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La finalización de las guerras de independencia aclaró bastante el panorama de gran confusión existente en la vida política de América Latina en lo que respecta a los enfrentamientos con la metrópoli, aunque dejaba al rojo vivo todas las cuestiones de política interna. A los nuevos gobiernos se les plantearon con toda crudeza las principales tareas del momento: la pacificación y la construcción de los aparatos estatales que aseguraran la gobernabilidad de las flamantes repúblicas. Esta tarea requería de una importante definición previa, que prácticamente no se había formulado en ninguno de los países de la región: ¿cuál era el proyecto nacional que serviría de base para la construcción de los nuevos Estados? ¿Cuáles eran los límites de las repúblicas, sobre los cuales podían ejercer su soberanía? Las guerras civiles que hasta mediados del siglo XIX, y en algunos casos aún más allá, se extendieron esporádica e irregularmente por la geografía americana, sirvieron para encuadrar el tema y dejar perfiladas las fronteras nacionales. Pero con ser esto importante, no era suficiente. Los enfrentamientos civiles llegaron a adquirir perfiles de una gran violencia, que sin embargo terminaron solucionándose de una forma definitiva y una vez que los países adquirieron sus actuales configuraciones no se produjeron rebrotes nacionalistas, del tipo de los que hoy azotan a la Europa del Este y a los Balcanes. Salvo algunas cuestiones de límites muy puntuales entre países vecinos, no se han planteado mayores problemas al respecto. Una clara excepción fue la creación de Panamá a principios del siglo XX. Desde el momento de la emancipación, muchos de los fenómenos que han caracterizado a la vida política y social latinoamericana, como el latifundismo, el caudillismo, el militarismo y la corrupción se suelen explicar acudiendo al concepto de herencia colonial. Esto conduce a afirmar que América Latina es ingobernable y se encuentra en tal estado de postración y catástrofe por su raíz hispánica y por el hecho de haber compartido con su antigua metrópoli una misma lengua e instituciones similares. Si este punto de vista se aplicara de modo automático, y aquí no se niegan las influencias culturales, la Historia, en tanto elemento explicativo, no sería necesaria y todo se terminaría justificando en base a la herencia colonial. Nuestro punto de vista es que no todos los países americanos funcionan igual y que los procesos históricos y las distintas fuerzas sociales existentes han modelado culturas políticas diferentes en los distintos países del continente.Las explicaciones generalizadoras, del tipo de la herencia colonial o de la dependencia, sólo son posibles porque, salvo algunas excepciones muy concretas, nuestro conocimiento de la primera mitad del siglo XIX es bastante limitado, especialmente en lo que se refiere a la Historia política. Las historias nacionales que más han avanzado en este sentido son las de Argentina y México, aunque existen bastantes baches en su conocimiento. Lo que hasta ahora se ha hecho de forma mayoritaria es o bien extender las certezas evidentes para los últimos años del período colonial o retrotraer aquellas que sirven para el período iniciado en torno a 1870/1880.
