Fortuny tenía la costumbre de realizar diversas imágenes con un mismo tema, siendo de gran utilidad para apreciar su propia evolución. Así ocurre con su obra más famosa, La vicaría, para la que hizo una primera versión, esta acuarela y la versión definitiva. En la acuarela el maestro catalán ha trazado las líneas fundamentales de la composición, ubicando a grandes rasgos los personajes principales, dentro del espacio que servirá de referencia en la obra definitiva. El detallismo de obras como el Condesito o la Mascarada dejan paso a una elaboración más rápida y contundente, sin interesarse por detalles superfluos.
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La obra maestra de Fortuny se fue madurando desde su matrimonio el 27 de noviembre de 1867 por lo que realizó una primera versión sobre una tabla que adquirió en el Rastro madrileño; pronto se dio cuenta de que la tabla era demasiado pequeña para el desarrollo que quería dar a la escena por lo que su modelo Arlechino le proporcionó una puerta de nogal perfecta en un primer momento, apareciendo la carcoma instantes después, siendo restaurada por el propio Fortuny. En esta nueva tabla elaborará un cuadro que supondrá un auténtico revuelo cuando fue expuesto en París, en la primavera de 1870, considerándose el acontecimiento del año, calificando la obra Teophile Gautier de "boceto de Goya retocado por Meissonier - el creador en Francia de esta temática costumbrista -", planteando Regnault que Fortuny "es el maestro de todos". La vicaría representa el momento en que los testigos de una boda firman en la sacristía, separada del templo por una magnífica reja que el pintor localizó en una iglesia romana, siendo el elemento culminante del trabajo. Todos los invitados a la ceremonia están pendientes del acto mientras en la zona derecha unos majos y un torero están ausentes del protocolo, al igual que los dos hombres de la izquierda. La escena está ambientada en el siglo XVIII como los cuadros de "casacón" que tanto éxito cosechaban en Europa, sirviendo como modelo la esposa del artista, Cecilia, para la mujer que habla con la novia, la mujer rubia y la señora de espaldas; Arlechino sirvió para el torero y Nicolina para la mujer que se abanica, siendo los demás personajes modelos profesionales que Fortuny utilizaba en variadas ocasiones así como sus cuñados Raimundo e Isabel de Madrazo. Meissonier posó para el general, existiendo un estudio previo sirviéndole al pintor como excusa cuando alguien le importunaba ya que alegaba: "Perdóneme, poso para monsieur Fortuny". El pintor plantea la obra con una amplia concepción espacial, distribuyendo las pequeñas figuras en los diferentes episodios que aparentemente están aislados pero forman un excepcional conjunto, descentrando la escena principal. Las principales características de la obra de Fortuny se resumen en esta obra: cuidado dibujo; minuciosidad y preciosismo; delicadeza y verosimilitud en los detalles; amplitud espacial; gran sentido del color y estupendo estudio lumínico; perfecta captación de los distintos tipos de telas y sus calidades descriptivas; interés por las expresiones de los personajes que se convierten en auténticos retratos; pincelada rápida y fluida a la par que precisa; interés por el estudio de los reflejos que provoca la luz blanca. La imagen es un perfecto retrato de la sociedad española del siglo XVIII con su clérigo, su torero, sus damas encopetadas, sus majas, el militar, hasta el demandadero de las ánimas del purgatorio, la extraña figura que con el torso desnudo, la cabeza encapuchada y una bandeja en las manos otorga a la escena un aspecto fantasmal. La ejecución de la obra fue lenta, motivando un buen número de retoques y repintes que agobiaban al maestro. La tabla fue vendida por el marchante Goupil nada más exponerla a Mme. de Cassin por 70.000 francos, un elevadísimo precio para su época, contrastando su pequeño formato con las grandes "máquinas" de historia que se hacían en aquellos momentos como el Testamento de Isabel la Católica de Rosales por ejemplo. Con este tipo de trabajos Fortuny alcanzará la fama y la fortuna social y económica, llegando a una situación límite cuando se canse de estas escenas pero el ritmo de vida que lleva le obligará a desperdiciar su verdadero talento.
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Tras su matrimonio y posterior viaje de novios, Fortuny se puso a trabajar en uno de sus cuadros más espectaculares, del que realizó dos versiones: ésta que contemplamos donde los detalles son más escasos y la versión definitiva. La obra está pintada sobre una tabla que el artista compró en el madrileño Rastro, sirviéndose de diferentes bocetos realizados anteriormente para ejecutar la versión inicial. Su cuñada Isabel servirá como modelo de la novia y la mujer que se abanica junto al torero, una amiga de la familia posará para la dama de la mantilla y el torero Lagartijo para el matador de la esquina derecha. El decorado es aquí más austero siguiendo la arquitectura de la Vicaría de Madrid que más tarde cambiará. El dibujo y la pincelada rápida y preciosista definen la obra, ocupando un importante papel la iluminación tan potente que penetra por las ventanas de la izquierda, impactando en la pared de enfrente y creando una acertada sensación atmosférica.
contexto
El colapso de Rusia significó el fin de la vieja pesadilla de Schlieffen: la guerra en dos frentes. El alto mando alemán podría concentrar desde 1918 todos sus esfuerzos en el frente occidental. A pesar de que tanto los ejércitos alemanes como sobre todo los austríacos mostraban ya claros síntomas de agotamiento -al extremo que en la primavera de 1917 el nuevo Emperador austríaco, Carlos, y su ministro de Exteriores, Czermin, contemplaron seriamente la posibilidad de una paz separada con Gran Bretaña y Francia-, los poderes centrales podían incluso pensar en lograr la victoria decisiva. Tanto más así, a la vista de lo sucedido en 1917 en el frente occidental. El nuevo jefe de los ejércitos aliados, el general Robert Nivelle -que sustituyó a Joffre el 3 de diciembre de 1916-preparó una nueva ofensiva, lo que él llamó "la guerre á outrance", que, esta vez, se desarrollaría al este de la anterior, por Champaña, en torno a la carretera llamada "Chemin des Dames", junto al río Aisne en las proximidades de Reims. La ofensiva, precedida como las anteriores por una formidable "cortina de fuego" de la artillería que se prolongó durante quince días, comenzó el 21 de abril de 1917, cuando los V y VI ejércitos franceses, y días después el IV, se lanzaron contra las posiciones alemanas (que habían sido ligeramente retrasadas por el mando alemán para formar la llamada "línea Hindenburg", perfectamente fortificada); ingleses y canadienses atacaron más al oeste, por Arrás. La ofensiva del "Chemin des Dames" resultó muy parecida a la del Somme: 40.000 soldados franceses murieron el primer día. Los ataques se repitieron inútilmente hasta mediados de mayo. Las ganancias francesas volvieron a ser mínimas. Francia perdió 270.000 hombres. El 29 de abril se produjo además un motín en una unidad situada al sur de Reims. La desmoralización parecía haberse apoderado del Ejército francés. Hubo amotinamientos en 68 de sus 112 divisiones: 55 soldados fueron fusilados como responsables. Nivelle fue sustituido por Pétain (15 de mayo de 1917). Con todo, la ofensiva aliada no había terminado. El jefe de las fuerzas británicas, el general Haig, estaba convencido de que la única forma de romper las líneas alemanas era por el que él estimaba, probablemente con razón, que era su flanco más débil: por Flandes. El 7 de junio, los ingleses lograron un importante éxito al volar con minas las ventajosas posiciones que los alemanes ocupaban en Messines, al sur de Ypres. El 16 de julio, comenzó el bombardeo de la artillería británica, y el 31 empezó lo que se llamó la "tercera batalla de Ypres" (o de Passchendaele, localidad muy próxima a la anterior), esto es, una serie de ataques masivos de la infantería inglesa apoyada por tropas canadienses, australianas y neozelandesas a lo largo de un frente de 24 km., con el objetivo de llegar a los puertos belgas de Ostende y Zeebruge y, si fuera posible, tomar Brujas; y también, como en 1916, de someter al ejército alemán a una devastadora guerra de desgaste. Pero al igual que sucediera en 1916 en el Somme, la táctica