó esta dama. La última gran obra de esta iglesia, el retablo mayor, fue costeada por la abadesa María de Mendoza en el siglo XVI. Gráfico También las abadesas de los conventos supieron aprovechar el ingreso de hijas de artistas en la orden para obtener valiosas obras, que los artistas llevaban a cabo descontando dinero por la dote de su hija. Las religiosas eran unas buenas clientas de los artistas, implicándose en la mayoría de los casos en los detalles del encargo hasta su finalización.
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En su "Saggiatore" (1623) Galileo escribía lo siguiente: "La Naturaleza está escrita en lenguaje matemático". La fórmula es realmente revolucionaria, pues el concepto antiguo de Naturaleza como organización de sustancia, de formas y de cualidades, es sustituido por uno nuevo: la Naturaleza como conjunto coordenado de fenómenos cuantitativos. Y no sólo se modifica el concepto acerca de la Naturaleza, sino también el de investigación científica de la misma. En efecto, uno de los cambios de actitud más característicos de la nueva investigación científica fue el de buscar la comprensión de la Naturaleza no por la observación inmediata, sino por las subyacentes estructuras matemáticas y mecánicas, tratando de descubrir, mediante análisis teóricos sistemáticos y cuantitativos, la auténtica estructura del mundo real. Para Galileo y sus coetáneos, la física aristotélica, todavía dominante en los círculos universitarios a principios del siglo XVII, no sólo era inexacta sino errónea. Y por ello tomaron la decisión de rechazarla. Las palabras de Galileo podrían ser propiedad de cualquiera de aquellos científicos: "la ciencia está escrita en el más grande de los libros, abierto permanentemente ante nuestros ojos, el Universo, pero no puede ser comprendido a menos de aprender a entender el lenguaje y a conocer los caracteres con que está escrito. Está escrito en lenguaje matemático y los caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las que es humanamente imposible entender una sola palabra; sin ellas uno vaga desesperadamente por un oscuro laberinto...". Una vez que se aceptó esta propuesta de Galileo nació la nueva física, como el estudio de las propiedades primarias y reales, matemáticas y mecánicas, en profundo contraste con la física aristotélica. Al formular explícitamente el programa metodológico de la nueva física, entendida como búsqueda de leyes primarias de la Naturaleza y de los procesos subyacentes que producen las apariencias de las cosas, la nueva filosofía científica introducía un cambio sistemático en los interrogantes planteados a la Naturaleza y en los criterios para aceptar las conclusiones. La novedad, por consiguiente, de la nueva filosofía radicaba en el intento de utilizar los éxitos del análisis experimental, matemático y cuantitativo, como el único criterio para decidir sobre las conclusiones acerca de la naturaleza de las cosas. Esto cambió la imagen, no sólo del Universo, sino de sus partes. En lugar del modelo orgánico del cosmos aristotélico, con partes relacionadas con el todo, el Universo era contemplado como una gran máquina automática. "Lo que yo pretendo -escribía Kepler- es demostrar que la máquina celeste no debe compararse a ningún ser viviente de carácter divino, sino a un aparato de relojería... porque casi todos sus movimientos tienen lugar merced a una simple fuera magnética, del mismo modo que en un reloj todo depende de un simple peso. Además, yo demuestro que estos conceptos físicos pueden expresarse a través del cálculo y de la geometría". Las "Dioptrice" de Kepler (1611), los "Discorsi" de Galileo (1638), el "Horologium oscilatorium" de Huygens (1673) y los "Principia matemática" de Newton (1687), son ejemplos sobresalientes de tratados presentados en estilo geométrico que, partiendo de una serie de primeros principios -axiomas, definiciones, postulados e hipótesis-, abordaban resultados eficientes. El problema residía en descubrir estos principios en las relaciones causales de las propiedades primarias y en que las especulaciones a priori no se contradijesen con los datos de la experiencia. Los autores de la época vieron en este proceso de investigación (por el que el Universo observado era primero anatomizado y después racionalmente reconstruido de acuerdo con los principios