Este torso femenino es una de las obras más logradas de Mateo Inurria, premiado con la Medalla de Honor de la Exposición Nacional de1920. Desnudo de gran pureza, hermosura y concisa seguridad, se trata de una de las obras clave de la escultura española del siglo XX.
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Después de los estudios de bachillerato, Gaudí se instala en Barcelona y queda ya vinculado definitivamente a esta ciudad, aunque construya luego alguna obra fuera de Cataluña. Una vez decide ser arquitecto y logra superar las pruebas vigentes para ingresar en la Escuela Provincial de Arquitectura (entonces todavía en la Lonja y más tarde -Curso 1875-76- en la Universidad neomedieval de Elías Rogent), realiza aquí los estudios (1874-1877) hasta titularse el 15 de marzo de 1878. Le coinciden dirigiendo la Escuela precisamente Elías Rogent y Amat (1821-1897; t. 1848), compañero de Francisco Jareño en la Escuela de Madrid, genuino medievalista, profesor que recomienda el "Dictionnaire raisonné..." del tratadista del gótico Viollet-le-Duc y figura que prepara la transición hacia ese modernismo catalán que se apoya en su gloriosa Edad Media. Sin embargo, Antoni Gaudí i Cornet (1852-1926; t. 1878), ha tenido otros medios de formación además de los ofrecidos estrictamente por las materias estudiadas y aprobadas con dificultad, tal como se indican las suspensas en cursiva (Dibujo lineal, Dibujo de figura, Sombras y perspectiva, Copia de yeso, Dibujo a la aguada, Mecánica, Ensayos de invención... (Proyectos), Topografía teórica y práctica, Topografía y nociones de mineralogía..., Manipulación y empleo de materiales, Teoría general del Arte, Policía y viabilidad urbana..., Tecnología, práctica de presupuestos y mediciones). Fue sin duda importante su paso por la Escuela, pues la Universidad permite siempre una apertura de horizontes innegable, pudiendo así estar en mejores condiciones de conocer luego con interés diversas obras a su alcance en la Barcelona de entonces (el mismo "Dictionnaire" del estructuralista Viollet-le-Duc, que pide prestado a un compañero y lo devuelve plagado de anotaciones; las tres series de fotografías en copias heliográficas que adquiere la Escuela en 1875, una de Laurent sobre "Monumentos españoles", otra de las "Frith's Series de la India y Monumentos de Egipto y Palestina"; "Viajes por Africa y Asia", del barcelonés Alí Bey el Abbassí; el "Tratado de Estereotomía de la piedra", de Rovira i Rabassa; el "Tratado del arte de la carpintería", de Emy; el "Tratado teórico y práctico del arte de construir", de Rondelet...; las muchas láminas publicadas en las revistas de la época, sobre las Grutas de Capadocia y Acuarios de las Exposiciones Universales; la Gran Sala del Castillo de Montsalvat, del divino "Parsifal" de Wagner, en la "Ilustració Catalana", 1882; las Montañas de Tierra Santa o los Cenobios de los Guanches en Gran Canaria, en "La Ilustración Española y Americana", 1895 y 1898...). Son todas referencias que pueden estar presentes en su obra y en las que han insistido los arquitectos Flores y Torii, como las que tradicionalmente se han señalado desde su infancia (las formas vistas en el taller de su padre; el Camp de Tarragona o la Antigua Tarraco; la montaña de Montserrat; o las imágenes que pudieron impregnar también su estilo durante algún viaje, siendo socio de la Associació Catalanista d' Excursions Científiques (1879-89), como el realizado a Carcasona para ver las restauraciones del mismo Viollet-le-Duc; etc.). Pero, por encima de todas ellas y aun teniendo en cuenta que el medio siempre influye en el ser vivo, se alza la fuerte personalidad de Gaudí, capaz de transformar la naturaleza de la que parte en algo todavía más fantástico, en una arquitectura testimonio del auténtico arquitecto creador sobre la tierra.
