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El martirio de San Andrés fue captado por Caravaggio en los últimos años de su producción pictórica. Era un encargo para una iglesia, y el pintor eligió un momento milagroso que se recogía en leyendas tradicionales italianas, que en determinados momentos tuvieron el mismo valor que las propias Escrituras. El texto del que Caravaggio toma el episodio es la Leyenda Dorada, escrita por el italiano Santiago de la Vorágine. Según lo que cuenta, San Andrés todavía estaba vivo en la cruz, agonizando pero decidido a morir como su maestro. Un soldado, compadecido por su sufrimiento, dio orden para descolgarlo pero se produjo un milagro que paralizó al soldado y permitió a San Andrés morir como había decidido. Los rasgos maestros de la pintura de Caravaggio se mantienen en esta imagen, que sin embargo parece pintada apresuradamente, quizás para cumplir las fechas de entrega del contrato.
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Caravaggio ha conseguido reducir en esta pintura todos los elementos a los mínimos imprescindibles: sólo cuatro personajes, la luz está reducida a un único foco lateral, no hay espacio, ni paisaje, ni otros espectadores excepto nosotros mismos. La pintura está realizada como pala de altar de la capilla Cerasi en Santa María del Popolo. El óleo aparece en alto, sobre nuestras cabezas, a tamaño natural y emergiendo con gran potencia del fondo en semipenumbra de la capilla. Este ambiente dota de gran fuerza expresiva a los personajes de la escena, que se aparecen con presencia casi real. San Pedro fue martirizado mediante la crucifixión, pero el apóstol solicitó a sus verdugos que no le dieran martirio de la misma manera que a Cristo, puesto que no creía merecer ese honor. Es por ello que los verdugos le han crucificado al revés. Los tres esbirros están enfrascados en su tarea, con un absoluto desapasionamiento. Todas son figuras despersonalizadas, cuyo rostro ni siquiera podemos ver. Con gran crudeza, Caravaggio pinta los sucios pies descalzos de uno de ellos. San Pedro, sereno, anciano, mira hacia algún objeto situado fuera del marco del lienzo y que no es otro que un crucifijo ubicado en el altar que adorna el propio cuadro. Se consigue de esta manera un doble juego entre lo pictórico y lo real, reforzado por la ya mencionada verosimilitud de las figuras.
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En la Academia de Venecia se guarda un lienzo de Lucas Jordán que recuerda una composición con esta temática, por lo que se considera que Ribera realizó un cuadro para el que serviría como boceto preparatorio este excelente dibujo que contemplamos. San Pedro está siendo colocado en la cruz invertida en la que será martirizado, creando una marcada diagonal al mismo tiempo que las figuras presentan acentuados escorzos. De esta manera el pintor consigue crear una sensacional sensación de movimiento, mezclada con la tensión del momento. Una vez más, Ribera se presenta como heredero del naturalismo al captar las expresiones y los gestos de los personajes. Se considera una de las obras más finas de Ribera al emplear una brillante técnica a base de sanguina y aguada roja.
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Este fresco es una obra imposible: fue pintada en la Capilla Paolina, concretamente en el pasillo que conduce a ella. La Capilla es un espacio de tamaño reducido, cubierto de mármoles de colores y bronces dorados, de acceso privado y exclusivo al Papa. El pasillo que lleva a la misma es un espacio angosto, rectangular y sin profundidad suficiente para contemplar de una sola mirada el conjunto de los dos frescos, el de la Crucifixión de San Pedro y el de la Conversión de San Pablo. Ni siquiera Miguel Ángel pudo tener una visión en conjunto de la obra, que pintó parte a parte sin poder ver lo que precedía o seguía a lo trabajado aquel día. Es decir, la imagen no era para ser vista, por contradictoria que parezca la idea. Lo importante era que estuviera allí y que sus personajes acompañaran al Papa en su trayecto diario a la capilla. El Papa iría contemplando una a una las figuras hasta el final del recorrido. Son figuras con un poder mágico por su simple presencia, algo parecido a las pinturas prehistóricas, que se sabía que estaban dentro de la cueva, pero no podían ser vistas por el resto del clan. En esta Crucifixión de San Pedro, considerado el primer Papa de la Iglesia, la composición es confusa, agitada, llena de personajes, lo que hemos de atribuir a la evolución del ya inquietante estilo de Miguel Ángel. Se trata de una obra que podemos calificar de manierista, llena de retorcimiento y sofisticaciones, la mayor de las cuales constituye su propia ubicación y el espectador único que debía tener: el Papa.