descubiertos) una estructura definida, a la que Galileo y Castelli llamaron método resolutivo y compositivo, que derivaba de la lógica que se enseñaba en Pisa y en Padua en el siglo XVI. Descartes, después, aplicó los términos de análisis y síntesis. Dicho de otra manera, se partía del análisis del problema objeto de estudio antes de abordarlo experimentalmente. A la luz de este análisis teórico antecedente, podían ser individualizadas posibles situaciones experimentales en las que, modificando uno a uno los factores causales considerados esenciales, se forzaba a la Naturaleza a responder a preguntas que la simple observación no habría podido resolver. El objetivo común de los científicos era, en consecuencia, demostrar cómo podían determinarse relaciones causales irrefutables entre los distintos fenómenos, considerando que las causas eran la estructura abstracta subyacente bajo las propiedades primarias. De ese modo, Bacon hizo una importante contribución a la lógica de la investigación con la sistemática exposición de su método de eliminación en el "Novum Organum" (1620). La verdadera inducción de Bacon se basaba en reunir ejemplos de un determinado fenómeno (en su caso, el calor), que clasificaba en tablas (de ausencia y presencia, de desviación o ausencia en la proximidad y de grados de comparación). La inducción consistía en el rechazo de una relación causal entre fenómenos que no estuviesen a la vez ausentes o presentes. Por su parte, la contribución hecha por Descartes difirió bastante de la realizada por Galileo o Bacon. El pensamiento de Descartes representó un gran impacto para sus coetáneos, de influencia duradera gracias a la publicación de su "Principia philosophiae", en los que intentó una reducción completa de todas las formas del cambio físico a una sola: el movimiento. La base de la reducción de Descartes estribaba en la división del mundo creado en dos esencias o naturalezas simples mutuamente excluyentes: la extensión y el pensamiento. Puesto que el mundo material no es más que extensión, de la que el movimiento es un modo de ser que se presenta en diversos estados de complejidad, las leyes de la Naturaleza se identifican con las leyes del movimiento. La nueva filosofía de Galileo, Kepler, Bacon y Descartes liberó a las ciencias naturales de sus antiguas ligaduras y las sometió a los hechos y a un mayor rigor en la apreciación de la exactitud matemática como algo distinto de la argumentación teórica. Esto condujo a poner cada vez más énfasis en a precisión, tanto en el cálculo como en la observación, y a enriquecer los sentidos con instrumentos u órganos artificiales. A este respecto, la primera mitad del siglo XVII estaba destinada a revelar el latente poder de tales instrumentos más que a aplicarlos. Así, en 1610 se usaba una especie de microscopio; en 1603 Galileo ideó un termómetro de aire y perfeccionó el telescopio; hacia 1640 el barómetro tuvo una notable importancia y el péndulo fue incorporado hacia 1656 por Huygens.
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Fundamentos del descubrimiento del Amazonas Los acontecimientos no son el resultado causal de otros en una sucesión encadenada. Cualquier acontecimiento extraído de su contexto carece de significación, pues más bien es el indicio de una estructura procesual. La expedición de Orellana, considerada en sí misma, carece de sentido. Tampoco puede explicarse exclusivamente a partir de otros viajes anteriores, como el de Díez Pineda, o las iniciativas incaicas de penetrar en el oriente ecuatoriano. Muy al contrario, todos estos fenómenos manifiestan, de una manera epidérmica, ciertos fundamentos estructurales, que apuntan hacia la necesidad secular que mueve a las sociedades andinas a relacionarse con las poblaciones de las selvas orientales. Esta tendencia, vigente en épocas prehispánicas, lo es también durante los períodos de dominio español y republicano. Se trata de un carácter de la estructura sociopolítica andina que se vislumbra como uno de los elementos que mejor pueden explicar la serie de empresas descubridoras que se desarrollan desde los núcleos políticos andinos hacia el Atlántico. Pero no es una causa en sentido estricto, sino, como se ha dicho, un fundamento estructural que orienta las acciones en un sentido particular. Tampoco es, como se verá más adelante, un