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París y Roma son, sin duda, los centros más importantes del debate arquitectónico y artístico de la segunda mitad del siglo XVIII. En Francia, el clasicismo se ve sometido a interpretaciones que en su apariencia canónica contienen algunos de los argumentos más renovadores del proyecto moderno. Así, por un lado, el clasicismo es entendido en clave nacional, fundamentalmente antiitaliana, ya fuera para exaltar la tradición francesa, entendida a partir de las preocupaciones por los sistemas constructivos o de distribución de los edificios, o para defender los modelos universales de la arquitectura griega. Por otra parte, la apuesta por una arquitectura nacional parecía resolver la antigua Querelle entre antiguos y modernos a favor de estos últimos, tal y como había planteado Perrault en el siglo anterior. Por eso, el triunfo de los modernos sintonizaba bien con la crítica de los ilustrados al barroco y al rococó, ya que, atravesados por el racionalismo del Siglo de la Luces, ponían en cuestión la autoridad de la Antigüedad, estableciendo nuevos principios basados en conceptos tales como la imitación de la naturaleza o la defensa del carácter constructivo y funcional de la arquitectura. Es, precisamente, en este contexto en el que se produce tanto la poderosa influencia de los ingenieros y su cultura científica y técnica como la valoración del gótico, lo que comportaba no tanto una moda estilística cuanto su consideración en términos constructivos y nacionalistas. Mientras tanto, la Academia de París intentaba mantener activa la tradición clasicista moderna y hacerse eco de las innovaciones que la manía por lo antiguo estaba planteando en Italia.
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La acción combinada de obispos y emires puso fin a los martirios voluntarios, y el destierro, voluntario o forzoso, de los clérigos que no pudieron, o no quisieron adaptarse a la nueva situación, provocó importantes cambios en los reinos del Norte que acogieron a estos fugitivos, cuya mayor preparación y cultura los pondrá al frente de iglesias y monasterios y los convertirá en consejeros de los reyes; especialmente del rey asturleonés, el más importante en estos momentos, el que acoge al mayor número de emigrantes cordobeses y a los toledanos y emeritenses huidos por razones religiosas y por motivos políticos, por haberse adherido a las revueltas de Toledo y de Mérida contra los emires.Estas revueltas, dirigidas por los muladíes y apoyadas por beréberes y mozárabes, unidas a la insumisión de los muladíes del Ebro y a la presión carolingia sobre los Pirineos, permiten a Alfonso II (791-843) consolidar las fronteras del reino y negar a Córdoba los tributos exigidos. Aunque mitificada por las leyendas que hacen intervenir al Apóstol Santiago, la independencia astur es una realidad que se observa, como hemos señalado, en el campo eclesiástico al romper la Iglesia astur con la toledana, y en el campo político al acentuarse la visigotización del reino, propiciada sin duda por una primera emigración de clérigos mozárabes a los que se debería la adopción del código visigodo, del Liber Iudiciorum (Fuero Juzgo), como norma jurídica del reino.La organización político-jurídica refuerza a la eclesiástica, que se manifiesta en la restauración de la sede metropolitana de Braga, en la erección de la sede de Iria-Compostela, la creación de un obispado en la capital del reino, Oviedo, y en la erección de numerosas iglesias y monasterios. Afianzado el reino, Alfonso inicia una política ofensiva: presta ayuda a los muladíes y mozárabes de Toledo y Mérida, ampara en sus tierras a los sublevados contra Córdoba y realiza ataques contra los dominios musulmanes, llegando a ocupar momentáneamente Lisboa y apoderándose de abundante botín que quizás no sea ajeno a las obras realizadas en Oviedo, donde se construyen palacios, baños, iglesias y monasterios.La neovisigotización y recristianización, impulsada por los emigrantes mozárabes no es suficiente para unificar el reino dividido entre los diferentes pueblos que lo integran, según reflejan las crónicas cuando repiten una y otra vez que "Fruela... a los vascones, que se habían rebelado los venció y sometió... Silo... a los pueblos de Galicia que se rebelaron contra él los venció en combate...; Alfonso... expulsado del reino se quedó entre los parientes de su madre en Álava..." El carácter electivo de la monarquía favorece en Asturias, como había favorecido en época visigoda, la aparición en torno a los candidatos al trono de bandos que las crónicas identifican por el lugar de origen de sus dirigentes. Así, a la muerte de Alfonso, los gallegos apoyan a Ramiro I mientras astures y vascones están al lado del conde Nepociano y, posiblemente, junto a otros nobles sublevados que pagaron con la ceguera o con la vida su rebeldía.Pese a estas revueltas y a los ataques de los vikingos a las costas gallegas en el año 844, Ramiro pudo adelantar las fronteras y ocupar temporalmente León; la conquista definitiva será obra de Ordoño I (850-866) al que se debe la repoblación de ciudades como Astorga, Tuy o Amaya, tras cuyos muros se instala una población campesina de relativa importancia. Este avance de las fronteras y la consolidación de las conquistas se relaciona una vez más con las sublevaciones muladíes, complicadas ahora