Tampoco en el sur y el oeste de la Península encontramos artistas especialmente dotados para el retrato. Al igual que en Levante, ninguno de ellos ha de ser considerado como retratista y sólo algunos se dedican a esa tarea esporádicamente, como complemento de composiciones religiosas. Con frecuencia, quienes lo hacen son de procedencia nórdica, como es el caso de Alejo Fernández y Pedro de Campaña. Fernández es un alemán que toma el apellido de su mujer al casarse con la hija del también pintor Pedro Fernández. Está documentado en Córdoba en 1496. El imán del poderío económico sevillano a raíz del descubrimiento le llevó allí, requerido además por el Cabildo de la catedral. En Sevilla pinta una de sus obras maestras, La Virgen de los Navegantes, pero no para la catedral sino para la Casa de Contratación. Iconográficamente no varía mucho de la tradicional representación de la Virgen de la Misericordia, que es muy frecuente desde el siglo XV. En todas estas representaciones, la Virgen acoge bajo su manto a los fieles con actitud protectora, pero en este caso a quien protege el manto defensor es a toda una serie de personajes relacionados con la navegación y por tanto con el Descubrimiento -tal vez fuera más oportuno llamarle ahora Encuentro- y todos ellos han de ser retratos. Fechada la pintura, con visos de verosimilitud, entre 1531 y 1536 parece poco probable que el navegante en primer término a la derecha de la Virgen sea como se pretende un retrato verídico de Cristóbal Colón, muerto en 1506. No obstante, de lo que no cabe duda es de la cualidad de retratos de al menos los seis principales rostros que rodean a la Virgen. Están realizados con precisión técnica que nos habla de la formación nórdica, alemana o flamenca de Fernández. En cualquier caso, se trata de una de las escasas muestras de retrato casi corporativo que se dan en España y de ahí, con su interés histórico, el valor que debe concedérsele. Como buen flamenco, Pedro de Campaña -Pieter Kampeener- no podía rehuir el retrato en una obra tan intensa y prolífica como la que realiza en Sevilla pocos años más tarde que Alejo. Así lo demuestra al acometer una obra que además propicia el retrato: el retablo de la Capilla del Mariscal Diego Caballero en la catedral sevillana. En 1555 contrata la factura del retablo junto a Antonio de Alfián y, como afirma Angulo, la obra de cada cual es difícilmente deslindable en el grueso de la pintura. No así, según mi criterio, en cuanto a los retratos en ellas contenido. Se hallan en la predela flanqueando una composición religiosa y en uno se retrata al fundador y mariscal con los miembros masculinos de la familia y en el otro a los femeninos. Sobre fondo oscuro y neutro se destacan los excelentes retratos con una veracidad que sólo un flamenco, acostumbrado a la observación, podía realizar en esas fechas en España. El juego de miradas cruzadas, la perfección del dibujo y la sobriedad del color, confieren a estos retratos una importancia capital en los orígenes y desarrollo del retrato noble y burgués del resto del siglo. Es sabido que en Extremadura no encontramos en el siglo XVI más que una figura relevante en el ámbito de la pintura: Luis de Morales, pintor de habilidades técnicas poco comunes pero de inspiración pacata y poco imaginativa. A la vista del único retrato que de él conservamos, el del Beato Juan de Rivera del Museo del Prado, habría que revisar algunos aspectos de su obra. Se trata de un retrato de pequeñas dimensiones y de una concreción e intensidad muy acentuada. Hubo de estar ante el propio retratado o ante una efigie fidedigna del por entonces arzobispo de Badajoz (1566). Se habrá advertido que no es precisamente el retrato la actividad más característica de nuestros pintores durante casi los dos primeros tercios del siglo XVI. Ya se han insinuado las razones y éstas justifican que hayamos de esperar al establecimiento definitivo de la Corte en Madrid para que surja una verdadera escuela retratística de importancia similar a las de otras cortes europeas.
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En el tránsito del siglo XV al XVI no creo que se produzca un fenómeno similar al de Berruguete ni siquiera en Levante donde, por razones obvias de intercambio cultural y comercial, se reciben antes los ecos del Renacimiento a la italiana. Con respecto a esa secuencia cronológica en el Este mediterráneo peninsular se habla habitualmente de Pablo de San Leocadio, de los Osona padre e hijo y de una buena cantidad de pintores más limitados que abren paso a los verdaderos italianistas levantinos: Fernando Yáñez de la Almedina y Fernando de los Llanos. Ninguno de ellos tiene mucho que ver con el retrato, actividad poco practicada en la Península. Existen pocos ejemplos del retrato en Levante, por eso es obligado referirse a La Virgen del Caballero de Montesa, del Museo del Prado. He de reconocer que me interesa mucho más la totalidad de la pintura que lo que tenga que ver con el retrato. De hecho no es más que una Sacra Conversazione con un retrato de donante empequeñecido a la manera tradicional. Siempre hubo dudas en las atribuciones, y creo que debería seguir habiéndolas. Yo me inclino por la más generalizada, hacia Pablo de San Leocadio. Pablo de San Leocadio es un italiano de Reggio Emilia, ciudad cercana a Ferrara donde trabajan Cosme Tura, Francesco del Cosa y otros. Tampoco está lejos de Urbino. Lo que nos interesa es el retrato del Caballero, pero creo interesante señalar los fondos arquitectónicos, muy próximos a los del palacio Ducal de Urbino que también nos proporcionó Berruguete en algunas de sus pinturas. El retrato del Caballero, aunque a escala menor, a la manera tradicional, es de evidente realismo y el rostro, de riguroso perfil, no deja de recordar de nuevo los retratos italianos, desde Pisanello a Piero della Francesca, sin ápice de idealización y una extremada pulcritud de factura. Siguiendo en Levante en el tránsito de los siglos XV y XVI, se fecha entre 1502 y 1506 una tabla procedente del Retablo Mayor de Sant Cugat, hoy en el Museo de Arte de Cataluña, que representa el martirio del Santo. Atribuido primeramente a un pintor cordobés llamado en documentos Maestro Alfonso, se da desde hace tiempo a un Anye Bru, probablemente alemán pero indiscutiblemente nórdico afincado en Cataluña. Angulo veía en su pintura un eco italiano, concretamente veneciano, que yo no advierto. Se alertó en ese sentido por la semejanza de la figura de perfil, con manto rojo, como cosa de Giovanni Bellini con la Virgen con Santos, de Santa María dei Frari, en Venecia. El retablo veneciano se pintó hacia 1478 y considero improbable que este pintor del norte estuviera poco después en Venecia y algo más tarde en Cataluña aunque fuera posible. Todo en la tabla de San Cugat parece de procedencia nórdica, sobre todo si consideramos algunos grabados germánicos que después inspirarían a Durero. De cualquier forma, todas las cabezas de las tablas son sin duda retratos, no identificables por supuesto, pero de una vivacidad próxima a Memling y Dirc Bouts, lo que hace que las fechas apuntadas por Ainaud y Varrié me parezcan acertadas, aunque me inclinaría por la más tardía. En fechas parecidas (1506), y también en Levante, aparecen dos jóvenes pintores que vienen de Italia. Entiéndase por Levante toda la costa Este del Mediterráneo peninsular y su zona de influencia. Ambos pintores eran manchegos y en Italia uno de ellos, es difícil saber cuál llevando el mismo nombre, hubo de trabajar con Leonardo da Vinci como ayudante en el fallido fresco de La Batalla de Anghiari, para el Palazzo Vecchio florentino, antes de que Leonardo partiera para Milán. Se trata de los ya nombrados Fernando Yáñez de la Almedina y Fernando de los Llanos. Resulta extraño que discípulos de un artista preocupado por el retrato y que realiza algunos de los más bellos del Renacimiento italiano, no importaran a su regreso el mismo interés por esa forma de representación. No encuentro nada que pueda ponerse en relación con el retrato de la obra de ninguno de los dos. Cabría hacer la excepción del San Damián, del Museo del Prado, atribuido con seguridad a Yáñez. Formaba parte de un desaparecido retablo dedicado a los Santos médicos y es lo único que se aproxima, en la obra de Yáñez, a lo que podríamos considerar retrato. La mayoría de los rostros que el pintor representa en sus pinturas, son de una estereotipada inspiración leonardesca, finamente ejecutada pero sin que ninguno de ellos tengan personalidad propia. Sin embargo, en el San Damián los rasgos son tan personales que cabría pensar en un retrato -de médico naturalmente- si tuviéramos datos documentales para hacerlo. No es más que una hipótesis, pero sería conveniente tenerla en cuenta. Avanzando cronológicamente en el siglo XVI y todavía en el área levantina, cabría destacar la labor de Joan de Joanes (muerto en 1579). Ni él mismo ni su padre, Vicente Massip, aportan mucho al capítulo del retrato español renacentista. Joanes, por lo que se conserva de su mano, sólo se atrevió con ese difícil género en dos ocasiones. Una de ellas es un retrato inserto en una composición religiosa: en el Entierro de San Esteban del Museo del Prado. En el ángulo superior izquierdo aparece un rostro de tan diferenciados rasgos que se despega de las convenciones rafaelitas de los demás personajes. Es un auténtico retrato. Además, la presencia de un escudo de armas con un águila levantó polémica en cuanto a la identificación del personaje. Para unos se trata de las armas de los Massip y por tanto un autorretrato de Joanes y para otros las de los Aguiló de Cordinants, probables comitentes del retablo de donde procede esta tabla. Mayores problemas presenta un excelente retrato, también en el Prado. Se trata del presunto retrato de don Luis de Castellá de Villanova, Señor de Bicorp. Una inscripción al dorso, sobre un papel viejo y maltratado, identifica al personaje, atribuye la pintura a Joanes y la data por los años 1500. La imprecisión de la fecha hacen pensar que la inscripción se hizo muy tardíamente, tal vez en el siglo XVII. Por tanto ni la atribución ni la personalidad del retrato han de ser tomadas al pie de la letra. A mi entender, y sin ánimo de crear polémica desde aquí, nada hay en la obra de Joanes ni en la de Massip que justifique un retrato de tan extraordinaria calidad. Es de una intensidad y de una precisión técnica que hace pensar en artistas que trabajan por las fechas que se atribuyen a esta pintura (1560-70), como por ejemplo el bresciano Morone o retratistas brujeses de ese tiempo.
