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No es posible abordar en el presente texto las vicisitudes de todos y cada uno de los asentamientos ibéricos ante la llegada de Roma. Por ello estimamos oportuno seleccionar algunas ciudades significativas que reflejen los principios aplicados por Roma en esta zona. Tomaremos como hilo conductor las fundaciones reseñadas por las fuentes literarias, epigráficas y numismáticas en combinación con los datos arqueológicos. Las únicas ciudades fundadas por Roma en el siglo II a. C. con categoría de colonia latina fueron Carteia, Valentia, Palma, Pollentia, y quizá Corduba. Según A. Marín Díaz, Itálica, Tarraco, Gracurris y Brutóbriga tuvieron carácter de ciudades peregrinas y sólo con posterioridad alcanzarían un estatus privilegiado. A excepción de Valentia (Valencia) que se fundó ex novo por deductio de los veteranos de las guerras lusitanas, los demás se asentaron sobre núcleos indígenas de mayor o menor entidad. Para estas fechas antiguas, la arqueología ha documentado el abandono de numerosos poblados ibéricos y la ocupación de otros no citados en las fuentes, entre los que destaca Azaila. M. Beltrán ha estudiado la secuencia arqueológica e histórica de este lugar, detectando la existencia de tres ciudades superpuestas. La primera es el típico poblado de tradición hallstáttica, destruido a fines del siglo III a. C., tal vez durante las guerras púnicas. La segunda ciudad corresponde al momento de la iberización y primera romanización y se sitúa a comienzos del siglo II a. C. Presentaba una planta regular circundada por una muralla. Las calles se trazaron de N-S y de E-O y tenían aceras pavimentadas. Las viviendas eran de tipo ibérico con zócalo de piedra y muros de adobe o tapial. En un tercer momento, tras la destrucción del enclave en tiempos de Sertorio, se levantó una tercera ciudad aprovechando la disposición urbana del poblado anterior. Se construyó una nueva muralla al pie del foso, pero la influencia romana se dejó sentir, sobre todo, en la construcción de edificios públicos como el templo in antis o las termas, y en las domus de aspecto pompeyano. La ciudad fue arrasada el año 49 a. C., después de la batalla de Ilerda según se deduce de los materiales arqueológicos, en especial de las cerámicas importadas de barniz negro. Comentario aparte merece Emporiae (Ampurias), otro de los pocos enclaves estudiados desde el punto de vista urbanístico por E. Sanmartí y un nutrido equipo de arqueólogos. Ampurias es un caso paradigmático de la aplicación de la dípolis. Existían en este lugar dos comunidades en el periodo prerromano: los colonos focenses y los indiketes que, según Estrabón, formaban una comunidad única. Los romanos establecieron al lado de la Neapolis griega un praesidium cuyos escasos restos se fechan en época catoniana (195 a. C.). A partir del núcleo militar, se desarrolló una ciudad perfectamente estructurada cuya traza se estableció en el paso del siglo II al I a. C. La planta de Ampurias era rectangular (700 x 300 m), con un perímetro de dos kilómetros cercado por una muralla de doble basamento de sillares de caliza local relleno de tierra y piedras, sobre el que se levantó una recia construcción de opus caementicium. Las calles se cruzaban ordenadamente formando insulae de 70 x 35 m. El centro monumental estaba constituido por un templo tetrástilo, y pseudodíptero de carácter itálico que quizá podría ser un capitolio, y más tarde un Cesareum, un gran pórtico en U abierto hacia el sur, con un criptopórtico y una hilera de tabernae cerrando el espacio por la parte meridional. En época imperial, la estructura del templo y su témenos no se modificó, pero se reacondicionaron los espacios forenses. Se añadió una sala hipóstila abierta en la parte E que pudo actuar de basílica y que comunicaba en la parte SE con otro espacio interpretado como curia. Las tabernae de la parte sur se cerraron y se abrieron al O otras, pero en dirección a la calle y no a la plaza. Al norte del pórtico en U, se construyó un macellum articulado en torno a un decumano. En época flavia se edificaron al lado del templo republicano ocho pequeños templetes. Un gimnasio y un anfiteatro de dimensiones modestas completaban el conjunto. En cuanto a la arquitectura doméstica, se conocen dos ejemplos de domus pompeyana, estudiados por Balil y más recientemente por Marte Santos, en lo que respecta a la evolución de sus fases constructivas. A fines del siglo II, el conjunto monumental de Ampurias pierde su vigor y la ciudad hubo de adaptarse a las nuevas circunstancias derivadas posiblemente de la pérdida de su papel intermediario en el comercio con Roma. A medida que la conquista avanzaba, Roma fue estableciendo ciudades en los rebordes de la Meseta, en Extremadura y Alto Ebro. Fundaciones como Castra Caecilia (Cáceres el Viejo), Metellinum (Medellín) y Pompaelo (Pamplona) surgen ahora relacionadas con los conflictos del periodo sertoriano. Poco se puede decir del urbanismo de estos enclaves. Pompaelo, citada por Estrabón como "la principal ciudad de los vascones" se cree que fue fundada por Pompeio el año 75-74 a. C. para establecer su campamento de invierno. Los estudios de Mezquiriz han documentado una secuencia ocupacional prerromana pero su urbanismo antiguo sólo se ha podido esbozar en líneas muy generales.
