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Siete después de iniciada la Pascua se celebra la Fiesta de las Semanas (Pentecostés o Shavuot), en la que originalmente se conmemoraba una cosecha de trigo que festeja la revelación ocurrida en el monte Sinaí siete semanas después del Éxodo. Durante esta fecha se recurre a la lectura del Libro de Rut, ambientado en la época de la siega. En julio o agosto se celebra el Noveno Día del Av (Tishah b'Av), un día de ayuno público en recuerdo de diversas desgracias que según la tradición ocurrieron ese día, como la destrucción del Templo por Nabucodonosor en el año 586 a.C. o la expulsión de los judíos de España en 1492 por los Reyes Católicos. Modernamente los judíos de todo el mundo han adoptado dos fiestas nuevas. Una es el Yom ha-Shoah o Día de la Conmemoración del Holocausto, que se celebra en memoria de los seis millones de judíos asesinados por los nazis durante la II Guerra Mundial. Día de luto, se celebra unas dos semanas después de la Pascua, recordando el levantamiento judío del ghetto de Varsovia. De muy diverso signo es el Yom ha-Atzmaut o Día de la Independencia de Israel, fiesta alegre que conmemora el resurgimiento judío tras el Holocausto y la creación del Estado de Israel el 14 de mayo de 1948.
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Un fenómeno nuevo ha comenzado en este postrer momento medieval: la imprenta. Sabemos la incidencia que en la producción y consumo de libros va a tener hasta nuestros días. Pero también lo tendrá desde la segunda mitad de siglo en los manuscritos de lujo. Muchos seguirán prefiriéndolos a los impresos, más normalizados y menos bellos. Incluso hombres del renacimiento coleccionarán aquéllos, despreciando éstos, como gusto estético y diferencia de clase. Pero poco a poco la realidad se impondrá en el siguiente siglo y el manuscrito de lujo desaparecerá progresivamente, aunque con lentitud. Al mismo tiempo, un tipo de reproducción a partir de una matriz repetirá la historia: el grabado sobre madera o xilografía nace tempranamente, pero no se constituye en arte hasta bien avanzado el XV. Algunos artistas se interesan por el sistema y hacen ensayos cada vez más felices. El deseo de difundir ciertas imágenes entre un público cada vez más amplio, aunque siempre restringido, llevarán a un tipo de producción de colecciones de grabados o grabados encuadernados en libros.Así, nace la "Biblia Pauperum" editada con numerosas planchas y característica distribución de imágenes, donde cada historia del Nuevo Testamento se presenta flanqueada tipológicamente por otras del Antiguo, mientras arriba y abajo profetas del Antiguo destilan sus textos. La edición a veces se colorea a mano. Este es uno de los problemas no resueltos: el color. Por eso también hay libros con decoración tomada de la miniatura, que se colorean luego a mano.La muerte es una obsesión entonces, presente en la suntuosidad de los sepulcros, en las danzas macabras, etc. También se difundirá un ciclo de grabados que tienen un prodigioso éxito y se editan sobre planchas distintas en muchos lugares: el "Ars moriendi". El agonizante se enfrenta a la hora de la muerte con sus fantasmas, sus pecados y sus virtudes, mientras le acosan los diablos y le defienden los santos y los ángeles. También las danzas macabras de editan en colección de estampas.Entre los pintores algunos comienzan a grabar. Estamos en los comienzos de una nueva historia que tendrá una inmensa herencia en los siglos siguientes. Los pintores y escultores adquieren colecciones de estampas con ciclos temáticos usuales que sustituyen a los antiguos álbumes de modelos. Es en Flandes y Alemania donde la técnica se extenderá más. Martín Schongauer es un aceptable pintor pero, especialmente, el creador de un ciclo de la Pasión que circula por toda Europa y se convierte en indispensable en los talleres artesanos. Su Muerte de la Virgen se repite aquí y allí. El maestro de Avila la utiliza en el retablo de La Sisla. El maestro del Gabinete de Amsterdam va editando una temática variada de estampas, mientras pinta retablos e ilumina manuscritos. Wolgemut será maestro de Durero y buen grabador.
