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En este ambiente se construyó, en la misma época, en la misma comarca y en el mismo río, el más bello de los puentes hispanos, que sólo en el siglo XX comienza a tener competencia, de la mano de Santiago Calatrava, en cuanto a atrevimiento estructural y cualidades estéticas. Me refiero al de Alcántara, que fue magistralmente analizado por don Antonio Blanco Freijeiro; el problema de su diseño y construcción era complejo, ya que el río se presenta encajonado en unas laderas rocosas de considerable altura, que lo representan de manera que en época de lluvias la masa de agua que debe soportar la pila central es extraordinaria; por todo la solución consistió en elevar tanto el tablero que rara vez llega a hacer represa. Una inscripción latina rezaba: "El puente, destinado a durar por siempre en los siglos del mundo, lo hizo Lácer, famoso por su divino arte", que resulta ser el Julio Caio Lácer, del que no consta su profesión, pero al que se le supone arquitecto, que dedicó los templos a los emperadores divinizados, concluyendo la obra en el año 103 d. C. Estos marcaban las cabeceras del puente, sobre cuya pila central colocó Lácer un arco triunfal en el que inscribió los nombres de los once pueblos indígenas romanizados que habían contribuido a la obra. Es evidente que no sólo se trataba así de hacer justicia a su aportación, sino de añadir la cuota de propaganda que estas obras conllevaban, presente en las cinco inscripciones relacionadas con puentes: éste de Alcántara, uno en Almagro (Ciudad Real), los portugueses de Chaves y de Póvoa de Midôes y el ya citado de la Alcantarilla de Alocaz, en la localidad sevillana de Utrera. Ya que nos hemos referido al arco triunfal de Alcántara, bueno será recordar que en Hispania existieron otros que tuvieron el carácter estricto de "Arquitectura del Territorio", es decir, servían únicamente para jalonar sus particiones, como puentes simbólicos sobre las calzadas. Así debemos traer a colación, sin más, los del Ianus Augustus, en la frontera jiennense de la Boetica, el castellonense de Cabanes, el de Roda de Barà, el de Ad fines, en el puente de Martorell por el lado de Castellbisbal y el de Medinaceli, en Soria, augusteos todos ellos. No es necesario señalar que, aunque el puente presenta hoy un aspecto bastante parecido al original, excepción hecha de la apariencia del arco y de la desaparición de la edícula de la margen derecha, su configuración es el resultado de decenas de reparaciones, más o menos profundas, a lo largo de los siglos, pero ello no empaña la impresión que cualquier espíritu medianamente sensible siente al contemplarlo, y no sólo la primera vez. El badén de Gibraleón no era un puente pero servía para lo mismo, ya que la obra romana de la Pasada del Zuar, en el cauce del río Odiel a su paso por dicha ciudad onubense, era como una plataforma con breves interrupciones, que podían salvarse mediante tablones en los prolongados meses de estiaje, y que, salvo los contados días de avenidas muy fuertes, permitía vadear la corriente a los usuarios de la calzada que enlazaba la actual Andalucía con lo que hoy llamamos Algarbe. Su existencia debe ponernos sobre la pista de obras similares que han podido pasar desapercibidas, dada su poca presencia. Antes de dejar el tema de los puentes, parece conveniente poner al lector en guardia contra un lugar común en las investigaciones sobre este tema. Resulta que muchos ejemplares de puentes romanos presentan la característica de tener un arco central de mayor luz, como pasa en el de Alcántara, pero al estar situados en llano, el tablero de la calzada por el que personas y animales transitan ha de elevarse para después bajar; es lo que se suele denominar una estructura en lomo de asno. Pues bien, en mi opinión (sustentada, como las de quienes no excavan, en cierta dosis de intuición) es que los puentes romanos no usaron de tal artificio, de tal manera que los que así aparecen en la actualidad o son medievales (el aragonés de Luco de Jiloca, por ejemplo) o están intensamente reparados, como es el caso, ya citado, de Martorell, cuyo arco central gótico debió sustituir a dos romanos de menor luz y altura, que dieron paso a un tablero sensiblemente horizontal. Otra prevención: los romanos no hicieron puentes de ladrillo, o al menos no los conozco, de forma que aquellos de Andalucía que los usan (siendo siempre, para mayor inri, las piezas latericias de medidas no romanas) son del siglo XVI o incluso