Desde la llegada de Godoy, y con la colaboración de hombres de talante antiilustrado, como Álvarez, tío de Godoy, en la Secretaría de Guerra y, sobre todo, del ministro de Gracia y Justicia, José Antonio Caballero, un paladín del reaccionarismo, se inició la persecución de los elementos reformistas del equipo ministerial anterior. Godoy, abandonando sus coqueteos con la Ilustración de su primera etapa de gobierno y considerándose traicionado por sus elementos más característicos, se alió con el sector mayoritario del clero, enemigo de las Luces y descontento con la política religiosa de Urquijo. Según recoge Javier Varela en su biografía de Jovellanos, María Luisa de Parma era la principal instigadora de esta caza ideológica, aconsejada por su confesor y futuro arzobispo de Santiago, Múzquiz. En su correspondencia privada la reina opinaba que "nadie ha destruido y aniquilado esta monarquía como dos pícaros ministros, cuyo nombre no merecían, que es Jovellanos y Saavedra, y el intruso o ente de Urquijo... ¡Ojalá jamás hubiesen existido tales monstruos, así como quien los propuso con tanta picardía como ellos, que es el mal hombre de Cabarrús!" La ofensiva antiilustrada situó en el primer plano la tesis, ya antigua, de la conspiración jansenista que, bajo el pretexto de reformar la Iglesia, deseaba acabar con la religión revelada. La difusión de traducciones de la obra del jesuita francés Henri-Michel Sauvage, Realité du Project de Bourg-Fontaine, que había aparecido en París en 1755, fue considerable. Se trataba de denunciar la conspiración jansenista en Francia, dando a conocer a los españoles este plan para destruir la religión y haciendo una llamada a la acción para impedir que se esparciesen en España los errores que estaban socavando la Iglesia. Esa esperanza animaba en 1798 a los editores de la traducción española de la obra del abate Bonola, un ex jesuita italiano, titulada La Liga de la teología moderna con la filosofía para arruinar la Iglesia y el trono. Bonola seguía fielmente, como la mayor parte de los jesuitas extinguidos, la tesis conspirativa de Sauvage, quien decía tener pruebas de que los fundadores del jansenismo, con Jansenio al frente, se habían reunido a mediados del siglo XVII en el monasterio cartujo de Bourg-Fontaine, en las cercanías de París, y allí habían acordado "echar por tierra la religión Christiana e introducir el Deísmo, y repartieron entre sí los medios de que se habían de valer para poner en práctica ese impío proyecto". En los mismos días de la ofensiva de Godoy contra los reformistas, revestidos con el calificativo de jansenistas, corrían por España copias manuscritas de las Causas de la Revolución Francesa del ex jesuita español Lorenzo Hervás y Panduro, que era una contribución más de los jesuitas españoles exiliados en Italia a la teoría de la conspiración urdida por los filósofos y los llamados jansenistas contra la religión y el Estado. El camaleónico Godoy se situaba, ahora, a la cabeza de una ofensiva reaccionaria que, entre otras violencias contra los grupos ilustrados, encarceló sin proceso a Jovellanos en la cartuja de Valldemosa primero y en el castillo mallorquín de Bellver después, entre abril de 1801 y el mismo mes de 1808, considerándolo uno de los causantes de su caída en 1798. Pero no fue Jovellanos la única víctima, pues la operación estaba destinada a acabar con todos los ilustrados influyentes, tal y como lo manifestaba Godoy a los reyes a primeros de febrero de 1801: "pienso que este mal debe cortarse ahora mismo. Jovellanos y Urquijo son los titulares de la comunidad; sus secuaces son pocos, pero mejor es que no exista ninguno". Estanislao de Lugo, el conde del Pinar, la condesa de Montijo, su cuñado el obispo de Cuenca Antonio Palafox, el ayo de los infantes José Yeregui, el obispo de Salamanca Antonio Tavira y otros muchos personajes sobresalientes fueron acusados de jansenismo y de opiniones perniciosas en materias políticas y condenados al ostracismo hasta que los acontecimientos de 1808 les ofrecieron una nueva oportunidad de influir en los asuntos públicos.
Busqueda de contenidos
contexto
La postura de Primo de Rivera respecto al tema de los nacionalismos es difícil de comprender si no es dentro de su programa regeneracionista. Existía un punto de contacto importante entre los movimientos de tipo nacionalista y la Dictadura que derivaba de un común regeneracionismo: si iba a actuar un "cirujano de hierro" era lógico pensar que lo hiciera en beneficio de los intereses regionales. Además, el origen de la Dictadura estuvo estrechamente vinculado a Barcelona, en el sentido de que no fue casual que fuera en esta capital donde el pronunciamiento tuviera su origen, ya que en ella la situación de desorden público y el desarraigo de los partidos del turno se daban con mayor gravedad que en cualquier otra ciudad española. Hubo un crecido número de miembros de la Lliga que en un principio mostraron su satisfacción por la subida al poder del general, pero esta coincidencia desapareció muy pronto. Puig i Cadafalch, Presidente de la Mancomunidad de Cataluña, se mostró de acuerdo con el golpe de Estado en un primer momento, quizá porque pensaba que, en la práctica, ya estaba liquidado el régimen de liberalismo oligárquico de la Restauración. Más prudente fue Cambó, a quien su instinto político no le engañó cuando recomendó a sus compañeros de partido guardar reserva y atención. En los primeros meses de la Dictadura, incluso, se llegó a hablar de la posibilidad de que España se vertebrara atendiendo a una configuración regionalista del Estado y desaparecieran las provincias. Esto no se hizo y, por el contrario, en una fecha tan temprana como el 18 de septiembre se prohibió la utilización del catalán en los actos oficiales, a la vez que se sancionaron algunas publicaciones que estaban vinculadas al catalanismo más radical. Pero muy pronto Primo de Rivera olvidó estos propósitos regionalistas, y se puede decir que los años de su gobierno constituyen una marcha progresiva hacia el centralismo. En enero de 1924 el Dictador se reunió