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Pero en Francia se formó otro tipo de pintura de historia, hacia el que se fueron aproximando, por ejemplo, los artistas trouvadour J.-B. Mallet y F.-M. Granet. El acercamiento a los estilos históricos tardomedievales o renacentistas por imitación del mismo lenguaje artístico no fue la meta de muchos pintores de historia no tocados por el nazarenismo. El compromiso historicista se hallaba más bien en la adecuada ambientación de las escenas históricas. Durante la Monarquía de Julio este tipo de pintura, algunas de cuyas premisas obedecían a algo parecido a lo que hoy llamaríamos eclecticismo postmodemo, cobró una singular fuerza y fue muy imitada.Nos referimos a la pintura ochocentista de historia más típica -en cualquier ayuntamiento hay algún cuadro rancio de este tipo-, el conocido por el juste milieu. Sus representantes más consagrados fueron Horace Vernet (1789-1863), Léon Cogniet (1794-1880), Paul Delaroche (1797-1856) y también uno más joven y con mejores cualidades, Thomas Couture (1815-1879). Delaroche y sus compañeros impusieron lo que será el gusto oficial del género de historia a mediados de siglo. Pues bien, el justo medio de la pintura radicaba en el lugar de conciliación del historicismo romántico culto con una posibilidad de comprensión realista de los temas. Así, en sus lienzos prima el cuidado de la ambientación y el vestuario como en una escenificación teatral, se facilita la accesibilidad del asunto por la tematización de anécdotas, y la verosimilitud se rige por una especie de ilusionismo fotográfico, que naturaliza la escena histórica.El juste milieu supuso la normalización del historicismo en la pintura de los salones oficiales. Su generalización afectó al conjunto de la pintura de historia. Esto es, primitivistas ingleses como W. Dyce y otros, los pintores de tema de Düsseldorf, como F. Th. Hildebrandt (1804-74), o italianos que se dejaron seducir primero por el nazarenismo, como Francesco Hayez (1791-1882), asumieron esta nueva inflexión verista y anecdótica del género histórico. París, Düsseldorf, Bruselas, Londres y Roma fueron los focos principales, y hacia mediados de siglo los enormes lienzos con alegorías anecdóticas y temas patrióticos y literarios acumulaban premios y quitaban sitio en los edificios públicos. En España, por ejemplo, son muchísimos los pintores que enlazan con esta tendencia, incluso hasta bien entrado nuestro siglo. Sólo que los primeros (Cano, Casado, Gisbert), nacidos en los años 20 y 30, son ya de una generación muy joven, que también conoce otros modelos pictóricos. Eduardo Rosales (1836-73), ya de la generación de Fortuny, fue un auténtico virtuoso y el menos tibio de los pintores españoles de historia.El realismo pequeño burgués era también una corriente establecida en el segundo tercio de siglo. Nos referimos en su momento a la puesta en escena del ilusionismo realista en la pintura de paisaje. Copenhague, que había sido un importante centro para el primer Romanticismo, se convirtió en época de Christian Köbke (1810-1848) en centro del verismo biedermeier. El y otros daneses se esmeraron en desarrollar una pintura de temas sencillos, paisaje, vistas urbanas e interiores domésticos que caracterizará buena parte de la producción nórdica. En otras ciudades, como Berlín, Dresde y Viena, el orden pequeño burgués del Vormärz se verá reflejado en una pintura bien pensante de saneadas costumbres urbanas y ejemplares tradiciones campesinas. Algunos pintores como Domenico Quaglio y los berlineses J. E. Hummel (1769-1852) y E. Gärtner (1801-77), por ejemplo, recuperaron, con el auxilio de la cámara oscura, la técnica realista dieciochesca de los prospectos urbanos y vedute topográficas de un Bernardo Bellotto.Las raíces de esta tendencia hacia un realismo apolítico son diversas, pero a veces se trata de un realismo satírico temprano que surge en franca oposición a las fórmulas estériles de la pintura académica de historia. Tal es el caso de las jocosas realizaciones de J. P. Hasenclever (1810-1853), quien, harto de los estereotipos de la Academia de Düsseldorf, volvió sus ojos hacia la realidad cotidiana y a las sabias imágenes de los ingleses W. Hogarth o un más próximo David Wilkie (1785-1841). Carl Spitzweg (1808-85) es uno de los exponentes más notables de la pintura burlesca de género. Su original poesía de las cosas rutinarias entra en los dominios de la época del fabuloso Daumier.La representación fiel de las costumbres y la crónica de las tipicidades del derredor ocupó también a pintores ingleses y franceses, y fue el fundamento de una de las corrientes más felizmente afianzadas en el Romanticismo español. El madrileño Leonardo Alenza (1807-1845), el más digno de los sucesores de Goya, que parece leer lo que éste tiene de Teniers y de su propio coetáneo David Wilkie, se dedicó sobre todo a la representación del pueblo sencillo, a temas pintorescos urbanos y suburbanos, con una sensibilidad pareja a. la de un literato costumbrista como Mesonero Romanos. Fue también ilustrador, como Francisco Lameyer, de libros y revistas del romanticismo isabelino.Pero es en Andalucía donde el costumbrismo casticista tuvo más cultivadores, aunque prácticamente ajenos a la veta goyesca y más esmerados en técnicas de realismo ilusionista. Hubo, a este respecto, una sucesión de generaciones no homogéneas de pintores. Destacan los de la segunda de éstas: Joaquín Domínguez Bécquer (1817-1879), M. Rodríguez Guzmán (1818-1867) y otros. Esta tradición corona en la obra más depurada e intelectual de todas, la de Valeriano D. Bécquer (1833-1870), que ya se introduce en la segunda mitad de siglo.Hemos aludido al hecho de que parte de la pintura de consumo burgués y burocrático del segundo tercio de siglo obedece a derivaciones de distinto signo del historicismo nazareno. También la imaginería naïf de Ludwig Richter (1803-84) y Moritz von Schwind (1804-71) arraiga en el nazarenismo. Richter desarrolló su obra en Dresde y el vienés Schwind en Munich. Ambos supieron ver lo que el nazarenismo tenía de lenguaje pueril, propio para la visualización de cuentos y sagas intranscendentes, y concretaron por separado dos formas de imaginería burguesa. Schwind hizo algo de pintura monumental, pero fue básicamente autor de pequeños cuadros de género e ilustraciones muy imaginativos que sabían presentar ambientes de extraño embeleso infantil, candorosamente misteriosos. Sus grabados para el "Album para fumadores y bebedores" (1833) son literalmente encantadores, lo mismo que las figuras de sus "Pliegos muniqueses" (1847, que convierten la vida de la ciudad en escenario de un cuento.Con cuadritos suyos como En el bosque (h. 1848) el Romanticismo que se extingue mira a las cosas con ojos de niño y entona su canto de cisne, que tiene las notas de la melodía de un duende alegre. Músico con eremita (1846) convierte la escena pictórica en una fantasía aprehensible como las que disfrutamos en Disneylandia. En otro cuadrito de la misma época, Monje abrevando unos caballos, nos asomamos a una naturaleza silvestre llena de espíritus benignos, como la que recreará Franz Marc en su pintura.La ingenuidad de Richter es de otro tenor, aunque algunas de sus composiciones como Genoveva (1842) y Desfile de novios en primavera (1847) sean también gozosamente infantiles. Tenía menos de poeta que Schwind y más de conformista. Tal vez por eso disfrutó de una popularidad arrolladora. Hay en él menos hadas y más vírgenes. Fue, en su aspecto de ilustrador, el artífice de la estampa pequeño-burguesa edificante, la de la familia feliz y bienaventurada. La imagen gazmoña que idealizaba la vida doméstica ordenada -aunque todavía sin electrodomésticos-, tipificada durante generaciones en la ilustración gráfica de niños y mayores, es obra de Richter y de grabadores menos conocidos, sobre todo británicos. Ocurre con esto como con la imagen nazarena más trivial de tema religioso: su difusión y popularidad en el siglo XIX fueron tales, que ha determinado hasta nuestro siglo el aspecto de las estampitas de santos, los recordatorios de la Primera Comunión y algunas cosas más.