con la oposición de los mozárabes al poder musulmán. Los rebeldes contarán con el apoyo de tropas astures que serán derrotadas cerca de Toledo; su presencia tan lejos de sus territorios es prueba de la importancia adquirida por el reino, y del paso de una situación defensiva a una política agresiva, de ataque, de conquista. Aunque derrotados, los toledanos mantuvieron la revuelta y obligaron a las tropas cordobesas a concentrar sus mejores hombres en la zona, con lo que el reino astur sólo estará amenazado en su frontera oriental por los muladíes del Ebro, cuyo dirigente Musa ibn Musa fue derrotado por Ordoño en Albelda (859), no lejos de Clavijo. En adelante, los hijos de Musa mantendrán una política de amistad y colaboración con los astures y servirán de freno a los cordobeses, que sólo en el año 865 podrán derrotar a Ordoño.Nuevos conflictos entre muladíes y árabes permiten a Alfonso III (866-910) extender sus dominios hasta Porto y Coimbra, tras cuya ocupación es posible repoblar el Norte de Portugal antes de firmar, el año 883, un tratado de paz con el emir, tratado que no le impedirá lanzar campañas en búsqueda de botín durante la revuelta de Umar ibn Hafsún, responsable indirecto de los éxitos de reyes y condes cristianos de la época: independencia de los condes catalanes, afianzamiento del reino de Pamplona bajo cuya tutela está el condado aragonés, y expansión del reino astur que traslada su capital de Oviedo a León.
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El término Neolítico, que aparece desde 1856, definido por J. Lubbock, en la literatura arqueológica, hace referencia etimológicamente a un cambio tecnológico: la aparición entre los útiles prehistóricos del utillaje de piedra pulimentada (neos/lithos, nueva piedra), opuesta a la piedra tallada, la única conocida por las poblaciones paleolíticas. La posterior investigación arqueológica ha otorgado al término Neolítico una significación más global a medida que se han observado una serie de cambios solidarios del primero, como son, dentro del mismo campo del cambio tecnológico, la aparición de la cerámica y la diversificación general del utillaje; o, dentro de los aspectos sociales, la aparición del poblado como fruto de la sedentarización de la población y de una agrupación más estable; o finalmente, dentro del campo económico, con los inicios de la actividad económica productiva. Simultáneamente han aparecido varios términos de tipo complementario, como el de revolución neolítica -creado por V. Gordon Childe en 1930-, en el que se enfatiza la producción de subsistencia como hecho fundamental y generador, en cierta medida, de los demás cambios. El concepto de revolución ha caído con posterioridad en desuso al observar que la transformación es gradual y progresiva, aunque el cambio que designa constituye una de las más trascendentes de la evolución humana. La inexactitud o parcialidad del término motivó a su vez varios intentos de sustitución por conceptos más culturales, ecológicos o socioeconómicos, como los surgidos de las nuevas tendencias de la investigación en la década de los sesenta, como la propuesta por Ch. S. Chard - "El hombre productor-agricultor" - o la más ecléctica de G. Clark de "Prehistoria Secundaria", terminologías que, en general, no han tenido plena aceptación. El término Neolítico sigue teniendo vigencia, definiéndose como un periodo arqueológico caracterizado por unas asociaciones recurrentes de registro arqueológico que permiten la reconstitución de las primeras sociedades productoras de subsistencia con unas características sociales, culturales y tecnológicas distintas de las cazadoras-recolectoras que las preceden. Se ha diferenciado el término neolitización que incidiría, más específicamente, en el estudio de la etapa formativa o periodo de transición y en la dinámica de cambio de un modo de vida basado en la caza y recolección de alimentos silvestres al control artificial de la reproducción de determinadas especies animales y vegetales. El estudio del periodo neolítico contempla dos tipos de problemática. Una, de carácter más propiamente histórico, que se centra en la reconstrucción de la evolución y el análisis de las transformaciones, basándose en la reordenación de los hechos históricos, situándolos en las coordenadas de cada tiempo y espacio determinados. Otra, de tipo teórico, se orienta hacia la situación del fenómeno del cambio en la teoría general de la evolución sociocultural de la humanidad. La investigación incide, pues, por una parte, en el establecimiento de los hechos y, por otra, en la aproximación a las causas y factores que motivan esta evolución. Dentro del proceso de transformación del Neolítico, la domesticación de plantas y animales ha despertado un gran interés entre los investigadores, debido en parte a la mayor atención dedicada en los últimos años, por parte de la arqueología, a los aspectos socioeconómicos. Su estudio presenta igualmente una doble vertiente, siendo la primera la que más se ciñe al proceso biológico, pues implica variaciones genéticas y conductuales de las especies domesticables y de tipo ecológico en los contextos donde se producen las modificaciones. La segunda, de tipo histórico o antropológico, estima las variaciones causales o resultantes que conlleva a los grupos humanos, tanto desde un punto de vista económico como cultural y social.
