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No en todas las zonas peninsulares se denomina ni se caracteriza cronológicamente de la misma forma este periodo. En Cataluña, uno de los aspectos más relevantes es el desarrollo, entre la segunda mitad del IV milenio y la primera del III, la Cultura de los Sepulcros de Fosa, muy homogénea en cuanto a sus conjuntos tecnoeconómicos y, sobre todo, por lo que se refiere a las características necrópolis de fosas. Un conjunto amplísimo de dataciones C14 permite ajustar bastante su evolución: en la Bòbila Madurell (aproximadamente de 3070, 3060 y 2850 a.C.), Cova de la Font del Molinot-Pontons, Barcelona (nivel del Neolítico Medio: 3400 a.C.)-, Cova del Toll-Moià, Barcelona (diversas fechas entre 3600-3100 a.C.)-, Can'Isach Palau-Savardera, Girona (3110 y 3250 a.C.) y Feixa del Moro (Juberri, Andorra, entre 3300 y 3000 a.C.). En Andalucía, este periodo se conoce como el Neolítico Medio-Final, y se centra entre el último cuarto del IV milenio y la segunda mitad del III milenio. Disponemos de niveles con materiales de este momento, caracterizados por un cambio en las tradiciones cerámicas con una generalización de cerámicas lisas, en Carigüela, Nerja, Nacimiento, etc. Corresponde específicamente a una fase avanzada de la neolitización. En Aragón se conoce como Neolítico Medio una fase final del proceso de neolitización, situada entre el 4000-3500 a.C., a caballo entre el horizonte epicardial y el Neolítico reciente. Se documentan los primeros asentamientos al aire libre claros, como, por ejemplo, Alonso Norte (Bajo Aragón) y Torrollón (Huesca), o bien se continúan ocupando cavidades naturales (Espluga de la Puyascada, en el Alto Aragón, con dataciones radiocarbónicas que remiten al 3980 y 3630 a.C.). Para el periodo concreto que nos atañe, los datos son escasos, heterogéneos y de difícil sistematización. No obstante, disponemos de tres dataciones absolutas que nos indican su presencia: en el nivel b del Pontet (3500 a.C.) y en la necrópolis de la Mina Vallfera (Mequinenza, con dos fechas: 2860 y 2420 a.C.). En la zona valenciana es donde quizás mejor se hace patente la confusión terminológica y cronológica de este periodo: como Neolítico Medio se conoce la fase del Neolítico Antiguo o Neolítico I (finales V milenio-primera mitad del IV), donde predominan las cerámicas incisas, acanaladas e impresas no cardiales (Cova Fosca, a pesar de las altas y polémicas dataciones). Lo que nosotros entendemos como Neolítico Medio, la consolidación agrícola y ganadera del IV-III milenios, quedaría incluida en las fases A y B del Neolítico II, en el horizonte del Neolítico Final (3500-2500 a.C.), que a su vez es subdividido en dos momentos: el Final I, hacia el 3400-2800/2700 a.C., con el predominio de la cerámica esgrafiada, y el Final II, el horizonte precampaniforme, hasta mediados del III milenio. Los yacimientos más significativos de este periodo son la Cova de l'Or, Cova de les Cendres y el poblado Ereta del Pedregal (fase I); en conjunto destacan las cerámicas esgrafiadas y lisas sin decoración, y nuevas formas como platos, escudillas, carenados, etc. A nivel del equipamiento lítico se agranda el tamaño de las hojas y aparecen las puntas de flecha.
