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Llegada la primavera del año 1941, el Reich planeaba en gran secreto la más ambiciosa de sus operaciones, el ataque a la Unión Soviética. Sin embargo, la realización de la misma se vería retrasada por el ataque lanzado contra Yugoslavia y Grecia, que no estaba previsto pero al que le lanzaban una serie de motivaciones de entre las que destacaban dos. En primer lugar, el mantenimiento fuera de todo riesgo de los fundamentales yacimientos petrolíferos rumanos; por otra, el reforzamiento del orden alemán sobre la zona danubiano-balcánica. Los pequeños y débiles países integrantes de este conflictivo espacio eran tradicionales suministradores de materias primas -agrícolas y minerales, sobre todo- a Alemania. Ahora, Hitler había decidido estrechar todavía más los lazos de dependencia existentes forzándoles a adherirse al Pacto Tripartito. Hungría y Rumania primero, y más tarde Bulgaria, no habían tenido más remedio que rendirse a la realidad y ceder, alineándose al mismo vecino de todos ellos, Yugoslavia había tratado de mantener una posición neutral, que por otra parte no hacía sino manifestar su misma imposibilidad. Pero el inicio de la guerra entre Italia y Grecia había posibilitado la presencia en la zona de tropas británicas. A partir de entonces, Hitler no podía ya admitir la posibilidad de que su adversario pudiese acceder a los cercanos campos petrolíferos de los que básicamente se nutría. Aparte de esta perspectiva exterior, el caso yugoslavo presentaba toda una serie de variantes propias, de extrema complejidad y definidas por el carácter múltiple y aún contrapuesto de sus elementos integrantes. En general, los responsables del gobierno del país eran reacios a la adhesión al tratado, ya que observaban los lazos de dependencia que en todos los órdenes ello estaba ya suponiendo para los países vecinos. Durante los primeros días del mes de marzo, todavía Hitler trataba la cuestión utilizando métodos no violentos. Así, había ofrecido al regente Pablo el dominio del puerto de Salónica a cambio de su participación en la guerra del sur al lado de Italia. Pero el regente prefería, por el momento, conservar su precario neutralismo, e incluso llegó a solicitar de Inglaterra el envío de fuerzas al país, tal como se había hecho con respecto a Grecia. Sin embargo, Londres no podía materialmente responder a esta solicitud dadas las dificultades que atravesaba por entonces en todos los planos. Así, Yugoslavia se encontró sola frente al acoso alemán y su gobierno optó por firmar el tratado. El día 25 de marzo se produjo el acto de adhesión, cuyo conocimiento produjo una fuerte reacción negativa en todo el país. La contrapartida que Yugoslavia obtenía a cambio de su alianza con las potencias del Eje era la teórica garantía de que el Reich respetaría en todo momento su soberanía e integridad territorial. Al mismo tiempo, el texto del acuerdo respondía positivamente a las solicitudes que Belgrado había presentado, con respecto a su voluntad de no entrar en guerra ni de permitir el paso de tropas alemanas por su territorio. El hecho de la adhesión serviría, sin embargo, para decidir la acción de grupos de conjurados -jefes militares y políticos de diversa índole- opuestos a todo acuerdo con una Alemania que había mostrado su absoluto desprecio por los tratados que ella misma impulsaba. Así, las operaciones conspiratorias se pusieron en marcha de forma inmediata y, a lo largo de la madrugada del día 27, fueron ocupados los puntos neurálgicos de la capital. Los golpistas pretendían adelantar el momento de acceso al trono del joven Rey Pedro II, todavía legalmente menor de edad. El regente Pablo, al conocer los hechos, trató de huir, pero fue de nuevo conducido a la capital, de donde saldría más tarde para el exilio.
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EI río Mekong es uno de los más grandes del mundo: nace en el altiplano tibetano y a lo largo de casi 4.500 kilómetros atraviesa China, Birmania, Laos, Camboya y Vietnam, para desembocar a través de un gran delta en el Mar de China meridional. El delta del río Mekong, situado en la parte meridional de Vietnam, fue sin duda una de las zonas más peligrosas y cruentas en el escenario de la guerra. Se trata de una zona muy extensa que comprende zonas abiertas, zonas pantanosas, plantaciones de arroz, cañaverales..., todo ello atravesado por innumerables canales, con frecuencia difíciles de navegar y peor aún de controlar. Durante los primeros años sesenta, el Delta era un área con una fortísima presencia de nord-vietnamitas que, aprovechando sus condiciones naturales, lo utilizaban como vía de infiltración y como punto de partida para ataques y emboscadas. Hasta 1965 las operaciones costeras y en el interior del Delta eran competencia exclusiva de las fuerzas sur-vietnamitas; con todo, los resultados que se obtuvieron fueron más bien decepcionantes, debido tanto a la falta de embarcaciones adecuadas como por la adopción de un método operativo nada sistemático. En 1966 se hizo necesario constituir la Mobile Rivering Force (MRF) utilizando personal americano. La MRF, con base en la ciudad fluvial de My Tho, era una unidad de combate móvil dotada de embarcaciones para patrullar los diversos cursos de agua y contrastar la actividad de los nord-vietnamitas. Los medios navales consistían en embarcaciones de proveniencia militar además de un cierto número de balsas provenientes de la población civil convertidas para usos bélicos en áreas fluviales. El armamento estaba formado por ametralladoras Browning calibre 12,7 simples o dobles, ametralladoras M 60, cañones sin retroceso, morteros de 81 milímetros e incluso lanzallamas. Aprovechando la movilidad y la potencia de fuego, apoyados algunas veces por las fuerzas aéreas, la "Rivering Force" consiguió detener las infiltraciones de suministros provenientes, a través del mar, de Vietnam del Norte. Para eliminar la actividad del Vietcong era necesario sobre todo localizar los "santuarios", por lo que se decidió enviar a Vietnam una unidad especial de la U.S. Navy: los SEAL. Los SEAL, unidad formada en 1962, estaban adiestrados para operar en cualquier área geográfica y llevar adelante operaciones no convencionales, estando preparados, entre otras cosas, para ser totalmente autosuficientes en el curso de las acciones bélicas. Los destacamentos, denominados "SEAL teams" estaban formados por unos doscientos hombres que actuaban en pequeños grupos. En Vietnam prestaron servicio los destacamentos "Seal team one" y "Seal team two". Su base principal en la región estaba situada en Nha Be. Aunque fueron destinados sucesivamente a trabajar en numerosas zonas de guerra, el Delta fue uno de sus objetivos principales. Pequeños destacamentos de SEAL, transportados en embarcaciones de la MRF o en helicópteros, comenzaron su actividad colocando puestos de observación a lo largo de las vías fluviales y de los numerosos senderos utilizados por los nord-vietnamitas. Permanecían mimetizados durante algunos días para estudiar los comportamientos del enemigo, su consistencia, la separación de las bases y de sus depósitos. Después, los SEAL comenzaban las acciones de ataque orientadas a eliminar las bases y los depósitos. Otras misiones que desarrollaron las unidades de elite fueron acciones de reconocimiento, la destrucción de bunker enemigos, de acuartelamientos y de fábricas de armas clandestinas. No hay que olvidar además que los SEAL participaron también en numerosas acciones bélicas propiamente dichas. Gracias a la actividad de los SEAL, entre 1967 y 1971, se calcula que la infraestructura nordvietnamita en el Delta cayó de 85.000 hombres a menos de 2.000. Entre los programas especiales en los que participaron recordamos los programas "Icex" y "Phoenix", orientados a la recogida de información en profundidad y a la lucha contra el terrorismo. Los destacamentos SEAL permanecieron en Vietnam hasta 1972; con todo, algunos permanecieron allí hasta la caída de Saigón e incluso algo más, guiando y participando en ulteriores operaciones especiales. El armamento que se entregó en dotación a dichas unidades fue de lo más heterogéneo, ya que sus miembros tenían la posibilidad de usar todo aquello que consideraran idóneo para el éxito de su misión. Un arma que siempre ha distinguido a los SEAL ha sido la ametralladora ligera Stoner M 63 A de calibre 5,56. El proyecto Stoner resultó para aquel tiempo casi revolucionario: alrededor de algunos componentes base, el arma Stoner se podía transformar en fusil, carabina o ametralladora ligera según como se montaran los diferentes martillos, el sistema de alimentación y otros particulares. El modelo más utilizado en combate fue el que asumía la configuración de ametralladora ligera, alimentada mediante un cargador de ciento cincuenta cartuchos de aluminio o de plástico. Se experimentaron además cargadores de distintas capacidades, desde un mínimo de 20 hasta un máximo de 250 cartuchos. El arma necesitaba un mantenimiento bastante cuidadoso, pero en manos de tiradores expertos se reveló una soberbia y fiable ametralladora ligera. La