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En el desarrollo de la poesía griega se perciben frecuentemente influencias orientales que contribuyen a la configuración definitiva de las formas líricas y a la integración de temas y tradiciones procedentes de diferentes lugares de Asia. Sin embargo, la definición de un período orientalizante pertenece más bien de manera tradicional al terreno de las artes plásticas. Al final del período geométrico, la nueva sociedad está en disposición de adoptar nuevas formas cerámicas, al tiempo que desarrolla los temas del mito acompañados de los elementos decorativos procedentes de Oriente. El aumento de los recursos y la frecuencia de los intercambios se conjugan para dar lugar al nuevo esplendor del arcaísmo. En la cerámica pintada puede considerarse que la introducción de decorados florales y frisos con animales significan la incorporación precoz de elementos orientalizantes que marcarán el período subsiguiente en una transición gradual desde el final del período geométrico. En este terreno, fue Corinto la ciudad que mas claramente se orientó en la nueva dirección con el estilo denominado corintio de transición, en el que abundan las escenas de animales, así como las de combate movidas, punto de encuentro del nuevo sistema de combate hoplítico con las tradiciones míticas. Entre los productos del corintio de transición destaca el vaso Chigi, con la clásica escena de los guerreros hoplíticos, alineados uniformemente y cubriéndose unos a otros con el escudo redondo. La escena de Odiseo atacando al Cíclope Polifemo representa el ejemplo de escena mitológica en un vaso protoático, estilo desarrollado algo más tarde, a partir de mediados del siglo VII, pues en Ática el estilo geométrico fuertemente asentado debía de ofrecer mayor resistencia. La formación de la ciudad sirve de escenario a la escultura monumental, donde se trasluce la ofrenda tradicional realizada en madera, el xóanon, de la colectividad primitiva, para convertirla en estatua de piedra, ofrenda de la joven (kore) o del joven (kouros) que se destaca como protagonista anual en las ceremonias donde la colectividad queda representada por el individuo, con lo que se da paso a que la familia aristocrática siga desempeñando un papel específico, pues son sus miembros los más capacitados para triunfar en los juegos o en la elaboración de los tejidos con que las jóvenes muestran sus habilidades para entrar en la comunidad de los mayores. Al mismo mundo pertenece la práctica de ofrecer calderos y trípodes metálicos ricamente adornados, símbolo en muchos casos de los viajes emprendidos por los grandes señores a tierras lejanas. Así se muestra su capacidad para realizar acciones benéficas en favor de los dioses o de los hombres que, individual o colectivamente, estén dispuestos a prestarles sus servicios. La época arcaica es igualmente el periodo del desarrollo del templo griego, con su estructura geométrica, casa del dios, del que se desarrolla la fachada para dar acogida al público, en la ciudad o en las afueras, o en los grandes santuarios. Sus variaciones responden a los modos de manifestación del culto publico y los estilos van recogiendo la tendencia orientalizante, desde el dórico al jónico, cada vez más urbanizados, pero también adaptados a las formaciones sociales y políticas que caracterizarían el arcaísmo en su desarrollo. El templo de la divinidad poliada representa el mundo del espíritu colectivo, pero su monumentalización se basa en la capacidad de las grandes familias y de los tiranos para ejercer su influencia en la ciudad, que se convierte en campo de su acción benéfica y en objeto de su autoridad despótica.
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El mundo intelectual y universitario reflejó una permanente preocupación por la creación de un Estado que respondiese a los sentimientos nacionales. Mientras los más conservadores parecían partidarios de una confederación que no difuminase las características de los diversos Estados, los liberales y demócratas querían una caracterización neta de un Estado federal. F. J. Stahl defendía sus puntos de vista conservadores a través de su Filosofía del Derecho estudiado desde el punto de vista del Estado pero fueron, sobre todo, los historiadores los que desempeñaron el papel más decisivo en la configuración del futuro Estado alemán. Ya hablaran de romanos o de los tiempos medievales, figuras como J. G. Droysen, H. Sybel o H. Treitschke, que eran discípulos de L. Ranke, hacían una historia de fuerte inspiración hegeliana, concebida como el desarrollo continuo de la libertad hasta alcanzar su plena realización en la unificación nacional, bajo el impulso prusiano. Eran liberales, pero reconocían la necesidad de un Estado fuerte, como Prusia, para realizar el programa de la unificación política. Consecuencia de este clima fue la creación, en septiembre de 1859, de una Asociación Nacional (Nationalverein) que, al estilo de la Sociedad Nacional italiana, se empeñó en tareas de propaganda para la formación de un partido nacional en los Estados alemanes. Entre sus impulsores estaba Rudolf von Bennigsen, un liberal de Hannover, y sus adherentes eran también liberales, partidarios de la Pequeña Alemania, que pedían un Gobierno central y la convocatoria de una Asamblea Nacional. El apoyo de Napoleón III al nacionalismo italiano había levantado suspicacias entre los nacionalistas alemanes, que recelaban un recrudecimiento del imperialismo napoleónico.Este fortalecimiento de las corrientes nacionalistas, en el que participaban también poetas como H. Heine y G. Herweg, contó con el apoyo de una prensa que alcanzaba altas cotas de difusión (Deutsche Zeitung) y, lo que era más importante, de un ávido público lector. El desarrollo de la educación en los diversos Estados alemanes permitía que los niveles de analfabetismo fueran muy reducidos y, hacia mediados de siglo, se publicaba en Alemania el triple de libros que en Inglaterra. Ese desarrollo de la educación permitió también que Alemania contase con personas mejor capacitadas para las nuevas necesidades de la industria o para asimilar las mejoras técnicas incorporadas a la organización militar.