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En la primavera de 1931, el Ejecutivo promulgó numerosos decretos, que luego ratificaría como leyes el Parlamento. El conjunto de estas normas anticipa las grandes líneas del reformismo republicano y las preocupaciones sociales que alentaban los representantes de la izquierda burguesa y socialista. En primer lugar, los llamados "decretos agrarios", impulsados por los ministros socialistas de Trabajo y Justicia, Francisco Largo Caballero y Fernando de los Ríos, buscaban una mejora inmediata en las condiciones laborales del campesinado y preparar el camino a la reforma agraria prometida. Establecían la prohibición de desahuciar a los arrendatarios de fincas; ampliaban al medio rural los efectos de la Ley de Accidentes de Trabajo; fijaban la jornada laboral en ocho horas; obligaban a los propietarios agrícolas a contratar trabajadores de la comarca (Decreto de términos municipales) y a mantener sus tierras en producción (Decreto de laboreo forzoso); y extendían a la economía agraria el sistema de Jurados Mixtos de arbitraje en asuntos laborales. En Instrucción Pública, el ministro Marcelino Domingo adoptó medidas para reforzar la presencia y el control del Estado en el sector educativo, dominado hasta entonces por la Iglesia católica. Sus decretos establecían un plan quinquenal para crear miles de plazas escolares y que, en su primer año, ampliaba en siete mil la plantilla de maestros estatales; aumentaban el sueldo a los maestros; disponían la coeducación en la Enseñanza Secundaria; suprimían la obligatoriedad de la enseñanza religiosa en las escuelas, y creaban las Misiones Pedagógicas para extender el ámbito educativo a sectores de la población hasta entonces marginados. También desde el Ministerio de la Guerra, Manuel Azaña inició en este período su plan de modernización de las Fuerzas Armadas con una serie de decretos: pase a la reserva con sueldo íntegro de los militares profesionales que lo solicitaran, para aliviar las plantillas sobrecargadas; supresión de regimientos y transformación de las Capitanías en Divisiones Orgánicas; revisión de los ascensos por elección o méritos de guerra; cierre de la Academia General Militar, etc.
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Partiendo del hecho de que la organización social del período se basa en la desigualdad natural de los hombres y que el puesto de cada uno dentro de aquélla viene fijado por su nacimiento, era lógico que el objetivo de la educación fuese el de dar a cada uno de sus receptores una enseñanza adecuada a su posición dentro de la sociedad. De ahí que el acceso a la instrucción venga marcado por factores diferentes como son: el sexo, el grupo social, las actitudes familiares y también su coste, pues no podemos olvidar que estamos en un mundo de recursos económicos limitados. Todo ello tiene importantes implicaciones a la hora de conocer la estructura interna del alumnado, las enseñanzas que componen los programas y las formas en que se imparten. El núcleo mayoritario de la población europea durante la Edad Moderna apenas recibía la educación formal correspondiente a la primera etapa de aprendizaje, por lo general breve y básica. Lo que podríamos denominar enseñanza elemental abarcaba de los seis a los diez años y fue la etapa educativa que reciba más atenciones por parte de los filósofos, los pedagogos y los gobernantes del siglo XVIII, toda vez que ha pasado a convertirse en instancia fundamental de la formación del niño, por ende, del futuro adulto y de la sociedad. Hasta la Edad Moderna el método más utilizado para cubrirla eran las clases privadas en casa del alumno. Entre el Quinientos y el Setecientos seguirá siendo el sistema preferido entre la nobleza y la ascendente burguesía. Mas ya no era el único. Se difunde también la instrucción de pequeños grupos de alumnos en casa de un tutor, donde a veces residen y desde el siglo XVII trata de extenderse la escolarización formal en escuelas, donde los niños se agrupan atendiendo a su edad y conocimientos. Dichas escuelas iban a ser los centros educativos más numerosos durante el período que estudiamos. Generalmente de pequeño tamaño, y a veces incluso estacionales, la gran variedad de establecimientos que encontramos dentro de ellas no impide que podamos reunirlos, según Nava Rodríguez, en tres grandes grupos: Escuelas elementales, centros y hospitales para pobres y escuelas de catequesis. Las primeras, que funcionan en viviendas particulares, muchas veces de forma clandestina, acogen a pequeños grupos de niños y niñas procedentes de las capas humildes. Los centros y hospitales para pobres eran instituciones educativas creadas, fundamentalmente, bajo los auspicios de algunas órdenes religiosas -oratonianos, escolapios, hermanos de la Doctrina Cristiana- y de las parroquias- charity schools inglesas-. A partir del siglo XVIII se les unen la iniciativa pública -Estado, municipios- y la privada -industriales, sociedades de Amigos del País- con la creación de escuelas de oficios. Por último, las escuelas de catequesis solían tener una existencia intermitente y breve. El aumento numérico de los centros elementales durante la centuria ilustrada va a permitir incrementar la oferta educativa, llegándose en algunas zonas -Inglaterra, Holanda, noroeste de Francia, Estados alemanes, ciertas áreas de Italia- a conseguir que la mitad de la población en edad escolar reciba algún tipo de enseñanza. Otros lugares -España rural, parte de Austria, por ejemplo- apenas alcanzan un quinto o un tercio; mientras, los hay que no llegan al 10 por 100, caso de Irlanda, sur de Italia o Escandinavia, entre otros. El contraste entre los Estados europeos lo encontramos reproducido en el seno de cada uno de ellos. Por regla general, el acceso a los centros elementales resulta más fácil en la ciudad que en el campo, donde tampoco faltan las escuelas permanentes pese a que la pobreza y el habitat disperso representen sendos frenos a su establecimiento. En cuanto a la extracción social del alumnado, es en los niveles educativos iniciales donde encontramos una representación de hijos de campesinos y jornaleros junto a los de artesanos y comerciantes proporcional al peso de sus grupos en el conjunto social. La diferenciación vendrá más adelante, pues mientras para los primeros ésta será su única ocasión de recibir una enseñanza formal, para los segundos representa tan sólo la primera etapa en su formación. Tal reparto de alumnado incide directamente en el desarrollo del calendario escolar. La necesidad que tienen la mayoría de las familias de la colaboración económica de los niños hace que el año en la escuela se adapte a los ritmos agrarios más