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El obispo Alonso de Cartagena, hijo de converso, humanista medieval, se cuidó de crear una capilla propia de enterramiento y, finalmente, parece haber encargado para ella un sepulcro monumental que ha llegado hasta nosotros. Sin precedentes conocidos en el ámbito burgalés y con semejanzas en obras de Gil de Silóe, ha sido estudiado con dudas sobre si lo que hoy poseemos es la obra que existía a la muerte del prelado o se trata de otro encargado por sus parientes posteriormente. El tratamiento de las telas en las ricas ropas sacerdotales, o ciertas figurillas sobre los frentes del sarcófago, traen a la memoria el quehacer de Silóe. Por ello, se han barajado diversas posibilidades que no excluyen una participación suya, que sería la primera en la ciudad. Las semejanzas, no obstante, no han de hacer olvidar las diferencias, sobre todo de calidad en las ropas obispales. Seguramente estamos ante una obra realizada por un desconocido maestro que tuvo como ayudante distinguido a Gil. Pero, con todo, la primera obra de la que no deben existir dudas es el retablo de la capilla funeraria levantada por orden del obispo Luis de Acuña a partir de 1477, resueltos sus problemas con los Reyes Católicos y en momentos de cierto entendimiento con el cabildo. Por lo dicho anteriormente, debió recibir el encargo no después de 1483 y casi con seguridad algún tiempo antes. No conociendo del obispo una actividad viajera similar a la de Alonso de Cartagena o Diego de Anaya, de Salamanca, y menos aún en los años que siguieron a la toma del poder por parte de Isabel la Católica, en que estuvo casi recluido en su residencia de las afueras de Burgos, sólo es creíble que entonces conociera a Gil en esta ciudad, á, través de algo realizado anteriormente, como el citado sepulcro ayudando a otro maestro. Se le pidió un gran retablo, aunque de inferiores dimensiones a las que presenta hoy. Si bien fábricas de estas características existían en otros lugares y también debían alcanzar dimensiones considerables algunas burgalesas de pintura, no parece haber precedentes en la talla de madera. Al lado de Gil estaba Diego de la Cruz, un pintor que era vecino de Burgos, al menos desde 1482. Va a ser su colaborador tantas veces como el contrato se refiera a una obra en madera policromada. Fue quizá el pintor más activo en la ciudad castellana por entonces o, al menos, uno de los más activos, demostrando su presencia la importancia que tenía el complemento del color en esta clase de obras. En nuestro caso, por desgracia, una desafortunada restauración bien intencionada del siglo XIX ha enmascarado una buena parte del original con una gama cromática totalmente inapropiada. En 1492 se nos dice que el obispo tuvo la intención de ampliar por los lados el conjunto, estando dispuesto a destinar una cantidad muy apreciable para que ello se llevara a buen fin. No sabemos en qué consistió, pero debió ser el mismo equipo el que lo llevó a cabo. Comprometido entonces en dos obras maestras, los sepulcros de Juan II y el infante Alfonso, debió dar Gil los modelos y dejar la mayor parte del trabajo en manos del taller. Se puede suponer que son los haces de figuras apretadas en torno a los pilares extremos, así como la Crucifixión de la zona superior el resultado de tal ampliación. No modificó, de ser así, lo esencial de las líneas iniciales. Se había concebido dividido en tres grandes calles, de las que la central estaba ocupada por los elementos esenciales en cuanto a la temática. En la zona baja está la gigantesca y soberbia figura de Jesé echado, de cuyo vientre surge lo que se conoce como su árbol, siguiendo una frase de Isaías. Es la genealogía de Jesús y María, un tema utilizado desde el siglo XII, para ensalzar, según los casos, a cualquiera de ellos preferentemente a ella. En la segunda mitad del XV vuelve a recobrarse en contextos muy diferentes, que van desde el interior de la Puerta de los Leones en la catedral de Toledo, algo anterior, al sepulcro del canónigo Juan de Grado en la catedral de Zamora, algo más tardío. Gil ha dispuesto el árbol de modo que se bifurque en dos amplias ramas que envuelven un a modo de tabernáculo. Las ramas secundarias se abren en flores de las que brotan los reyes de la genealogía real de Jesús. El tabernáculo lo ocupa el abrazo de Joaquín y Ana ante la Puerta Dorada de Jerusalén, aquí inexistente. Las ramas vuelven a cerrarse arriba de modo que todo concluya sobre una plataforma cuyo centro ocupa una excelente Virgen con el Niño, flanqueada por la iglesia y la sinagoga, personalizadas en figuras femeninas, de acuerdo con una tradición de nuevo recuperada que nos lleva a varios siglos antes. Es la línea temática vertebral, en la que se pone énfasis en la Virgen, tanto a través de su genealogía real como al pronunciarse probablemente sobre su inmaculada concepción manifestada después del encuentro entre sus padres. Es un asunto que preocupa entonces y divide a la propia Iglesia, que discute el asunto incluso con violencia. En todo esto las imágenes están concebidas prácticamente como esculturas exentas que se fijan siempre sobre un fondo neutro. De este modo no se exige una maquinaria de carpintería compleja, sino que únicamente se busca asegurar las piezas sobre el muro. Otro tanto sucede con los doseles superiores o cualquier elemento arquitectónico de enmarcamiento. Estamos ante un tipo de estructura de extrema sencillez, ajena a la de los retablos pintados o a la que concebirá el mismo artista más tarde en Miraflores. En los laterales hay seis relieves. Los cuatro superiores completan más o menos anecdóticamente la idea que cristaliza en el Abrazo. Se trata de la historia de Joaquín y Ana: Expulsión del templo, Revelación del ángel a Joaquín (aquí vendría el Abrazo), Nacimiento de la Virgen y su Presentación en el Templo. Los otros dos son distintos de concepto. A la derecha, un santo cazador se arrodilla ante un ciervo en cuya cornamenta se ve un Crucifijo. Es san Eustaquio o san Humberto. En el lado contrario está el obispo arrodillado, vestido con todos los distintivos de tal dignidad. Uno de sus ayudantes le presenta un libro. Podría tratarse de Fernando Díaz de Fuentepelayo, que se hace enterrar en la entrada de la capilla y fue su hombre de confianza hasta que murió. Se repiten los rasgos del retrato funerario en líneas generales. Tras el prelado, en pie, el mismo santo cazador nimbado coloca su mano sobre él, en signo de protección. Lleva dos pequeños perros atados con una correa. Es curioso que el retrato del donante esté colocado de modo que no se dirige a la Virgen, sino bien a Jesé o al Abrazo, tal vez señal de un compromiso más firme con un asunto tan delicado. En cuanto al santo, es probable que se trate de san Humberto. La historia que aquí se narra está calcada de la de san Eustaquio, pero es en el siglo XV cuando se incorpora a la leyenda del otro santo, cuya popularidad aumenta, como patrono de los cazadores, protector de los perros de caza y santo caballero. Habría que añadir aquí la hipótesis de una aproximación mayor entre él y el obispo (Gómez Bárcena). El encuentro con el ciervo el Viernes Santo le lleva a abrazar el estado religioso, muriendo su esposa poco después. Más adelante será elegido obispo y morirá como tal. Luis de Acuña estuvo casado y tuvo hijos de su matrimonio. A la muerte de su mujer entró en la Iglesia y alcanzó el episcopado. El tratamiento del relieve es muy distinto y menos afortunado que el de las grandes figuras casi exentas. Formado en los ámbitos del norte de Europa, no incorpora nada de lo que entonces constituía el relieve pictórico italiano desarrollado por Ghiberti y, sobre todo, Donatello. La perspectiva se va hacia arriba y hay ciertos desajustes propios del lenguaje utilizado allí. No obstante es interesante la Presentación de la Virgen en el Templo y no están exentos de interés los restantes escenarios. El bancal o predella reserva alguna sorpresa. Pertenecen a la escuela de Gil evangelistas y apóstoles, mientras es muy distinto el grupo del Cristo resucitado, como si se hubiera dejado en manos de algún colaborador que no había asimilado las fórmulas de taller como los otros. Numerosos grupos de santos se arraciman en diversas zonas de los pilares divisorios. La Crucifixión de la cima presenta un Cristo difícil de definir, que, bien ha sido retocado en tiempos posteriores, bien no pertenece a la época de Gil. Estamos ante una obra monumental de gran efecto, que hubo de causar gran impresión en la medida en que no existía algo que la anunciara. En la mayor parte de las esculturas es patente la presencia de un único autor, que mantiene un nivel de calidad uniforme. Pero en los grupos de pequeños santos y todo el bancal disminuye la calidad e incluso se diría que trabajan otros tallistas. En el pasado se supuso que las diferencias observadas en las obras en madera se debían a la colaboración de Diego de la Cruz (Wethey), pero hoy se conoce la personalidad artística de este pintor y hay que buscar otras soluciones. Desde luego, si se trata de la obra que elevó su fama en Burgos y su entorno al punto que le llevará a recibir encargos de los promotores más elevados, hubo de realizarse en un momento en que el taller no tenía la organización que alcanzará más tarde, por tanto es él el principal autor de todo. Muy distinto es que tratemos de ver si se realizó la ampliación anunciada en 1492 y qué alcance tuvo. Por entonces estaba terminando los grandes sepulcros y con seguridad tenía a su disposición un taller bien organizado. Es muy fácil creer que intervino solamente en el diseño general de la transformación, en el de los personajes necesarios y poco más. Esto explicaría la rareza del Cristo muerto, etcétera. Luis de Acuña tuvo maneras de gran señor debido a diversos motivos, que incluyen el deseo de mostrar su generosidad después de una etapa de relaciones políticas y religiosas difíciles. La situación de sus armas sobre las soberbias puertas de madera de cierre de la portada de paso del transepto al claustro indica que a él se deben como donación. Cada batiente se divide en dos pisos, ocupando el inferior un santo (Pedro y Pablo) monumental, pero bastante desgastado. En el superior están la Entrada a Jerusalén y el Quebrantamiento de los Infiernos. El primero especialmente está bien resuelto compositivamente; incluso se diría que mejor que algunos relieves documentados de Silóe, pero se asemeja bastante estilísticamente a sus obras. Podría haber sido realizado por un gran discípulo del escultor o por el taller de éste antes de 1496, año de muerte del obispo.
