Se ha discutido a menudo el remoto origen ideológico de este tipo de agrupaciones, que para algunos se encontraría en la cristianización del concepto islámico de "Yihad" o guerra santa, mientras que para otros estaría ligado simplemente al de peregrinación y cruzada. Sea como fuere, parece que su modelo institucional se encuentra no solo en el monacato, sino también en la cofradía hospitalaria, asociada con frecuencia al mundo de las peregrinaciones. Esta función asistencial, compatible siempre con las actividades guerreras, explica por que, en casi todos los casos, las órdenes militares surgieron de agrupaciones originariamente hospitalarias, vocación ésta que jamás abandonaron del todo y que incluso se mantuvo mucho tiempo después de que el factor bélico hubiese desaparecido. De este modo, la distinción entre órdenes militares y hospitalarias, útil desde el punto de vista explicativo, tiene mucho de artificial, máxime si tenemos en cuenta la perspectiva mental de aquellos tiempos. Ejemplo destacado de un nuevo tipo de religiosidad, varios elementos distinguían a los miembros de las órdenes militares: la vocación monástica, el ideal caballeresco, la imagen mítica de Tierra Santa como centro del mundo y lugar de peregrinación, la defensa de la cruzada y el espíritu piadoso-asistencial. Por descontado que la presencia conjunta de elementos que exaltaban la violencia, con otros que apostaban por el amor y la tolerancia, no sólo no era considerada contradictor a en la época sino que se entendía como característica de uno de los modelos ideales de perfección cristiana. Los caballeros de estas órdenes eran en efecto monjes, al haber profesado los votos (pobreza, castidad y obediencia), organizado su vida de acuerdo con una regla (por lo general la benedictina) y depender directamente del Papa. Pero al mismo tiempo eran "milites", al ejercer el oficio de las armas y estar motivados por el ideal de cruzada. Generalmente se distinguían tres clases de miembros en estas agrupaciones, según predominase un elemento ideológico u otro. Los hermanos eclesiásticos eran simplemente monjes, encargados de la misión y el apostolado, los caballeros monopolizaban la función militar y los hermanos sirvientes se dedicaban a tareas hospitalarias y domésticas. Institucionalmente hablando las órdenes militares estaban dirigidas por un gran maestre, cuyos poderes resultaban muy superiores a los del capítulo general, si bien en ocasiones se buscaba el apoyo de un consejo restringido, fiscalizador del maestre. Casas, propiedades y rentas se dividían en provincias, agrupaciones de prioratos a su vez integrados por encomiendas. A las órdenes de los priores estaban los comendadores o bailes, representantes de la orden a nivel local y regional. La primera en aparecer de las dos grandes órdenes militares europeas fue la del Hospital, fundada en 1048 en Jerusalén por mercaderes de Amalfi. Sus orígenes fueron los de una simple cofradía piadosa, encargada del mantenimiento de un hospital destinado a los peregrinos. Colocada bajo la advocación del patriarca de Alejandría, san Juan el Limosnero y tutelada por los benedictinos, la Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén admitió ya en su seno, a partir de 1137 a caballeros. Durante el gobierno de Raimundo de Puy (1120-1160), la orden adquirió su definitivo carácter militar, centrado en la defensa de Tierra Santa y en la protección a los peregrinos. En 1154, bajo el pontificado de Adriano IV, los hospitalarios o sanjuanistas recibieron importantes donaciones y, al año siguiente, se dotaron de unos estatutos propios similares a los de los canónigos premostratenses. A pesar de todo ello la orden nunca abandonó su primitiva función asistencial, fundando de hecho numerosos hospitales en Francia e Italia, por lo general cerca de los principales puertos de peregrinación. Esto permitió a los hospitalarios superar con relativa facilidad las crisis que supuso la perdida de Palestina, si bien las funciones militares se concentraron ahora en la defensa de Rodas. Desde 1310 se conoció a los hospitalarios con el apelativo de caballeros de Rodas. En cuanto a la segunda de las grandes órdenes militares, la del Temple, sus orígenes