en Barcelona con los dirigentes catalanes a fin de conseguir la colaboración con el régimen de sectores tan divergentes en política como el albismo, la Federación Monárquica Autonomista y la Lliga. Primo de Rivera tan sólo logró el apoyo del sector más españolista: la Unión Monárquica Nacional, mientras que la mayoría respondió negativamente. En un principio pareció que el Dictador iba a permitir la existencia de la Mancomunidad de Cataluña, pero su Presidente, Alfonso Sala, se enfrentó a las autoridades militares del régimen en Cataluña, los generales Barrera y Milans del Bosch. Muy dura fue la correspondencia cruzada entre Primo de Rivera y Sala. La ruptura definitiva se produjo en el momento en que se hizo público el Estatuto Provincial. En efecto, un mes después de que éste fuera publicado, en marzo de 1925, dimitió Sala. Sin duda, el Estatuto Provincial era muy restrictivo en cuanto a la constitución de regiones, como reconoció el mismo Calvo Sotelo, su redactor. En los años siguientes, cuando ya no existían instituciones que pudieran ser consideradas como autonómicas en Cataluña, las declaraciones del Dictador fueron creciendo en virulencia, no ya sólo contra dichas instituciones sino también respecto a la región en sí misma y de su idioma: para él, el catalanismo venía a ser un producto artificial que acabaría desapareciendo después de unos años de silencio. Incluso llegó a decir de sí mismo, que si algo le caracterizaba era, precisamente, su actitud netamente contraria a cualquier tipo de autonomía regional. Como consecuencia de ello, a partir del año 1925 la vida catalana se separó del régimen dictatorial y sus únicos puntos de contacto fueron los conflictos. Algunas oficinas de la Lliga fueron cerradas y su periódico, La Veu de Catalunya, fue suspendido temporalmente. Pero si ese fue el efecto sobre el sector catalanista moderado, todavía resultó peor sobre los más jóvenes representantes del catalanismo radical, los miembros de Acció Catalana, que presentaron el pleito catalán ante la Sociedad de Naciones. Primo de Rivera ofendió no sólo a grupos políticos sino a la totalidad de la sociedad catalana. La Dictadura trató de suprimir el catalán en la predicación religiosa y con ello se enfrentó al catolicismo de la región, persiguió a instituciones sindicales y profesionales por el mero hecho de utilizar el catalán o, incluso, trató de desmantelar algunas de las instituciones culturales existentes como, por ejemplo, los Juegos Florales, que hubieron de celebrarse en el exterior. Pero fue, sin duda, en el terreno político donde se produjeron las consecuencias más graves de la actuación de la Dictadura en Cataluña. En los años treinta el catalanismo burgués, que había representado Cambó, fue sustituido por el que representaba Maciá, mucho más radicalizado, que se convirtió en un símbolo de la resistencia nacional gracias a la actuación política de la Dictadura. Su actuación en los años veinte tuvo un sentido muy radical que le hacía inviable políticamente: colaboró con anarquistas y comunistas. Este radicalismo en su actuación le dio una relevancia política y apoyo muy superior a la de su partido, Estat Catalá, y que él supo aprovechar en los años treinta. Maciá se convirtió entonces en el símbolo de Cataluña. También en las otras regiones en las que existían movimientos regionalistas y nacionalistas el impacto de la Dictadura de Primo de Rivera tuvo aproximadamente el mismo resultado. En el País Vasco, igual que en Cataluña, hubo una clara diferenciación entre el nacionalismo más radical, perseguido desde los primeros momentos, y otros sectores más moderados que colaboraron inicialmente con él; en este caso el nacionalismo se refugió también en manifestaciones exclusivamente culturales. En Galicia, el antiguo ministro liberal de la Monarquía, Portela Valladares, fue perseguido y se le identificó con una postura nacionalista. Por tanto, puede decirse que la Dictadura dio la sensación de hacer desaparecer los problemas nacionalistas pero, en realidad, enfrentó a las instituciones monárquicas con el nacionalismo de una forma que resultaría irreversible y cuyos frutos se recogerían en el año 1930.
obra
<p>Desde su exposición en la Galería Pierre Colle de París, en junio de 1931, esta pintura se ha convertido en una de las imágenes más reproducidas, e identifica a su autor entre el gran público, incluso entre aquél que apenas tiene ningún conocimiento previo sobre los objetivos o la naturaleza del arte contemporáneo. La teoría de Dalí sobre lo blando y lo duro encuentra en las estructuras de los relojes su máxima expresión, sobre todo como manifiesto del tiempo que se come y que come. Alude al aspecto que obsesiona al hombre del siglo XX: espacio-tiempo. Después del conocimiento y las consecuencias de la relatividad, de las teorías de Einstein que perturbaron al mundo e influyeron en todo, la obsesión por el paso del tiempo y la obsesión por el espacio fueron los argumentos más utilizados por Dalí en su arte.Es, por otro lado, la culminación de la imagen del gran masturbador, que había tenido un gran impacto en el espectador. El reloj no sirve, no es materia, no funciona, de manera que aparece la estructura blanda simbolizando la idea pasional, vivencial y no racional, sobre la cabeza del gran masturbador como una masa viscosa, con un ojo, una pestaña y una gran nariz. Es el triunfo de los sueños que no están controlados por nada, es el canto al triunfo del deseo sobre la realidad. En definitiva, la capacidad de Salvador Dalí para mostrar, mediante imágenes inéditas, los mitos eternos del ser humano. Otros estudiosos insisten en la victoria del deseo sobre la presencia obsesiva del tiempo. Parece que estaba vinculado a una reflexión sobre la teoría de la relatividad, en la cual la postura de Dalí, que abogaba por acabar con el existencialismo y con la angustia del hombre ante su propio destino, lideraba a un gran sector del público.</p>
contexto