frontalista de Haig resultó catastrófica. Las lluvias continuas y los efectos de los bombardeos sobre el terreno convirtieron éste en un dantesco "mar de barro", en el que quedaron retenidos soldados, caballos y carros, batidos continuamente por los alemanes situados siempre en alturas dominantes. Pese a que la ofensiva había avanzado sólo unos ocho kilómetros y que para mediados de agosto había quedado detenida, Haig volvió a ordenar nuevos ataques: por Menin (20-25 de septiembre), por el bosque de Polygom (26 septiembre-3 de octubre), por Poelcapelle (9 de octubre) y por Passchendaele (12 de octubre y de nuevo 26 de octubre-10 de noviembre). Las bajas británicas fueron elevadísimas: unos 400.000 hombres entre muertos y heridos (las bajas alemanas se estimaron en 200.000). Paul Nash, el artista inglés, pintó aquella terrible devastación en un cuadro, especie de evocación surrealista y fantasmagórica, que tituló sarcásticamente "Estamos creando un mundo nuevo". Passchendaele (que fue tomada por los canadienses el 10 de noviembre, pero que sería recuperada por los alemanes poco después) quedó como el símbolo del carácter masivamente destructivo y atroz que había adquirido la guerra, y como un ejemplo de la inutilidad de una táctica absurda y arcaica, pues los ingleses no consiguieron ninguno de sus objetivos. La evidencia de que eso era así vendría poco después: el 20 de noviembre de 1917, los ingleses atacaron por sorpresa con 380 tanques por Cambrai, cerca de Arrás, y en apenas cuatro días, penetraron en profundidad por las líneas alemanas con un mínimo de bajas. Pétain, aún partidario de la guerra de posiciones, había tratado de aliviar a los ingleses, y en la segunda mitad del año, atacó primero por Verdún y luego por el "Chemin des Dames", con discretos éxitos sectoriales. Eso, y el nombramiento de Clemenceau, encarnación del patriotismo republicano, como primer ministro (17 de noviembre de 1917) devolvieron la moral a Francia. Ello acabaría por ser decisivo. Pues en 1917, al colapso de Rusia y Rumanía y al fracaso de las ofensivas de Nivelle y Haig, se unió un último revés. El 24 de octubre, una ofensiva germano-austríaca (15 divisiones) por el valle del Isonzo -la duodécima confrontación que se producía en la zona- rompió la línea italiana en la localidad de Caporetto y provocó el colapso y la retirada desordenada de las tropas italianas (marco de "Adiós a las armas", de Hemingway). Italia perdió unos 500.000 hombres (200.000 en el frente, 300.000 prisioneros) y sólo con ayuda de refuerzos ingleses, franceses y norteamericanos, sus ejércitos pudieron reagruparse ya a mediados de noviembre sobre el río Piave, a escasísima distancia de Venecia (y a casi 100 km. de la línea inicial). Sólo en un frente prosperaron los aliados, en el más marginal de todos ellos, en Oriente Medio. En Mesopotamia, los ingleses tomaron Kut (23 de febrero de 1917) y Bagdad (11 de marzo). Paralelamente, para apoyar la rebelión árabe liderada por Hussein y sus hijos Feisal, Abdullah y Alí, iniciaron una ofensiva sobre Palestina desde Egipto, por Gaza, que cobró fuerte impulso desde que el 28 de junio de 1917 se puso a su frente el general Allenby y desde que el antiguo arqueólogo de Oxford T. E. Lawrence (1888-1935) tomó Akaba (6 de julio) al mando de una informal guerrilla de jinetes árabes, primera de una serie de operaciones audaces sobre las posiciones turcas a lo largo del ferrocarril Alepo-Medina. El 31 de octubre, los ingleses tomaron Beersheba, y sólo dos días después, el ministro de Asuntos Exteriores, Balfour, tras reconocer las aspiraciones de los árabes, prometía considerar favorablemente el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para los judíos. Allenby arrolló a los turcos: el 16 de noviembre entró en Jaffa y el 9 de diciembre, en Jerusalén. Pero era evidente que la decisión final no se libraría en ese frente, sino en el frente occidental, como los principales responsables militares de la guerra siempre pensaron. Seguro de su superioridad una vez que Rusia estaba fuera de la guerra, Ludendorff creyó que podría lograr la victoria total y preparó una gran ofensiva -que esperaba fuera definitiva- para la primavera de 1918. Dos circunstancias le decidieron. Primero, la necesidad de anticiparse a la llegada de tropas americanas. La exposición por el presidente Wilson ante el Congreso norteamericano el 8 de enero de 1918 de un programa de paz de 14 puntos era el preludio de lo que ya se perfilaba como una intervención masiva de Estados Unidos en la guerra, pues el programa (que incluía entre otros extremos la restauración de Bélgica, Serbia y Rumanía, la independencia de Polonia y la devolución a Francia de Alsacia y Lorena) requería la victoria militar de los aliados. Segundo, el temor a que la prolongación de la guerra terminara por generar una crisis social y política de consecuencias imprevisibles en la propia Alemania y sobre todo, en Austria-Hungría. En efecto, el desgaste de Austria-Hungría era, a principios de 1918, más que evidente. A pesar de que en 1914 las distintas nacionalidades se habían sumado al esfuerzo de guerra, el peligro de la reaparición de los conflictos nacionales alentaba en todo momento en el interior del Ejército austro-húngaro. Lo probaban, por lo menos, incidentes aislados, como deserciones de soldados checos, croatas y eslovenos y hasta alguna sospechosa rendición de tropas de esas nacionalidades ante rusos y serbios. Además, en abierta oposición al régimen de Viena, se había formado en el exilio, en París, un "comité sudeslavo" (mayo de 1915) dirigido por intelectuales y políticos croatas que retomaron la antigua idea de una "Yugoslavia independiente" por integración de Croacia y Eslovenia en el reino de Serbia. Habían surgido también núcleos nacionalistas checos partidarios o de una confederación eslava bajo protección rusa o de un nuevo Estado checo independiente, como el Consejo Nacional Checo creado en París por Tomas Masaryk, antiguo profesor de Filosofía en la Universidad de Praga, y Edward Benes, profesor de Economía en el mismo centro. Y aunque en principio la Legión Polaca creada por Jozef Pilsudski había combatido al lado de los austro-húngaros, pronto quedó claro -sobre todo desde que Polonia quedó en manos de los poderes centrales en 1916- que los polacos aspiraban también a una Polonia unificada e independiente. Además, el 21 de octubre de 1916, Friedrich Adler, hijo del líder del partido social-demócrata, había asesinado al primer ministro del Imperio, Stürgkh, como protesta contra la guerra. Ya quedó dicho que el nuevo Emperador, Carlos, que subió al trono el 22 de noviembre de 1916 tras la muerte del anciano Francisco José, y su principal asesor, Ottokar Czernin, iniciaron gestiones que se prolongaron a lo largo de 1917 para lograr una paz separada: ambos estaban convencidos de la urgente necesidad de reformar la organización territorial del Imperio y de reconocer de alguna forma las aspiraciones de las nacionalidades. La caída del zarismo en marzo de 1917 les convenció, además, de la fragilidad de los viejos sistemas imperiales. Cuando el 30 de mayo se reabrió el Parlamento de Viena, diputados checos y eslavos pidieron ya abiertamente la creación de Estados separados para sus respectivos territorios. Por si fuera poco, la revolución bolchevique de octubre tuvo repercusiones inmediatas en Austria-Hungría. La imposición del racionamiento de alimentos y combustible, consecuencia de los problemas que la guerra estaba creando para el abastecimiento de las grandes ciudades, provocó a finales de 1917 y primeras semanas de 1918 manifestaciones y huelgas en Viena, Budapest y en los enclaves industriales de Bohemia y Moravia (donde derivaron hacia reivindicaciones nacionalistas). También la situación en Alemania había cambiado. La tregua política que toda la oposición había garantizado al gobierno al iniciarse la guerra parecía en 1917 haber concluido. Ya en diciembre de 1914, 17 diputados del Partido Social-Demócrata (SPD) votaron contra los créditos de guerra pedidos por el gobierno; en diciembre de 1915, lo hicieron 43. Poco antes, en junio, había circulado un carta abierta firmada por más de mil miembros del partido pidiendo la ruptura de la tregua. Por entonces, un pequeño grupo de la extrema izquierda dirigido por Karl Liebknecht, Rosa Luxemburg, Franz Mehring y Clara Zetkin, se constituyó en