producción del modelo 63 A se limitó a unas 3.600 unidades que estuvieron en dotación en los destacamentos SEAL hasta 1983. La Stoner M 63 A tiene un peso verdaderamente contenido; pesa tan sólo 4,4 kilos. Este hecho hizo que fuera adoptada por muchos miembros de las unidades SEAL, quienes apreciaban también la elevada cadencia de tiro, cercana a 660 disparos por minuto en los encuentros con el enemigo. Otra arma de gran interés es la pistola semiautomática Smith & Wesson Mark 22 modelo o de calibre 9 mm. ParabeIlum. Proyectada para las fuerzas armadas y basada en el modelo 39, disponía de un cañón de 12,5 centímetros de largo con la parte terminal fileteada de forma que se pudiera enroscar un silenciador. Ideada para misiones operativas de las unidades de elite, su utilizaba principalmente para la eliminación de los centinelas y de los perros guardianes enemigos. Utilizando la munición normal, era necesario sustituir las guarniciones del silenciador después de haber realizado casi diez disparos para que dicho silenciador no perdiera la capacidad de reducir el ruido del disparo. Se desarrollaron también municiones con bala más pesada que viajaban a velocidad subsónica, de forma que las guarniciones del silenciador pudieran ser sustituidas cada treinta disparos y que la reducción del ruido fuera mayor. Por medio de esta pistola, los SEAL pudieron acercarse a las bases enemigas, atacar al personal de guardia a una distancia razonable y pasar a la fase principal de asalto. El número de SEAL enviados al sudeste asiático fue muy limitado; tres de ellos recibieron la medalla de honor del Congreso por sus actividades bélicas en Vietnam.
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Hasta la llegada del Africa Korps los ingleses habían batido a los italianos gracias a su mejor equipo y al abastecimiento regular que les permitía su dominio naval. Los alemanes de Rommel contaban con material superior: sus carros montaban mejores cañones; el suministro era más ágil y el transporte de los carros en plataformas les permitían entrar en combate en perfectas condiciones mecánicas después de largas marchas en el desierto. A ello se sumaba la capacidad de Rommel, que desorientaba la observación enemiga moviendo los carros disfrazados de camión o los camiones disfrazados de carro y, de acuerdo con su costumbre, se desplazaba hasta los lugares más remotos para conocer directamente la situación. Incluso adaptó la pieza del 88 antiaéreo al tiro contracarro, con una precisión y capacidad que destruía cualquier tanque enemigo a dos kilómetros, cuyo efecto fue desproporcionado a su pequeño número y, en cada ataque de carros, machacaron a distancia a los británicos. En aquel territorio inhóspito, la guerra sólo era posible con abastecimientos, que llegaban a las bases inglesas por Alejandría y a las italoalemanas por Bengasi. Entre ambos puertos existían otros de menor importancia (Bardia, Sidi Barrani, Marsa Matruch) que permitían acortar las vías de suministro. Pero el único bueno era Tobruk, a 550 kilómetros de Bengasi y a 1.675 de Alejandría, por lo cual, los ingleses no lo abandonaron en mayo de 1941. Los aviones y submarinos británicos con base en Malta, machacaban la ruta entre Sicilia y Libia, hasta el extremo de que, en agosto de 1941, los convoyes italoalemanes perdieron en el mar el 35 por 100 de sus efectivos y, cuatro meses después, las tres cuartas partes. Los ingleses (Auchinleck) aprovecharon la oportunidad para empujar a los alemanes hasta Agheila, más allá de Bengasi. Como respuesta, 25 submarinos alemanes del Atlántico pasaron al Mediterráneo y se lanzaron masivos bombardeos italoalemanes contra Malta. A finales de 1941, habían hundido el portaaviones Ark Royal, el acorazado Barham, dos cruceros, dos submarinos y un destructor ingleses; los torpedos humanos italianos dañaron a los acorazados Queen Elizabeth y Valiant en el puerto de Alejandría y la Royal Navy en la zona quedó reducida a tres cruceros y algunos destructores. En enero de 1942, los convoyes del Eje pasaron, Rommel atacó de nuevo y llegó hasta Gazala; en mayo volvió a la carga y asaltó Tobruck, que los ingleses habían reforzado a través del mar, y tomó Marsa Matruch. A finales de junio, la retirada inglesa se detuvo en El Alemein, sólo a 100 kilómetros de Alejandría, con un flanco apoyado en el Mediterráneo, el otro en la infranqueable depresión de Qattara y aprovisionamiento fácil por la cercanía de las bases de Egipto. En cambio, los pertrechos alemanes llegaban tras a una problemática navegación desde Italia y una larga travesía por el desierto. Malta padeció, en abril de 1942, 5.715 bombardeos aéreos como preparación a un desembarco italoalemán previsto para el mes de mayo; sin embargo, Hitler se desanimó ante los continuos fracasos italianos, renunció al desembarco y optó por rendir Malta por los bombardeos y el hambre. Los ingleses replicaron bombardeando los puertos africanos de Marsa Matruch, Bardia y Tobruk, lo que obligó a desembarcar los suministros de Rommel en Bengasi y hacerles recorrer, a continuación, 1.100 kilómetros de desierto. Mientras al Africa Korps le faltaba la gasolina, desembarcaron en Alejandría 300 carros Sherman y 100 cañones autropropulsados norteamericanos. En agosto de 1942, tomó el mando del VIII Ejército británico el general Montgomery, quién, decidido a explotar la superioridad material que se había conseguido, preparó durante dos meses una gran ofensiva, que esperaba llevar hasta el fondo del despliegue enemigo. La estrategia enfrentaba a Roosevelt y Stalin, partidarios de desembarcar en Francia cuanto antes, con Churchill y el Estado Mayor británico, que pensaban que el desembarco en Francia debía esperar, por lo menos, hasta mediados de 1943 y mantener expeditas las vías de comunicación de la isla; defender la India, el Extremo Oriente, el Mediterráneo y expulsar al Eje del Norte de Africa. El ataque japonés a Pearl Harbour obligó a los ingleses y americanos a ponerse de acuerdo y Roosevelt decidió un desembarco en Casablanca -Operación Antorcha- para el 30 de octubre de 1942. Existía el peligro de que España atacara el flanco de los desembarcados o bien que las tropas francesas de Marruecos se defendieran. Los diplomáticos ingleses trabajaron para tranquilizar al general Franco, mientras los agentes norteamericanos contactaban con los franceses, divididos entre la obediencia a Pétain y la oposición a los alemanes. Franco aceptó las garantías británicas y americanas, pero los servicios secretos aliados trataron torpemente a De Gaulle, no comunicándole la fecha del desembarco. La fuerza de invasión (Eisenhower) estaba constituida por 39.000 hombres dirigidos a Orán, 35.000 a Marruecos y 22.000 hacia Argel. Todos los elementos del desembarco llegaron directamente de los Estados Unidos, excepto un contingente británico que intervino en la operación de Argel. La aparición de los barcos, en la noche del 7 de noviembre, resultó una sorpresa general y el desembarco apenas chocó con algunas resistencias, aunque resultaron hundidos algunos barcos franceses y británicos. Rommel, para evitar que los ingleses completaran su equipamiento, el 30 de agosto había iniciado una nueva ofensiva, en la confianza de recibir combustible, 120 carros, 2.000 vehículos y 100 cañones almacenados en Italia que, no obstante, la Marina y Aviación inglesas se encargaron de hundir. Un error de información condujo la ofensiva alemana a Alain Halfa, donde el Africa Korps se atascó entre los campos de minas y los infranqueables arenales. Falto de material, Rommel no tuvo otro remedio que establecerse en defensiva e inició una vasta operación de minado a fin de contener el ataque británico, que adivinaba próximo. Este se produjo el 23 de octubre, unos días antes del desembarco americano en Marruecos y Argelia. La batalla de El Alemein comenzó por iniciativa de Montgomery, que disponía de 700 aviones, 710 tanques y otros 500 en camino, mientras los alemanes contaban con 120 aviones y 174 tanques y los italianos 200 aviones y 146 tanques de escaso valor militar. Una preparación de 1.200 piezas de artillería machacó los campos de minas y las fortificaciones alemanas de campaña. Le siguió un ataque que contaba con carros americanos Grant, Lee y Sherman y con poderosos Churchill británicos. En doce días, el VIII Ejército sufrió 13.000 bajas, pero hizo 30.000 prisioneros. Hitler reaccionó ante el cambio de situación: el 9 de noviembre de 1942, fuerzas alemanas llegaron a Túnez para oponerse a los americanos y el 11, los alemanes ocuparon el territorio de la Francia metropolitana dependiente de Vichy, aunque Hitler garantizó a Pétain que respetaría su independencia. El 27, cuando los alemanes intentaron penetrar en la base naval de Tolón y apoderarse de la flota francesa, la guarnición lo impidió y el almirante De Laborde incendió los buques. Entre tanto, en las colonias francesas norteafricanas, numerosas unidades y militares individualmente abandonaban la obediencia a Vichy para unirse a los americanos. En el desierto egipcio, el Afrika Korps y los italianos retrocedían hacia Tobruk, Bengasi y Trípoli, empujados por los ingleses.