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Todos estos factores hicieron que a mediados del siglo XVIII la economía colonial llegara a convertirse en una de las más ricas y productivas del mundo. Por lo demás, era notable el grado de autogobierno de que disfrutaban estas colonias y la fiscalidad que gravaba a sus habitantes era menor que la soportada por los propios ingleses. Pero tal bienestar general no sólo no evitó el conflicto con la metrópoli sino que provocó, indirectamente, el enfrentamiento con Londres. Por una parte, la sociedad colonial -una sociedad fronteriza- había evolucionado más rápidamente que la británica y era más igualitaria; aunque se sentían razonablemente contentos de pertenecer al Imperio británico y bebían en las fuentes ideológicas inglesas, en los años centrales del Siglo de las Luces, y más aún al reflexionar sobre su contribución a la victoria obtenida en la recién concluida Guerra de los Siete Años (1756-1763) -conocida por los norteamericanos como Guerras Indias-, aparecerá en los colonos un progresivo sentimiento de "americaneidad" no exento de criticas y descalificaciones hacia los ingleses. Además, aunque la tendencia secular de la economía de las trece colonias de Norteamérica fue notablemente positiva y alcista, la coyuntura en los años inmediatamente posteriores a la guerra era de depresión; los privilegiados hombres de negocios ven mermar sus beneficios y el pueblo llano pierde su trabajo o sus pequeñas propiedades. Desde su perspectiva, el paraíso americano peligraba y muchos inmigrantes se creían abocados a una vida semejante a la que dejaron en la triste Europa. Esta es la razón por la cual aquéllos -la minoría privilegiada- contar con el apoyo de las masas en su enfrentamiento con la metrópoli.Por otro lado, la necesidad de hacer frente a los elevados gastos ocasionados por la contienda -que, para Londres, había favorecido principalmente a los colonos-, y las propias doctrinas político-económicas imperantes, llevaron a los gobiernos británicos desde 1763 a adoptar una serie de medidas fiscales que quebraron, definitivamente, el afecto de los habitantes de las colonias hacia la metrópoli; y muy especialmente el de quienes no eran oriundos de Inglaterra (que eran ya mayoría) o el de los británicos que habían sido llevados a la fuerza o habían llegado a América huyendo de la persecución política o religiosa. Se pasó, en quince años, de la disensión a la rebelión armada.Con todo, aunque sin olvidar la recesión económica de los años sesenta, entre las concausas de la Revolución burguesa americana hay más de temores de los gobernados ante un porvenir que creen que pondrá en peligro su actual prosperidad, que quejas contra una ya padecida experiencia de injusticias y privaciones. Es mucho más la protesta de los privilegiados que el lamento de los oprimidos. Así, la mayoría de los líderes de la revuelta antibritánica pertenecía a clases bien acomodadas y no pretendieron en modo alguno subvertir un orden social en el que ya ocupaban, en las colonias, la cúspide: cuatro de cada cinco miembros de las asambleas locales en que se tomaron las decisiones que llevaron a la independencia pertenecían a la burguesía adinerada y a los terratenientes, aunque solamente el 10 por 100 de los colonos podría incluirse en dicha clase privilegiada.Y, desde luego, fueron las decisiones de los ministros de Jorge III, y en particular de George Grenville, encargado de reorganizar el mundo colonial en la posguerra, las que provocaron el rechazo de los, hasta entonces, pacíficos colonos; al pretender recuperar desde Londres el control político y económico de ultramar, los americanos creyeron que peligraban sus libertades y su prosperidad. Para los gobernantes ingleses era imprescindible tratar de equilibrar el presupuesto: la deuda nacional superaba los 136 millones de libras y de las 70.000 que costaba la administración y la defensa de las colonias en 1748, Londres había pasado a gastar más de 350.000 en 1763. Parte de esa enorme cifra -que debía mantenerse parcialmente por el peligro indio (el jefe Pontiac había atacado en 1763 muchos pueblos y asentamientos en la zona del Niágara y los Grandes Lagos) y ante un hipotético deseo francés de reconquista- debería salir, en opinión de muchos parlamentarios, ministros, comerciantes y contribuyentes ingleses, de las arcas de quienes más se habían beneficiado: los colonos. Éstos, además, debían comprar a los fabricantes ingleses los productos manufacturados con materias primas coloniales, según dictaban los cánones mercantilistas.
