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En la serie de nenúfares que mostró el pintor en 1909 se centraba éste exclusivamente en la superficie del agua, omitiendo el banco de tierra que estaba rodeando el estanque. La estructura compositiva de estas obras depende enteramente de la contraposición entre las formas, colores y texturas de las flores y el reflejo del cielo y el bosque sobre esa agua. Este tema fue explorado en numerosas variaciones de luz contra sombra o calor contra frescor, lo que consigue con la magistral aplicación de tonos malvas, azules y rosas. En una fase posterior de la construcción del cuadro, Monet añadía algunos trazos lineales que cerraban los grupos de nenúfares. La superficie del cuadro es muy densa y causó en el artista serios problemas porque pretendía, al mismo tiempo, lograr efectos de textura y de transparencia, lo que ciertamente fue uno de sus aportaciones al arte occidental.
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Monet pasará sus últimos años en Giverny, tomando como modelos para numerosos cuadros los nenúfares que plantó en su estanque, lo que provocó un enfrentamiento con la comunidad. La paulatina desaparición de la forma es elemento principal de estas obras, en las que el maestro casi llega a la abstracción. Los colores son plasmados en el lienzo a través de largos toques de pincel, que eliminan toda referencia al dibujo. Los tonos verdes se adueñan de una composición salpicada de amarillos y rosas en donde la influencia de la fotografía está presente al utilizar planos muy concretos. Debido a su delicado estado de salud, Monet tomaba fotografías que después elaboraba en su estudio, contraviniendo la imposición impresionista de pintar directamente del natural. Sin embargo, las imágenes de los nenúfares no tienen nada de artificial, al contrario, el maestro crea en sus trabajos la sensación de situarse frente al estanque y ofrecernos la impresión que le producen las plantas y las luces del lugar. Frente a este estilo que elimina la forma reaccionarían Renoir y Cézanne.
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En 1918 René Gimpel y Georges Bernheim acuden a casa del pintor, en Giverny, para ver en directo "la inmensa y misteriosa decoración" - en sus propias palabras - en la que trabajaba el pintor. Una vez allí, quedan sorprendidos por el espectáculo que encuentran: una docena de lienzos agrupados en círculo sobre el suelo, uno junto a otro, todos de dimensiones similares: una anchura de casi dos metros y una altura de 1,20 m. Más importante que las dimensiones es el tema que comparten esos lienzos: en un todo continuo se suceden los nenúfares y el agua, el cielo y la luz. No parece haber división entre ellos, se ha convertido en todo un manifiesto del origen acuático de la vida o, si se quiere, en ese ideal de la obra de arte total que había soñado en vano el Romanticismo.
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A veces, esas impresiones, por ejemplo de un campo húmedo, deja entrever el olor de las rosas, en una tarde que poco a poco se apaga a través de la yuxtaposición de las manchas de colores. También una mañana puede cubrirse en todo su esplendor con un manto de ricas pinceladas o una capa de nieve puede extenderse sobre la tierra bajo un opaco cielo gris. La obra de Monet juega en la pintura el mismo papel que la palabra en la poesía de Mallarmé y las notas en la música de Claude Debussy. Las manchas de sus pinturas son imprecisas, frágiles como el agua pero sugerentes de una infinidad de sentimientos que representan el instante de la eternidad. Por ello, no es de extrañar que se le haya denominado como el pintor del placer, es decir, el artista que pinta por el placer de pintar.
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Estamos ante uno de los cinco lienzos circulares - llamados "tondos" desde el Renacimiento - que Monet pintó en los años 1907-1908 durante las últimas sesiones de trabajo antes de mostrar sus obras en la gran exposición de 1909. A diferencia de la enorme densidad de algunas obras que había finalizado meses antes, este lienzo es muy delicado y la superficie final está suavizada con pinceladas estilizadas y rítmicas. En consecuencia, el efecto predominante es de luminosidad y ligereza. En esa última fase de su elaboración parece que Monet sintió la necesidad de completar un lienzo rápidamente sin tener que aplicar rectificaciones de última hora, como era lo habitual. Es uno de los escasos experimentos de Monet con el formato circular de lienzo, y ello pese a su afán por explorar con los efectos que las dimensiones físicas del cuadro ejercían en el espectador. El conjunto es de una aparente sencillez y simplicidad de medios, pero oculta tesoros que siguen descubriendo los especialistas y el gran público.
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El punto de vista que ha elegido Monet para realizar el cuadro es similar, e incluso idéntico, al de otras ocasiones, muy elevado y que hace pensar en que el pintor estuviera sobre un puente. Casi podemos imaginar al artista volcado literalmente sobre el estanque para escuchar mejor los secretos que le cuenta la naturaleza. Sin embargo, el atrevimiento que adopta tanto para utilizar el color como para emplear esos trazos rápidos, nerviosos, resulta de lo más acertado. Las hojas de los nenúfares son apenas manchas de color rodeadas por líneas violetas; en cuanto al agua, cuesta trabajo entender las razones de ese tono dorado tan chillón. Por supuesto que una de ellas es captar el reflejo en el agua de los últimos rayos del día pero también es un compromiso del artista, que rompe de manera voluntaria con las convenciones anteriores.
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