que a las necesidades académicas. Su duración no iba más allá de algunos meses, cuando no se veía suspendido por alguna guerra o epidemia. Además, el absentismo de un tercio de los escolares era porcentaje habitual y los abandonos, numerosos. Los programas de la enseñanza elemental incluían, por orden de importancia: religión, moral, lectura, escritura y aritmética, no siendo pocos los casos en que las materias anteriores se reducían a las tres, incluso a las dos primeras. Las razones de ello hemos de buscarlas en los costes del aprendizaje y su duración, dependientes ambos de la selección hecha por los padres entre el menú pedagógico ofertado por el maestro. Leer era lo más barato y la habilidad que menos tiempo exigía adquirir. La escritura suponía ya una mayor inversión temporal y monetaria, lo que engendra la idea de que sólo era útil para quienes la convertirían en su profesión. En verdad, para los integrantes de las capas sociales inferiores resultaba más favorable pagar a los que sabían hacerlo que afrontar el gasto de aprender, dadas las pocas ocasiones en que se verían necesitados de escribir a lo largo de su vida. Además, no olvidemos que las tasas de mortalidad infantil son muy altas, lo que aporta mayores dudas aún sobre la rentabilidad de la inversión educativa. No en vano, las zonas con mayores porcentajes de población firmante en el siglo XVIII coinciden, caso de Inglaterra, con las de menor letalidad infantil y juvenil. La centuria ilustrada consiguió amortiguar algo los efectos, de tal modo de pensar, pero no logró erradicarlo ni con mucho. Como ha señalado Meyer, "la disociación lectura-escritura fue una característica específica, de la Europa moderna". Aprender a escribir constituyó entre la gente popular un "multisecular proceso de transición marcada por el paso de una civilización fundada primordialmente sobre lo oral a otra especialmente escrita, propia de la Edad Contemporánea". Mayor éxito se obtuvo del esfuerzo por resaltar la importancia de aquellas otras asignaturas que instruían en un oficio, consideradas medio de paliar los efectos de la pobreza, reducirla y prevenir, de paso, los desórdenes sociales emanados de la indigencia en que vivían amplias capas de la población. Sin embargo, los centros que incluían este tipo de enseñanza junto a la religiosa fueron aún menos numerosos que los tradicionales. Tanto el medio físico en que se lleva a cabo la enseñanza -la escuela- como los métodos y materiales empleados eran bastante limitados. Salvo en las instituciones de elite, sólo existía un maestro y un aula, por lo general sucia, fría y mal aireada, amueblada con bancos y unas pocas mesas reservadas a quienes estaban aprendiendo a escribir. Aun esto constituía un lujo en aquellos lugares de hábitat disperso donde graneros, cocinas y corrales cumplían funciones docentes. La instrucción se basaba en el ejercicio de la memoria, siendo los libros más usados el catecismo y los religiosos. Además se utilizaban abecedarios, en tamaño de pliego de cordel con imágenes o frases, y cartillas o gramáticas elementales conteniendo listas de palabras, oraciones y, sólo en ocasiones, normas ortográficas y gramática. El régimen interno revestía una gran severidad e incluía los castigos corporales como medio correctivo y coercitivo. Ante tal panorama no es raro que los ilustrados propusiesen una alternativa. Rousseau la concreta en un aprendizaje basado en la propia acción del niño, realizado de forma escalonada y en contacto con la naturaleza que le rodea, con los problemas cotidianos que ha de afrontar. Esto es lo que intenta llevar a la práctica la experiencia pedagógica de Pestalozzi (1746-1827) en Neuhof. La admiración que suscitaría más tarde no fue compartida por sus contemporáneos que le acusaron de hacer perder el tiempo a los niños normales al desperdiciar sus capacidades de intuición, imaginación y razonamiento. Si en el paisaje de la educación elemental presentado hasta ahora introducimos la variable sexo nos encontraremos con algunas diferencias. Mas, dado que afectan a la mitad de la población, le dedicaremos un apartado específico poco más adelante.
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Durante los cinco cursos que estuvo en esta Academia, Fortuny asistió a las clases de Teoría e historia del arte, Anatomía, Perspectiva, Dibujo de estatua, Dibujo de pliegues, Desnudo del natural, Paisaje, Colorido y composición. Como complemento acudía también al estudio de Claudio Lorenzale, donde podía ver trabajar al maestro y captar el sentido global e integrado del proceso creador, difícil de apreciar en la enseñanza académica, fragmentada en distintas asignaturas. Entre sus profesores, Lorenzale fue el que mayor influencia ejerció en estos primeros años, aunque supo apreciar otros estilos e interesarse por la pintura de paisaje. Su paso por la institución le sirvió para perfeccionar la técnica y aprender cuestiones de oficio, las únicas que podían enseñarse en un momento en que el Arte había dejado de ser una voz unívoca (Enrique Lafuente Ferrari). A partir de entonces, observando la trayectoria del pintor, Fortuny parece atender a los modelos que prevalecen siempre -y que ya en 1841 el neoclásico José de Madrazo (1781-1859) aconsejaba seguir a su hijo Federico- por encima de cualquier tendencia: la naturaleza y su belleza y las cualidades de los grandes pintores. Las primeras pinturas de Fortuny, algunas hechas como trabajo de clase, están dedicadas a temas históricos, religiosos o mitológicos -considerados de mayor trascendencia por su carácter moral y educativo- y en sus características formales reflejan el estilo de su maestro. Destacan por su corrección y por haber participado en exposiciones y concursos San Pablo predicando en el Areópago, Carlos de Anjou en la playa de Nápoles y Ramón Berenguer III elevando la bandera de Barcelona en el castillo de Foix, con la que obtuvo la beca de pensionado en Roma en 1857. Son obras de formas estilizadas, preferentemente ovaladas, encerradas por líneas que ejercen su primacía sobre los colores claros y sin sombras, y de composiciones organizadas siguiendo sencillos principios de simetría. En estos mismos años, 1855-1857, recoge en distintas pinturas otros episodios de la Edad Media catalana; sin embargo -salvo los cuadros de la guerra de África y algún encargo especial- casi van a ser las últimas dentro de un género en el que nunca se sintió a gusto. Resulta aventurado pensar que si nunca se presentó a las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes, fue -entre otras consideraciones- por la casi obligación que había de hacerlo con una pintura de historia, aunque parece cierto que ese tipo de narrativa no llegó