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La Guerra del Golfo, sucedida en 1990, tiene antecedentes remotos. La derrota del Imperio Otomano durante la I Guerra Mundial dio como resultado la pérdida de algunos de sus ricos y fértiles territorios, que pasaron a estar controlados por las potencias vencedoras. Así, Francia se quedó con los mandatos de Siria y Líbano, mientras que el Reino Unido establecía su control sobre Palestina y el Creciente Fértil, protegiendo el Canal de Suez, cordón umbilical de su Imperio.Las fronteras definitivas, basadas en demarcaciones tribales, quedaron establecidas en la Convención de Uqayr, en 1922. En ella, Arabia Saudí actuó como país independiente, Kuwait vio reconocida su soberanía, pero bajo control británico, mientras que Iraq era simplemente un mandato británico. En dicha Convención se estableció también la existencia de un territorio sin atribuir en forma de rombo, denominado zona neutral, en la frontera entre Iraq, Kuwait y Arabia Saudí. En principio sin interés, la existencia de petróleo en 1990 lo convirtió en uno de los focos del conflicto.Además, Iraq reclamaba tradicionalmente que Kuwait no era sino un más de las provincias de su territorio, pues ambos habían estado unidos históricamente bajo la gobernaduría otomana de Basora. No obstante, ambas reivindicaciones permanecieron en estado latente hasta que la grave situación económica iraquí, tras la guerra con Irán, provocó el deseo de Sadam Hussein de aumentar su cuota de producción de crudo y lograr la condonación de su deuda. Para ello necesitaba presionar a Kuwait y al resto de países de la OPEP, con la amenaza de ocupación del Emirato. La respuesta negativa a sus pretensiones, prevista por Sadam, será la excusa para la invasión del rico territorio de Kuwait por parte de Iraq. Los preparativos de la invasión iraquí comenzaron el de 21 de julio, cuando hizo avanzar 30.000 hombres desde Basora hacia la frontera con el Emirato. Este despliegue fue seguido del avance de tres divisiones acorazadas y cuatro de infantería. A medianoche del 1 de agosto de 1990, los 350 carros de las dos divisiones acorazadas de vanguardia atacaron el puesto fronterizo kuwaití situado junto a la autopista que enlaza la capital del Emirato con su vecino del norte. El Ejército kuwaití sólo pudo organizar alguna resistencia a las puertas de Kuwait City y en al-Jahra, rápidamente superada.Al mismo tiempo que el grueso de los acorazados se dirigía hacia la capital, la artillería iraquí castigó la base aérea de Ali Al Salin, mientras que helicópteros de transporte de tropas desplegaban comandos que tomaron la base aérea de Ahmad Al Jabir y las estratégicas islas de Warbah y Bubiyan. En la capital se producían violentos combates en las calles mientras que una columna de carros iraquí se dirigía a tomar el Aeropuerto. Caída la capital, desde Basora llegaban nuevos refuerzos iraquíes en autobuses con aire acondicionado, al mismo tiempo que se enviaban tres divisiones acorazadas a tomar los campos petrolíferos de Al-Burqan y defender la frontera con Arabia Saudí. La invasión de Kuwait se había producido en poco más de veinticuatro horas. Previendo un contraataque por parte de Arabia Saudí y sus aliados occidentales y árabes, principalmente Estados Unidos, en los meses siguientes Sadam desplegó sus divisiones por todo el Emirato. Así, situó a sus divisiones de infantería a lo largo de la frontera saudí, formando un primer escalón defensivo, al mismo tiempo que ubicaba una reserva acorazada como segundo escalón en la frontera oriental y dejaba a la Guardia Republicana en territorio iraquí como posible refuerzo. Estados Unidos y la coalición que encabezaba, por su parte, realizó un formidable despliegue en la frontera sur del Emirato, al mismo tiempo que formulaba un ultimátum. La falta de respuesta de Sadam precipitó una primera intervención militar, que se inició en la madrugada del 17 de enero de 1991 cuando aviones F-17 invisibles destruyeron los radares iraquíes y cerca de 600 objetivos más. Los ataques se prolongaron durante varias semanas, arrojando 600.000 toneladas de bombas sin apenas resistencia. La aviación iraquí, tras perder algunos aparatos en combate, decidió permanecer en sus refugios antes de emprender la huida hacia el cercano Irán. Cumplida la fecha límite del ultimátum, el 24 de febrero a las 4 de la madrugada se inició la intervención definitiva. El paso previo fue una operación de castigo sobre las posiciones iraquíes, realizada mediante ataques aéreos y bombardeo desde los buques situados en la costa. Simultáneamente, comenzaron las operaciones por tierra. Por la costa, la I y II Divisiones de Marines norteamericanas y la IV Brigada Acorazada británica avanzaron rápidamente en dirección a Kuwait City. El envío de tropas aerotransportadas por detrás de las líneas iraquíes y el avance de las tropas árabes de Kuwait, Arabia Saudí, Egipto, Siria, Omán y Qatar en dirección a Al Jahra envolvió a las cinco divisiones iraquíes que se interponían en su camino, apresándolas o poniéndolas en fuga. Por el centro, en el vértice de la zona neutral, el VII Cuerpo de Ejército Acorazado y un Regimiento de caballería acorazada norteamericanos, con apoyo de la 7? Brigada blindada británica, se pusieron en marcha en dirección a Basora. En su camino, los mil carros de combate pesados y cerca de tres mil blindados ligeros aliados destrozaron a la división Tawalkana iraquí. Un día más tarde, hicieron lo mismo con la división Hammurabi, y el 27 de febrero fue la división acorazada Medina la que cayó ante el avance aliado, ya en las puertas de Basora. En el oeste, los franceses de la agrupación Daguet y el 3er Regimiento norteamericano habían cubierto 160 kilómetros sin hallar resistencia, alcanzando Nasiriya y amenazando con cercar a las tropas iraquíes en el interior del Emirato. Muy cerca del avance francés, 400 helicópteros pesados transportaron a la 101 División norteamericana y establecieron la base Cobra, 90 kilómetros en el interior de Iraq. Su misión es cortar la retirada de las tropas iraquíes hacia Basora.El día 25 de febrero, la guerra está próxima a su fin. Las dos columnas que avanzaban hacia Kuwait City, apoyadas por los paracaidistas de la división Airborn, alcanzan los arrabales de la ciudad. Un día más tarde, las tropas entran en la capital, al tiempo que en la carretera Kuwait-Basora docenas de kilómetros de automóviles, camiones y carros de combate iraquíes tratan de alcanzar la frontera bajo un diluvio de bombas y el ataque de los helicópteros. En su huida, doscientos pozos petrolíferos resultan incendiados. El 27 de febrero, cuando las tropas norteamericanas cercan Basora por el Este como paso previo a la toma de Bagdad, Estados Unidos anuncia el cese de las hostilidades: "Kuwait ha sido liberado". A pesar de todo, a la región aun no había llegado la paz. Aprovechando la debilidad del régimen iraquí, la población chiíta del sur, con el apoyo de múltiples soldados desertores, se rebeló contra Sadam, que hubo de recurrir a las guarniciones del Norte para sofocar la sublevación. Simultáneamente, los kurdos del norte tomaron las armas, pero el regreso de las tropas enviadas al Sur acabó pronto con la rebelión. El castigo al régimen iraquí fue de tipo económico, pues se le impuso un embargo sobre su producción de crudo y fue obligado a aceptar la entrada de observadores de la ONU para supervisar el desarme químico y bacteriológico. En noviembre de 1994 Sadam Hussein tuvo que reconocer a Kuwait, aunque el conflicto aun permanece abierto.
