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Se podría decir que, en el fondo del conflicto, latía la crisis o las dificultades que ahondaban las diferencias en el seno de la sociedad catalana. Ello justifica que, aunque la guerra civil no fuera puramente una lucha de clases, las clases y grupos sociales, tal como habían sido construidos por el desarrollo de la producción y los privilegios o las servidumbres, lucharan en ella por su supervivencia o liberación. Antes del conflicto o, mejor dicho, antes de la absurda detención de Carlos de Viana, que por unos meses unió a todos los catalanes contra el rey, las posiciones y oposiciones aparecían con nitidez: a un lado estaba la oligarquía constitucionalista, integrada por los barones y caballeros feudales, los grandes eclesiásticos y el patriciado pactista (éste representado por la Biga), que querían deshacerse de la dinastía real, considerada enemiga de las instituciones catalanas y de su praxis pactista, y en el lado opuesto, junto a la monarquía y los barones de la corte, los mercaderes de la Busca, los artesanos y los campesinos, más o menos partidarios del autoritarismo monárquico, un principio, por cierto, que no era patrimonio exclusivo de los Trastámaras, sino que lo habían defendido monarcas de la dinastía originaria tan importantes como Pedro el Grande y Pedro el Ceremonioso, y que, en estos momentos, inspiraba a la mayor parte de las monarquías europeas. No obstante, cuando estalló el conflicto, factores de índole muy diversa (antagonismos familiares, enfrentamientos locales, circunstancias geográficas, fidelidad al principio monárquico) motivaron alteraciones importantes del esquema expuesto, como, por ejemplo, la lucha al lado de Juan II y de los remensas de algunos nobles y eclesiásticos que antes se habían significado por su oposición al autoritarismo real y al sindicalismo campesino (S. Sobrequés). Estas alteraciones explican, a su vez, que la victoria final de Juan II no pueda identificarse con la victoria del sindicalismo artesano y campesino y del autoritarismo real sobre el pactismo y la reacción feudal y patricia. Muy al contrario, en plena guerra, la necesidad de ganar adeptos obligó a Juan II a adoptar oficialmente la doctrina pactista y a comprometerse en la salvaguarda de las constituciones, salvo la humillante Capitulación de Vilafranca. Durante el primer período de la guerra (1462-63), las fuerzas realistas consiguieron una importante victoria en Rubinat, asediaron Barcelona con la ayuda de los franceses y tomaron Balaguer, Tárrega, Tarragona y Perpiñán, mientras un Parlamento reunido en Barcelona ofrecía la corona a Enrique IV de Castilla (1462), que la aceptó como un medio de debilitar al partido aragonesista de su propio reino. Pero Juan II, que era diestro en la maniobra, alentó la guerra civil en Castilla y, con la ayuda del monarca francés, consiguió que Enrique IV se retirara del pleito catalán (1463). Durante la segunda fase del conflicto (1463-66), las instituciones catalanas ofrecieron la corona al condestable Pedro de Portugal (1463-66), que no consiguió los éxitos militares que de él se esperaban, y no obtuvo tampoco el necesario apoyo internacional. En cambio, las circunstancias internacionales adquirían un sesgo favorable a Juan II: Enrique IV de Castilla se encontraba en pleno enfrentamiento con su nobleza (farsa de Avila, 1465) y Luis XI, que de aliado se había convertido en rival, veía cómo una formidable coalición nobiliaria se levantaba frente a él. Sin peligro a sus espaldas, el rey de Aragón pudo ocupar Lérida (1464), Vilafranca del Penedés (1464), Cervera (1465) y Tortosa (1466), mientras sus huestes obtenían una victoria muy importante en Calaf (1465). Las deserciones en el bando antirrealista empezaban a ser importantes, estimuladas, además, por la actitud del rey, que había jurado respetar las constituciones y dictar un perdón general. En estas circunstancias, la inesperada muerte de Pedro de Portugal (1466) podría haber puesto punto final a la lucha si no fuera porque la minoría radical antirrealista, liberada de los moderados que habían hecho deserción, rechazó la paz propuesta por Juan II y ofreció la corona a Renato I de Provenza (1466), el antiguo enemigo de Alfonso el Magnánimo. Al comienzo de la tercera y última fase del conflicto (1466-72), la llegada a Cataluña de Juan de Lorena, hijo y lugarteniente de Renato I, con tropas francesas y napolitanas, reequilibró las fuerzas. Los antijuanistas obtuvieron una victoria en Viladamat (1467) y la capitulación de Gerona (1469), pero no desanimaron a Juan II que, a sus setenta años, era capaz de batirse en todos los frentes, y ahora contaba además con la eficaz ayuda de su hijo Fernando, más tarde llamado el Católico. En política exterior consiguió el matrimonio de su hijo con Isabel, hermanastra de Enrique IV de Castilla (Valladolid, 1469), y una alianza con Inglaterra y Borgoña que aislaba a Francia. En política interior obtuvo la ayuda financiera de aragoneses y valencianos (Cortes de Monzón, 1470). Muerto Juan de Lorena (1470), su hijo Juan de Calabria dirigió las fuerzas de la Generalidad en los años finales del conflicto, cuando las promesas efectuadas por Juan II de respetar las constituciones y el cansancio hacían mella en sus filas. Las huestes reales recuperaron entonces Gerona y numerosas villas del Ampurdán, El Vallés y El Maresme (1471), y pusieron sitio a Barcelona, que se entregó en 1472 (Capitulación de Pedralbes). Era el fin de una guerra tan desastrosa que el vencedor no pudo (y quizá tampoco quiso) ser vengativo: se puso en libertad a los prisioneros, se sobreseyeron las causas judiciales pendientes, se anularon las sentencias relacionadas con la guerra, se restituyeron los bienes confiscados, se fusionó la Generalidad antijuanista con la juanista, el monarca juró de nuevo las constituciones, etc. Es como si se hubiera querido olvidar el pasado para afrontar su nefasta herencia con fuerzas renovadas. Entre los grandes problemas del momento había situaciones nuevas como la pérdida del Rosellón y la Cerdaña; y viejas heridas sin cicatrizar como las reivindicaciones de los remensas, que habían luchado al lado del rey pensando obtener su ayuda para la abolición de las servidumbres; la composición del gobierno municipal de Barcelona por la que seguían disputando las clases medias y el patriciado; numerosos interrogantes de orden constitucional que se habían planteado las Cortes desde el siglo XIV (relativos a la independencia de la administración de justicia, el control de los oficiales reales, la responsabilidad del gobierno real) y, en suma, el dilema pactismo-autoritarismo. Juan II intentó resolver algunas cuestiones, como la recuperación por las armas del Rosellón y la Cerdaña (1473-75), donde fracasó, pero en general se manifestó irresoluto. No afrontó la solución del conflicto remensa, la reforma del gobierno municipal de Barcelona y los problemas constitucionales pendientes, a los que tendría que dar respuesta su hijo Fernando el Católico. J. Vicens atribuye la inacción del viejo Juan II a la edad ("Vivió demasiado tiempo. Nadie puede ultrapasar los límites donde cada generación encuentra la frontera de su eficacia histórica"). Pero quizá la cuestión no es tan simple. Habría que ver hasta qué punto el hundimiento en la crisis a que la guerra había llevado a Cataluña (quiebra de la banca municipal de Barcelona, quiebra de las finanzas públicas, quiebra del gran comercio catalán, devaluaciones monetarias, emigración de hombres y capitales) pudo coadyuvar a la inacción de la política real. En todo caso, para Cataluña, en vísperas de su inserción, a través de la Corona de Aragón, en la monarquía hispánica de los Austrias, era un mal comienzo.