fueron asimismo muy modestos. Su fundación en 1119 correspondió a una serie de caballeros franceses, liderados por el que sería su primer maestre, Hugo de Payens (muerto en 1136), bajo la fórmula de una cofradía asistencial. Unidos por los característicos votos monásticos, al que sumaron otro de tipo militar, centrado en la defensa de los peregrinos, recibieron de Balduino II de Jerusalén una residencia situada, según la leyenda, sobre el antiguo templo de Salomón, adoptando así el nombre de templarios o "milites Templi". En 1127 la orden fue reconocida por el papa Honorio III y al año siguiente, bajo la protección del Cister, adoptó como regla una versión modificada de la benedictina. Gracias al patrocinio de san Bernardo, a los que dedicó su conocida "De laude nova militiae ad milites Templi", los templarios consiguieron importantes donaciones y un creciente poder. Los privilegios recibidos a lo largo del tiempo de reyes y nobles convirtieron a la orden en una institución de potencia equiparable a la de cualquier principado occidental y su riqueza llegó a hacerse inmensa. A mediados del siglo XIII el Temple estaba dividido en 17 provincias con aproximadamente 20.000 miembros. Sin embargo, su directa dependencia del Papa y, sobre todo, su pronta dedicación a negocios especulativos y crediticios despertó los recelos de los monarcas. Al caer San Juan de Acre en 1291, último de los territorios del reino de Jerusalén, la orden del Temple, privada de su principal función como era la militar, entró en una profunda crisis que no superaría. Su enorme riqueza (a principios del siglo XIV las rentas templarias superaban las 800.000 libras tornesas anuales), la enemistad del rey de Francia, la debilidad del Papado y el fracaso de un último intento de acuerdo, rechazado por los templarios, de fusionar su orden con la del Hospital, desencadenaron la tragedia de 1037-1312. Privado de sus señas de identidad y acusado de todo tipo de delitos, reales o inventados, el Temple seria disuelto por Clemente V en el concilio de Vienne, pasando sus propiedades a los diversos monarcas o integrándose en otras órdenes militares Sin alcanzar la trascendencia de las órdenes del Temple o del Hospital, existieron agrupaciones similares en diversos países europeos. A raíz de la segunda cruzada, y por iniciativa del duque Federico de Suabia, se creó en San Juan de Acre una cofradía de caballeros alemanes con carácter hospitalario. Reconocida por el Papado dos años más tarde, en 1198 se transformaría en la llamada Orden de los caballeros teutónicos, cuya actuación en Palestina fue pronto lánguida. Favorecidos con importantes donaciones por Federico II en las tierras alemanas de colonización, en 1226 el duque Conrado de Masovia logró que la orden se trasladase a Prusia, con el objeto de conquistar y evangelizar el territorio. En 1237 la orden teutónica se vio nuevamente favorecida por la incorporación de los Caballeros ensíferos o portaespadas, organización fundada poco antes por el obispo Adalberto de Riga con idéntico objetivo cristianizador. Durante todo el siglo XIII los caballeros teutónicos serían una de las puntas de lanza fundamentales del Drang nach Osten alemán, utilizando sistemáticamente la cruzada contra los paganos de Prusia, Livonia y Estonia Finalmente en la Península Ibérica, y al calor de la lucha contra el Islam, surgieron también -y aparte de numerosas cofradías militar-asistenciales de existencia efímera- numerosas órdenes militares. En la Corona de Aragón tanto el Temple como el Hospital tuvieron presencia activa, fundándose en 1317 la llamada Orden de Montesa con los bienes incautados a los templarios. En los reinos occidentales en cambio, siempre tuvieron mucha más importancia las órdenes autóctonas, aparecidas en la segunda mitad del siglo XII. Así, en Castilla, surgió en 1158 la Orden de Calatrava, cuyos estatutos, aprobados en 1164, la hacían depender de la abadía cisterciense de Morimond. En León surgieron las órdenes de Alcántara (1156), también de filiación cisterciense, y de Santiago (1161), asociada a la congregación de canónigos de san Eloy. Respecto a Portugal, nacían en 1162 la Orden de San Benito de Avis y en 1319 la llamada Orden de Cristo.