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Fue el resultado de rivalidades históricas. El Imperio sueco, forjado a raíz de los acuerdos de Westfalia, chocaba en su escenario geopolítico con los intereses de Polonia, Rusia, Dinamarca y Brandeburgo, e incluso se había inmiscuido en los asuntos continentales por los compromisos y ventajas adquiridas en el siglo XVII. No sólo intervenía en el área comercial báltica, sino que con su ejército y marina, reorganizados con Carlos XI, presionaba sobre Brandeburgo y manipulaba el equilibrio de poder en perjuicio de Dinamarca por medio de las posesiones de Bremen, Verden y Wismar y la alianza dinástica con el duque de Holstein-Gottorp. Su protagonismo se vio facilitado por la debilidad de Rusia y Polonia, la participación de las potencias marítimas en el Báltico, que obstaculizaban el control danés de los dos lados del Sund, y la rivalidad entre Borbones y Habsburgos. Numerosas coincidencias tuvieron lugar en 1698, preámbulo de la Guerra del Norte. El matrimonio del duque de Holstein-Gottorp con Edvige Sofía, hermana de Carlos XII, crispó a Cristian V de Dinamarca, porque contemplaba impotente el cierre de la frontera sur y aumentaba el peligro de una invasión, y provocó su acercamiento a Pedro I, deseoso de la recuperación de las tierras bálticas y de la apertura de una puerta al mar. Al mismo tiempo, los nobles livones, capitaneados por Patkul, se consideraron agraviados por la reducción -recuperación de las tierras de antigua propiedad real-, aplicada en la provincia y conspiraron para facilitar una irrupción en el territorio. Tales ofertas animaron a Polonia a entrar en la coalición secreta al lado de Rusia y Dinamarca. Augusto II asaltó Livonia con tropas sajonas, pero fueron rechazados por Suecia en Riga gracias a las dotes de estratega y diplomático del monarca. Carlos XII atacó a los daneses y firmó el Tratado de La Haya de 1700 con las potencias marítimas, preocupadas por atraer a Suecia al bando antifrancés, que aportaron contingentes navales para invadir las islas danesas y conseguir la Paz de Travendhal, en agosto de 1700, con el reconocimiento de la plena soberanía del duque Holstein-Gottorp. Después, los suecos realizaron varias operaciones en la costa oriental báltica y hostigaron a rusos y sajones, con la famosa victoria de Narva contra Pedro I. También persiguieron a los ejércitos de Augusto II hasta Polonia, al que depusieron a finales de 1704 y lo sustituyeron por Estanislao Leczinski, perteneciente al bando de partidarios, e impusieron el Tratado de Varsovia., en noviembre de 1705, por el que podían reclutar hombres en Polonia, nutrir con suecos las guarniciones de las fortalezas, cerrar los puertos comerciales, canalizar los intercambios hacia los puertos livones, anular los pactos concertados sin su aprobación, eximir a los comerciantes suecos de aranceles en sus negocios o en los de reciente creación y, por último, ordenar la incorporación del tratado a la legislación polaca para su juramento en las coronaciones. Semejantes vejaciones despertaron el nacionalismo de los partidarios de Augusto II, pero Carlos XII, inesperadamente, entró en el Electorado de Sajonia y le obligó a su renuncia en 1706 por el primer Tratado de Altranstädt, que, además, significaba la ruptura de todos los compromisos exteriores polacos, el reconocimiento del Tratado de Varsovia, y de Leczinski, la entrega de Pakul y la autorización para la invernada militar en Sajonia. Estas actuaciones no representaron el final de la guerra, pues el bando antisueco en Polonia ofreció partes de su territorio a Federico I y a Pedro I. Al comienzo de la invasión de Sajonia, Estocolmo lanzó una red diplomática para que los países de Europa occidental no justificasen la intervención por la intromisión sueca en el Imperio. Se adujo que no habían actuado antes porque la guerra era favorable a los aliados y, por tanto, innecesaria, mientras que ahora Francia obtenía los mejores resultados en los campos de batalla. La excusa tuvo los objetivos previstos y no existió una condena unánime a la entrada sueca en el Electorado. José I Habsburgo se apresuró a firmar con Carlos XII el segundo Tratado de Altranstädt, temeroso de una alianza franco-sueca que reforzase su posición como en la Guerra de los Treinta Años, y confirmó los derechos de las Iglesias protestantes en Sajonia. La inquietud provocada por la Guerra del Norte no sólo llegó a Viena, pues Luis XIV y los aliados aceleraron el envío de emisarios y delegados para ganarse el favor del monarca triunfador. Carlos XII, equivocado en sus predicciones, pensó que disponía de tiempo suficiente para atacar a Pedro I y antes quiso asegurar los logros conseguidos. Sin las tropas auxiliares prusianas prometidas destinadas a Polonia bajo mando sueco, tuvo serias dudas a la hora de la retirada de Sajonia por temor a que Augusto II atacase por la retaguardia cuando estuviese enfrascado en la campaña de Rusia. Por tal motivo, inició negociaciones con las potencias marítimas para el reconocimiento de Estanislao Leczinski, aunque, tras negar los Tratados de Altranstädt, únicamente consiguió la confirmación de Gran Bretaña a cambio de la promesa de neutralidad en la guerra española y ayuda militar a los aliados al término de la empresa contra Pedro I. Por su parte, los holandeses rechazaron la posibilidad de cualquier concesión por el peligro de perder las ventajas comerciales con Rusia. En definitiva, incumplido el objetivo de afianzar sus posiciones, Carlos XII reinició la contienda sin la protección y garantías debidas, tras la pérdida de demasiados meses en territorio polaco y sajón. El rey sueco quiso el rescate de las zonas tomadas en 1700 y la rectificación de las fronteras a favor de Suecia y Polonia. La ruta poco habitual adoptada en la campaña de 1708, atravesando Ucrania para mantener contacto con los cosacos, no asustó al zar, quien propuso conversaciones de paz con la sola condición de conservar la desembocadura del Neva. La importante presencia sueca en los foros internacionales disuadió al resto de los países de cualquier intervención como mediadores. Pedro I, fracasada la vía diplomática, reorganizó su ejército, abandonó el suelo polaco y utilizó la estrategia de la tierra quemada con excelentes resultados. En el verano de 1709, los rusos recibieron la orden de resistir en la plaza de Poltava, desafió buscado por los suecos para fortalecer su posición en Occidente y atraerse a cosacos y turcos. Pero el refuerzo de la fortaleza, la retirada de Carlos XII herido y la desmoralización general de su ejército provocó la rendición de Perevolovna, en julio de 1709, con catastróficas consecuencias: Suecia, desprovista de sus contingentes militares, pasó a un segundo plano en Europa y sólo mantuvo su prestigio en el Báltico; el rey se vio obligado a refugiarse en el Imperio otomano, donde quedó aislado durante años; los cosacos fueron castigados con la pérdida. de sus libertades y sus colonias pasaron a la supervisión de los vaivodas o gobernadores locales; Augusto II, por su renuncia a los derechos sobre Livonia y por la conveniencia estratégica rusa, recuperó la