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El tiempo tenía para el hombre medieval dos referentes; el primero, de carácter físico, era el sol; el segundo, de carácter espiritual, eran las campanas de las iglesias. Una vez más se ponía de manifiesto la dependencia del ser humano respecto a la naturaleza. La jornada se iniciaba con la salida del sol y su puesta significaba el fin de la actividad. Como es lógico pensar, la jornada variaba con las estaciones del año, siendo más larga en verano y más corta en invierno pero tampoco era algo que influyera en exceso en la vida cotidiana. La cristianización de la sociedad europea introdujo otras formas de contar el tiempo, adecuándose a las oraciones de los eclesiásticos. Las tres horas canónicas dividían las 24 horas del día. Cada tres horas las campanas de la iglesia monástica anunciaban el correspondiente rezo: a medianoche, Maitines; a las tres, Laudes; a las seis, Prima; a las nueve, Tercia; a mediodía, Sexta; a las tres de la tarde; Nona; a las seis, Vísperas; y las nueve de la noche, Completas. No sólo en el mundo rural, también en las ciudades las campanas de las iglesias ejercían un papel determinante al igual que el nacimiento y el ocaso del sol. La Iglesia también determinaba el calendario anual a través de sus fiestas. El inicio del año lo marcaba una fiesta religiosa aunque para unos fuera la Navidad y para otros las Pascuas. La costumbre de contar los años a partir del nacimiento de Cristo - el 25 de diciembre del año 753 de Roma- tardó algo más en generalizarse. Por ejemplo, en la Península Ibérica hasta finales del siglo XIV perduró la llamada "era hispánica" en la que se establecía en 35 años antes del nacimiento de Cristo el inicio de la datación. A lo largo del periodo denominado Baja Edad Media se aprecian importantes cambios, siendo fundamental para esta cuestión la aparición de un carácter laico en el tiempo, en buena medida debido a los relojes. La utilización de sistemas de medición del tiempo en las ciudades será fundamental para el desarrollo de las diversas actividades, siendo tremendamente importante la difusión de relojes a través de pesas y campanas que serían instalados en las torres de los ayuntamientos. Los relojes municipales aportaban una mayor dosis de laicismo a la vida al abandonar la medición a través de las horas canónicas. Era una manera de "rebelión" por parte de la burguesía que se vería reforzada con la aparición, posteriormente, de los relojes de pared.
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El poblado panteón babilónico hacía que a no hubiese día del año en que no hubiera de celebrarse algún rito o ceremonia en honor de algún dios. Además, los dioses requerían de un especial cuidado diario, a fin de solicitar su ayuda e intercesión tanto en ocasiones normales como especiales. Entre éstas estaban acontecimientos como la coronación o muerte de un rey, el Año Nuevo o la erección de un templo. Rezos, sacrificios y ofrendas podían ser realizados tanto en los grandes templos como en lugares de representación de lo sagrado como capillas, templetes, etc. Los dioses estaban representados en este mundo por sus estatuas, Éstas debían ser cuidadas a diario, una ceremonia en la que se las lavaba y animaba, abriéndolas la boca y los ojos. Después se las daba alimentos y se quemaban perfumes. Hecho esto, se procedía a realizar diversas ceremonias ante la figura, como sacrificios o procesiones. Las plegarias al dios consistían en letanías, salmos, recitación de oraciones, etc. junto con música de liras, arpas o tamboriles. El orante debía mantenerse erguido y alzar sus manos; cuando finalizaba la plegaria, debía inclinarse ante la estatua. Las deidades podían manifestarse a través de varas maneras. Una muy usual era mediante los sueños, que sólo por podían ser interpretados por sacerdotes especializados. Otra eran los oráculos, cuando los dioses se manifestaban a sacerdotes y profetas.
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Uno de los ceremoniales japoneses más influenciados por la religión zen es, sin duda, la ceremonia del té y todo el protocolo en torno a ella. El Chado o vía del té es un camino de realización personal entroncado con la disciplina zen. La ceremonia del té ya existía desde el periodo Nara, pero se encontraba recluido en monasterios y templos. El monje Eisai y su discípulo Myoe contribuyeron de forma fundamental a su expansión que, bajo el mandato de Ashikaga Yoshimitsu, estableció una reglamentación bastante rígida. Éste encargó a la familia guerrera Ogasawara la codificación de la ceremonia, viendo la luz una obra de doce volúmenes llamada Sangi-itto-Soshi. La configuración definitiva del ritual del té se le debe atribuir, sin embargo, al maestro Noami (1397 - 1471) y su obra, que le dieron el carácter definitivo de "vía". Los grandes maestros del té brillaron especialmente a finales del periodo Muromachi e inicios del Momoyama. La labor de protección y mecenazgo de las artes que realizaron determinados shogunes, como Yoshimitsu, dio lugar, además de las transformaciones en la ceremonia del té antes citada, a la configuración definitiva del teatro noh.