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contexto
De manera paralela a la experiencia del Cister, surgieron durante los últimos años del siglo XI toda una serie de movimientos de renovación monástica. El primero de todos, cronológicamente hablando, fue el de los grandimonteses, surgido en 1077 al fundarse por Esteban Muret (muerto en 1124) el monasterio de Grandmont, cerca de Limoges. Con una vocación a mitad de camino entre la vida eremítica y la cenobítica, similar a la de los camaldulenses, la orden de Grandmont, cuyos miembros se autodenominaban "Bons hommes", se caracterizó siempre por una "austeridad y pobreza salvajes" (Knowles). Durante el gobierno del abad Esteban de Liliac (1139-1163), autor de la regla del movimiento, los grandimonteses llegaron a su apogeo, mostrando ya una clara dedicación misional. Mucha mayor importancia tuvo en cambio en 1084 la aparición dc la llamada orden cartuja, por el nombre de su primera fundación, el monasterio de Chartreux, en las cercanías de Grenoble. Su fundador, san Bruno, formado al parecer en Camaldoli, había sido jefe de la escuela episcopal de Reims, cargo que abandonó cuando su obispo, el corrupto Manases, fue depuesto por Gregorio VII. Deseoso de retornar a los ideales del primitivo cristianismo, dotó a la nueva orden de una disciplina tan rigurosa (clausura perpetua, voto de silencio, rígida abstinencia, etc.) que fue la única que no necesitó reforma alguna durante los siglos medievales. Este exagerado rigorismo privó a la orden sin embargo de una mayor influencia social. Finalmente, en 1100, el antiguo predicador itinerante Roberto de Abrissel (muerto en 1117), fundó cerca de Angers el monasterio de Fontevrault. De estructura doble, masculina y femenina, el monasterio, cuyos miembros se autodenominaban "Pauperes Christi", se convirtió pronto en un activo foco de predicación popular que parece presagiar el movimiento franciscano. A lo largo del siglo XII la nueva orden se vinculó a menudo al mantenimiento de leproserías. Participe del mismo espíritu que alentó a estos movimientos, y en parte también deudora de la experiencia cisterciense, se desarrolló durante estos años la orden premostratense, líder de la renovación de los canónigos regulares.
contexto
El monacato occidental, que había alcanzado durante la época carolingia un importante nivel de desarrollo al calor de la propia utilización que los poderes públicos hicieron de los cenobios como centros evangelizadores y de formación de cuadros administrativos, no pudo resistir la crisis que arruinó al propio sistema imperial. Pese a los proyectos de reforma auspiciados por san Benito de Aniano y Luis el Piadoso en el sínodo de Aquisgrán (817) mediante la aprobación de las "capitulare monasticum" o "Codex regularum", que pretendían hacer volver al monacato a la primitiva observancia de la regla de san Benito, la disgregación de la Europa carolingia convirtió pronto en papel mojado tales intenciones. El triunfo de los poderes feudales con la consiguiente dependencia de los monasterios de los señores laicos, sólo interesados en el valor económico de las propiedades eclesiásticas, unido a las destrucciones de los ataques normandos, arruinaron en poco tiempo la labor realizada. Al igual que la Iglesia en su conjunto, el monacato sufrió una incontestable decadencia a lo largo del siglo IX. Pese a la permanencia de importantes centros a nivel regional como Fulda en Franconia, Corvey en Sajonia o Saint Gall en Suabia, la regeneración monástica tendría lugar en la siguiente centuria, y de manera independiente, en regiones tan apartadas como Inglaterra (abadías de Evesham, Glastonbury, St. Albans), Francia (Bec, Brogne, Cluny), Alemania (Gorze, Hirschau) e Italia (Montecassino, Salento). Se trató de un fenómeno espontáneo y generalizado, como los "incendios forestales en el estío" (Knowles), que sin embargo encontró en las regiones de Borgoña, con Cluny, y de Lonera, con Gorze, sus principales focos de desarrollo. Este renacer monástico resultó además decisivo al auspiciar en gran medida la reforma global de la Iglesia. El papel corrector, a nivel local, de los monjes sobre las actividades religiosas de los poderes feudales, permitiendo su progresiva independencia respecto a estos, o al menos la mejora moral de su patronazgo, potenció sin duda desde la base las realizaciones que a nivel estructural representaba la reforma gregoriana. Aunque las relaciones entre el éxito de Cluny y el renacer del Papado son motivo de disputa, parece evidente que ambos fenómenos operaban en la misma dirección de devolver la libertad a la Iglesia.