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A comienzos del s. XVII el arte europeo emprendió un nuevo rumbo. La ciudad de Roma recuperó su prestigio en todo el Occidente y se inició un nuevo periodo de esplendor, el Barroco. Las dos principales opciones estéticas del momento fueron el clasicismo de los Carracci y el naturalismo de Caravaggio quien realizó algunas aportaciones destacadas al género del retrato que merecen ser comentadas. Por ejemplo, es uno de los primeros artistas en autorretratarse en su miseria, sobre todo en los cuadros de juventud, donde la enfermedad y el hambre amenazaron con cortar su prodigiosa carrera antes de tiempo. Su idea general de la naturaleza y objetivos de la pintura se centra en la idea de mímesis, de reproducción casi exacta de los elementos de la realidad, lo que va a conseguir mediante recursos como los fuertes contrastes de luz y sombra, el naturalismo en la captación de los rostros o la aplicación veraz de los colores de cada materia: la piel, las sedas, etc. Partiendo de Roma como centro de las novedades artísticas, los diversos países europeos iniciaron su Barroco, eso sí, cada uno aportando sus características propias. Así, en el caso de España el género del retrato fue, precisamente, fundamental para el desarrollo de toda la pintura del periodo. Dos líneas se pueden establecer en los orígenes del género en la península: por una parte, los "retratos de corte" o "de aparato" que tanto Carlos V como su hijo Felipe II promovieron a través de artistas como Antonio Moro o Alonso Sánchez Coello; por otra, la interpretación mucho más expresiva y personal - lejos de la cierta frialdad que destilan los retratistas antes mencionados - que fue capaz de ofrecer Doménikos Theotokopuli, El Greco (1541-1614) a partir de su llegada a España, primero en Madrid y más tarde en Toledo. Se puede afirmar que el Greco inventó un tipo de retrato, que tenía como modelos a miembros de las élites culturales y económicas toledanas, y que atendía a un similar programa estéticos: importancia del color y la luz, que relegan a un segundo término al dibujo; captación psicológica del retratado; composiciones muy variadas, desde el enorme retrato en grupo del Entierro del señor de Orgaz hasta los numerosos retratos individuales, plenos de una atmósfera íntima, que realizó hasta su muerte. El Greco apenas dejó discípulos, pero sí suministró un modelo de creatividad personal que pronto continuaría Diego Velázquez (1599-1660), sin duda uno de los pintores más destacados de todo el s. XVII en Europa. Velázquez se formó en Sevilla, por entonces una de las ciudades más prósperas del continente en razón de su intenso comercio con las posesiones españoles en América. Entre sus maestros indirectos cabe mencionar a Caravaggio, de quien contempló algunos grabados de sus obras, difundidos por Europa a cientos. Su dominio de la técnica tuvo una oportunidad única, que el artista no desaprovechó por supuesto. En 1622 fue llamado a la Corte de Felipe IV para que trabajase como pintor áulico, y de sus pinceles surgieron algunas de las obras maestras del retrato moderno, como la serie de efigies ecuestres dedicadas a la Familia Real española (Felipe III y consorte, Felipe IV y consorte, Baltasar Carlos) y al Conde Duque de Olivares. También aportó algunos de los primeros matices de realismo de la pintura occidental, describiendo con minuciosidad los rasgos menos favorecidos de los bufones de la Corte. Tras décadas de perfeccionamiento en este género, la realización de una obra maestra como La familia de Felipe IV (también conocida como Las meninas) le encumbró definitivamente en las alturas del arte occidental. Junto a Caravaggio, Velázquez se había beneficiado sobre todo de las aportaciones que estaba realizando la pintura flamenca barroca al campo del retrato. Cabe hacer una primera, pero necesaria, distinción entre arte flamenco y arte holandés, distintos por cuestiones religiosas, políticas y económicas, produciendo como resultado dos artes muy personales. Holanda era entonces una república de comerciantes en la que dominaba la burguesía media y alta, que demandaba un arte muy concreto: escasas alusiones a la religión, multitud de escenas de interior y de naturalezas muertas pero, en especial, obsesión por el retrato. No resulta difícil de entender si pensamos que esos burgueses deseaban dejar una imagen triunfal de sí mismos para las generaciones posteriores, de manera que los pintores que ganaron más consideración y dinero fueron los maestros del retrato. Por encima de todos ellos hay que mencionar a dos, Frans Hals y Rembrandt. Frans Hals dio forma a una verdadera convulsión en el género del retrato al aportar una nueva tipología: el retrato de grupo de agrupaciones cívicas. Existe mucha diferencia social entre los retratos oficiales, sobre todo de familias regias, donde cada uno desempeñaba su papel, y estos nuevos retratos, donde es un colectivo uniforme el que protagoniza el cuadro. Hals supo solventar los numerosos problemas que planteaba tal empresa, desde cuestiones compositivas hasta el respeto hacia la cantidad de dinero que cada uno de los miembros de ese grupo había pagado al artista. Hals es casi un estricto contemporáneo de otro de los genios del arte barroco, Rembrandt. Prodigioso en todos los géneros a los que se dedica, es en el retrato donde más brilla. En primer lugar, porque desde su primera juventud decide autorretratarse con notable frecuencia, captando los cambios de edad, posición social y situación emocional que el artista va a conocer en el tiempo. Así, en sus primeros autorretratos se nos muestra arrogante, confiado, mientras que en el periodo más grave de su vida, cuando fallece su esposa y su popularidad decrece enormemente, nos ofrece una imagen lastimosa de sí mismo, de un artista que tras conocer el éxito se debe enfrentar a la soledad. Mientras tanto, en la otra mitad de los Países Bajos, Flandes, la situación política y religiosa está definida por la aristocracia vinculada a la monarquía española y por el ferviente catolicismo. Era una sociedad que también demanda retratos para las clases privilegiadas, y en la que de inmediato destacará Pedro Pablo Rubens. Artista muy prolífico, contó con un importante taller que le ayudó a responder a una clientela que no dejaba de crecer. Además, su labor artística tuvo que ser alternada con diversas misiones diplomáticas por toda Europa, que le pusieron en contacto con las Cortes más notables del momento. Como su contemporáneo holandés Rembrandt, Rubens gustó de autorretratarse en numerosas ocasiones, siempre con la intención de dejar constancia visual, gráfica, de la brillante posición social que había alcanzado. Otros dos artistas flamencos, Van Dyck y Jordaens, se sentirían muy atraídos por la figura y el arte de Rubens, y su estilo en gran medida contribuyó a difundir aún más la maestría en el retrato de la que hicieron gala los pintores flamencos del Barroco. En Francia, el progresivo protagonismo de la monarquía se vio culminado durante el reinado de Luis XIV, también llamado el "Rey Sol", que impuso su hegemonía sobre Europa y que sentó las bases de un régimen político conocido como "absolutismo monárquico". Un capítulo aparte merece, por su originalidad a la hora de realizar retratos, Philippe de Champaigne, célebre por dos composiciones inquietantes como el triple retrato del cardenal Richelieu o el Ex-voto. En el s. XVIII se abrió paso una Escuela de pintura que hasta ese momento apenas había desempeñado ningún papel en la historia, la inglesa. Partiendo de influencias flamencas (Van Dyck había trabajado durante décadas en las Islas Británicas) pronto los ingleses se revelaron como maestros en el retrato, al que dieron en general una enorme elegancia en las posturas de los personajes y, por supuesto, también en la forma de plasmarlos sobre el lienzo. Los mejores exponentes de este periodo que ya anuncia el principio de la Edad Contemporánea son Gainsborough, Lawrence o Sir Joshua Reynolds, quien desde la dirección de la Academia contribuyó a difundir el género del retrato.