No hace mucho tiempo, y quizá sucede también en otros ámbitos, cuando en una iglesia castellana se descubría una talla gótica tardía de buena calidad, alguien que se suponía que poseía ciertos conocimientos sobre la materia la atribuía casi siempre a Gil de Silóe, aunque normalmente estuviera muy lejos de sus formas habituales. Detrás de ello no había otra cosa que el íntimo convencimiento de que nuestro hombre era el escultor por antonomasia a finales de la Edad Media en Castilla y su trabajo paradigma del bien hacer. Desde luego existían motivos sobrados para esa consideración. A nadie cabe duda que estamos ante alguien que posee un espléndido oficio y, además, la abigarrada complejidad de que hace gala deslumbra a cualquiera que se sitúe ante él sin especiales prejuicios estéticos. Añádase a esto la circunstancia de que es uno de los pocos escultores activos en la zona por esas fechas del que conservamos un amplio catálogo en buena parte documentado. En contraposición, hay que destacar que estamos lejos de conocer bien sus orígenes y formación y, aún, que los datos de que disponemos parecen en alguna ocasión contradictorios, colaborando a acrecentar las incógnitas más que a resolverlas. En otro orden de cosas, pese a la popularidad de que goza en determinados lugares específicamente nacionales y a un cierto reconocimiento internacional, no siempre se le valora justamente al parangonarlo con otros grandes imagineros de la última Edad Media. Porque, realmente, es uno de los mayores artistas de su tiempo. Respecto a su nombre, uno se repite continuamente en los documentos: Maestre Gil. Sólo en algún momento muy concreto se añade la palabra Silóe, aplicado sobre todo a su hijo, el gran Diego, arquitecto y escultor del Renacimiento. Mientras en la onomástica de entonces abunda Gil, es mucho más extraño el apellido Silóe. Tanto, que se le buscaron orígenes muy dispares, que van desde una relación con el mundo de los conversos tan actual y tenso entonces, hasta otra más sencilla, pero tan imposible con Silos, la pequeña villa sede del famoso monasterio. Hasta ahora ninguna de las soluciones sugeridas se ha considerado suficientemente comprobable, de modo que seguimos quedándonos con un nombre que sabemos le pertenecía. En un documento procedente de Valladolid, el gran arquitecto y escultor Simón de Colonia, rival, pero aparentemente amigo suyo, cita como garante en una obra a un Gil de Amberes, que muchos han supuesto que es maestro Gil. De ser válida la identificación, se entendería muy bien la conexión de su arte con el de esa zona nórdica, patente en muchos detalles, al tiempo que encajaría con lo que sabemos de la segunda mitad del siglo XV, en la que Castilla se ve materialmente invadida por obras y artistas flamencos, que ejercerán un influjo avasallador, pero fecundo, durante largo tiempo. A cambio, se ha puesto de manifiesto que cuando se pasa de los signos generales de aproximación con esa gran corriente, a algún paralelo más preciso, como puede ser el de encontrar un antecedente, alguien que fuera su maestro o alguna obra suya hecha antes de venir a Castilla, los resultados son negativos. Más aún, ni la calidad de los escultores flamencos es similar a la suya, ni la originalidad de los diseños de sus grandes realizaciones tiene parentesco con los de allí. Esto es especialmente evidente en sus retablos de la catedral de Burgos y de la cartuja de Míraflores. Por esto algún estudioso (Proske) acogió con satisfacción la aparición de un documento relativo a un retablo realizado para la iglesia de San Esteban de Burgos, donde se le llama Gil de Urlianes. En otras ocasiones posteriores se puede identificar este nombre con Orleáns, la ciudad francesa. También son numerosos los artistas franceses que se desplazan a trabajar a los reinos hispanos durante los siglos del gótico, aunque no tanto ahora, y a Castílla, como sucederá en el siglo siguiente. Aunque no se puede negar el dato, desde una perspectiva artística está lejos de aclarar nada. Por el contrario, complica las cosas hasta el punto de que si fuera cierto que ése era el lugar de nacimiento, su formación habría que buscarla en otro, porque lo que se hace en esa zona francesa es mucho más ajeno al genio siloesco, que lo flamenco o lo germánico incluso. En definitiva, estamos ante alguien venido de fuera con un bagaje de formación nórdica, donde acusa lo flamenco, aunque en parte tampoco le es ajeno lo germano. Desconocemos asimismo la fecha de llegada. Es muy probable que se hayan analizado mal los datos y obras conservadas en Burgos desde que Juan de Colonia llegó a la ciudad por decisión del obispo Alonso de Cartagena, y que haya que comenzar la renovación de la escultura en Castilla a partir de entonces y no mucho después. Y en esta línea se situaría la presencia del gran artista. E igual que sucedió con el arquitecto alemán, también él surge por vez primera relacionado con un obispo, que ahora es Luis de Acuña. Si viene de fuera, lo cierto es que desde que se establece en Burgos no parece abandonar la ciudad hasta su muerte, salvo pequeños viajes de trabajo. Casa aquí con una hija de Pedro de Alcalá y tiene dos hijos y otras tantas hijas. Uno de ellos es Diego Silóe. Es de suponerle activo en alguna de las canterías abiertas en la ciudad, tal vez en relación con la familia de los Colonia o, más concretamente, con Juan. En 1477, el obispo Luis de Acuña obtiene permiso para edificar su capilla en la catedral. En 1489, Gil terminaba un gran retablo para el colegio de San Gregorio de Valladolid, hecho, se decía, a imitación del que había llevado a cabo para Burgos. Todo hace pensar que se había comenzado hacia 1486 y que, por tanto, el inicio del otro no puede ser posterior a 1483. En 1486 era ya sobradamente conocido, seguramente por el servicio prestado a Luis de Acuña y algún otro, porque no sólo se le llama de Valladolid, sino que en mayo había dado un diseño para los sepulcros de Juan II y su esposa y el del infante Alfonso, su hijo. Estos pequeños datos probablemente nos indican una instalación en la ciudad en fechas próximas a 1480, tal vez antecediendo este año. Hacia 1483, o algo antes, su prestigio lleva al exigente obispo Luis de Acuña