acepcion
Las órdenes religiosas se distinguen de las congregaciones porque mantienen los votos solemnes. Entre las cuatro grandes órdenes mendicantes se encuentran: franciscanos, dominicos, carmelitas y agustinos.
contexto
El modelo social que se implanta mediante la romanización de Hispania implica no sólo la comunidad de derechos inherentes a la ciudadanía romana, sino también una comunidad de intereses que se vertebra en una organización censitaria mediante la que se intentan relacionar de forma proporcional los derechos y deberes colectivos. Esta concepción, propia de las ciudades-estado antiguas, se constata en la organización de cada una de las ciudades hispanas al margen de la especificidad que implique su estatuto jurídico, y está asimismo presente en la conformación de las elites del Imperio organizadas en órdenes, es decir, en categorías sociales definidas jurídica o consuetudinariamente, que poseen determinadas prerrogativas y funciones en la organización del Estado. La doble proyección que la concepción censitaria posee en el plano global del Imperio y en el local de las ciudades da lugar a que sus correspondientes elites se conformen en tres órdenes: el senatorial, el ecuestre y el decurional. La inversión de la situación social dependiente de las provincias hispanas en general, y de sus elites en particular, puede observarse en el progresivo acceso de individuos de esta procedencia al ordo por antonomasia de la sociedad romana como es el senatorial. El fenómeno se encuentra presente en los últimos años de la República en la promoción de indígenas, como los Balbos de Gades, o de itálicos emigrados, pero se desarrolla desde los inicios del principado con una consolidación durante época flavia y un desarrollo máximo durante la dinastía de los Antoninos. La proyección en el período julio-claudio se observa puntualmente en el caso de los Annaei de Corduba, de los que L. Annaeus Novatus, adoptado por Iunius Gallio, ostentó el consulado, de la misma forma que su hermano L. Anaeus Seneca, que además fue preceptor de Nerón, mientras que su sobrino y autor de la Farsalia L. Annaeus Lucanus, fue cuestor y edil. La importancia de los Annaei de Corduba en los círculos imperiales se amplia en el período posterior mediante la promoción de otras familias entre las que se encuentra los Ulpii, Aelii, Iulii y Coelii de Itálica; los Annii originarios de Ucubi que emigran a Gades; los Valerri Vegeti y Papirii Aeliani de Iliberris, etc. Semejante clan de hispanos explica, en el contexto de la progresiva provincialización del Imperio, la presencia de tres emperadores hispanos durante la dinastía de los Antoninos como son Trajano, Adriano y Marco Aurelio. Todos ellos se vinculan a familias asentadas en las ciudades de la Betica, lo que no excluye la existencia de senadores hispanorromanos con otras procedencias, como ocurre con Lucio Minucio Natal de Barcino o Lucio Licinio Sura de Tarraco. La dominancia de los senadores béticos en el conjunto de los hispanos promocionados al primer ordo de la sociedad romana no es ajena a la intensidad y precocidad que el proceso de romanización había alcanzado en la zona mediante la colonización e integración de los indígenas. De hecho, las familias senatoriales béticas son originarias tanto de colonias (Corduba, Ucubi, Italica) como de municipios (Gades, Iliberris, etc.); pero al proceso no son ajenas las transformaciones económicas que se habían generado en los territorios meridionales, especialmente en ámbitos como el de las explotaciones mineras, al que se vinculan desde los inicios de la conquista los itálicos emigrantes, y en el de las explotaciones agrarias con el desarrollo del lucrativo negocio del aceite. Ambas fuentes de riqueza permitieron disponer a emigrantes e indígenas del censo mínimo de 1.000.000 de sextercios estipulado por Augusto para acceder, como homines novi, al ordo superior de la ciudadanía romana, y de la fortuna imprescindible para compensar por semejante honor. Tras su cooptación como miembros del senado, los senadores hispanorromanos transmiten su estatuto a su familia y desarrollan el correspondiente cursus honorum en la administración imperial, que culmina tras el desempeño de diversas magistraturas en el consulado y en el gobierno provincial. Precisamente, la carrera política implica el que el absentismo constituya la práctica usual de los senadores, que fijan su residencia en Italia y que incluso deben de invertir allí parte de su riqueza, como se deduce de una disposición del reinado de Trajano que obliga a los senadores a poseer