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Las dificultades demográficas afectaron duramente al Imperio y a sus vecinos balcánicos, de modo que las conquistas turcas ocurrieron sobre países muy dañados por aquella situación, a la que se añadían la delicuescencia del poder político, las destrucciones de la guerra y el deterioro de la capacidad económica y de los antiguos equilibrios sociales. En las ciudades, las clases medias (mesoi) de artesanos y comerciantes disminuyeron ante el aplastante predominio mercantil de los occidentales, de quienes dependía el abastecimiento de cereales y otros productos básicos. En general, el número de los pobladores descendió, salvo en algunas plazas especialmente favorecidas por el comercio o protegidas contra las agresiones: Dubrovnik y Split, en la costa dálmata; Candía en Creta, bajo dominio veneciano. Pero Constantinopla tendría unos 40.000 habitantes en 1453, y Salónica, que contaba con 40.000 en 1423, bajo protección veneciana, estaba casi vacía, con unos 7.000, cuando los otomanos la conquistaron en 1430. La economía campesina sufrió con el abandono de tierras cultivadas y, sobre todo, con la polarización de las situaciones sociales: de un lado, parecos cultivadores; de otro, aumento de las diversas formas de gran propiedad, pues la de tipo mediano o pequeño casi desapareció, salvo en algunas zonas de Dalmacia. El pareco como usufructuario del dominio útil a perpetuidad mantuvo su estatuto jurídico, pero también la pesada carga de tributos al fisco y de pago de renta o epitelia al propietario. Su numero aumentó y también, de hecho, su adscripción a la tierra, pues sólo así tenía trabajo seguro, situación que no alcanzaba a jornaleros y asalariados aunque la escasez de mano de obra creaba, en aquel aspecto, condiciones algo más favorables. Tiene gran importancia la consolidación y aumento de una clase de grandes propietarios en aquellos siglos, porque sus miembros constituyeron la aristocracia social interlocutora de los nuevos dominadores políticos, occidentales en unos casos, otomanos más a menudo. Tanto la debilidad del poder imperial como la crisis económica y el hundimiento de la mediana y pequeña propiedad favorecieron su desarrollo. Muchas tierras tenidas en pronoia se patrimonializaron, con lo que el fenómeno creció todavía más. Así, por ejemplo, en la Morea dominada por diversos poderes latinos o griegos, los grandes propietarios o archontes privatizaron muchas tierras pronoiairas prevaliéndose de lo necesaria que era su fidelidad y colaboración. Desde finales del siglo XIII el régimen de pronoia se difundió también en Serbia y Bulgaria (pronija), donde pronto fue hereditario y divisible su usufructo, con lo que la noción de que eran tierras públicas desapareció más rápidamente que en Grecia, sustituida por una red de derechos y obligaciones que favorecía a los aristócratas. Algo similar ocurriría en Rusia desde 1470 (cesiones en pomiechtchie). En general, la dependencia campesina y la degradación de su situación social aumentaron, y así permanecieron durante siglos, con aquellas situaciones de oscurecimiento de los vínculos políticos y jurídicos públicos y de pérdida o alejamiento de cualquier posibilidad de acceso a la propiedad de la tierra.
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Apenas se registran novedades en este terreno respecto de las estructuras ideadas a comienzos de la época sefévida. Ya en el siglo XVI se pueden identificar las clases dominantes que habían de continuar siendo importantes en el último período safaví, aunque los pesos relativos de cada grupo cambiaron algo a través del paso del tiempo. Bajo los primeros safavíes, los jefes turcomanos ocupaban la posición predominante, pero el gobierno central estaba empezando a favorecer con la concesión de altos puestos a los antiguos burócratas de habla persa cuya experiencia y modo de vida hacían de ellos aliados y partidarios más convenientes a una corte centralizadora. Las clases religiosas, tanto los ulama, como los sayyids o descendientes de Mahoma, fueron protegidos con concesiones