a emocionarle como para crear escenas convincentes que estuviesen exentas de la rigidez y aparatosidad tan usuales en estos temas (Juan Antonio Gaya Nuño). Junto a los modelos conocidos en el medio académico, la formación de Fortuny se amplia y encuentra otros tipos de referencias gracias a la obra del escritor y dibujante Paul Gavarni (1804-1866), cuyas ilustraciones conoce durante este período de estudios. Difundidos en colecciones de estampas y publicadas por la prensa francesa, los grabados de Gavarni ofrecían una crónica tan sutilmente expresiva del vivir cotidiano que fascinará a Fortuny y le llevará a copiar muchos de sus dibujos. Estudiantes, actores, burgueses quedaban retratados en las series del dibujante francés con exquisita sensibilidad, parecida a la que demuestra Fortuny en sus cuadros de género. Ese saber plasmar con la debida frescura y habilidad lo esencial del personaje y su historia, comienza a descubrirlo en estos años gracias a sus trabajos como ilustrador. En 1857 se publicaba en Barcelona "El mendigo hipócrita", novela de Alexandre Dumas, ilustrada por el joven Fortuny, que hizo también algunos dibujos para una edición de "El Quijote". No quedó satisfecho con los resultados, pero a lo largo de su carrera llegará a dominar plenamente diversas técnicas de estampación, especializándose en el aguafuerte. La energía y precisión con la que supo manejar la línea sobre las planchas de cobre, hacen de él "el más singular y original de los grabadores españoles de la segunda mitad del siglo XIX" (Carrete Parrondo y otros); "el mejor entre Goya y Picasso" (Juan Antonio Gaya Nuño). Publicados prácticamente en su totalidad por su marchante, Goupil, con asuntos comunes a los de su pintura, los grabados de Fortuny contribuirán a enriquecer el mundo editorial y de las revistas ilustradas. Esta importante vertiente de su trabajo le lleva también -desde el principio- a observar con mayor atención su entorno y medio natural. Dos obras muestran claramente esos intereses, las tituladas El doctor Casas visitando a un enfermo de cólera -pequeña crónica de un acontecimiento dramático- y Un alto en la caza, fusión de retrato y paisaje, los géneros más difundidos durante el siglo XIX. Todos los temas, religiosos, históricos e incluso los asuntos extraídos de la vida real que estaban ocupando el lugar reservado a la historia, fueron por tanto tratados en esta etapa formativa que se cierra con su pensionado en Roma.
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Lo más peculiar de este naciente arte etrusco es el desorden estético que se aprecia en sus múltiples realizaciones. La tradición villanoviana, pese a su pobreza, permanece asentada en muchas mentalidades y usos; además, la llegada de lo griego afecta mucho a la Etruria costera, pero, a corto plazo, pasa casi inadvertida en las regiones del interior. Lo helénico y lo oriental, por su parte, son manifestaciones muy evolucionadas. Para ser bien comprendidas exigen en los ambientes etruscos más ricos e interesados por ellas, la recepción de elementos culturales más profundos, de tipo mítico en particular. Lo que traen los comerciantes es demasiado sugestivo para oponer un rechazo: es preferible intentar comprenderlo en su totalidad o, si esto no es posible, reinterpretarlo a la luz de las propias ideas y creencias. Valen, por tanto, soluciones muy variadas, según la geografía, el nivel social e incluso actitudes personales. En consecuencia, el arte etrusco nace dividiéndose en varias direcciones. Por una parte, contemplamos cómo pervive el mundo villanoviano, pero no decaído ni repetitivo, sino en plena creación: si antes las urnas se decoraban sólo mediante esgrafiado, relleno con pasta blanca para realzar las decoraciones geométricas, ahora se gana en variedad: con el tiempo llegará a inventarse incluso el sello o impronta en relieve, que permite yuxtaponer motivos idénticos por toda la panza del vaso. Frente a esta producción, nos encontramos las cerámicas a torno, en estilo geométrico final; tan puramente griegas son a veces sus decoraciones pictóricas, que hasta se duda si sus autores se formaron en Grecia o ya en la propia Toscana. Pero, sin duda, lo más brillante y creativo de este arte etrusco inicial lo hallamos en ciertas obras que saben conjuntar la tradición técnica local (impasto, bronce) con las sugerencias del arte helénico. Podrían citarse varias piezas de interés, todas ellas caracterizadas por su ingenuo descubrimiento de la figuración, pero, a título de ejemplo, vamos a referirnos sólo a dos. Es la primera una vasija con pitorro, o askós, sin duda destinada a libaciones fúnebres, que se halla en el museo de Bolonia; el cuerpo ha tomado la curiosa forma de una ave, pero con cuatro patas y cabeza de toro. En cuanto al asa, se ha convertido en un jinete a caballo. Hombre, cabalgadura y ave-toro son trasuntos de la plástica griega del momento -recuérdense los caballitos consagrados como exvotos en Olimpia-, pero el conjunto cobra un sentido particular: nos muestra el emerger de una nueva clase social rica, caracterizada por la posesión de ganado equino y vacuno como signo de poder. Nuestro anónimo artesano, además, ha sabido superponer las figurillas con tal sencillez y fantasía que, para un espectador inadvertido, su obra podría sugerir una tradición folklórica de raíces remotas. El otro objeto que deseamos recordar es también una obra de la región interna de Etruria, donde las novedades griegas llegaban en escaso número, y no tomaban nunca un aire impositivo. Se trata de la urna cineraria de Bisenzio, hallada junto al lago de Bolsena. Signo de una sociedad que se enriquece, el bronce ha sustituido al impasto en la realización de la pieza; mas lo principal es la decoración de la parte superior: en torno a un gran animal encadenado (probablemente un oso que se yergue) danzan una serie de hombres desnudos, y, en otro aro exterior, sobre el hombro de la vasija, se suceden unos guerreros en actitud ofensiva conduciendo un prisionero; junto a ellos camina un campesino con su buey. En este caso, la impronta griega se reduce a la simple idea de concebir una plástica figurativa, pues el tratamiento es simple y popular, podríamos decir que casi carente de estilo. Lo esencial, sin embargo, es que esa turba de personajillos parece querernos describir una escena concreta, y una escena que no tiene precedentes claros fuera de Etruria; probablemente se trate ya de los ritos fúnebres locales, tal como los conoceremos después, con sus danzas, sacrificios de animales, luchas entre hombres y fieras, y acaso primitivos sacrificios humanos; de cualquier forma, el artista etrusco empieza a poner en práctica sus facultades narrativas.