corriente revolucionaria y antimilitarista y, a través de folletos y publicaciones clandestinas, inició una intensa labor de propaganda contra la guerra y en favor de una revolución obrera. A pesar de la represión policial, el grupo "espartaquista" -como se les llamaría por el título de una de sus publicaciones- logró incluso organizar una manifestación pacifista el 1 de mayo de 1916. Cuando el 28 de junio su líder, Liebknecht, fue juzgado y condenado a 5 años de cárcel, unos 50.000 trabajadores declararon la huelga en Berlín en señal de protesta. Las reservas respecto a la guerra fueron creciendo dentro del SPD, abriéndose así una verdadera "crisis de la social-democracia" -por usar el título de un folleto escrito por Rosa Luxemburg en abril de 1915- que culminó cuando en abril de 1917 un grupo de conocidos dirigentes y diputados del partido (Hugo Haase, Karl Kautsky, Eduard Bernstein, Kurt Eisner, Karl Liebknecht, Rosa Luxemburg) se escindió y creó el Partido Social Democrático Independiente de Alemania (USPD) que nació con una doble aspiración: la reforma constitucional del país y una paz sin anexiones. Paralelamente, en ese mismo mes de abril de 1917, tras un invierno de especial dureza climatológica, estallaron huelgas espontáneas en Berlín, Leipzig y otras ciudades para protestar contra la escasez de alimentos. En agosto, se produjeron conatos de insubordinación en algunos barcos de la flota. La opinión católica, siempre ajena al espíritu del nacionalismo militarista prusiano, veía también con creciente malestar la prolongación de la guerra (el mismo Papa, Benedicto XV, había hablado reiteradamente contra ella y urgido a los combatientes a negociar la paz). El 19 de julio de 1917, el principal líder del catolicismo político alemán, Matthias Erzberger, del Partido del Centro, presentó ante el Reichstag una "resolución de paz", que pedía que Alemania renunciase a toda posición anexionista y gestionase una paz de reconciliación con sus enemigos. La resolución fue adoptada por 212 votos contra 126; provocó el cese del canciller Bethmann-Hollweg y su sustitución por Georg Michaelis, un mero instrumento de los militares que veían, con razón, en Bethmann-Hollweg un hombre vacilante y débil, incapaz de imponerse al Parlamento: se había opuesto, por ejemplo, a la guerra submarina y quería llevar a cabo reformas constitucionales en Prusia. La revolución soviética tuvo también en Alemania impacto considerable. Impulsada por un "movimiento de enlaces sindicales", estalló a fines de enero de 1918, al hilo de lo ocurrido en Austria-Hungría, una oleada de huelgas que se extendió por todo el país: más de un millón de trabajadores pararon entre el 28 de enero y el 3 de febrero, en demanda de un pronto acuerdo de paz y de una plena democratización de Alemania. El movimiento huelguístico cedió y fue disolviéndose; pero fue una manifestación más -la más grave hasta el momento- de que el espíritu de 1914 había desaparecido. Las circunstancias internas de Austria-Hungría y Alemania jugaron por tanto un papel considerable en la decisión de Ludendorff de reactivar la guerra en el frente occidental con vistas a forzar la decisión final. Concentró para ello una fuerza impresionante -unos tres millones y medio de soldados- y decidió atacar por un frente de unos 50 kilómetros por la zona central de las posiciones aliadas, en el Somme (por la localidad de San Quintín), por donde el 21 de marzo de 1918 lanzó sorpresivamente, tras un bombardeo muy intenso pero breve de la artillería, un total de 47 divisiones (ofensiva pensada como una finta, pues Ludendorff pensaba reservar el grueso de sus fuerzas para un posterior ataque por el Norte, por Ypres, en Flandes, contra las posiciones inglesas y belgas). Con una táctica nueva -en realidad, un retorno a la guerra de movimiento-, basada en penetraciones rápidas con fuerzas ligeras de asalto por los puntos débiles de la línea enemiga evitando así los asaltos frontales y masivos de la infantería sobre trincheras y nidos de ametralladoras, los alemanes, favorecidos por la sorpresa (y por la niebla, que hizo muy difícil detectar sus movimientos), rompieron las líneas británicas por distintos puntos y avanzaron unos 65 kilómetros en una semana, ocupando localidades importantes como Peronne, Bapaume, Montdidier- muy cerca de Amiens- otras, y haciendo más de 80.000 prisioneros. El 9 de abril, Ludendorff, confiado por el éxito inicial, redobló la ofensiva, atacando algo más al norte, entre Bethune y Arrás, por Lille y Armentières (sobre el río Lys), también con éxito, si bien mucho menor pues, debilitadas sus reservas y ante la tenaz resistencia británica, los alemanes no pudieron explotar la ventaja adquirida. Visto el excelente comportamiento en la ofensiva anterior de las reservas francesas, muy bien movidas por el mariscal Ferdinand Foch (1851-1929), nombrado por ello "generalísimo" de los ejércitos aliados el 14 de abril, Ludendorff decidió atacar al Ejército francés -para eliminarlo de cara a la ofensiva final sobre Flandes- y el 27 de mayo, lanzó un ataque en profundidad sobre el "Chemin des Dames", entre Soissons y Reims, avanzando en un solo día más de 20 kilómetros. Los alemanes tomaron Soissons y llegaron, como en 1914, al Marne amenazando de nuevo París (y el 9 de junio, volvieron a atacar, esta vez más al este, por Metz). Pero los franceses, con la colaboración de la II División norteamericana, situada sobre Chateau-Thierry, replegándose con acierto y orden, pudieron contener la ofensiva. El esfuerzo había convertido al ejército alemán en una fuerza agotada. Ludendorff, consciente de que ello le obligaba a abandonar su ofensiva por Flandes, quiso explotar la ventaja adquirida por sus tropas e intentar un último esfuerzo sobre París por el Marne. El 15 de julio volvió a atacar por esa zona e incluso sus ejércitos -52 divisiones- cruzaron el citado río y abrieron grandes espacios en las líneas francesas. Pero Foch volvió a resistir y el 18 de julio ordenó un contraataque de sus efectivos -franceses, marroquíes y norteamericanos (de éstos, nueve divisiones)- que, empleando centenares de tanques, hicieron retroceder a los alemanes hasta el río Aisne. La "segunda batalla del Marne" fue el principio del fin para Alemania. El mando aliado (Foch, Haig, Pétain y el general norteamericano Pershing) ya no perdió la iniciativa. Foch comprendió muy bien que el Ejército alemán se había agotado y a partir de aquel momento lo sometió a una presión incesante en todos los frentes, utilizando para ello las mismas tácticas -ataques rápidos y penetrantes en diagonal- que los alemanes habían usado en su ofensiva de primavera, y empleando con gran eficacia y coordinación tanques, artillería ligera, infantería y aviación. El 8 de agosto, ingleses, canadienses y australianos desencadenaron la "batalla de Amiens": usando preferentemente tanques -unos 450- avanzaron unos 12 kilómetros en un solo día. Días después (21 agosto-3 septiembre), ingleses y franceses atacaron por el Somme y Arrás, y en dos semanas recuperaron todas las posiciones que habían perdido en marzo (Noyon, Peronne, etcétera) obligando a los alemanes a replegarse a sus posiciones del 20 de marzo tras hacerles más de 100.000 prisioneros. El 12 de septiembre, los norteamericanos atacaron por el otro extremo del frente, por Saint-Mihiel, al sudeste de Verdún, casi en la frontera entre Lorena y la propia Alemania, haciendo unos 15.000 prisioneros en un solo día. El 26 de septiembre, tras 56 horas de bombardeos de la artillería, comenzó el ataque aliado hacia la victoria. Los norteamericanos lo hicieron por la región boscosa del Argona, en Las Ardenas; los ingleses, por Flandes (aunque para girar sobre Lille y Cambrai). La idea era, pues, atrapar a los alemanes en una especie de gran tenaza. Aunque el éxito inicial del avance aliado fue menor de lo esperado -si bien los ingleses tomaron San Quintín, Lens y Armentières-, coincidió con victorias espectaculares sobre los aliados de Alemania en otros frentes y ello quebró la resistencia psicológica del mando alemán: el 29 de septiembre, Ludendorff, convencido de que Alemania no podía ganar la guerra, aconsejó al Kaiser la formación de un gobierno de amplia base parlamentaria para iniciar negociaciones para un armisticio y para la paz, antes de que se produjese el colapso final del ejército. En efecto, Bulgaria y Turquía cayeron en septiembre