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El 1 de mayo de 1509, Damián Forment contrató en Zaragoza el pie del retablo mayor de la iglesia de Santa María la Mayor y del Pilar. Desconocemos cómo pudo quedarse con una obra tan importante un forastero, teniendo presente que, en 1508, Gil Morlanes el Viejo pretendió, en compañía del imaginero Juan de Palacio y del entallador Luis de Segura, contratar el retablo. Acaso el vínculo del escultor valenciano con la capital aragonesa fuese a través de los duques de Gandía, pues en 1508 se habían firmado las capitulaciones matrimoniales entre doña Juana de Aragón, hija del arzobispo de Zaragoza, don Alonso de Aragón, con don Juan de Borja, heredero del ducado de Gandía. No se debe olvidar tampoco que el prelado, hijo de Fernando el Católico, acumulaba la dignidad de arzobispo de Valencia. En esta línea de hipótesis quiero apuntar que es posible el envío por parte de Forment, antes de su traslado a Zaragoza, de alguna muestra al prior de la iglesia de Santa María la Mayor de Zaragoza, don Pedro Zapata, muy vinculado, por otra parte, a la figura de don Alonso. El retablo del Pilar es una de las piezas escultóricas capitales del Renacimiento español. De la obra se hicieron primero el sotobanco y el banco (1509-1512) y, una vez asentada esa parte, se comenzaría a trabajar en el cuerpo (1512-1518). En la escritura se especifica claramente que el retablo del Pilar sea tan bueno y mejor que el de la Seo, fijándose el precio de la obra del pie en la elevada suma de 1.200 ducados de oro. En 1510 se derribaba el retablo antiguo, que bien pudiera ser el iniciado en 1484, cuyo autor se ha identificado erróneamente con su promotor, Miguel Gilbert. En mayo de 1512, la obra de Forment se tasa por sus compañeros de profesión Gil Morlanes el Viejo y Juan Salazar, cumpliéndose así el plazo fijado en la capitulación. En la policromía de esta parte interviene el pintor Pedro de Aponte. El 8 de marzo de ese mismo año, Forment contrataba el cuerpo del retablo de alabastro de Escatrón (Zaragoza), lo mismo que el del pie, con las polseras de madera. El precio para esta parte era de 3.200 ducados de oro. Una obra de esta envergadura y tal costo conllevó no sólo una potente inversión financiera por parte del cabildo de Santa María del Pilar, sino también ayudas económicas múltiples y constantes, entre las que se encuentran los donativos del rey Fernando el Católico y de su esposa Germana de Foix, o los de otras personalidades del entorno real, como Beatriz de Lanuza y Pimentel, virreina de Sicilia y el vicecanciller Antonio Agustín. La ejecución material del retablo implicó contar con un equipo de artífices diversos y muy peritos, dirigidos por Forment, maestro mayor y principal de la obra. Además de su hermano Onofre, estaban los aprendices y oficiales del taller, personal que se incrementará a partir de 1511, cuando el escultor vislumbre la ampliación del contrato del retablo. Entre sus colaboradores conocemos los nombres de Domingo Durrutia, Juan de Elizalde, Lucas Giraldo, Francisco de Troya, Martín Jurdán, Hernando de Arce, Juan de Callarúa, Juan de Salas, Nicolás de Shuxes o Miguel de Peñaranda, procedentes de diversas partes de España, además de aragoneses y franceses. El valenciano aplicó también el sistema de subarriendo, encargando en 1515 a Miguel Arabe, entallador en piedra, los dos tabernáculos de las calles laterales. Al fallecer Arabe, Forment volverá a contratar dos años después y con el mismo cometido a Juan de Segura. El éxito en la realización de una obra tan costosa fue posible por esta organización tan compleja del taller, que a su vez pudo funcionar gracias a la práctica del diseño. Damián Forment trazó el retablo y nos consta que como mínimo había una muestra de lienzo que estaba en la iglesia en 1515, que era la traza aprobada. Para uso del taller había otra, trazada de carbón, en una pared del obrador del escultor en 1517. El retablo comienza a colocarse en enero de 1518. Siguiendo el esquema tradicional se reparte en dos zonas, banco y cuerpo, que acusan en su diferente realización las dos etapas contractuales. En el primero y en la parte del sotabanco es donde hallamos mayor repertorio del léxico renacentista italiano (al romano), balaustres, pilastras corintias, guirnaldas, cintas, tondos, láureas, etc. Forment incluye también en esta parte los escudos del Pilar sostenidos por ángeles y los medallones con la efigie de su mujer (Jerónima Alboreda) y la suya propia, acompañada de espigas -símbolo de su apellido- y de instrumentos del oficio. El banco propiamente dicho consta de siete escenas, dedicadas a los gozos de la Virgen y se disponen de izquierda a derecha: Abrazo ante la Puerta Dorada, Anunciación, Visitación, Nacimiento, Adoración de los Reyes, Santo Entierro y Resurrección. Todas las escenas presentan la clásica venera renacentista bajo el gótico dosel, pero esta ambivalencia estilística se observa también en la composición de las escenas, tratamiento espacial y en los modelos figurativos. Si el relieve de la Anunciación está en la línea de la plástica italiana del quattrocento, el de la Resurreción está en lo opuesto, mientras que el de la Piedad presenta mezclas de los dos sistemas de representación. En las puertas laterales se localizan las impresionantes esculturas de Santiago peregrino y San Braulio obispo. La zona superior del retablo se articula a modo de gigantesco tríptico, con tres escenas: la Presentación de Jesús en el templo, la Asunción y el Nacimiento de María. Son composiciones amplias y claramente visibles, hechas prácticamente de bulto redondo más que en alto relieve, cuya monumentalidad se define por las figuras de tamaño natural, que imponen por su magnitud, por sus diferentes gestos y posturas. La densidad plástica de las imágenes presenta valores corpóreos merced a la fluidez de los vestidos, de una clara elegancia clásica. La diversidad de tratamiento entre el banco y el cuerpo se debió a que Forment tuvo en cuenta esa misma diferencia que se da en el retablo de la Seo. Sobre el grupo de la Asunción está el característico expositor de los retablos aragoneses y la figura de Dios Padre. Las tres escenas se cobijan con grandes doseles góticos. Este excepcional conjunto escultórico se completa con más de medio centenar de estatuas de alabastro de diverso tamaño, de ángeles, profetas, evangelistas, virtudes y santos, colocadas en el guardapolvo, los pilares de los dos cuerpos y en los grandes doseles del principal. Una vez asentada la obra, se convirtió de inmediato en un símbolo de calidad y riqueza, y este alto juicio se mantendrá hasta nuestros días. La realización del retablo mayor del Pilar le abre las puertas de su reconocimiento profesional en Aragón, consiguiendo otros encargos importantes en Zaragoza, en los que trabajará simultáneamente desde 1511: el retablo mayor de San Pablo, los trabajos -desaparecidos- para la capilla del secretario real Miguel Pérez de Almazán, en el claustro de la Santa Capilla, o el retablo para la capilla del impresor alemán Jorge Coci, en la iglesia del monasterio de Santa Engracia. En 1515 ya vislumbraba Forment la posibilidad de trabajar en el convento jerónimo. En cuanto al retablo mayor en madera de la parroquia zaragozana de San Pablo, lo contrató en 1511, pero hubo cambios posteriores que alargaron la obra hasta 1517, cuando comienza su policromía; y todavía en 1524 contrataba el guardapolvo. Se le puso por modelo el desaparecido retablo cesaraugustano de la iglesia de La Magdalena, lo que condicionó su estructura que es gótica. La obra presenta un banco, cuerpo de cinco calles y guardapolvo. Las escenas del banco se dedican a la Pasión de Cristo y las calles laterales a la vida de San Pablo, en la central están un Calvario y la monumental imagen del Santo titular, pieza de la gubia de Forment, mientras que el resto delata la colaboración del taller. En este esquema de trabajo masivo hay que situar el uso de las estampas de Alberto Durero para las composiciones figurativas de la obra. A comienzos de 1518 el escultor decide instalarse definitivamente en la capital aragonesa, avecindándose y comprando posteriormente unas casas en la parroquia de San Pablo. El momento era muy propicio pues se estaba planteando la renovación del mobiliario artístico en los templos zaragozanos y, además, se aguardaba la inminente llegada a Zaragoza del joven monarca Carlos I y de la corte.