posteriores, ni siquiera medievales. A los que se atribuye, sin más datos que los derivados de apreciaciones visuales, datación romana debemos exigirles al menos una fábrica de sillares almohadillados suficientemente extensa, y regular en sus disposiciones, colocada a hueso, con roscas de dovelas bien aparejadas y con rastros del montaje más que suficientes; a la cohesión del conjunto debe contribuir un relleno de opus caementicium, o al menos un número de grapas, quizá de madera dura, regularmente colocadas; finalmente, la existencia de un yacimiento romano próximo o el trazado verosímil de una calzada conocida por otras fuentes debe hacer creíble su datación. Para finalizar insistiré en la importancia de estas obras en la historia posterior de la Península, recordando cómo fue un puente romano, fortificado en la Edad Media como todos ellos, absolutamente todos, el que llegó a detener el avance imparable de las tropas de Napoleón en su avance hacia Cádiz: el puente Zuazo, de San Fernando.
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Los reyes y condes hispánicos, igual que los europeos o los señores feudales, gobiernan aconsejados por nobles y eclesiásticos que siguen a la Corte o son llamados en circunstancias extraordinarias a formar parte de la Curia, del órgano asesor del monarca; estas reuniones coinciden en ocasiones con la celebración de concilios en los que se decide sobre asuntos eclesiásticos y políticos. Concilios y curia no son las únicas asambleas que podemos considerar precedente de las Cortes; en Cataluña, junto al consejo del conde-rey se convocan asambleas más amplias que tienen como finalidad mantener pacificado el territorio en momentos de especial gravedad. Son las asambleas de Paz y Tregua, que tienen desde el siglo XII significado político más que religioso. Las Cortes heredan de la curia la función de consejo, pero éste va perdiendo importancia en favor de la ayuda económica, política y militar.Los asistentes a las Cortes, clérigos-nobles-ciudadanos, representan al Reino si no de acuerdo con la idea actual de representación sí según el concepto medieval y la forma de organizarse la sociedad en estos siglos. La fuerte jerarquización de la Iglesia hace que el clero secular o diocesano esté suficientemente representado con la presencia en las Cortes de arzobispos, obispos y miembros de los cabildos catedralicios; los clérigos regulares (monjes y frailes) y los caballeros-monjes de las Ordenes militares tienen como representantes a los abades, priores y maestres o comendadores, y unos y otros no sólo tienen la voz de los clérigos sino también la de los laicos que dependen de ellos, cultivan sus tierras o viven en lugares sometidos a su jurisdicción, y lo mismo puede decirse de los nobles, convocados a título personal pero que, en cuanto señores, representan a los guerreros a su servicio y a los campesinos que de ellos dependen.El resto de los habitantes del Reino vive en zonas de realengo, en lugares en los que el rey es el señor directo y, en buena lógica, podrían haber estado representados por el monarca de la misma forma que lo están por su señor quienes viven en lugares de solariego (de los nobles) o de abadengo (de los eclesiásticos); al diferenciarse en este tercer grupo campo y ciudad, adquirir ésta mayor importancia económica, política y militar y, en cierta manera, desvincularse del rey-señor feudal, sus hombres son llamados a las reuniones o asambleas del Reino, a título personal o como procuradores elegidos por cada ciudad que, juntos, forman el brazo real, indebidamente llamado en épocas posteriores llano o popular.La representación es la que corresponde a una sociedad basada en la desigualdad y en el privilegio de unos pocos frente a las obligaciones de la mayoría, y a las Cortes sólo son llamados, junto a los grandes nobles y a la jerarquía eclesiástica, los miembros de la caballería villana que controla y se reserva los cargos municipales en los concejos semiurbanos de Castilla, León o Portugal, o quienes se han destacado en los centros urbanos como mercaderes, a los que las fuentes llaman patricios, ciudadanos o burgueses. Teóricamente todos están representados y se cumple el principio de Derecho Romano según el cual "lo que a todos atañe por todos ha de ser tratado"; en la práctica, sólo la minoría de mayor fuerza económica, política y militar está presente en las Cortes y aunque, como representantes de los demás se ocupen del bien común, del bien de la tierra, con frecuencia confunden éste con sus intereses personales o de grupo; afirman defender los fueros, usos y costumbres del Reino y en numerosos casos se ocupan de mantener sus privilegios, de cerrar el paso a cuantos pretendan acceder al poder político y, desde él, al económico.