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La última década de su vida Rubens la dedicó especialmente a "llevar una vida tranquila junto a mi mujer y mis hijos y no desear otra cosa en el mundo más que vivir en paz". Compró un castillo en Het Steen y se interesó por el paisaje. Pero curiosamente, en estos últimos años, el maestro flamenco incorpora mayor crueldad a sus asuntos religiosos, realizando martirios, temática que anteriormente no había tratado. La violencia que incorpora en estos trabajos se pone claramente de manifiesto en el Martirio de San Livinio o la Crucifixión de San Pedro que aquí contemplamos, obras en las que el maestro "penetra en lo brutal con toda la fuerza sugestiva de que dispone allí donde el tema le brinda ocasión; mas sabe, no obstante, desmaterializar en cierto modo lo repulsivo por la manera de presentarlo pictóricamente y hacer que los factores estéticos dominen sobre el asunto mismo" (Weisbach, 1948).El lienzo fue encargado por la familia Jabach para el altar mayor de su iglesia parroquial de Amberes, el templo en el que estaba sepultado el padre del pintor, Jan Rubens, por lo que podemos considerar también esta obra como un delicado epitafio dedicado por Rubens a su padre. La escorzada figura de San Pedro parece dirigirse al espectador, tomando como referencia la obra pintada por Caravaggio para la iglesia romana de Santa Maria del Popolo. Los sayones clavan con todas sus fuerzas al santo a la cruz, creando una situación de tensión, violencia y energía que es característica de la producción del maestro. Las monumentales figuras recuerdan a Miguel Angel y las esculturas clásicas que Rubens tomó como modelos en sus primeros trabajos. Pero la novedad la encontramos en el tratamiento de la luz y el color, inspirándose en Tiziano para crear una admirable sensación atmosférica que envuelve a los personajes e intensifica la fuerza del momento representado por Rubens. Sólo la figura del ángel que porta la palma del martirio y la corona de laurel como símbolo de triunfo pone algo de paz en esta dramática escena, en la que no debemos dejar pasar una referencia a los expresivos rostros de las diferentes figuras, transmitiendo el miedo en el santo o el odio en los sayones. Nos encontramos ante una obra cargada de barroquismo realizada por el mejor representante de este movimiento.
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En la tarima del Políptico de Pisa debían incluirse tres tablas: la Adoración de los Magos, las Historias de San Julián y San Nicolás y la Crucifixión de San Pedro y decapitación del Bautista que aquí contemplamos. Masaccio ofrece el momento de mayor intensidad en el martirio de ambos santos aunque tampoco se ensaña con imágenes plenas de crueldad. Las dos escenas están separadas por un listón dorado y en ambas se aprecia el interés por la perspectiva al introducir el maestro edificaciones y una nota de paisaje que recuerdan a la capilla Brancacci así como las figuras en diversos planos en profundidad. Los personajes están dotados de cierta gracia, asumiendo cada uno sus funciones, destacando los escorzos de los verdugos. La luz baña ambas escenas, modelando el aspecto escultórico de las figuras, vestidas a la moda del Quattrocento.
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La Crucifixión debía de estar colocada sobre la Virgen con Niño en el desmembrado Políptico de Pisa. Su fondo dorado hizo pensar que se trataba de una obra de un autor anónimo hasta que se incluyó en el catálogo de Masaccio. Ese fondo de evidente influencia gótica puede deberse al deseo del cliente, el notario de San Giuliano. La figura de Cristo en la cruz preside la composición, acompañado a su izquierda por san Juan Bautista y a su derecha por la Virgen, formando una deesis. A sus pies se contempla a María Magdalena, supuestamente pintada más tarde porque su corona es diferente; la Magdalena, con los brazos abiertos y la cabeza agachada, llena de dramatismo la escena y otorga un mayor efecto de perspectiva. Las cuatro figuras están dotadas de monumentalidad escultórica, si bien el Cristo es algo arcaico en su anatomía, especialmente en la posición de la cabeza, que quizá venga motivada por la ubicación de la tabla en lo alto del retablo. El escorzo de la figura de la Magdalena refuerza esta hipótesis. Se supone que a los lados de esta escena se ubicaban San Pablo y San Andrés.