y subvenciones; como dependían del padrinazgo real, las clases religiosas tendieron en un primer momento a convertirse en un firme pilar de soporte para los safavíes; únicamente bajo los últimos safavíes, cuando la fuerza financiera e institucional independiente de los ulama había crecido considerablemente, recusaron cada vez más la legitimidad del gobierno sefévida. Tampoco se aportaron en el Setecientos cambios fundamentales al sistema de posesión de la tierra del Estado, divan, y de la Corona, jassa, y de las vastas concesiones a los jefes de las tribus. Se trataron de evitar, no obstante, las concesiones de tierras virtualmente incondicionales que habían caracterizado a los predecesores de los sefévidas, en favor de concesiones no hereditarias o tiyul, sacadas de las tierras del Estado y la Corona, que estaban condicionadas al servicio, pero la eficiencia de este servicio varió mucho y dependió en gran parte de la fuerza del gobierno central. Las categorías restantes de posesión de la tierra eran la propiedad privada, o mulk, y fundaciones inalienables, o waqf. La poca información de que disponemos acerca del pueblo llano nos indica que los nómadas estaban probablemente en una situación mejor que los campesinos que soportaban con mucho la carga de los impuestos y que tenían pocos recursos contra exacciones excesivas. Desde el momento en que Abbas el Grande trasladase la capitalidad del Imperio persa a Ispahan, más cerca de sus dominios y en el corazón de una provincia de habla persa, reunió a los artesanos y arquitectos para crear los magníficos edificios que todavía hoy hacen de Ispahan uno de los lugares más bellos del mundo en cuanto a su arquitectura. La tolerancia de Abbas para con los cristianos y su interés en promover el comercio y otras relaciones entre Persia y Europa habían atraído a la capital a numerosos comerciantes europeos y misioneros católicos, quienes en el siglo XVIII o fueron perseguidos o, en el mejor de los casos, vieron recortados sus privilegios iniciales de instalación, en un último intento por restaurar la pureza religiosa y evitar el contacto con todo lo que no respondiera a los más elementales criterios de la ortodoxia musulmana. La costumbre de hacer los tiyuls hereditarios, con tal de que los herederos masculinos prestasen servicio militar, llevó pronto a la alienación de facto de las tierras de la Corona y a una nueva decadencia del control -central sobre los militares. De ahí la tendencia del shah y de otros grandes terratenientes a convertir amplias áreas en waqfs fundados en favor de familias terratenientes, lo que produjo un gran aumento de la riqueza material de las clases religiosas, los sayyid y los ulama. Además se convirtieron en un poderoso soporte ideológico y administrativo para el gobierno central ya que ocupaban las posiciones clave de la estructura educativa y administrativa; sin embargo, el hecho de crear estas fuentes independientes de poder y riqueza, así como la inviolabilidad relativa de los ulamas, los convirtió en formidables adversarios de los últimos safavíes, pues fueron la única clase con suficiente autonomía e independencia como para oponerse abiertamente a la Monarquía y aun obligarla a cambiar el uso de su acción. Los impuestos sobre la tierra, cuya cantidad variaba sobremanera en las diferentes regiones, eran la fuente principal de los ingresos del gobierno, aunque también había numerosos impuestos comerciales y sobre la población urbana. El peso de los impuestos sobre la tierra recaía en último término sobre el campesinado, compuesto en su mayoría por aparceros, aunque una minoría pagaba arriendos o tenía pequeñas posesiones. La comunidad aldeana, muy antigua, se había mantenido como unidad de irrigación y también como unidad fiscal; organizaba la redistribución periódica de las parcelas y ofrecía a los campesinos el disfrute de los bienes comunales para el ganado y la recogida de combustible. Las ciudades atraían a los beneficiarios de las tierras y mantuvieron un comercio floreciente hasta el comienzo de los disturbios del siglo XVIII. El impulso