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Los fundamentos y orígenes occidentales de la realeza de los siglos V-VII han de buscarse tanto en la Antigüedad germánica como en el Imperio Romano. Por lo general se trataba de síntesis desiguales entre ambos componentes. La doctrina generalmente aceptada en la actualidad es que los antiguos germanos conocieran dos tipos de realeza: la militar (Heerkönigtum) y la sagrada. La primera, que con frecuencia daba lugar a poderes de carácter no regio (los duces de Tácito), basaba su poder en la fuerza de los séquitos de semilibres y en las clientelas militares (Gefolge). La realeza militar, dotada de múltiples simbolismos de naturaleza y origen marcial y con carácter electivo, tenía su principal razón de ser en los momentos de actividad bélica, y en la época de las invasiones fue factor determinante de numerosas etnogénesis. Por su parte, la realeza sagrada, con simbolismos tomados de antiguos cultos de la fertilidad, permitía la formación de prestigiosas y duraderas dinastías que, remontándose a un antepasado mítico divinizado, se constituyeron en los núcleos de procesos fundamentales de "Stammesbildung" (etnogénesis), con lo que se transformaron en verdaderas realezas nacionales. Este último hecho determinó que, en la práctica, la mayoría de las realezas germánicas de la época de las invasiones fuesen de tipo mixto. El poder y la autoridad de este tipo de realeza tenían una doble base: la soberanía doméstica (Hausherrschaft) y el derecho de bann. La primera, compartida con los miembros de la aristocracia, incluía el dominio sobre una familia -contando en ella también a los esclavos-, sobre su lugar de asentamiento y sobre los diversos séquitos de semilibres o clientelas armadas; estas últimas se basaban en la fidelidad y en una amistad de naturaleza semejante a la existente entre parientes. El poder de bann -que posibilitaba dictar ordenanzas, juzgar y realizar operaciones de policía- se basaba en el derecho y obligación por parte de la realeza de mantener la paz pública. En contrapartida estos poderes reales, los miembros libres -que podían llevar armas de una nación (Stamm)- tenían el derecho a resistir u oponerse al soberano (Widerstandsrecht) -e incluso llegar a deponerlo- en caso de extralimitación de funciones o de probada ineptitud. No vamos a insistir aquí en las características del poder imperial tardorromano, sino simplemente señalar cómo se produjo esa mezcla desigual de los precedentes tardorromanos y germanos en las monarquías occidentales de los siglos V-VII. Resulta indudable que todos los reyes de la época eran ante todo soberanos de las agrupaciones populares a cuyo frente se encontraban situados y que, en este sentido, pueden considerarse como Staatsvolken. A este respecto, los títulos con que estos reyes aparecen en los documentos de carácter oficial y en las crónicas de la época son un testimonio muy gráfico de lo que acabamos de señalar: "rex vandalorum et alanorum, rex (gentis) francorum, rex (gentis)gotorum o longobardorum", etc. Cuando a "intelligentsia" de las nuevas monarquías consideró conveniente y necesario fundamentar la total independencia de sus Estados frente al poder imperial -sobre todo ante la ofensiva de Justiniano- se recurrió a la vieja noción helenística del derecho de conquista, cuyos beneficiarios habían sido las naciones germánicas. Para san Isidoro de Sevilla, la legitimidad de la soberanía visigoda tenía su fundamento en la toma de Roma por Alarico en 510, pues Roma era "urbs omnium victrix". Pero aunque en teoría el poder real se consideró siempre un monopolio de las gentes germánicas, la mayoría de tales realezas intentó insertarse de una u otra manera en la teoría imperial romana o, mejor dicho, protobizantina. Sin duda, el caso a este respecto más llamativo sea el constituido por el ostrogodo Teodorico. Éste, aunque rey de una nación germánica (Heerkönig), había derrotado al tirano Odoacro por mandato del emperador legítimo, y había sido investido del título de patricio romano. Asemejándose su posterior aclamación real por el ejército federado a las aclamaciones imperiales, Teodorico se esforzó por obtener en 497 el reconocimiento de su dominio sobre Italia por Anastasio. Este reconocimiento -centrado en el envío de los ornamenta palatii occidentales y en la vestis regia- se unía al título de Flavio que recordaba su entronque con la segunda dinastía Flavia, para situarlo como una especie de verdadero viceemperador de Occidente. Con capacidad para designar a un cónsul y habiendo emitido moneda áurea, Teodorico podía ser considerado un verdadero princeps romanus, e incluso augusto, como reza una significativa inscripción contemporánea. Una imitación imperial menos formal, pero tal vez de mayor significación histórica para el futuro, se produjo entre los longobardos y, sobre todo, en el Reino visigodo de Toledo. En ambos casos, el modelo inmediato era el ofrecido por el emperador bizantino a finales del siglo VI y sus grandes lugartenientes -exarcas y patricios- de Occidente. El rey visigodo Leovigildo (568-586) fue quien primero utilizó vestimentas como las del emperador, corona y trono, e inició la acuñación de moneda áurea con su efigie y nombre. El rey visigodo de Toledo, que recibía el título de glorioso y Flavio, acumularía otros apelativos propios de la realeza imperial en el siglo VII, los cuales serían utilizados principalmente por los escritores eclesiásticos: serenissimus, tranquilissimus, e incluso princeps y divus; el poder real era definido como maiestas, en compañía, eso sí, de su pueblo. A semejanza de Constantinopla, Toledo, la capital visigoda, fue denominada urbs regia; su topografía, en algunos aspectos, recordaba también la residencia imperial. Por su parte, el soberano longobardo Agilulfo, Flavio y excellentissimus, fue el primero de los suyos en utilizar trono y corona. Finalmente, tanto en el Reino visigodo de Toledo como en el longobardo de Pavía se produjo un cierto sentimiento de monarquía territorial desligada de la originaria gens germánica, fenómeno reflejado perfectamente en los términos de Spania (y Gallia) y regnum Spaniae, utilizados para definir el Estado visigodo ya avanzado el siglo VII, y en el título de rex totius Italiae de la Corona de Agilulfo. Aunque en menor grado también se pueden observar testimonios de esta imitación imperial en otras monarquías. El soberano burgundio buscó el título de patricio, reconociendo así una teórica subordinación al Imperio en el gobierno de sus súbditos romanos, y el mismo Clodoveo I (481-51 I) recibió de Anastasio el título de cónsul honorario y recorrió las calles de Tours revestido de la púrpura y la diadema para ser aclamado por la multitud como Augusto. Con este tipo de actos simbólicos se mantuvo entre los independientes Estados occidentales la noción de una unidad más amplia, representada por el Imperio y el emperador de Constantinopla, unidad que adoptaría en los usos diplomáticos y de la Iglesia la formulación de una comunidad de soberanos unidos por teóricos lazos familiares: de padre (emperador) a hijos (reyes). Fue la Iglesia la que introdujo una característica muy original -aunque ya fuertemente enraizada en la realeza imperial del Bajo Imperio- de las nuevas monarquías romano-germánicas: la mixtificación de éstas mediante concepciones teocráticas, lo cual dio lugar a veces a nuevas y originales teorías sobre el poder real. Tanto los soberanos longobardos (643) como los merovingios consideraban su poder como emanado, en última instancia, de la divinidad: "rex in Dei nomine" rezan las fuentes eclesiásticas o legales. Clotario II (584-629) fue considerado incluso como un nuevo David. En el siglo VIII, la realeza anglosajona, con raíces puramente germánicas, se había teñido ya de concepciones teocráticas introducidas con la conversión al cristianismo. No obstante, este tipo de concepciones alcanzó, sin duda, su máximo grado de desarrollo entre los visigodos de Toledo. Si al principio tales concepciones se realizaron bajo el prisma de la "imitatio Imperii" -coronación episcopal, Recaredo llegó a ser tildado de nuevo Constantino por el sionista eclesiástico Juan de Biclara-; muy pronto se introdujeron simbolismos totalmente innovadores, tendentes a enraizar con la supuesta realeza bíblica. Punto central en esta nueva orientación teocrática de la realeza visigoda fue la ceremonia de la unción real, atestiguada por vez primera en la coronación de Wamba (672-680), pero tal vez practicada ya a partir de 655. En conexión con esta concepción teocrática, Isidoro de Sevilla desarrolló una teoría referente a la responsabilidad del rey, a su poder delegado de Dios, y a la legitimidad de su deposición, que queda resumida en su famosa sentencia: "Rex