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La ciencia y la cultura fueron hasta el siglo XII patrimonio exclusivo del clero, que había logrado mantener un cierto nivel cultural a través de las escuelas monásticas y episcopales. La nueva situación económica de Europa, con un desarrollo importante en los siglos XI y XII, permite que un grupo relativamente importante de personas abandone las ocupaciones tradicionales para dedicarse al estudio, para ampliar sus conocimientos más allá del mundo religioso-eclesiástico. La primera universidad hispánica o la primera escuela catedralicia capaz de atraer a estudiantes de otros lugares parece haber sido la de Palencia, conocida desde los años finales del siglo XII y reconocida y confirmada en 1212 por Alfonso VIII, que lleva a Palencia maestros de Francia e Italia. Los problemas económicos de Palencia hicieron que su importancia pronto quedara eclipsada por la Escuela-Universidad fundada en Salamanca en 1218 por Alfonso IX de León. Esta primera fundación será refrendada en 1254 por Alfonso X quien, en las Partidas, establece un plan completo de lo que debería ser un estudio general, una universidad o "ayuntamiento de maestros e de escolares" para enseñar y aprender artes, gramática, lógica, retórica, aritmética, geometría, música y astronomía (el Trivium y Quadrivium clásicos), ciencias a las que se añade el Derecho, al disponer que haya "maestros de decretos e señores de leyes". A mediados del siglo XIII se crea la Universidad de Valladolid, a la que seguirá la de Sevilla en 1254, la de Lisboa-Coimbra en 1290 y la de Lérida en 1300.
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La trilogía mediterránea -olivo, vid y cereales- era la base de la agricultura helénica, añadiéndose árboles frutales y legumbres. La cebada era el cereal más cultivado, convirtiéndose en la base de la alimentación. Jenofonte, en su diálogo el "Económico", nos narra las labores agrícolas: generalmente dos, y en ocasiones, tres -en primavera, en verano y en otoño, antes de la siembra del mes de noviembre-. En primavera se plantaban las viñas, empleando los huecos abiertos durante el invierno anterior, de un pie y medio o dos de profundidad. La planta se elevaba sobre estacas u otros árboles, realizándose la vendimia en septiembre u octubre. Las vides y los árboles frutales se plantaban en las laderas soleadas de tierra caliza mientras que el olivo estaba en medio de los campos o a comienzos del verano se hacía la siega, empleándose mulos o caballos para la trilla. El cereal desgranado se aventaba con un cesto plano empleándose la paja como alimento del ganado o para la elaboración de adobes. Para conseguir una mayor rentabilidad se practicaba la rotación bienal: un año de cultivo y otro de barbecho, año empleado para que el ganado pastara en el campo y se enriqueciera con abono natural. El abono era un producto muy utilizado en la agricultura helénica, recogiéndose los excrementos de los animales y repartiéndose en los diversos campos, a los que se sumaban restos orgánicos previamente descompuestos o el estiércol de caballos y animales que transitaban por las ciudades, recogidos previamente por los encargados de la limpieza viaria y vendidos en las puertas de las poleis. Aunque en todas las regiones se conseguían los mismos productos, evidentemente se desarrolló una especialización regional: eran famosos el aceite del Ática, el vino de Tasos o el cereal de la Cirenaica. Una de las principales fuentes de ingresos en el mundo rural procedía de la ganadería. Se criaban ovejas, cabras, vacas, bueyes, cerdos, caballos y asnos, conjugando cada especie en función de los pastos disponibles en cada zona. No debemos olvidar la importancia de la avicultura en algunas regiones o de especies exóticas, como el faisán en la región de Atenas. Tenemos datos relacionados con la práctica de la trashumancia, a pesar de la independencia de las poleis y de la dificultad para la libre circulación, existiendo noticias de acuerdos entre ciudades vecinas para la práctica del pastoreo.