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La vigilia de Navidad de 1499 se acababa de asentar el retablo mayor de la cartuja de Miraflores (Silva) completando así el presbiterio de la elegante iglesia de los Colonia y convirtiéndolo, definitivamente, en uno de los máximos puntos de referencia del último gótico europeo. Tres años antes habían dado comienzo las obras, siendo responsables de todo, una vez más, maestre Gil y Diego de la Cruz. El costo había alcanzado la notable cantidad de 1.015.613 maravedís, esto es, siete veces el de las casas que, entretanto (1498), Silóe había adquirido para propio uso. Se trata de una fábrica soberbia, que puede rechazarse desde un punto de vista purista, que inquieta y hasta desasosiega con una presencia abrumadora, pero que en modo alguno deja indiferente a quien entra en la iglesia y comienza a percibirla más allá del coro de los legos. Brilla con los oros que forman parte de la estética del gótico y de la Edad Media en general, como deseaban los parroquianos de San Esteban para el de su iglesia, mientras ante los ojos se despliega un mundo de imágenes cuya lectura exige un esfuerzo mental dominados por la altísima densidad de formas que, momentáneamente, confunde produciendo un efecto de caos donde existe un orden de rigurosa geometría. Gil de Silóe creó una forma que, una vez más, parece no tener precedentes claros en la escultura. Esquemas parciales, como los círculos inscritos en otro mayor, que es la rueda de los ángeles que rodean al Crucificado, pueden encontrarse sobre todo en la miniatura. La idea general se asemeja a un gran tapiz. En conjunto obedece a un esquema geométrico muy riguroso y fue necesario crear una estructura, mucho más complicada que la del retablo de la catedral de Burgos, como soporte de todas las imágenes. El rectángulo total se divide en dos muy claramente diferenciados. El superior se centra en la Crucifixión, donde Cristo es el eje de simetría principal. La rueda de ángeles mayor es tangente arriba y abajo y otras cuatro menores se sitúan en los ángulos, ocupadas por los evangelistas. La Cruz divide en cuatro partes la central de modo que cada una de éstas sea ocupada por nuevos círculos. En la zona inferior predominan las verticales, potenciadas por cuatro figuras de santos de considerable tamaño. La zona limitada por ellas se divide en dos pisos, con círculos en el superior y rectángulos en el inferior. Desgraciadamente, el tabernáculo original fue sustituido por otro, único punto oscuro en toda la fábrica. Por encima del nuevo hay un expositor giratorio en el que se han tallado seis escenas, de las que sólo una se muestra de acuerdo con la época del año. Se trata de Bautismo, Nacimiento, Resurrección, Ascensión, Pentecostés y Asunción de María. Temáticamente, la exaltación eucarística prima por encima de cualquier otra idea. Se han traído a colación como paralelo o inspiración poética unos versos de Ambrosio de Montesinos: "Oh, Hostia de hermosura / cuán cercada es tu figura / de los ángeles en rueda". Es indudable la relación (Tarín), tanto si se ha utilizado conscientemente, como si se trata de mera coincidencia. La monumental Crucifixión está en la misma línea y el pelicano sobre la cabeza de Cristo, además de ser figura suya en múltiples contextos contemporáneos, resalta el sentido sacrificial y soteriológico general. En estos momentos la pintura flamenca abunda en retablos donde la idea básica es la misma y la existencia de herejías o desviaciones, donde se pone en cuestión algún punto relativo a ello, provocan reacciones a las cuales no es ajeno algún prior de la misma cartuja. La abundancia de temas relacionados con la pasión, desde el prendimiento hasta el llanto por Cristo muerto, remacha idénticos conceptos. La presencia de la Trinidad es notable por su modo de representación en lo que afecta a la humanizada personalidad del Espíritu que flanquea la Cruz como el Padre. Las figuras que fundamentan la verdad cristiana se representan todas en esa zona. Primero son los citados evangelistas, pero cerca de ellos están los cuatro Padres de la Iglesia. Finalmente, se han elegido los siempre presentes Pedro y Pablo en grandes estatuas en pie en las esquinas. En el rectángulo inferior se entremezclan temas que reafirman lo dicho, comenzando por la Anunciación y Epifanía y terminando con el Prendimiento y Santa Cena, pero abundan otros complementarios, más vinculados quizás a los reyes. Así, se eligen cuatro santos concretos: Catalina, Juan el Bautista, Magdalena y Santiago el Mayor, vistos asimismo como columnas metafóricas. Además, están las armas de la Corona sostenidas por ángeles y los retratos de los monarcas en relieve, orantes acompañados de santos protectores. En obra tal es natural que la colaboración de taller sea abundante. Sin tener esto en cuenta, se ha censurado muy duramente la desigual calidad de unas partes y otras. Desde luego, la primera y mayor virtud de todo reside en el diseño general, pero además son muchos los fragmentos magistrales. Habría que destacar por encima de todo el Crucificado, uno de los más importantes y expresivos de la Edad Media hispana. Y esto es tanto más notable cuanto que sabemos en qué medida el arte de Silóe es de una solemnidad que no suele aceptar las efusiones sentimentales. La imagen es de un impresionante dramatismo, tanto en la tensión de un cuerpo monumental y lacerado, anatómicamente incorrecto, como en la cabeza doliente. Es posible que haya antecedentes, pero también aquí dejó Silóe un modelo que utilizarán otros artistas. En contraste con él, los cuatro santos de la zona baja pertenecen al mundo de la perfección distante de Silóe. La elegante Catalina, vestida con ricas ropas, no demuestra el menor gesto emocional. El soberbio Santiago el Mayor centra su atención en la lectura, ajeno a los que han de contemplarle. No es una limitación del escultor, que demuestra su capacidad expresiva en la Crucifixión, sino una voluntad de encerrar o incomunicar a los seres con su entorno, sin que queda hablar de una altivez desdeñosa. La habilidad técnica se complace en multiplicar los problemas de representación y resolverlos luego. La búsqueda de algo que está entre el contacto con la realidad inmediata en contraste con una idealización clara lleva, por ejemplo, a añadir sobre la madera pastillaje de yeso, que luego se cubre con color y sirve para marcar detalles de adorno del vestido y similares. Es un procedimiento usado ya en el retablo de la catedral de Burgos y que repetirá en el de Santa Ana de la capilla del Condestable, en el mismo lugar. Si bien la muchedumbre de santos y ángeles que pueblan distintos lugares del retablo es también de desigual calidad, es sorprendente descubrir en algunos lo que ha de ser la mano del maestro, como la pequeña santa en el extremo derecho, a la altura de san Pablo. Todo ello pone de manifiesto la continua actividad de Silóe en la más ambiciosa de sus empresas realizadas en madera.