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El s. XIX no puede ser entendido en toda su dimensión sin tener en consideración el precedente que supuso la Ilustración y la Revolución Francesa. Es bien sabido que en esas décadas fue Francia la nación que lideró a la sociedad en determinados aspectos como la defensa de las libertades ciudadanas o la de los derechos más elementales del ser humano. También en el campo del arte Francia se erigió en el faro por el que se guiarían gran parte de las naciones europeas durante los ss. XVIII y XIX. A un primer momento correspondería el arte de un Chardin, por ejemplo, admirable retratista que supo captar algunas de las cuestiones básicas de la existencia, como la soledad o la alegría. En cuanto a la técnica, Chardin utilizó una notable reducción de elementos, ayudando a crear un estilo austero y sobrio que, dotado de nuevos significados, sería conocido como Neoclasicismo. Una vuelta a la Antigüedad clásica y la necesidad de que el arte moderno sirviese no sólo para deleitar sino para educar la moralidad del pueblo. Ambos componentes fueron admirablemente interpretados por Jacques-Louis David (1748-1825), el pintor de la Revolución y, más tarde, del Imperio incipiente de Napoleón. En todos sus retratos (por ejemplo, el de Mme. Récamier o el de La muerte de Marat) se impone el dibujo sobre el color, así como una atmósfera muy especial, donde todo permanece en silencio para dejar el protagonismo a la figura humana. Ese neoclasicismo se extendió por los países europeos con enorme velocidad, en gran medida respaldado por la acción de tratadistas y de las Academias de Bellas Artes, que se encargaron de exaltar a artistas como Mengs, cuya importancia implícita se ve aumentada en nuestra historia del arte porque permaneció algunos años en la Corte de Carlos III, donde conoció a un jovencísimo Francisco de Goya. De hecho, el retrato sería determinante para la carrera de Goya, porque desde que ingresara en la Corte española como artista su dominio a la hora de captar a los retratados le valió el respeto y la admiración de todos. En primer lugar, fueron las grandes familias nobiliarias españolas para más tarde ser la Familia Real la que potenció esta faceta del pintor, que llegó a cimas verdaderamente únicas en obras como Los Duques de Osuna, La maja vestida o La familia de Carlos IV. En España la evolución posterior de la pintura de retrato quedó, como no podía ser de otra forma, marcada por la existencia de Goya, de manera que sólo los pintores dotados de una técnica prodigiosa pudieron aportar algo nuevo al género, como Vicente López y, en la segunda mitad del s. XIX, a Federico de Madrazo, perteneciente a una dinastía de pintores que dominaría el arte español durante décadas. Algo similar a lo que sucedió con Goya tuvo lugar en Francia, donde el protagonismo de un pintor como Ingres acabó por definir toda una época. Esta situación se vio favorecida, por supuesto, por su extraordinaria longevidad (1780-1867) que le permitió conocer movimientos tan diversos como el Neoclasicismo, el Romanticismo, el Realismo o, incluso, el Impresionismo, al menos en cuanto hace referencia a sus primeros escarceos. Desde que viajara a Italia para aprender el gran arte del Renacimiento, Ingres despuntó como retratista, dotado de un dominio del dibujo como nunca antes se había conocido, retrató a infinidad de familias nobles, amigos, familiares y, cómo no, también a sí mismo. En la mayoría de esos retratos se impone la mirada fría, casi científica, de un artista que es capaz de trasladar el alma del retratado al lienzo o al papel, y que hoy en día sigue siendo uno de los más admirados entre el público y la crítica especializada. En el tercer cuarto del s. XIX el retrato conoció un nuevo auge, debido en primer término a la llegada de un nuevo estilo, el Realismo, que apostó por una captación verídica del mundo y del hombre, como se aprecia en los retratos de un Gustave Courbet o de un Honoré Daumier, por ejemplo. En cierta medida, del mismo énfasis en la vida real partió el Impresionismo, el movimiento artístico que ya nos introduce de lleno en la modernidad. Uno de los precursores más directos del Impresionismo fue Edouard Manet, quien si bien nunca quiso ser adscrito al nuevo estilo, sí ejerció una destacada influencia en los miembros de ese grupo. Manet era un declarado admirador de la Escuela española de pintura (la del gran Siglo de Oro, sobre todo) y en ese sentido dirigió sus fuerzas como retratista, donde sabe combinar esa admiración por el tenebrismo naturalista del Barroco y un interés radicalmente moderno por los temas de su tiempo: la ciudad, los paseantes, su familia, sus amigos o los espectáculos del París de su época. En todos sus retratos, Manet nos permite conocer a ciencia cierta cómo eran la sociedad y las costumbres del pueblo francés. El artista ejerció, como decimos, gran influencia en los impresionistas, en especial en Renoir y en Degas, así como en el británico Whistler, todos ellos consumados especialistas en el retrato, al que elevaron a la categoría que en el pasado había ocupado la gran pintura de historia. Cuando en la década de 1880 pasó el tiempo de los impresionistas, surgieron de inmediato otras opciones a título individual, como las que encarnan Cézanne, Seurat, Van Gogh, Gauguin o Toulouse-Lautrec. De todos ellos, fueron Van Gogh y Toulouse-Lautrec los más preocupados por mostrar mediante el género del retrato sus ideas sobre la pintura moderna. Mientras que en Van Gogh es el color en estado puro, la pincelada sinuosa, la que refleja toda la expresión del retratado, en Toulouse-Lautrec será la línea, el carboncillo, el que permite mostrar la esencia de las figuras, casi todas ellas pertenecientes al mundo de los espectáculos nocturnos de París. Finalmente, el s. XX ha conocido el desarrollo de una serie de movimientos de vanguardia que han transformado por completo el arte heredado; en Viena, Klimt, Schiele o Kokoschka mostraban una nueva manera de hacer retratos, a medio camino entre el simbolismo y el expresionismo. Son imágenes dominadas por la potencia del color así como por la necesidad de reflejar la expresividad del modelo. En España ese momento fue interpretado por grandes especialistas en el retrato, como el valenciano Joaquín Sorolla, que utiliza el color y la luz para configurar los rostros y los cuerpos; como Zuloaga, el mejor intérprete de la llamada "generación del 98" en España; o como Anglada Camarasa, que optó por una combinación entre naturalismo y decorativismo. Entre las figuras de talla internacional que más aportaron al género del retrato en la primera mitad del s. XX hay que mencionar a Pablo Picasso y a Henri Matisse. El primero siempre tuvo como referente la figura humana, que fue interpretando de maneras muy diversas según iba atravesando las etapas de su pintura: modernismo, simbolismo, cubismo, expresionismo o surrealismo. El segundo, Matisse, es un maestro reconocido del retrato basado en el libre juego del color. Una nueva postguerra llevó a las dos últimas interpretaciones del retrato que hemos podido conocer; por un lado, el nuevo expresionismo, plagado de drama existencial, de Francis Bacon, autor de rostros deformes por el dolor y la soledad; por otro, una visión más ligera pero tanto o más moderna, el arte pop de Andy Warhol, que fue capaz de crear un código visual que ha seguido vigente en las décadas posteriores.