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Se trata de un conjunto de cerámicas procedentes de yacimientos ubicados en el valle del Ebro y en el reborde oriental de la Meseta, en un ámbito donde las poblaciones de raigambre céltica han experimentado a lo largo de los siglos el paulatino aporte de los elementos ibéricos de la costa. Esto se manifiesta también en la cerámica, y trae como consecuencia una producción híbrida del mayor interés. Ejemplo paradigmático de este estilo cerámico son los vasos de Azaila, en Teruel, que por una parte muestran aspectos formales y decorativos derivados del mundo ibérico y por otra elementos propios, cuando no directamente derivados del mundo itálico. Entre los primeros, la forma del cálato ibérico, que arraigó profundamente entre los celtíberos, y la decoración tradicional de circunferencias, semicircunferencias, bandas, líneas, bandas de líneas onduladas, etc., propias de los iberos; pero junto a ellos se desarrollan formas nuevas, como los vasos cilíndricos con tapadera o los quemaperfumes en forma de trompeta, que parecen unas formas importadas directamente de Italia y casi desconocidas entre los iberos; y también decoraciones en las que abundan las hojas de hiedra, los roleos y las hojas vegetales estilizadas; hay un marcado predominio de la línea curva, sinuosa, sobre las formas rectas meridionales. Una decoración muy característica, sobre todo en los vasos cilíndricos, es la de uno o varios motivos alargados, por regla general vegetales estilizados, a cuyo alrededor, y en ocasiones de forma simétrica, se disponen roleos, motivos vegetales y geométricos y, en algunos casos, también humanos. Uno de los ejemplos más característicos es el de un vaso del Cabezo de La Guardia, en Alcorisa (Teruel), en el que, en torno a un árbol de la vida central, se arremolinan guerreros o cazadores a caballo, un hombre manejando un arado tirado por dos bueyes, tres jabalíes perseguidos por cuatro perros, y dos parejas de hombres danzando alrededor de una gran ánfora; todo ello ante un fondo repleto de aves y pájaros diversos, y representado con un gran esquematismo, sin atisbo alguno de profundidad ni de perspectiva. Algunos recursos decorativos recuerdan las soluciones de los vasos de Liria: los cuerpos ahuecados, en este caso sobre todo los de las aves, que presentan líneas onduladas como motivos de relleno, aunque en otros vasos pueden ser sustituidos por rosetas y espirales. Otro friso decorativo de un vaso del Castelillo de Aloza, también en Teruel, presenta restos de un combate entre dos guerreros armados de lanza y escudo, sobre un toro que parece atado por los cuernos a un objeto semidesaparecido, y tras ellos, separado por lo que parece ser una escalerilla de cuerda, un grupo de guerreros y motivos vegetales indeterminados. Recipientes con este tipo de decoraciones son los que predominan en los distintos yacimientos del valle del Ebro. Hay, sin embargo, un conjunto cerámico del mayor interés, que hemos de exponer a continuación. Nos referimos al grupo cerámico de Numancia, caracterizado, como ocurría con el de Azaila, también en parte por formas propias, como las jarras de cuerpo alargado con un asa, y sobre todo por su decoración polícroma de animales, guerreros, escenas de combates, etc., todo ello realizado con figuras sumamente esquemáticas y expresionistas; característicos son los caballos fantásticos y los guerreros que se enfrentan en combate singular en un cuenco del museo de Soria, la cabeza de toro vista de frente de otro vaso, o un jarro alargado de los más característicos en el que se representa una figura esquemática provista al parecer de armadura, con un cuello largo y estrecho, que recuerda en sus rasgos al de un caballo, cuya cabeza ha desaparecido. Se trata de un grupo cerámico peculiar, vistoso y de un considerable interés; su cronología es dudosa, puesto que ha de estar en relación con la de la propia ciudad, aunque si tenemos en cuenta que lo que se conserva no es, como se había supuesto, la ciudad destruida por Escipión, sino una reconstruida con posterioridad, parece evidente que esta cerámica debe ser también posterior a la destrucción de la ciudad, lo que la convertiría en contemporánea de la de Azaila y se integraría, como un grupo aparte y diferenciado, en el conjunto de cerámicas figuradas del último siglo a. C. en el área oriental de la Península Ibérica.
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Sin duda la figura clave de la arquitectura francesa del siglo XVI, en cuanto a inventiva e ingenio arquitectónicos, Philibert de l'Orme (hacia 1510-1570), era hijo de un maestro de obras y, durante el período 1533-1536, sabemos que está en Roma, como señala Blunt, "estudiando, midiendo e incluso excavando las antigüedades romanas". Su estancia italiana coincide con la del cardenal du Bellay, cuyo círculo frecuenta, trabando estrecha amistad con el secretario de aquél, François Rabelais. No resulta, pues, descabellado pensar que fuera el propio de l'Orme quien inspirara al escritor y humanista francés la descripción de la abadía de Théléme del "Cargantua" que, precisamente en 1534 a su vuelta de Roma, publicará Rabelais. En 1536, de l'Orme está de vuelta en su Lyon natal y cuatro años después es llamado a París por du Bellay que, al tiempo que le encarga la construcción de St. Maur-lés-Fossés, pone en contacto al arquitecto con el Delfín -luego Enrique Il- y su amante Diana de Poitiers; todos hechos decisivos en la trayectoria profesional de Philibert de I'Orme, singularmente el mecenazgo de la última que, en 1547, le encargará la construcción del castillo de Anet. Al acceder al trono de Francia, Enrique II nombra a de l'Orme superintendente de edificaciones; para el rey diseñó la tumba de Francisco I en St. Denis y el Cháteau-Neuf de Saint Germain, fundamentalmente. Para Diana de Poitiers, entre 1556 y 1559 de nuevo, construye el puente del castillo de Chenonceaux. La vinculación con la favorita del rey, conlleva que, fallecido éste, el arquitecto sea licenciado de su cargo palatino por Catalina de Medici, ya reina madre y regente de Francia tras el prematuro fallecimiento de Francisco II, por su otro hijo Carlos IX. Este alejamiento de la corte, no obstante, dura escasamente un lustro, tiempo que de l'Orme dedica, sobre todo, a su producción teórica, siendo nuevamente requerido por la reina madre, que le encarga las dos obras finales de Philibert de l'Orme: nuevos planos para reestructurar y ampliar St. Maur -adquirido por Catalina de Medici a los herederos del cardenal du Bellay- y la construcción del parisino palacio de las Tullerías. A un primer tratado que ve la luz en 1561, "Nouvelles inventions pour bien bastir et á petits frais", eminentemente práctico sobre la construcción de todo tipo de cubiertas y una serie de cuestiones de ingeniería y mecánica que, en alto grado, interesaron a de l'Orme, sigue su obra "Architecture", publicada en 1567, que es la que proporciona las claves y directrices del pensamiento de su autor. Aceptando los magisterios de Vitruvio y Alberti, pero de manera crítica y no servil, el arquitecto francés basa sus planteamientos, más que nada, en su propia experiencia profesional, tratando en todo momento de hallar una base racional a su arte. Su afirmación de que más valdría al arquitecto "fracasar en la ornamentación de las columnas, en las proporciones y tratamiento de las fachadas, que no abandonar las excelentes leyes de la naturaleza, así como actuar siempre ateniéndose a los preceptos