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A mediados de julio de 1936 España está dividida en dos zonas tras la sublevación de parte del Ejército contra el gobierno republicano. Fracasadas las negociaciones entre ambos bandos, comienza la guerra civil. El primer paso es el traslado a la península de un fuerte contingente militar al mando de Franco. Más tarde, columnas de sublevados marcharon desde Sevilla hacia Badajoz, buscando enlazar con los rebeldes de Cáceres. El 11 de agosto las tropas franquistas entran en Mérida, mientras que, en el norte, las de Mola toman Tolosa. El 14 de agosto Yagüe toma Badajoz, mientras, en Cataluña, las columnas anarquistas de Durruti se dirigen hacia Aragón. La ofensiva republicana en Andalucía, comenzada el 29 de julio se da por fracasada el 20 de agosto, ante la imposibilidad de tomar Córdoba. Igualmente resultan fallidos los intentos de recuperar las Baleares. El 3 de septiembre las tropas sublevadas toman Talavera y avanzan hacia Madrid. Dos días más tarde, Mola ocupa Irún y, el día 28, Varela entra en Toledo. En octubre, Madrid es bombardeada por la aviación. El 7 de noviembre los sublevados, al mando de Varela, fracasan en su intento de tomar la capital, pese a lo cual el gobierno republicano decide trasladarse a Valencia. El 14 de enero de 1937 comienza la ofensiva rebelde sobre Málaga, que caerá el 8 de febrero. En el centro, las tropas franquistas intentan estrangular Madrid, produciéndose las batallas del Jarama y Guadalajara. En esta última, el contraataque republicano obligó a las tropas franquistas a retirarse. El 31 de marzo de 1937 Mola inicia la ofensiva en el País Vasco, con fuertes bombardeos aéreos que, el 26 de abril, arrasarán Guernica. El 19 de junio, Dávila, sustituto del fallecido Mola, toma Bilbao. Entre el 6 y el 24 de julio, una ofensiva republicana para romper el cerco de Madrid da inicio a la batalla de Brunete. Hacia el 13 de julio se agotó el empuje republicano, dando lugar al contraataque de las tropas franquistas de Varela. El 24 de agosto de 1937 comienza la ofensiva republicana en Belchite, para distraer el ataque franquista que se estaba produciendo en Santander. Pese a ello, el 21 de octubre las tropas sublevadas toman Gijón y Avilés, desapareciendo el frente norte. El 15 de diciembre los republicanos atacan Teruel, que cae el 7 de enero de 1938, aunque se pierde el 22 de febrero. El 10 de marzo, los sublevados atacan en el frente de Aragón, reconquistando Belchite. Ocho días más tarde Barcelona comienza a ser bombardeada. La ofensiva franquista ya aparece imparable: el 3 de abril cae Lérida, y el 14 llegan al Mediterráneo, rompiendo en dos el territorio republicano. El 25 de julio de 1938 los republicanos lanzan una ofensiva en el Ebro. También en Extremadura, en agosto, para cortar la penetración de Queipo de Llano sobre Almadén. En el frente del Ebro, agotada el 1 de agosto la ofensiva republicana, Yagüe inicia la respuesta franquista, que obliga a los republicanos a replegarse. A finales de 1938 comienza la ofensiva sublevada sobre Cataluña. Paralelamente, en enero del 39 los republicanos atacan en Extremadura, pero serán neutralizados a comienzos de febrero. En Cataluña, el día 26 cae Barcelona, siendo ocupada toda la región. El bando republicano se descompone a marchas forzadas. Azaña, en Francia, renuncia a la presidencia de la República, mientras que en marzo se subleva la guarnición de Cartagena. El 28 de ese mes cae Madrid. Entre el 29 y el 1 de abril se desploman los últimos reductos republicanos, principalmente Alicante y Valencia. La guerra civil ha terminado.
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Cuando César atravesó el río Rubicón, que dividía la provincia de la Galia Cisalpina de Italia, dio comienzo la guerra civil. Sin la menor resistencia por parte de las ciudades y con una sola legión -el resto de sus fuerzas se hallaban aún en la Galia Transalpina- se adueñó primero de toda la costa oriental y de Umbría, recogiendo tropas y atrayendo el favor de la opinión pública con su política de clemencia. Sólo la ciudad de Corfino (la antigua Italica que había sido capital de los itálicos durante la guerra social) opuso resistencia, puesto que el cónsul Domicio Ahenobarbo había concentrado allí las tropas reclutadas en los Abruzzos. A los dos meses, César se había adueñado de Italia. Pompeyo partió hacia el Este a reunir sus fuerzas, acompañado de algunas legiones y varios senadores, entre ellos Catón. La guerra tomaba unas proporciones que quizás César no había previsto, pero la rapidez de sus actuaciones -que sería una de las claves de su victoria- le llevó, en primer lugar, a impedir el bloqueo de Italia. Para evitar que dejara de llegar trigo a Italia, decidió ocupar Cerdeña y Sicilia en primer lugar y, a continuación, África e Hispania, donde las tropas de Pompeyo constituían una amenaza a sus espaldas que era necesario aniquilar, antes de dirigirse a Oriente. En pocos meses -verano del 49- César había logrado entrar como vencedor en Gades y los generales pompeyanos habían sido derrotados. En África la campaña prosiguió durante bastante tiempo, aun cuando César no estuviese presente y la ocupación no resultase imprescindible en esos momentos para la victoria final. Los ejércitos de César, comandados por Curión, se enfrentaron a los ejércitos númidas al mando de Juba I. César se hizo elegir cónsul en el 48 a.C. y se dispuso a atacar a las fuerzas pompeyanas en su fortaleza de Grecia. Pompeyo había logrado reunir un gran ejército y organizar una flota. César no pudo reducir la ciudad de Dirraquio (Durres), al frente de cuyas fuerzas estaba Catón, y renunció a tomarla. El combate decisivo en el que se enfrentaron ambos generales tuvo lugar en la llanura de Farsalia (en Tesalia), en junio del 48 a.C. Aun cuando el ejército de Pompeyo doblaba en número al de César, éste mediante una estrategia sumamente calculada logró romper las filas del ejército pompeyano. Pompeyo, sin duda desconcertado y sin capacidad de reacción en una batalla que todavía no estaba claramente decidida, huyó. El ejército se derrumbó y César obtuvo la victoria. Pompeyo esperaba reunir en Egipto tropas y dinero como base desde la cual recuperar su poder en Roma. El rey Ptolomeo XIII (al que su padre había colocado bajo la protección del Senado romano que, a su vez, asignó esta tarea a Pompeyo) era aún un niño y gobernaba junto con su hermana Cleopatra, a la sazón enfrentada en una contienda civil no tanto con su hermano como con Potino, que era quien realmente dirigía la política. Fue éste quien recibió a Pompeyo y mediante un cálculo odioso decidió asesinarlo: necesitaba la ayuda de Roma frente a Cleopatra y, matando a Pompeyo, estaba seguro de que el ganador en Roma sería César. Pero no pudo contar con el agradecimiento de éste. César puso orden a la situación en Egipto entronizando a Cleopatra, asociada con su hermano menor Ptolomeo XIII. Tras la breve victoria contra Farnaces en el Ponto (el mensaje enviado al Senado fue la famosa frase "veni, vidi, vici"), Oriente había sido limpiado de pompeyanos. En Occidente, hicieron falta tres años más para terminar con la última y feroz resistencia de la causa pompeyana en África e Hispania. El final sería en el 45 a.C., en la batalla de Munda, en la que participó César. Cneo Pompeyo, hijo mayor de Pompeyo el Grande, murió en ella y su segundo hijo, Sexto Pompeyo, sólo reanudaría la lucha contra el partido cesariano mucho más tarde, después de la muerte del propio César. Numidia había sido pacificada el año anterior, en la batalla de Tapso, que supuso la derrota de Juba I y la división del país entre Mauritania (un reino vasallo que había permanecido fiel a César) y la provincia romana de África.