dado al comercio y a la industria se tradujo en un aumento de los comerciantes y artesanos urbanos, pero sus corporaciones tenían poca autonomía. La alianza entre las clases religiosas, característica del período safaví, se ha seguido manteniendo hasta nuestros días, con frecuentes matrimonios entre ambos grupos y con los ulamas, relativamente importantes como portavoces de las demandas y quejas de las clases urbanas. Estas poblaciones sedentarias, urbanas y rurales, estaban rodeadas por los nómadas y sometidas a la presión de éstos. Viviendo de la ganadería del cordero, el comercio y la guerra, los nómadas estaban agrupados en grandes tribus unidas por un dialecto común y el recuerdo de un mismo antepasado fundador; divididas en clanes y familias, estaban dirigidas por un ilkhan. En la Persia del siglo XVIII no todos estos nómadas tenían el mismo peso. Los árabes del Sur y los kurdos del oeste tenían menos importancia. Por el contrario, las grandes tribus del Norte y el Este, afcaros y afganos, y los lurdos de las montañas del oeste de Ispahan desempeñaron un papel decisivo en la historia del Imperio. La posición de las mujeres es un aspecto de la historia social safaví que apenas ha sido estudiado. Sí sabemos que, frente a la idea de que el velo era una costumbre casi universal en las ciudades musulmanas desde los primeros tiempos islámicos, las mujeres de Irán iban sin velo e incluso en ocasiones escandalizaban sus vestidos, como lo atestiguan los comentarios de los viajeros europeos a partir del siglo XV. En cuanto al papel de la mujer en la sociedad, aparte de sus funciones sexuales, trabajos domésticos y cría de niños, poco se puede decir, excepto que el silencio general de los historiadores sobre esta cuestión deriva más de la ignorancia que del hecho de que las mujeres no desempeñasen un papel importante. El ciclo de decadencia fue semejante al de otros muchos imperios tradicionales: como los detentadores de las concesiones feudales tenían un creciente poder local, podían resistir con éxito a las demandas de impuestos del centro y podían oprimir impunemente a sus propios campesinos. La pérdida de tierras de las que se pudiera recaudar impuestos con efectividad llevó al gobierno central a aumentar los impuestos sobre las áreas que permanecían bajo su control, empobreciendo así al campesinado y provocando una larga decadencia de la producción agrícola. La pérdida de control sobre las tribus nómadas significaba darles libertad para que saqueasen las zonas con población sedentaria. Incluso, a pesar de que las exportaciones de producción tales como seda, alfombras y cerámicas a Europa fue muy importante durante el siglo XVII, ningún shah del siglo XVIII continuó los esfuerzos positivos para extender tal comercio.
termino
acepcion
Instrumento empleado en la Antigua Roma por los sacerdotes durante la celebración de los sacrificios para rociar. Era similar a un hisopo.
Personaje Pintor
<p>Aspertini estudió en Florencia a Filippino Lippi y en Roma entre 1500 a 1503 a Pinturicchio.<br>Le atraían los retratos caricaturescos llegando a deformar mucho las formas y los paisajes, asociándose a un gran detallismo en las imágenes.<br>Su estilo puede decirse que es premanierista.<br>Realizó frescos en la Capilla San Frediano en Lucca &nbsp;el año 1507-09.<br>Vasari afirmaba que Aspertini tenía una personalidad excéntrica y esto se descubre en sus retratos, como en La Sagrada Familia con Santos de París. También comenta Vasari que este pintor sugiere &nbsp;la imagen de un Miguel Angel demente.<br>Aspertini estuvo en Roma entre 1500 y 1503, conservándose sus cuadernos de dibujo sobre ruinas romanas, que constituyen importantes fuentes de información respecto al conocimiento de la Antigüedad en su tiempo.</p>