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Los retablos desempeñan en el ámbito religioso una función muy especial que les diferencia del resto del mobiliario litúrgico, en parte debido a su emplazamiento tan privilegiado, al estar situados detrás o sobre el altar donde se realiza la Eucaristía. Hacia este lugar todos los fieles dirigen sus miradas y oraciones, por lo que también es un instrumento de estimulación religiosa con su carácter ilustrativo y pedagógico. En ocasiones, sin embargo, existieron difícultades para cumplir esta función instructiva a causa de la lejanía y las dimensiones reducidas de muchas de sus representaciones, las cuales no permitían una buena visión y una fácil lectura de todo el contenido iconográfico. Además muchos de estos retablos, con frecuencia en capillas privadas, sólo eran accesibles directamente a los miembros de la familia a la que pertenecían y, por lo tanto, la posibilidad de contemplación era limitada. A veces las emociones que sentían estos fieles derivaban sólo de la imagen o escena central que presidía el conjunto y destacaba por su mayor tamaño. Los retablos nacieron de una evolución en el arte de decorar y ennoblecer los altares, preocupación que se inicia desde los primeros tiempos cristianos. Asimismo existió a lo largo de la Edad Media cierta tradición artística al servicio de las devociones privadas, manifestada por medio de pequeños objetos fabricados en madera, marfil, metal o esmalte; la estructura y disposición de las imágenes de algunos retablos góticos monumentales se encuentra ya anunciada en estas pequeñas obras preciosas. Pero la costumbre de colocar una estructura historiada detrás del altar, retrotabulum, cuando realmente alcanzó un gran desarrollo fue durante el estilo gótico, sobre todo en el siglo XIV. El mundo de las reliquias y la proliferación de relicarios desempeñaron igualmente un papel decisivo en el desarrollo artístico y la configuración de las piezas. Así puede comprobarse fácilmente la relación existente entre los retablos, con sus portezuelas protectoras, y los receptáculos de reliquias que solían estar cerrados, impidiendo la visión de su valioso contenido, sólo accesible para los fieles en determinados días del año según el calendario litúrgico o de las festividades locales. También por su estructura los retablos-trípticos podían contemplarse abiertos o cerrados. Cerrados ofrecen una realidad, y estimulan la imaginación de los espectadores; abiertos, otra, en la que se facilita la comunicación con los fieles, en quienes suscitan sentimientos diversos. Pero ya se dijo que permanecían abiertos sólo en ciertas épocas del año litúrgico, en las grandes fiestas religiosas, fiesta del patrono de la iglesia o de una advocación muy concreta. El fulgor del oro y de la policromía contribuían entonces a acentuar el esplendor de la festividad que se conmemoraba. En este sentido resulta curioso observar que existe un contraste entre los ejemplos flamencos y los típicos españoles que permanecían siempre abiertos, ofreciendo permanentemente su riqueza estilística e iconográfica. Estas obras de arte forman parte del panorama artístico religioso de distintos países de Europa desde el final de la Edad Media. De la importancia y lo habitual de estas piezas en la vida espiritual de los siglos XV y XVI puede darnos idea el hecho de que numerosos ejemplos pictóricos de esa época incorporen la representación de un retablo-tríptico esculpido cuando reflejan el interior de un edificio religioso: retablo de los Siete Sacramentos, de Roger van der Weyden. De la misma manera, forman parte de nuestro patrimonio artístico desde principios del siglo XV -cuando comienza a ser notoria la importancia de esas piezas- incrementándose su número a lo largo del mismo, coincidiendo plenamente con el período tardogótico o época de los Reyes Católicos. Fue un momento de gran esplendor en el arte español que, además de las obras importadas de diferentes modalidades -miniaturas, tapices, pinturas y esculturas-, cuenta con la aportación de numerosos artistas foráneos, procedentes de los países del norte de Europa. Con el paso del tiempo muchos de estos artistas y sus obras se fueron hispanizando, pero, en cualquier caso, contribuyeron decisivamente a la difusión de las fórmulas que ellos mismos habían creado, o que habían adquirido en sus respectivos países de origen y simplemente aplicaban. Hemos de destacar la importancia de estas piezas esculpidas conservadas en España, porque son manifestaciones de una piedad más personal y representan lo que fue la gran demanda de una determinada clientela, eclesiástica o laica, que mostraba de esa manera sus preferencias estéticas y religiosas. Es una clientela amplia y variada que comprende desde los reyes -es conocido el interés de la reina Isabel por las manifestaciones artísticas flamencas- y los nobles hasta los burgueses enriquecidos; muchos de ellos dedicados a actividades comerciales y mercantiles, porque han viajado o viven en los países de origen de las piezas, se han formado en un gusto por el arte flamenco. Se constituyen en mecenas y compran ciertas obras -entre ellas los retablos- que formarán parte de la decoración de sus recintos familiares y privados, las capillas, generalmente de carácter funerario. La idea de la fama y del éxito social se manifiesta con claridad en dichos ámbitos en los que no suelen faltar los símbolos heráldicos -linaje de las familias- incorporados en los propios retablos, en los monumentos funerarios, o en la misma obra arquitectónica, como sucede en la capilla del Contador López de Saldaña, en la iglesia de Santa Clara de Tordesillas, Valladolid, o en la de Don Gonzalo de Illescas -capillla de San Juan Bautista- en la iglesia de El Salvador de Valladolid. De esta forma imitan y se equiparan con lo que había sido con anterioridad propio de los reyes y de la nobleza. Entre los ejemplos significativos, más antiguos y mejor conservados, destacan los retablos que el duque de Borgoña, Felipe el Atrevido, encargó a Jacques de la Baerze para la cartuja de Champmol, donde también estaban sus monumentos funerarios -actualmente todo trasladado al museo de Dijon-. El retablo de Baerze, con sus diferentes escenas compuestas por numerosos y pequeños personajes, ofrece ya el carácter pintoresco que caracterizará a gran parte de la producción posterior. A partir de un determinado momento del desarrollo de la actividad artística de los Países Bajos meridionales, las características y la calidad de su producción hicieron que su prestigio traspasara las fronteras; su arte es aceptado y se expande ante la demanda de una variada clientela. El tamaño no excesivamente grande de estas obras facilitó su traslado a los lugares más distantes. Ha podido establecerse una correspondencia entre la expansión económica de un país y la cultural, y de manera especial en relación con las artes plásticas. Existió así una correlación entre la irradiación del arte de los Países Bajos y la de la industria de los paños que fue el producto comercial exportado por excelencia a regiones muy alejadas. Allí donde llegó esta industria se observa, de modo evidente, la presencia de obras de arte. Las de los Países Bajos siguen en su expansión las rutas comerciales y, entre éstas, destacan las existentes con España. Por los puertos de Santander, Castro Urdiales o Laredo, entre otros, entraban los paños flamencos y de Brabante con destino a Castilla y, desde estas tierras, salía la lana, principal producto objeto de comercio que en gran parte era canalizado por Burgos. De esta manera la expansión del arte alcanzó tales proporciones que se convirtió en un verdadero comercio, muy bien organizado y con un gran movimiento. Los retablos podían comprarse por encargo expreso de un comitente y entonces cabía la posibilidad de que fueran obras diseñadas de manera individual, pudiendo tener una mayor calidad, perfección estilística y originalidad iconográfica, para así satisfacer los deseos de quienes las encargaban. También pueden diferenciarse porque aparecen allí incorporados los correspondientes elementos heráldicos y los donantes, que a veces están acompañados de sus santos protectores, como por ejemplo en el interesante retablo de la Pasión de Claudio Villa y Gentina Solaro (Museos Reales de Bruselas). Encargado por el banquero del Piamonte al taller de Bruselas, del que lleva las marcas, incorpora a los donantes, los cuales quedan incluidos en la compacta disposición de los personajes al pie del Calvario. Otra posibilidad es la que ofrece el retablo de los García de Salamanca (iglesia de San Lesmes de Burgos), en el que los donantes se destacan en compartimentos aislados flanqueando la escena central de la parte inferior del retablo. La modalidad de los donantes tuvo igualmente numerosos