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El ejército real cosechó un rotundo fracaso contra los sublevados de Escocia, teniendo que retirarse. Los escoceses por su parte lanzaron un ataque, provocando la urgente necesidad para la Corona de convocar al Parlamento inglés en demanda de ayuda. Se formó así el denominado Parlamento largo (1640-1653), elemento clave en el proceso revolucionario que se abría. Dominado por los presbiterianos, se opuso a la jerarquía episcopal, por un lado, mientras que, además, por otro, lanzaba fuertes acusaciones contra los favoritos del rey, principalmente contra Strafford, quien fue condenado y ejecutado (1641), suerte que poco tiempo después le tocaría padecer a Laud. Al mismo tiempo que ocurrían estos acontecimientos, en Irlanda estalló otra gran revuelta: fue la reacción airada de la población católica desposeída de su territorio, que ocasionó la matanza de miles de colonos protestantes que se habían asentado en el Ulster. Este grave suceso crispó todavía más los ánimos por entonces ya muy exaltados de los ingleses contra los católicos, derivando en animosidad hacia la figura del rey al que hacían responsable indirecto de los hechos por su aceptación de los círculos católicos cortesanos. Desde el Parlamento se atacaba ya con dureza el mal gobierno del rey, quien respondió con un intento de detención de los principales dirigentes parlamentarios, actitud que se volvería rápidamente en su contra al fracasar sus planes de acabar con la oposición. En Londres se constituyó un Comité de insurrección que pudo levantar al pueblo, por lo que sintiendo la amenaza muy próxima Carlos I se decidió a huir de la ciudad dirigiéndose hacia el Norte seguido de sus partidarios. Todo esto ocurría en 1642 y el enfrentamiento estaba servido. Ambos bandos, el parlamentario y el real, formaron bien nutridos ejércitos, aunque en el transcurso de la guerra no se produjeron muchas batallas sino más bien una serie de refriegas, asaltos y escaramuzas que hicieron de aquella conflagración una contienda sin grandes violencias ni devastaciones. Los realistas salieron derrotados en los encuentros más importantes: en Newbury (1643), Marston-Moor (1644) y Naseby (1645). El rey tuvo que marchar hacia Escocia, pero allí tampoco fue bien recibido, como cabía esperar. No quiso aceptar el reconocimiento de la Iglesia presbiteriana y los escoceses terminaron por entregarlo a las fuerzas rivales a cambio de percibir una buena compensación económica. La nueva situación creada resultaba un tanto extraña, inusual y embarazosa para casi todos. No se sabía bien qué hacer con el monarca, quien complicó aún más el crítico estado de cosas con su huida y posterior captura. Por un lado, los realistas seguían inquietando con sus acciones armadas; por otro, los parlamentarios se encontraban divididos entre moderados y radicales. El elemento que inclinaría la balanza hacia posturas intransigentes fine Oliverio Cromwell, jefe militar del todopoderoso ejército parlamentario que se había convertido en el instrumento decisivo para el control de la cadena de acontecimientos inesperados que se estaba produciendo. Terrateniente acomodado, ferviente puritano y hombre enérgico, Cromwell pasó a dominar la situación apoyándose en sus fieles seguidores de la milicia y en un Parlamento reducido que había sido depurado para llevar adelante los planes del nuevo mandatario. Sería precisamente esta asamblea (el Rump Parliament) la que finalmente enjuiciaría al rey y lo condenaría a morir, impactante suceso que se llevaría a la práctica el 30 de enero de 1649. Hasta aquí los acontecimientos, los hechos políticos destacados, entre los que sobresalían, dentro del proceso revolucionario que se había desatado a comienzos de la década de los cuarenta, la guerra civil, la ejecución del monarca seguida de la liquidación de la Monarquía, la caída de la jerarquía anglicana y la desaparición de la Cámara de los Lores. No había ninguna duda de la notable importancia de estos hechos, de que se había producido una verdadera revolución, pero lo que no estaba tan claro, ni lo sigue estando, es por qué ocurrió. Desde aquellos momentos hasta el presente se han dado muchas y diferentes explicaciones; las interpretaciones han sido y continúan siendo divergentes; los intentos de simplificar el desarrollo de lo que aconteció se hacen en función de una u otra causa fundamental, ya sea de tipo estrictamente político (la lucha contra el absolutismo de los Estuardos), religioso (la protesta de los presbiterianos ante el dominio de la Iglesia anglicana y su rechazo del catolicismo), o principalmente económico (la revolución como protesta de clases, producto de los cambios sociales que se estaban dando por la evolución del sistema económico). Hubo de todo un poco, sin que pueda establecerse una única causa (en el estallido revolucionario incidieron factores muy diversos), ni darle el protagonismo a una sola y determinada clase social (hubo burgueses en ambos bandos y los sectores trabajadores, campesinos y urbanos, también repartieron sus preferencias); ni siquiera es válida la rígida distribución geográfica que tanto se ha repetido (el Norte y el Oeste realistas, el Este y el Sur parlamentarios) por la cantidad de excepciones que se dieron según la adscripción territorial de los componentes de cada bando. En suma, la que se conoce como primera revolución inglesa resultó ser un proceso complejo, muy difícil de esquematizar, que se ha prestado de continuo a enjuiciamientos partidistas y a valoraciones enfrentadas desde posturas ideológicas distintas. Abolida la Monarquía, dio comienzo el mandato personalista de Cromwell que se prolongaría hasta 1658, año de su muerte; en una primera etapa secundado por un recién creado Consejo de Estado, y desde 1653 como dictador indiscutible a raíz de proclamarse Lord Protector, tras haber disuelto el Parlamento y suprimido el organismo asesor estatal. Durante una década Inglaterra soportó una férrea dictadura militar, opresiva y asfixiante, que obtuvo rotundos triunfos en el exterior y en el interior. Nada más iniciarse su gobierno, Cromwell tuvo que hacer frente a la oposición armada de irlandeses y escoceses, que apoyaban al hijo mayor del decapitado monarca Estuardo: los primeros fueron ferozmente reprimidos después de ser derrotados en las batallas de Drogheda y Wexford (1649), y los segundos también fueron vencidos en Dumbar (1650) y Worcester (1651). Asimismo surgió un conflicto bélico con Holanda, una vez que desde ésta se reconociese a los Estuardo y se decretase por Cromwell el Acta de Navegación, tan perjudicial para los intereses comerciales de los holandeses, los cuales le declararon la guerra, que finalizaría con la paz de Westminster (1654), nuevo éxito del ya nombrado Lord Protector que veía cómo sus amenazadores enemigos tenían que plegarse a sus condiciones. No sufrieron mejor suerte sus oponentes interiores. Los que rechazaban el fuerte moralismo puritano que se había implantado en todo el país y los grupos más radicales que no admitían el excesivo dirigismo y el control político-social de la dictadura fueron igualmente reprimidos. Este estado de cosas cambió repentinamente con la muerte de Cromwell, ya que su teórico sucesor, su hijo Ricardo, se desentendió de tal misión, abdicando de sus prerrogativas como Lord Protector, dando paso así a una pronta vuelta de los Estuardo al poder.
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España, que no llega a participar en ninguna de las dos grandes guerras mundiales, tuvo por desgracia su propia guerra. Desde 1936 a 1939, este hecho traumático afectó al libre desarrollo de la arquitectura. Madrid, frente bélico estable durante mucho tiempo, tuvo que solucionar problemas acuciantes de defensa y distintos a la pura teoría o práctica arquitectónica, con la excepción sobresaliente del Pabellón de la República en la Exposición de París-1937. En este año se crea el Comité de Reforma, Reconstrucción y Saneamiento -con Julián Besteiro como presidente, Fernando García Mercadal como secretario y siendo ministro de Comunicaciones, Transportes y Obras Públicas el arquitecto Bernardo Giner de los Ríos-, que elabora el inconcluso Esquema y Bases para el desarrollo del Plan Regional de Madrid (1939). El acoso sistemático a la capital dará como resultado, entre otros, la destrucción de la Ciudad Universitaria (a reconstruir en postguerra por parte de los mismos arquitectos y con el mismo estilo). Situación distinta es la vivida en Barcelona, donde llega a identificarse el concepto de revolución político-social con el de la nueva arquitectura moderna (colectivización del ramo de la construcción, municipalización de la propiedad urbana y otros proyectos urbanísticos asumidos por la Generalitat). Dada la dispersión de los miembros componentes del GATEPAC, será el GATCPAC en esta zona y sobre todo Josep Torres Clavé -puesto que Sert se refugia en París- quien mantenga activo el ideario hasta el último momento posible. La actividad personal de Torres Clavé se desarrolla en tres sentidos: defensa de sus ideas en el campo político-profesional desde los primeros meses de la guerra (creación del Sindicat d'Arquitectes de Catalunya -SAC-, adheridos a las centrales obreras CNT-UGT y asumiendo las funciones tanto de la Asociación como del Colegio de arquitectos; creación del Comite de l'Escola Nova Unificada -CENU-, habilitando locales para niños no escolarizados; control de la Escuela de Arquitectura y redacción de un Nuevo Plan de Estudios en el que se proponía la