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Las relaciones del individuo con la sociedad y, por ende, con el Estado fueron encarnadas por el retrato, tanto el individual como el de grupo, e incluso por el de carácter. En lo que a este género compete -con un tercio largo del total de la producción artística holandesa, el gran genio del Barroco holandés, al margen de Rembrandt, fue Frans Hals que, gracias a la potencia con que marcó el carácter de sus modelos -penetrando en su personalidad hasta el punto de conferirles vitalidad y espontánea verdad, quienquiera que fuese el personaje-, supo librarse del tardo Manierismo que le rodeó al iniciar su carrera en Haarlem, conservando siempre su originalidad y defendiendo su obra de las fluctuaciones de la moda.Frente al exuberante y elegante retrato manierista, de virtuosa y elaborada ejecución, a principios del siglo XVII se desencadenó una reacción general afirmada en la austeridad compositiva y la sobriedad operativa, concienzuda en la mayoría de las ocasiones, pero pesada a veces. Así, ante un precursor como el pintor y arquitecto Cornelis Ketel (Gouda, 1548-Amsterdam, 1616), exponente del retrato manierista (La Compañía Rosencrantz, 1588, Amsterdam, Rijksmuseum) que, en el afán por demostrar su habilidad extrema, hacia 1600 se divertía pintando sus cuadros con los dedos, los retratistas del Seiscientos recuperaron las tradiciones del siglo XVI de manera más sobria y sólida, como Michiel Janszn van Mierevelt (Delft, 1567-1641), que se granjeó el favor de los estatúderes gracias a sus agudas caracterizaciones, fastuosas y de porte aristocrático planas de factura y rancias de composición en su intento de representar la dignidad del Estado, de los Orange-Nassau (Mauricio y Federico Enrique, ambos en La Haya, Mauritshuis), de los altos políticos (Jan van OIdenbameoeld, 1617, París, Louvre) o de los cortesanos (Jacob Cats, 1639, Amsterdam, Rijksmuseum). Próximo al prosaísmo oficialista de Mierevelt, Jan Anthonisz Ravesteyn (La Haya, h. 1572-1657), también retratista de corte de los Orange-Nassau, fue menos duro de factura y tuvo un mayor sentido de la elegancia y lo decorativo (serie de los Capitanes para el castillo de Laarsdijk, Amsterdam, Rijksmuseum). Es, en fin, el momento en que Daniel Mytens el Viejo (Delft, h. 1590-La Haya, 1647), un posible pupilo de Mierevelt, introdujo en Londres -mientras fue pintor de la corte inglesa (1621-32)- un tipo de retrato áulico de envarada elegancia y sólidos tipos, centrado en la personalidad del personaje (El duque de Hamilton, niño, 1624, Londres, Tate Gallery), que logrará imponerse en Inglaterra hasta la llegada de Van Dyck. Dentro de este retrato oficial, símbolo y expresión de los tiempos, Adriaen Hanneman (La Haya, h. 1601-1671), formado por Ravesteyn y, en Inglaterra (1623-37), con Mytens, sufrió el ascendiente de Van Dyck, cuya elegancia -apreciada en los círculos aristocráticos orangistas, pero también en los burgueses- se trasluce a menudo en sus retratos (Constantyn Huygens y sus hijos, 1640, La Haya, Mauritshuis y Jan de Witt, 1652, Rotterdam, Museum Boymans van Beuningen).Junto a este retrato oficial, que triunfaba sobre todo en La Haya, Thomas de Keyser (Amsterdam, 1596-1667), que fue arquitecto y asentista, además de escultor, afirmó en Amsterdam otro de perfil alto burgués, pero hasta de mayor aparato, si cabe, que el cortesano, en el que -conexionando a un tiempo opulencia y austeridad- quiso conferir a sus modelos una severa caracterización moral (Constantyn Huygens y su secretario, 1627, Londres, National Gallery). También en Amsterdam, los retratos lisos de factura y subidos de color, de gran simplicidad y preciosista cuidado en los detalles, de Bartholomeus van der Helst (Haarlem, 1613-Amsterdam, 1670) conquistaron el favor de la burguesía de Amsterdam y de La Casa de Orange, en un momento en que el estilo de Rembrandt resultaba poco apropiado para reproducir la semejanza de los modelos (La dama de azul, Londres, National Gallery). El discípulo de Rembrandt, Nicolaes Maes (Dordrecht, 1634-Amsterdam, 1693), que había debutado como pintor de género, a partir de su estancia en Amberes (h. 1660) de su residencia en Amsterdam (1673) pintó un tipo de retrato que, por su elegancia y su porte, cercano al arte del francés Rigaud (Retrato de hombre, h. 1675, Hannover, Niedersáchsische Landesgalerie) se adaptaba perfectamente a la tendencia cada vez más barroca, teatral y aristocrática de fines de siglo, tan del gusto de la alta burguesía, progresivamente más fatua y orgullosa, que quería hacerse representar como la aristocracia. Similar en todo, esta corriente influenciada por Francia y la moda del Barroco tardío también caracterizó al elegante retratista Gaspar Netscher (Heidelberg, 1639-La Haya, 1684) (Guillermo III, Amsterdam, Rijksmuseum).Reflejando siempre un gusto realista, mientras en La Haya, sede de los Estados generales y de la corte del estatúder general, se consolidaba un retrato oficial que buscaba expresar las instancias del poder del Estado, con la dignidad, magnificencia y énfasis que este tipo de efigie exigía, y mientras en Amsterdam, ciudad cosmopolita y comercial, residencia de la próspera burguesía mercantil, se afirmaba un retrato recuerdo, cuya sobriedad inicial desaparecerá poco a poco, a partir de 1630 por influjo de Van Dyck, en beneficio de un perfil más aristocrático, en la artesanal Haarlem, la ciudad de los tulipanes que vive replegada sobre sí misma, Frans Hals aportará al retrato la inmediatez en la expresión, la vivacidad en el realismo y la agudeza en la caracterización psicológica, descuidando el detalle secundario para concentrarse en la personalidad del modelo. Aunque alejándose de él en su limpia y refinada ejecución, en su colorido transparente y de tonos claros, Johannes Comelisz Verspronck (Haarlem, 1575-1642/53) se basará en sus cerradas y equilibradas composiciones para retratar con ensoñadora y serena espontaneidad a la burguesía protestante (Joven de azul, 1641, Amsterdam, Rijksmuseum). Partiendo del vigor de Hals, pero adoptando el estilo final, pretencioso y relamido, de Van der Helst, Jan de Bray (Haarlem, h. 1627-1697) es otro buen ejemplo del camino que recorrió el retrato holandés, progresivamente más mundano y enfático.Pero, en el intento de captar el ser profundo del arte neerlandés del Seiscientos, más que el retrato individual interesa que analicemos el retrato colectivo o de grupo, en tanto que expresión concreta de la situación político-social de las Provincias Unidas y documento vivo de la evolución y mutación que sufrieron. Fenómeno social y estético de primer orden, los retratos de grupo decoraban las salas de reunión de los edificios colectivos holandeses, en sustitución de los cuadros piadosos o alegórico-mitológicos con que se adornaban esos ambientes en Italia, Francia o España. Contratadas por todos los miembros de las corporaciones ciudadanas, civiles (guildas), militares (milicias), benéficas (hospitales y asilos), científicas (escuelas de medicina) o literarias (academias de retórica), en un claro deseo de perpetuar una acción en la que se reconoce la sociedad entera, estas grandes telas reflejan a través de la representación de sus fuerzas sociales la vida de las ciudades mercantiles, burguesas y protestantes, expresando a un tiempo el fundamento urbano del nuevo Estado.En general, este tipo de obras reúne en un interior a un grupo de individuos que realizan una acción en común. Los artistas debían fijar la realidad fisionómica de los miembros de la asociación (ya que todos contribuían a su ejecución con una media de 100 florines por cabeza) y unificarlos espacial y temporalmente en un hecho colectivo. El punto de partida, Los caballeros de Tierra Santa en procesión, obra de Jan van Scorel (1528, Haarlem, F. Hals Museum), mantiene aún un carácter cuasi religioso y presenta un friso de personas aisladas entre sí. Estos componentes tan arcaicos se superarán lentamente a lo largo del siglo XVI, siguiéndose el tema en un plano del todo profano y yuxtaponiendo los personajes de un modo algo torpe, hasta encontrar una cierta renovación del género en El banquete de la guardia cívica de Cornelis Cornelisz (1599, Haarlem, F. Hals Museum), gracias a una composición más animada y a unas actitudes más variadas. Pero los caracteres propios del retrato de grupo: la homogeneidad formal y la unanimidad anímica, que distinguen a las composiciones barrocas, brillan por su ausencia en las obras manieristas del Quinientos tardío, como en la esquemática horizontalidad con que -a pesar de su teatralidad- articula C. Ketel -La compañía Rosencrantz (1588), ya citada- donde la pretendida acción en común (la salida de esa unidad de arcabuceros) todavía se realiza por superposición individuos y de acciones aisladas. La distribución natural de los personajes, la amplitud espacial, la ágil y espontánea conexión espiritual de los personajes, que pugnan por sobredestacar su individualidad dentro del anonimato impuesto por la integración en la colectividad, triunfarán en las grandes pinturas de Hals y Rembrandt, cuyos lienzos constituyen las más ajustadas expresiones de la sociedad urbana holandesa del XVII.Con todo, en 1642, Rembrandt, al dramatizar la escenificación en La Ronda de Noche, unificando la composición, rompió con ese estatismo tradicional que, sólo en apariencia, daba a los individuos igual papel dentro de la composición mediante la estática alineación de cabezas o de bustos), sacrificando el aspecto de compacta unidad en beneficio de la acción común representada y de la unidad psicológica, socavando así el criterio axiomático en que se fundamentaba el género. La decepción que causó en muchos, como el que ni el mismo Rembrandt emulara después su revolucionaria conquista, es explicable a partir de la creciente aristocratización que dominó a la alta burguesía mercantil de las Provincias Unidas, transformando sus hábitos políticos, sus costumbres sociales y sus gustos estéticos. En efecto, Riegl -al estudiar los doelenstueck (retratos de las milicias cívicas) y los regentstueck (de las corporaciones civiles)- ilustró la transformación ocurrida hacia mediados del siglo XVII, eligiendo para ello tres pinturas del citado B. van der Helst, quizá uno de los artistas que con mayor habilidad se dedicaron a este género, tan grato a la oligarquía burguesa mercantil. En La compañía del capital Roelof Bicker (1639-43), reunida con motivo de la llegada de María de Médicis a Amsterdam -el mismo asunto que el fijado por Rembrandt en La Ronda de Noche-, el pintor recurrió al seco esquema tradicional para representar en actitudes de arrogante y fría marcialidad a toda la milicia. En el segundo ejemplo, El banquete de la guardia cívica celebrando la firma de la Paz de Münster (1648), que se remonta a los criterios consagrados; muestra una sutil ampulosidad y una elegante relajación en las actitudes, que parecen un presagio de futuro: la disolución por superfluas de estas guardias. En fin, en Los regentes de la Hermandad de arqueros de San Sebastián de Amsterdam (1653, las tres en Amsterdam, Rijksmuseum), ya no se trata de un cabal doelenstueck sino de un regentstueck, ya no se presenta a los soldados, suboficiales y oficiales de rango inferior de la compañía sino sólo a sus dirigentes, ya no se les figura vestidos como militares con galas de parada sino como nobles patricios de la alta burguesía, regentes de un gremio, ya no departen, reponen fuerzas o brindan por la victoria sino que, ávidos y ostentosos, distinguidos, manosean los tesoros de la confraternidad, como si suyos fueran.
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Ningún género artístico de la cultura romana refleja tan bien como el retrato la filosofía vital de aquel pueblo. El retrato arraiga con intensidad en la sociedad y ésta lo expande por los nuevos territorios conquistados, alzándose como patrón de romanidad. Conscientes de su singularidad, los arqueólogos e historiadores de la Antigüedad han dedicado numerosos trabajos al análisis de las diferentes vertientes de la retratística romana. El origen del retrato aparece vinculado más a un concepto que a una expresión plástica. Las cabezas halladas en entornos domésticos pompeyanos -como la Casa del Menandro, mero esbozo del rostro humano-, en poco se aproximan al estudio fisiognómico que alcanzará la producción posterior. Como bien definiera Blanco Freijeiro, en la formación del retrato romano es posible detectar tres raíces: la etrusco-itálica, la griega y la corriente autóctona de las maiorum imagines. La combinación de todas ellas dará como resultado una obra inconfundible y genuina que, a pesar de las lógicas diferencias imbuidas paulatinamente por los talleres provinciales, evolucionará paralela en los territorios imperiales. El retrato lo usamos, en términos artístico-arqueológicos, como parámetro del nivel de adaptación de un pueblo hacia la cultura romana, debido a esta aceptación masiva del género por parte de los sucesivos clientes del Imperio. La Península no es ajena a este fenómeno y si marcamos en un mapa la localización de los retratos, privados y públicos, el resultado coincidirá seguramente con los diferentes niveles de romanización de las áreas hispanas. En el estudio del retrato romano es imprescindible marcar una doble categoría entre obra privada y pública, ya sea retrato particular u oficial. El retrato oficial va a servir de patrón en los encargos particulares, marcando pautas y tipos. Sin embargo, el retrato privado tendrá una libertad expresiva que pocas veces apreciamos en el oficial, encorsetado en los inamovibles cánones que lo rigen. Por esto, el estudio del retrato privado nos aproxima mejor a la genuina producción artística de la sociedad romana, ya que la incorporación de elementos autóctonos enriquece el género considerablemente respecto a otras parcelas culturales.