a encargarle una obra sin precedentes conocidos en la zona y, a partir de entonces, su fama queda establecida con una solidez tal, que hasta su muerte, probablemente, va a estar continuamente comprometido en trabajos muy ambiciosos y monumentales que se resuelven siempre a satisfacción de sus clientes. También hay que recordar que éstos son, además de Isabel la Católica, en el espléndido conjunto de Miraflores, el citado obispo y gran señor, Luis de Acuña, así como Alonso de Burgos, obispo, fraile y gran promotor de empresas artísticas. Añadamos a ellos, los habitantes de la parroquia de San Esteban, situada, al contrario que ahora, en un barrio rico. La falta de documentación no impide que se le atribuyan dos obras, el sepulcro de Padilla y el retablo lateral derecho de la capilla del Condestable, lo que nos pone de nuevo ante clientes notables y relacionados con la propia Isabel o los Haro y Mendoza. No excluimos la aceptación de obras menos ambiciosas, como imágenes sueltas, que podría resolver con la ayuda de un taller que igualmente adivinamos importante y bien organizado. Este trabajo continuo para una clientela de la importancia señalada le debió permitir un cierto desahogo económico que se manifiesta a partir de dos documentos en los que, en 1496, se le encuentra alquilando una casa, y dos años más tarde, comprando otra por 110.000 maravedís, cantidad bastante elevada. Un par de referencias más confirman esto, cuando es citado como testigo una vez y en otra Simón de Colonia lo nombra como garante señalando su importancia. Tampoco conocemos hasta cuándo trabajó o cuándo murió. En 1500 consta que estaba vivo aún. Terminado en 1499 el retablo mayor de la cartuja de Miraflores, debe emprender no mucho después el sepulcro de Padilla, para Fresdelval, y el pequeño retablo de la capilla del Condestable en la catedral, que, todo lo indica, no debió terminar. Esto nos llevaría hasta 1505 como tope de su desconocida muerte. Durante muchos años había sido el escultor más apreciado, pero entonces otro comenzaba a causar cierto asombro en ámbitos catedralicios: Felipe Bigarny. Con él llega un destacado representante de un arte híbrido, muy afecto aún a lo tardo gótico, pero sensible ya a las corrientes italianas de un renacimiento que no entiende bien. En todo caso, Gil de Silóe había cubierto una etapa destacada del arte hispano de ascendencia nórdica al margen de los modelos italianos. Porque, realmente, Gil de Silóe es uno de los grandes imagineros europeos que prolongaron una forma de hacer escultura más allá del 1500, en los reinos hispanos, en Francia o en el Imperio. Dotado de un oficio técnico extraordinario, trabajando indistintamente el alabastro y la madera, aunque se encuentra más a gusto con el primero, capaz de terminar lo secundario con la misma atención y finura que lo principal, diseñador audaz y original de tumbas y retablos, obsesionado por cubrirlo todo con el complemento ornamental, pese al riesgo de enmascarar las líneas maestras de una estructura subyacente que también ha cuidado, posee sin duda un taller que le ayuda, pero que ha asimilado perfectamente si no su poética, al menos lo mejor de sus fórmulas de taller. Si hubiera que elegir, al margen de su sólida formación de artesano, algunos aspectos que le caracterizan de modo especial, probablemente nos decantaríamos por dos. El primero consiste en una capacidad creativa sin paralelo en toda la Península entonces, más propia de un artista que de un artesano. Conservamos tres retablos suyos y cada uno obedece a un proyecto claramente diferente. Esto es tanto más importante cuanto que antes de él no existía aparentemente en Castilla un tipo de retablo monumental, como en la Corona de Aragón, que lo anuncie. Tampoco puede decirse que sea entonces el creador del retablo castellano. Sus diseños son tan originales y complejos que no dan pautas a los que son contemporáneos o inmediatamente posteriores. Tal vez, si supiéramos cómo eran las desaparecidas fábricas de la iglesia de San Esteban de Burgos o de la capilla del colegio de San Gregorio de Valladolid, tuviéramos que modificar esta impresión. Es posible que hubiera una intención explícita de impresionar a la hora de concebir el sepulcro de los padres de Isabel la Católica, por parte de ella, pero el resultado innegable es que no sabemos de otro anterior que hubiera servido de modelo. El otro punto destacable reside en la capacidad de transformar el alabastro de modo que se adapte a las calidades táctiles de lo que representa. Se hace rugoso si la tela lo exige, pulido en los rostros, de una notable solidez en las telas gruesas en las que se mezcla el oro o suave y blanco cuando es un guante que enfunda una mano. El material mismo lo permite, pero el grado de perfección alcanzado está mucho más allá de lo que obtienen otros. En alguna ocasión se ha criticado su escasa expresividad, tanto en el movimiento de los cuerpos como en la gesticulación emocional de los rostros. En realidad, convendría limitarse a señalar esto como una voluntad de forma que confiere una solemnidad a cada detalle de sus obras, sin convertirlo en una deficiencia. Si hubiera que ver las cosas desde esta perspectiva Piero della Francesca podría ser acusado de lo mismo. Pero aún así en ocasiones en que la exigencia ideológica era muy marcada, consigue un grado alto de expresividad. Como ejemplo de impasibilidad tendríamos el abrazo de Joaquín y Ana ante la Puerta Dorada, del retablo realizado para Luis de Acuña en la catedral de Burgos, cuando la emoción la propicia el gozo de los protagonistas y de esta manera la traducen multitud de artistas. Pero tan apropiada es la visión de Gil de Silóe, si consideramos que así trasciende la anécdota y se instala en la idea que subyace en la intención de gloria mariana que entonces implica. Como muestra contraria disponemos del extraordinario Crucificado que preside el retablo mayor de la cartuja de Miraflores, de cuerpo gigante, tenso y expresivo en su descuido anatómico, y cabeza de tremendo dramatismo, mimada al mismo tiempo en sus menores detalles.
