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El auge que las ciencias sociales experimentaron a lo largo del siglo XIX, y que culminó en la última década del mismo, respondía precisamente a eso: a la necesidad de explicar, en palabras de Max Weber, lo que el hombre era y cómo había llegado a ser lo que era. Dios todavía no había muerto, contrariamente a lo que había dicho Nietzsche en 1882 (en La gaya ciencia): la religión seguía proporcionando la única razón de la vida para la inmensa mayoría de la humanidad. Pero de alguna forma, sus explicaciones resultaban progresivamente insuficientes, y su papel social -al menos, en las sociedades desarrolladas- parecía cada vez menos relevante. Por eso que antropólogos, sociólogos e historiadores se planteasen por primera vez y a fondo su estudio. Tal vez fuese el antropólogo británico Edward B. Tylor (1832-1917) el primero en hacerlo. Al menos, en su libro Primitive Culture (1871), Tylor quiso estudiar el nacimiento de las religiones primitivas -origen de toda religión- y concluyó que lo que las caracterizaba era la creencia, fruto de su primitivismo cultural, en seres espirituales, lo que incluía tanto las almas de los individuos como otros espíritus. Para Tylor esa idea de alma -a la que llamó "animismo"-, que en la religión primitiva poseían tanto los seres humanos como la naturaleza, era el origen de toda creencia religiosa, de toda deidad; y por tanto, la religión en última instancia no era, en su interpretación, sino un tipo de explicación que había sido modelado por el propio hombre.

Tylor creía, por añadidura, que existía una fuerte semejanza entre las religiones primitivas y las civilizadas, salvo por una diferencia: por el papel que en estas últimas tenía la religión como fundamento de la ética colectiva (por lo que Tylor apuntaba ya la idea que luego recogerían muchos antropólogos y sociólogos, como el ya citado Durkheim: que la religión era, sencillamente, un instrumento de cohesión social). Algo después, en 1890, se publicó la primera edición de La Rama Dorada, el extraordinario libro de sir James Frazer (1854-1941), de la universidad de Cambridge, un estudio comparado -escrito con erudición, mesura y elegancia insuperables- de ritos, creencias religiosas, costumbres y mitos de numerosos pueblos, con el que Frazer quería dilucidar el origen de la magia y de la religión, y las relaciones entre ambas. Frazer, que en parte continuaba los argumentos de Tylor, era aún más explícito. Primero, dejaba dicho claramente que magia y religión constituían estadios "insuficientes y erróneos" en la evolución de la humanidad, que quedarían superados mediante el desarrollo de la ciencia; segundo, colocaba la religión cristiana -algunos de cuyos rituales, como por ejemplo, la natividad, muerte y resurrección de Cristo le parecían simple adaptación de los festivales paganos anteriores- en plano de igualdad con las restantes religiones. El libro de Frazer tuvo un éxito excepcional e hizo de la Antropología una verdadera ciencia.

Sobre todo, y aunque las tesis de Tylor y Frazer fueran, luego, revisadas y especialmente, su concepción peyorativa de lo primitivo, dos ideas parecían abrirse camino irreversiblemente. En primer lugar, la idea de que la religión constituía un tipo de explicación propia de mentalidades elementales y primitivas; con ella, la idea de que la religión, lejos de ser un conjunto de verdades reveladas susceptible de análisis teológico, era una mera creación humana cuyas tradiciones, dogmas, creencias y rituales podían y debían ser estudiados empíricamente. La religión empezaba a ser, por tanto, una curiosidad antropológica. La misma Biblia fue puesta en revisión (eso, al margen del impacto que sobre la idea de la creación del mundo tuvieron el darwinismo y las teorías de la evolución de las especies en toda la segunda mitad del siglo). En efecto, fue el historiador alemán Julius Wellhausen (1844-1918), profesor de la Universidad de Gotinga, hombre de formación protestante y racionalista, el primero en publicar, aunque existieran precedentes desde el siglo XVIII, una interpretación convincente de la cronología y autoría de los textos bíblicos, cuestión teológicamente explosiva puesto que suponía la negación del origen divino y revelado de aquéllos, y, por tanto, la negación de los fundamentos mismos de la tradición judeo-cristiana. En su amplia obra, Wellhausen precisó la antigüedad de las distintas partes de la Biblia y pudo determinar el orden en que aquéllas habían sido escritas y reelaboradas (al servicio, según su tesis, de un proceso de justificación histórico-política de la nación judía).