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La cultura romana es una de las pocas que en el mundo antiguo experimenta un cambio de rito funerario; a la cremación, que constituye el ritual predominante durante toda la República y los comienzos del Imperio, sucede, a partir del segundo tercio del siglo II d. C., la inhumación. Este cambio, cuyos motivos aún no están bien documentados, tiene hondas repercusiones en el ambiente funerario romano; cambia el tipo de tumba, que necesita ahora mayor espacio para cada individuo; cambia también el recipiente en el que se deposita el cadáver, en el caso de que lo hubiera; de una pequeña urna cerámica o de piedra, se pasa ahora a una caja de madera o, en los casos de mayor riqueza, de piedra: en una palabra, se da el paso de la urna cineraria al sarcófago. Las ceremonias relacionadas con el funeral (funus) son muy importantes en el mundo romano, y varían en función del rango económico y social de la persona; conocemos de este modo el funus translaticium o normal; el funus militare, dedicado a los soldados, el funus publicum, reservado para los personajes de importancia pública relevante, y el funus imperatorum, dedicado a los emperadores; todos ellos tenían en común la celebración de una procesión funeraria (pompa) que debía hacerse de noche, con el difunto conducido en una parihuela o feretrum, hasta la necrópolis, que las leyes obligan a situar fuera de la ciudad; sólo en casos excepcionales -emperadores, por ejemplo- podía enterrarse dentro del recinto urbano. El cadáver se quemaba o se inhumaba, según la época, pero también en el primer caso se acababa enterrando las cenizas. Alrededor de la tumba y en la casa del difunto se desarrollaban una serie de ceremonias, que comenzaban con un banquete ritual, el silicernium, y duraban nueve días. Con posterioridad, el banquete se repetía periódicamente, o bien el día del cumpleaños del difunto -dies natalis- o bien el día de los difuntos, durante las fiestas llamadas parentalia y lemuria. En estas ceremonias participaba figuradamente el propio difunto, a quien se invocaba de diversas maneras y al que se ofrecían alimentos y bebidas -libationes. Los tipos de tumbas eran muy diversos, aunque casi todos ellos estaban unidos por su carácter subterráneo; incluso en el caso de grandes monumentos construidos sobre la tierra, lo normal es que la propia tumba se encontrara bajo ellos, en un hueco o cámara excavado en el suelo. La tumba puede ser individual, familiar o colegial, y estar rodeada por un recinto que la delimita y protege. El monumento visible puede ser arquitectónico, escultórico o epigráfico, e incluso llegar a incluir todos estos elementos. En un primer momento, priman los elementos arquitectónicos y epigráficos, produciéndose con el paso del tiempo una incorporación de temas iconográficos -retratos, escenas alusivas a menesteres y oficios- y una acentuación del deseo de individualización que lleva en ocasiones a romper el vínculo familiar de la sepultura y a privatizar los enterramientos; la fórmula "hoc monumentum heredes non sequetur" (este monumento no pase a los herederos) es buena muestra de ello. En la mayoría de los casos, la parte visible de los monumentos corresponde a la superestructura de las tumbas; las cámaras excavadas en la roca o hipogeos, que tanta importancia tuvieron en otras culturas mediterráneas, apenas si existen en Roma; siempre se encuentran en combinación con una parte visible que deja traslucir al exterior la existencia de esta tumba. Es esta superestructura, que puede ser de muy diversas formas, la que determinará el tipo de la tumba. Los monumentos más simples son aquellos que tienen forma de estela o altar, y que pueden variar desde las simples piedras indicadoras de la tumba, con o sin inscripción, hasta complejas construcciones en forma de gigantescos altares, pasando por aras y estelas de diversas formas; a veces, este altar de coronamiento se ha convertido en un edificio de uno o más pisos; son los llamados monumentos turriformes, muy extendidos a lo largo y a lo ancho del Imperio Romano. Con menos frecuencia, esta superestructura llega a reproducir templos, produciendo los llamados monumentos naomorfos, cuya cámara funeraria suele estar oculta en el podio o bajo él. De los monumentos de túmulo característicos de la Italia prerromana y de buena parte del Mediterráneo en este momento, que son cámaras funerarias excavadas en el suelo cuya superestructura es una acumulación de tierra y piedra, derivan más adelante los monumentos de planta central, en los que el espacio interno sobre la superficie gana grandiosidad y se convierte en el elemento principal, en tanto que la cámara subterránea queda reducida a una pequeña estancia. Estos monumentos son frecuentes sobre todo en época tardorromana, donde aparecen con una amplia gama de variantes, que incluye grandiosos conjuntos monumentales y pequeños edificios, muchos de ellos ya claramente cristianos. Pero en esta época, como también en la anterior, la mayor parte de los enterramientos son bastante más sencillos, simples fosas excavadas en el suelo con o sin revestimiento de lajas en forma de cista, y con o sin ajuar. Tenemos que referirnos, por último, a los monumentos cuya cámara principal la constituye un espacio cubierto en cuyos muros se han abierto unos huecos donde se colocan las urnas cinerarias; es uno de los pocos casos en los que las cenizas pueden estar fuera de la tierra; los más frecuentes son los llamados columbrarios, que servían de última morada a asociaciones numerosas de personas poco pudientes. No es posible hablar de un tipo de tumba característico de la Hispania Romana; aquí encontramos todos los ya descritos y aún algunos más, que son herencia de las culturas que vivieron en la Península antes de la llegada de los romanos. Dejaremos de lado aquellas tumbas de las que sólo se ha conservado la propia fosa con las cenizas o los huesos y nos concentraremos en el estudio de las que muestran una superestructura que puede ser considerada monumental.