en Italia un tercio de su fortuna. Frente al carácter limitado del ordo senatorial, que reserva tras la reforma de Augusto semejante honor a los 600 miembros que componen el senado, el segundo de los ordines de la elite ciudadana, el ecuestre, posee una mayor proyección, aunque ésta resulta completamente desproporcionada en relación con la población global del Imperio. Se ha calculado concretamente que el número de los caballeros romanos podía alcanzar en época de Augusto los 20.000 individuos, a los que se les exige también un censo económico mínimo establecido en 400.000 sextercios. Las vicisitudes históricas que marcan la consolidación social de los caballeros y su proyección administrativa generan una composición heterogénea de la que forman parte los concesionarios de determinadas propiedades públicas que explotan en régimen de sociedades (societates publicanorum), las oligarquías de las colonias y de los municipios que se promocionan socialmente accediendo a este segundo ordo y, finalmente, el desarrollo de la burocracia imperial, que adscribe, mediante las reformas introducidas por Augusto, la vinculación de los caballeros a determinadas funciones jurídicas, económicas y administrativas. Semejante diversidad no implica una especificidad en los fundamentos económicos del ordo equestre que, pese a que se vinculen a la recaudación de impuestos, a la explotación de minas como concesionarios de las explotaciones, o a la burocracia imperial recibiendo por sus servicios un determinado salario, tienen, al igual que el resto de la elite, la base de su censo económico mínimo -estipulado por Augusto en 400.000 sextercios- en propiedades agrarias a donde revierten los beneficios generados por las actividades que desempeñan. También la promoción de las elites hispanas al estatuto de caballero se produce en el período republicano, durante el desarrollo de las guerras civiles; no obstante, el fenómeno se consolida durante el principado en clara relación con la acentuación del proceso de urbanización, que genera las correspondientes ambiciones de promoción social entre las elites de los municipios y de las colonias, que tras su inclusión en este ordo pueden desarrollar el consecuente cursus honorum en la administración imperial con el ejercicio de magistraturas de carácter militar, de contenido económico -como procuratores- y administrativo -como praefecti-. Las dificultades inherentes a la organización piramidal del cursus honorum y el número relativamente importante de aspirantes genera una destacada heterogeneidad en el ordo de los caballeros, donde se observa ante todo la polarización entre quienes permanecen en su ciudad sin desarrollo de su carrera política y los que la inician alcanzando en su mayoría funciones básicas de orden militar o religioso. Tan sólo una minoría de los equites hispanos logra acceder a las más altas magistraturas; la documentación epigráfica lo constata en 19 ocasiones, que proceden en gran medida de las zonas romanizadas de la Citerior Tarraconense y de la Betica; entre ellos se encuentran el italicense Publius Acilius Attianus que alcanza a comienzos del reinado de Adriano la prefectura del pretorio en Rorna o el gaditano Caius Turranius Gracilus, que logra desempeñar durante el principado de Augusto la no menos importante prefectura de Egipto, que asegura el abastecimiento de trigo a la capital del Imperio. La culminación de la carrera política implica normalmente la promoción al ordo senatorial como ocurre en el mencionado caso de Publius Acilius Attianus; en consecuencia, este restringido grupo de caballeros reitera en su relación con las provincias hispanas y con las ciudades de donde procede el comportamiento absentista de los senadores. No obstante, lo usual en los caballeros hispanos es su permanencia en sus lugares de origen o en las capitales de las provincias, donde desempeñan coyunturalmente determinadas funciones en la administración provincial o imperial. Finalmente, el tercero de los ordines que proyecta la organización censitaria en las colonias y municipios está constituido por el decurional; en sentido estricto, se entiende por decuriones a los miembros del senado local, cuyas funciones son reguladas por los correspondientes estatutos. Pero, por extensión, se acepta a las familias que conforman las elites dirigentes de las ciudades hispanas; de hecho, en determinados epígrafes se constata esta interpretación al realizar una explícita distinción entre los decuriones y el ordo en clara contraposición a la plebe, que configura el populus. La configuración