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termino
acepcion
Periodo posterior al Mesolítico y anterior al Eneolítico y a la Edad de Bronce. Llega hasta el 2500 a. C. aproximadamente y su inicio se remonta en algunos lugares, en torno al 8000 a. C. El término neolítico hace referencia etimológicamente a un cambio tecnológico: la aparición entre los útiles prehistóricos del utillaje de piedra pulimentada (neos/lithos, nueva piedra).
acepcion
Primera etapa del Neolítico, anterior a la utilización de vasijas de cerámica. Este espacio incluye el periodo Neolítco B Pre-Cerámico de Levante.
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La investigación prehistórica resulta mucho más compleja cuando se analizan los periodos de transición, como es el caso que nos ocupa. Se deben analizar los cambios socioeconómicos a partir de un registro arqueológico con frecuencia reducido, donde los datos se muestran a menudo inconexos, y no permiten generalizaciones sin evitar el caer en una excesiva simplificación. Hemos de preguntarnos cómo se modificó la vida de las sociedades cazadoras-recolectoras que ocupan el territorio peninsular antes y durante la aparición y el desarrollo inicial del Neolítico, cuándo, cómo y por qué aparecen la ganadería y la agricultura, cuál es el proceso de desarrollo de los asentamientos sedentarios, y de qué manera podemos caracterizar los cambios tecnoculturales y socioideológicos. Estos aspectos, estas variables, estos conceptos, sólo son abordables, en el estado actual de la investigación, desde una perspectiva regional. Existe una gran dificultad en establecer una sistematización los orígenes y el desarrollo del Neolítico en la Península Ibérica. Este fenómeno es debido, en parte, a que la investigación se ha centrado durante su trayectoria histórica en la identificación y clasificación del registro empírico, sin hacer inferencias de valor más general, en particular hacia los aspectos económico-sociales. Así, la cerámica ha constituido el eje de las investigaciones, asimilando su presencia como indicadora de un cambio cultural y económico. Sólo recientemente se han incorporado estudios más exhaustivos que cubren los aspectos económicos como la investigación de los restos de fauna y vegetales, que, junto con palinología, antracología, etc., permiten fijar el medio donde se desarrollan las comunidades y la relación de éstas con su entorno. Por otra parte, esta dificultad se acentúa con un desarrollo de la investigación muy desigual entre diferentes áreas y en las diversas fases.
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El horizonte enmarcado cronológicamente desde la segunda mitad del IV milenio y la primera del III milenio significa, en términos generales, la consolidación de unas tendencias socioeconómicas que ya habían iniciado su desarrollo a lo largo del proceso de la neolitización. En estos momentos se observará y subrayará la acentuación de diversos procesos sociales y económicos, los cambios en los complejos tecnoeconómicos, la complicación en la estructuración del espacio habitado, la diversidad ritual y estructural del mundo funerario y, en general, un mayor desarrollo y dispersión de la explotación del territorio. Es indudable que el mejor conocimiento del Neolítico Antiguo permite observar una continuidad importante entre las dos fases sin que elementos e influencias externas participen actualmente en el proceso de formación de los grupos culturales del IV milenio.