enseñanza por ciclos o la especialidad por materias; control del Ayuntamiento y reorganización del ejercicio profesional, etc.); defensa de sus ideas en el campo de la difusión cultural (coordinación, con la ayuda de Joan Prats, de la revista "A.C.", que logra publicar todavía en momentos difíciles e incluso preparar los números 26-29 inéditos); por último, defensa de sus ideas en el campo de batalla. Resulta difícil comprender para quien no vivió por fortuna el desastre de la guerra, ni tampoco las secuelas de la inmediata postguerra, cómo España pudo llegar a un estado tan dramático. Los documentos existentes, mostrados cada vez con mayor objetividad, pueden contribuir a la explicación, pero no a la comprensión. Arquitectos de gran talla y partidarios del arte de vanguardia se desunen o desaparecen en frentes irreconciliables: como J. M. de Aizpúrua, quien muere en 1936 alineado con el bando finalmente vencedor; o el mismo J. Torres Clavé, quien muere en 1939 en bando contrario. Para algunos supervivientes hubo desigual porvenir, según propuesta de la Dirección General de Arquitectura en 1942 (inspirándose en una "Depuración político-social de arquitectos", Orden de 24 de febrero de 1940-BOE de 28 de febrero): L. Lacasa y M. Sánchez Arcas, inhabilitación perpetua para el ejercicio público y privado de la profesión; J. L. Sert, suspensión total en el ejercicio de la profesión y en todo el territorio nacional; R. Bergamín y M. Domínguez, inhabilitación perpetua para cargos públicos y temporal para el ejercicio privado de la profesión; C. Arniches, V. Eced, F. García Mercadal y S. Zuazo, diferentes sanciones o inhabilitaciones temporales. El exilio voluntario o forzoso había sido inevitable ya: Bergamín (Venezuela), Bonet (Argentina), Domínguez (Cuba), Lacasa (Rusia), Sert (USA), o Zuazo (quien, una vez regresa de Francia tras la guerra, vive temporalmente en Canarias). Mientras unos arquitectos -vinculados de un modo u otro al quehacer republicano o en particular a la Generalitat- desaparecían del panorama profesional español o eran disminuidos en sus facultades, otros afines al nuevo régimen iniciarán un camino sin sentido preciso -ni salida acorde con los tiempos- hacia una arquitectura neoimperialista. La identificación de la arquitectura moderna con la Segunda República pudo ser el motivo de algunos para combatir aquélla también, pero debe advertirse que en tan corta duración, dada la crisis económica existente además, difícilmente hubo tiempo de generar una arquitectura moderna que calara en la sociedad de los años treinta, en un paisaje urbano donde la gran mayoría de las obras eran de signo tradicional. Las iniciativas del GATCPAC y la promoción de la Generalitat, pueden considerarse en ese sentido excepcionales. Por otra parte, debe aludirse a los monumentales y escurialenses Nuevos Ministerios (1933-1936. Paseo de la Castellana, Madrid) de Secundino Zuazo -aun siendo más complejos estilisticamente y más próximos a su Casa de las Flores de lo que pudiera parecer a primera vista-, iniciados en tiempos de Indalecio Prieto y por tanto contribuyentes a disolver unos límites rígidos entre una arquitectura moderna de anteguerra y otra anacrónica de inmediata post-guerra (Valle de los Caídos, 1942-1959, Madrid, de Pedro Muguruza y Diego Méndez; Universidad Laboral, 1946-1950, Gijón, de Luis Moya y otros). Esta natural disolución de límites llegará a forzarse en los años 70 con una tesis que avalaba la Exposición Arquitectura para después de una guerra, 1939-1949 (1977), pretendiendo prolongar el racionalismo de los años treinta -camuflado con escudos, chapiteles y espadañas-, sin solución de continuidad y hasta los años 50 considerados de recuperación. No obstante, debe insistirse en que sí hubo argumentos para pensar en una reacción contundente durante los cuarenta, que corroborará más incluso una formación academicista en las escuelas de arquitectura y un dificultoso conocimiento de las tendencias contemporáneas (ténganse en cuenta las circunstancias de crisis, aislamiento, presión o afinidad ideológica con las fuerzas del Eje en plena Segunda Guerra Mundial). Los ejemplos dados por los exiliados se desvanecían, además de permanecer aquí otros arquitectos comprometidos antes con una arquitectura relativamente moderna que retrotraen ahora su estilo -según los vientos que soplan- hacia posiciones historicistas (L. Blanco Soler, J. y R. Borobio, R. Durán Reynals, C. Fernández-Shaw, F. Folguera, L. Martínez-Feduchi, el mismo S. Zuazo, etc.). Mientras Sert -que había trabajado para el vencido- mantenía viva la llama de la arquitectura moderna en el extranjero, Gutiérrez Soto -realizador en otro momento de arquitectura moderna de gran calidad (al margen del GATEPAC, si bien compartiendo muchos de sus criterios) y que había luchado en el Ejército del Aire de parte del vencedor- acaba por realizar el Ministerio del Aire (1942-1951. Plaza de la Moncloa, Madrid) con un estilo que rememora sin duda El Escorial y la arquitectura tradicional villanoviana.
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La guerra con Inglaterra fue más desastrosa aún que la sostenida contra Francia entre 1793 y 1795. El primer resultado de la confrontación anglo-española fue muy negativo para los intereses hispanos. En febrero de 1797, una escuadra al mando de José de Córdova, compuesta por 24 navíos, era derrotada frente al cabo San Vicente por la comandada por el almirante Jervis, formada por sólo 15 buques. La preparación de la marinería y de los mandos británicos fue decisiva para imponerse en un combate naval que preludiaba el desastre de Trafalgar, años después. Cuatro navíos españoles quedaron en poder de los ingleses y fueron conducidos al puerto de Lagos, en el Algarve portugués, desde donde operaba el almirante Jervis. Los errores en las maniobras del general Córdova fueron tan graves, que se vio sometido a un consejo de guerra presidido por el capitán general de la Armada, Antonio Valdés. Probada su insuficiencia y falta de acierto, fue condenado a pérdida de empleo y desterrado de Madrid y de cualquiera de los Departamentos marítimos de la península. Dos días después del desastre del cabo San Vicente, los británicos se apoderaron de la isla Trinidad, en las Antillas. Defendida en tierra por el brigadier de Marina José María Chacón, con el apoyo de una escuadra de cuatro navíos al mando de Sebastián Ruiz de Apodaca, tampoco la resistencia al ataque de los ingleses fue adecuada. Apodaca quemó sus buques antes de entrar en combate, y las tropas de Chacón se rindieron a poco de iniciarse el desembarco inglés. Posteriormente, los españoles lograron rechazar los ataques a Puerto Rico, Cádiz y Santa Cruz de Tenerife. En Puerto Rico, los ingleses que habían tomado Trinidad desembarcaron importantes efectivos, pero el gobernador Ramón de Castro fue eficaz en la dirección de la defensa y obligó a los británicos a reembarcarse tras quince días de combates. En España, la escuadra inglesa vencedora en San Vicente, reforzada con nuevos navíos y con Nelson como contraalmirante, decidió atacar Cádiz, incendiar sus arsenales y destruir los buques de guerra allí surtos. La defensa del general José Mazarredo desde la plaza y sus fuertes en los primeros días de julio fue tan contundente que Nelson tuvo que retirarse sin lograr ninguno de sus objetivos, dirigiéndose hacia el archipiélago canario. El 24 de julio los ingleses atacaron Santa Cruz de Tenerife, pero también fueron rechazados por las baterías de la plaza y el fuego de fusilería. Nelson perdió el brazo derecho cuando dirigía el desembarco de sus hombres en el muelle de Santa Cruz. Los efectos económicos de la guerra fueron todavía más calamitosos que los causados por el conflicto con la Convención republicana. Pierre Vilar califica la crisis abierta por la guerra en la economía catalana como la más aguda de todo el siglo XVIII: las manufacturas quedaron paralizadas; la falta de alimentos, al ser imposible la importación de grano, alcanzó una magnitud extraordinaria; y el comercio marítimo se interrumpió. Una situación similar se produjo en otros grandes núcleos comerciales, como Alicante, Málaga, los puertos cantábricos y el centro neurálgico de Cádiz. La situación de la Hacienda, ya enfrentada a graves problemas por las consecuencias de la guerra contra la Convención, se hizo entonces angustiosa, y en el intervalo que va de octubre de 1796 a septiembre de 1798 fueron tres los ministros de Hacienda que se sucedieron, mientras que en ese período los gastos militares se incrementaron en un 12 por ciento en relación a los habidos durante la guerra con Francia de 1793-95 y los ingresos disminuyeron, sobre todo los procedentes de América, aumentando el déficit hacendístico hasta extremos asfixiantes. Para Inglaterra el esfuerzo bélico también tenía efectos preocupantes, que aconsejaron a Pitt iniciar conversaciones de paz con Francia, una vez que la República había derrotado a Austria y el emperador Francisco II se había visto obligado a firmar la paz de Campoformio en octubre de 1797. En las conversaciones preliminares, ni Francia ni Inglaterra deseaban la presencia de plenipotenciarios españoles. España exigía la devolución de Trinidad y Gibraltar, pero las posiciones francesas y británicas estaban tan alejadas que no fue posible el acuerdo. El escaso reconocimiento que el Directorio mostraba hacia sus aliados los españoles, marginados en las conversaciones con Inglaterra, enfriaron las relaciones hispano-francesas y tuvieron efectos importantes en la política interior.