social de los decuriones está mediatizada por el carácter específico de cada una de las ciudades. En líneas generales se pueden individualizar dos elementos que, por separado o confluyendo, determinan su configuración; el primero de ellos está constituido por los emigrantes itálicos y romanos que se asientan en las ciudades hispanas durante el período republicano, agrupándose en organizaciones propias denominadas collegia, documentadas en la epigrafía republicana de los principales centros de la costa levantina como Tarraco o Carthago Nova, o en conventus, que la tradición literaria constata para determinadas ciudades del sur de Hispania en idéntico período. A esta emigración republicana debemos sumarle la que se genera de forma oficial y colectiva como consecuencia del proceso de fundaciones coloniales, que marcan especialmente el proceso de urbanización a fines de la República y comienzos del principado. Junto a la emigración, la subsistencia de la aristocracia indígena, integrada fundamentalmente mediante el proceso de municipalización, constituye el otro elemento que conforma el ordo decurional. En el conjunto de Hispania, dadas las limitaciones de la emigración y la proporción existente entre municipios y colonias, debemos considerar a este segundo componente como más relevante. La onomástica que se documenta entre los decuriones de las colonias y municipios se hace eco de esta dualidad al proporcionarnos gentilicios familiares, cuya presencia originaria tan sólo puede explicarse atendiendo a estos dos factores. Concretamente, el tipo de gentilicio más usual en las ciudades hispanas se corresponde con el de determinadas familias aristocráticas que se relacionan con Hispania durante el período republicano mediante alguno de sus miembros, que ejercen como gobernadores provinciales; tal ocurre concretamente con los Cornelii, presentes en Tucci, Obulco, Castulo, Anticaria, con los Valerii de Corduba, Tucci e Iliberris, con los Aemilii de Barcino, Tarraco y Saguntum, o con los Fabii de Singilia Barba e Italica; dentro de los mismos también se incluyen los Iulii, documentados en Carthago Nova, Ilici, Tucci, Corduba, Carteia, etc., y los Flavii, presentes, por ejemplo, en Caesaraugusta, Tarraco, Emerita, Celsa, etc. La explicación de la difusión de tales gentilicios debe tener en cuenta las relaciones clientelares que se establecen como medio de protección y de control entre las comunidades indígenas y la nobleza romana, con la salvedad de que mientras en la mayoría de los casos la latinización de la onomástica se hace en el contexto de poblaciones peregrinas, que luego se integran en la ciudadanía romana con la promoción municipal, en los gentilicios Iulii, Flavii y en otros minoritarios como los Octavii, los cambios onomásticos deben relacionarse con las promociones de estatuto jurídico o con las fundaciones coloniales efectuadas por César, Octavio (el futuro Augusto) o la dinastía Flavia. También la emigración itálica se proyecta en los sistemas onomásticos, como se observa concretamente en determinados gentilicios sin connotación aristocrática, que en proporción minoritaria se documentan esencialmente en las colonias o en centros afectados por la emigración itálica, como la propia Italica o Saguntum. Baste citar los Baebii de esta última ciudad, a los Antestii de Corduba, de los que uno lleva el cognomen Sabinus indicativo de procedencia, los Blattii de Hispalis, los Ancarii de Tucci, los Talenii y Vettii de Urso, etc. La continuidad histórica de las familias que componen originariamente el orden decurional de las ciudades hispanas se encuentra condicionada por diferentes factores, entre los que debemos tener en cuenta el de su propia persistencia, que en ocasiones tan sólo se logra mediante la adopción. No obstante, de forma general está condicionada en gran medida por las propias características de las ciudades, ya que los centros comerciales y administrativos son más propensos a la renovación o al menos a la integración de nuevos individuos mediante procedimientos regulados por las correspondientes leyes municipales o coloniales. Entre los métodos que se utilizan se encuentra la cooptación (adlectio), que permite la integración de miembros de otras comunidades de idéntica posición social, o la promoción de individuos carentes del derecho por su específica condición jurídica; tal ocurre con los libertos, que enriquecidos mediante el ejercicio de actividades no agrarias y consideradas indignas, contribuyen a la renovación del tercer ordo de la sociedad romana, que especialmente en