fundamento único que pueda explicar el significado de cada expedición descubridora. La geografía americana presenta una particularidad muy significativa si se la compara con la euroasiática. La orientación de ésta sigue la disposición de los paralelos, mientras que América sigue el sentido de los meridianos1. Desde el punto de vista del mundo conocido en el momento del descubrimiento de América, la existencia de un paso Este-Oeste era necesaria. Lo mismo había sucedido durante la exploración portuguesa de las costas africanas, cuando se buscaba un paso Oeste-Este que comunicase el golfo de Guinea con la ruta oriental de la especiería. Desde 1500, el reconocimiento de la existencia de un mar Dulce hacia la parte ecuatorial de la costa atlántica de América del Sur se situará como un aspecto más del conjunto de indicios que conciernen a la búsqueda de un paso que comunique el Atlántico con la ruta occidental de la India. La existencia de dicho paso habría confirmado la disposición natural de la masa continental americana. A partir del avistamiento, en 1513, del océano Pacífico, significativamente llamado Mar del Sur, la búsqueda de la comunicación entre ambos océanos, cerca de la línea equinoccial, será el objetivo de un buen número de expediciones. El descubrimiento del estrecho de Magallanes en 1519 confirmará la continuidad continental hasta latitudes bastante meridionales y supondrá el abandono de las iniciativas exploradoras para buscar el paso Este-Oeste desde el Atlántico. Unas décadas más tarde el interés surgirá de nuevo, pero esta vez será desde los Andes por donde se busque una salida al Atlántico, al mar del Norte, para facilitar la comunicación con la Península. La identificación de lo que hoy conocemos como río Amazonas es un acontecimiento bastante tardío, cuyo proceso de desarrollo se dio en dos frentes distintos: por un lado, sobre la base de los reconocimientos geográficos inherentes a cada empresa descubridora; por otro, a partir de los conceptos que se iban asociando a lo descubierto que, con frecuencia, son el resultado de elaboraciones independientes del avance expedicionario. De este modo, las denominaciones del río no siempre se atribuyen de manera sistemática y ordenada, de ahí la suerte de confusión que parece reinar en las fuentes acerca de la identificación de cada elemento geográfico. Si se enumeran los nombres del río, sin tener demasiado en cuenta su desarrollo histórico, el resultado es un conjunto bastante heterogéneo pero muy significativo. Santa María de la Mar Dulce, Marañón, Orellana, Amazonas, Bracamoros, San Francisco de Quito, etc., no son sino denominaciones concretas aplicadas al mismo fenómeno en situaciones definidas. Lo importante es que un buen número de estas denominaciones que se atribuyen al río son de elaboración previa a su reconocimiento. La expresión Marañón, por ejemplo, es uno de los nombres más antiguos que se aplicaron al río, como bien ha demostrado Ladislao Gil Munilla al referirse al viaje de Diego de Lepe y sus compañeros, que otorgaron al Pará la denominación de Marañón en los albores del siglo XVI2. Al margen de los problemas que ha suscitado la etimología de esta palabra3, el concepto de Marañón se aplicó durante un período importante de tiempo para referirse a un territorio con características especiales: situado en la zona intertropical, repleto de riquezas, etc., localizado a veces al norte de la Equinoccial, a veces por debajo de dicha línea. En otras ocasiones aparece como sinónimo de río grande y se confunde alternativamente con el Orinoco, el brazo norte del Amazonas, el Pará o cualquiera de los ríos que conforman la bahía de San Marcos, donde actualmente se levanta la ciudad de San Luis de Maranhão, fundada por François de Rassily en honor de Luis XIII de Francia. El propio Orellana está convencido de que no ha salido al mar por el Marañón, como lo atestigua a su vuelta al delta amazónico4. Sin embargo, en la expedición de Ursúa y Aguirre se denomina Marañón al río de Orellana. ¿Por qué esta confusión de nombres y accidentes físicos? No hay que olvidar que sin existir una navegación fluvial completa anterior a 1542, resultaba difícil, por no decir imposible, identificar la unidad entre ciertos accidentes geográficos de la costa atlántica con los del altiplano, separados por más de 1.200 leguas; es