e interesantes ejemplos en la pintura flamenca. Los personajes sin ninguna timidez, pero con respeto y devoción, se incorporan en un plano casi de igualdad ante los personajes sagrados: la Virgen del Canciller Nicolás Rolin (Museo del Louvre, París), o la Virgen del Canónigo van der Paele (Stedelijke Museum, Brujas), obras de Jan van Eyck. En ocasiones los donantes son representados en dimensiones reducidas para mantener la idea de la jerarquía sagrada. Con frecuencia se ha sostenido que los patronos ejercieron gran influencia en la creación y realización de las obras de arte en el gótico final, pero en realidad, y en especial para los retablos esculpidos que nos ocupan, su papel de intervención en el proceso fue muy limitado, pues la mayor parte no responde a la idea de obra de encargo. En relación con la modalidad de las obras encargadas, resulta de gran interés para la historia del arte el hecho de conocer un contrato escrito, realizado entre el taller o el maestro y el comitente. Era ésta una práctica bastante generalizada al final de la Edad Media, aunque no sean abundantes los ejemplos documentales conservados. En ellos se especificaba una serie de exigencias en relación con la obra y, además, podían contribuir a establecer una cronología bastante precisa. Al mismo tiempo, la existencia de documentación permite comprobar ante la pieza realizada cómo los artistas no siempre cumplían de manera minuciosa lo especificado en el contrato. Era en las ferias donde se exponían, vendían y compraban las obras y se efectuaban las operaciones comerciales. En España las ferias de Medina del Campo fueron tal vez las más importantes desde el punto de vista del intercambio de productos procedentes de los Países Bajos. La municipalidad de Amberes, ciudad que se convirtió, tras la decadencia de Brujas, en el centro mundial de mercancías, ponía locales a disposición de los mercaderes y había lugares destinados especialmente a la venta de objetos de lujo y obras de arte. En el Pand de Notre-Dame estaban establecidos los mercaderes de cuadros, esculturas, grabados y libros. Este Pand había sido organizado, en 1460, por los miembros del Gremio de San Lucas, a los que se asociaron desde 1481 los miembros de la corporación de pintores de Bruselas. De esta manera se reservaban la totalidad de los emplazamientos del Pand, supervisaban toda la producción artística y prohibían la venta de obras que se hiciera fuera de este lugar. Toda esta organización exigía a los talleres producir en gran cantidad y para ello se preocuparon de racionalizar el trabajo.
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El retrato de los años de la Tetrarquía sigue la línea iniciada en el siglo III hasta sus últimas consecuencias. Sus cabezas de soldados miran al mundo fijamente con sus grandes ojos y sus semblantes adustos. Las pelambres de la cabeza y de la barba siguen exhibiendo su tosco y acostumbrado modo de hacer. Pero el naturalismo que en ellas persiste va a experimentar una crisis debida a factores varios. Uno de ellos es el frecuente empleo de un material exótico, el pórfido de Egipto, trabajado en aquel país desde los tiempos faraónicos, pero extraño a los talleres griegos y romanos por su dureza y su resistencia a la labra del cincel. Ahora, en cambio, se aprecia y cotiza no sólo para retratos oficiales, sino para vasos y otros objetos de adorno, incluso para sarcófagos. Los de Santa Helena y Santa Constanza son obras cumbres del género. Los semblantes agitados de los retratos en mármol de los tetrarcas, como el de Diocleciano, de su palacio de Nicomedia y de sus años de monarca en activo, quedan literalmente y en sentido figurado petrificados por el material en boga. Hay que contar con que los artistas fueran egipcios -en el Museo de Alejandría hay un fragmento de sarcófago como el de Santa Constanza- y que a ellos se deban los graciosos grupos de dos augustos o césares dándose el abrazo de la concordia en Venecia y en el Vaticano. Los estudiosos del retrato hablan de serenización de los rostros y también de geometrización. Esto respondía naturalmente a algo más que a los efectos del uso frecuente de un material intratable; respondía a un nuevo concepto del hombre y de su destino en este mundo y en el otro. Una cabeza varonil de la Gliptoteca Ny Carlsberg de Copenhague pudiera representar a Constantino como él era de joven, taimado e implacable, con la mirada ligeramente sesgada y la barba picada al modo tetrárquico. Pero ese modo de hacer no respondía ni al absolutismo ni a la divina maiestas propugnados por él en su madurez. En gran parte de sus retratos se impone un clasicismo que aspira a ser el de Augusto sin que por ello alcance la meta propuesta. Los más interesantes, sin embargo, están hechos bajo un signo nuevo en el arte romano, de un expresionismo sin paliativos. Dos ejemplares espléndidos y colosales los dos -uno en mármol y otro en bronce- están hoy en el Palacio de los Conservadores de Roma. El primero de ellos presidía desde el ábside de la cabecera primitiva la Basílica de Majencio y formaba parte de una estatua acrolítica de la que se conservan partes, una de ellas, la mano derecha, tan elocuente como la cabeza. El mármol es pentélico, lo que sugiere la posibilidad de que también la labra fuese de Atenas. La cabeza no es de este mundo ni es la de un hombre, sino la de alguien que está muy por encima de los hombres, un tipo nuevo, decía Kaschnitz, tan decisivo para su tiempo como la cabeza de león, y de ojos mirando al cielo, de Alejandro Magno lo había sido para el suyo; serio, inaccesible. Sobre la expresión, concentrada en los ojos, el pelo forma un casquete ornamental más parecido a una gorra de lana que a una cabellera de hombre, y es de suponer que le falte la corona que era su natural complemento. La estatua debió de ser erigida poco después del 312, fecha de la entrada triunfal en Roma. En su mano derecha hay que imaginar el cetro rematado por la cruz, como sugieren un pasaje de la "Historia eclesiástica" de Eusebio y el múltiplo argénteo conservado en Munich. El otro coloso de Constantino es de bronce y su expresión está también concentrada en los ojos, aquí orlados del marco decorativo de unas cejas prominentes, bajo el dosel del flequillo artificioso. El efecto ornamental es mucho más intenso que el de la cabeza de mármol. Su mano derecha, conservada también, sostiene el globo. El coloso fue erigido después del año 330, en que el emperador celebró el trigésimo aniversario de su coronación. Su fisonomía coincide con la de las monedas de aquellos años. La estereometría vuelve a hacer acto de presencia como si el retrato quisiese evocar sus raíces itálicas solamente. La osificación del semblante enmarcado en su peinado ornamental, tanto de hombres como de mujeres, se mantiene hasta mediados de siglo por lo menos. Constancio II permanece fiel a la iconografía paterna. Otra cosa es la época de Teodosio: las cabezas cúbicas son reemplazadas por las delgadas y largas; las carnes recuperan su blandura natural. Muchos retratos recuerdan a los cortesanos de Teodosio reunidos en el pedestal de su obelisco, muestras de un clasicismo menos rígido, más relajado que el constantiniano. El clasicismo no acaba nunca, si se entiende como un arte cuyas formas evocan el pasado. Para hacerlo, basta con disponer de un buen modelo y atenerse a él. Gran parte del arte cortesano: los mosaicos del pavimento del palacio imperial de Bizancio, los dípticos de marfil, los relieves de piedra y de metal, lo restablecen cuando quieren. La mejor estatua teodosiana de que disponemos es la de Valentiniano II (383-392) del Museo de Estambul. A su lado se encontraba otra de Arcadio, según las inscripciones de ambas. El lugar en que se hallaban expuestas era las termas de Afrodisias, escuela de escultores de primera fila desde tiempos de Adriano. La estatua nos resarce de tantas pérdidas experimentadas por la Roma de Oriente ofreciéndonos una buena muestra del retrato oficial teodosiano, susceptible de convivir, como revelan los ejemplares del Museo de Tesalónica, con otros más expresionistas. En este retrato sólo los ojos y la boca están nítidamente dibujados como vehículos de expresión de una cabeza grande y plana. Una diadema, de dos sartas paralelas de grandes perlas, ciñe el casquete de la cabellera. La túnica de mangas y la dalmática, esmeradamente plegadas, dan el tono formalista como conviene a la majestad imperial. El dorso, destinado a no ser visto, es en cambio plano y anodino. Las destrucciones en cadena sufridas por Constantinopla a lo largo de su accidentada historia impiden hacerse idea cabal de los esplendores de la Nueva Roma constantiniana y teodosiana. Retratos y relieves históricos fueron trasplantados de la Roma del oeste a la del este sin que se hayan apenas conservado.