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La situación internacional tenía sus dificultades porque, aparte de la lógica preocupación de Austria por la amenaza franco-piamontesa, Napoleón III tenía que extremar las precauciones para no fomentar en su contra una coalición de potencias análoga a las que habían provocado el hundimiento del primer Imperio. Para ello debía abstenerse de perjudicar los intereses de los Estados Papales, para no enajenarse la opinión católica de su propio país, y también debía mantener la integridad del reino borbónico de Nápoles. El Reino Unido y Rusia, que veían con inquietud estos acuerdos, intentaron inútilmente la mediación, mientras que Prusia podía aprovechar las iniciativas francesas para aumentar su influencia en el mundo alemán, especialmente en la frontera del Rin. Tanto Rusia, dolida por el abandono austriaco durante la guerra de Crimea, como Prusia, que había sido humillada en Olmütz, no tuvieron inconveniente en dejar diplomáticamente aislado al Imperio Habsburgo. Finalmente, la acumulación de tropas piamontesas en la frontera con Lombardía provocó el ultimátum austriaco de 23 de abril de 1859, en el que se reclamaba el desarme de las tropas piamontesas. La negativa de Piamonte a aceptar estas exigencias determinó el inicio de las hostilidades, pocos días después. Las tropas austriacas desaprovecharon la ocasión de derrotar por separado a las piamontesas, antes de que Napoleón III se pusiera, a mediados de mayo, al frente de un ejército francés superior a los 100.000 hombres, con los que había jurado que llegaría hasta el Adriático. El peso de las operaciones correspondió a las tropas francesas, que derrotaron a las austriacas en Montebello (20 de mayo) y Magenta (4 de junio) lo que permitió la entrada en Milán cuatro días después. El emperador Francisco José se puso al mando de sus tropas pero no pudo impedir la derrota (24 de junio) en las batallas de Solferino y San Martino, que costaron un elevadísimo número de bajas en todos los contendientes. El resto de la Lombardía quedó en las manos aliadas, que amenazaron Venecia. Fue entonces, sin embargo, cuando Napoleón dio un brusco giro y ofreció una tregua que el emperador austriaco se apresuró a aceptar. Ambos emperadores se reunieron el 11 de julio en Villafranca y firmaron un armisticio por el que Austria entregaba la Lombardía a Francia que la cedería, a su vez, a Piamonte. Los duques de Toscana y Modena fueron restablecidos, mientras que Austria retenía Venecia y afianzaba las fortalezas del cuadrilátero con Mantua y Peschiera. Piamonte, que fue informado del acuerdo después de tomado, acogió con indignación la noticia, y Cavour, que no consiguió que Víctor Manuel rechazara los términos del armisticio, dimitió de la presidencia del Consejo de Ministros el día 12. Todos los historiadores de este proceso se han preguntado por las razones que provocaron un cambio tan brusco en la actitud de Napoleón. De la variedad de las explicaciones dadas cabe hacer una cierta sistematización. Por una parte, están las razones que hacen referencia a las motivaciones personales del emperador y a las exigencias de la política interior francesa. En ese sentido se ha hablado del horror experimentado por Napoleón, a la vista de la mortandad ocasionada en Solferino; de las dudas del emperador sobre la eficacia de su propio ejército ante las fortificaciones austriacas en el cuadrilátero; y, finalmente, de la preocupación que pudiera tener ante el peligro de que la opinión católica francesa se le pusiera en contra, ya que la acción militar francesa hacía peligrar la integridad de los Estados del Papa. Todas esas razones tienen consistencia, pero son un tanto coyunturales. Más importancia habría que conceder a las que apuntan a los peligros de desequilibrio interno en los Estados italianos, y a las repercusiones que ese desequilibrio podría tener sobre las relaciones internacionales. En ese sentido hay que señalar que, simultáneamente al comienzo de las hostilidades, se produce una serie de movimientos populares que suponían una amenaza de revolución mazziniana en la Italia central y la posibilidad de que Cavour extendiera sus fronteras más allá de lo previsto en Plombières. El 27 de abril había estallado en Florencia un movimiento popular que provocó la abdicación del gran duque de Toscana y la formación de un Gobierno provisional que pidió la protección del rey de Piamonte. Napoleón envió tropas, bajo el mando del príncipe Napoleón Jerónimo, que desembarcaron en Livorno, para tratar de contrarrestar la influencia piamontesa. Por otra parte, el vacío de poder provocado por las derrotas austriacas de junio obligó a los duques de Modena y Parma a abandonar sus Estados, a la vez que estallaban levantamientos en los territorios pontificios de las Legaciones.En esas circunstancias Napoleón temió que las demás potencias europeas reaccionaran contra Francia, como lo habían hecho en la época de las coaliciones antinapoleónicas. Había, desde luego, algunos motivos para la sospecha, especialmente por las acciones prusianas en la frontera del Rin, que contaban con el respaldo ruso. También el Reino Unido estaba preocupado por la generalización del conflicto, e incluso Austria, que temía un rebrote del nacionalismo húngaro, se mostró partidaria de llegar a la paz. Ésta se firmó en Zurich, el 10 de noviembre de ese mismo 1859, y ratificó los acuerdos de Villafranca.
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La campaña militar, conocida indistintamente como Guerra contra la Convención, Guerra Gran en catalán o Guerra de los Pirineos por desarrollarse únicamente en Guipúzcoa, Navarra, Aragón, Cataluña y el Rosellón, fue desastrosa para España, tras unos inicios esperanzadores. Hoy la conocemos con detalle gracias a los estudios de Jean-René Aymes. La frontera se distribuyó entre tres cuerpos de ejército: el navarro-guipuzcoano, el aragonés y el catalán. Los dos primeros tenían una función defensiva, de modo que la iniciativa le correspondió al de Cataluña, bajo el mando del general Ricardos. En poco tiempo se ocupó parcialmente el Rosellón, pero las acciones españolas, faltas de objetivos políticos o territoriales, se limitaron a actos simbólicos, como quemar los decretos de la Asamblea, talar el árbol de la libertad o sustituir la bandera tricolor por la blanca de la casa de Borbón. La actitud pusilánime del general Ricardos evitó la ocupación de Perpiñán, y ya a fines de 1793 sus tropas habían perdido la iniciativa, frente a un ejército francés reorganizado y dinamizado por los llamados representantes del pueblo, individuos comisionados por la Convención para, con su fogosidad y sus amenazas, animar a la población civil y a los generales, poner fin al desorden y a las deserciones de los primeros meses y lograr una férrea disciplina mediante el uso frecuente de la guillotina. Los españoles habían perdido dos enclaves a poco de declararse la guerra. A fines de marzo, los franceses ocuparon el Valle de Arán, que fue anexionado a su territorio al considerarlo una demarcación española en territorio francés sin justificación geográfica alguna. El otro enclave que fue ocupado por las tropas republicanas fue la Cerdaña, cayendo Puigcerdá en agosto. En la Cerdaña se efectuaron acciones de adoctrinamiento, imprimiéndose en catalán la Declaración de los derechos del hombre y concediéndose a la población la exención del pago del diezmo. Las fronteras aragonesa y vasco-navarra no conocieron a lo largo de 1793 ninguna acción militar de relieve, reduciéndose todo a escaramuzas ventajosas para España, como la destrucción del fuerte de Hendaya, el control del río Bidasoa o la ocupación de las cimas de las montañas fronterizas. También en ese mismo año, en colaboración con la flota británica, la armada española intentó apoderarse del importante puerto de Tolón, con la intención de crear allí un enclave monárquico. Ingleses y españoles creían que el descontento con la República en el mediodía francés estallaría en insurrección contra París sí se les posibilitaba ocasión. El cónsul José Ocáriz elaboró un plan "para la más fácil extensión del partido realista en Francia desde Tolón". En dicho plan se debía financiar al partido contrarrevolucionario, acuñar moneda con la efigie de Luis XVII y, sobre todo, cortar las relaciones entre los banqueros genoveses y la