Corona polaca; el ataque conjunto de los daneses a Suecia y Holstein-Gottorp se tradujo en devastaciones y agresiones constantes; la Paz de Travendhal se anuló por la falta de concurso de los países garantes, enfrascados en la Guerra de Sucesión española. Conocida la situación, las potencias marítimas celebraron las Convenciones de La Haya de 1710 para asegurar la neutralidad de las posiciones suecas en el Imperio, único medio de preservar la paz en Alemania y utilizar las tropas sajonas y danesas contra Francia. El resultado fue un antagonismo permanente entre Carlos XII y las potencias marítimas y el consiguiente acercamiento a los Borbones, ratificado con la firma de una alianza en abril de 1715. Las proyectos de contraofensiva se oponían no sólo al acuerdo, sino también a los planteamientos del Consejo de regencia de Estocolmo, mucho más preocupado por los problemas internos, en especial por la crisis económica y por la oportunidad de limitar la autoridad real en favor de la mejora del papel político de la nobleza, que por la anhelada reorganización del ejército pedida por el rey ausente. Nadie supuso que la estancia de Carlos XII en Turquía duraría cuatro años. Obsesionado por la reparación de los efectos de Poltava, intrigó en la corte del sultán Ahmet III contra Pedro I hasta que consiguió la declaración de guerra en 1711. No estaba solo en tales conspiraciones; los hábiles enviados franceses procuraban que continuase la antigua posición de fuerza de los suecos en la Europa septentrional. Los desastres militares rusos, cuyos ejércitos carecían de las ventajas derivadas de las reformas posteriores, apresuraron la firma del Tratado de Pruth, en julio de 1711, donde el Romanov concluía una guerra demasiado prematura con vagas negociaciones, renunciaba a los territorios adquiridos tras Carlowitz y abandonaba la causa de Augusto II de Sajonia. Carlos XII se convirtió, entonces, en un invitado demasiado molesto para la nueva coyuntura diplomática. Ahora, los turcos precisaban el consenso de países hostiles a Estocolmo porque iniciaron la conquista de Morea y una guerra con Venecia. Desde Poltava, el zar había ganado un indiscutible prestigio en los foros internacionales, sobre todo en Oriente, ya que se perfilaba como una gran potencia a la que no se podía olvidar. Después de conversaciones bilaterales, se firmó el Tratado de Adrianopolis, en junio de 1713, por el que se rectificaron las fronteras meridionales rusas hasta el río Orel, al tiempo que se producía la retirada de Polonia, y Augusto II fue reconocido por la Sublime Puerta. El giro político otomano se explicaba por la posesión veneciana de Morea y la presencia constante de su flota, lo que despertaba el temor de una invasión de la capital. Tal situación convirtió a las cuestiones danubianas en secundarias y el inicio de las contiendas sólo era cuestión de tiempo. Efectivamente, en enero de 1715, por una serie de asuntos sin importancia relacionados con las rebeliones montenegrinas, se declaró la guerra para recuperar el ansiado territorio. En septiembre de 1714, Carlos XII, acompañado de sus colaboradores Estanislao Poniatowski y Felipe Orlik, abandonaron el Imperio otomano en dirección a Stralsund para, después, pasar a Suecia. Con el regreso se abrió un período reformista orientado a sentar las bases para recomenzar su proyecto y lograr el expansionismo exterior. De acuerdo con los dictados de su padre, consideró que debía terminar la autonomía administrativa de las provincias y creó un Consejo en Estocolmo que centralizó todos los asuntos; las relaciones internacionales dejaron de ser competencia exclusiva del Consejo real o del Consejo de regencia, en su caso, para pasar a la cancillería, que él dirigiría según los intereses de la Corona, y sin el concurso de los principales nobles; reorganizó la hacienda y se preocupó de la coyuntura económica general, básica para el buen fin de sus proyectadas campañas militares; por ejemplo, aplicó un férreo mercantilismo destinado a la obtención de oro y plata. Las reformas le permitieron disponer de nuevo de un ejército disciplinado, numeroso, bien pagado y magníficamente pertrechado. Como se esperaba, las reivindicaciones de Carlos XII desencadenaron la guerra en 1715. Cualquiera que fuese el resultado del conflicto desestabilizaría el juego de fuerzas en el área septentrional y hasta el derivado de los Tratados de Utrecht-Rasttadt. Suecia podría recuperar su anterior protagonismo, que sólo había ocasionado problemas al resto de los países porque siempre había seguido una política confusa y cambiante, mientras que la sustitución por Rusia también despertaba grandes recelos. Carlos XII, condicionado por las alianzas enemigas, inició conversaciones de acercamiento con Rusia y Gran Bretaña, consideradas otra vía alternativa para sus fines. Fracasó por varias razones: la negativa rusa a la devolución de los puertos de la costa oriental, las pretensiones de Jorge I de ocupar Bremen y Verden, el rechazo de Carlos XII ante cualquier demanda considerada de importancia, la creencia generalizada de todos los participantes en las negociaciones de que podrían conseguir mayores ventajas con un conflicto bélico, el menosprecio danés por la firma de acuerdos que mantuviesen la inestabilidad en la zona y, por último, las conspiraciones de Estocolmo por medio de contactos con Jacobo Estuardo y el zarevich Alexis, que motivaron el recelo de Jorge I y Pedro I, asustados por sus coronas, y la retirada de las reuniones tras comprender que necesitaban campañas victoriosas exteriores para afianzar sus posiciones interior e internacional. Envalentonado por el triunfo de sus reformas internas y la actitud negociadora de los aliados, Carlos XII continuó en 1718 con la campaña de Noruega y murió en el asalto de la plaza de Frederiksten. Con este accidente se truncaban los sueños imperialistas de los suecos, aunque el suceso no significó el final de la contienda porque sus generales, identificados con la causa, intentaron cumplir las órdenes recibidas. La sucesión al trono se planteaba como un asunto complicado por las aspiraciones de Federico de Hesse, casado con Ulrica Eleonora, y su sobrino Carlos Federico de Holstein-Gottorp. Federico de Hesse se convirtió en Federico I a costa del régimen absolutista defendido desde el Seiscientos, si bien siguió la política exterior carolina y se afianzó en la idea de no renunciar a nada antes de disponer de auténticas garantías. A pesar de todo, la desesperada situación sueca se salvó gracias al temor despertado por la presencia rusa en el Imperio y Polonia y a la necesidad de preservar el equilibrio báltico. Gran Bretaña y Francia dirigieron las conversaciones diplomáticas ante las inminentes victorias rusas, que cuajaron en los Tratados de Estocolmo y Frederiksborg, de 1719 y 1720, compuestos por múltiples cláusulas, aunque los principales acuerdos significaron los traspasos de Bremen y Verden a Hannover, Stettin a Prusia y ciertas partes de Holstein-Gottorp a Dinamarca. Curiosamente, el personaje que había iniciado la Gran Guerra del Norte, Augusto II, perdía Livonia y no estaba incluido en las discusiones.