contexto
Uno de los objetivos del análisis de una personalidad artística reside en la posibilidad de poder convertir su estudio en una acrisolada visión que, sobrepasando los límites del personaje, nos permite entrever cuáles son las líneas generales que marcan el desarrollo de las manifestaciones plásticas de una época y su conexión con el contexto cultural que las origina. En este sentido, la figura y actividad de Jaume Huguet, uno de los artífices más destacados de la tardía Edad Media hispana, pueden servirnos para reflexionar sobre estos aspectos en el ámbito concreto de la pintura catalana de la segunda mitad del siglo XV. En él, no sólo debemos reconocer a uno de los pintores más carismáticos del último gótico, con una trayectoria profesional brillante y de éxito, de la que quedan numerosas obras, sino también a un creador que a través de sus opciones formales y programas iconográficos refleja tanto los procesos de una producción artística como la sujeción a los principios estéticos y mentales de una determinada clientela. Su misma ambivalencia entre la progresista incorporación de elementos innovadores de la pintura europea tardogótica -que define a sus primeras obras- y la posterior elección de modelos y fórmulas involucionistas -que le convirtieron en portavoz de la cultura devocional barcelonesa- resulta plenamente significativa de la problemática que afectó a la pintura en Cataluña desde 1440-50.
contexto
Francisco Ribalta fue el pintor más importante de la escuela valenciana del siglo XVII. Nacido en 1565 en Solsona (Lérida) y muerto en Valencia en 1628, su estilo refleja los cambios estilísticos que se produjeron a lo largo de su vida.Formado en El Escorial en los años ochenta, allí aprendió el lenguaje del manierismo reformado, para después evolucionar hacia el naturalismo tenebrista del Barroco, que él define con total plenitud aproximadamente desde 1620, impregnándole de la honda espiritualidad que caracteriza a la escuela española.Con evidente eclecticismo asumió su aprendizaje en El Escorial, donde firmó en 1582 su primera obra conocida, los Preparativos para la Crucifixión del Museo del Ermitage (San Petersburgo). El dramatismo de Navarrete, la retórica de Cincinato, la grandilocuencia de Tibaldi, el academicismo de Zuccaro y la entonación de Tiziano configuran su estilo inicial, con el que no logró encargos importantes ni entrar al servicio real durante los casi veinte años que residió en la corte.Quizás por esta causa se trasladó a Valencia en 1599, con la esperanza de entrar en contacto con el arzobispo Juan de Ribera, quien buscaba por entonces pintores para decorar el Colegio del Corpus Christi, seminario fundado por él. San Juan de Ribera, ardiente defensor de los ideales trentinos, fue una personalidad decisiva para la pintura valenciana de principios de siglo, porque con su mecenazgo impulsó una expresión artística basada en el carácter piadoso y la severidad y el rigor contrarreformista que renovó el lenguaje pictórico de la zona, aún dependiente de la escuela de Juanes.Esta nueva dirección fue iniciada por Juan Sariñena (h. 1545-1619), quien residió cinco años en Roma, entre 1570 y 1575, conociendo allí el manierismo reformado, para afincarse después en Valencia, donde realizó una pintura de incipiente realismo.Este fue el ambiente artístico que encontró Ribalta a su llegada, asimilándolo enseguida según era habitual en él. El primer encargo importante que recibió en tierras levantinas fue el retablo mayor de la iglesia de San Jaime de Algemesí (1603, Valencia), en cuyos lienzos refleja diversas influencias -El Escorial, Sariñena, incluso Juanes-, en especial la de Navarrete, al que sigue fielmente en la escena del Martirio de Santiago. Poco tiempo después empezó a trabajar para el arzobispo Ribera, pintando el retablo mayor de la capilla del Colegio del Corpus Christi, al que pertenece una grandiosa Santa Cena (1606), de iconografía contrarreformista y composición y fondos arquitectónicos aún escurialenses. A partir de estos momentos el éxito le consolidó como el primer pintor de la ciudad, categoría que conservó hasta su muerte.Sin embargo, y a pesar del reconocimiento alcanzado, se produjo hacia 1620 un cambio definitivo en su estilo, que adquirió desde entonces las cualidades del naturalismo barroco. Modelos concretos, iluminación tenebrista e interés por la realidad inmediata, por lo tangible y lo emocional, caracterizan sus trabajos de los últimos años, entre los que destacan el Abrazo de San Francisco al Crucificado (Museo de Bellas Artes, Valencia) y el San Francisco confortado por un ángel místico (Museo del Prado, Madrid), ambos pintados para el convento de capuchinos de la Sangre de Cristo hacia 1620, y las obras que realizó para la Cartuja de Portaceli (1625-1627), entre las que se encuentra el Abrazo de Cristo a San Bernardo (Museo del Prado, Madrid) y su famoso San Bruno (Museo de Bellas Artes, Valencia), cuya imagen monumental y austera anuncia el arte de Zurbarán.Los motivos de este cambio estilístico son difíciles de explicar. Quizás viajó a Italia, o a la corte, o evolucionó él sólo como consecuencia de su capacidad para aprender y del exaltado ambiente contrarreformista existente por entonces en Valencia. Sea cual fuere el origen de su estilo final, éste supuso la máxima aportación valenciana a la pintura española del XVII, pero también la última, porque el hundimiento económico de la zona, que se inició a principios del siglo tras la expulsión de los moriscos (1609), impidió que otros artistas portadores de novedades se acercaran a la región para trabajar. Por esta causa sus seguidores prolongaron la hegemonía de su estilo hasta las últimas décadas de la centuria sin interferencias. Entre ellos se encontraban su hijo Juan (h. 1596-1628), malogrado prematuramente pues murió sólo unos meses después que su padre, y Jerónimo Jacinto Espinosa (1600-1667), el pintor más dotado entre los activos en Valencia en la segunda mitad del siglo.