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La arquitectura barroca, como experiencia, a nivel proyectivo, se asume y se valora sobre todo a través del diseño que viene a ser el fruto de un profesionalismo que imagina los espacios y los volúmenes, plasmándolos para llevarlos a la realidad. Los verdaderos arquitectos son pocos y las obras de arte auténticas escasas porque no abundan las ocasiones de hallar un proyecto en los términos de una plena creatividad. Y es por este motivo por el que destaca en el contexto barroco español la fachada de la catedral de Valencia, una de las obras más afortunadas elaborada sobre una idea de Conrald Rudolf. Si recurrimos a una interpretación netamente científica, habría que otorgar al proyecto el máximo valor. Es el producto de una singular inteligencia reflexiva, creadora de una insólita imagen figurativa, a través de la cual se mide ampliamente la personalidad profesional del autor.Conrald Rudolf, alemán de nacimiento, realizó su formación en Roma y en París. Hacia 1699 se constata su presencia en Madrid al ser advertido por el escultor Raimundo Capuz, que informa de la decisión del arquitecto de trasladarse a la capital valenciana a la que arribó en el año 1701. Permaneció en ella hasta 1707, fecha en la que partía integrado en la Corte del Archiduque Carlos, pretendiente austriaco al trono de España.De su rápido paso por España, C. Rudolf dejó el proyecto de la fachada de la catedral de Valencia, animada y modelada bajo un patrón único y diseñada por una fuerza de atracción gravitatoria, que define un espacio a través de su logia y que crea y hace visible su propia naturaleza arquitectónica desde las fuerzas en curvatura que penetran en ella. Planteando un sistema de movimiento compuesto se levanta en el angosto retroceso del muro entre la Torre del Miguelete y el Aula (Sala Capitular), obras del siglo XIV. Su figura está entre las más esquivas de la arquitectura barroca española. En su esquema básico se recrean proyectos de Bernini y de Guarino Guarini. Sus divergencias cóncavo-convexas se contrarrestan con líneas de simetría y las siete divisiones en tres cuerpos aparentan la calidad de una membrana alabeada por estímulos internos. El efecto es sugerente y poderoso, a la par que dotado de sutileza por el juego sesgado de las columnas gemelas, y los cóncavos vanos, curvados de forma ostentosa sobre los planos verticales. La pureza tectónica y la aspiración a lo grandioso singulariza el edificio, cuya osada dinámica nos refleja la eminencia de un plano cuyo aspecto trasciende a lo tridimensional.Adepto al arte rococó en los prolegómenos del estilo, Rudolf se asocia a él encabezando la primacía de este estilo y trasmitiéndola al arte levantino en el que influye decisivamente. Él relieve sobre la puerta interpretado por L. Vergara, con ángeles adorando el nombre de María, sintetiza la tendencia rococó, indicada tanto en el concepto comprensivo del conjunto como en los refinados detalles ornamentales. En relación con los modelos locales, la fachada catedralicia marca una dicotomía conceptual reconocida de manera explícita. El espectador ve en el edificio, en los comienzos del siglo XVIII, una nueva orientación arquitectónica que comienza a encontrar su camino. Arracimada alrededor del viejo edificio gótico, refleja una nueva experiencia en la que se sintetizan de acuerdo con las leyes de un contrapunto arquitectónico algo de Fischer von Erlach-Neumann y una variación sinfónica sobre el tema de Borromini. De esta manera, C. Rudolf pasa a formar parte del círculo de hombres de ingenio que proyecta sus tareas con una nueva luz. Fue el punto central de una nueva andadura para el arte barroco español.Otro hecho ilustra también el peso del modelo extranjero, el cual, como en el caso anterior, absorberá la energía de varias generaciones. Se trata de una nueva corriente de expansión artística que se muestra llena de potencia y de sutileza a través de la recuperación de la práctica de los ejercicios de perspectiva. Este florecimiento se debe a los dibujos escenográficos de Fernando Galli-Bibiena (1647-1743) de carácter ornamental, pero que más que anotaciones furtivas, contienen verdaderas escalas estructurales. Con destino a la decoración de palacios o teatros, introduce aberturas luminosas, inmensos trompe l'óeil, inverosímiles escalinatas, vistas en vertical o escorzada, solemnes pórticos que recuperan el refinamiento óptico y las fórmulas objetivas de la quadratura en su particular ilusionismo.Bibiena también fue atraído a Barcelona por el Archiduque Carlos en el año 1708 como Maestro de Ceremonias, permaneciendo en la ciudad hasta 1711. Decoró la Lonja del Mar para servir de Teatro, asistido por su hijo José y por artistas catalanes entre los que se encontraba Antonio Villadomat. "La prattica di fabbricare scene e macchine di Teatro" de Niccola Sabbatini había consagrado la práctica de los cambios de decorado teatral. El Padre Pozzo, en su "Prospectiva di Pittore e Architetti", en dos volúmenes de 1693, ofreció todo un repertorio de espacios llenos de imaginación, conservando el principio del punto de fuga central y desarrollando un género escenográfico que Bibiena magnificó.Sus búsquedas escénicas se convirtieron en una modalidad ornamental con el que la escuela catalana especialmente entraba en competencia con el despliegue experimentado en otros focos europeos al eco de Metastasio. Simultáneamente a Bibiena emprendía el desarrollo de la escenografía el abate Juvara en sus iniciales experiencias en el Teatro Ottovoni de Roma.Bibiena escribió el tratado "L'Architettura Civile" publicada en Parma en el año 1711, que habría de convertirse en una fuente de enorme influencia. Mientras Rudolf representaba en el sector oriental español la tensa y dinámica arquitectura centroeuropea e italiana, Bibiena transmite una arquitectura pictórica, cuya génesis es antigua, pero que