República. En agosto, el estratégico puerto del Var estaba bajo control de las fuerzas combinadas anglo-españolas bajo el mando del almirante Hood, pero las diferencias entre ingleses y españoles y la derrota de los insurgentes provenzales impidieron la consolidación de esta cabeza de puente contrarrevolucionaria. Mientras que el Comandante General de la escuadra española, Juan de Lángara, aceptó la propuesta realista de que el conde de Provenza acudiera a Tolón para ser proclamado regente de Francia, los ingleses la rechazaron por considerarla inoportuna, y cuando las tropas revolucionarias iniciaron la reconquista de la ciudad los españoles acusaron a los británicos de inactividad. Después de tres meses de asedio, ingleses y españoles decidieron abandonar Tolón a principios de 1794, pero también en el momento de la retirada surgieron entre ellos serias discrepancias. Mientras los ingleses proyectaban la destrucción total de la ciudad, el Comandante General Lángara era partidario de íncendiar sólo los arsenales y los buques de guerra franceses surtos en la rada. "Ver a Tolón fue ver a Troya", manifestó Lángara tras dar por cerrada la operación naval más importante de la guerra. Unos 2.000 realistas franceses acompañaron a los españoles en la retirada de Tolón, siendo distribuidos por algunas ciudades costeras del Mediterráneo español, Cartagena sobre todo. La hostilidad de la población hacia estos emigrados, fruto de la galofobia que se había extendido por España, decidió a muchos de ellos a trasladarse a Italia. En 1794 y 1795, las campañas fueron totalmente desgraciadas para los intereses españoles. La muerte del general Ricardos y su sustitución en el mando de las operaciones en el frente oriental por el conde de la Unión, que fallecería también poco después, coincidió con ataques franceses en territorio catalán, con la ocupación de la Seo de Urgel y, tras avanzar por el cauce del río Ter, las poblaciones de Camprodón, San Juan de las Abadesas y Ripoll. En el otoño de 1794 el grueso del ejército español se encontraba replegado en torno a Gerona, y a fines de noviembre se produjo el asedio de Rosas por 30.000 franceses y la capitulación del fuerte de San Fernando de Figueras, de gran resonancia por su importancia militar y por lo que se consideró cobardía de la tropa y falta de energía de la oficialidad. La desmoralización y el descontento causado por el desastre de Figueras fue inmenso. Los grandes sacrificios que se soportaban no tenían compensación en los resultados obtenidos. En el frente occidental también los republicanos se lanzaron a la ofensiva una vez llegado el buen tiempo. En julio de 1794 ocuparon el valle del Baztán y el 2 de agosto ocuparon Fuenterrabía, quedando abierto el camino hasta San Sebastián, que se rindió dos días después tras haber decidido su Ayuntamiento no ofrecer resistencia, a pesar de que se difundieron noticias de profanaciones en edificios religiosos de Fuenterrabía, donde habían vestido a un santo de guardia nacional y con un fusil le han puesto de centinela en la muralla o se habían limpiado los zapatos con los óleos sagrados. El hundimiento de la línea de contención española no fue aprovechada en todas sus posibilidades por el ejército invasor. Sólo fueron ocupadas Vergara y Azpeitia, pero los franceses detuvieron su avance hacia Pamplona, Vitoria y Bilbao ante la llegada del mal tiempo. Tras el invierno, el avance se efectuó en dos frentes: hacia Bilbao, que se rindió en el verano de 1795, y hacia el sur, alcanzando el alto valle del Ebro tras ocupar Vitoria. El temor de los responsables militares franceses a alejarse excesivamente de sus fuentes de suministros y tener que defender frentes excesivamente amplios, además de la falta de medios de transporte adecuados, detuvo su avance en Miranda de Ebro. En el frente catalán, en febrero de 1795, tras la capitulación de Rosas y la consiguiente ocupación del Ampurdán, cuya población huyó masivamente, Barcelona quedó al alcance del ejército de la Convención. Sólo la falta de hombres y suministros, y las enfermedades que afectaban a los soldados franceses, les obligaron a estabilizar el frente a lo largo del cauce del río Fluviá, puesto que los soldados del ejército regular español se encontraban, por entonces, cansados, descalzos, fatigados y tímidos, según señalaba en uno de sus informes José Simón Pedro, comandante del ejército de Navarra. Tampoco la guerrilla, organizada como somatén y activa sobre todo en la Cataluña ocupada, logró resultados apreciables. Con características que se reiterarán durante la Guerra de la Independencia, el somatén de 1794-95 pudo contar entre sus miembros a elementos del clero, que actuaron en ocasiones como cabecillas, como el franciscano del convento de Figueras Cosme Bosch, que fue comandante del somatén y que se vestía "de corto llevando interiormente la túnica y capilla a fin de que pueda hacer sus correrías con más ligereza". Las crueldades del somatén fueron destacadas por la propaganda francesa como prueba de la barbarie fanática de los españoles, y las noticias de sus atrocidades y desmanes son muy similares a las propaladas durante la Guerra de la Independencia, como las que hablan de soldados franceses asados, despellejados, colgados por los pies o atravesados con un hierro desde los genitales al cuello. La magnitud de la derrota, el lastimoso estado en que comenzaba a encontrarse la Hacienda española y un descontento popular creciente, con la reaparición de sentimientos catalanistas y vasquistas ante la inoperancia de las autoridades madrileñas, hicieron deseable llegar a una rápida paz negociada, en la que también estaba interesada la República francesa, agobiada por tener que sostener la guerra en distintos frentes.
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La guerra de Coliman Cuando tuvo Cortés entrada y amistad en la costa del mar del Sur, envió cuarenta españoles carpinteros y marineros a construir en Zacatullan, o Zacatula, como dicen ya, dos bergantines para descubrir aquella costa y el estrecho que entonces pensaban, y otras dos carabelas para buscar islas que tuviesen especias y piedras, e ir a las Molucas; y tras ellos envió hierro, áncoras, velas, maromas, otras muchas jarcias y aparejos de naos que tenía en Veracruz, con muchos hombres y mujeres; que fue un gasto y camino muy grande. Mandó Cortés ir después allí a Cristóbal de Olid a ver los navíos, y costear aquella tierra en siendo acabados. Cristóbal de Olid se encaminó entonces para Zacatullan desde Chincicila, con más de cien españoles y cuarenta de a caballo, y michuacaneses. Supo en el camino que los pueblos de Coliman andaban en armas, y que eran ricos. Fue a ellos, peleó muchos días, y al cabo quedó vencido y corrido, por haberle matado los de Coliman tres españoles y gran número de sus amigos. Despachó Cortés entonces a Gonzalo de Sandoval con veinticinco de a caballo, setenta peones y muchos indios amigos, de guerra y carga, que fuesen a vengar eso y a castigar a los de Impilcinco, que hacían la guerra a sus vecinos por ser amigos de los cristianos. Sandoval fue a Impilcinco, peleó con los de allí algunas veces, y no los pudo conquistar, por ser tierra áspera para los caballos. Fue de allí a Zacatullan, miró los navíos, tomó más españoles, pasó a Coliman, que estaba a sesenta leguas, y pacificó de camino algunos lugares. Salieron a él los de Coliman al mismo paso que desbarataron a Olid, pensando desbaratarlo también a él. Pelearon duramente los unos y los otros, mas vencieron los nuestros, aunque con muchos heridos, pero con ningún muerto, excepto indios; quedaron heridos muchos caballos. Hago siempre mención de los caballos muertos o heridos, porque importaban muchísimo en aquellas guerras, pues por ellos se alcanzaba la victoria la mayoría de las veces, y porque valían mucho dinero. Recibieron tanto daño los impilcincos con esta batalla que, sin esperar a otra, se entregaron por vasallos del Emperador, e hicieron entregarse a Colimantlec, Ciutlan y otros pueblos. Poblaron en Coliman veinticinco de a caballo y ciento veinte peones, a los cuales repartió Cortés aquella tierra. Trajeron entendido Sandoval y sus compañeros que a diez soles de allí había una isla de amazonas, tierra rica; mas nunca se han hallado tales mujeres: creo que nació aquel error del hombre Ciuatlan, que quiere decir tierra o lugar de mujeres.