y Austria-Hungría, en proceso acelerado de desintegración desde el verano, carecía ya de toda capacidad militar. En el frente búlgaro, desde Tracia y Macedonia a Albania, los aliados habían logrado reunir un gran ejército bajo el mando del general Franchet d´Esperé: 29 divisiones, 700.000 hombres (franceses, ingleses, italianos, serbios traídos desde Corfú, y griegos, pues finalmente Grecia entró en la guerra el 27 de junio de 1917). La ofensiva aliada comenzó allí el 14 de septiembre de 1918 y se concentró sobre las tropas búlgaras posicionadas en Macedonia, al norte de Salónica. Serbios y franceses atacaron por Dobropolje, una zona muy montañosa, para por el valle de Vardar avanzar hacia Skopje; griegos e ingleses lo hicieron por las montañas que rodean al lago Doirán para penetrar hacia los valles de Bulgaria y llegar al río Maritsa. Los búlgaros, sorprendidos, mal equipados y desbordados numéricamente, se derrumbaron. El 30 de septiembre, firmaron en Salónica el armisticio que sellaba su capitulación: su ejército fue desmovilizado, su material de guerra incautado y el país fue ocupado por las tropas aliadas. Parte de éstas pasaron a atacar a alemanes y austro-húngaros en Serbia, donde a lo largo de octubre fueron tomando enclaves y ciudades, al extremo que Franchet acarició la idea de una marcha sobre Berlín por Belgrado, Budapest y Viena. Otra parte de las fuerzas aliadas, los ingleses, mandados por el general Milne avanzaron por Tracia contra Turquía. En Oriente Medio, Allenby (y Lawrence al frente de los árabes) coordinó sus operaciones con las de Franchet: el 18 de septiembre, lanzó una gran ofensiva en Palestina por la costa ("batalla de Megiddo"), cuando alemanes y turcos esperaban el ataque por Jordania. El éxito fue espectacular. Ingleses y árabes tomaron sucesivamente Haifa y Acre (23 de septiembre), Amán (25 de septiembre) y Damasco (2 de octubre), mientras una escuadra francesa entraba en Beirut (7 de octubre). El 14 de octubre, el Sultán turco, tras cesar a los oficiales nacionalistas (Enver, Talat) que habían llevado a su país a la guerra, pidió un armisticio, que se firmó poco después, el 30 de octubre, en la isla de Maudros, en el Egeo. El mando aliado había querido que los italianos atacasen por el río Piave al mismo tiempo que Franchet y Allenby lo hacían en Macedonia y Palestina, pero el general en jefe italiano, Armando Díaz (que había sustituido a Cadorna tras Caporetto) prefirió esperar hasta que el debilitamiento de Austria-Hungría fuera irreversible (pues todavía en junio, del 15 al 23, los austríacos habían lanzado un fuerte ataque por la zona que los italianos supieron, esta vez, contener con gran eficacia). La crisis de Austria-Hungría, en efecto, se agudizó a lo largo de la primavera y verano de 1918. Los aliados trataron de fomentar y explotar el creciente malestar de las nacionalidades. Optaron ya abiertamente por la desmembración del Imperio austro-húngaro. Unas llamadas legiones checa, polaca y yugoslava, formadas por soldados que desertaban de los ejércitos austro-húngaros pasaron á combatir con los aliados. El 10 de abril, se celebró en Roma un Congreso de Nacionalidades Oprimidas en el que checos, yugoslavos, polacos y rumanos (de Transilvania) proclamaron su derecho a la autodeterminación. Unos días después, el gabinete italiano reconoció rango de gobierno al Consejo Nacional Checo. Más todavía, el 30 de junio, Italia y Francia anunciaron que reconocerían la independencia de Checoslovaquia: poco después lo hicieron Gran Bretaña y Estados Unidos. Los checos pudieron, así, proclamar formalmente su independencia el 21 de octubre. Fue entonces, 24 de octubre, cuando se desencadenó la esperada ofensiva italiana sobre Austria, un violentísimo ataque en el Piave que, si bien costó a los italianos numerosas bajas (25.000 en los primeros tres días), logró pronto sus objetivos: la línea austríaca cedió completamente, las tropas italianas hicieron en 10 días medio millón de prisioneros, y tomaron Vittorio Veneto, base del cuartel general austríaco, Trieste y Fiume. Caporetto había quedado vengado e Italia había doblegado a su enemigo histórico. Incluso antes de que el 3 de noviembre cesara la ofensiva, Austria había pedido una paz separada, y el 29 de octubre declaró su rendición incondicional. El colapso del Imperio era total. Ese mismo día, el Consejo Nacional Yugoslavo proclamó en Zagreb, la capital de Croacia, la independencia de todos los territorios eslavos. Pocos días después, se acordó en Ginebra la unión de Croacia y Eslovenia con Serbia y Montenegro: el 24 de noviembre, se produjo la proclamación oficial del Reino Unido de serbios, croatas y eslovenos, con el rey Pedro de Serbia como soberano. De inmediato también, estallaron sucesos revolucionarios en Viena y Budapest. El 1 de noviembre, se formó un gobierno húngaro independiente presidido por el conde Károlyi, y en Viena, miembros del Parlamento creaban un Consejo Nacional, lo que equivalía a la formación de un Estado austríaco separado. La rendición austro-húngara se hizo efectiva a partir del 3 de noviembre. El día 12, con la abdicación del emperador Carlos, cayó el Imperio Habsburgo tras casi 700 años de existencia. Los días 13 y 14 se proclamaban sucesivamente las repúblicas de Austria y Hungría. El colapso de los aliados de Alemania precipitó, como ha quedado dicho, el fin de la guerra. El 3 de octubre, en efecto, el Kaiser había nombrado el gobierno que le había aconsejado Ludendorff, un gobierno parlamentario -lo que para muchos constituyó una "primera revolución alemana"- presidido por un liberal, el príncipe Max de Baden, y formado por liberales de izquierda, socialistas y católicos. El mismo 4 de octubre, el nuevo gobierno pidió el armisticio (petición apoyada por Austria-Hungría) sobre la base de los 14 puntos que había anunciado en enero el presidente Wilson, y que eran relativamente generosos con alemanes y austro-húngaros en la medida que no incluían disposiciones punitivas para ellos. Las negociaciones comenzaron inmediatamente y se prolongaron a lo largo de octubre, coincidiendo por tanto con las últimas operaciones en Oriente Medio y con la ofensiva italiana en el Piave, y mientras los combates continuaban en el frente occidental, donde los alemanes procedieron a retirarse hacia el interior de Bélgica y a la frontera luxemburguesa, pero siguiendo una política de tierra quemada que provocó nuevas destrucciones en suelo francés y belga. Con todo, no hubo acuerdo. Los aliados, convencidos de que los alemanes simplemente querían ganar tiempo, endurecieron sus posiciones negociadoras. Ludendorff llegó a pensar en una especie de "levée en masse" de su país y en una lucha desesperada y heroica hasta el último hombre antes que aceptar una paz deshonrosa (por lo que fue cesado el 26 de octubre y sustituido por el general Groener). El hundimiento de Austria-Hungría hizo, sin embargo, ver a todos que la guerra estaba terminada. Cuando el 27 de octubre la flota alemana recibió la orden de hacerse a la mar para una última ofensiva, los marineros se amotinaron. El 3 de noviembre, unas asambleas de marineros y trabajadores portuarios tomaron el puerto de Kiel. La revuelta, una segunda revolución alemana, se extendió a otros puertos del Báltico (Bremen, Lübeck). De la flota pasó a las unidades del Ejército de tierra, y de los puertos del Norte a otras ciudades alemanas. El 7 y 8 de noviembre, los socialistas independientes, dirigidos por Kurt Eisner, proclamaron en Munich la República Socialista de Baviera. El 9, la revolución llegó a Berlín, donde el jefe del Gobierno cedió el poder al líder del SPD, Friedrich Ebert. La Comisión Alemana para el Armisticio, encabezada por Erzberger, negoció ya con Foch -en Compiègne- la rendición total. El Kaiser Guillermo II abdicó el día 10 y se exiló en Holanda. Ese día, anticipándose a una posible insurrección popular, los socialistas berlineses proclamaron la República e, incorporando a varios socialistas independientes, formaron un nuevo gobierno presidido por el mismo Ebert. A primera hora de la madrugada del 11 de noviembre, Erzberger firmó el armisticio y a media mañana cesaron las hostilidades. La guerra había terminado: la paz fue celebrada ruidosa y festivamente por multitudes entusiasmadas que se echaron a las calles durante varios días en la casi totalidad de las localidades de los países aliados.