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A partir de entonces cobró fuerza la posición de alcanzar la unificación nacional a través de uno de los Estados ya existentes, que podría ser el Estado Pontificio (neogüelfismo) o el reino de Piamonte. Las nuevas formulaciones del nacionalismo italiano correspondieron a Vincenzo Gioberti, antiguo capellán de la corte de Piamonte, que propuso en 1843 (Del primado moral y civil de los italianos) una Confederación bajo la presidencia del Papa y el gobierno efectivo de Carlos Alberto de Piamonte, con lo que pretendía superar el divorcio entre religión y política, que se había experimentado en Francia. Cerca de esa línea, Cesare Balbo apuntaba hacia una fórmula federalista (De la esperanza de Italia, 1844) y ponía el énfasis en la necesidad de que los italianos se liberasen del dominio austriaco.Las posturas nacionalistas trataban de armonizar sus exigencias con las de los sectores liberales, empeñados en la transformación del Antiguo Régimen, y con las posiciones radicales de demócratas y socialistas. Representativa de estas actitudes radicales fue la figura de Giuseppe Garibaldi, republicano extremista, que había participado en insurrecciones mazzinianas de los años treinta, que le llevaron al exilio en Brasil y Uruguay. Desde entonces se convirtió en un verdadero condottiero y, cuando volvió a Italia, combatió siempre por la idea de una República con un fuerte contenido social. En 1848 había luchado con Carlos Alberto de Piamonte, en contra de los austriacos y, al año siguiente, lo haría contra los franceses y a favor de la República romana. En cuanto al movimiento propiamente liberal, tuvo un mayor desarrollo en el norte de Italia, pues los Estados absolutistas de Roma y Nápoles dejaban escaso margen para el desarrollo del liberalismo. Carlo Cattaneo, en Milán, representaba un liberalismo con proyectos federales, pero fue en Piamonte donde los sectores liberales alcanzaron un mayor protagonismo. Camile Benso di Cavour, un aristócrata de ascendencia francesa, fundó en 1847, junto con Balbo, el periódico Il Risorgimento, desde el que defendían la independencia de Italia, una confederación de Estados italianos y la adopción de reformas económicas encaminadas a la mejora de la agricultura y la infraestructura de transportes. Il Risorgimento también fue el adalid de las reformas liberales, que se tradujeron en la concesión, por parte del rey Carlos Alberto, del Statuto, a comienzos de marzo de 1848. En 1850, Cavour se incorporó, como ministro de Agricultura, al gabinete de Massimo d`Azeglio.El Risorgimento, por lo demás, es también el nombre que pretende englobar el movimiento existente en los diferentes Estados italianos a favor de la unificación política, aunque tampoco cabe olvidar que dicho sentimiento tuvo que compaginarse, muchas veces, con la existencia de otros nacionalismos locales que se resistieron contra lo que veían como una simple piamontización de los demás Estados italianos. También es importante, para entender el movimiento en favor de la unificación, la realidad de una fragmentación económica que, al contrario de lo que ocurriría en el mundo alemán, no favorecía la unificación política. A la profunda división entre un Sur rural, atrasado socialmente, y un Norte en el que había una larga tradición artesana, y empezaba a desarrollarse una cierta industria textil, había que sumar la deficiencia de la infraestructura -el escaso número de kilómetros de ferrocarril construidos- y la falta de articulación de un mercado. No parecía que hubiera un sector económico que reivindicase la unificación política, aunque tampoco cabe perder de vista que, en sus inicios, el proceso pareció limitarse a los Estados del norte peninsular, que tenían una mayor homogeneidad social y económica.