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Antes de adentrarnos en el análisis y comentario del retrato español de los siglos XVI y XVII, convendría reflexionar sobre el retrato en sí, su significado y sus pretensiones. En términos generales, el retrato es una aproximación artística al ser humano, a su imagen y a su trascendencia más allá del tiempo, no sólo como criatura anónima, portadora de ideas y sentimientos abstractos, sino dotado de su personalidad, de los signos de su raza y los atributos de su condición social y humana. No debemos olvidar, por otra parte, que en muchas ocasiones la representación de animales con todo género de detalles sobre su anatomía particular y sus rasgos más característicos, pueden ser igualmente considerados como retratos, sobre todo cuando sus nombres figuran en los inventarios o incluso en la propia pintura. Esto ocurre frecuentemente sobre todo tratándose de perros y caballos. Si echamos la vista atrás, advertiremos que el retrato se produce siempre a través de al menos tres motivaciones emocionales e históricas, frecuentemente vinculadas a determinadas coordenadas socioculturales. La primera de estas motivaciones sería la político-religiosa, y ella nos remitiría tanto a los colosales retratos faraónicos del Egipto antiguo, como a los de Luis XIV en la Francia del siglo XVII. En los primeros no era tan importante el reconocimiento efectivo del retrato como la transmisión de una idea de poder vinculado a la divinidad por encima de cualquier rasgo identificativo. Salvo el peculiar y breve período de Tell-el Amarna, en la XVIII Dinastía, resulta difícil diferenciar un retrato de Amenemhet III de otro de Ramsés II, mediando entre ellos siete dinastías. Se identifican más por el lugar en donde se hallan o por las inscripciones que ostentan, que por los rasgos físicos personalizadores. Los retratos del Rey Sol, en pleno siglo XVII francés, siguen en la misma línea de asimilación del poder político al religioso, pero con algunas peculiaridades. En estos momentos de pleno Barroco, rebasada ya la barrera cronológico-cultural del Renacimiento con lo que, esto implica, en el retrato, de autoestima, de culto a la personalidad, es preciso que se haga perfectamente identificable la imagen política del soberano, en este caso identificado nada menos que con el Sol-Febo-Apolo. El retrato no debe ser solamente un símbolo de poder sino también la evidencia específica de quien lo detenta y a ser posible rodeado de todos aquellos símbolos y atributos que así lo demuestren. Entre uno y otro ejemplo existe una secuencia cronológica tan enorme que resultaría tedioso esbozar un resumen, pero no tanto acentuar que, entre estos hitos, los momentos en que el retrato surge con mayor vigor son aquellos en que la situación política resulta estable y la riqueza económica más pujante. En la Antigüedad Clásica, para que el retrato se produzca en sentido estricto como representación personalizada de un ser humano, hemos de retrotraernos al período que llamamos Helenístico, a partir de la muerte de Alejandro Magno (323 a.C.). La fragmentación de su imperio entre sus generales convirtió el Mediterráneo oriental y parte del Asia próxima en un mosaico de reinos, casi todos ellos dotados de importantes ciudades marítimas dedicadas fundamentalmente al comercio. Ello hizo crecer una clase social muy parecida a lo que entendemos hoy por burguesía, por muy periclitado que hoy se considere el término. Familias adineradas, satisfechas, estables y sin demasiadas inquietudes intelectuales, buscan en el arte, cualquiera que sea su manifestación, una reproducción fidedigna de la realidad y, en el retrato, la proclamación de su autoprestigio perfectamente reconocible. De esas necesidades emanan los espléndidos retratos, ya sean bronces o mármoles, que pueblan los más importantes museos. Esta sería la segunda motivación de entre aquellas a las que me he referido anteriormente: el prestigio social. El excelente y enorme retrato de Mausolo del British Museum, procedente de su tumba en Halicarnaso, es una prueba bastante contundente, aunque en este caso se intuya cierta deificación del personaje. También son prueba de ello algunos retratos helenísticos identificados de forma gratuita con personajes sobradamente conocidos pero de efigie real ignorada, como Sócrates, Pericles y otros. Este motivo prestigioso del arte retratístico desaparece, salvo excepciones (recordemos los improbables retratos de Justiniano, Teodora y el obispo Maximiano, en Rávena) recién iniciada la Edad Media. Ello puede justificarse porque en realidad ya no hay una clase social que lo soporte, fuera de la Iglesia y el poder terrenal. En este momento el retrato se oficializa de tal manera que hace pensar de nuevo en los retratos faraónicos y en los más cercanos, ya bajoimperiales, como el colosal de Constantino que se encuentra fragmentado en el Museo Capitolino, de Roma. Tendríamos que esperar hasta mediados del siglo XIII para que vuelva a darse la estabilidad económica que permita el resurgimiento del retrato fuera del ámbito y de las formas de los poderes ya mencionados. Esto ocurre sobre todo en el Norte de Europa, no amenazado como lo está el Sur por los árabes en la Península Ibérica y turcos y berberiscos en el resto del Mediterráneo. Corporaciones como La Hansa, fortalecen en el Norte a mercaderes enriquecidos que, poco a poco, adquirirán una cierta nobleza y resucitarán el gusto por la representación personificada de sus efigies. A partir del sigloXV, la inclinación hacia el retrato es habitual entre las clases acomodadas de Alemania, Países Bajos, Flandes y Norte de Francia. En el Sur, sólo en Italia, rica en mercaderes y banqueros, se produce un hecho similar. Pero sobre el gusto por la objetividad de lo norteño destaca el deseo de ennoblecimiento clasicista del retrato italiano, que busca en los recuerdos de la Antigüedad los modelos y simbología a seguir. No así en la Península Ibérica, todavía preocupada, tras ocho siglos de dominación islámica, por su falta de identidad y por una heterogeneidad cultural que no ha sufrido -ni gozado- ningún otro territorio en Europa. Ya en los siglos XVI y XVII podríamos considerar una nueva motivación teniendo como objetivo el retrato, no sólo en el área noble sino también en la burguesa. El retrato, además de otros usos, puede también convertirse en tarjeta de presentación. No olvidemos que el período cronológico que abarca los dos siglos es, en el ambiente europeo, una secuencia plagada de guerras, paces, matrimonios de interés entre dinastías distintas de diferentes países y de una febril actividad diplomática. Nada mejor que un buen retrato para comercializar a una infanta o a un delfín en oferta matrimonial. Soberanos y príncipes se intercambiaban retratos como signo de amistad y fidelidad política, aunque con frecuencia ambas fueran efímeras. En el área burguesa este tipo de pintura o escultura se hace progresivamente menos frecuente, si exceptuamos Flandes y los Países Bajos en donde existe una riqueza relativamente saneada hasta mediados del siglo XVIII. En otras partes es muy oneroso costearse un retrato de Tiziano, Moro, Rubens o Van Dyck fuera del ámbito principesco. Solamente los humanistas más destacados acceden a este tipo de representación y, casi siempre, a través de una amistad personal con el artista. Es el caso, en el siglo XVI flamenco, de los retratos de Erasmo de Rotterdam o Tomás Moro, de Quentyn Metsys, o los de Baltasar de Castiglione o Aretino en Italia, por citar algunos ejemplos entre muchos. Convendría resaltar alguna diferencia más entre el Norte y la Península Ibérica en lo que al retrato se refiere. En el Norte, casi todos los artistas, educados en una tradición técnica casi miniaturística y en una observación muy minuciosa de la naturaleza, humana o no, pueden ser excelentes retratistas aunque su actividad predominante sea la composición histórica o la representación religiosa. Idéntica objetividad se aplica con el mismo éxito a unos temas y a otros. En la Península Ibérica no todos los artistas especializados en grandes composiciones son capaces de afrontar el retrato con fortuna, y aquellos cuya obra se centra específicamente en el retrato son narradores de muy limitado ingenio. Excelentes pintores de aquí, como Sánchez Coello que representa el culmen del retrato español del siglo XVI, ofrece mucha menos relevancia al acometer tareas de carácter religioso o narrativo. No ocurre así en Italia, donde artistas como Tiziano, son capaces de afrontar ambas temáticas con idéntico acierto. Es el caso, ya en el siglo mi, de un Rubens en Flandes o de un Velázquez en España. Antes de terminar estas consideraciones generales, conviene limitar una valoración con frecuencia proyectada hacia los mejores retratistas de todas las épocas. Un comentario sobre cualquier retrato suele concluir con el tópico más difundido en este campo artístico: la captación psicológica del retratado por el retratante. Ningún pintor o escultor de