eris si recte facias; si non facias non eris". Esta concepción del poder real como un ministerium, semejante al del episcopado, se relacionaba con la construcción de una nueva aretología real basada en la pietas y la iustitia. Por último cabe señalar que esta mezcla de elementos de la tradición germánica y de la imperial romana encontró también su plasmación en la cuestión fundamental de la sucesión a la Corona. En las monarquías donde el elemento germano era predominante, o donde una familia había alcanzado gran prestigio y poder en el proceso de asentamiento, la sucesión hereditaria fue la norma general. Este era el caso de los diversos reinos anglosajones y también de los vándalos, ostrogodos (hasta casi el final) y merovingios. Pero mientras que entre los vándalos, Genserico pudo imponer un rígido sistema hereditario basado en el seniorato (tanistry), en los demás casos el principio hereditario siempre se vio amenazado por el electivo, ejercido por parte de los hombres libres (ejército) o bien de consejos aristocráticos restringidos. En el caso de los merovingios, aunque se consideraba imprescindible la pertenencia a la familia real, tras la muerte de Dagoberto I (625-659) se impuso incluso la elección mediante una asamblea de nobles laicos y eclesiásticos. Al ser ya la monarquía merovingia de carácter único se puso fin a las prácticas típicas del siglo VI de particiones caprichosas del reino entre los hijos del soberano reinante, que suponían una concepción patrimonial del reino. Este último hecho indica en qué medida los principios, germánicos o no, se amoldaron a las condiciones históricas concretas de cada reino y de cada momento; máxime si se tiene en cuenta que la sucesión al trono se constituyó en piedra de toque de la confrontación estructural entre monarquía y aristocracia, siendo esta última partidaria del sistema electivo, realizado por ella misma. De este modo se comprende que en el Reino visigodo se impusiese siempre el sistema electivo, a pesar de ciertos intervalos semihereditarios representados por el predominio de prestigiosos linajes. Tras la muerte de Amalarico, en 531, ninguna familia pudo monopolizar la Corona durante más de dos reinados sucesivos; y ello aunque los soberanos más enérgicos asumiesen, desde Leovigildo, la práctica bizantina de la adopción de un corregente en la persona del presunto heredero. Es más, el IV Concilio de Toledo (655) intentó institucionalizar la elección real por una asamblea constituida por todos los obispos del reino y la alta nobleza laica; esta reglamentación, sin embargo, no conseguirá acabar con los tumultos y disputas entre los nobles y la realeza por cuestión tan fundamental.
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Dos eran las grandes formas en que el despacho se podía realizar y que, de hecho, fueron utilizadas a lo largo del siglo XVI. De un lado, se encontraba el llamado despacho a boca o a pie, es decir, un sistema basado en la oralidad y la visión real por el que el monarca, ante todo, oía y era visto, bien recibiendo en audiencia a los que deseaban pedirle una merced o se quejaban por un agravio que contra ellos se cometía -recuérdese a tantos pleiteantes que pretenden ser oídos por el rey y que pueblan la literatura de la época-, bien escuchando directamente a los distintos consejos que le elevaban sus consultas de forma oral. En segundo lugar, cabía la posibilidad de formalizar un sistema de despacho por escrito, en el que ni los particulares ni los consejos trataban directamente con el rey, que ni era visto ni oía, y en el que las audiencias a pie eran sustituidas por el envío de memoriales y las consultas a boca se convertían en consultas escritas. La figura de los secretarios reales estaba llamada a desempeñar aquí un papel crucial, pues eran ellos los que, primero, se encargaban de trasladar memoriales y consultas escritas al monarca para, después, devolver su respuesta a las partes y a los consejos. Su papel en lo que se llamaba el reparto y manejo de papeles no dejó de crecer a lo largo de la centuria. El período de los Austrias Mayores supone el retroceso definitivo de la negociación a boca o a pie y, en cambio, el incremento constante de su escriturización en forma de memoriales y consultas escritas. El proceso es especialmente notable durante el reinado de Felipe II, cuya imagen tópica como Rey Papelero está y estuvo muy extendida. Y, en esto, la fama del rey responde a la realidad histórica si tenemos en cuenta la gran cantidad de manuscritos