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Ser "imperator y regno suo" se convirtió en la aspiración básica de cualquier rey de la Europa Occidental. En otras palabras: ejercer sobre su territorio una autoridad plena sin ningún tipo de cortapisas. Alfonso X dirá, así, en la "Segunda Partida" que los reyes han sido puestos por encima de las gentes "quanto en lo temporal, bien assi como el emperador en su Imperio". El título de emperador y otros afines habían sido utilizados en reiteradas ocasiones por soberanos no germánicos para mostrar superioridad política sobre sus vecinos más inmediatos. La figura del llamado "Imperio leonés" ha sido repetidamente recordada por los historiadores. Pero hubo otras también. En Inglaterra, Geraldo de Gales hablará de Enrique II como "casi un emperador". En Francia, el sobrenombre de Augusto dado a Felipe II por uno de sus biógrafos, le acerca a la magnificencia imperial... Sin embargo, al cruzar la frontera del 1200 a los titulares de las monarquías feudales del Occidente les bastaba con ejercer un control cada vez más firme sobre un territorio de límites cada vez más definidos. Ello exigía una consolidación política en dos frentes. Uno, en relación con los vecinos: las viejas zonas de marca que eran áreas fronterizas plásticas y móviles de muy ambiguo estatuto político y sobre las que frecuentemente se ejercían jurisdicciones compartidas, empezaron a ser sustituidas por fronteras más estables que hacían a los gobernantes conscientes de hasta donde llegaba realmente su poder. No deben de pasar desapercibidos ciertos cambios en la titulación de los monarcas: hacia 1200, los Capeto dejan de llamarse "rex francorum" para llamarse "Rex Franciae". El sentido enormemente prestigioso pero vagamente étnico de la primera designación era sustituido por otro referido a un territorio. Cara al interior, la consolidación del poder por las monarquías occidentales corrió paraja al triunfo del sistema hereditario que en el Imperio no llegó a imponerse. Un triunfo que tuvo que superar numerosos obstáculos. Por un lado, el lastre patrimonialista de las monarquías plasmado en testamentos que dividieron entre todos los herederos reinos laboriosamente aglutinados. Los Estados hispanocristianos padecieron en repetidas ocasiones esta costumbre fragmentadora: testamento de Sancho III el Mayor de Navarra (1035), testamento de Fernando I de Castilla-León (1063), testamento de Alfonso VII (1157), por no remitirnos a otros intentos que no se plasmaron en las consiguientes divisiones. De otro lado, el principio de sucesión por vía hereditaria chocaba con ciertas tradiciones -las eclesiásticas entre ellas- que consideraban más justo el sistema de elección. En Francia, el abad Abbon de Fleury, consejero de los primeros Capeto pensaba que la elección del rey debía ser libre pero, una vez realizada y consagrado el elegido, a éste se le debía obediencia por parte de todos. Un siglo después, el reputado canonista Ivo de Chartres manifestó su repugnancia hacia la herencia pura y simple pero a la postre hubo de reconocer la operatividad del procedimiento. Para Juan de Salisbury, el candidato del clero siempre sería el más idóneo, sobre la base de que si el príncipe representaba la cabeza, la Iglesia era la expresión del alma... La estabilidad que el sistema sucesorio facilitaba se reforzó -especialmente en el caso francés- mediante la asociación del heredero a las tareas de gobierno. Hasta fines del siglo XII, cada monarca Capeto hacía consagrar solemnemente a su primogénito delante de los grandes del reino que daban tácitamente su asentimiento. A partir de 1200 estas prácticas se consideraron ya innecesarias pues el sistema hereditario paracía perfectamente consolidado. La unidad del Estado en manos del heredero primogénito varón hubo de compatibilizarse -caso francés también-con los derechos de los hijos menores a algún tipo de compensación. Nacieron así los "apanages" reales, amplios feudos asignados por el monarca a los príncipes de sangre con la condición de revertir a la Corona en caso de faltar heredero. Sistema que, en algunos casos, pudo ser fuente de tensiones pero que, en otros, mantuvo la solidaridad del linaje regio frente a distintos peligros. Al reforzamiento del Estado monárquico en el Occidente -reiteramos- colaboraron de forma activa unos lazos de fidelidad feudal en los que la casa real participaba de lleno.