fue recreada en la cultura barroca hallando un particular campo para su exploración y difusión en Cataluña, especialmente receptiva a la ópera italiana.Ambas intrusiones se convirtieron en una marca característica de las escuelas valenciana y catalana de gran repercusión en ambas comarcas. Revelan una posibilidad del arte que está unida a una gran hora del arte europeo. A pesar de su paso fugaz por España, ambos artífices contribuyen a una nueva manera de instrumentar la mirada abierta hacia Europa.En el análisis del siglo XVIII hay una referencia constante a un arte de intereses internacionales cuya motivación tiene vías perfectamente diferenciadas y es obvio que las propias circunstancias políticas o dinásticas hagan especialmente de Italia y de Francia no una oposición radical sino un fenómeno colateral que procede entrelazadamente al desarrollo de una cultura coetánea.Hay obras en común cuya definición supranacional han merecido en estas páginas una consideración aislada. Pero la herencia de procedencia italiana y francesa constituyen por sí mismas un fenómeno de renovatio que se ha de resaltar.La influencia de lo italiano en el desarrollo arquitectónico interesa especialmente, ya que en el campo de los particularismos formales del barroco, los artistas que visitan la corte de Madrid entran de plano en la historia de grandes empresas constructivas, acelerando el proceso de asimilación del clasicismo barroco que reanuda la figurativilidad berniniana y borrominiana incluso en su propio valor epigonal.Hemos constatado la aportación de Bibiena, que supone la más eficaz recuperación de imágenes de perspectiva arquitectónica, real y fantástica, posibilidades expresivas de la arquitectura de ambientación teatral o en estilos de ornamentación que se convierten en ilustración o en enseñanza a lo largo del siglo, en un entramado de ricas interpretaciones. Pero también en una línea sumamente expresiva, y con clara intencionalidad renovadora, el concepto arquitectónico desarrollado por Andrea Procaccini y Sempronio Subisati supone una forma de independencia y una forma artística comprometida en ideas coetáneas del barroco europeo, especialmente en formas que afectan a lo cortesano en su más estricta poética.Ambos realizaron los dos grandes patios del Palacio de La Granja de San Ildefonso, la magna fachada de la Colegiata y los dos lienzos que encuadran la fachada Este que se orienta al jardín de Anfitrite. Hay una diferencia fundamental entre el moderado palacio en torno al Patio de la fuente con torres angulares que fue reelaboración de un antiguo convento-granja de Teodoro Ardemans, complacido en su propia inmutabilidad histórica, a la arquitectura de envoltura de ambos maestros italianos, que crean un arte superficial dinámico y emotivo con una secuencia de muros que se van descargando hasta quedar convertidos en soportes para las amplias ventanas acristaladas, donde los ritmos triádicos se suceden subordinados por los órdenes pareados y el eje de la escalera. Representa el Patio de la Herradura una cour d'honneur como acceso al palacio desde Valsain. Valiéndose de medios figurativos traslada al exterior un esquema suntuoso, de una calidad inherente a las mejores construcciones palaciegas del siglo, válido por sí mismo por sus inflexiones y a caballo entre los fondos de la muda elocuencia de la pintura y el retórico color de la piedra, reforzada por la síntesis de la belleza natural donde se asienta, que modera su dureza pétrea. Expresa la grandiosidad de las formas y la propiedad y gracia de un espacio creado para la fiesta.
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Cean Bermúdez escribió en su diccionario que "Zarcillo nació en una ciudad en la que no había modelos que imitar, ni maestros que enseñasen". Nosotros podríamos mantener esto si siguiéramos bajo sus mismas premisas estéticas, o si no tuviéramos en cuenta los avances obtenidos en el panorama artístico regional durante los últimos años. En efecto, no había en Murcia modelos ni maestros de los que Ceán pretendía; esto es, yesos de Academia o profesores de ella. Todavía allí iba todo por las vías tradicionales de los aprendizajes en los talleres de los maestros reconocidos y no había más modelos que los suyos o los apuntes del natural que ya ampliamente se tomaban. Pero el panorama se enriquece mucho al pensar en esos buenos escultores que hemos tratado, de los que cada uno aportaría una importante faceta: espiritualidad y misticismo, buen conocimiento del oficio, y contacto con las últimas propuestas formales. Y asimismo la cantidad de importaciones que, sobre todo, de Nápoles y Génova llegaban: Virgen de la Caridad, Cartagena (1723); Virgen de las Maravillas, Cehegín (1725); Crucificado del Cardenal Belluga (1742); Santa Lucía, Cartagena (1750), etcétera. A más de los cuantiosos grabados que circulaban ya para entonces por los obradores de los artistas españoles, y no sólo entre los menos dotados, como antes se quería hacer creer. Contamos por si era poco con que los tres escultores que le precedieron eran extranjeros, cada uno de distinto origen: alemán, italiano y francés, aunque es cierto que para cualquiera de ellos la referencia obligada sería Roma, así como las estampas que, de seguro, se traerían con ellos. Así pues, no debía sorprendernos tanto el florecimiento del arte de Francisco Salzillo, ni pensarlo como el brote de un oasis en el desierto. Casi estrictamente coetáneos suyos fueron: Luis Salvador Carmona (1708-1767); Juan Pascual de Mena (1707-1784); Felipe de Castro (1711-1775); Torcuato Ruiz del Peral (1708-1773); Simón Gavilán Tomé (n. 1708); o José Ramírez de Arellano (1705-1770); por no entrar entre los extranjeros de la Corte, y, la verdad, es que si los estudiásemos en paralelo, hallaríamos bastantes aspectos concomitantes. Las obras de mucho éxito se grababan con prontitud y se difundían (por ejemplo, las tres de Nicolás