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En relación con esta fijación para la historia de una realidad de la que sentirse orgulloso, podemos considerar el auge experimentado por el retrato en Venecia. El mismo Gentile Bellini fue tan buen retratista que, entre 1479 y 1480, estuvo en Constantinopla en calidad de tal, al servicio de Mahomet II. En los retratos de los gobernantes venecianos se pasó del retrato de perfil y medio busto -a modo de medallas- a retratos como el del dux Leonardo Loredan, pintado por Giovanni Bellini, pero en todos ellos hay un sentido descriptivo y una cierta rigidez que acentúa el carácter oficial y el empaque que lleva aparejado el cargo que ocupan. La obra de Giovanni Bellini (1430-1516), llamado Giambellino, representaría la otra vertiente de la pintura veneciana a fines del Quattrocento, a pesar de las indudables influencias en su pintura del taller familiar. En ese sentido su pintura responde todavía a un proceso de análisis de las distintas partes más que de síntesis. Es una pintura normalmente estática, algo inmóvil y que, quizá por ello, transmite a veces una sensación de melancolía cuya belleza llega con facilidad a la sensibilidad del espectador. En sus obras de tema religioso predominan el tema de Cristo -renovado en este siglo XV frente al predominio del culto a los santos en el siglo XIV- y el tema de la Virgen. Las Vírgenes representadas de medio cuerpo, recuerdan a algunos retratos de la época por su disposición en el espacio figurativo y, como ha estudiado Francastel, introduce en el tema sagrado elementos ajenos a éste que están relacionados con la realidad veneciana. En el caso de la Madonna que se encuentra en la Academia Carrara de Bérgamo distancia a la Virgen con el Niño del fondo de paisaje mediante una especie de cortina que funciona a modo de pantalla entre el primer plano y el fondo, recurso que utiliza en otras de sus obras. Pero lo que remite a esta obra a la realidad histórica de ese momento es, según Francastel, el que a ambos lados de esa cortina sea un paisaje de tierra firme lo que aparece, precisamente cuando en Venecia se estaba desarrollando la polémica sobre la necesidad o no de expansionarse por la terra ferma. Este historiador considera que Giovanni Bellini con su pintura estaría decantándose por el partido que preconizaba esa ocupación del territorio que, además, se muestra en esta pintura en sus dos posibilidades: la ciudad y el campo. La capacidad de Giovanni Bellini para articular composiciones más complejas se pone de manifiesto en obras como la Pala de San Giobbe, en la que un punto de vista bajo y una arquitectura renacentista hacen más monumentales las figuras de la Virgen con el Niño y Santos. A pesar de ser una pintura en la que todavía el valor de la línea es un elemento de primer orden, su tratamiento del color y de la luz le convierten en el precedente de lo que va a ser la gran pintura veneciana del siglo XVI. También en su obra la importancia que, en ocasiones, adquiere el paisaje ya en el cambio de siglo -como le ocurre también a Carpaccio- es una manifestación del interés que tuvieron los pintores del norte de Italia en esa época por investigar sobre la figura humana en la naturaleza. Para acabar este capítulo, cabe recordar la existencia en Venecia a fines de siglo de unos círculos cultos que explican tanto obras como la Alegoría Sacra de Giovanni Bellini, como algunas de las obras que pintará Giorgione. La obra de Bellini admite múltiples interpretaciones por su complejo y oculto mensaje, y fue producida en el mismo ambiente en que se publicó la novela de la "Hypnerotornachia Poliphili", de Francesco Colonna, obra llena de claves alegóricas. Esta obra fue publicada en 1499 por Aldo Manuzio, el editor más importante de todos los que convirtieron a Venecia a fines del siglo en el centro impresor más fecundo del Renacimiento.
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Tanto en el retrato como en los relieves de los sarcófagos, el siglo III nada tiene que envidiar a sus precursores, antes los supera en aspectos tales como el retrato de carácter. En los de Septimio Severo, Iulia Domna y Caracalla y Geta de niños, pervive la escuela de los Antoninos. No se alcanza ciertamente la exquisitez en el tratamiento de la epidermis ni el naturalismo en la plasmación del cabello y de la barba, pero la continuidad es clara y deliberada. Si la calidad decrece, si se echa de menos la lozanía de antaño es porque los artistas de Septimio Severo no eran capaces de remontarse a las alturas de sus predecesores. Los retratos del fundador de la dinastía no ocultan la deuda con el que fue en todos los terrenos su modelo y padre adoptivo a título póstumo: Marco Aurelio, como éste era en su madurez, con su expresión bondadosa, su pelo rizado y su barba, larga y partida, de filósofo. Tal vez en su carácter se hiciese sentir también la influencia del modelo elegido. La legislación de Septimio Severo, aunque formulada por sus asesores, los grandes juristas Papiniano y Ulpiano, estaba inspirada por el humanitarismo, al menos teórico, del emperador. Otra cosa es que a la hora de aplicar la teoría, su carácter fuese demasiado débil para hacer frente a la brutalidad de su primogénito. Junto a la consciente búsqueda de parecido con Marco Aurelio, otros pormenores de sus retratos clásicos -la frente cubierta de largos bucles ensortijados, los ojos muy abiertos- revelan que su devoción manifiesta al Serapis de Alejandría lo indujo a tomar la imagen del dios como modelo de su peinado y de su expresión franca e ingenua. El busto de Iulia Domna del Museo Capitolino, con una peluca de moño en forma de nido de pájaro imitada del tocado de Faustina la Menor, debe de corresponder al momento de su proclamación como emperatriz. Si su marido se inspiraba en el retrato de Marco Aurelio, Iulia lo hacía en el de su mujer, pero con mayor empaque que su modelo, como de princesa de nacimiento. Sus pelucas hicieron época. La de la proclamación rodeaba el rostro de una fina orla ondulada. Por más que guste, no será éste, sin embargo, su tocado más típico. En la estatua del Museo Ostiense, que copiando un modelo griego la representa como Ceres, la emperatriz lleva una peluca de largos aladares, caídos hasta la altura de la base del cuello y terminados en unas trenzas finas, que suben una a cada lado hasta la sien. Es el peinado con que la vemos en el Tetrápilon de Leptis Magna (203) y en las monedas de los años 206-217, último decenio de su vida. Los retratos de Caracalla niño y de su hermano Geta tienen el encanto propio de la edad y la primorosa dualidad entre cabello rizoso y cutis de porcelana típica de los últimos Antoninos. Esa dicotomía iba pronto a hacer crisis. En el busto de Caracalla hallado en la Villa Adriana de Tívoli, el escultor no utiliza el trépano en la labra del pelo y de la barba, iniciando el procedimiento de las excisiones o entalladuras que estará en uso entre muchos artistas del siglo. Las monedas y otros retratos permiten enlazar este busto con la fecha del tercer consulado del retratado, en el año 209, a sus veintitrés años de edad. Malcriado por su padre y dotado de una fuerza física y de una agresividad que le permitían matar a sus adversarios con sus manos, fue tan temido de los germanos (los del Alto Rhin y Alto Danubio no volvieron a inquietar a los romanos en más de veinte años después de su muerte) como de los partos (éstos no hicieron más que huir cuando él se aproximaba). Cuando su padre murió y su hermano fue asesinado por él en brazos de su madre, se debía de creer ya la reencarnación de Alejandro Magno, pues convirtió en falange macedónica a una unidad de su ejército y la dotó de un arma arqueológica, la sarisa típica. De entonces debe datar la pose, que en Alejandro no era tal sino producto de su enfermedad, de torcer la cabeza en imitación de su modelo. Los habitantes de Alejandría, tan célebres por su buen humor como por su descaro, se permitieron mofarse del nuevo Alejandro, y éste, herido en su punto más sensible, no los perdonó. Cuando la multitud llenaba el teatro hasta los topes, ordenó a sus soldados cargar contra ella y hacer una carnicería. El retrato típico de los seis años de su reinado (211-217) debió de nacer en el 213, a raíz de su viaje al Oriente, pues sabemos que