ciudades secundarias y de contexto eminentemente agrario tiene un fuerte carácter oligárquico, vinculándose a los propietarios de tierras con el censo mínimo establecido en los correspondientes estatutos. La integración de los libertos en el orden decurional se contempla de forma excepcional en la Lex Ursonensis, pero una dinámica similar se observa en los municipios flavios, como Singilia Barba, donde el ordo concede los ornamenta decurionalia al liberto M. Acilius Phlegon. En contraste con los privilegios formales y materiales de estos tres ordines y en el contexto de los municipios y colonias, con las prerrogativas de caballeros y decuriones, se encuentra el resto de la comunidad ciudadana, que conforma administrativamente lo que en las respectivas leyes se define como populus. Su composición difiere en función del carácter de la ciudad de la que forman parte, cuyas funciones administrativas y complejidad económica, especialmente en lo que afecta al desarrollo de actividades no agrarias, generan la correspondiente diversidad social. El conjunto conforma lo que socialmente se conoce como plebe, en la que usualmente se distingue como plebe rústica a los sectores vinculados a la agricultura y como plebe urbana a los que ejercen actividades de carácter no agrario en la ciudad. Semejante diferenciación tan sólo puede aceptarse para los centros de mayor relevancia, ya que en la mayor parte de los municipios hispanos la comunidad ciudadana está compuesta por campesinos que explotan su correspondiente propiedad. Al margen de las consideraciones generales derivadas de otras zonas del Imperio o de las disposiciones presentes en las leyes de los municipios y colonias, el análisis de este sector presenta dificultades debidas a las ambigüedades que se aprecian en la información proporcionada por la documentación epigráfica sobre el mundo ajeno a los ordines; de hecho, con frecuencia se observa la imposibilidad de diferenciar a los ciudadanos que conforman la plebe de las poblaciones peregrinas e incluso de los libertos, que propician la ocultación de su condición social. También en este sector no privilegiado se aprecia la proyección de formas de organización interna de carácter asociativo o gremial (collegia), que habían tenido un gran desarrollo en Roma en el período republicano. Su importancia se refleja en su regulación por César y Augusto, que imponen la correspondiente autorización para su creación e intentan evitar su instrumentalización política. Las asociaciones más frecuentes son las de carácter funerario que, teniendo en ocasiones un contenido religioso, aglutinan a individuos (sodales) pertenecientes frecuentemente a sectores sociales heterogéneos. En el contexto de la organización de la población urbana, son reseñables la existencia de las asociaciones de jóvenes (collegia iuvenum), próximos a las aristocracias municipales, con funciones recreativas y militares, y especialmente de las asociaciones profesionales. La importancia de la construcción se aprecia en los correspondientes collegia fabrum documentados en Tarraco, Barcino o Corduba; también otras actividades de menor relevancia se agrupan en collegia; los fabricantes de lonas se asocian como centonarii, que desempeñan junto a su actividad específica la de bomberos, como ocurre concretamente en Hispalis donde se funda durante el reinado de Antonino Pío un colegio de este tipo compuesto por cien individuos; las asociaciones de pescadores se documentan en Carthago Nova, las de zapateros en Uxama (Burgo de Osma), en Igabrum (Cabra) la de fabricantes de mechas de lucernas, etc. También la plebe rústica constituye asociaciones semejantes, aunque su reconstrucción histórica resulta más compleja como consecuencia de la escasa proyección que el mundo rural posee en las fuentes escritas de carácter epigráfico. En determinados municipios de la Betica, como Arva (Peña de la Sal) se aprecia la existencia de centuriae, que pueden interpretarse, pese a que han suscitado divergencias historiográficas, como asociaciones específicas del mundo rural compuestas por pequeños propietarios; en contraste, profesiones relacionadas con la reorganización del paisaje agrario se documentan con cierta profusión, como ocurre con los collegia agrimensorum de Carmo, Segovia, Arva, Munigua, Axati, Obuco, etc. Las tensiones sociales que origina la polarización de la comunidad ciudadana en cada colonia o municipio se proyectan puntualmente en la documentación epigráfica en las exigencias del populus, pero se mitigan mediante las prácticas evergetistas de los decuriones