contexto
Si la influencia de Piranesi fue, sin duda, enorme y polémica durante el siglo XVIII, la obra de Winckelmann es realmente decisiva tanto desde un punto de vista teórico como práctico. Su obsesión por la Antigüedad griega sólo es parangonable a su insaciable sed de belleza, a su búsqueda de la serenidad, de la gracia, de la grandeza que él creía no sólo avalada por la benignidad o fertilidad de un clima, sino, sobre todo, por una relación estrecha entre arte y libertad. Para Winckelmann, el ideal de la belleza sólo lo habían alcanzado los griegos al imitar y perfeccionar la Naturaleza. La función del artista moderno sería pues la de imitar aquellos modelos, pero no para copiarlos, sino para convertirse en inimitable.Esa admiración sin límites por lo griego, en la que también habría que incluir la defensa del orden dórico de Paestum, no fue compartida por otros artistas e intelectuales. Piranesi, por ejemplo, además de encarcelar el orden de Paestum en una de sus Cárceles, llegó a quejarse de la moda de lo griego como modelo de las artes y de la arquitectura, por eso, y por otros motivos, defendió el orden etrusco o toscano, la arquitectura y ornamentación egipcias y la magnificencia de Roma, porque, como él escribió, también "del temor mana el placer". Incluso Diderot llegaría a afirmar irónicamente que los antiguos tenían un ventaja sobre ellos y es que no tenían antiguos a los que seguir, admirar o emular.Antes de su viaje a Roma, en 1755, Winckelmann sólo tenía un conocimiento literario y erudito, además de algunas esculturas clásicas que había podido contemplar en Dresde, de Grecia y de Italia. Si la primera siempre habría de constituir para él una geografía imaginaria e idealizada, Roma acabó convirtiéndose en su misma vida. En 1763, escribía que sólo había vivido ocho años, los de su estancia en Roma. En esta ciudad, muy pronto se convirtió en consejero y amigo de uno de los más grandes coleccionistas y mecenas del siglo XVIII, el cardenal Albani, que llegó a construir una villa, no para vivir, sino para guardar sus colecciones y su biblioteca. Winckelmann no sólo fue bibliotecario del cardenal, sino su asesor artístico, si así se le puede denominar, y ambos discutían y paseaban por los jardines de Villa Albani, y pensaban en la disposición más adecuada de los objetos en la construcción. Winckelmann, que llegaría a ser Prefetto delle Antichitá di Roma, y el padre de la arqueología moderna y de la Historia del Arte, había publicado en Dresde, muy poco antes de su llegada a Roma, un opúsculo que, con sus contradicciones e insuficiencias, acabaría constituyendo el armazón básico de su más célebre obra, "Historia del Arte en la Antigüedad", de 1764. El opúsculo, manifiesto del Neoclasicismo, llevaba por título "Reflexiones sobre la imitación del arte griego en la pintura y en la escultura" (1755), y en él, Winckelmann defendía la belleza ideal alcanzada por los griegos y rechazaba la imitación directa de la naturaleza. Si en las "Reflexiones" establecía la necesaria relación entre arte y clima para alcanzar la belleza, en la "Historia del Arte" ampliaba esa insuficiente caracterización para defender que en Grecia, y por extensión así debiera ser en el mundo moderno, la belleza ideal se alcanzó gracias a las condiciones políticas democráticas que permitieron el desarrollo y perfección del arte. Y se trata de un binomio, el de la relación entre arte y libertad, que la Revolución Francesa llevaría a sus últimas consecuencias, especialmente en la obra de Jacques-Louis David.Pero Winckelmann no sólo creó un método para estudiar el arte griego, o para proponer una estética a los artistas modernos, a los que solía aconsejar que mojasen sus pinceles en la mente y no en la naturaleza, sino que inventó un lenguaje para analizar las obras y la Historia del Arte. Un lenguaje ya nunca más empeñado en inventariar o catalogar a la manera de los eruditos o de los anticuarios, sino una forma de expresión en la que el sentimiento de lo bello, su percepción subjetiva, la emoción que produce el objeto, son argumentos prioritarios, aunque siempre, en Winckelmann, en busca de la belleza absoluta, aquella que sólo es posible en la imitación ideal, en la mimesis de la idea. Como dijera Hegel, Winckelmann "proporcionó un nuevo órgano al espíritu humano", una nueva forma de mirar.En la escultura griega admiraba, con quietud contemplativa, su "noble simplicidad y serena grandeza", incluso la gracia de sus formas, pero no se refería a una idea de la gracia sensualmente rococó, sino agradable según la Razón, porque, como escribió en 1759, entendía aquélla como "aurora de la belleza". Una belleza cumplida en Grecia y que el artista moderno debía evocar imitando la mimesis de los griegos, imitando la imitación, lo que no deja de ser una atractiva versión historicista del neoplatonismo. Pensemos que incluso se ha llegado a hablar de la "Historia del Arte" de Winckelmann como de la primera "historia social del arte". Por eso, su esfuerzo intelectual consistió en recrear históricamente la imitación de la idea y no, como buena parte del pensamiento académico y convencional han creído hasta tiempos recientes, se redujo a proponer modelos para copiar. Mengs y Canova así lo entendieron, pero, fundamentalmente, quedan sus textos para comprobarlo. Adviértase, sin embargo, que los racionalistas más rigoristas del siglo no compartieron sus ideas, llegando a insinuar, como dijera Milizia, que hablaba de "cadáveres", de perfecciones ahistóricas, de modelos estéticos atemporales. Sin embargo, como mejor explicación de su forma de hacer historia e historia del clasicismo, se me permitirá reproducir, aunque sea concisamente, dos de las descripciones más célebres de alguien que había escrito que incluso para aprehender lo bello había que hacerlo "antes de que llegue la edad en que se siente horror de confesar que no sentimos nada". La primera descripción se refiere al Apolo de Belvedere, en el Vaticano: "La estatua de Apolo es la más sublime... El artista que lo creó debió guiarse exclusivamente por un ideal... Su talla encierra una hermosura física superior a la de los hombres, y toda su actitud es reflejo de su grandeza interior. Una eterna primavera, tal como la que reina en los felices Campos