durante el mismo colocó su efigie en todas las ciudades por las que pasaba. Seguramente la efigie no era de cuerpo entero, sino un busto revestido de armadura y de una clámide muy cerrada como la vemos ya en el busto de Tívoli. Era un elemento fundamental para la puesta en escena, pues sólo así parecía el cuello más corto y la torsión de la cabeza que vemos en el busto de Nápoles mucho más violenta al quedar subrayada por los pliegues del embozo. Siguiendo la línea iniciada en el retrato del 209, el escultor rompe con el naturalismo convencional, aunque muy decorativo y representativo, de los Antoninos, para realizar una de las creaciones más logradas de la retratística romana, la última digna de tal nombre. El gesto torvo del ceño, acentuado por la hinchazón de los músculos de la frente, y la mueca de hastío de la boca, dan al semblante la expresión de tirano y de loco furioso que él no tenía reparo en alentar desde sus propios retratos oficiales, hechos sin duda con su beneplácito aunque por mano de un artista genial, un artista que volvió a hacer del pelo no un adorno, sino una parte sustancial de la cabeza. Los retratos de Caracalla-Satanás, como algunos llaman a los de este tipo de Nápoles-Berlín, plantean el mismo problema que los del Nerón de más de veinte años, después del matricidio. ¿Cómo es posible que un consejo de personas cuerdas autorice la propagación de una imagen del soberano con tantos signos de anormal? Sólo cabe la respuesta que hace años daba V. Poulsen: "La fuerza de la vanidad, que puede hacer digna de admiración y seductora la imagen más repulsiva reflejada por el espejo". El pretendido retrato de Heliogábalo ni corresponde a este emperador ni a la época de su efímero reinado, sino probablemente a la de Galieno, a juzgar por su estilo clasicista. Como exponente del estilo del último período de los Severos es preferible observar el retrato del último de ellos, Alejandro Severo, de quien la Historia Augusta ofrece una semblanza positiva, pese a haber estado en manos de su abuela Iulia Maesa y de su madre, Iulia Mammaea, mujeres sagaces las dos. El retrato del soberano se mantiene en la línea inaugurada por Caracalla: desaparición de los surcos abiertos por el trépano y cambios en el corte y la ejecución del pelo y de la barba, ambos muy cortos y ajustadas a la cabeza y a la cara. El pelo del bigote y de las patillas se representa por medio de puntos y escisiones que en adelante suelen reemplazar a las barbas plásticas, salvo casos excepcionales como el del Filipo el Arabe del Palacio de los Conservadores, un retrato excelente aunque más clasicista que el del Vaticano. Este último imita los bustos antoninianos provistos de brazos pero lleva la toga ceñida por la banda llamada contabulatio, característica del siglo. El retrato tiene mucho en común con el de Maximino el Tracio, aparte de ser los dos efigies admirables de bárbaros aclamados emperadores por las legiones, retratos de cuartel para un mundo de militares sin escrúpulos. En el medio siglo que transcurre entre la muerte de Alejandro Severo y la subida al trono de Diocleciano, sólo Galieno tuvo un reinado de más de diez años; otros no pasaron de unos meses. Y sin embargo, la serie de retratos es espléndida, tanto como la del último siglo de la República, al que parece querer remontarse por su sinceridad y su realismo. Las miradas sesgadas, torvas, desdeñosas, desconfiadas, revelan los sentimientos de angustia, de inseguridad, el miedo a la traición y a la muerte, que aquejaban a los hombres de entonces. Sus mujeres también participan de ese estado de ánimo, pero sus retratos dan muestras de un espíritu más conservador, sobre todo en el atuendo, que como es natural, no podía secundar la moda cuartelera del corte de pelo de los varones. Los quince años del reinado de Galiano supusieron un largo respiro en aquella era turbulenta, en que los bárbaros llegaron a Milán y un emperador sufrió la ignominia de caer prisionero en manos de los partos. Los retratos de Galieno revelan su espíritu conservador en la imitación del clasicismo de Adriano y en su patrocinio de la cultura y de la filosofía griega. El ideal de belleza y de refinamiento que animaba la conducta y la indumentaria del monarca y de su corte rompe momentáneamente con el mero casquete que era el pelo de los hombres, y con las incisiones de sus barbas, buscando otra vez el movimiento y la plasticidad.
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Tanto en escultura como en pintura -y en ésta los retratos en tabla de las momias del Fayum, merecen sitio de honor- la época que inaugura Antonino Pío y llega a la de Septimio Severo, incluyéndolo a éste, es realmente estelar. El busto de C. Volcacio Myropnous, del Museo Ostiense, demuestra no sólo el interés en el ser humano que caracteriza a la época del emperador filósofo -el busto fue ejecutado en la década del 160-, sino un refinamiento en la técnica de trabajo del mármol insuperable en todos los sentidos. La época flavia había comenzado a pulimentar la epidermis del rostro y del cuello, sobre todo de los retratos femeninos, en busca del contraste con el claroscuro de los altos y aparatosos tocados de rizos a tenacilla. Pero todavía las fisonomías claras y sencillas, de fuertes acentos lineales, dominan la retratística hasta comienzos del reinado de Antonino Pío. A partir de entonces, las formas plásticas se reducen al mínimo y a lo que se aspira es a disolverlas en luces positivas y sombras negativas. En el retrato de Volcacio, las cejas, el bigote y el vello de las patillas están grabados con tal finura, en zonas mínimamente resaltadas de la superficie del cutis, que parecen sombras difuminadas. Y este es el retrato de un particular, enterrado en la Isola Sacra de Ostia, del que no sabríamos siquiera el nombre si no estuviese grabado en caracteres griegos en la tablilla de la peana. La iconografía de Antonino Pío no plantea problemas. Gracias a las monedas, sus efigies están sólidamente distribuidas entre las del primer decenio de su reinado (tipo de Formia) y las posteriores a las decennalia. Los primeros retratos lo representan como hombre de edad madura, con el rostro cubierto por la barba que Adriano había puesto de moda, y con la cabellera poblada, formada por capas de bucles ondulados que desde la coronilla van envolviendo la cabeza hasta la nuca, las sienes y la frente, una frente alta y abombada que los años han despejado sin que el breve flequillo alcance a disimular el estrago. Como otros retratos del mismo emperador, de su esposa Faustina la Mayor y de su hija Faustina la Menor, esposa de Marco Aurelio, están teñidos de una expresión levemente melancólica. Sólo el del petulante Commodo abandona esta triste pesadumbre del clan familiar para adoptar la expresión arrogante del déspota. Una cabeza de niña, con la cándida mirada y la expresión propias de la infancia, apareció en el Palatino y debe de representar a una de las princesas de la casa imperial, probablemente una de las dos hijas de Antonino y Faustina, padres además de dos hijos. Quizá el retrato, típicamente antoniniano, representa a Faustina la Menor, prometida en el 140 al joven Marco Aurelio; no tendría ella más de diez años. Por entonces en los ojos se graba el contorno del iris y la pupila se ahonda en forma de media luna. La visita a la National Portrait Gallery de Londres depara entre otras una grata sorpresa: una magnífica serie de retratos del Fayum inicia la galería de los grandes retratistas de la pintura mundial. Los grecoegipcios del Fayum y de otras comarcas del Egipto romano envolvían en las bandas de sus momias los retratos, pintados a la encáustica sobre tabla, del difunto o de la difunta. Son retratos de una sinceridad y de un naturalismo admirables. La mirada concentrada y pensativa que los personajes dirigen al espectador se torna más intensa en el siglo II al hacerse los ojos mayores y más perfilados. Las formas del busto y del escote, los peinados de moda en las mujeres; el corte de pelo y de la barba de los hombres, el estilo lineal o impresionista, la expresión y otros elementos de juicio, han permitido a los estudiosos fijar una cronología bastante precisa para las innumerables manifestaciones de este género, que perdura hasta el siglo IV en que la momificación cayó en desuso en el Egipto copto.
