A principios del siglo XIX, exactamente el 28 de abril de 1819, se descubrieron las cuevas de Ajanta. Un soldado inglés perteneciente a la Madras Army, John Smith, que se encontraba de maniobras en el Estado de Maharashtra (capital Bombay), recorría con sus prismáticos la hoz del río Waghora, en plenos montes Indhyadri, cuando observó la entrada, semioculta por la vegetación, de unas cuevas. Inmediatamente se desbrozaron las fachadas y se limpió de animales el interior de hasta treinta cuevas, dispuestas consecutivamente a lo largo de seiscientos metros en la pared de la garganta formada por el río. A pesar del abundante número de cuevas, del rigor arquitectónico de algunas de ellas, del virtuosismo escultórico en la decoración de la mayoría y de la gran calidad pictórica de los murales, este hallazgo no llamó la atención de la Corte de Directores de la East Indian Company hasta que años más tarde James Ferguson exigiera una atención inmediata sobre Ajanta en la ponencia del congreso de arqueólogos de la Royal Asiatic Society of Great Britain and Ireland. Tras enumerar las treinta cuevas (29, más 15 bis) partiendo del acceso principal, de este a oeste, dicha atención se centró principalmente en las pinturas, la auténtica novedad de Ajanta debido a la aparente inexistencia de una tradición pictórica india que, a su vez, se contradecía con la riqueza arquitectónica y escultórica. Bien porque la pintura principesca (en la que se recrea la literatura) que adornaba los palacios de madera no haya sobrevivido, bien porque los murales de los santuarios fueran remozados y repintados continuamente según prescribía el ritual y, principalmente, el alarde figurativo y sensual típicamente indio se convirtiera en un desgraciado objetivo de la iconoclastia islámica, no se conocía más pintura india que la tardía miniatura (siglos XVI-XIX en su esplendor) que, aunque expresiva y admirada por el coleccionismo inglés, no constituía un arte mayor.
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El altruismo del budismo mahayana creó una nueva imagen de culto con los bodisatvas o personificaciones de las cualidades de Buda. En este caso el Padmapani -una pintura mural al seco del vihara n.° 1 de Ajanta-, el que logró poseer el loto de máxima pureza gracias a su infinita compasión, se ofrece al espectador como una promesa de liberación del valle de lágrimas terrenal. El atuendo principesco a la moda gupta no resta calma y bondad a este bodisatva que, en tamaño mayor del natural, constituye una de las obras maestras de la pintura india. Los Silpa-Sastras o manuales sagrados de iconografía rigen la interpretación de estas divinidades configurando una etnia supra-humana, capaz de hacer palpable lo divino y lo trascendental, superando el mero idealismo formal antropomórfico.
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Gracias a una depurada técnica mural, las pinturas de Ajanta han sobrevivido a 10 siglos de abandono y a una desgraciada serie de restauraciones, aunque como es lógico presentan deterioros. El trato lineal constante y el contraste de colores para aludir al volumen y a la plasticidad se alían con la expresión contenida de las formas movidas por el sentimiento. El sentimiento dando una real diversidad a la forma, la contención expresiva y la capacidad de sugerir son parte de los principios de estética india o Sadanga. La gran protagonista de Ajanta es la figura humana, y más concretamente la femenina. El idealismo conceptual de esta etnia supra-humana no impide al artista una aguda observación del natural, que define tipos indo-arios, drávidas, negroides y centro y extremo asiáticos.
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En Ajanta y bajo la órbita cultural de los Gupta culmina la arquitectura excavada con un espectacular conjunto de 30 cuevas, descubiertas en 1819. Tras siete siglos de superación técnica, el clasicismo gupta se recrea en los ejes de simetría, entablamentos, frisos escultóricos, fustes con tambores y múltiples elementos que superan la excavación tradicional. Perviven el arco y la bóveda de kudú, símbolo de sacralidad, cuyo origen se remonta a la arquitectura en madera prearia, y la distribución del espacio en tres naves separadas por columnas con cabecera absidial y girola.
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Fotografía cedida por la Oficina Nacional Israelí de Turismo. Copyright Ministerio de Turismo de Israel.
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Conjunto de cuevas en los alrededores de Qumran (Israel), en ellas se hallaron diversos pergaminos cuyo estudio ha resultado fundamental para reconstruir la historia del pueblo de Israel y del cristianismo. Se trata de un paraje desértico, situado sólo a doce km de Jericó, en las proximidades del Mar Muerto. En las laderas de las colinas una secta judía, los esenios, utilizó numerosas cuevas para ocultar su más preciado tesoro: manuscritos sobre la historia de Israel. La intención fue la de mantenerlos ocultos ante el empuje de las legiones romanas, para lo que guardaron los pergaminos en tinajas de cerámica resguardadas a su vez en cavidades naturales de las colinas. Los pergaminos fueron casualmente descubiertos en 1947 por Mohamed ab Dib, un joven pastor beduino. Cuando fueron estudiados se comprobó que los primeros descifrados correspondían con seis textos fundamentales para la historia del cristianismo: El Libro del profeta Isaías, del Antiguo Testamento; El comentario sobre Habacuc; El Manual de Disciplina; El rollo de Lamech, en arameo; La Guerra de los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas, y Los Himnos de Acción de Gracias. Entre 1953 y 1955 el arqueólogo francés De Vaux realizó trabajos arqueológicos, que sacaron a la luz 56 tinajas más de una decena de cuevas cercanas a las anteriores. De esta forma quedaba demostrada la existencia en ese lugar de una especia de biblioteca con más de 250 rollos. Actualmente es posible visitar el monasterio de Qumrán, donde se pueden ver las cisternas y el refectorio. Es necesario completar esta visita con la del Museo del Libro de Jerusalén, donde se conservan los pergaminos de Qumran, que se han datado por C14 en 2.000 años.
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Fotografía cedida por el Servicio de Promoción e Imagen turística del Gobierno de Navarra.