decir, determinar la correspondencia entre los numerosos ríos que se precipitan al oriente desde los Andes y aquellos descubiertos por su desembocadura en la costa Atlántica, cuyos nombres, una vez abandonados los intentos de buscar el paso por el Atlántico, comenzaron a revestirse de significación mítica en la mente de los descubridores. Pero incluso una vez navegado el río en su totalidad, el concepto mítico de Marañón persistirá durante bastante tiempo para referirse a un río caudaloso o a un territorio lleno de riquezas. Ni siquiera tras la navegación de Aguirre, que como hemos visto denomina Marañón al Amazonas, se producirá una identificación efectiva, y eso queda patente en algunas representaciones cartográficas, como el mapa de Abrahan Ortelio, en que Amazonas y Marañón se representaban como dos ríos independientes que, después de cruzarse en aspa en el centro de la Amazonía, van a desembocar en lugares distintos de la costa. El primero de ellos cerca de la línea ecuatorial, y el segundo mucho más al sur, en la parte correspondiente a la bahía de San Marcos, es decir, formando el Maranhão portugués. En lo concerniente a las fuentes del río, la confusión perduró aún más tiempo. Todavía en el siglo XVII se estima la posibilidad de que se hallen cerca de Quito, en los ríos Coca y Napo, a pesar de los testimonios de Vázquez y Almesto, que en sus relatos consideran ciertas opiniones que sitúan sus fuentes cerca del Cuzco o de Potosí5. Sin embargo la determinación de las fuentes del Amazonas no cobrará un interés geográfico hasta el siglo XIX, y durante los siglos precedentes depende más de intereses políticos, como lo demuestra el establecimiento de una cierta unidad entre Quito y la cuenca amazónica hasta el siglo XVIII.
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El sustantivo "feudum" (feudo), que origina el adjetivo "feudalis" (feudal), se introduce tardíamente en la terminología latina y se usa para designar la posesión de bienes reales (tierra) cedidos a un señor a cambio de que éste se comprometa a prestar servicios militares al monarca. Su virtualidad principal se desarrolla y extiende a lo largo de los siglos XI al XIII, la época considerada como clásica del feudo, pero su fortaleza y enraizamiento en la sociedad medieval se debe, por un lado, al instrumento conectivo del vasallaje y, por otro, a la superioridad y homogeneidad de los intereses señoriales frente al manso o tenencia a censo de los campesinos. Las fórmulas y normas utilizadas en la concesión y transmisión de un feudo se consolidaron en este tiempo de la plenitud medieval, aumentando el simbolismo del ceremonial que ha heredado formas anteriores e implantado otras nuevas: "inmixtio manuum" o colocación de las manos entre la del señor superior, que constituye el homenaje (hominium); juramento de fidelidad con la doble promesa verbal y gestual sobre los libros o reliquias sagradas, sacralizándose el acto; ósculo de paz y, finalmente, ceremonia de investidura por la que el señor entrega al vasallo el derecho real del feudo. Así se cierra un pacto feudo-vasallático que liga estrechamente a los contratantes y les obliga a mantenerse mutuamente fieles por encima de cualquier eventualidad, pues la ruptura del pacto representa una acción criminal y punible. Ahora bien, de la identificación cada vez mayor entre vasallaje y beneficio (o feudo), es el segundo elemento el que acaba predominando, de manera que -como apunta P. Iradiel- "antes era un hombre el que libremente se declaraba vasallo para obtener un beneficio, y ahora el vasallo declara su fidelidad porque previamente ha obtenido un feudo, sobre todo en los países de la Europa meridional donde la investidura precedía siempre al homenaje, que venía condicionado por aquella. La condición de vasallo sin feudo resulta un hecho transitorio y cada vez más excepcional. Por eso algunos autores encuentran lícito hablar, antes del año mil, de instituciones vasallático-beneficiarias y, después del año mil, de instituciones feudo-vasalláticas". Esto nos lleva a la cuestión de la indefinición o definición de los términos feudales, así como también a las corrientes interpretativas al respecto, desde la negación misma del feudalismo en R. Boutrouche hasta la consideración de que todas las sociedades desarrolladas fueron feudales en algún momento