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El único retratista español, en sentido estricto, del siglo XVI es Alonso Sánchez Coello. No sólo realiza lo mejor de su producción en ese campo sino que crea, además, una escuela que con el eslabón de El Greco desemboca en la fastuosa retratística de nuestro siglo XVII. En este artista se unen, una vez más, las corrientes pictóricas que dominan el arte español de todo el siglo. De una parte la sugestión flamenca, de otra la italiana y, por último, los caracteres castizos que hacen del retrato de Sánchez Coello el más internacional, el más rico, variado y personal de cuanto se hacía en España en ese terreno y comparable al de los grandes maestros del retrato en toda Europa. La importancia castiza le viene de su origen valenciano (Benifarió del Valls, 1531/32-1588) y de desarrollar su obra en una corte como la de Felipe II. Sucede al flamenco Antonio Moro como retratista en ella, pero previamente tuvo ocasión de acercarse a la estupenda obra del maestro viajando a Flandes, donde convivió con él y aprendió de él bajo la protección a ambos del cardenal Granvela. De ese contacto tan directo nace la inicial fascinación por un preciosismo en los detalles y un gusto por acentuar el fasto de los ropajes que sirven muy bien al sentido genérico del retrato cortesano. No hay que olvidar que en Flandes tuvo también la oportunidad de conocer a otros retratistas, como Pieter Pourbus, que hubieron de dejar también la huella en el joven pintor. Pero las colecciones reales, a las que Coello tuvo acceso sin dificultad, estaban pobladas de retratos italianos entre los que figuran los de Parmigianino, Bronzino y, sobre todo, Tiziano, Lorenzo Lotto y otros venecianos que también proveyeron de retratos los Reales Sitios. El contacto con este tipo de pintura acaba por depurar su técnica y decantarla hacia un pictoricismo lejano de Antonio Moro y más próximo a Venecia. De Flandes trajo el sentido de la observación, el desentrañar lo real con una objetividad casi fotográfica y ajena a los intelectualismos conceptuales de muchos retratos ingleses e italianos. Del estudio de estos últimos maestros del retrato, aprendió un cromatismo más brillante y una técnica cada vez más vaporosa. La sombría sobriedad de la Corte de Madrid y El Escorial hicieron el resto. La obra de carácter religioso de Sánchez Coello escapa al objetivo inicial de este trabajo, pero conviene insistir muy brevemente en que, aunque la calidad técnica sea muy similar a la de su labor retratística, su fantasía, su invención están muy por debajo. Es evidente que Sánchez Coello se encontraba mucho más a gusto ante un modelo vivo, ante la realidad latente, que imaginando historias sagradas. En ese campo tenía en El Escorial serios competidores, como Navarrete El Mudo, y con frecuencia acudió a inspirarse en grabados alemanes y flamencos para componer sus narraciones religiosas. La retratística de Sánchez Coello se limita a la familia real, aunque no pocos de sus mejores retratos reflejan la imagen de personajes más o menos ligados a ella, como el duque de Alba o Alejandro Farnesio. Su entusiasmo inicial por la obra de Antonio Moro queda documentado por varias copias, excelentes, que realizó del flamenco. Cabe destacar la del retrato del joven Felipe II, cuyo original se halla en El Escorial y su copia en el Museo de Viena. Fechado en torno a 1557, presenta al Rey de unos veinticinco años, muy aguerrido, cosa que nunca fue, con media armadura y de cuerpo entero. La copia se ajusta al original hasta en los mínimos detalles. Nada ha puesto de su imaginación Sánchez Coello más que un conocimiento más directo de la fisonomía del monarca. No hay aquí, como en ningún retrato de Coello, símbolos de poder, sino la propia imagen del retratado, que lo atestigua con su propia majestad. El retrato del desgraciado Príncipe Don Carlos, del Museo del Prado, cuenta entre los mejores de los de corte que se hicieran en Europa algo avanzada la mitad del siglo XVI. Se fecha hacia 1557, presuponiéndose que el príncipe aparenta unos doce años. Juzgo que debería contar algunos más tanto por sus rasgos como por su vestimenta y armamento. Debe datarse, en consecuencia, algo más tarde lo que justificaría un estilo más lejano del de Moro y más próximo al de los venecianos. Las amplias solapas del bohemio que luce el príncipe están realizadas con una soltura que incluso haría cuestionable la atribución a Sofonisba Anguissola del retrato de la Infanta Catalina Micaela de la Pollock House, de Glasgow. La serie de retratos infantiles de Sánchez Coello es bastante amplia y cabría destacar en ella el doble retrato de las Infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, también en el Museo del Prado. Igualmente son efigies emblemáticas, pero de una rigidez ajena al estilo de Sánchez Coello en torno a 1575. Hemos de recordar que casi todos los buenos retratistas contaban con un taller que realizaba las tareas menos gratas y menos vinculadas a los verdaderos rostros de los retratados. Se sabe que el propio Antonio Moro disponía de Joachim Bueckelaert -excelente pintor de género y bodegonista, sobrino de Pieter Aertsen- para la factura de abalorios, encajes y brocados en sus retratos. Algo parecido hace suponer éste, pese a la gracia pictórica de la corona de flores que Isabel ofrece a su hermana menor. El retrato del futuro Felipe III, del Museo de Arte de San Diego (California) está en una órbita más florentina y tan alejada de Moro como Bronzino en sus retratos infantiles de Corte. Con respecto a los restantes retratos de la familia real son destacables los dos de la Infanta Isabel Clara Eugenia. Uno de ellos la representa adolescente y se fecha en torno a 1579. Pese a la juventud de la princesa, no hay nada infantil en su prestancia, mirada y atuendo. Es probablemente el retrato cortesano más interesante de los realizados por Sánchez Coello. El fondo oscuro y neutro hace destacar no sólo el elegante vestido sino, sobre todo, las delicadas manos y un rostro que todavía no había adquirido las características facciones prógnatas de los Austrias. El otro retrato de la Infanta que conviene destacar, pese a las dudas de atribución, es otro del Museo del Prado en que aparece acompañada de Magdalena Ruiz. Sin duda, no toda la pintura es de la misma mano. Los rostros son de mano maestra. El de la princesa, un rostro joven pero maduro y ya con los rasgos de los Habsburgo. El de la sirvienta, sin el tono áulico del de la Infanta, es de un realismo que preludia composiciones semejantes al del siglo XVII. Es destacable el gesto cariñoso con que Isabel muestra al espectador un camafeo con la efigie de su padre, presumiblemente de mano de Pompeo Leoni. No hay que olvidar que el afecto que unió de por vida a padre e hija es algo sobradamente documentado a través de la correspondencia entre ambos. El estupendo retrato de Alejandro Farnesio, de la National Gallery de Dublín, merece ser igualmente destacado. En pocas ocasiones la brillantez del color, la sabia factura y la fidelidad a una presencia juvenil de singular galanura han proporcionado juntas un retrato que también responda a las exigencias del cortesano español del siglo XVI. Naturalmente Sánchez Coello crea escuela. Algunos de sus aprendices que terminaban sus obras siguieron adelante con sus respectivas carreras hasta pisar cronológica y ampliamente el Barroco. Personajes como Pantoja de la Cruz enlazan con la retratística áulica del siglo XVII, bien representada como veremos por Bartolomé González y otros retratistas de menor importancia hasta llegar a Velázquez.
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Los retratos de Isabel de Portugal, junto con otros retratos del veneciano, fueron el primer eslabón de lo que modernamente se ha denominado el retrato de Estado. Este se origina en las cortes europeas del siglo XVI, particularmente en la de Carlos V gracias a Tiziano a instancias de un grupo de mecenas y admiradores como Federico Gonzaga, María de Hungría o el Cardenal Granvela. El pintor veneciano elaboró una fusión personal de tradiciones representativas nórdicas e italianas, pero prescindiendo de los referentes alegóricos y mitológicos tan al uso en Italia, y creó una imagen del gobernante sobria y majestuosa a la vez. La fórmula, completada más tarde con aportes fundamentales del flamenco Antonio Moro, dio lugar, entre otros, al retrato español de Corte de los siglos XVI y XVII, tanto masculino como femenino. Gráfico En este retrato de Corte, hombres y mujeres desempeñan papeles diferenciados. Aunque ambos participan de un mismo estatismo, en los varones se encuentran signos claros de ejercicio del poder: bastones militares, cetros reales, armaduras y yelmos, collares del Toisón... En contrapartida, reina e infantas ostentan libros de horas, pañuelos, guantes, es decir, muestras de piedad personal y símbolos de estatus, a la vez que señales evidentes de inacción política.