retratos ha presumido nunca de psicólogo, primero porque no existían tales conocimientos en la época que nos interesa y, en segundo lugar, porque no los necesitaban. Un buen retratista ha de ser un hábil observador y lo suficientemente eficaz para reproducir con justeza lo que su ojo advierte. Pensemos también que muchas veces el artista ni siquiera ha visto al retratado al natural, sólo a través de miniaturas o camafeos. Descartemos, por tanto, especiales aptitudes psicoanalíticas en artistas que se limitan, con mayor o menor minuciosidad o acierto, a reflejar lo que ven. Cuando advertimos un rictus de soberbia en unos labios, no es una interpretación del pintor: simplemente el rictus está ahí. Si vislumbramos un brillo de malignidad, de tristeza o de lujuria en unos ojos, no los pone el artista: están en esos ojos, y no en la perspicacia del que observa. Pudiera ser que el rostro fuera el espejo del alma. El artista se limitaría entonces a reproducir ese reflejo. Se habla por ilustrar de algún modo lo que creo, aunque no venga muy al caso, que un retratista como Goya se dejaba llevar por sus simpatías o antipatías personales a la hora de realizar una efigie. Con frecuencia se ponen como ejemplo retratos como el de la duquesa de Chinchón o el de Carlos IV y tantos otros. No cabe duda de que estos retratos revelan fisonomías y emociones muy distintas. Lo que aquellos evidencian de nobleza, inteligencia o ternura, se trota en éstos en fealdad, estolidez y zafiedad. Pero creo que Goya no se dejaba llevar por personales apasionamientos. Era simplemente objetivo con lo que veía, que es exactamente lo que debe hacer un buen retratista. Cierto es que hay momentos, sobre todo desde mediados del siglo XVI hasta principios del XVII, en que el retrato adquiere formas tan extravagantes, donde sí se podría intuir una voluntaria participación del artista. Me refiero a los sorprendentes retratos de Arcimboldo, ejecutados a base de acumulación de objetos más o menos simbólicos y con toda minuciosidad, o a los retratos anamórficos. Estos últimos, pese a lo que pudiera parecer, no suponen más de imaginación o fantasía que de conocimiento de óptica y perspectiva. La realidad distorsionada hasta la abstracción y recuperada en toda su entidad mediante trucos visuales, no es más que un ingenioso espejismo. Sospecho que casi todo, entre el siglo XVI y el XVII, lo era. Este tipo de divertimento no tiene eco en la Península, donde, por razones obvias, ni príncipes, ni nobles, ni clérigos encuentran en ese momento motivo alguno para sentirse proclives a la diversión. No así en cortes centroeuropeas, como la de Rodolfo II en Praga, donde también trabaja Arcímboldo, en las que el erotismo y la fantasía poética producen especímenes verdaderamente representativos del Manierismo más característico. En España, una vez afirmada su identidad nacional -es difícil imaginar a qué precio- y conjurada la dominación árabe a fines del siglo XV, se produce un fortalecimiento de la Corona y un debilitamiento de la nobleza a ella vinculada. La nobleza española, a diferencia de la italiana o la flamenca no procede del comercio o la banca, sino de hazañas guerreras por mar y tierra durante ocho siglos de presencia musulmana. La sangría económica que durante el siglo XVI suponen las constantes guerras europeas y mediterráneas de Carlos V y Felipe II en beneficio de los prestamistas genoveses (muchos de ellos ennoblecidos por su potencial económico), dio al traste con casi toda la hipotética riqueza americana. Impidió que la nobleza dispusiese de bienes saneados, que existiese una burguesía en sentido estricto y que el pueblo llano despegase económicamente del ras del suelo. No hay, por tanto, en el panorama del siglo XVI español nada que propicie la creación artística fuera del mecenazgo de la Corona y de la Iglesia. Han de considerarse algunas excepciones, como ya advertiremos, pero el retrato propiamente dicho tardará en producirse y, cuando lo hace se limita exclusivamente al ámbito áulico y al eclesiástico. De todos es sabido el gusto de los Católicos Reyes por la forma de hacer a la flamenca, aunque en la colección de la Reina Isabel figure algún Botticelli. Posteriormente, pese al origen gantés de Carlos V, el gusto del Emperador se decantó hacia lo italiano, hacia la generalizada paganía y las poesías de carácter mitológico pobladas de desnudos, de símbolos y de segundas intenciones, difícilmente comprensibles en la Corte Imperial de Toledo y mucho menos en la de Madrid de Felipe II o en El Escorial. Felipe supone un retorno al gusto flamenco. Fue él quien mandó copiar a Miguel Coxcie el retablo de la Adoración del Cordero Místico, de los hermanos Van Eyck en la catedral de Gante, ya que no pudo hacerse con el original, y quien adquirió los enigmáticos Boscos de que hoy disfrutamos. En resumen, al menos durante la primera mitad del siglo XVI coexisten las tendencias flamencas e italianas en fructífero contubernio con el realismo castizo que habitualmente se atribuye a la pintura española. El persistente goticismo a la flamenca, en torno a 1.500, se ve pronto invadido por sugerencias a la italiana que importan, muy tempranamente, artistas como Berruguete en Castilla, o Yáñez de la Almedina y Fernando de los Llanos en Levante. El primero, tras su experiencia italiana, sienta las bases del futuro retrato español del siglo XVI, pese a que no es el retrato moneda común entre los artistas españoles de esta primera mitad del siglo.
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Pero esos cincuenta años, entre el 80 y el 30, no son una era dichosa para los nobiles romanos, los Junios, los Fabios, los Valerios... Las figuras de los jefes militares -dinastas, como los llamarán los historiadores griegos-, Sila, Pompeyo y César, acaparan, hasta la muerte de este último en el 44, el escenario de la historia, imponiendo sus nombres a los períodos de sus hegemonías, como las familias nobles habían hecho en tiempos más felices para ellas. Pero no nos engañemos: agradezcamos las magníficas galerías de retratos escultóricos que su nostalgia del pasado ha hecho llegar a nosotros. Algunos de estos retratos corresponden, en efecto, a grandes hombres, tanto si sabemos identificarlos como si no (los Escipiones, los Metelos, los Gracos, Livio Druso, Mario, Sila... deben de estar entre ellos, pues nos consta la existencia de muchos retratos de cualquiera de los dichos, pero por desgracia no tenemos documentos para atribuírselos); otros, a descendientes de aquéllos, sólo respetables por su orgullo familiar y la conservación de sus nombres; otros, en fin, meras nulidades que el vendaval del tiempo ha borrado de sus anales. "De un total de seiscientos senadores, se pueden identificar los nombres de unos cuatrocientos, oscuros muchos de ellos o conocidos por casualidad. El resto no ha dejado huellas de su actividad o de su renombre..." (R. Syme). A los fatídicos Idus de Marzo del 44 sucede la sangría de las grandes casas, consumada en Filipos, y después la avalancha de supervivientes, ansiosos de una parcela del poder, del Segundo Triunvirato. A efectos de la retratística, esta época no es menos interesante que la otra. Insistamos en que el retrato romano del ocaso de la República es creación de la ciudad de Roma, una toma de posición frente al helenismo. El acento local del retrato itálico se desvanece, y en su lugar se encuentra un empaque universal que es la expresión de aquella distinguida minoría que Polibio conoció en Roma hacia el año 150 y a la que no vaciló en calificar de los reyes del mundo. Fue, en efecto, la creación más importante frente a la escultura griega, la que ofrece mayor diversidad y acierta a descubrir y realizar posibilidades no vistas por los griegos, un verdadero enriquecimiento del mundo artístico. Italia lo comprendió y aceptó inmediatamente. Una ciudad etrusca, independiente aún y que mantenía vigentes su lengua y su alfabeto, levanta a un Aulo Metelo de la aristocracia local una de las estatuas antiguas más célebres hoy en día, el Arringatore (Orador), y hace de ella una muestra ejemplar de retrato puramente romano de época de Sila. Ha dado comienzo, pues, el segundo acto de la representación del retrato individual, creado ex nono por los griegos en el siglo IV. Hubieron de pasar dos siglos largos para que este segundo acto comenzase. Hizo falta, primero, que una corriente de helenismo inundase Roma e Italia, como lo hizo tras la incorporación al Imperio del reino de los Atálidas, y la inmigración de grandes cuadrillas de escultores pergaménicos condenados a la inacción en su patria. El impacto es manifiesto en todos los terrenos (terracotas de frontones, relieves, etc.) y también en el retrato. Pero justamente aquí, Roma tenía su tradición y sus propias ideas al respecto, y no consintió que como tantas veces en el pasado, un retrato romano pudiese confundirse con uno griego. Como en las imagines maiorum, el rostro había de ser la crónica de una vida, no un ideal, ni un héroe, ni un