Fumo que habían llegado a la parroquia de San Ginés de Madrid: Ecce Homo, Nazareno y Cristo a la columna). Y, según informa el ya citado inventario de Nicolás Salzillo, no le eran raros los modelos, quizás hechos por él, como tampoco le fueron ajenos, muy al contrario, a su hijo que los usó de forma habitual. Y todavía hemos de añadir más: Murcia estaba pasando su mejor momento histórico después del floreciente siglo XVI. A la fecunda industria de la seda y el movimiento del importante puerto de Cartagena, se había de añadir la muy positiva actuación que el cardenal Belluga llevó durante los años de su mandato episcopal (1705-1723), apoyado por el favor real tras su probada (en campaña) fidelidad al duque de Anjou. Y de esta figura pasamos a don José Moñino Redondo, conde de Floridablanca (1728-1808), cuyo período de mayor poder (de 1766 a 1792) coincide con la plena madurez del artista. En este ambiente propicio se pudo gestar y realizar, a partir de 1736, la más fastuosa, y cara, de las fachadas catedralicias de España, trazada y dirigida por Jaime Bort. Mucho se ha elucubrado sobre la posible relación con el escultor y la fachada; de hecho Baquero hasta señala estatuas concretas que hubieran podido ser hechas por él. Sin embargo, ya sabemos con toda seguridad que, por muy raro que ello pueda parecer, Francisco Salzillo quedó totalmente al margen de la obra (Ellas Hernández Albadalejo, "La fachada de la catedral de Murcia", 1990).
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Dentro de la política augustea de apoyo a una red de comunicaciones más compleja, se encuadra la creación de Caesaraugusta (Zaragoza) y la de Barcino (Barcelona). La fundación de Caesaraugusta supuso el paso a un segundo plano de la colonia de Celsa frente a la mejor ubicación estratégica de la nueva colonia. El lugar elegido, junto al Ebro, repetía el esquema de Emerita al crear una ciudad-puente. Recientes investigaciones han documentado la existencia de un núcleo tardoibérico en el casco antiguo de la ciudad de Zaragoza que podría corresponder a la Salduba prerromana citada por las fuentes. Si este dato se llega a corroborar, estaríamos ante un nuevo caso de sinecismo. El urbanismo de Caesaraugusta se debió de ordenar a partir del puente sobre el Ebro, conformándose una planta rectangular de 895 x 513 m con insulae de 54 x 45 m, según Beltrán. No se ha podido documentar con exactitud el posible trazado ortogonal de la colonia, aunque muchos autores lo dan por seguro, pero se desconoce la anchura de las calles, empedrado, pórticos, etc. El descubrimiento más importante de los últimos años, además del teatro, son los restos de un foro mercantil bajo la actual Plaza de la Seo. La ciudad contaría con otro foro, el colonial, al que corresponden los restos de una basílica-stoa hallados bajo el Museo Camón Aznar. La colonia estuvo cercada por muralla desde sus orígenes aunque los restos ahora visibles corresponden a la refortificación tardoimperial. La fundación de Barcino también se puede relacionar con la reestructuración del sistema viario y la construcción del ramal costero de la vía Augusta, junto al interés económico de una zona rica en vino. Se emplazó la colonia en una pequeña elevación, el Monte Táber, junto al mar, adoptando la clásica planta rectangular cercada por una muralla de 2 m de espesor. Presentaba una ordenación ortogonal, con el cardo maximus en paralelo a la costa y el decumanus maximus como vía de penetración hacia el interior. El foro se hallaba centrado respecto a los ejes, alargado en dirección a los cárdines con su templo de culto imperial presidiendo el conjunto. Las insulae eran pequeñas, de 50 x 40 m aproximadamente. La ciudad adquirió gran importancia en las fases tardías del imperio y se refortificó con una potente muralla visible en numerosos puntos del llamado barrio gótico barcelonés. Tras las Guerras Cántabras, se crearán en el NO las ciudades de Asturica Augusta (Astorga), Lucus Augusti (Lugo) y Bracara Augusta (Braga), a la par que otros asentamientos del frente cantábrico-astur se convertirán más tarde en ciudades como Pisoraca (Herrera de Pisuerga), Segisama Iulia (Sasamón) y Iuliobriga (Retortillo, Santander). Hemos escrito en alguna ocasión que las ciudades romanas del NO se conocen más por su vida urbana, es decir, como centros económicos, religiosos y administrativos, que por su urbanismo. Sigue sin esclarecerse del todo el posible origen campamental de Asturica Augusta, ciudad que recibió de Plinio el calificativo de "magnifica urbs". Las excavaciones emprendidas a partir de 1984 han aportado datos importantes sobre algunos edificios de la ciudad, como el foro, unas termas públicas, varias domus y el trazado de algunas calles, además de haber documentado una puerta de la muralla de origen claramente romano. Pero no se ha podido determinar aún la ordenación espacial de las calles principales y la conformación de las insulae, que no se reflejan en el tejido urbano actual de la ciudad. En cuanto a Lucus Augusti, los resultados de las últimas excavaciones aconsejan retomar la vieja idea de Schulten, del origen campamental y militar del primitivo recinto, sobre cuyo trazado no se ponen de acuerdo los investigadores, aunque parece que fue bastante regular. Se desconocen los edificios públicos del interior del núcleo urbano y tan sólo se ha documentado la existencia de un importante complejo termal público extramuros de la ciudad, en la ribera del Miño. La ciudad se cercó en el Bajo Imperio con una potente fortificación. Parece que Bracara Augusta no tuvo un origen campamental sino que surgió como resultado de la concentración en un solo núcleo de varios asentamientos castreños circundantes. El programa de salvamento de los restos arqueológicos de esta ciudad ha puesto de relieve la existencia de termas públicas y varios edificios más, sin que se haya podido definir una trama urbana precisa.