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Durante los años de la Pentecontecia, en Atenas, el desarrollo de la democracia ha corrido paralelo al desarrollo del imperio y, por tanto, a la creación de relaciones conflictivas entre las ciudades. Gracias al imperio, era posible la concordia interna en Atenas, con más o menos altibajos a lo largo de todo el período, pero estabilizada a partir de la desaparición de Tucídides de Melesias, sólo alterada desde entonces por las acusaciones dirigidas contra los colaboradores del llamado círculo de Pericles, cuando ya empezaban a deteriorarse las relaciones a todas las escalas. Cuando el demos actuaba en el exterior, en cambio, ejercía la sumisión y la violencia, aunque al mismo tiempo fuera capaz de obtener el apoyo del demos de las ciudades aliadas. En éstas de hecho no era posible el mismo tipo de concordia, pues el phoros recaía sobre los ricos, que trataban de liberarse de él enfrentándose al demos propio y al de los atenienses. El imperio creaba conflictos entre Atenas y los demás, pero también entre las otras ciudades y entre los miembros de las mismas. Dentro de Atenas, los thetes habían llegado a ser libres, tanto jurídica como económicamente, pero en terreno político seguía a un hegemón, a un ciudadano capaz de poner en práctica sus decisiones y de orientarlos. Fue Pericles el hegemón por antonomasia. Ello daba, de todos modos, a la democracia un sentido especial, en que convivía la concordia entre masa e individuo con la violencia subyacente a la admisión de que existe la hegemonía como tal, de un hombre sobre la masa, de Atenas sobre el imperio. La concordia era, al mismo tiempo, germen de violencia. Finalmente, la tendencia de las ciudades a controlar hegemónicamente el mundo circundante no acaba en la obtención del imperio para Atenas, pues ésta la obligaba a mantener relaciones competitivas con los demás, por rivalidades territoriales y control de los cambios. Para los demás, por otro lado, significaba la imposibilidad de admitir el predominio ateniense, obstáculo notable para el desarrollo territorial y marítimo de ciudades como Corinto, empeñada en nuevas fundaciones coloniales y en los tráficos navales. Por ello, Tucídides, al inicio de su narración, piensa que la causa más verdadera de la guerra estaba en el miedo que Atenas proporcionaba a todos los griegos.
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Durante la época del Directorio, Inglaterra y Austria continuaron la guerra. El ejército francés había disminuido sus efectivos hasta dejarlos en la tercera parte de lo que había sido en 1794-95, y además estaba falto de víveres y de armamento. No obstante se preparó la campaña de 1796 con el objetivo de asegurar la posesión de la orilla izquierda del Rin. Para ello se dispusieron cinco ejércitos: Sambre y Mosa (Jourdan), Rin y Mosela (Moreau), Alpes (Kellermann), Italia (Bonaparte) e Inglaterra e Irlanda (Hoche). En realidad, el plan preparado por Carnot consistía en centrar el esfuerzo principal en el ejército de Moreau y dejar a los demás que realizasen operaciones de diversión. Bonaparte fue el primero en atacar en Italia y consiguió una serie de brillantes victorias sobre los austriacos: Montenotte y Dego, el 12 y 14 de abril de 1796, y contra los sardos Millesimo y Mondovi, el 13 y 21 de abril de 1796. Obligó a estos últimos a firmar el armisticio de Cherasco el 28 de abril y mediante el tratado de París del 15 de mayo consiguió que cediesen a Francia Saboya y los condados de Niza, Tende y Beuil. Sin el menor descanso, Bonaparte se apoderó de Milán después de la batalla de Lodi, pero los austriacos se hicieron fuertes en Mantua y detuvieron su avance.La ofensiva en territorio alemán no fue tan contundente. Aunque los ejércitos de Jourdan y Moreau tomaron Munich y Frankfurt, respectivamente, no consiguieron completar una operación de tenaza que tenía prevista la conjunción de ambos. Así pues, se vieron obligados a retroceder sobre el Rin (septiembre-octubre 1796). La renuncia al desembarco en Irlanda, permitió al general Hoche acudir a Alemania para sustituir a Jourdan en el mando del ejército del Sambre y Mosa. Su avance por Alemania del sur culminó con la victoria de Neuwied, el 18 de abril de 1797.Bonaparte, después de deshacer varios intentos de socorrer a Mantua, pudo finalmente tomar la ciudad italiana el 17 de enero de 1797, lo que le abría el camino hacia Viena. Austria fue obligada a firmar el armisticio de Leoben (18 de abril de 1797). La paz se retrasó unos meses porque los ejércitos franceses en Austria no habían efectuado un avance tan decisivo por tierras austríacas, pero el 17 de octubre de 1797 se firmó el Tratado de Campo Formio. Austria cedía Bélgica a Francia, reconocía la creación de la República Cisalpina en el norte de Italia, pero conservaba Venecia -aunque las Islas Jónicas que le pertenecían pasaban a Francia-, y todos sus territorios en Italia y en el Adriático. Sin embargo, en cuánto a los territorios situados en la margen izquierda del Rin se aplazaba su discusión hasta el Congreso de Rastadt.Con el tratado de Campo Formio terminaba el conflicto en el continente europeo, pero Francia continuó la guerra con Inglaterra. Bonaparte fue recibido en Francia como un triunfador, cuando regresó en diciembre de 1797. En la campaña de Italia se había revelado como un extraordinario estratega de la guerra y como un magnífico diplomático en las negociaciones del tratado de paz. Además, sus éxitos en el campo de batalla habían permitido no solamente derrotar al enemigo, sino consolidar la política del Directorio en el interior y la realización del golpe de Estado del 18 de Fructidor contra los realistas. Sólo quedaba el obstáculo de Inglaterra, cuya hostilidad resultaba peligrosa, especialmente en el mar, ya que podía imponer un bloqueo y hostigar las costas, y por la financiación de las intrigas realistas y de los propósitos de los enemigos en el continente. Desechada por Napoleón la idea de un desembarco en las Islas a causa de la inferioridad del ejército francés en el mar, había concebido el proyecto de organizar una expedición a Egipto para aislar a los ingleses de la India y de sus otras posesiones orientales. Aunque no está del todo claro si la idea fue de Napoleón o de Talleyrand, lo cierto es que todos la aceptaron con entusiasmo, incluido el Directorio, que veía con alivio el alejamiento de un posible candidato a las funciones de director.La expedición a Egipto se preparó con rapidez y sigilo. A mediados de mayo de 1798 ya estaba dispuesta una flota de más de 300 navíos y 54.000 hombres. A ella se había sumado también una misión de estudios compuesta por unos 200 especialistas, escribanos y artistas que iban a crear una nueva ciencia: la Egiptología. Inglaterra no tenía claro si Napoleón pretendía desembarcar en Portugal, en Inglaterra o simplemente en Nápoles. Por eso se conformó con cerrar el estrecho de Gibraltar mediante el envío de una flota al mando del almirante Jarvis. En el mes de junio, la expedición francesa tomó la isla de Malta y el 1 de julio desembarcó en Alejandría, venciendo a los mamelucos que constituían una casta militar que había dominado en Egipto desde el siglo XVIII. Napoleón entró en El Cairo el 23 de julio. Sin embargo, la rápida conquista de Egipto iba a verse complicada por la acción de los ingleses, quienes por medio de una escuadra destacada en el Mediterráneo al mando del almirante Nelson, destruyeron completamente en la rada de Aboukir a la flota francesa del almirante Brueys destinada a proteger el desembarco de los expedicionarios franceses. El 1 de agosto de 1798 Napoleón veía cortado así su camino de regreso a Francia y quedaba bloqueado en el territorio africano que acababa de conquistar.Napoleón intentó atacar Siria para evitar el peligro de una contraofensiva turca apoyada por los ingleses, pero el desierto y la peste provocaron la criba en un ejército que ya se había visto reducido como consecuencia de la necesidad de dejar algunas guarniciones en territorio egipcio. Después de algunos éxitos (Nazareth, Canáa, Monte Tabor), los franceses fracasaron delante de San Juan de Acre el 15 dé mayo de 1799. Bonaparte se vio obligado a regresar al El Cairo justo a tiempo de rechazar un ejército turco que había desembarcado en Aboukir (25 de julio). Dos meses más tarde, Napoleón dejaba el mando en Egipto al general Kléber y volvía secretamente a Francia donde desembarcó el 9 de octubre. Si Napoleón había demostrado en la campaña de Italia su genio militar y diplomático, en la expedición de Egipto puso de manifiesto sus dotes de organizador, al dejar iniciadas en aquel país una serie de reformas administrativas, urbanísticas y económicas de notable importancia.La aventura de Egipto provocó reacciones en Europa e Inglaterra se apresuró a renovar la coalición. Ya antes de que Napoleón hubiese salido para Egipto, sus tropas habían alentado sendas revoluciones en Suiza y en los Estados pontificios, de tal manera que en la primera se había formado una república unitaria, con la excepción de Mulhouse y Ginebra que habían quedado incorporadas a Francia, y en Roma se había proclamado también una república, siendo desterrado el Pontífice a la Toscana.A partir de marzo de 1799 el Directorio se vio obligado a hacer frente a una Segunda Coalición contra la Gran Nación y sus ansias de expansión territorial, política y económica. Los soberanos europeos se sentían más amenazados que nunca y adoptaron una actitud francamente reaccionaria, liquidando cualquier tipo de programa reformista. Incluso en Inglaterra, el gobierno de W. Pitt adoptó una serie de medidas tendentes a restringir algunas de las libertades tradicionales, como era la del derecho de reunión.De esta manera, Nápoles, Austria y Rusia, volvieron a emprender la guerra al lado de Inglaterra y de Turquía. El plan de ofensiva del ejército francés era muy similar al de 1796: los ejércitos de Jourdan en el Danubio, de Masséna en Suiza y de Schérer en Italia, iniciaron un movimiento para converger sobre Viena. Sin embargo, en esta ocasión fueron frenados por los austriacos y los rusos y sólo Masséna pudo vencer a los rusos en Zurich el 4 de junio de 1799. Los países coaligados trataron de fomentar las revueltas en las repúblicas creadas por Francia y coordinarlas con la ofensiva de sus ejércitos, pero si bien consiguieron provocar algunos levantamientos en Italia, no pudieron poner en peligro a Francia. La llegada de Napoleón desde Egipto y el golpe del 18 de Brumario iban a restablecer el orden en el interior y el prestigio en el exterior.