hológrafos que se conservan de su puño y letra, a los que hay que sumar las, sin exageración, innumerables anotaciones marginales, también hológrafas, con las que llenaba los espacios en blanco de cuantos papeles llegaban a sus manos. Incluso se llegó a recomendar que las cartas y memoriales dirigidos al rey llevasen un amplio margen para que el monarca encontrase espacio para glosar el texto o decretar a su gusto -decretación es una palabra que los secretarios usan para referirse a las marginalia reales. Algunos historiadores han apuntado razones caracteriológicas para explicar el avance triunfal de la escritura en el gobierno de Felipe II, suponiendo que la personalidad retraída del monarca se reflejaría en el evidente distanciamiento que supone pasar a negociar por escrito y renunciar a dar audiencias o a consultar oralmente con los consejos. Pero, además, como se detenía en anotarlo todo, exigiendo la rectificación o comprobación de los detalles más nimios, aun a riesgo de detener el curso de negocios de la mayor importancia, se ha afirmado que la escritofilia real era una expresión de alguna patología psicológica. Ya sus cortesanos juzgaron con dureza las tardanzas provocadas por el rey en la negociación de una Monarquía que veían paralizarse por la "menudencia con que su Majestad trata los negocios más menudos", como escribía el Conde de Portalegre en 1597. Y, a medida que el sistema de consulta escrita se fue generalizando, las críticas se fueron haciendo cada vez más fuertes y constantes hasta desembocar en el estado general de descontento que expresa muy bien un famoso Papel a Felipe II de mediados de la década de 1570 y donde se reprocha al rey "negociar por billetes y por escrito, pareciendo a todo el mundo que esto es causa que se despachen pocas cosas y tarde y claramente se ve y así se platica que tratando Vuestra Majestad con los ministros de palabra los negocios se despacha más y mejor en una hora que a las veces en muchos días". Dejando a un lado la impresionista explicación psicológica que antes mencionábamos, el avance de la escriturización en el despacho de la Monarquía parece haber obedecido a varias razones. En primer lugar, fue consecuencia de la propia estructura politerritorial de una monarquía múltiple como era la Hispánica, pues la escritura podía venir a paliar en algo la no presencia del monarca en los distintos reinos. En segundo lugar, se debió a que, como ya se señala al hablar de los consejos, la negociación por escrito permitía poner algún orden en la maraña de materias que debían ser tratados en una Monarquía que había alcanzado dimensiones universales. Por ejemplo, gracias a las Noticias Diurnas o Dietarios del secretario Antonio Gracián Dantisco se puede calibrar el impresionante volumen de papeles que iban y venían hacia y desde la corte, así como el ritmo imparable de su manejo y reparto dentro de ella. Así, en el mes de febrero de 1571 pasaron tan sólo por las manos del secretario Gracián más de un millar de cartas, memoriales y otros papeles. La forma escrita hacía posible la acumulación y fijación de todas las noticias que se precisaban para la toma de decisiones, haciendo más sencillo, asimismo, que fuesen tramitados los distintos expedientes abiertos. Pero, además, permitía recuperar todo ese caudal de información cuando era necesario para la adopción de nuevas decisiones, para la justificación de lo que se había dispuesto o, incluso, para su rectificación o para la comprobación de su cumplimiento. Eso sí, siempre, claro está, que la información pudiera ser almacenada en forma de registro y, así, empleada de nuevo como documentación. En suma, la progresiva escriturización del despacho está relacionada con el recurso a los archivos reales, a los antiguos, como el de la Corona de Aragón, y a los de nueva fundación, como el Archivo de Simancas, instituido por Carlos I y desarrollado por Felipe II, quien, además, creó el de la Embajada española en Roma para servir a una de las más importantes negociaciones, la de la Santa Sede. Además de permitir relacionar al rey con sus distintos reinos y pretender poner algo de orden práctico en su gobierno, la consulta escrita, como también el despacho a boca, tenía implicaciones de carácter político que son mucho más profundas y que ponen de manifiesto la problemática general de cómo era concebido el dominio real. Cada una de las dos formas de despacho responde a una consideración distinta del oficio y de la imagen regias; el despacho a boca supone el