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A la altura de septiembre de 1944, los aliados, tras el desembarco en Normandía, pudieron tener la impresión de que el final de la guerra era inminente. El aparato productivo propio funcionaba a pleno rendimiento, el predominio aéreo resultaba incontestado, un Ejército francés de nueva planta empezaba a desempeñar un papel de importancia en las operaciones militares y el peligro de los submarinos alemanes parecía haber desaparecido del horizonte (en el mes de octubre sólo un barco aliado fue hundido por ellos). Después de la ofensiva de Patton rompiendo el frente adversario en Normandía, se había demostrado que la gran maniobra, estilo "Guerra relámpago", también resultaba posible para las tropas norteamericanas, cuya capacidad combativa había sido considerada inferior hasta el momento. Avanzando hacia el corazón de Alemania, hubo un momento en que los aliados se encontraron con un frente muy abierto donde nadie se les enfrentaba. El importante puerto de Amberes pudo ser tomado sin dar tiempo a su destrucción. En el caso de que los aliados hubieran proseguido sus avances con decisión y la situación de su adversario no hubiera cambiado, quizá hubieran llegado a adelantar un cuatrimestre el final de la guerra y, en los meses finales del conflicto, ciudades como Berlín y Praga habrían podido caer en sus manos y no en las de los soviéticos. De cualquier modo, se habría evitado la pérdida de medio millón de hombres. Sin embargo, en torno a septiembre se produjo una detención en el frente Oeste que, como veremos, tuvo un estricto paralelismo en el Este. Una primera razón reside en un factor imponderable que deriva de la logística y los aprovisionamientos. Los anglosajones no pudieron utilizar el puerto de Amberes, porque las bocas del Escalda seguían en manos enemigas y muchos puertos de su retaguardia estaban en manos de los alemanes o habían sido destruidos por completo. Resulta también cierto, sin embargo, que las tropas británicas y norteamericanas exigían unos aprovisionamientos que no admitían comparación con las de los demás beligerantes. Pero se manifestó también un titubeo con respecto a la estrategia general de las operaciones anglosajonas. Patton, en el centro del frente, hubiera querido proseguir las operaciones con decisión y agresividad. Montgomery, en cambio, apoyó una ofensiva desde Bélgica, donde ejercía el mando, hacia el mismo corazón de Alemania. No le faltaba la razón aunque, como veremos, la ejecutó mal. Eisenhower, que ejercía el supremo mando, siempre tendió a contemporizar diplomáticamente entre sus subordinados y a preferir los avances con ofensiva en todo el frente, lo que le proporcionaba la inmediata capacidad para imponerse con su superioridad de medios y de hombres. Una tercera razón para que el avance se hiciera difícil reside en el hecho de que los alemanes, que en las operaciones del verano experimentaron bajas superiores a un millón de hombres, consiguieron reorganizarse en un tiempo muy reducido. Las nuevas armas en realidad no proporcionaron elementos para la defensiva, debido a la abrumadora superioridad aliada -aviones- o a la práctica imposibilidad de tiempo para emplearlas, en el caso de los submarinos. En Alemania, lo decisivo fue una movilización a ultranza que se explica por la carencia de oposición, una vez liquidado el intento de golpe del pasado mes de julio, y por el papel creciente de los elementos más radicales del nazismo. En este momento, desempeñaron un papel cada vez mayor en todas las ofensivas las unidades de las SS, organizadas incluso en divisiones. Otro factor que explica el haber podido movilizar a la totalidad de los varones de los dieciséis a los sesenta años -en unidades denominadas Volksturm- radicó en el miedo al adversario, en especial a los soviéticos, temor que por desgracia, se vio justificado. Finalmente, el empleo de procedimientos brutales, como la ejecución de los desertores o el procesamiento de los generales que se rindieran, contribuyó también a mantener sin fisuras el frente civil. Pero, aunque no hubiera un desmoronamiento total, el aplastamiento de las comunicaciones y la ausencia radical de combustible concluyeron, finalmente, en una parálisis total del Ejército alemán. Éste, sin embargo, todavía en los últimos meses de 1944 proporcionaría sorpresas inesperadas y muy negativas a sus adversarios. En el frente del Oeste, tras los avances espectaculares del verano de 1944, se produjo una cierta parálisis de los aliados. Montgomery no supo o no pudo proseguir su avance desbordante hacia el centro de Alemania. Tras detenerse durante algunas semanas, lanzó un ataque aerotransportado hacia Arnhem, pero resultó un fiasco muy costoso en bajas. Los meses siguientes, hasta finales de año, fueron empleados en despejar de enemigos las bocas del Escalda para hacer accesible el puerto de Amberes y comenzar las operaciones en torno a la antigua Línea Sigfrido, que había vuelto a convertirse en la línea defensiva alemana. A mediados de diciembre de 1944, se produjo, sin embargo, una nueva ofensiva alemana. Fue una sorpresa completa y total, en parte porque los aliados estaban convencidos de que el adversario no tenía capacidad de reacción, pero también porque los alemanes cuidaron por completo sus comunicaciones, de modo que la información aliada, siempre mucho mejor, no pudo en este caso traducirse en el terreno práctico. Días antes, Montgomery había escrito a Eisenhower dando por supuesto que los alemanes estaban a la defensiva y pagando las cinco libras de una apuesta sobre la fecha final de la guerra (el inglés había afirmado que se produciría antes de fin de año). La operación había sido planeada en exclusiva por Hitler con unas pretensiones desmesuradas. El Führer, que siempre tuvo una pésima opinión militar sobre los norteamericanos, juzgó que, con un ataque en Las Ardenas, le resultaría posible arrojarlos al mar para luego volverse contra los soviéticos. En cierto modo, se trataba de repetir el ataque que le había dado la espectacular victoria de mayo de 1940. Las circunstancias, sin embargo, eran muy diferentes cuatro años y medio después. Los alemanes carecían de aviación suficiente para, siquiera, competir con el adversario aliado y por ello atacaron con un tiempo pésimo, para evitar la presencia de aviones enemigos. Fue algo que luego se volvió en su contra cuando el suelo se convirtió en barro. Además presumían, careciendo de combustible, de que se lo arrebatarían al enemigo, lo que hubiera sido dudoso en cualquier caso y se demostró por completo injustificado en la práctica. Aunque la penetración fue brillante, durante algún tiempo los norteamericanos, que tenían a su favor una moral de victoria a la que les llevaba el apenas haber recibido verdaderas derrotas, resistieron en Bastogne y finalmente los alemanes debieron retroceder. De nuevo, Montgomery desaprovechó la ocasión para estrangular la bolsa enemiga. A los pocos días, una nueva ofensiva alemana en Alsacia tuvo parecido resultado. El número de bajas de cada uno de los adversarios en Las Ardenas fue semejante, pero lo decisivo fue que Alemania había liquidado en este ataque unas reservas de las que ya careció en adelante. La aviación, empleada en Alsacia, no pudo ser utilizada de nuevo en ofensiva. En el frente Este, no se produjo una ofensiva alemana, con