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Etienne ha caracterizado de ambigüedad a la figura y al comportamiento político del primer emperador. Al final de su gobierno, en el cursus honorum, Augusto, además de la mención a los consulados desempeñados, se presenta con otros títulos: Imperator, Caesar, Augustus, dotado de la tribunicia potestas, Pontifex Maximus y Pater Patriae. Como no tuvo todos esos títulos durante el largo periodo de su gobierno, sino que fue recibiendo algunos de ellos en épocas avanzadas del mismo, parece claro que no todos constituían la base de su poder por más que la reforzaran. Los dos años que siguieron a la toma de Egipto ofrecieron nuevos motivos para ensalzar la figura de Octaviano. El 29 a.C. celebró el triple triunfo sobre Accio, sobre Alejandría y sobre Dalmacia; el 28 a.C. se celebraron nuevos triunfos obtenidos por sus generales en éxitos militares de campañas que tuvieron lugar en Hispania y en Africa. Ante las nuevas condiciones militares, procedió a reorganizar el ejército haciéndolo más fiel a su persona y disminuyendo los efectivos. Y el 28 a.C., en la realización del censo, tuvo la ocasión de confeccionar unas listas de senadores a su medida. Su autoridad fue reconocida cuando el Senado le dio el título de Princeps Senatus, el personaje más importante y respetable del Senado. En enero del 27 a.C., Octaviano hizo su gran representación teatral política: renunciaba a todos los poderes excepcionales para que se restaurara de nuevo la República. El nuevo Senado, nada interesado en volver a los viejos tiempos, tomó dos decisiones fundamentales: el 13 de enero concedía a Octaviano un imperium maius, que le facultaba para ejercer el mando supremo sobre todo el ejército además de situarlo como un personaje dotado del carisma de todo imperator, y el 16 del mismo mes concedía a Octaviano el título de Augustus, nombre derivado del lenguaje religioso, con el que se hacía un reconocimiento expreso a su autoridad. Con ese título sería conocido por la posteridad. Así, su autoridad quedó reforzada con el doble titulo de Princeps y de Augustus. Se trataba de títulos sin competencias precisas que fueron siendo llenados de significación con el ejercicio de su poder. El imperium maius que reforzaba de hecho su auctoritas ponía en sus manos todo el poder militar. Además, para salvaguardar las formas republicanas, Augusto siguió desempeñando el consulado. Las decisiones senatoriales de ese mes de enero contemplaban también un reparto del Imperio en dos tipos de provincias: las primeras conquistadas y más romanizadas, que seguían bajo la administración del Senado, frente a las últimamente anexionadas y no bien pacificadas, que pasaban a depender directamente del emperador. Hoy sabemos que, en tal decisión, también entraron en juego otro tipo de intereses como el que la riqueza minera de algunas provincias fuera un factor que contribuyera a hacer de ellas provincias imperiales. Con tal división, Augusto estaba en condiciones de crear una completa administración propia en las provincias que estaban bajo su mandato; así se consolidó una práctica en el nombramiento de los responsables de los gobiernos de las provincias imperiales como un nuevo sistema fiscal con estructura independiente de la tradicional del Senado. El año 23 a.C., coincidiendo con una grave enfermedad de Augusto, se descubrió una conjura política contra el Emperador. Reprimida la conjura, Augusto renunció al consulado que venía desempeñando sin interrupción desde el 29 a.C., como prueba del deseo de respetar la tradición republicana de sucesión en las magistraturas. Más aún, para permitir que muchos senadores accedieran al consulado, se crearon los consules suffecti que permanecían en el gobierno sólo unos meses; tal medida disminuía a la vez el poder de los mismos cónsules. En compensación, el Senado le concedió la tribunicia potestas que mantendría hasta su muerte. Tal distinción concedía a Augusto una autoridad análoga a la de los tribunos de plebe de época republicana, sin ser sometido a la periodicidad del nombramiento anual ni al veto de otro colega. Desde