Elíseos, confiere a la atractiva plenitud masculina una amable y armoniosa juventud que asoma dulcemente entre la orgullosa constitución de sus miembros... La suave cabellera, movida por una leve brisa, flota alrededor de la cabeza cual los tiernos y flexibles tallos de la vid... La contemplación de esta maravilla del arte me hace olvidar el entero universo... Mi pecho parece ensancharse y elevarse como si estuviese inundado de espíritu profético y algo me transporta a Delos y a los bosques de la Licia, lugares que Apolo honraba con su presencia". La segunda descripción, no podía faltar, se refiere al Laocoonte: "De la misma manera que el fondo del mar permanece siempre tranquilo por muy agitada que pueda estar la superficie, de la misma manera las figuras de los griegos, en medio del mayor tumulto de las pasiones, muestran en sus expresiones un alma grande y sosegada. Este alma está expresada en el rostro de Laocoonte, y no sólo en el rostro, a pesar de los más atroces dolores... La expresión de un alma tan elevada supera en mucho la forma de la hermosa naturaleza: el artista debió experimentar en sí mismo la fortaleza de ánimo que supo imprimir en el mármol". Y todo eso Winckelmann quería que los escultores lo realizaran en color blanco, el color del mármol, como haría Canova. Pero es la emoción del blanco y de la luz lo que le interesaba y no puede ser de otra forma en quien, después de su viaje a Nápoles, para ver Herculano, Pompeya, Paestum..., describiera las bailarinas de los frescos romanos como "tan ágiles como una idea".
contexto
En lo que se refiere al desarrollo de la perspectiva, Masaccio plantea en la capilla Brancacci un serie de soluciones que, además de ser nuevas y revolucionarias con respecto a la pintura anterior, constituyen una premonición que no encontrará su confirmación y continuidad hasta muchos años después. A ello parecía referirse Vasari en sus "Vite", cuando decía que Masaccio se "apartó tan modernamente de todos los demás con sus líneas y forma de pintar que sus obras pueden compararse indudablemente con todo el diseño y sentido moderno del color". Hemos señalado cómo la distribución de la luz entre las figuras desarrolla una idea perspectiva independiente del esquema geométrico y lineal de la pirámide visual. Masaccio, al igual que Ghiberti en las terceras puertas del baptisterio florentino, ha desarrollado una disminución gradual de las figuras, un difuminado progresivo de los contornos y, lo que constituye un recurso específicamente pictórico, un tratamiento del color articulado para producir un efecto de profundidad. Así, en El Tributo, el fondo de paisaje, abocetado e impreciso, aparece tratado con una gama fría que contrasta con la densidad de colores de las indumentarias correspondientes a las figuras situadas en primer término. Una obra en la que, en cambio, Masaccio lleva a sus últimas consecuencias el problema de la representación perspectiva, desde unos planteamientos radicalmente distintos, es en La Trinidad, pintada hacia 1426-27. Masaccio, para la perspectiva se ha servido de un escenario arquitectónico que define, de forma correcta, el nuevo sistema de representación. Un arco que descansa sobre dos columnas, flanqueadas por dos pilastras que soportan un entablamento, con dos fondos avenerados en las enjutas, alberga la composición situada a la entrada de un espacio de planta rectangular cubierto por una bóveda de cañón con casetones. La representación, además de por las concreciones puntuales que introduce en el método de representación, ofrece la definición de un modelo arquitectónico que acababa de iniciarse en algunas obras de Brunelleschi. Por ello, la arquitectura de La Trinidad se plantea como un proyecto arquitectónico en íntima conexión con la nueva arquitectura, plasmando algunos de los componentes que, durante mucho tiempo, permanecerán como definidores de la arquitectura quattrocentista florentina, entre ellos, el bicromatismo de los materiales que introduce una nota figurativa en el desarrollo de los edificios. Esta relación con la realidad arquitectónica del momento se, utiliza aquí, según ha sido advertido, para articular una correspondencia entre la veracidad del escenario y la veracidad del misterio que se representa en él. Esta relación con la arquitectura viene determinada por el hecho de que Masaccio contó, para la composición perspectiva y la escenografía arquitectónica, con la participación de Brunelleschi. Colaboración en la que se produce una integración de planteamientos que expresan la concurrencia de las distintas especialidades en la formulación del sistema de representación. Asimismo, en las obras realizadas por Brunelleschi, en las que se plasma el nuevo lenguaje arquitectónico, se ordenan articuladas por un principio de composición perspectivo, ya sea centralizado, como en la cúpula de Santa María de las Flores, o axial, como en las iglesias de San Lorenzo y Santo Spirito. En la escultura, el fenómeno de la veracidad se produjo en íntima relación con el problema que planteaba la escultura de bulto redondo y los intentos de recuperación dell'antico. En las primeras esculturas renacentistas, como, por ejemplo, el San Mateo (1419-20) de Ghiberti de Orsanmichele, incluso el San Jorge de Donatello (Museo Bargello, Florencia), realizado en 1416-17, puede apreciarse cómo la escultura se plantea partiendo de la idea de una frontalidad preferente. Fue J. della Quercia en sus esculturas de la fuente de la Plaza del Campo de Siena (1409-19), en las que se desarrolla, de una forma que no había sido emprendida desde la Antigüedad, la representación de la figura tutto tondo, llegando a una concepción de la pieza, específicamente escultórica y en sintonía con los planteamientos del nuevo sistema de representación. Los relieves realizados por este mismo escultor algunos años más tarde (comenzados en 1425) en San Petronio de Bolonia, y cuya ejecución es simultánea a la de los frescos de la Capilla Brancacci de Masaccio, suponen una aportación importante en relación con los primeros ensayos de la nueva escultura. Della Quercia introduce en estos relieves de temas bíblicos unas figuras que son una recuperación de modelos antiguos a través de los cuales, implícitamente, se accede a unas formas de representación clásicas.