la excepción que citaremos más adelante, pero medió también una enorme distancia psicológica entre el principio de las operaciones durante el verano de 1944 -en las fechas aproximadas del desembarco de Normandía- y el fin de este año. La ofensiva soviética -"Operación Bragation"- se inició en la tercera semana de junio, con un impresionante despliegue de seis millones de hombres. Ayudado por los guerrilleros -y también por la sorpresa- el Ejército Rojo avanzó como un rodillo en dirección al Vístula haciendo, como mínimo, un tercio de millón de prisioneros. En la península de Curlandia, en Letonia, quedó un grupo de divisiones alemanas destinado a proporcionar un control de las orillas del Báltico que se imaginaba imprescindible para que los submarinos alemanes -al final, carentes de toda utilidad- pudieran hacer sus prácticas. En julio, además, los soviéticos volvieron a atacar Finlandia que, a comienzos de septiembre, tuvo que pedir el armisticio. Obligada a rectificar sus fronteras a gusto de Moscú y a cederle la base de Porkkala, Finlandia debió, además, comprometerse a expulsar de su territorio a los alemanes, lo que supuso para ella muy importantes destrucciones adicionales. Como en el caso del Oeste, también en el Este pudo dar la sensación de que el ataque iba a suponer el desmoronamiento del frente alemán, pero ello no se produjo. La detención del avance soviético pudo estar relacionada con dificultades de reorganización del sistema de transportes o con la disminución de la extensión de la línea del frente alemán; es muy posible, además, que el traslado de algunas fuerzas alemanas de primera calidad desde Italia hacia Polonia contribuyera a ese resultado. Pero no cabe duda de que otro factor de índole política contribuye a explicar el parón de la ofensiva soviética. Desde hacía tiempo, Polonia era ya el principal motivo de discrepancia entre Stalin y los anglosajones. El Gobierno polaco refugiado en Londres no quería saber nada de una modificación de fronteras hacia el Oeste y, en principio, logró el total apoyo británico. Había tenido, además, capacidad suficiente para organizar, en unas condiciones imposibles, una guerrilla contra los alemanes aprovisionada por aire desde miles de kilómetros de distancia. Veía este Gabinete exiliado con creciente desconfianza la actitud de Stalin y su tendencia a crear una especie de Gobierno paralelo, adicto a sus intereses. En consecuencia, a comienzos de agosto, organizaron una sublevación en Varsovia, que no estuvo preparada ni coordinada con los soviéticos y que nacía del puro y simple deseo de adelantarse a una situación de hecho que diera el dominio de Polonia al nuevo invasor. Los soviéticos no acudieron al auxilio de los polacos y tampoco aceptaron que los anglosajones utilizaran su fuerza aérea para hacerlo. En estas condiciones, la sublevación fue suprimida con extrema dureza por los alemanes. Un intento semejante de los eslovacos se liquidó de forma parecida, como si el propósito de Stalin fuera conseguir que Hitler le hiciera el trabajo sucio antes de llegar a ocupar el centro de Europa. Algún historiador ha podido escribir que, de este modo, se llegó a una reedición del pacto nazi-soviético de 1939. Al mismo tiempo, sin embargo, las operaciones militares soviéticas obtuvieron éxitos espectaculares en los Balcanes y la Europa danubiana, transformando el signo político de esta amplia región en tan sólo dos meses. A mediados de agosto, se inició el ataque soviético en dirección a Rumania, que vivió el primero de los varios cambios en la configuración de los Gobiernos que tendrían lugar en cascada a continuación. A los pocos días, el rey Miguel sustituyó al dictador Antonescu y propició una modificación radical de las alianzas que llevó al poder a partidarios de los aliados, con lo que Rumania se convirtió en beligerante contra el Eje y combatió decididamente a una Hungría que años atrás le había arrebatado Transilvania. Nada de esto le sirvió al monarca rumano, pues la situación política interna evolucionó hacia una creciente mediatización por parte de los comunistas que se hizo definitiva en marzo de 1945. La ofensiva soviética también propició un cambio de Gobierno en Bulgaria, que nunca había estado en guerra con la URSS. Este desmoronamiento del frente tuvo graves consecuencias para el Ejército alemán, pues una parte considerable del mismo quedó atrapada como consecuencia de estas dos defecciones. Por el contrario, las tropas de guarnición destacadas en Grecia y Albania fueron evacuadas hacia el Norte sin mayores problemas. A mediados de octubre, se produjeron dos nuevos cambios en el escenario político de la Europa danubiana. Por un lado, Hitler se precavió de una posible defección de Hungría por el procedimiento de sustituir al Gobierno de este país por los fascistas locales. El golpe de Estado le sirvió, además, para conseguir acceder al único reducto que quedaba en Europa central con una importante minoría judía, que fue enviada de forma inmediata a los campos de exterminio. Además, para Hitler era esencial conservar los modestos yacimientos de petróleo existentes junto al lago Balatón. Para protegerlos, los alemanes llevaron a cabo en los últimos días de 1944 y primeros de 1945 su última ofensiva que detuvo, por el momento, la penetración de las fuerzas soviéticas. A mediados de octubre, se había producido, también, la llegada de las fuerzas soviéticas a Belgrado, donde coincidieron con los guerrilleros de Tito. A diferencia de lo sucedido en el resto de la Europa central, donde los cambios políticos en un sentido beneficioso para los comunistas fueron impuestos por las bayonetas soviéticas, en Yugoslavia -y principalmente en Serbia- la guerrilla antialemana había llegado a tener una situación predominante, de modo que pudo llevar a cabo una revolución comunista de forma autónoma. Nada de ello se explica sin los precedentes, derivados de una durísima lucha étnica entre croatas y serbios y, sobre todo, sin la capitulación de los italianos, que proporcionó a los guerrilleros de Tito unas armas de las que carecían hasta el momento. Incluso Churchill llegó a aceptar el predominio sobre el país del futuro mariscal. La victoria de las tropas soviéticas había sido espectacular, produciendo un amplio giro en el frente alemán. Sin embargo, en los tres últimos meses de 1944, el avance se detuvo. Serían precisos cuatro meses más para concluir la guerra en Europa.
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Increíblemente, los norteamericanos vencieron en Midway. La superioridad japonesa en buques y aviones era aplastante, pero el Estado Mayor del Almirante Yamamoto elaboró un plan extraordinariamente complejo cuyo error fundamental fue dispersar la enorme flota de Tokio, minimizando su potencia. Midway tuvo un efecto tremendo sobre el Japón, cuyas pérdidas aeronavales nunca pudieron recuperar. Pero Midway sólo fue una premonición; la verdad sobre la situación llegó en verano, en Guadalcanal. Entonces los norteamericanos eran más fuertes y más débiles los japoneses; la tremenda batalla de desgaste en tierra, mar y aire se solventó en favor de Washington: la guerra había, definitivamente, cambiado de signo. Y, sin embargo, continuó terrible y sin ceder un ápice en su tensión debido a la situación interna japonesa, cuestión que resume el epígrafe: un país para una guerra.