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Las posibilidades de negociación son cada vez más difíciles tras la nueva división del poder. Antígono, dueño del territorio asiático dirige sus esfuerzos hacia occidente, proclamando la libertad de los griegos y el establecimiento de la demokratía, que hay que empezar a entender como la concesión de una cierta autonomía vigilada para los asuntos internos de las ciudades. En la guerra emprendida en 315 se alían Casandro, Lisímaco y Ptolomeo y terminó con el reconocimiento de los territorios correspondientes. Antígono tiene que contar ahora con el sátrapa de Babilonia, Seleuco, que se ha fortalecido tras diversas campañas y alianzas, con lo que ha conseguido el reconocimiento como rey de Babilonia posiblemente desde el año 307, con la firma de la paz. Antígono y su hijo Demetrio dedican sus empeños a recuperar el control sobre Grecia, renovando su programa de liberación de Atenas y del resto de las ciudades, definido ahora claramente como salvador del demos. En Atenas, Demetrio llega a identificarse con las divinidades mistéricas y soteriológicas, con Dioniso y como pareja homónima de la diosa Deméter. Tras la victoria en Chipre, Antígono se proclama rey, ejemplo seguido de modo inmediato por Ptolomeo, Lisímaco y Casandro. Después, las acciones se centran en las luchas por el control de Grecia entre Casandro y Demetrio. Éste obtuvo la alianza de Pirro, que ahora intervenía por primera vez en los asuntos de la Hélade, pero, en cambio, en el lado contrario se formó una importante coalición, que acabó con Antígono en la batalla de Ipso, en Frigia, en el año 301. El movimiento de recuperación de Demetrio se dirigió en el mismo sentido, hacia Chipre y las islas griegas, sobre la base de una fuerza cada vez más basada en la flota. El período, de guerras y alianzas, ve modificada su orientación con la muerte de Casandro, en 297, que estimuló las acciones ofensivas de Demetrio. La muerte de Alejandro, en 294, le permitió modificar su titulo en el sentido de llamarse rey de Macedonia. El control del territorio griego sólo se ve obstaculizado por la rivalidad con Pirro. Pero la intervención de Lisímaco en apoyo de este último hizo que perdiera Macedonia. Ello provocó un movimiento de oposición a Demetrio que puso a toda Grecia en manos de Lisímaco. Las nuevas rivalidades de éste con Pirro favorecieron que Antígono Gonatas, hijo de Demetrio, buscara la alianza con el rey del Epiro. Una nueva modificación en el plano individual tuvo lugar en el año 283, con la muerte de Demetrio y de Ptolomeo. El movimiento expansivo de Lisímaco, que así intentaba aprovecharse de la nueva situación, fue cortado por un movimiento similar iniciado por Seleuco desde Asia, que lo derrotó en Curupedio en 281. Allí murió Lisímaco, pero también murió poco después Seleuco, a manos de Ptolomeo Cerauno, medio hermano de Ptolomeo Filadelfo y que fue proclamado rey por el ejército macedonio en el año 280, aunque inmediatamente fue derrotado por Antígono Gonatas.
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A partir del momento en que se produjo la liquidación de la zona Norte había quedado perfilada de manera casi definitiva la formación de dos ejércitos cuyos rasgos fundamentales perduraron hasta el final de la guerra civil. Una de las más graves tragedias del Frente Popular durante el conflicto fue que cuando pudo considerarse que ya contaba con un verdadero Ejército -que de todos modos siempre fue inferior en calidad al adversario- éste ya disponía de una notoria ventaja a su favor. La gestación de este Ejército fue muy complicada y lenta, e incluso algunos de los dirigentes militares del bando vencido, como Rojo, no dudan en aludir a razones como "nuestros errores", el principal de los cuales habría sido ser "cobardes" a la hora de emprender la imprescindible labor de militarización. El resultado fue que el propio Rojo ponía en duda la existencia de un Ejército único no sólo porque no existieron unos servicios de intendencia, sanidad o de transportes comunes, sino también por el hecho de que muy a menudo cada uno de los sectores geográficos actuó no ya con autonomía, sino con auténtica independencia respecto de los demás. Todo ello derivaba del punto de partida, nada más vencido el intento de pronunciamiento. En los programas de la izquierda anteriores al estallido de la guerra ya existía alguna manifestación del deseo de suprimir el Ejército que habría de ser sustituido por unas milicias. La sublevación contribuyó no sólo a destruir el poder político de las instituciones republicanas, sino también la capacidad de acción militar; dio la sensación de que lo más urgente