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La singularidad de los capiteles bizantinos leoneses se concentra en las siete iglesias mencionadas; sólo Santa María de Lebeña los conserva en su disposición original; el resto corresponde a edificios desaparecidos o a reutilizaciones mozárabes. El estilo es con mucha seguridad una consecuencia del trabajo libre y personal de un maestro tallista formado en Constantinopla en el siglo VII y encargado de dirigir la producción de una cantera del Bierzo; puede que su primer encargo, que le atrajo hasta España, fuera el mausoleo de Chindasvinto en San Román de Hornija, donde colaboraron con él maestros locales; pero luego impuso su estilo en series completas, como las de Peñalba y Lebeña; su obra fue lo suficientemente personal como para no tener discípulos ni imitadores. La repoblación mozárabe permitió que algunas de estas iglesias se rehicieran y que los capiteles se vinculasen a una insólita floración de bizantinismo en el reino leonés del siglo X. Debido a esta asociación casual de lo visigodo y lo mozárabe, otras iglesias posiblemente visigodas se han encuadrado en el estilo posterior. Es probable que deban considerarse visigodos los templos construidos con el sistema métrico de 80 cm y los que poseen arcos de herradura con trasdós excéntrico. Un ejemplo de esta diferenciación de obras que se ha conseguido por el análisis minucioso de las dimensiones lo tenemos en la iglesia de San Millán de Suso, en el monasterio riojano de la Cogolla. La planimetría establecida por Puertas Tricas atribuye a época visigoda los sillares en los que se apoyan las dos cámaras con bóvedas de nervios, con una planta de 3,60 metros de lado y muros de 80 cm de grueso; es el núcleo sobre el que se planteó con otros sistemas métricos la ampliación mozárabe. Esta precisión obliga a plantear si no pudieran ser también visigodos los dos capiteles de la puerta de entrada. Esta misma clasificación debe aplicarse a la desaparecida iglesia de Santa María de Vilanova (Orense), de la que sólo se conoce que las medidas de su nave eran cuatro por dieciséis metros; el capitel conservado es como los visigodos tardíos, aunque haya también modillones mozárabes de su restauración en el siglo X. La planta, que ha podido ser restituida, de San Salvador de Palaz del Rey en León, ofrece un crucero de 5,60 metros de lado, con naves laterales de cuatro metros de ancho; el brazo transversal tiene una longitud de 14,40 metros y la capilla es de cuatro metros de largo; parece que bajo la arruinada obra mozárabe del sepulcro de los reyes leoneses se mantenga la traza de una iglesia visigoda de planta central. La ermita de San Román de Moroso en Bostronizo (Cantabria), es un aula visigoda con capilla, de pequeñas dimensiones, y con sólo un gran alero de modillones para soportar la cubierta como obra mozárabe. El tipo de construcción, con grandes sillares sentados en seco y juntas inclinadas o escalonadas en todos los ángulos, es el visigodo; lo mismo puede decirse de los dos arcos de herradura, en la puerta y en el arco toral, recientemente restaurados sobre los dibujos antiguos, con la prolongación vertical de la parte baja del trasdós, que es normal en lo visigodo. Todo ello se confirma además por las dimensiones: 6,40 metros de longitud de la nave, 3,20 de la capilla, 5,60 de ancho en el hastial y 4 metros de longitud exterior de la capilla. Finalmente, cabe incluir dentro de esta serie de edificaciones cuya clasificación puede ser estudiada con mayor detalle, la Cámara Santa, inmediata a la catedral de Oviedo. Es el único edificio cuya construcción no mencionan las detalladas crónicas en las que se refleja la planificación de la sede regia asturiana en el siglo IX, y su dedicación a Santa Leocadia tampoco está documentada; sin embargo, ofrece un sencillo trazado de medidas visigodas, con su nave de cuatro por doce metros y puerta de 1,60 metros de ancho. En la capilla superior hay cuatro capiteles empleados para las columnas de la ventana y el arco toral; uno es romano y los otros tres responden a un trazado visigodo con los detalles de picos y rizos bizantinos que también aparecen en San Román de Hornija y San Cebrián de Mazote; en uno de estos se aprecia el cordoncillo entre listeles del ábaco, que también se da en los capiteles de estas dos iglesias. Pudieran ser material de acarreo, como se ha demostrado para otros capiteles de las primeras iglesias asturianas, lo que confirmaría su datación visigoda, pero es posible que todo corresponda a una iglesia visigoda tardía y se unirían a los restos visigodos dispersos, cada vez más numerosos, que se van identificando en Asturias.