tal posición, Augusto disponía aún de mayor autoridad moral sobre el Senado así como de la responsabilidad de velar por los intereses del pueblo. Cuando en el año 12 a.C. el Senado le dio el título de responsable de las leyes y costumbres, curator legum et morum, su lucha en favor del saneamiento de las costumbres y su defensa de la dignidad de los órdenes y de la ciudadanía sería mucho más abierta y militante. La marginación militar y política de Lépido durante el II Triunvirato había sido compensada con el encargo de ser la máxima autoridad en la jerarquía sacerdotal al desempeñar el Pontificado Máximo, Pontifex Maximus, cargo que ocupó hasta su muerte en el año 12 a.C. En su lugar fue nombrado Augusto, quien también mantuvo el cargo vitaliciamente para ser transmitido después a todos los emperadores sucesivos. Augusto había ya tomado medidas de apoyo a la religión tradicional romana, pero desde el 12 a.C. estuvo en condiciones de intervenir de modo más directo en la política y la propaganda religiosa del Imperio. El año 2 a.C., en reconocimiento a su comportamiento benefactor con la plebe de Roma y por sus múltiples intervenciones como patrono de la sociedad romana, recibió el título de Padre de la Patria, Pater Patriae, nombramiento que sólo excepcionalmente se había concedido a algunos personajes muy significados de la República. Tal título lo recibirían después otros muchos emperadores. De este modo, bajo las apariencias republicanas, se creó un nuevo sistema de gobierno que Mommsen y otro autores lo calificaron de diarquía atendiendo al reparto de funciones administrativas encomendadas al Senado o al Emperador. Tal caracterización no es aceptada por la historiografía reciente al comprobar que el poder político real estaba en manos de uno solo, el emperador, en virtud de su imperium maius y de la auctoritas derivada de la tribunicia potestas y secundariamente de los otros títulos concedidos al emperador. El Senado quedó reducido a un órgano de apoyo de ese poder político.
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En la formación histórica de los pueblos de la denominada área indoeuropea aparecen como elemento esencial las denominadas tradicionalmente invasiones indoeuropeas y que, en la actualidad, parece más correcto designar como "infiltraciones indoeuropeas". Pero, como hemos visto para el área ibera, no son únicamente las influencias externas (de las cuales las infiltraciones indoeuropeas con ser las más importantes no son las únicas) el único factor que influye en el desarrollo histórico anterior de estos territorios antes de la llegada de los romanos. De todos modos, en algunas áreas, como la Meseta Norte, el hecho de que no estuviera muy densamente poblada produjo que el impacto de las oleadas indoeuropeas fuera importante con claras repercusiones en la historia posterior. En los primeros tiempos del primer milenio a. C. se produce un cambio de panorama en la cultura material de las grandes áreas peninsulares, especialmente en la mitad Norte: aparecen nuevos tipos de poblados y necrópolis, así como elementos metálicos y cerámicos nuevos, que hay que poner en relación con la llegada de distintos grupos de gentes a través del Pirineo. Pero estos movimientos de pueblos no tuvieron como único punto de inflexión la Península Ibérica, a partir de los pasos de los Pirineos, sino que se trata de un movimiento más general en gran parte de Europa e incluso en territorio extraeuropeo (del centro hacia el sur de Europa y hacia el territorio de Asia Menor). Son los denominados genéricamente pueblos indoeuropeos, con una comunidad de lengua, aunque luego no cristalizará de la misma forma en todos los territorios, y con elementos comunes de cultura material. Durante la 1? Edad del Hierro (1000 a 500 a. C. aproximadamente) se produce a través de los Pirineos la llegada de pueblos indoeuropeos a la Península Ibérica, aunque desconocemos con exactitud el mecanismo preciso de llegada. Sí conocemos, sin embargo, las consecuencias de estos aportes externos, especialmente desde el punto de vista lingüístico. Partiendo de las teorías difusionistas se