era, ante una insurrección dirigida por generales, combatir el militarismo que parecía inspirarles. Es significativo que una de las primeras medidas gubernamentales fuera declarar disueltas las unidades insurrectas y licenciar a sus soldados. Esa medida no tuvo aplicación en el adversario, pero fue lo más normal en las unidades y zonas que permanecieron fieles al Gobierno. El resultado fue la proliferación de las milicias y la ausencia de una oficialidad capaz de dirigirlas. Ese tipo de unidades resultaron ineficaces, descritas por un observador extranjero (el general Duval) como "una masa caótica e inarticulada, inadaptable a la tarea guerrera". Lo que ahora nos interesa es señalar que la situación cambió muy lentamente: por ejemplo, hubo en el mes de octubre una supresión de los nombres de las columnas existentes, pero no fue puesta en práctica verdaderamente sino de forma lenta y sucesiva. Es significativo el hecho de que siendo de muy escasa utilidad militar, los milicianos recibieran una paga diaria de 10 pesetas, que era semejante a la de los obreros especializados de la época; ello denotaba una voluntad de asimilación que era no sólo cara sino difícil de aplicar a los propósitos bélicos. Claro está que hubo siempre una notoria diferencia de calidad entre unas milicias y otras. El ejemplo más característico de disciplina y de calidad militar está constituido por el llamado V Regimiento, formado por los comunistas y que pudo llegar a agrupar a 25.000 hombres. Según Salas Larrazábal, los "comunistas no jugaron a la guerra sino que se prepararon para hacerla". De todos modos sería abusivo considerar que fueron los únicos que lo hicieron en este bando, pues algunos de los jefes militares más aptos en el Ejército Popular fueron personas, como el anarquista Cipriano Mera, que en un principio se habían opuesto a cualquier tipo de militarización. La mejor prueba de hasta qué punto era imprescindible la militarización es que en su primera etapa fue protagonizada por Largo Caballero, en cuyo diario se había declarado opuesto a ella inicialmente y que por su proximidad a los anarquistas podía pensarse que no lo hiciera. Sin embargo fue así, mientras que las concesiones a la CNT (por ejemplo, la creación de un Consejo de Defensa Nacional) no pasó de ser un gesto. El nuevo Ejército, denominado Popular, no fue otra cosa que la reconversión de las unidades milicianas en otras de carácter regular. Tuvo como distintivo la estrella de cinco puntas, mientras que el saludo tradicional fue sustituido por el puño cerrado. Esto y el saludo brazo en alto, entre los adversarios testimonia la conversión de las unidades militares en instrumentos de una opción política o un partido. En el Ejército Popular este carácter partidista venía recalcado por el hecho de que existieran comisarios políticos, descritos por Madariaga como una especie de capellanes castrenses revolucionarios, y que, por ejemplo, entre sus instrucciones tenían las de prometer a los soldados que se produciría un cambio en la propia estructura del Estado republicano una vez superado el conflicto bélico. La organización militar adoptada fue la llamada brigada mixta, que venía a ser una pequeña gran unidad dotada de un conjunto de armas y servicios que la venían a hacer como una especie de ejército en miniatura. Era, por un lado, la derivación lógica de las columnas que habían estado presentes en los campos de batalla hasta el momento, pero también se trataba de una unidad militar flexible y más avanzada que la vieja división en regimientos y batallones. Los especialistas, en general, consideran muy oportuno este tipo de organización. Los problemas del Ejército Popular derivaron del papel que la oficialidad desempeñó en su seno y de los orígenes milicianos que le habían caracterizado en el pasado. Como consecuencia de esta reacción antimilitarista que ha sido descrita, de la confianza en la victoria inmediata y del olvido de que el arte militar es también una técnica, las jerarquías militares quedaron en desuso y muy a menudo los militares fueron utilizados como simples asesores de los milicianos o de compañeros de armas de graduación inferior. "Se desconfiaba sistemáticamente de todos los militares y