de su historia (interpretación marxista -esclavismo, feudalismo, capitalismo, socialismo-), pues bien una minoría dirigente habría explotado a la mayoría campesina a través de la renta feudal. Ello porque hay muchas formas de entender tal fenómeno socioeconómico: la basada en una serie de instituciones jurídico-políticas sobre el fundamento del contrato o pacto entre hombres libres a través de los vínculos y lazos de dependencia correspondientes, coincidiendo con el fraccionamiento del poder y la debilidad de la autoridad pública, así como también con la fragmentación de la propiedad (F. L. Ganshof); la que identifica un modelo de sociedad, llamada feudal, que exclusiviza la actividad rural y garantiza la vertebración de las relaciones sociales en torno al señorío (M. Bloch); o aquella que comprende el feudalismo como una forma de gobierno, de organización de la sociedad, de la economía y hasta del Estado, en relación con un modo de producción feudal (R. Hilton o P. Iradiel). Pero quizá sea una consideración global del fenómeno la más adecuada, de forma que se comprenda el sistema feudal con dos componentes: el señorío rural y el régimen feudal; entendiendo el primero como la forma de poseer la tierra los señores y de dividir la propiedad entre dominio eminente (el poder del señor sobre la tierra) y dominio útil (derecho real del campesino sometido al anterior); y el segundo (o feudalismo limitado) como un sistema de gobierno entre los hombres, comprendiendo las relaciones de los diversos focos locales del poder señorial y de estos con la autoridad publica superior (imperial, real, condal, etc.) y creándose una cadena de relaciones, obligaciones y derechos mutuos que soporta la viabilidad del sistema y su fortaleza. Mientras que en el señorío rural se concentra el poder económico de los grandes latifundistas sobre los campesinos que trabajan o habitan sus tierras, el predicamento social de los mismos, su capacidad de mando, de coerción (ban o jurisdicción) y de control social, en el régimen feudal se entremezclan la capacidad económica con la legitimidad institucional y política. Sólo que, mientras que el señorío es una realidad histórica que se encuentra con independencia del poder feudal y de su régimen, dicho régimen feudal se soporta fielmente sobre el señorío explotado por el titular sobre la exacción de la renta campesina. En el feudalismo es la tierra, por tanto, el fundamento del poder y en torno a ella se establecen las relaciones de propiedad y de posesión, se originan y modifican las condiciones de los campesinos, se desarrollan las nuevas técnicas agrícolas y se perfila la institución señorial. Pero la patrimonialización de la tierra, a través del feudo, conlleva la subdivisión hereditaria, las alienaciones o enajenaciones de todo tipo, la subinfeudación y hasta la posibilidad de que una mujer o un infante herede el feudo a pesar de que los dos estén inhabilitados e incapacitados para la función militar. Y si en principio el señor podía oponerse a dichos traspasos o les sacaba partido mediante una tasa o laudemio, después tan sólo le quedó la posibilidad de recuperar el feudo al mismo precio que el pagado por el comprador por medio del derecho preferente del retracto feudal. Por otro lado, las obligaciones recíprocas venían establecidas ya desde tiempo atrás: mantener y proteger el señor al vasallo y ofrecer al señor el auxilio y consejo (auxilium et consilium ) con colaboración personal y prestación de ayuda en la hueste, cabalgada, etc. Poco a poco el simbolismo del ceremonial antes expuesto y la ideologización del sistema corroboró el triunfo de la aristocracia feudal sobre el conjunto social europeo. Como recoge P. Iradiel, de la fragmentación del poder público -estudiado por P. Toubert a través del "encastillamiento"- se pasaría en lo político a los nuevos principados territoriales y después a las monarquías feudales -ya señaladas por Ch. Petit-Dutaillis-, llegándose a una situación en la que los señores feudales, al explotar la renta y el feudo, se convirtieron en los garantes de que la redistribución de los beneficios obtenidos por la explotación de la tierra recayese en la clase dominante. Aunque en ello, las variantes nacionales y aun regionales impidan ofrecer un panorama uniforme y revelador de una situación equiparable en toda Europa.