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África fue, sin duda, un teatro de operaciones secundario durante la Segunda Guerra Mundial, pero tiene diversos polos de indudable interés: que el Eje llegó a soñar con cerrar el Canal de Suez y alcanzar los pozos de petróleo de Arabia y Persia, que en Berlín se llegó a pensar durante algunos instantes que la victoria de Rommel permitiría atacar a la URSS por el Cáucaso, que allí se decidió el destino de Italia, que en las colonias francesas se materializará la Francia Libre y, sobre todo, que allí llegarán los norteamericanos y que desde allí se asaltará la fortaleza continental nazi. Aunque las acciones militares comienzan en 1940 y terminan a principios de 1943, hemos concentrado toda la guerra Áfricana en este punto, para no repartir en tres volúmenes una guerra que, en general, fue muy localizada: la fachada mediterránea. El primer artículo reconstruye las dispersas acciones por todo el continente, deteniéndose especialmente en el África Oriental Italiana. El segundo narra las peripecias del Eje y de los Aliados en la batalla de Libia-Egipto, concluyendo en el Alemein. El tercero es un episodio con presencia española: el asedio de Bir Hakeim y el cuarto y último, trata de Torch: el desembarco aliado en Marruecos y Argelia y su victoria final en Túnez sobre alemanes e italianos.
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Japón había decidido ocupar la Birmania británica para proteger su retaguardia en China, mantener expedita la llamada ruta de Birmania o de China -la carretera que unía la India británica con el sur de China-, y apoderarse del petróleo y arroz birmanos. Si esto tenía lógica, la ocupación iba a aumentar la dispersión de las fuerzas japonesas y la extensión de sus líneas de suministros. Asimismo, podía tener consecuencias imprevistas, debido a la probable reacción aliada, en un área próxima a la joya de la Corona británica, India. Por otro lado, los japoneses esperaban que birmanos e indios se levantasen contra sus dominadores coloniales. La campaña de Birmania había sido preparada por Tokio durante años y los contactos con los nacionalistas locales o los hindúes eran anteriores a la guerra: agentes japoneses habían llegado ya a este país, entre ellos el dinámico general Suzuki, organizador de la colaboración política y militar con Birmania. Birmania dependía militarmente de la India. Los británicos nunca pensaron que pudiera ser atacada, y para ellos mismos era una zona estratégica secundaria. Su geografía, además, solía considerarse una garantía contra veleidades de este tipo: el suelo era muy montañoso, con grandes ríos que eran casi las únicas vías de comunicación en este país sin carreteras ni ferrocarriles. Los obstáculos naturales serían, según el dogma militar británico, suficientes para desanimar a un enemigo, y los tanques, otro dogma, no podrían cruzar los bosques tropicales. Muy malas eran también las comunicaciones entre Birmania y la India, de las que sus dominadores apenas se habían ocupado, y si esto era un inconveniente para un invasor, lo era también para quien quisiese defender Birmania, dificultando aún más los ya difíciles movimientos de tropas en un país quebrado y boscoso. Las fuerzas británicas (metropolitanos -pocos-, indios, gurkhas, etc.) tenían escaso entrenamiento, escaso armamento, su moral era sólo mediana, no disponían de suficientes vehículos ni carros de combate, y mucho menos, de aviación. Estaba prevista la ayuda del Ejército regular chino -del Gobierno de Chiang Kai-chek-, en la frontera del norte. Los británicos se quejaban, ingenuamente, de que los birmanos no los querían y les ponían trabas; no podrán ni siquiera imaginar la amplitud que va a tomar la adhesión birmana a los liberadores japoneses. En zonas periféricas de Birmania, pobladas por etnias no birmanas y tradicionalmente hostiles al predominio político birmano, como los chin (oeste), karen (centro-este), kachin (norte), shan (norte), etc., los británicos, con la ayuda de antropólogos, habían formado unidades irregulares con miembros de estas etnias, muy probritánicas, que resultarán muy eficaces. En el norte, finalmente, pagados por los chinos en una primera etapa, operarían pilotos y soldados estadounidenses, como veremos.