fuente
La falange es como las escamas de un pez: impenetrable mientras cada escudo permanezca en su sitio, protegiendo no sólo al portador sino a sus vecinos Aunque ya en época de Homero, durante el silo VIII a.C, e incluso desde antes, los campos de batalla helenos presenciaron batallas entre masas compactas de infantería, no fue sino a principios del s. VII a.C. cuando apareció la falange hoplita, una combinación única de formación rígidamente mantenida, táctica de combate cuerpo a cuerpo, nuevo armamento específicamente diseñado para tal fin, y composición social del ejército a base de ciudadanos de la recién nacida polis (Aristóteles, Política IV, 1297b). Este sistema táctico iba a dominar la guerra en Grecia durante los siguientes siglos, hasta época de Alejandro Magno, y en el intervalo iba a mostrarse capaz de vencer a enemigos tan temibles como el persa. La unidad básica de la falange de época arcaica y clásica, una comunidad cívica en armas -no confundir con la falange macedonia y helenística, muy diferente-, era el hoplita, ciudadano más o menos pudiente, capaz de costearse una pesada panoplia que garantizaba su protección en el tipo de combate especialmente letal a que se dirigía. Aunque se ha dicho muy a menudo que el hoplita tomaba su nombre del escudo hoplon, lo cierto es que esta palabra se refiere a armas en general; el término técnico griego era aspis. En todo caso, si non é vero, é ben trovato, porque en efecto el escudo era, junto con la lanza o dory, el arma más significativa de la panoplia de un hoplita. Veremos por qué. Estaba formado por un gran cuenco circular y un borde muy reforzado casi plano, alcanzando un diámetro total de unos 90-110 cm.; tomaba, pues, la forma de un gran plato sopero con base redondeada. Se construía con láminas de madera (por ejemplo, de álamo) curvadas y encoladas entre sí. El interior se forraba con cuero fino; el exterior podía ir cubierto por una delgada lámina de bronce de no más de 0,5 mm de grosor, puramente decorativa, o ir simplemente pintado y decorado con un motivo de lámina de bronce. Su grosor no era uniforme: la madera oscilaba entre 0,9 cm en el centro y 1,8 cm en los bordes. El peso oscilaba en torno a los 6,5-8 kg, lo que en cierto modo desmitifica la supuesta pesadez del aspis: el escudo romano imperial en forma de teja pesaba también entre 7 y 7,5 kg, y algunos ejemplares llegan a los 10 kg. La concavidad interior y el amplio borde del escudo tenían una función importante: el hoplita podía apoyarlo sobre su hombro izquierdo, descargando así peso de su brazo en combates prolongados; además, podía empujar mejor con él -y con todo su propio peso detrás- para desequilibrar al rival (othismos). Ya en el s. VII lo describía gráficamente el poeta Tirteo: "el pecho y los hombros/tras la amplia curva del ancho escudo" (frg. 158 Diehl). Durante las marchas, el escudo se llevaba colgado de los hombros por una correa o telamon, y a menudo iba cubierto con fundas protectoras de tela o cuero. El rasgo más distintivo del aspis era su sistema de agarre, único en el Mediterráneo antiguo: en lugar de agarrar una empuñadura central, el aspis se embrazaba pasando primero el antebrazo izquierdo por una gran embrazadera central de lámina de bronce (porpax) remachada al interior del escudo y empuñando luego con la mano una agarradera de cuero en el borde del escudo (antilabé). Este sistema es mucho más descansado (parte de peso cae sobre el antebrazo, parte sobre el hombro y muy poco sobre la muñeca), seguro (si los dedos sueltan el antilabé, el escudo no se cae) y reparte bien los golpes de enemigo (que no repercute sólo sobre la muñeca, sin sobre todo el antebrazo). Si embargo, tiene también inconvenientes: escasa movilidad en un combate individual y ágil; y dificultad para soltarlo pues hay que apoyarlo primero en el suelo; por tanto en caso de huida, soltar el escudo podía ser difícil, mientras que replegarse con él sería un verdadero estorbo. En estas condiciones, se entiende que para los antiguos griegos perder el escudo fuera signo de deshonra: implicaba una huida a todo correr. De ahí, también, el aforismo espartano en el que la madre ordenaba a su hijo que volviera con el escudo o sobre él -esto es, vencedor o cadáver, a hombros de sus compañeros y con el escudo como parihuela- (Plutarco, Moralia 241F). En resumen, el portador del escudo hoplita sacrificaba movilidad y protección lateral para ganar enormemente en protección frontal. Otra