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No hubo impuestos directos a las transferencias de bienes. Uno indirecto fue el papel sellado en que se realizaban, cuyo valor subía en consonancia con el de la transacción. La legalización de las ocupaciones ilegales de tierra, las famosas composiciones de las que hablaremos más adelante, fueron en cambio un gran fuente de ingresos. La Corona se quedaba, además, con los bienes ab intestato o procedentes de un difunto que no hubiera nombrado testamento y no tuviera herederos legítimos hasta el décimo grado de parentesco, y los mostrencos o sin dueño conocido. Mayor negocio se hizo con los cargos públicos, gravados con la mesada o el pago de un mes de sueldo para la real hacienda en el momento de tomar posesión, y luego con la media annata o medio año del sueldo que se iba a cobrar. Otra regalía de la Corona fueron las sedes vacantes episcopales, de las cuales ingresaba el tercio de sus rentas. En México, los impuestos de medias annatas, oficios vendibles y renunciables, títulos de Castilla, quintas y vacaciones, vacantes de obispados, canónigos suprimidos, etc. producían frecuentemente el 15% de la recaudación. Pero nada semejante a la venta de cargos públicos, tema que trataremos luego, que permitió ingresar sumas verdaderamente astronómicas. Nada bastó sin embargo para detener la permanente quiebra de la Real Hacienda, lo que condujo durante el reinado de Carlos II a rebajar un tercio el sueldo a los funcionarios. La Real Hacienda se reservó finalmente la producción o comercialización de algunos productos esenciales (azogue, sal, salitre, etc.) o de lujo (pimienta, naipes), que formaron las llamadas Rentas Estancadas, administradas por los funcionarios reales. La gran época de las rentas estancadas sería el siglo XVIII.
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Sin embargo, el proceso de transformación de la mayoría de las ciudades españolas del siglo XVI no obedece a una planificación de carácter ideal, tal y como se plantea en los tratados y escritos de arquitectura. La mayor parte de éstas responden a un proceso de regularización de los conjuntos medievales, y en situaciones óptimas, a la planificación de un ensanche regular para atender las demandas originadas por sus nuevas funciones. El caso de Alcalá de Henares es un buen ejemplo de esto, máxime si consideramos que la disposición de su núcleo histórico es anterior al período carolino. La fundación por Cisneros de su Universidad constituyó el mejor factor de transformación de su parcelario y estructura urbana. No sólo hubo de acondicionar la ciudad medieval para los nuevos usos docentes, reorganizando su centro y transformando sensiblemente alguno de sus barrios tradicionales, sino que se tuvo que crear todo un sector académico en el este de la ciudad, configurando, en conjunto, un modelo de ciudad cuya estructura y funciones permanecieron inalterables hasta mediados del siglo XIX. Si a pesar de su regularidad la disposición del conjunto universitario, creado de nueva planta, no respondía a los principios urbanísticos de la tratadística moderna, sí fueron notablemente renovadores los medios utilizados para definir y controlar el proceso, tanto desde el punto de vista financiero como desde la perspectiva de la apropiación de bienes inmobiliarios y de la ordenación de volúmenes, alineaciones y tipos constructivos contemplados en la planificación del barrio académico. Otros proyectos del reinado de Carlos I respondieron a criterios urbanísticos más avanzados, como los manejados por Alonso de Covarrubias cuando diseñó, entre 1553 y 1558, una gran plaza cuadrada y una amplia avenida que, formada por elementos modulares del mismo tipo, habría de unir la Puerta Nueva de Bisagra y el Hospital de Afuera en Toledo, anticipándose a otros proyectos parciales que, como la Plaza Mayor de Valladolid (1561), se materializaron en el reinado de Felipe II. Estas reformas sectoriales abarcaron un amplio conjunto de intervenciones que comprendían desde soluciones más audaces como las descritas; hasta intervenciones puntuales en la alineación de calles y aquellas dirigidas a despejar los espacios comunes. Un interesante ejemplo de estas actividades se materializó en la reconstrucción del centro comercial de Medina del Campo, después del incendio de 1520, mediante el ordenamiento de dos crujías ortogonales y el alineamiento de sus delanteras, con amplios soportales y dos pisos, de acuerdo a una planificación relativamente uniforme. Si esta intervención, como la reconstrucción de la Plaza Mayor de Valladolid o la de Zocodover en Toledo, se justificaron por respectivos incendios, la planificación de la Alameda de Hércules de Sevilla (h. 1550) responde a otras consideraciones muy diferentes. Concebida como lugar de esparcimiento de la Sevilla del Renacimiento, la Alameda se articula como un espacio natural de disposición regular, en el que mediante una serie de recursos de carácter ornamental -columnas de Hércules y fuentes con temas marinos, hoy desaparecidas- se remite al paseante a los orígenes míticos de la ciudad. No siempre estos ensanches y ampliaciones sectoriales de la ciudad respondieron a una planificación racional. Tanto si se trata de construcciones suburbanas de carácter residencial, como los edificios señoriales de la Vega de Burgos o la Huerta de Valencia, como de arrabales marginales, como los de Triana en Sevilla o el Albaicín en Granada, estamos ante la manifestación de un crecimiento espontáneo e incontrolado, que sólo tienen en común, en todos los casos, soslayar arbitrariamente las disposiciones reales sobre la prohibición de construir fuera de las cercas amuralladas de la ciudad. Hemos de admitir incluso que el método racional utilizado en la remodelación de los centros históricos con la articulación de espacios regulares y la aplicación de tipos constructivos uniformes, no fue el procedimiento usual utilizado mayoritariamente en nuestras ciudades. Por el contrario, fue la convergencia de edificios públicos y privados, casi siempre modernos, los que llegaron a configurar unos nuevos espacios urbanos, como los que se generaron en torno a la Catedral de Salamanca, al Ayuntamiento de Sevilla o a la Aduana de Málaga, aunque en otros casos, como en las plazas de la Audiencia de Sevilla o la de San Diego de Alcalá de Henares, dependieron de intervenciones posteriores a la fecha de construcción de estos nuevos edificios. Como toda época de