Estableció, en suma, que la Biblia era un libro de historia, y no un texto sagrado. Por el mismo camino se orientó William Robertson Smith (1846-1894), ministro de la Iglesia Libre escocesa, hombre de erudición portentosa, gran conocedor del hebreo y del árabe -lengua de la que sería catedrático en Cambridge, universidad de la que fue también principal bibliotecario-, y especialista en exégesis del Antiguo Testamento. De hecho, Robertson Smith, autor de El Antiguo Testamento en la Iglesia judía (1881), Los profetas de Israel (1882) y La religión de los semitas (1889), hizo para el Deuteronomio lo que Wellhausen había hecho para el Pentateuco: fijar su composición y su cronología. Y los resultados fueron parecidos: afirmar la naturaleza histórica de la Biblia. No se trataba, además, de una cuestión meramente erudita. En la década de 1870, Robertson Smith escribió varios artículos de temas bíblicos para la Enciclopedia Británica y, en su calidad de redactor asociado, encargó otros a Wellhausen. Algunos de ellos escandalizaron: Robertson Smith fue acusado de herejía por miembros de su propia Iglesia y se vio forzado a dejar su cátedra en la facultad en la Iglesia Libre de Aberdeen. Era inútil. La idea misma de la creación divina del mundo y del hombre estaba en crisis. La tesis de la creación no pudo resistir, como ya se ha mencionado, el impacto de las teorías evolucionistas de Darwin y sus discípulos. El más brillante de éstos, además, el naturalista Thomas H.

Huxley
(1825-1894), dedicó los últimos treinta años de su vida a promover lo que, al menos en Inglaterra, fue una muy exitosa cruzada de divulgación social y popular del darwinismo, dirigida sin disimulo alguno contra los portavoces de la ortodoxia religiosa. El conocimiento sobre la aparición del hombre se transformó radicalmente a la luz del desarrollo de la Prehistoria y de la Arqueología. Los primeros hallazgos decisivos fueron anteriores a la época aquí estudiada. El hombre de Neanderthal fue encontrado por Fuhlrott en el verano de 1856; el de Cro-Magnon por Louis Lartet, en 1868; las cuevas de Altamira por Sautuola, en 1875. En 1865, en su libro Prehistoric Times -obra que se reeditó siete veces antes de 1914-, John Lubbock distinguía ya entre edades de Piedra y de los Metales, y entre Paleolítico y Neolítico, en la primera, y Bronce y Hierro, en la segunda: sobre todo, advertía que la aparición del hombre era muy anterior a lo que la tradición y la historia habían supuesto. Y en efecto, a partir de la década de 1880, se produjo un salto cualitativo, irreversible y definitivo en la percepción que el hombre tenía de su propio origen y antigüedad. Ello se debió a los numerosísimos hallazgos -restos humanos, instrumentos y útiles de todo tipo, animales fosilizados, cuevas con pinturas y grabados- que, a partir de entonces, se produjeron, una vez que se sistematizaron las técnicas y fundamentos de la Prehistoria y de la Arqueología; el más espectacular fue el descubrimiento en 1889, en Java, por el profesor holandés Eugene Dubois del que se llamaría Pithecantropus erectus en el que se quiso ver el "eslabón perdido" entre el hombre y el mono de las teorías darwinistas.

Luego se sabría que no lo era y que la cuestión de la aparición del hombre era mucho más compleja de lo que se pensó al principio. Pero el hallazgo de Dubois, objeto de apasionados debates que se prolongaron hasta bien entrado el siglo XX, y otros posteriores -como el del hombre de Chu-ku-tien, junto a Beijing, hallado por Davidson Black en 1930- hicieron que las estimaciones sobre la aparición del hombre se elevaran hasta los 500.000 años antes de Cristo. Estaba cristalizando, pues, una nueva visión del origen del hombre y de la evolución del mundo que desafiaba los supuestos de la religión cristiana. Tanto, que el profesor de la universidad de Jena, Ernst Haeckel (1834-1919), principal exponente del darwinismo en Alemania y el hombre que, convencido de la existencia del "eslabón perdido", había enviado a su ayudante Dubois a Java, escribió en 1899 un libro, El misterio del mundo, que proponía una interpretación radicalmente materialista de éste, en el que la vida se explicaba, no en virtud de un Dios creador, sino en razón de la evolución mecánica de la materia y de la naturaleza: lo significativo fue que el libro se tradujo a numerosos idiomas y que se convirtió en uno de los grandes "best-sellers" internacionales del fin de siglo. No era casual que historiadores y prehistoriadores protagonizaran algunas de las tormentas intelectuales de la época. El siglo XIX fue el siglo de la Historia (inicialmente popularizada por las novelas de Walter Scott), y ello suponía un cambio radical en la concepción que el hombre tenía de la vida y de su propia naturaleza.