de la razón"; o su dura crítica a "aquéllos que acumulan ornamentación sin razón, proporción ni medida", para continuar diciendo que la ornamentación arquitectónica debe aplicarse con propiedad "según sea necesario y razonable, y no sólo para dar la sensación de riqueza", nos evidencian las líneas del pensamiento delormiano. Sus consideraciones sobre los mármoles italianos, como material de construcción, y el orden francés que propugna, resultan en extremo interesantes, al margen del rabioso nacionalismo que destilan, muy en consonancia, por otro lado, con el sentimiento orgullosamente francés del momento que, por ejemplo, hallamos en los coetáneos poetas de la "Pléiade" o en su amigo Rabelais. Insiste en que las diferentes clases de piedra de Francia, que adquiere la connotación de material nacional, son tan buenas como los mármoles de Italia y más adecuadas al clima del país; ataca a los que servilmente siguen los modelos italianos que, a menudo, "caen en la trampa de copiar un original bueno para emplearlo en un emplazamiento distinto o a escala distinta, de forma que resulta ridículo". Propone añadir a los órdenes clásicos un nuevo orden francés, alegando motivos de índole práctica teñidos del comentado nacionalismo. Debe usarse, pues, la piedra del país que, aunque permitiera fácilmente fabricar soportes de una sola pieza, como material de construcción no resistiría las presiones a que es sometido. Los fustes de columnas deben por tanto realizarse mediante tambores superpuestos; una serie de bandas decorativas, horizontalmente dispuestas a intervalos regulares, debían ocultar, según su sugerencia, las junturas de los citados tambores que afean y desvirtúan la columna. Finalmente esta misma idea la aplica a los propios órdenes clásicos, ilustrando con láminas las versiones francesas -es decir, con las mencionadas bandas- de los órdenes dórico y jónico. Al analizar la obra práctica de Philibert de l'Orme, encontramos la misma lógica y racionalidad que emanan sus escritos. Lo conservado se reduce sólo a partes de Anet y a la tumba de Francisco I, siendo preciso echar mano de dibujos y grabados, para hacemos idea del resto de su producción. Ya el castillo de St. Maur, que inicia probablemente en 1541, supone un gran acierto de nuestro arquitecto, que lo propone como ejemplo en la observancia de proporciones y medidas. La remodelación y ampliación que acomete a partir de 1563, muestra su sabiduría y pericia en el acoplamiento, distribución y juego de volúmenes arquitectónicos. El castillo de Anet (Eure-et-Loire) que de l'Orme inicia en 1547, es seguramente su obra de más empeño. Un acentuado experimentalismo, que termina por poner en entredicho aspectos del propio sistema clásico, cuyos elementos maneja de modo muy libre y personal, parece presidir toda la intervención del arquitecto. Ahora bien, son sólo tres partes, si bien principales, de Anet lo que resta en pie, de manera que la idea de conjunto se nos escapa y, sobre todo, que lo conservado adquiere un carácter independiente y exento que no tenían; en concreto las alas de los respectivos patios como elementos de enlace son unos datos que hoy nos faltan. El frontispicio del castillo (hoy en el patio de la Escuela de Bellas Artes de París) o avant-corps, anterior a 1550, es de una monumentalidad arquitectónica tanto mayor si lo cotejamos con el grafismo decorativista de Lescot. Este frontispicio de Anet, de ornamentación discreta y severidad en sus molduras, es en sí mismo una reflexión sobre la superposición de los órdenes clásicos, rigurosamente adoptados pero mediante una proporcionalidad de elementos totalmente desprejuiciada, singularmente en las dimensiones de basas, que, de algún modo, parece cuestionar el valor organizativo de la estructura y, por ende, del sistema. La capilla de Anet, in situ aunque hoy como edificio exento, hay que datarla en el intervalo 1549-1552; es de planta central esencialmente configurada por dos círculos, uno interior continuo, que corresponde al espacio cupulado, y otro exterior discontinuo, que es el de las capillas. El casetonado interior de la cúpula, a base de círculos de molduras, cuya proyección directa sobre el pavimento deviene el diseño del marmóreo solado, supone el incidir obsesivamente sobre la idea neoplatónica del círculo como forma perfecta; ideal que, también de modo obsesivo, había asumido el Renacimiento italiano. En la entrada del castillo de Anet, de hacia 1552, también in situ y concebida como pabellón, una serliana (medio punto que salta entre dos dinteles) se convierte en base y soporte de una serie de volúmenes arquitectónicos, de concepción totalmente personal. El modo de combinar y mover esos volúmenes arquitectónicos, así como la sobriedad decorativa, confieren una gran monumentalidad al conjunto del dispositivo, donde las partes macizas son compensadas por balaustradas caladas, de exquisito diseño. De las dos obras que de l'Orme realizara para Enrique II, el sepulcro del padre de éste en St. Denis, comenzado en 1547, subsiste, en tanto que el castillo nuevo de Saint Germain, iniciado diez años después y conocido entonces como Théátre, ha desaparecido. Del sepulcro de Francisco I, cuya parte escultórica corrió por cuenta de Bontemps, sería de destacar la enorme plasticidad lograda mediante el retranqueo y volado de los elementos del entablamento. Del Théátre interesa resaltar el carácter exento y simétrico que tuvo su "corps-de-logis", con lo que se convierte en modelo directo para Blérancourt (1612-19) de Salomon de Brosse, y es el camino para Maisons-Lafitte (1642-46) de François Mansart y para Vaux-le-Vicomte (1657-61) de Louis Le Vau. Al parecer, Philibert de l'Orme desarrolló una notable actividad en el capítulo de-la arquitectura religiosa, pero, salvo la capilla de Anet, no nos ha llegado testimonio arquitectónico alguno. Sabemos de la capilla que, hacia 1550, construyera en el parque de Villiers-Cotterets, donde insistía en el tema de la planta central, esta vez a base de formas treboladas; aquí plasmó, de modo práctico, su orden francés. El trascoro de la parisina iglesia de St. Etienne-du-Mont, de hacia 1545, que es una combinación muy libre de escaleras de caracol y balaustradas caladas, puede ser atribuido, con fundamento, a de l'Orme. Por último, el encargo en 1564 a de l'Orme del palacio de las Tullerías, supone el inicio de un largo proceso constructivo que, uniéndose al del Louvre, será un capítulo pendiente que resolverá la arquitectura barroca parisina. Lo escaso que resta en las Tullerías del proyecto delormiano, parece evidenciar una línea más ornamental emprendida por el arquitecto en sus últimos años; bien es verdad que las presiones de la reina madre en este sentido -constan sus exigencias en decoración y en el uso de materiales ricos-, debieron condicionar al artista. La producción específicamente arquitectónica de Francesco Primaticcio, aparte de la asociada a jardines, es menos significativa para el contexto francés, aunque interesante, pues muestra una vocación por la sencillez que, frente a su sentido de la decoración desplegada en Fontainebleau, calificaríamos de purista. Así lo demuestran tanto su proyecto para la capilla Valois (hacia 1560), edificio de planta central que debía añadirse al extremo Norte del crucero de St. Denis, como lo correspondiente a arquitectura del sepulcro de Enrique II (comenzado en 1563) y, sobre todo, el Aile de la Belle Cheminée (1568) del propio Fontainebleau que, no sin razón, ha sido calificada de fría y académica.