cambios, esta actividad urbanística comportó el ensayo y desarrollo de nuevas tipologías de carácter civil, principalmente las patrocinadas por los sectores señoriales de la ciudad y las financiadas por los respectivos ayuntamientos. Ya hemos aludido al destacado papel que las corporaciones municipales tuvieron en la mejora de la red de abastecimiento de agua, que además de entenderse como un servicio público originó la construcción de una serie de arcas, pilares y fuentes que contribuyeron al engrandecimiento de los espacios urbanos. Los pilares, situados a las puertas de la ciudad o junto a los edificios municipales, estaban adosados a un muro y solían estar decorados con motivos heráldicos e inscripciones. El más importante de este período es el de Carlos V en la Alhambra de Granada, diseñado por Machuca, aunque también otras ciudades acudieron a otros grandes arquitectos para encargar sus diseños, como el del Toro de Granada encargado a Silóe en 1550, o el de la Plaza de San Francisco, trazado en 1528 por Diego de Riaño. En el caso de fuentes como la que tenía la Plaza Mayor de Cuenca o la de Santa María de Baeza -diafragma entre la catedral y el palacio obispal- no sólo importaba su diseño, sino que por su emplazamiento asumían una función correctora del espacio donde se situaban. Otro empeño prioritario de los ayuntamientos fue la conservación de las cercas medievales y la renovación de sus puertas, que en casos como el de la Puerta de Santa María en Burgos (1535) o la Nueva de Bisagra de Toledo se convierten en símbolos representativos del poder real. También fue preferente para los consistorios la construcción de equipamientos cívicos, comenzando por las propias casas consistoriales. Estos modernos edificios destinados a atender las necesidades generadas por la política municipal, por su carácter funcional y representativo, solían abrir sus fachadas al espacio urbano mediante pórticos y galerías de acuerdo a diferentes modelos como los que presentan el Ayuntamiento de Ciudad Rodrigo, las Casas Consistoriales de Ubeda o el edificio municipal de San Clemente en la provincia de Cuenca. Otros escasamente abiertos, como el de Alcañiz, Sevilla o Alcaraz, se prolongaban en una galería porticada a modo de lonja, y sólo algunos de ellos, como el de Tarazona o Jerez de la Frontera, utilizaron sus fachadas para situar una decoración en la que se aludía a las glorias ciudadanas y al pasado mítico de la ciudad. La mayoría de estas casas consistoriales contaban entre sus estancias con calabozos, aunque en algunas poblaciones como Baeza, Granada o Sevilla se construyeron cárceles de nueva planta. Pero si en la de Baeza con sus serlianas, emblemas y motivos ornamentales el edificio adquiere un marcado carácter representativo, en la de Granada, anexa a la Chancillería, su distribución y aspecto desornamentado obedecen básicamente a su estricto carácter funcional. También tuvieron que renovarse otros equipamientos municipales -alhóndigas, pósitos, lonjas y edificios comerciales- o construirse de nueva planta, como las Carnicerías de Medina del Campo o la Lonja de Zaragoza. De forma similar, y a excepción de los Hospitales Reales y el de Tavera de Toledo, la mayoría de los edificios sanitarios tuvieron que transformarse para adecuar sus viejas estructuras a las nuevas obligaciones asistenciales, como ocurrió con el Hospital del Rey de Burgos, el Hospital General de Valencia o el San Lázaro de Sevilla.
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La arqueología fenicia y púnica ha suministrado objetos muy característicos, cuya interpretación es hoy problemática; si su religión tenía algunos aspectos misteriosos, resulta que los romanos hicieron un concienzudo esfuerzo por exterminar cualquier recuerdo que no fuera el de unos pérfidos enemigos derrotados; cuando nos encontramos ante algunas de sus obras, ni los textos clásicos, ni los paralelos arqueológicos nos ayudan a comprender su utilidad o significado. En Ibiza y en las zonas costeras de mayor influencia cartaginesa, las tumbas contienen a veces huevos de avestruz, decorados con temas vegetales y geométricos pintados en rojo; son objetos de raíz africana, difíciles de transportar y de precio elevado, que si bien se conocen en Oriente desde el III milenio a. C., parecen alcanzar su mayor difusión entre los cartagineses y sus seguidores. Las necrópolis de Ibiza y Villaricos (Almería), han proporcionado la mayor parte de los ochocientos ejemplares encontrados en España; parece inmediato pensar que el huevo como símbolo del comienzo de la vida es apreciado en las tumbas para representar la esperanza de iniciar una nueva existencia; la necrópolis ibérica de Tutugi (Galera, Granada), próxima a Villaricos, ofrece los huevos de gallina como objetos del ajuar habitual; una tumba de Cádiz, de época romana pero con ricas piezas importadas de Egipto, guardaba también un huevo mediano de ave, como si esta creencia hubiera pervivido en algunos círculos de iniciados a la caída de los cartagineses. Otro objeto privativo de ambientes cartagineses son unas peculiares hachuelas o navajas votivas de bronce, en forma de placa rectangular con filo cortante en un extremo y en el otro un asidero en forma de cabeza de ave de largo cuello; fuera de Cartago sólo se encuentran en Cerdeña y en Ibiza, en cada caso como productos de estilo local y homogéneo pero muy vinculado a lo que se hacía en la metrópoli. Están decoradas con incisiones poco profundas de temas figurados y motivos vegetales, siempre de un cierto valor escatológico y vivificante, por lo que se han considerado el instrumento destinado a rasurar el cadáver como muestra de purificación ritual.La numismática requiere una mención final. A pesar de su actividad comercial, los fenicios no introdujeron en Occidente el uso de la moneda; las colonias griegas de España manejaban piezas de plata y bronce mucho antes que las cartaginesas. La llegada de Amílcar con propósitos de dominio territorial, y la presencia de las tropas de Asdrúbal y Aníbal, dieron el motivo para que se iniciara en Ibiza, en Cartagena y en Cádiz la fabricación de moneda; son piezas de un arte excelente, porque se basan en lo que los cartagineses habían conocido ya entre las colonias griegas de Sicilia; el rostro barbado de los anversos lleva los atributos de Hércules, aunque bien puede representar a cualquiera de los jefes de la dinastía bárquida en la forma que era acostumbrada entre los monarcas helenísticos.