Fue el filósofo alemán Wilhelm Dilthey (1833-1911), biógrafo de Schleiermacher, profesor en las Universidades de Basilea, Kiel, Breslau y Berlín, el primero en hacer de ello el punto central de su reflexión filosófica. Porque, para Dilthey, la revolución historiográfica que se había producido en Alemania a lo largo del siglo XIX -que él atribuía a la labor de Humboldt, Savigny, Grimm, Ranke, Niebhur y Mommsen-, obligaba a investigar la naturaleza y la condición de la historia y a emprender, según escribió en 1903, "una crítica de la razón histórica", que hiciese entender la dimensión histórica de la vida: "sólo la Historia -escribiría- puede decirnos qué es el hombre"; "la totalidad de la naturaleza humana -diría en otro texto- sólo se halla en la historia". La Historia adquiría, así, una dimensión trascendente. El hombre tomaba "conciencia histórica", según la expresión favorita de Dilthey; es decir, el hombre sólo se explicaba a sí mismo a través de su propia historia, y la vida sólo podía entenderse desde la vida misma. La Historia resultó, pues, objeto de máximo interés para el análisis filosófico, al menos para el pensamiento alemán. La obra de Wilhelm Windelband (1848-1915), Heinrich Rickert (1863-1936), Georg Simmel (1858-1918) y la del propio Max Weber (1864-1920) vino a constituir una verdadera teoría alemana de la Historia.

Ellos, al menos, fueron los primeros en plantearse cuestiones realmente esenciales a la naturaleza de la comprensión histórica, a la lógica (leyes y causas) de la Historia, a la objetividad y los valores en Historia, a la singularidad y unicidad de los hechos históricos. Y fueron los primeros en afirmar, al hilo de todo ello, una convicción esencial: "que el hombre -en palabras de Dilthey- es un ser histórico". Ese interés era paralelo al propio desarrollo de la Historia. El hecho fue idéntico en todos los países europeos (y en Estados Unidos): en todos hubo una similar explosión de estudios históricos, materializada en la creación de cátedras de Historia, aparición de publicaciones periódicas, organización de archivos, reunión de grandes congresos, publicación de grandes repertorios históricos, fuentes y libros de referencia, y en el desarrollo de las ciencias auxiliares de la Historia. E incluso en todos se produciría un mismo fenómeno: la aparición, junto a los historiadores profesionales, de divulgadores de la Historia, como los casos, en Inglaterra, de un Chesterton o un H. G. Wells, cuyo libro The Outline of History, una historia del mundo desde sus orígenes hasta el presente en un solo volumen, publicada en 1920, vendió más de dos millones de ejemplares. En Alemania, la labor de los hombres citados por Dilthey -y junto a ellos, Droysen, von Sybel, fundador de la Historische Zeitschrift (1859), y Treitschke- fue ahora continuada por la llevada a cabo por Wellhausen en el ámbito de los estudios semíticos; E.

Delitzsch, en el campo de los estudios asirios y sumerios; Schmoller, von Bellow y Brentano, en historia económica; Max Weber, Werner Sombart (1863-1941), autor de El capitalismo moderno (1902) y de El burgués (1913), y Ernst Troeltsch (1865-1923), en historia social de las ideas, o mejor, en el estudio de la relación entre ética religiosa (el calvinismo, el judaísmo, el luteranismo) y desarrollo económico; Karl Lamprecht (1856-1915), en historia social y psicológica; Friedrich Meinecke (1862-1954), en historia política y del Estado, y Theodor Mommsen (18171903), en historia del mundo romano. En Francia, donde también la Historia tuvo formidables exponentes a lo largo del siglo XIX -Guizot, Tocqueville, Thiers, Michelet, Renan, Taine, Fustel de Coulanges-, lo significativo fue tal vez que la III República crease en 1886 una cátedra de Historia de la Revolución francesa en la Sorbona, que ejerció, primero, Alphonse Aulard (1849-1928), pues ello revelaba también que aquel régimen quería hacer de la Historia uno de los pilares de la educación pública. En 1876, Gabriel Monod había creado la Revue Historique; con Ernest Lavisse, Charles Seignobos y Charles -Victor Langlois la Historia quedó definitivamente establecida como una disciplina rigurosa y académica, afirmando su identidad frente a otras ciencias sociales como la Sociología, al hilo del intenso debate que, sobre la naturaleza de ambas disciplinas, sostuvieron entre 1903 y 1908 Seignobos y Durkheim.