contexto
Más al este, el panorama de la cerámica ibérica se complica considerablemente. Contamos, no obstante, con la existencia de varios estudios que pueden contribuir, de una u otra manera, a hacemos más llevadero el panorama; entre ellos, los de S. Nordström para la provincia de Alicante, V. Page sobre las cerámicas que imitan modelos griegos y los que en los últimos tiempos están llevando a cabo R. Olmos y R. Ramos sobre aspectos iconográficos de las cerámicas de La Alcudia de Elche. También en este área nos encontramos con una multiplicidad de tipos cerámicos, que van desde las más bastas cerámicas de cocina -las tradicionalmente llamada arcaizantes-, hasta los más complejos ejemplares con una rica decoración figurada. Las primeras están hechas a torno, aunque en ocasiones se encuentran también las hechas a mano, de pasta muy barata, con mucho desgrasante y bastante grueso, que le confiere un aspecto bastante tosco; de ahí el nombre de arcaizantes con que se las designó a principios de siglo, pues se suponía entonces, mediante una rígida aplicación del método estilístico, que lo más antiguo debía ser de peor factura y por tanto más arcaico que lo más modero. Este tipo de recipientes puede presentar también elementos decorativos y ornamentales muy simples, a base de incisiones, cordones digitados o no, etcétera. Muy frecuente es también la cerámica más fina, pero sin decoración, cuyas formas y acabados resultan similares a los de la cerámica pintada. Tanto unas como otras muestran unas formas propias que difieren de las del grupo meridional; ahora aparecen los cálatos en sus distintas variedades, las urnas de orejetas perforadas, los vasos de borde dentado y de doble reborde, etc., aunque los tratamientos y acabados cerámicos -alisado, engobe, pintura, etc.- son bastante similares en ambos grupos. La mayor parte de esta cerámica ibérica es de color castaño, aunque la cerámica gris también es relativamente abundante. La más importante es, con todo, la cerámica pintada. Su origen puede rastrearse, como en el Mediodía, a partir de los modelos orientalizantes traídos por los fenicios, asentados en una factoría en las proximidades de la desembocadura del Segura, y matizados posteriormente por los griegos. Esta influencia se plasma en las formas -grandes tinajas con tres asas, ánforas, etc.- y sobre todo en las decoraciones. Puede seguirse la evolución decorativa, desde los temas más antiguos, caracterizados por la bicromía -aunque siempre en menor proporción que los recipientes monocromos- y la sencillez de la decoración, hasta los más recientes, caracterizados por el barroquismo y la decoración figurada, contemporáneas ya de la época romana. La decoración geométrica más simple está compuesta, como en Andalucía, por líneas horizontales anchas y estrechas, dispuestas de forma irregular. La fecha de su aparición es muy antigua, pues deriva directamente de los modelos orientalizantes, y constituye en realidad una simplificación de éstos, que en su origen podían ser más complejos. No puede decirse, sin embargo, como se suponía hasta no hace muchos años, que pueda existir una diferencia cronológica entre esta cerámica más sencilla, decorada casi exclusivamente con bandas y líneas horizontales, y aquella otra algo más compleja, que a estos motivos suma otros más elaborados, como las semicircunferencias y las circunferencias concéntricas, que aparecen ya en yacimientos ibéricos de los siglos VI y V a. C. Un poco más tarde comienzan a aparecer otros motivos decorativos, como las líneas onduladas que suelen recibir el nombre de tejadillos si son horizontales y cabelleras si son verticales, los soles, cuartos de circunferencias formados por puntos o líneas discontinuas, reticulado de rombos, etc., que constituirán la base de la decoración de la cerámica ibérica clásica. Todos ellos se disponen sobre un entramado básico de bandas y líneas paralelas que delimitan los frisos horizontales en los que se incluye la decoración. En algunos de estos vasos, ya en el siglo IV a. C., y sobre todo a lo largo del III, los elementos vegetales comienzan a aparecer en la decoración, en un primer momento como elementos de relleno (flores de loto, hojas de hiedra, etc.) en un entramado básicamente geométrico, pero poco a poco ganarán terreno como elementos independientes, llegando a componer frisos exclusivamente vegetales.