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La represión, la revolución política y social y la identificación del catolicismo con una de las dos Españas en guerra tienen lugar al mismo tiempo que las primeras operaciones militares y las características principales de éstas están muy relacionadas con esas circunstancias de carácter no bélico. La revolución y la descomposición del Estado contribuyen, en efecto, a explicar la peculiar fisonomía de la guerra en su primera etapa. La lucha adoptó la forma de enfrentamientos sucesivos entre agrupaciones de fuerzas de ambos bandos sin un frente muy preciso. Fue habitual que la disparidad de efectivos y de calidad resultara grande, por lo que casi siempre uno de los dos bandos estaba en situación manifiesta de defensiva. La composición de esos núcleos armados -las columnas- solía ser muy heterogénea pues formaban parte de ellos a la vez unidades militares, fuerzas del orden público y voluntarios. Las decisiones en cada bando fueron no sólo muy descentralizadas, sino que a veces dan la sensación de inexistencia de un plan de conjunto. Si estos rasgos son comunes en los dos bandos hay, sin embargo, una diferencia fundamental entre ellos. Mientras que es posible que entre los sublevados las unidades de voluntarios favorecieran el incremento de moral en las columnas, el entusiasmo revolucionario en el Frente Popular contribuyó a la disolución de las unidades y a poner en peligro la jerarquía y disciplina militar. El intento inicial del general Hernández Saravia de integrar las milicias de los partidos de izquierda en unidades militares fracasó y el resultado fue que aunque no les faltaran recursos ni material a las columnas frentepopulistas carecieron de eficacia militar. Con frecuencia las unidades quedaban reducidas drásticamente en sus efectivos porque los milicianos abandonaban sus puestos, pero más frecuente aún fue la indisciplina y, sobre todo, su incapacidad para enfrentarse con el adversario en campo abierto. El temor a ser rodeados por las expertas tropas del Ejército marroquí fue una constante de las milicias frentepopulistas en estas primeras semanas. De no haber existido estas tropas es muy posible que los éxitos alcanzados por los sublevados durante este comienzo de la guerra hubieran sido mucho menos significativos. En las instrucciones que redactó Mola estaba previsto que los sublevados hicieran un rápido movimiento hacia Madrid nada más triunfar. Así se hizo desde luego y la mejor prueba de que se cumplieron esas instrucciones reside en que las columnas avanzaron 230 kilómetros en dos días. Sin embargo, la derrota de la sublevación en ciudades y regiones donde se esperaba triunfar (Valencia, por ejemplo), la necesidad de consolidar el dominio de la retaguardia y la carencia de municiones hicieron que ese movimiento ofensivo no pudiera ser tan firme y decidido como se había previsto. En la noche del 22 de julio las columnas de Mola estaban a 100 kilómetros de Madrid, pero permanecían detenidas junto a los puertos de montaña del Sistema Central enfrentadas a unidades militares de fuerza y envergadura semejante. De esta manera, la única posibilidad que les quedaba a los sublevados para llegar a Madrid consistía en emplear las fuerzas del Ejército de Marruecos, pero para hacerlo necesitaban atravesar el Estrecho. No era, en cambio, imaginable que Queipo de Llano, en situación muy precaria, lograra hacer otra cosa que defenderse y no prestar ayuda. De ahí la trascendental importancia del paso del Estrecho que los dirigentes del Frente Popular no apreciaron o, demasiado ocupados en hacer la revolución, no fueron capaces de impedir; por eso ha podido decirse que la primera victoria militar de los sublevados fue una operación de transporte (Cardona). Parte de las tropas del Ejército que mandaba Franco atravesaron el Estrecho a comienzos de agosto en un pequeño convoy naval, pero en realidad la operación consistió en el "primer transporte aéreo de la Historia" (Díez de Villegas). Era inevitable que tuviera ese carácter porque la flota republicana dominaba el mar, aunque lo hacía con una evidente ineficacia dada la eliminación de la oficialidad. El transporte de las tropas fue iniciado con los parcos medios aéreos que tenía Franco (y que inexplicablemente no fueron destruidos por los republicanos), pero también gracias a la ayuda italiana y alemana que pidió Franco precisamente con ese propósito. Por aire fueron transportadas durante las primeras semanas aproximadamente el doble de tropas que por mar, lo que haría decir a Hitler que Franco hubiera debido elevar un monumento a los Junkers 52. Sin ellos y sin la incapacidad de reacción republicana simplemente la guerra civil podría no haberse producido al permanecer aislado Franco en Marruecos. Sus tropas, cuya participación en las operaciones no fue imaginada por Mola hasta fines de junio, jugaron un papel decisivo en todos los frentes en que la sublevación obtuvo victorias en estas semanas. Sólo a finales de septiembre cuando la flota de los nacionalistas, aprovechando que el grueso de la adversaria estaba tratando de ayudar a la defensa de la zona Norte, conquistó el Estrecho y se normalizaron las comunicaciones entre los dos continentes. De entrada, para lo que sirvió el Ejército africano fue para aliviar la situación angustiosa de las capitales andaluzas, sólo unidas por un modesto cordón umbilical. La verdad, sin embargo, es que contribuyó de manera importante la particular ineficacia de las milicias anarquistas de la región. En general la guerra en ella se caracterizó por su irregularidad y dureza, pues también las columnas de Queipo de Llano tenían un aspecto pintoresco como abigarrado conglomerado de uniformes y de procedimientos de combate. Sin embargo, reforzadas tras el cruce del Estrecho, mostraron una eficacia combativa muy superior. Un intento de ofensiva gubernamental en Córdoba fracasó debido a la lentitud en emprenderlo y a la inexperiencia de unos milicianos que se dispersaban ante el bombardeo adversario, a pesar de que tuviera un efecto irrisorio. La misma ineficacia se percibe en Granada, donde las milicias no tenían reparo en actuar al estilo de Pancho Villa y sus dirigentes eran los mismos diputados elegidos hacía unos meses, o en Málaga, donde la situación anárquica fue especialmente grave. Cuando las tropas de Franco se acercaban a Madrid la situación en Andalucía ya era más confortable para Queipo de Llano, quien además había dejado en situación precaria a la provincia de Málaga hacia la que era previsible su ofensiva. La guerra civil a partir de este momento inicial ya no tuvo como centro geográfico decisivo Andalucía, donde las operaciones no alcanzaron un valor resolutivo. Las tropas procedentes de África fueron empleadas fundamentalmente en una carrera hacia Madrid, de la que se esperaba que concluyera la guerra. Es muy posible que si se optó por seguir la ruta de la frontera portuguesa en vez de la mucho más complicada de Despeñaperros, la razón estribe en la urgente necesidad de municiones que tenía Mola y que sólo le podía proporcionar el Ejército marroquí. En cualquier caso la forma de avance fue siempre la misma: un grupo de columnas móviles avanzaba con bastante rapidez por la carretera y sólo cuando encontraba un obstáculo enemigo, habitualmente en poblaciones de cierta entidad, se detenía y efectuaba una maniobra envolvente. Esto solía bastar para que el adversario emprendiera una huida en desorden, dislocando sus unidades que quedaban reducidas a una ineficaz acción guerrillera, como sucedió por ejemplo en la serranía de Huelva. De esta manera los sublevados lograban un control somero y tras dejar una pequeña guarnición proseguían. En un principio el avance fue meteórico: en cuatro días se cubrieron 120 kilómetros merced al empleo de cuatro batallones marroquíes. Las verdaderas dificultades comenzaron en Badajoz, donde la empecinada resistencia de las milicias llegó a causar un elevado número de víctimas en las unidades legionarias atacantes; luego vino una venganza atroz mediante la liquidación física sin formalidad alguna de centenares de personas. Todavía Talavera pudo ser tomada; en los primeros días de septiembre, mediante una operación de flanqueo: los gubernamentales se enteraron de que había caído en manos adversarias cuando un moro respondió al teléfono. A partir de este momento la resistencia se hizo mucho más dura no sólo por la proximidad de Madrid, sino también porque los militares del Frente Popular eran conscientes de los defectos cometidos hasta entonces. El coronel Puigdengolas escribió, por ejemplo, a sus superiores que "la columna enemiga no es numerosa, pero es una máquina de guerra que funciona y por eso para combatirla hacen falta medios análogos a los que utilizan". Resulta significativo que el autor de este diagnóstico acabara sus días en manos de un miliciano cuya huida había tratado de evitar. Otro mando, llegando del sur y que fue el tercero que se hizo cargo de las tropas en tan sólo diez días, aludió claramente a la "incompetencia y cobardía" de sus milicias. Éste es el telón de fondo que explica el cambio de Gobierno y la militarización impulsada por Largo Caballero, el nuevo presidente. Ya en la marcha desde Talavera a Toledo las tropas sublevadas invirtieron el mismo tiempo que desde Sevilla a la primera ciudad citada. La decisión de auxiliar al Alcázar de Toledo, muy contestada sobre todo por Yagüe, que fue relevado del mando, tuvo un importante efecto moral, pero atravesó el avance. En octubre el Ejército Popular, utilizando material soviético, lanzó un contraataque mediante tanques en Seseña y Esquivias, que fue detenido principalmente gracias a la utilización incorrecta que se había hecho de los mismos. A medida que los atacantes se acercaban a Madrid, la defensa se hacía más fuerte y en ella empezaban a participar las nuevas unidades militares creadas por el Gobierno del Frente Popular. La insuficiencia de tropas del Ejército de África era grave y por consiguiente no podía atacar en toda la línea del frente, sino sucesivamente en aquel punto donde pudiera lograr la sorpresa y con ella la victoria. A principios de noviembre, a pesar de todo y gracias al mantenimiento de su superioridad como fuerza combatiente, las tropas de Franco se encontraban ya a las puertas de Madrid. Mientras tanto las tropas procedentes de Marruecos habían tenido que ser empleadas