que, derivadas de la concepción censitaria de la ciudad antigua, impulsan la cohesión interna. El evergetismo se proyecta en múltiples actividades; algunas de ellas, como la monumentalización de la ciudad, benefician indirectamente a la plebe; otras, en cambio, pueden considerarse como directamente relacionadas con su subsistencia o con sus hábitos culturales. Concretamente, las fundaciones alimenticias, que tienen una amplia proyección en otras zonas del Imperio, tales como Atenas y Como, y que constituyen incluso un motivo propagandístico del humanismo de la dinastía antonina como se aprecia en el arco de Benevento, se documentan también en Hispania. En Hispalis, durante el siglo II d.C., Fabia Hadrianilla, de familia senatorial, provee un fondo de 50.000 sextercios, que genera unos beneficios anuales del 5 ó 6 por 100, que se distribuyen entre 21 niñas y 22 niños a razón de 40 y 30 sextercios, respectivamente, el 25 de abril y el 1 de mayo, fecha de su natalicio y del de su marido. Un carácter más general posee la distribución que se manda realizar en Siarum durante los siguientes 20 años, también en el día del cumpleaños del evergeta, cuyo nombre desconocemos por la conservación fragmentaria del correspondiente documento epigráfico. En otros casos, se destinan determinadas cantidades para hacer frente a espectáculos concretos, como ocurre con Lucius Caecilius Optatus, centurión de la Legio VII Gemina, que crea un fondo de 7.500 denarios al 6 por 100 en Barcino para que se celebre un combate de boxeo anual por importe de 250 denarios y se done aceite para los baños públicos en cuantía de 200 denarios, a cambio de exenciones concretas para sus libertos. De cualquier forma, el evergetismo más usual, además del estipulado con motivo de la elección para determinadas magistraturas, está constituido por la distribución de alimentos y la celebración de banquetes públicos.
Personaje
Escultor
Su educación discurre en Italia, gracias a la amistad que establece con Fancelli. La influencia de Miguel Angel rápidamente se reflejaría en su obra. Cuando regresa a España, su actividad profesional se documenta en Aragón. Desde 1515 hasta 1519 se hizo cargo de la sillería del coro de la catedral de Barcelona, y de los relieves del trascoro, realizados en mármol de Carrara, donde recoge escenas de la vida de Santa Eulalia. Para la ejecución contó con la ayuda de varios de sus alumnos, entre los que cabe destacar Cogano, Simón de Belan y Juan Petit Monet. En este periodo realiza un viaje a Nápoles para intervenir en el retablo de la Capilla Caracciole de San Giovanni a Carbonara. En este encargo también colaboró Diego de Silóe. De esta obra le corresponde el motivo principal, donde revive La Adoración de los Reyes. Para representar este tema se inspira en Donatello y su técnica del schiacciato. De regreso a Barcelona se hace cargo de los sepulcros de Felipe el Hermoso y Juana la Loca destinados a la Capilla Real de Granada. También inició el monumento funerario del Cardenal Cisneros para Alcalá de Henares, pero no pudo concluirlo.
Personaje
Militar
Político
Con Ordoño I, hijo de Ramiro I, el reino de Asturias alcanzará el momento de máximo esplendor. Por primera vez en la monarquía asturiana el monarca fallecido será sucedido por su hijo. Las luchas internas de al-Andalus favorecerán la expansión territorial, repoblando Ordoño los valles altos de León, la comarca del Bierzo o las ciudades de León, Astorga y Tuy. Los repobladores procedían en su mayoría de las zonas musulmanas, concretamente Toledo o Coimbra, así como gentes de la zona cántabra. La importante victoria en la batalla de Albelda -también llamada de Clavijo- (860) traerá consigo el fortalecimiento de la zona de Alava y Castilla, evitando las aceifas procedentes de Zaragoza. Amaya y las plazas de Coria y Talamanca serán ocupadas por el conde Rodrigo. Esta intensa actividad repobladora provocará la intervención del emir Muhammad I, derrotando al conde Rodrigo en la batalla de la Morcuera (865) tras saquear y arrasar la ribera del Ebro y La Bureba. El proceso repoblador sufría un importante parón con esta derrota, falleciendo al año siguiente Ordoño I. La corona quedaba en manos de su hijo Alfonso III el Magno.
obra
El llamado Libro de los Testamentos, que se conserva en la Catedral de Oviedo, es el libro notarial de don Pelayo, obispo de Oviedo en el siglo XII, considerándose como una de las mejores muestras de miniatura románica en España. Esta escena que contemplamos recoge la entrega por Ordoño I de su testamento a los obispos Serrano y Oveco.