tipo, ni un presente; había de ser un individuo en su inconfundible condición de único, la epifanía de un hombre concreto, aunque el papel realizado por él en este mundo no se adivinase con tanta facilidad como en un retrato griego. El modelo romano se impone al artista sin darle margen a la interpretación; la mirada de éste se quiebra en la coraza de la fisonomía. No aspira el retrato a perpetuar el semblante del hombre en su plenitud de años, de salud y de fuerza, cuando el cutis es aún lozano y la dentadura y el cabello están enteros; queden para los griegos esas frivolidades. Al romano le interesa el pasado puro en cualquier momento en que haya alcanzado su fin, de niño, de joven o de viejo. El retrato no eleva al sujeto a la cumbre de una existencia mítica, sino al lomo del pasado, a un momento de la historia. El contraste no puede ser mayor: los retratos romanos no son como astros que fulgen en el firmamento, allá muy por encima de nuestras cabezas -un Pericles, un Sófocles, amados de los dioses o de las musas-; no son verdades intemporales, sino nuestros compañeros de fatigas, habitantes del mismo mundo duro y real en que nosotros habitamos. Como una crónica veraz y sincera, recoge el retrato los efectos que los avatares de la vida y del tiempo han ido produciendo en el rostro individual; no trata como el griego de imponer, con su fuerza interna, su faz al mundo, sino que se deja modelar por ésta en resignada pasividad. El romano gusta de respirar el aire de la historia, donde se hacen sentir el paso del tiempo y las mudanzas consiguientes. Luchas, pasiones, éxitos, fracasos, van dejando en el rostro su huella inexorable. De ahí su preferencia por retratos de viejos, verdaderas ruinas humanas, biografías sin páginas en blanco. En favor de este argumento preferencial, y en contra de quienes atribuyen un peso abrumador a las imagines, hay que recordar que los retratos de jóvenes republicanos son escasísimos, y huelga decir que no todos llegaban a viejos. Al lado del retrato aristocrático, creado y controlado por y para las gentes maiores, había otro más popular y propio de las necrópolis, inspirado de lejos en aquél. Las adaptaciones se hacen muchas veces en relieves y en grupos de dos, tres o más miembros de una misma familia, libertos muchas veces, o miembros de familias mixtas (por razones económicas y por mayor sumisión de las esclavas y libertas, a finales de la República los matrimonios de libres y libertos se generalizaron tanto que el Estado llegó a tomar cartas en el asunto). Sin negar el valor de estos retratos, hay que decir que el suyo es un mundo de arte industrial, apegado a sus fórmulas, que sólo tardíamente se hace eco de la obra de grandes retratistas, y en material barato, caliza o mármol de escasa calidad. La mayoría de estos retratos (bustos) pertenecen a los últimos años de César, pero el género perdura en época julio-claudia.
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Ambos géneros reflejan la importancia de las exposiciones como barómetro de las oscilaciones del gusto que, en el caso concreto del retrato, recorre un curioso camino que le lleva de ser el género más abundante en la primera exposición, herencia todavía de la situación anterior, a una drástica reducción en las siguientes. Descenso recibido con entusiasmo por la crítica -como síntoma que indica un renacimiento artístico para los inteligentes, lo presenta "El Ensayo" en 1858-, que obliga al jurado a dejar desiertos los premios reglamentarios u otorgárselo, en 1862, a Campesina de las cercanías de Nápoles, Pascuccia, recusado por su propio autor, Palmaroli, alegando que lo había presentado como un cuadro de costumbres. La situación cambia significativamente con la Restauración, al combinarse el ejemplo extranjero, ratificado con la masiva presencia de retratos en la sección extranjera de la Exposición Internacional de 1892, con el deseo de figurar propio de la alta burguesía, provocando la consideración social del retrato -"La fotografía es el retrato democrático y el cuadro al óleo esencialmente aristocrático", se puede leer en un "Blanco y Negro" de 1892- y la reconsideración de su mérito artístico, presentándolo como el doctorado de la pintura. El ascenso fue tan raudo como lo había sido la decadencia y, ya en 1895, alcanza la cifra record de 182 obras, de ellas 14 de Martínez Cubells y 11 de Sorolla. Ascenso avalado por las dos primeras medallas de Pinazo en 1897, 1899, además de la nominación en 1895, y por los artículos y comentarios especiales, cuando anteriormente apenas si se le dedicaba unas líneas al final de la relación general de las obras. Igual suerte corre la pintura de flores. De ser el género más desprestigiado, propio de aficionadas, calificado despectivamente como de "boudoir", pasa a compartir con el retrato la primera medalla, en 1897, gracias a Flores y frutas, de Sebastián Gessa Arias. Salto debido al decorativismo y refinamiento estético fin de siglo -significativamente Gessa y Pinazo logran sus triunfos después de varias participaciones, y a una edad mucho más avanzada, 60 y 50 años, que los ganadores con pintura de historia-, corroborado por la apertura de una nueva sección en los certámenes nacionales, la de Artes decorativas. Con todo, ni éstas ni aquellas contaban con la unanimidad del retrato, pues, mientras algunos críticos rechazaban esta innovación -"Las exposiciones de Bellas Artes no deben ser más que exposiciones de obras pictóricas, escultóricas y arquitectónicas", se argumenta desde "La Ilustración Española y Americana"- otros, añorando la pintura de mensaje, reclamaban: "¡Ideas, ideas, ideas! Pues es sabido que toda obra de arte, además de la emoción estética debe llegar al alma. Las que sólo inspiran el interés de la contemplación, aunque estén magistralmente ejecutadas, no son obras completas; o, a lo más, constituyen una variante secundaria". Petición formulada desde el republicano "El País", en 1897, que, por coincidir con las vertidas desde los medios conservadores, anticipan, con claridad meridiana, la reacción generalizada del mundo artístico español contra las vanguardias.
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La actividad artística durante el Quattrocento se mueve en el marco derivado de las nuevas funciones que asume la obra de arte y el papel preponderante que desempeñan los mecenas. Por ello, era lógico que, además de los programas artísticos orientados a establecer una imagen visual que prestigiase a los comitentes, surgiesen nuevos géneros o modalidades de otros -ya existentes orientados a la exaltación del individuo. La aparición del retrato, por ejemplo, se halla unida íntimamente a estas exigencias. Lo cual explica que, en ambientes sociales distintos pero en los que se ha producido una transformación similar, como es el caso de Italia y Flandes, el retrato haga su aparición simultáneamente, aunque, desde un punto de vista formal, sigan tendencias diferentes. El retrato tiene uno de sus puntos de partida en la figura del donante, introducida en el escenario sagrado de las pinturas y esculturas de carácter religioso. Aspecto que seguirá durante mucho tiempo después de que el retrato, como género de pintura autónomo, hiciera su aparición. Como en La Trinidad de Masaccio las figuras de los donantes continúan siendo una representación obligada para determinadas obras si bien sin ser tratadas con una escala menor como por razones de jerarquías habían venido siendo representados. En este sentido, la aparición del retrato no se produjo solamente como consecuencia de una desvinculación del espacio sagrado en que se representaba al donante, sino como una exigencia del individuo de concretar su presencia en el tiempo y de permanecer en la Historia. En este sentido, algunos de los primeros retratos como el de Juan el Bueno no supusieron tanto una novedad con respecto a los problemas específicos del retrato, habida cuenta que existía escasa diferencia con los retratos de los donantes, sino por lo que suponía su aparición como género pictórico. A partir de entonces, el retrato sólo dependía para existir de sí mismo, fijando sus propias leyes y tipologías. En la pintura flamenca los primeros retratos, como El hombre del turbante rojo, de Jan van Eyck (Londres, National Gallery), muestran ya resueltos todos los problemas específicos del género: concreción de la imagen del personaje, tipología y modelo, relación de parecido. Sin embargo, en el caso italiano el problema del retrato resulta mucho más complejo. El primer retrato, el Retrato de joven (Chambéry, Museo de Bellas Artes), atribuido a Uccello y Masaccio y realizado hacia 1430, muestra al personaje de perfil. Este tipo de retrato, que cuenta con precedentes medievales, surge motivado más por problemas derivados del nuevo sistema político que con la continuidad de una tipología preexistente. Además de permitir lograr un retrato, sin la concreción de un retrato de tres cuerpos, la posición de la figura permitía establecer una dimensión puramente formal.