obra
En sus frecuentes visitas al taller de Delacroix, Manet siempre escuchaba del maestro las referencias a Rubens, que copiara a Rubens, que se inspirara en Rubens, Rubens era el dios. Siguiendo por lo tanto los consejos de Delacroix, el joven artista tomó como inspiración para la ejecución de este lienzo dos paisajes de Rubens que conocía por sendos grabados. El resultado es una mezcla de géneros bastante difusa protagonizada en primer plano por el propio Manet junto a Suzanne Leenhoff, la joven pianista con la que se casará años más tarde. Ambos están vestidos a la moda del siglo XVII, siguiendo un retrato de pareja de Rubens con su segunda esposa, Hélène Fourment. Tras la barca y en la otra orilla está pescando un niño, quizás Léon Köella, el supuesto hijo ilegítimo de Manet y Suzanne sobre el que se especula que sea hijo del padre del pintor. Un fondo nuboso sobre el que destaca un incipiente arco iris cierra la composición. Manet parece haber realizado un pastiche, reuniendo diferentes grupos sin ninguna relación aparente. A pesar del mediocre resultado, los Manet sintieron una profunda admiración por la obra, guardándola en su casa y no exponiéndola en ninguna ocasión.
contexto
Pese a la poca atención historiográfica que se le ha prestado, lo cierto es que la pesca, la otra agricultura, poseía una verdadera importancia en la economía y en la vida setecentista. Al margen de ocupar a lo largo del litoral a miles de pescadores, las pesquerías ocasionaban la activación de varios sectores económicos como la construcción de barcos, la fabricación de aparejos, la salazón de las capturas y el comercio al por menor y al por mayor. Asimismo, el pescado formaba parte esencial de la dieta de una población preindustrial, puesto que era el alimento más rentable dada la relación entre su precio y su contenido proteínico, amén de ser un componente obligado en la dieta de los países católicos donde estaban prescritos abundantes ayunos y abstinencias. Además, la pesca movilizaba importantes recursos humanos. En cuanto al número de pescadores y al volumen de la flota pesquera, las Matrículas de Mar más fiables del siglo registran unos 5.000 barcos de diverso tonelaje y unos 25.000 pescadores, guarismos que a finales del siglo había subido alrededor de un 20 por ciento. El Atlántico y el Mediterráneo se encontraban equilibrados en cuanto a efectivos. En el norte peninsular, la tradicional pesca de altura vasca quedó reducida a la mínima expresión a causa de la práctica expulsión de los barcos españoles de Terranova. En cambio, Galicia resultó el verdadero paraíso de la pesca de cabotaje: excelentes condiciones naturales y una tradición secular convirtieron sus costas en un verdadero hormiguero de pescadores e industrias salazoneras. Por el contrario, las costas andaluzas presentaban una modesta actividad, centrada especialmente en la pesca del atún y la sardina, aunque su costa atlántica atrajese otros pescadores españoles en la zona que iba de Huelva a Ayamonte. En el área mediterránea era Cataluña la que se llevaba la palma, puesto que a mediados del siglo sus efectivos representaban el 27% de la flota española, unos recursos que se concentraban especialmente en el Maresme y en la Costa Brava. Finalmente, la modestia presidía las pesquerías valencianas y mallorquinas. Las artes de pesca utilizadas recogieron las tradiciones establecidas. Generalizando, puede afirmarse que dos eran los principales sistemas de pesca, que implicaban a su vez dos modelos productivos diferenciados: sedentarios y móviles. El primero agrupaba la pesca con anzuelo, la nasa y el cerco. El segundo se dividía en dos grandes ramas: las artes de tiro (jábega y boliche, principalmente) y de arrastre (ganguil, tartana y bous). Por su parte, la pesca del atún mediante la almadraba aprovechaba las grandes migraciones de estos peces por las costas mediterráneas españolas. La escasa capacidad de captura de las artes sedentarias en un siglo de aumento demográfico potenció especialmente las faenas pesqueras de tiro y arrastre. Estas últimas, con los bous catalanes a la cabeza, vinieron a representar la gran revolución pesquera. Se trataba de una pesquería efectuada mediante dos laúdes separados por una distancia de 30 ó 40 brazas que, portando una red de malla fina y tupida, rastreaban los fondos llevándose todo lo que se encontrara a su paso. Las artes de arrastre se revelaron como el procedimiento más barato y rentable, introduciendo una verdadera novedad en el conjunto del proceso productivo así como en el de comercialización. Las nuevas condiciones creadas fomentaron además el desarrollo de una importante industria salazonera cuyos principales promotores fueron los catalanes, tanto en su propio territorio como en las costas valencianas, andaluzas o gallegas. Las acciones gubernamentales respecto a la pesca se dirigieron a un triple frente. Primero, se trató de mejorar las prácticas laborales y la difusión de las mejoras técnicas en los diversos artes. Culminación de esta actitud puede considerarse el Diccionario histórico de las artes de pesca nacional, escrito por Antonio Sañez Reguart entre 1791 y 1795. El segundo ámbito de actuación se remitió a la reglamentación de las artes de arrastre que los ilustrados veían con desconfianza por sus posibles efectos nocivos hacia la naturaleza y hacia la creación de empleo. Ello condujo a numerosas vacilaciones expresadas en las regulaciones y prohibiciones que se hicieron acerca de los bous catalanes. La tercera actuación se dirigió hacia el fomento de la pesca de altura a través de la creación de compañías privilegiadas. Proyectos que acabaron en relativos fracasos, como ocurrió con la Real Compañía de Pesca Marítima (1775) o la Real Compañía Marítima de Pesca (1789). Con todo, parece que el siglo no fue demasiado tacaño con el sector pesquero, especialmente con el de bajura.