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Un factor de radicalización de estos acontecimientos había sido la presión exterior proveniente de las otras naciones europeas, que presenciaban con recelo lo que estaba ocurriendo en Francia. En efecto, el triunfo de la Revolución dio lugar a un proceso de expansión de sus principios por toda Europa. La actitud de cada país ante el movimiento revolucionario fue, no obstante, distinta según sus respectivas características políticas, sociales y económicas. En Inglaterra, por ejemplo, la participación que la burguesía tenía ya en el gobierno, los cambios políticos que se habían producido en el siglo XVII y su sistema fiscal, evitaron una repercusión directa de los acontecimientos que se estaban desarrollando en Francia. En España, Polonia o Austria, por el contrario, las reformas impulsadas desde el poder para modernizar esos países con el apoyo de la burguesía, se paralizaron ante el temor de un estallido revolucionario. No obstante, ya era tarde para detener ese proceso y no pudo evitarse que, antes o después, se corriese la llama revolucionaria por todos ellos.Sin embargo, la primera reacción de estas naciones contra la Revolución vino determinada por la presión de los aristócratas franceses emigrados, y especialmente por el conde de Artois, hermano de Luis XVI. También el monarca francés mantuvo contactos con los soberanos de otros países para organizar una intervención en Francia. No obstante, hubo al principio una actitud generalizada un tanto reacia a la intervención, incluso en aquellos de los que más podía esperarse una actitud de apoyo a la Corona francesa, como era el caso de José II de Austria, hermano de María Antonieta. A pesar de todo, a raíz de la huida del monarca francés a Varennes, Leopoldo II, sucesor de José II, y Federico Guillermo de Prusia firmaron el Tratado de Pillnitz (27 de agosto de 1791) por el que se comprometían a intervenir a favor de los reyes de Francia, siempre que así lo hiciesen también los monarcas de otras naciones europeas. La razón de este cambio de actitud no estaba dictada tanto por el peligro que pudiesen correr Luis XVI y su esposa, sino por las nuevas ideas en materia de Derecho internacional público que emanaban de la Revolución. La afirmación del derecho de los pueblos como depositarios de la soberanía, afectaba directamente a los intereses de estos monarcas. Por ejemplo, en Alsacia o en Aviñón, donde había intereses señoriales de los príncipes alemanes y del papado, sus respectivas asambleas decidieron anexionarse a Francia.El 1 de marzo de 1792 murió Leopoldo II y su sucesor Francisco II se convirtió en el defensor de los derechos de la legitimidad monárquica frente al derecho de los pueblos de decidir por sí mismos su destino y en paladín de los derechos feudales. La guerra parecía inevitable, pero en Francia no había unanimidad de criterio. En efecto, en marzo de 1792 los girondinos, con Dumouriez a la cabeza, estaban en el poder. Ellos eran partidarios de la guerra puesto que esperaban que por medio de ella los principios revolucionarios podrían "extenderse a todo el universo" y además esperaban también eliminar en el interior las tendencias contrarrevolucionarias. Por el contrario, Robespierre y los jacobinos creían que antes de propagar la Revolución fuera de Francia había que profundizar en ella en el interior del país y liquidar la contrarrevolución. Por su parte, la Corte, en la que el rey se encontraba muy aislado, sobre todo después de la muerte de Mirabeau (2 de agosto de 1791), estaba dispuesta a practicar la política del desastre porque en ella veía la única posibilidad de salvación. De esta forma, Luis XVI se mostraba favorable a la guerra, mientras que La Fayette y los fuldenses estaban convencidos de que era la forma de que el nuevo régimen se viese consolidado. Así pues, el 20 de abril de 1792 la Asamblea declaró casi por unanimidad la guerra al rey de Bohemia y Hungría, esperando con esta sutileza que Francisco II, que era también emperador del Sacro Imperio, arrastrase a éste al conflicto. Sin embargo, la guerra se generalizó, ya que Prusia hizo causa común con Austria.La guerra, como nos ha recordado J. Godechot, modificó profundamente el sistema e incluso el sentido de la Revolución. Este historiador llega incluso a afirmar que la guerra implicó una segunda revolución. Hasta entonces, la Revolución apenas había producido violencia, salvo algunos asesinatos producto de las grandes emociones populares de julio y octubre de 1789. Hasta entonces, la Revolución había sido más liberal que igualitaria y solamente el clero había sufrido las expoliaciones que, por otra parte, tampoco se diferenciaban mucho de la práctica que se estaba llevando entonces en otros países. Además, el clero estaba recibiendo unas compensaciones regulares que en la mayor parte de las ocasiones superaban hasta cuatro veces la parte congrua del Antiguo Régimen. De la misma forma, los que detentaban derechos feudales debían recibir, como especificaba la declaración de los Derechos del hombre, una justa indemnización. La guerra, sin embargo, iba a cambiarlo todo.Los primeros enfrentamientos, que tuvieron lugar en la frontera del Norte, fueron desfavorables a las tropas francesas. El ejército revolucionario, con poca disciplina y falto de cohesión, no era capaz de hacer frente con eficacia a los soldados enemigos. No obstante, para la opinión francesa la culpa de estas primeras derrotas había que buscarla en la traición de los oficiales nobles y de la corte que informaban a los soberanos extranjeros de los movimientos y de los planes que iban a llevarse a cabo. Algo de cierto había en esta acusación, ya que María Antonieta había suministrado ciertas informaciones al embajador austríaco que pudieron tener alguna repercusión en el resultado de estos primeros enfrentamientos. A partir de ahí, se desarrolló la idea de un gran complot en el que la nobleza, la corte y los sacerdotes refractarios estarían maniobrando para acabar con la Revolución con la ayuda de las potencias extranjeras.Las manifestaciones de descontento entre las clases populares se extendieron por los barrios de la capital al son de la canción revolucionaria Ça- ira. El miedo cundió en París y bajo una fuerte presión, la Asamblea votó tres decretos. El primero de ellos el 27 de mayo y por él se establecía la deportación de los curas refractarios; el segundo, el 29 de mayo, decretaba el licenciamiento de la guardia real; y por último, el 6 de junio, se promulgaba el tercer decreto mediante el cual se movilizaba a 20.000 hombres de la Guardia Nacional de las provincias, federados entre ellos, que deberían reunirse en Soissons para proceder a la defensa de París. El rey se negó a sancionar los dos últimos decretos y el ministerio girondino se vio obligado a dimitir, dando paso a uno nuevo integrado por elementos fuldenses. El 20 de junio las secciones parisienses organizaron una manifestación ante las Tullerías para protestar contra el veto real y la Guardia Nacional, dividida, no fue capaz de contener a las masas. El palacio fue invadido y el rey fue obligado a colocarse el gorro frigio de los sans-culottes y a brindar por la salud de la nación. Sin embargo, se negó a sancionar los decretos.El asalto a las Tullerías había causado la indignación de muchos franceses. Numerosos departamentos y muchos cuerpos constituidos enviaron su protesta por lo que estimaban una grave ofensa al rey y a la Constitución. En la misma capital se recogieron rápidamente 20.000 firmas en el mismo sentido. El alcalde de París, Petion, fue obligado a dimitir por no haber sabido evitar el asalto, aunque fue repuesto más tarde. El 28 de junio el mismo La Fayette reclamó en la Asamblea en nombre del ejército mejores medidas para someter a los facciosos y propuso la disolución de los clubs. Pero la Asamblea se hallaba muy dividida y un intento de unión nacional el 7 de junio, conocido como el beso Lamourette, no pudo sostenerse durante mucho tiempo. Los jacobinos, con el apoyo cada vez más decidido de los girondinos y de aquellos que propugnaban una política más radical, prepararon una jornada contra el veto real para la que contaban con los federados que comenzaron a llegar a París. Pero las noticias que llegaban sobre el curso de la guerra eran cada vez peores y el día 11 de julio la Asamblea decretó que la Patria está en peligro, lo que acabó por soliviantar a las masas. El día 14 se celebró la Fiesta de la Federación en la que participaron los federados y el propio rey, a pesar de que éste no había levantado el veto sobre el decreto que los autorizaba. Después de las ceremonias, la mayor parte de los batallones de los federados permaneció en la capital y otros vinieron a unírseles entonces, entre ellos los marselleses con su "Canto de guerra del ejército del Rin", compuesto por Rouget de L´Isle y que fue rebautizado como La Marsellesa.En este clima se dio a conocer en París el 1 de agosto el manifiesto del duque de Brunswick, comandante del ejército austro-prusiano, en el que amenazaba a los parisienses con brutales represalias si se ultrajaba de nuevo al rey. Esa torpe maniobra de intimidación no hizo más que exacerbar los ánimos revolucionarios y facilitar los planes de los republicanos. El 10 de agosto las masas, que -como advierten Furet y Richet no eran la hez del pueblo sino que integraban a muchos burgueses de provincias-, se apoderaron del Ayuntamiento y formaron una Comuna rebelde. A continuación volvieron a asaltar el palacio de las Tullerías tras un duro combate con la guardia suiza que lo defendía. La familia real no tuvo más remedio que refugiarse en la Asamblea para escapar a la matanza de las turbas que se lanzaron a destruir todo aquello que simbolizase la soberanía real. La Asamblea, aunque en aquellos momentos reunía sólo a un tercio de los diputados, decretó la suspensión del rey hasta la reunión de una Convención Nacional que debía ser elegida por sufragio universal. El monarca y su familia fueron entregados al Ayuntamiento que los encerró en la torre del Temple.La jornada del 10 de agosto señala el fin de la primera fase de la Revolución francesa. El compromiso mantenido difícilmente durante tres años entre la Monarquía, la burguesía y el constitucionalismo jurídico, entre el rey, la Ley y la Nación, había fracasado. Los elementos moderados habían agotado su papel y el poder estaba ahora en la calle y eran los clubs y las secciones los que iban a tomar la voz cantante en la marcha de la Revolución.