peculiaridad de este gran escudo circular es que aparentemente desperdicia superficie útil, pues toda la mitad izquierda sobresale si proteger al portador. En realidad, el aspis sólo se entiende cabalmente en una formación bien alineada; es entonces cuando tamaño, forma y empuñadura del escudo cobran todo su sentido; la mitad izquierda de un escudo protege el flanco derecho del compañero de la izquierda, mientras que la propia derecha, mal cubierta por el escudo propio, es protegida por la parte del escudo que sobresale del camarada de la derecha. La falange es así como las escamas de un pez: invencible mientras cada escudo permanezca en su sitio, protegiendo no sólo al portador sino a sus vecinos; la solidaridad, la cohesión de grupo no es sólo deseable, es imprescindible tanto en la victoria como en la derrota, porque la fuerza de los escudos unidos es muy superior a la de cada uno de ellos individualmente. También se entiende mejor en esta formación el rígido sistema de agarre: no se trata de esgrimir el escudo individualmente para parar golpes, sino de presentar un frente continuo y sólido. Plutarco informa de que los espartanos no despreciaban a quien perdía su casco, pero sí su escudo, "porque se revisten de éstos (cascos) para su propio beneficio, pero del escudo en beneficio del frente común" (Moralia 220A). En relación con todo esto, los propios clásicos como Tucídides (5, 71) observaron un fenómeno curioso: las falanges, al avanzar, tendían a desviarse hacía la derecha, pues cada guerrero procuraba instintivamente cobijar su flanco menos protegido tras el escudo de su compañero de ese lado; los generales trataron en ocasiones de obtener ventaja táctica aprovechando este fenómeno psicológico. Ya hemos dicho que la metálica superficie exterior del escudo no era realmente una protección, sino una decoración; aunque a veces el espectáculo de cientos de escudos moviéndose a la vez a una orden dada, y reflejando los rayos del sol, podía asombrar y atemorizar a los bárbaros orientales, como cuenta Jenofonte (Anabasis, 1,1,17) Los escudos solían llevar símbolos pintados o recortados en lámina broncínea. A menudo, son verdaderos emblemas heráldicos de un héroe o de su familia, como un águila con alas extendidas, un triskeles, o el Eros de Alcibíades que escandalizó a la sociedad ateniense de su época; otras veces, símbolos protectores como una fiera cabeza de Gorgona que, simbólicamente, petrificaría al enemigo; otras, alusiones religiosas como un tridente, símbolo de Poseidon. Sólo la orgullosa Esparta eliminó pronto los símbolos individuales, sustituidos por una gran lambda, la L inicial de Lacedemonia, cuya sola visión en los campos de batalla bastaba para atemorizar a sus enemigos (Eupolis, frg. 359 Kock). Con el tiempo, otras ciudades siguieron el ejemplo, y comenzaron a aparecer letras o símbolos que caracterizaban una polis, por ejemplo la sigma de Sición, o la maza de Hércules en Tebas. Los escudos eran así, en la práctica y también psicológicamente, consustanciales al hoplita, parte de su identidad guerrera. No es, pues, extraño que figuren entre las armas que más a menudo aparecen depositadas en santuarios griegos, bien como ofrendas, bien como orgullosos símbolos de victoria, caso del escudo espartano tomado en 425/4 a.C. en la batalla de Esfacteria, y que durante siglos adornó, para orgullo de sus habitantes, la Stoa Poikilé del ágora de Atenas. Un combatiente podía formar en la falange sin coraza, grebas e, incluso, sin espada, pero el escudo y la lanza eran necesarios, no sólo individualmente, sino como parte funcional del colectivo humano y táctico en el que se integraba.
Personaje Arquitecto
Partiendo del neoclasicismo, Asplund se decanta por el Movimiento Moderno al que aportará un componente romántico, en línea de la tradición escandinava, superpuesta al funcionalismo teórico. Se interesa por la recuperación de los significados simbólicos de los elementos arquitectónicos, el medio ambiente y el empleo de materiales y técnicas organicistas cargadas de sensibilidad. Desde 1931 es profesor del politécnico de Estocolmo, realizando una interesante labor como teórico. Sus obras más importantes son el pabellón de la Exposición de Estocolmo de 1930, el Laboratorio bacteriológico estatal (1935-37), el diseño urbanístico de la ampliación de Goteborg (1937) y el crematorio del cementerio sur en su ciudad natal (1935-40), su obra más madura.
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