mantenimiento de un modelo tradicional de monarca accesible que, ante todo, es un Rey Juez, mientras que la segunda forma deja abierta la posibilidad a una mayor intervención de la voluntad real en el gobierno. En este sentido, la imposición de la consulta escrita es de enorme importancia en un proceso de absolutización del poder monárquico. En el citado Papel a Felipe II de mediados de la década de 1570 se llegaba a la conclusión de que el rey había pasado a consultar por escrito "no porque le parezca esto más conveniente, sino porque no le hable nadie, contra su obligación real que es de oír y despachar a todos, grandes y pequeños". Obsérvese que de lo que se habla es de una "obligación real" de despachar oyendo, idea que es recalcada cuando se hace una completa exposición del modelo ideal de oficio real que estaría negando la práctica entonces seguida por Felipe II. Para el Papel, Felipe II era "culpable" ante sus súbditos y también ante Dios de no cumplir con las obligaciones de su oficio real. Por ello, se aventura que la Providencia podía abandonar al rey y, con ello, castigar a sus reinos, si no lo había empezado a hacer ya. La coyuntura en la que se redactó este alegato implacable contra el Rey Católico corresponde al momento en el que, de un lado, tomaba cuerpo la reforma hacendística y fiscal de mediados de la década de 1570 y, de otro, empezaba a hacerse frecuente el recurso a las juntas que, nuevo pecado contra las tradicionales obligaciones reales, suponía un peligro para el funcionamiento del tradicional gobierno por consejos. El momento clave para la imposición definitiva de la consulta escrita parece haber sido, precisamente, esa década de 1570, quedando el último tercio del siglo bajo el dominio ya casi absoluto de la negociación por escrito. Cuando en 1597, siendo todavía Príncipe, Felipe III había empezado a ocuparse de los negocios de su padre enfermo, Lerma recibió un Papel en el que, con otros consejos para garantizar su futura privanza, se señalaban las tres maneras distintas de consultar que hasta entonces se habían practicado. De forma muy sintética, se explica muy bien el paso de lo oral a lo escrito en el despacho de la Monarquía. La primera de las tres maneras de consultar empleadas había respondido al modelo de consulta plenamente oral, "donde los Presidentes (de los Consejos) consultaban a boca todos las cosas y a boca resolvía su Majestad con ellos"; en la segunda dominaba todavía la consulta a boca, pero ya había hecho su aparición el papel mediador y crucial de los secretarios, quienes "consultaban con su Majestad a boca todas las cosas, haciendo relación del acuerdo que los Presidentes y consejos tomaban en ellas y su Majestad se resolvía con ellos a boca y daban las respuestas a los Presidentes y Consejos"; y, por último, una tercera forma que responde plenamente al despacho escrito, en la que consultaban "los Presidentes y Consejos todas las cosas por papel con su firma enviando las consultas los secretarios y a ellos volvía la respuesta para decirla a los Presidentes y Consejos".
obra
Juan de Sevilla Romero nos narra en este lienzo una de las parábolas más conocidas tomada del Evangelio de San Lucas (XVI, 19-31). El rico Epulón se presenta sentado a la mesa donde celebraba sus diarios banquetes, vestido como un hombre opulento del siglo XVI, acompañado de una dama y otro hombre que parece tirar las sobras a los perros que encontramos a sus pies. Un niño presencia la escena mientras que el pobre Lázaro se sitúa en la esquina derecha de la composición junto a una figura que porta un bastón - por su cara de mal genio parece querer expulsar al pobre del lugar -. La escena se desarrolla en un interior, enmarcada en la parte superior por un cortinaje y recortada en una pared donde contemplamos unos ricos relieves y un cuadro con la muerte del pobre, tras la cual aparecen unos árboles. Las arquitecturas han sido tomadas de la escuela veneciana que Sevilla debía de conocer, mientras que las figuras están inspiradas en Alonso Cano, apuntándose que la composición podía estar relacionada con las estampas flamencas. El pintor debía conocer también las obras de Murillo al representar el asunto como si se tratara de un tema de género. El empleo de las luces otorga a la imagen un sensacional efecto dramático, especialmente al colocar a Lázaro en semipenumbra y la mesa con las viandas totalmente iluminada. Al fondo se crea cierto aspecto atmosférico - difuminando las figuras de los criados - que recuerda a Veronés.