ha venido y se sigue hablando de invasiones/oleadas que penetran en nuestra Península desde Europa del Este y Central. En la actualidad la teoría difusionista no se considera tan real y absoluta como se cree, rechazándose el término de invasiones/oleadas, ya que no se produjo un movimiento continuo de pueblos indoeuropeos para poder hablar de invasiones y se ha producido un abandono de la tendencia a "ensalzar" exageradamente las cuestiones transpirenaicas (penetraciones indoeuropeas) como causa única de toda una serie de innovaciones culturales, pues, además, se había hablado de penetraciones de elementos indoeuropeos hasta los más recónditos lugares de la Península Ibérica. Sí es clara, no obstante, la importancia de las infiltraciones de estos pueblos en algunas zonas de la Península, sobre todo por los cambios acelerados o producidos desde el punto de vista de la cultura material y lingüística. Pero no se deben olvidar otras influencias externas y la propia evolución interna de las poblaciones indígenas con su tradición cultural anterior (Edad del Bronce). Hoy se tiende a valorar en sus justos términos la presencia de las infiltraciones indoeuropeas, tal y como los resultados de los trabajos de arqueología y lingüística nos permiten conocer. Hagamos un poco de historia sucinta de los principales hitos de la investigación. Bosch Gimpera fue el primero en plantear el tema de los celtas en la arqueología española. Buscó elementos comparables a los del Rhin y Suiza y los halló en primer lugar en Cataluña con extensión por Aragón e incluso hasta el Sudeste de España y atribuyó los topónimos en -dunum de la zona subpirenaica a los componentes de la primera oleada de indoeuropeos. Hoy sabemos que son testimonios de influencia gálica muy posterior. Bosch Gimpera, en definitiva, lo que hizo fue construir una teoría de invasiones mediante conexiones de nombres de grupos de población en Hispania y en otras zonas, teoría que debe ser comprendida dentro del momento en que vive, época de sobrevaloración del "panceltismo". Desde la objetividad de la distancia y en el estado actual de conocimientos se descubren una serie de puntos débiles, apareciendo como una síntesis prematura con bases arqueológicas insuficientes. Posteriormente del lado lingüístico se habían ido buscando explicaciones a étnicos y topónimos del Occidente de Europa y, junto a las explicaciones por el céltico, se propuso una explicación "ligur". Schule con su obra sobre la Meseta (valles del Duero y Tajo) (1969) aparece como el más claro representante de una nueva época en el estudio del tema, combinando en su análisis los datos de la arqueología, la lingüística y la tradición histórica más remota. Desecha en principio que la aparición de una serie de rasgos culturales suponga necesariamente una invasión. Cree que el cambio en ciertos territorios de los rasgos culturales de los campos de urnas y la aparición de los caracteres de la cultura de Hallstatt puede ser simplemente la aceptación de las novedades hallstáticas por la población anterior. La invasión deja de ser el único factor de cambio y se señala en más de una ocasión la persistencia de culturas que conservan un remoto pasado al lado de zonas donde el cambio repentino ha de explicarse por la llegada de gentes nuevas. Actualmente se cree que el proceso parece haber sido más complejo y es difícil poder reducirlo a un esquema seguro y simple en el que se concede demasiada importancia en el desarrollo prerromano de esta zona a cuestiones de índole transpirenaica. Es preciso afirmar, una vez más, que, junto a factores que podríamos considerar externos, no deben dejarse de lado los propios elementos indígenas en su evolución durante las etapas anteriores. Como el aspecto lingüístico va a ser objeto de un capítulo aparte más adelante, interesa en este momento analizar el panorama desde el punto de vista arqueológico. Desde siempre hay tres elementos de cultura material que siempre se han asociado al fenómeno de las "invasiones indoeuropeas": las cerámicas excisas, el empleo del hierro y el rito de la incineración. Vamos a analizarlos uno por uno.