más aún de los que, como yo, no teníamos carnet del partido predominante ni de ninguna organización", ha escrito en sus Memorias Guarner, uno de los artífices de que el Frente Popular venciera en Barcelona; el otro, Escofet, después de enfrentarse al Comité de milicias antifascistas fue enviado al extranjero para comprar armas porque su vida corría peligro. Ello debe ser tenido en cuenta a la hora de computar el número de oficiales que permanecieron fieles el Gobierno frentepopulista, porque estas condiciones de actuación disminuían gravemente su eficacia. Como en el bando adversario, el Ejército Popular tuvo que crear tenientes en campaña, es decir, oficiales improvisados en número muy elevado (25.000 ó 30.000); como procedían de sectores más humildes que los "alféreces provisionales", en su formación jugó un papel mucho más decisivo cierto tipo de enseñanzas de carácter general. Entre los jefes militares del Ejército Popular los hubo de muy diferente procedencia y calidad. En torno a un 15 por 100 de los mandos divisionarios nunca fueron jefes de milicias. Éstos dieron lugar a algunos mandos disciplinarios y brillantes como, por ejemplo, dos comunistas: Modesto, que llegó a la graduación de general, y Líster, que se había formado en Moscú, en la Academia Frunze, y que llegó a coronel. Como veremos, en estos mandos al partido comunista le correspondió un papel de primera importancia. Muy inferior fue la de quienes procedían de la CNT, que tuvieron sólo en torno al 10 por 100 de dichos mandos. Había también otros jefes militares que habían tenido un pasado inconformista en la etapa de la Monarquía (Cordón, Tagüeña, Casado...); entre ellos la disciplina comunista tuvo como consecuencia una afiliación a dicho partido que apenas tuvo significado ideológico. Quedan por mencionar los militares profesionales (Miaja), los azañistas (Hernández Sarabia, Menéndez...) y aquellos que eran conservadores e incluso católicos (Aranguren...). El general Rojo, que también era profesional y católico, fue desde la época de Largo Caballero, pero sobre todo en la de Negrín, como jefe del Alto Estado Mayor, el principal inspirador de las operaciones militares más arriesgadas y también más brillantes. Era uno de los grandes prestigios del Ejército español en cuyos programas de formación había desempeñado un papel importante. Es posible que a veces sus planes ofensivos, siempre imaginativos, fueran excesivamente numerosos, pero quizá la razón fuera también la tendencia al cantonalismo del Ejército Popular, que impedía el desplazamiento de unidades. A la hora de juzgar acerca de la calidad de este nuevo Ejército hay que insistir de nuevo en la lentitud y la insuficiencia de la militarización. Esto hizo que, como escribe Líster, sólo "un número limitado de unidades tenía un verdadero dominio del arte militar", por lo que debían ser empleadas inevitablemente allí donde se producía una ofensiva (por ejemplo, este era el caso de las Brigadas Internacionales o de determinadas unidades de filiación ideológica comunista). Un inconveniente del Ejército Popular fue la ausencia de mandos intermedios, como consecuencia de lo cual las órdenes de ofensiva debían ser pormenorizadísimas para que fueran cumplidas a rajatabla. En general, la calidad de las tropas resultó muy superior en posición defensiva que en la ofensiva, pues en esta última prácticamente no emplearon la maniobra (Kindelán) y nada más emprendido el ataqué sentían "temor al vacío" (es decir, a dejar posiciones adversarias en retaguardia) o se detenían en su avance sorprendidas por su propio éxito inicial. Esos problemas de calidad contribuyen a explicar que muy a menudo sus bajas fueran más altas que las adversarias. Bien mirado, teniendo en cuenta el punto de partida miliciano del Frente Popular, no puede extrañar que ese fuera el resultado. Lo que sorprende, por el contrario, es que el Frente Popular consiguiera levantar una fuerza armada de 600.000 ó 700.000 soldados en armas a la altura del final de la campaña del Norte y más aún que inmediatamente después emprendiera una ofensiva como la de Teruel. El bando adversario tuvo muchos menos problemas al constituir ese Ejército imprescindible para la victoria. En la