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Cuando concluía el año 1942, ya la situación en el frente del Este había experimentado un cambio importante desde el momento en que los alemanes iniciaron la "Operación Barbarroja". Las pérdidas sufridas por parte de los atacantes fueron muy importantes, tanto en vehículos como en animales y en personal. Ésa era una experiencia nueva de los alemanes durante este conflicto y tuvo consecuencias importantes sobre los principales protagonistas de las decisiones políticas. En ambos dictadores en liza en la guerra del Este -Hitler y Stalin- la dureza de la guerra tuvo efectos aunque resultaron muy diferentes. Hitler empeoró porque, situado por sus victorias en Occidente en una situación en la que ni admitía consejos ni tan siquiera se le daban, pretendió no errar jamás y condujo a sus Fuerzas Armadas a decisiones carentes de sentido o de un mínimo de estabilidad, sin con ello lograr introducir una dirección firme en la conducción de la guerra. Como sabemos, la fijación de la ofensiva alemana en Stalingrado se debió de forma exclusiva al propio Hitler. Durante la ofensiva de 1942, había pretendido la conquista de Leningrado y para ello fue utilizada parte de las divisiones que habían sido empleadas para completar la conquista de Crimea, con lo que se dio la paradoja de que éstas se hallasen viajando de Sur a Norte precisamente durante aquellos meses en los que podían ser empleadas en la ofensiva contra el enemigo. Otro testimonio de la forma de liderazgo de Hitler consistió en promover una sistemática rotación de los altos mandos alemanes, como consecuencia de supuestos o reales fracasos. Lo peor no era que de esta manera se evitaba por completo la permanencia en los criterios del mando, sino que quienes los ejercían carecían de la sensación de estar apoyados por el dictador. El desastre de Stalingrado no tuvo otro efecto que el de fomentar la tendencia a la desconfianza por parte de Hitler con respecto a los generales. Por su parte, Stalin confió cada vez más en los altos mandos militares, de acuerdo con un planteamiento totalmente contrario. La razón residió en que fueron ellos -y no la intromisión de los políticos, por ejemplo- los que le proporcionaron los mejores éxitos, aunque su dirección de las operaciones fuera menos eficiente que la del generalato alemán. En la propia batalla de Stalingrado no se pueden entender los éxitos soviéticos sin considerar adecuadamente la dirección ejercida por el mariscal Zhukov. Con el paso del tiempo, el propio Stalin dio a su dictadura política unos matices militares y fue denominado "generalísimo". A mediados de noviembre de 1942, se inició la previsible ofensiva soviética sobre la línea del frente del Eje a orillas del río Don. En todo este ataque se aprecia un curioso cambio de posiciones de los dos contendientes. Por un lado, el Ejército alemán, que había sido hasta el momento capaz de hacer las maniobras más audaces de la guerra, actuó de una forma inesperada, olvidando esa capacidad, pues continuó dedicándose a avanzar en medio de las ruinas de Stalingrado. Incluso su arma más valiosa -los carros- fueron empleados de una manera netamente impropia, es decir, en pequeños grupos de una veintena y en medio de las calles. Por el contrario, los soviéticos emplearon la gran maniobra rompiendo el frente adversario precisamente allí donde éste era más débil. La ofensiva rusa tuvo lugar, en efecto, sobre las tropas rumanas, italianas y húngaras a las que les había correspondido una función de protección del flanco mientras que el Ejército alemán era quien ocupaba Stalingrado. Realizada mediante una potentísima preparación artillera e inaugurada con una sorpresa total, la ofensiva soviética culminó con un rotundo éxito. El desplome de este frente tuvo como consecuencia que 220.000 soldados alemanes quedaran aislados en Stalingrado. Pero hubo todavía noticias peores en las semanas siguientes. Por un lado, la presión rusa no se limitó a cercar al atacante en Stalingrado, sino que se tradujo en una ofensiva general que, por ejemplo, permitió romper el cerco de Leningrado en el Norte. Lo más decisivo, sin embargo, se jugaba en el Sur. El audaz avance de los alemanes sobre el Cáucaso en los meses anteriores entró en crisis e hizo pensar en la posibilidad de que las puntas de ataque blindadas acabaran siendo cercadas. Tuvo, por tanto, que producirse una rápida retirada en dirección hacia Crimea que tuvo éxito, pero que en algún momento dio la sensación de concluir en un nuevo cerco. Prueba de la confianza que todavía sentía Hitler en sí mismo fue el hecho de que permitiera que una parte de su propio Ejército quedara encerrado en la península de Kuban, frente a Crimea, como si tuviera la posibilidad de iniciar la ofensiva al poco tiempo. Ya en enero de 1943, sin embargo, los rusos atacaron hasta en cuatro puntos distintos el frente enemigo, que quebró anulando toda esperanza de que fuera posible auxiliar al Ejército alemán encerrado en Stalingrado y dirigido por Von Paulus. Éste había reclamado aprovisionamientos diarios por un total de 600 toneladas; se le prometió la mitad, pero esa cantidad no se entregó un solo día durante el asedio. Si en otras ocasiones había sido posible realizar operaciones de avituallamiento aéreo de envergadura, en este caso resultaba imposible no sólo por la magnitud sino por los crecientes problemas de la Aviación alemana para mantener la superioridad sobre el adversario. Además, había aparecido un fenómeno nuevo, nada desdeñable desde un punto de vista militar, como era la guerrilla rusa en retaguardia cuyas acciones más decisivas se produjeron en 1943 pero que ya en este momento había empezado a atraer recursos humanos y materiales de los alemanes, en gran medida por la propia brutalidad represiva del invasor y por la carencia de una política decidida que sumara las posibles discrepancias políticas con el régimen a la cruzada anticomunista del Tercer Reich. Existió un ejército antisoviético dirigido por el general Vlassov que apoyó a los alemanes, pero hubiera sido mucho más lo que los atacantes hubieran podido hacer. De cualquier modo, Hitler obligó a Von Paulus a resistir a ultranza, sin tan siquiera permitirle una salida que enlazara con las fuerzas propias. Elevado a la categoría de mariscal, que parecía vedarle el pensar siquiera en la posibilidad de rendirse, Von Paulus era el prototipo del general obediente hasta el extremo a la voluntad de Hitler, pero carente por completo de carisma entre sus tropas. El 2 de febrero rindió lo que quedaba de su ejército, que había resistido cuanto pudo, sufriendo más de 100.000 muertes. De las decenas de miles de prisioneros que los soviéticos consiguieron en este momento, apenas 6.000 volvieron a Alemania una vez concluida la guerra. Tal como había temido Hitler, Von Paulus acabó haciendo propaganda antialemana desde la radio soviética. Recuperado Stalingrado por el Ejército Rojo, podía esperarse que acabara derrumbándose el frente alemán pero no fue así, demostrándose con ello la calidad de este ejército, incluso en los momentos más difíciles. Manstein, un general al que se le atribuido la máxima capacidad durante la guerra en la maniobra con grandes masas blindadas, fue capaz de llevar a cabo una operación ofensiva durante los meses de febrero y marzo gracias a la cual los alemanes hicieron retroceder a los soviéticos de sus posiciones recientemente conquistadas y recuperaron Jarkov, la segunda ciudad de Ucrania. Esta batalla, fuera por la inexperiencia soviética o por la desesperación alemana, demostró a Stalin los peligros de confiar en exceso, incluso cuando las cosas parecían irle mejor contra los alemanes. De cualquier modo, el forcejeo entre los dos ejércitos había sido tan duro que entre marzo y junio de 1943 hubo un amplio paréntesis sin operaciones militares, que ambos aprovecharon para reconstruir sus respectivas fuerzas. A estas alturas, sin embargo, resultó patente hasta qué punto Stalingrado influyó en ambos contendientes. En Alemania, las noticias de la derrota fueron acompañadas en poco tiempo por la decisión de llevar a cabo una movilización general, como no se había ni siquiera intentado hasta el momento. Rumania y Hungría, aliadas del Eje, pasaron de un convencimiento inicial de que la campaña duraría muy poco a una inseguridad radical acerca de su futuro y lanzaron mensajes exploratorios a los representantes diplomáticos norteamericanos. Por su parte, Italia y Japón, los dos más sólidos puntales del Eje al lado de Alemania, no ocultaron su deseo de que ésta