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En las islas de la Micronesia, las máscaras y las figuras tridimensionales son muy escasas. La vida en los atolones, sin agua y casi sin tierra cultivable, explica la escasez de elementos espectaculares en su cultura material. Sin embargo, en las pocas representaciones humanas que se conservan, las formas reducidas a lo esencial de su anatomía, a puros volúmenes geométricos, son muestra de la personalidad y de la maestría de sus artesanos. En el arte decorativo predomina una decoración marcadamente geométrica y rectilínea, de motivos menudos que se repiten, en los que el sentido del orden y de la reglamentación ha sustituido a la calidad emocional que es propia de las culturas agrícolas, como las de Indonesia y Melanesia; por el contrario, los pueblos de pescadores tienden a formas más simplificadas. En este aspecto, gran parte de las creaciones de Micronesia parecen vinculadas a las islas de la Polinesia central. Sin embargo, el mundo curvilíneo de las formas de Indonesia está también presente, lo que no es extraño, dada su proximidad geográfica. Como pueblo situado en una encrucijada de caminos marítimos, sus gentes estaban siempre preparadas para la guerra y sus artes visuales tendían más hacia las creaciones monumentales (piedras erguidas, dinteles de puertas, etcétera), que hacia lo figurativo. En casi todas las islas fabricaban útiles con almejas gigantes y con caparazones de tortuga, y utilizaban cuchillos con hoja de concha que ataban al mango de madera con fibras de coco o con tiras de piel de tiburón. Sus hábiles artesanos trabajaban la cerámica y trenzaban las hojas de pandano con una delicadeza que recuerda la del arte indonesio.
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Al menos a partir de 1913 el cubismo de la pintura de Robert Delaunay derivó hacia investigaciones eminentemente abstractas. Su teoría cromática del simultaneísmo, basada en los estudios de Chevreul y Seurat, fue acompañada de una producción pictórica de carácter no figurativo y en la que los valores expresivos residían en la combinación de colores y formas. Hay diversas discontinuidades en ese camino abierto dentro de la propia obra de Delaunay. Pero en 1930 se reafirmó en esa imaginería, en la que profundizó, quizá con mayores sutilidades, Sonia Delaunay.
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El panorama global de la agricultura europea aparece dominado en la crisis del siglo XVII por las inercias del pasado. Pero, junto a ellas, es necesario también tener en cuenta ciertos progresos. Éstos fueron tan lentos como limitados, pero no por ello menos eficaces. En algunas áreas el sistema de año y vez comenzó a ser sustituido por la rotación trienal, mediante la introducción del cultivo de leguminosas. Se consiguió así mejorar en algo la producción, al obtenerse por cada hoja de cultivo seis cosechas en el plazo de cuatro años, en lugar de las tres habituales en el sistema anterior. La búsqueda de una mayor productividad se tradujo también en la introducción de nuevos cultivos o en el progreso de otros ya conocidos desde antiguo. En algunas áreas el centeno avanzó sobre el trigo, pero el aumento de productividad que ello conllevó se vio contrarrestado por una disminución de la calidad del producto. El cultivo del maíz representó un notable avance para aquellas zonas donde su introducción fue factible. Procedente de América, su aclimatación comenzó a realizarse en Andalucía a partir de los años treinta del siglo XVI. Más tarde, su conocimiento fue extendiéndose progresivamente hacia el Norte, imponiéndose de forma definitiva en ciertas regiones donde terminaría por convertirse en un producto clásico. El maíz mantenía sobre el trigo la ventaja de presentar una "yield ratio" muy superior. Mientras éste producía por término medio de cuatro a cinco veces lo sembrado, la relación de productividad del maíz alcanzaba sin dificultades índices situados entre 1/40 y 1/80. Aunque los resultados de su panificación eran inferiores en calidad a los del trigo candeal y su consumo debía