zona del Frente Popular "incluso el Ejército quiso transformarse en milicia en tanto que las milicias nacionalistas desearon parecerse al Ejército" (Salas). La mejor prueba de ello es que espontáneamente y sin problemas los voluntarios se integraron en las unidades militares contribuyendo a aumentar entre los soldados su fervor contrario al Frente Popular. El Ejército no sólo integró en sus filas a esos voluntarios sino que impidió que las fuerzas políticas tuvieran sus propias academias militares: en diciembre de 1936 impidió la existencia de la tradicionalista y en abril siguiente la falangista fue cerrada. Eso, sin embargo, no disminuyó el entusiasmo de las masas adictas a la sublevación que nutrieron las filas del Ejército. Hubo unos 60.000 requetés y el triple de voluntarios nacionalistas; en Navarra casi un 30 por 100 de los potenciales voluntarios lo fueron efectivamente. Hubo también problemas relativos a la formación de la oficialidad, imprescindible para encuadrar a los voluntarios. Los "alféreces provisionales" (unos 25.000 ó 30.000) partieron de un nivel cultural superior al de los tenientes en campaña y eso quizá les hizo más valiosos desde el punto de vista militar. En muchos aspectos cabe establecer un paralelismo entre los dos Ejércitos en pugna a pesar de esa diferencia fundamental. Por ejemplo, también los franquistas debían confiar casi exclusivamente para sus maniobras ofensivas en unidades de élite, que en su caso eran los marroquíes, los italianos, las brigadas navarras o la Legión. Una prueba del desgaste de este tipo de unidades nos la da la elevada cifra de muertos (7.600) de la Legión que no llegó a tener más que un máximo de 15.000 hombres. A Franco le bastó perfeccionar el Ejército del que partía y no necesitó crear uno nuevo. Esto tenía como inconveniente que el nivel de calidad de esa maquinaria militar difícilmente podía superar a lo habitual en la España de la época. Los dirigentes militares sublevados eran jóvenes (Franco tenía cuarenta y tres años, pero, por ejemplo, Asensio no llegaba a los cuarenta) y su experiencia profesional había sido dirigir unidades que no superaban el batallón; la consecuencia es que podían ser duchos en la organización de pequeños combates, pero eran poco capaces de grandes maniobras. Mola describió muy acertadamente la capacidad de concentración de recursos de quienes vencieron en la guerra cuando afirmó que la táctica consistía en reunir veinte hombres contra uno y a éste matarle por la espalda. Esa capacidad de concentración daba superioridad en cualquier punto que eligiera para la ofensiva a los sublevados: después de la campaña del Norte los sublevados tenían 700.000 hombres, pero podían concentrar el 40 por 100 de esta cifra para iniciar el ataque. El adversario tenía menos recursos humanos y sus reservas, además, no llegaban al 25 por 100. Concentración no quiere decir, sin embargo, maestría estratégica. El general Kindelán ha afirmado que si la guerra fue larga la razón estribó en que la ganó el inicialmente más débil, pero esto sólo es parcialmente cierto. Todos los observadores extranjeros (desde el general Duval a Mussolini) acusaron a Franco de actuar con excesiva lentitud; muchos de sus propios generales le reprocharon una táctica timorata y conservadora sin haber empleado más que muy excepcionalmente la gran maniobra. Por eso tiene razón Rojo cuando afirma que el Ejército vencedor no riñó en realidad ni tan siquiera una gran batalla, sino que procedió a un avance simplista y elemental que concluyó con el adversario. Pero si los despliegues como Santander, Alfambra o la batalla de Cataluña fueron excepcionales la razón deriva, en última instancia, de esa experiencia exclusivamente africanista que caracterizó a los militares sublevados. Queda, en fin, un último rasgo de interés en relación con este Ejército. Al final de la guerra contaba con 1.000.000 de hombres y podía parecer un espectacular progreso con respecto a la etapa inicial de la misma, pero al mismo tiempo disponía de tan sólo unos 600 carros, y de esa cifra de efectivos personales sólo 30.000 eran ingenieros o artilleros. Ni siquiera una guerra civil había solventado las carencias materiales del ejército español.