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La composición de este cuadro de Rogier van der Weyden está utilizando un modelo que había inaugurado Jan van Eyck algunas décadas antes, como podemos ver en su Virgen en una iglesia. Se trata de una idea por la que una escena sagrada aparece mágicamente desarrollada en el seno de una iglesia, dentro de sus naves de arquitecturas góticas. Es un milagro, un círculo cerrado que concluye la devoción cristiana: Jesús crucificado inicia una nueva era, en la que el hombre ha sido salvado del pecado original. En memoria de Jesús se celebra el ritual de la Eucaristía en edificios apropiados, las iglesias y catedrales, en las que de nuevo se aparece Cristo muerto, el origen de todo. La escena de la Crucifixión sería perfectamente ortodoxa si estuviera ambientada en el monte Calvario: Cristo aparece en una elevada cruz, ya muerto; María desmayada en el suelo es atendida por San Juan, mientras las santas mujeres lloran por Cristo. Sin embargo, Weyden ha trasladado los personajes a través del tiempo para situarlos en el interior de una de las catedrales góticas donde los clientes del cuadro, sus familiares, el propio pintor, iban a celebrar los sacramentos. Es un recordatorio de que la muerte de Cristo está presente siempre en la vida del fiel, que no debe olvidar su misión en la iglesia a la que acude diariamente. El cuadro es un panel central de un tríptico que estaba destinado también a una iglesia. Es decir, es una imagen de la manifestación de lo sagrado en el espacio sagrado por excelencia.
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Toda la gracia de Rafael - que tanto encandilaba a sus contemporáneos - está expuesta en esta arrebatadora pala de altar, de gran tamaño. La composición es muy hermosa y decorativa, perfectamente equilibrada y estática. Los colores son brillantes, matizados, de una variación extremadamente conseguida hasta el punto de crear un ritmo interno en el cromatismo que acompaña perfectamente al ritmo de la estructura compositiva. La cruz se presenta en el centro, destacada en altura y monumentalidad, recortada contra un cielo azul profundo levemente matizado en la línea de horizonte por el resplandor del sol. En lo más alto del cielo se han unido el Sol y la Luna, dando un significado sobrenatural a la escena. Dos hermosos ángeles adolescentes recogen la sangre de Cristo en sendos cálices, con posturas gráciles que parecen coreografías de una danza maravillosa. Forman una simetría perfecta, con movimientos opuestos a los que acompañan las líneas arabescas de las cintas de sus vestidos, que parecen remitir a una caligrafía elegante y aristocrática. En el suelo, las santas mujeres miran con adoración la imagen del crucificado, sin los gestos de patetismo y dolor tan frecuentes en el arte flamenco o en el gótico español. La imagen ofrece serenidad y belleza, lo que la convierte en un icono de devoción perfectamente apropiado para cualquier estancia, sin contrastes ni violencias, una cualidad que se apreciaba de manera singular en la obra de Rafael. La tabla fue pintada para la capilla Gavari en la iglesia de Santo Domingo en Città di Castello denominándose por ello el Retablo de Città di Castello. En el siglo XIX pasó por diferentes colecciones llegando a la Mond, que da su nombre actual. Los numerosos elementos peruginescos han hecho dudar a los críticos en numerosas ocasiones, mostrando también ciertos ecos de la pintura de Piero della Francesca.
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El hambre que asoló Madrid entre los años 1811 y 1812 será el centro de atención de unas veinte estampas de la serie, las que van desde ésta hasta Que alboroto es éste. Los famélicos cadáveres se amontonan en las calles, mostrando una imagen dantesca de la capital de España. Los precios del trigo llegaron a ser desorbitados, pagándose por la fanega en la primavera de 1812 hasta 500 reales, cuando en el mes de marzo del año anterior el precio - ya elevado - era de 60 reales.