hacerse a menudo en forma de gachas o papillas, el alto valor nutritivo del maíz lo constituía en una buena alternativa alimenticia. Sin embargo, el maíz presentaba dos problemas. El primero consistía en ser un cultivo muy exigente, que agotaba con rapidez el terreno, lo que constituía un serio obstáculo habida cuenta lo precario de las técnicas de abonado. El segundo problema radicaba en que requería unas particulares condiciones climáticas, por lo que su implantación quedó restringida a ciertas zonas. Estas se localizaron fundamentalmente en la fachada atlántica del Continente: Portugal, Galicia, cornisa cantábrica de la Península Ibérica y occidente de Francia, regiones que reunían las condiciones edafológicas, de temperatura y humedad exigidas por el maíz. La introducción de este cultivo proporciona una explicación aceptable a la coyuntura expansiva experimentada por la agricultura del litoral noroccidental de España, que contrasta con las circunstancias de crisis que rodearon a la producción agraria en el resto del país. En el área vasca el cultivo del maíz superaba al del trigo a mediados del siglo, lo que representa un índice elocuente de su consolidación y aceptación. Junto a esta "revolución del maíz" hay que hacer también referencia a los progresos del cultivo del arroz. No obstante, éstos fueron mucho más lentos y en la práctica se limitaron a Italia. Las causas se localizan en las condiciones insalubres que rodeaban a los arrozales, situados en terrenos inundados que constituían auténticos focos palúdicos. Mucho más importantes fueron los cambios inducidos por las exigencias de los mercados urbanos. El avance de la superficie plantada de viñedos estuvo estrechamente vinculado a la demanda de vino en las ciudades. La arboricultura también avanzó como resultado de la demanda urbana de frutas. La escasa rentabilidad del cultivo de cereales motivó, en aquellas zonas que disponían de suelos adecuados y que no fueron dedicadas a pastizales, un cambio de orientación de la producción, al menos de forma parcial. El plantío de vides y su conservación exigían muchos cuidados y resultaban costosos. Al tratarse de un cultivo especializado, los salarios de los viticultores eran altos, lo que elevaba los costos. Sin embargo, el vino tenía fácil salida en el mercado y resultaba a la postre un producto rentable. Áreas como la región de Burdeos o la comarca de Jerez incrementaron ahora su dedicación viticultora y se especializaron en la exportación de caldos de calidad. Mientras tanto, se experimentaban con éxito nuevas técnicas de vinificación, como en el caso de los célebres espumosos de Don Pérignon. No se trataba en exclusiva, no obstante, de una industria de calidad. Los vinos inferiores también eran bien vendidos en los mercados locales, destinándose al consumo popular. En el área mediterránea, y especialmente en el sur de la Península Ibérica, también se dedicó una mayor cantidad de la superficie agraria útil al olivar. En el caso de las fértiles campiñas del valle del Guadalquivir se potenciaba así una antigua tradición reforzada desde comienzos del siglo anterior por la demanda del mercado americano. El cultivo del olivar permitía además una agricultura promiscua, pues era compatible con el de cereales. Promiscuidad de especies y sistemas de policultivo permitieron en ciertas áreas una difícil adaptación a las circunstancias generales de crisis. Tales logros parciales no deben hacer olvidar las condiciones coyunturales de signo negativo en las que se debatió la producción agraria europea durante el siglo XVII. La recurrencia de los años de malas cosechas derivada de hostiles condiciones climáticas, el desalentador estancamiento técnico, el ínfimo grado de capitalización del campo, la caída de las rentas agrarias y de los precios de mercado de los productos dominan un panorama en gran medida adverso. Sólo algunos países escaparon al marasmo generalizado v desarrollaron modelos progresivos de agricultura. Tales países no hicieron sino desarrollar sistemas cuyo diseño básico estaba ya a punto en el siglo anterior, el expansivo XVI.