también, como medida de urgencia, en otros frentes debido a la necesidad perentoria de solucionar una situación apremiante. Con ello se retrasó el avance hacia Madrid y se consagró una característica de la guerra civil: que las operaciones militares más importantes quedaban a menudo supeditadas a la sentida necesidad de dar respuesta al adversario allí mismo donde atacaba. A comienzos de septiembre, al mismo tiempo que caía Talavera en manos de los sublevados, Irún seguía el mismo destino. Las columnas que procedentes de Navarra intentaron tomar Guipúzcoa habían quedado detenidas en Oyarzun y sólo los esfuerzos permitieron esa operación, que tuvo como efecto dejar la zona Norte del Frente Popular sin comunicación con Francia. Hasta este momento habían sido las fuerzas de izquierda las principales protagonistas de la lucha contra los sublevados, existiendo incluso contactos entre los nacionalistas vascos y el bando adversario. Sin embargo, en octubre la concesión del Estatuto de Autonomía y el bombardeo de Bilbao crearon un abismo entre unos y otros. El gobierno vasco empezó a crear unidades propias que empleó por vez primera, cuando todavía eran demasiado bisoñas, en un fallido ataque sobre Villarreal. También fueron unidades procedentes de Marruecos las que permitieron establecer el contacto entre Galicia y Oviedo por medio de una ruta del interior, evitando el litoral por la presencia de la flota republicana. Asturias vino a desempeñar, en cuanto a número de voluntarios, algo parecido a Navarra en el bando adversario que apenas tuvo unos centenares de combatientes civiles al lado de Aranda. Las milicias populares, formadas sobre todo por mineros, se sintieron atraídas de forma "excluyente y total" por Oviedo, ciudad que hubieran deseado tomar en el aniversario de la revolución de octubre. Sin embargo, este carácter de la capital del Principado como "ventosa" tuvo como consecuencia que no se emprendiera la ofensiva en dirección a Galicia y León, donde hubiera podido ser más efectiva. El pasillo que a partir de octubre unió Oviedo con Galicia era indefendible desde el punto de vista estratégico, hasta el punto de que había zonas en las que sólo tenía un kilómetro de ancho. Así se explica que las milicias lo atacaran de nuevo a comienzos de 1937, pero siempre con la ineficacia característica de unidades militares no regulares. Es más que probable que esa fuera la razón del fracaso del Frente Popular en otros escenarios. Cataluña, donde la rebelión había fracasado rotundamente, podría haber sido una fuente de hombres y recursos para someter al adversario, pero las dos ofensivas iniciadas desde allí concluyeron en sendos fracasos. El ataque de columnas anarquistas sobre Aragón inicialmente pareció conseguir avances importantes, pero terminó deteniéndose a las puertas de dos capitales de la región, Huesca y Teruel. La primera estuvo durante meses en situación precaria e incluso vio cortadas sus comunicaciones con Zaragoza, pero los atacantes no supieron aprovechar su manifiesta superioridad. El abigarramiento de las columnas, típico de la primera etapa de la guerra, alcanzó en el caso de Aragón su expresión máxima con presencia incluso de prostitutas, mientras que las consultas asamblearias a los combatientes y el desprecio al asesoramiento de los oficiales fue moneda común. En cambio, el adversario empleó sus reservas con avaricia y eficacia. Logró que las posiciones rodeadas resistieran a ultranza y, en general, empleó una táctica dilatoria que acabó por detener a los atacantes. La otra expedición emprendida desde Cataluña se dirigió hacia las Baleares, donde Mallorca e Ibiza se habían sublevado mientras que Menorca permanecía leal al Frente Popular. Es característico de la situación de falta de mando único en que vivía el Frente Popular el hecho de que la iniciativa no fuera de ninguna autoridad, sino de un militar como Bayo. Éste arrastró tras de sí, en especial, a elementos catalanistas desplazados por el Comité de Milicias Antifascistas que era la suprema autoridad en Barcelona. Bayo, que parece haber creído que con la sola presencia de los invasores iba a lograr la rendición del adversario, dispuso de recursos suficientes, pero se enfrentó con algunos de sus subordinados por haber actuado en nombre de la Generalitat, que tampoco acabó apoyándole, mientras que el Gobierno central, y sobre todo Prieto, se expresaba respecto de él con profunda reticencia. La expedición tomó Ibiza sin problemas y llegó a desembarcar en Porto Pí, pero fue incapaz de avanzar hacia el interior de Mallorca. La llegada de una eficaz fuerza aérea italiana a fines de agosto concluyó por desmoralizar a los combatientes de una expedición que no tenía sentido si no contaba con apoyo decidido del alto mando y rapidez en la ejecución. A diferencia de lo sucedido en Aragón, en este caso tampoco los defensores tuvieron una actuación muy brillante. Con su característica dureza Franco había ordenado una resistencia a ultranza, "fusilando al que desfallezca", pero se encontró que allí había mandos militares, que luego fueron procesados, que nunca habían estado en campaña. A partir de este momento las Baleares jugaron un papel importante para el bloqueo, por parte de los sublevados, de la costa mediterránea y el bombardeo de Barcelona. Por su parte, Bayo reapareció años después en la Historia como principal asesor de Fidel Castro en la lucha guerrillera. Ninguna de todas estas operaciones de la guerra de columnas tenía la menor posibilidad de ser resolutiva, por lo que de nuevo tenemos que volver al escenario decisivo que seguía siendo Madrid. Allí, a lo largo del mes de noviembre, tuvo lugar un violento forcejeo entre las tropas de Franco y los defensores de la capital que finalmente concluyó con la detención de los primeros. En realidad el ataque apenas merece ser narrado, pues, como otras batallas de la guerra civil, no fue otra cosa que un choque brutal como el de dos carneros que chocan con la testuz. La penetración de los atacantes no consiguió doblegar la resistencia, principalmente en la Ciudad Universitaria y en el parque del Oeste. Hay varias razones que lo explican. Aparte del descubrimiento fortuito de los planes del adversario, el Ejército Popular contó con una dirección adecuada en manos del muy capaz general Rojo y de Miaja, tranquilo y ordenado, que acabó convirtiéndose en un auténtico símbolo de la resistencia de la capital. Las nuevas unidades demostraron también mayor capacidad, sobre todo en la defensiva, y a ella contribuyó también el espíritu de resistencia popular que convirtió el "No pasarán" en divisa permanente y mucho más efectiva que consignas revolucionarias anteriores. Por supuesto, hay que atribuir un papel importante a los refuerzos internacionales llegados a Madrid, pero es posible que su trascendencia haya sido exagerada. Las Brigadas Internacionales supusieron tan sólo el 25 por 100 de los efectivos resistentes que incluían también la importante ayuda rusa en aviación. Por otro lado, hay razones de la detención que derivan no tanto de la actitud de los defensores como de los atacantes. Éstos, aun manteniendo su superior calidad, que también fue perceptible en los combates, eran inferiores en número y además el tipo de combate, en los aledaños de una gran ciudad, no permitía esas maniobras que les habían dado la victoria en ocasiones anteriores. Franco había ido demostrando la superioridad técnica de sus tropas hasta estos momentos, pero no pudo hacerlo más a partir de ahora. El panorama de las operaciones bélicas durante esta primera etapa de la guerra no quedaría completo sin hacer mención de las que podrían ser denominadas como asedios. Constituían, en realidad, el paso final en la homogeneización de cada una de las dos zonas en que se dividió España y eran el producto de un titubeo inicial de los sublevados, de la estrategia consistente en esperar, en vez de desplegarse, o de una maniobra como la que se produjo en Oviedo. El caso de los cuarteles de Simancas en Gijón o del Santuario de la Virgen de la Cabeza demuestran la peligrosidad de esa indecisión original, pues en Gijón el cuartel no estaba preparado para la defensa y acabó rindiéndose, mientras que el Santuario estaba demasiado lejano de las líneas de Queipo de Llano, que además carecía de fuerzas para auxiliarlo como para que hubiera la menor posibilidad de que la resistencia concluyera en victoria. A diferencia de lo que sucedió en Oviedo, la resistencia del Santuario, tardía, pues no se inició hasta septiembre, y muy duradera, pues concluyó en mayo de 1937, no supuso atracción de tropas adversarias, aunque el número de bajas fue tan elevado como el de Oviedo (un quinto de los defensores). El caso de asedio que alcanzó mayor repercusión internacional fue el del Alcázar toledano que sí atrajo a tropas del Ejército Popular. La inexperiencia y desorden de los atacantes (entre los cuales hubo anarquistas que construyeron minas sin conocimiento del mando militar) y la proximidad de las tropas de Franco explican que al final los resistentes, cuyas bajas fueron menores que en los casos citados, pudieran ser liberados a fines de septiembre. En conclusión, si hubiera que resumir lo sucedido durante esta fase de la guerra civil española que hemos definido como la guerra de columnas podría decirse que constituyó la prueba más evidente de la superioridad de las fuerzas regulares frente a las milicias o, lo que es lo mismo, de la calidad con respecto a la cantidad. La marcha de Madrid fue posible porque el Ejército de África era notoriamente superior a las milicias y esta realidad tuvo consecuencias no sólo militares sino políticas, como fue la promoción de Franco a dirigente supremo de su bando. Las milicias, que a veces tenían nombres brillantes, demostraron ser un instrumento de combate ineficaz. Es posible que si Franco hubiera optado por concentrarse en Madrid hubiera podido llegar a conquistarlo, adelantándose a la organización del adversario y a la recepción de la ayuda exterior. Sin embargo, la estrategia de Franco, al dar la orden de socorrer el Alcázar, demostró ser otra: a Kindelán, el responsable de la aviación nacionalista, le dijo que era preciso "llevar al enemigo el convencimiento de que hacemos cuanto nos proponemos". Este planteamiento de modo inevitable alargaba el conflicto que, en adelante, debió recurrir a formas más sofisticadas que la guerra de columnas.