Más aún, por iniciativa de un no-historiador, Henri Berr (1863-1954), profesor de Retórica en un instituto de París, la Historia adquirió en Francia una nueva dimensión. Porque Berr no veía en ella un mero ejercicio de erudición sino la síntesis por excelencia de todas las ciencias humanas, y como tal, la creía inseparable de la Geografía, de la Sociología, de la Economía y de la Psicología Social. Al servicio de esa concepción, lanzó en 1900 la Revue de Synthése Historique, precedente de Annales d`Histoire Economique et Sociale que en 1929 editarían dos historiadores, Lucien Febvre y Marc Bloch, marcados por su influencia. En 1920, Berr promovió la publicación de la Evolución de la Humanidad, un ambiciosísimo proyecto que pretendía, a través de síntesis monográficas de gran calidad, abarcar toda la historia del mundo: que para 1940 se hubiesen publicado unos 40 títulos de los 100 proyectados confirmaba la estimación social que la Historia había ya adquirido. Con los nombramientos para las cátedras de Historia de Oxford y Cambridge de William Stubbs (1825-1901) y John Seely (1834-1895), en 1866 y 1869 respectivamente, y la aparición en 1886 de la English Historical Review, la historia alcanzó también su estatus como disciplina académica en Gran Bretaña, que se consolidó por la labor en Oxford de Edward A. Freeman, J. A. Froude y Samuel R. Gardiner y sobre todo, por la que realizaron en Cambridge Lord Acton (1834-1902), J.

B. Bury (1861-1927), F. W. Maitland (1850-1906) y George M. Trevelyan (1876-1962). En 1902, Bury podía decir, en el discurso de toma de posesión de su cátedra, que la Historia era "simplemente una ciencia, nada menos y nada más". La mejor expresión de ello fue tal vez la Historia Moderna de Cambridge, la gran obra múltiple, en doce volúmenes, planeada por Lord Acton y publicada entre 1902 y 1910, comparable por su importancia y significación a las empresas de Berr en Francia. Al margen de la historia oficial -demasiado apegada a la historia política y a la interpretación liberal de Inglaterra-, J. L. y Barbara Hammond publicaron entre 1911 y 1919 una serie de libros sobre la vida de los trabajadores (El trabajador rural, El trabajador urbano y El trabajador especializado), que hacían de las clases obreras y de la revolución industrial -término popularizado tras la aparición en 1884 del libro de ese título escrito por Arnold Toynbee (padre)- el eje de la historia británica moderna. R. H. Tawney (1880-1962), profesor de la Escuela de Economía de Londres y militante laborista, dio con sus estudios sobre los problemas agrarios de la Inglaterra del siglo XVI (1912) y sobre la relación entre religión y capitalismo (1926), un considerable impulso a la historia social. El empirismo británico y el desarrollo que en el país tenían los estudios de Economía hicieron que naciera allí la historia económica (como algo radicalmente distinto de la historia social-geográfica de Berr y los Annales): J.

H. Clapham (1873-1946) publicó en 1907 un libro sobre las industrias de la lana y del estambre, y en 1921, otro sobre el desarrollo económico de Francia y Alemania entre 1815 y 1914. En 1926, se fundó la Economic History Review, la gran revista de la especialidad, y dos años después, se dotó en Cambridge la primera cátedra de Historia Económica (que le fue atribuida justamente a Clapham). Luego, ya en la década de 1930, el espíritu revisionista y crítico de Lewis B. Namier (1888-1960), un judío polaco establecido en Oxford en 1908 y catedrático en Manchester desde 1931, provocaría en el ámbito de la historia política y biográfica una revolución equiparable, aunque de significación muy distinta, a la que la revista Annales representó en Francia en el ámbito de la historia social. En 1902, se concedió el Premio Nobel de Literatura a Mommsen, el historiador de Roma, editor del Corpus Inscriptionum Latinorum, y autor de una obra de casi 1.500 títulos: era un reconocimiento del papel que la Historia, como se ha visto, había ido adquiriendo. Cuando en 1936 Friedrich Meinecke publicó su libro El historicismo y su génesis, la idea del carácter histórico, de la historicidad del hombre y del mundo, era ya, probablemente, una firme y amplia creencia colectiva.

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