abandonara la guerra con la URSS y se decidiera a enfrentarse tan sólo a los anglosajones. Esta posibilidad tuvo oportunidades de ser acogida por el propio Stalin. La correosidad del adversario alemán, la desconfianza de Stalin respecto a las democracias y el hecho de que aparecieran las primeras discrepancias entre la URSS y los anglosajones hicieron posible este cambio de bando. El descubrimiento en Katyn (abril de 1943) de los restos de miles de oficiales polacos asesinados por los soviéticos se tradujo en el rompimiento de éstos con el Gobierno de aquella nación que residía exiliado en Londres; representaba al país que había sufrido en primer lugar la agresión nazi y no ocultó su opinión acerca de que los soviéticos eran los culpables de la matanza. Es muy posible que los principales responsables de la política exterior soviética y la alemana -Molotov y Ribbentrop- mantuvieran contactos personales en junio de 1943, pero las diferencias existentes eran lo suficientemente amplias como para que el acuerdo resultara imposible y, por ello, sólo las armas podían resolverlas. En este momento, es necesario avanzar, desde el punto de vista cronológico, hasta julio de 1943, cuando tuvo lugar la última ofensiva alemana en el Este. A partir de ella, puesto que Alemania tenía dos tercios de sus tropas en este frente, se puede decir que se vio obligada a una actitud defensiva que tan sólo dilataba durante algún tiempo el momento de la derrota definitiva. A estas alturas, la superioridad cuantitativa de la URSS era ya manifiesta, hasta el punto de que casi duplicaba la producción alemana de tanques. Las tropas soviéticas habían mejorado su calidad y estaban dotadas de mayor movilidad, gracias a hallarse provistas de casi 200.000 camiones norteamericanos. El mando soviético había incluso ideado un estilo de combate propio, basado en una tremenda potencia de fuego, debida al empleo de la artillería y la aviación. Sus efectivos humanos -seis millones y medio de hombres- duplicaban los alemanes y posibilitaban una ofensiva generalizada en todos los frentes, que impedía al adversario utilizar sus reservas allí donde fueran más necesarias. Esta situación todavía resultó más agravada por un error alemán en el momento y la elección del ataque. Un Hitler dubitativo, que empezaba a recriminarse a sí mismo las derrotas alemanas, retrasó la posible ofensiva hasta el mes de julio, acabó realizándola a pesar de que el adversario estaba alertado del lugar donde se llevaría a cabo y no se empleó a fondo en ella, cuando la situación todavía podía resolverse a su favor. En efecto, el saliente de Kursk, en el sector central del frente, era un lugar tan obvio para el ataque alemán que el mariscal Zhukov resolvió desgastarlo por medio de unas excepcionales defensas. Hasta ocho líneas defensivas fueron establecidas en torno a esta ciudad, en especial en sus flancos. Allí, los campos de minas tuvieron una densidad de hasta 3.000 artefactos por kilómetro cuadrado. Contra ellas se desgastaron los carros alemanes, en especial en la zona norte de la pinza, que apenas si pudo avanzar a pesar de los enormes recursos empleados (2.700 carros alemanes por los 4.000 soviéticos). En un segundo momento de la batalla, se produjo el enfrentamiento de las mayores masas de blindados visto a lo largo de toda la guerra. Al Sur, Manstein avanzó más y todavía pensaba que podía vencer, pero Hitler ordenó detener el ataque, porque la situación de Italia a mediados de aquel julio de 1943 -caída de Mussolini- le obligaba a desplazar parte de sus ejércitos hacia ella. Kursk fue, pues, una derrota grave que logró lo que Stalingrado no había conseguido: el derrumbamiento generalizado del frente alemán.
obra
Como en El mago Atlante raptando a la dama del caballero Pinabel, Poussin representa una escena de uno de sus libros favoritos, la "Jerusalén liberada", de Torcuato Tasso. Al final del poema, Godofredo de Bouillon, jefe del ejército cruzado, se enfrenta a los ejércitos del rey de Egipto y de la reina de Jerusalén. Godofredo, que aparece en el centro de la batalla, junto al prisionero príncipe Altamoro, tiene a sus pies los restos del príncipe Emireno. Pero, fiel a su concepto de la unidad de lugar, reúne Poussin en este dibujo varias escenas. A la izquierda, Rinaldo y Armida se persiguen, dos personajes bien conocidos en la obra de Poussin, como puede verse en Rinaldo y Armida, de estos mismos años. Por su parte, Poussin, en ésta la más ambiciosa escena de las tratadas por el joven pintor, añade numerosos elementos de su imaginación, como el San Miguel que baja del cielo armado, o el elefante abatido. Dentro de su época de grandes batallas, como La batalla de Josué contra los Amalecitas o la Batalla de Gedeón contra los Madianitas, parece un dibujo destinado a ser ofrecido a un eventual mecenas.
contexto
Las posiciones enfrentadas irían radicalizándose con el paso de las horas. Así, quienes -como De Gaulle y Reynaud- defienden la idea del abandono del territorio metropolitano y su instalación en Argel para proseguir la guerra se verán rechazados por los mandos militares. Esta solución implicaría la capitulación sin condiciones de forma previa por parte del ejército, y los generales no quieren que la culpa visible de la derrota caiga sobre ellos. En esta situación terminal, una vez más el poder castrense desea compartir sus responsabilidades con los desacreditados representantes de la voluntad nacional y la legalidad republicana. Los defensores de la petición del armisticio, encabezados por Pétain y Weygand, acusan a Gran Bretaña de incumplimiento de los acuerdos militares que tenía con Francia al no prestar toda la ayuda que era necesaria y de cuyos medios disponía. El anciano mariscal se niega a trasladarse a Argel, ya que en su opinión "la patria no se lleva en las suelas de los zapatos". Para él, un armisticio que preludiase un tratado de paz permitiría a Francia salir de la guerra conservando su Imperio y su Marina de guerra intactos. Estas posturas, radicalizadas como efecto de los acontecimientos, no eran en realidad más que la manifestación externa de posiciones ideológicas tradicionalmente enfrentadas. Los sectores conservadores, que alcanzaban rasgos fascistizantes en muchos casos, se situaban a favor de la petición del armisticio. Enfrente, los partidarios de la continuación de la lucha pertenecían a los ámbitos de naturaleza democrática en sus diferentes matices. En la tarde del 16, tras la dimisión del presidente del Consejo, el jefe del Estado alzará a este cargo, aún a pesar de sus personales reticencias, al ya legendario mariscal. Con ello respondía a las esperanzas de millones de franceses que una vez más esperaban de él que les salvase en una situación extrema. Así, por medio del embajador del régimen de Franco, Lequerica, Pétain pedirá al enemigo el inicio de conversaciones para alcanzar el armisticio. En una emisión radiodifundida al pueblo francés efectuada en la mañana del día siguiente, 17 de junio, Pétain anuncia su decisión con estas patéticas palabras: "¡Franceses! A petición del señor presidente de la República asumo a partir de hoy la dirección del Gobierno de Francia. Contando con la adhesión de nuestro admirable ejército, que lucha con un heroísmo digno de sus largas tradiciones militares contra un enemigo superior en número y en armas, seguro de que por su magnífica resistencia ha cumplido nuestros deberes para con nuestros aliados, seguro del apoyo de nuestros antiguos combatientes a los que tuve el honor de mandar, seguro de la confianza del pueblo entero, hago ofrenda a Francia de mi persona para atenuar su desdicha. En estas horas dolorosas, pienso en los desdichados refugiados que, en una miseria extrema, llenan nuestros caminos. Yo les expreso mi compasión y mi ayuda. Con el corazón oprimido, yo os digo que es preciso cesar el combate. Me he dirigido esta noche al adversario para preguntarle si está dispuesto a buscar con nosotros, entre soldados, tras la lucha y en el honor, los medios de poner fin a las hostilidades. Que todos los franceses se agrupen alrededor del Gobierno que yo presido durante estas duras pruebas y acallen sus dudas para escuchar sólo a su fe en el destino de la Patria". Una general sensación de final de pesadilla se extiende entonces por todo el país, a pesar de la incertidumbre del momento. Aun los más decididos adversarios de la ideología que representa el mariscal acogen con sentimiento de alivio el anuncio del armisticio. Es esta la nueva hora gloriosa del anciano soldado, convertido una vez más en salvador de su patria.