Medio siglo después de su estallido hoy, cuando ya es accesible una parte de los archivos soviéticos, se conoce mucho mejor el origen de una guerra como la de Corea que pudo producir una conflagración mundial. A diferencia de la de Vietnam, la de Corea ha quedado desdibujada en el recuerdo, no produjo una profunda conmoción moral en Estados Unidos y carece del monumento conmemorativo que aquélla tiene en Washington D.C. Los espectadores de la serie televisiva M.A.S.H., ambientada en ella, a menudo pensaron que se refería al otro conflicto. Pero hubiera sido inconcebible que una alusión a Vietnam se hiciera en tales términos humorísticos. Para comprender lo sucedido en Corea, es necesario recordar que en torno a 1948 el mundo había quedado dividido en dos, debido a la guerra fría. Lo que habían previsto los aliados acerca de Corea era la desaparición de la colonización japonesa y una cierta tutela internacional durante algún tiempo. En esta península asiática, la ocupación por parte de dos aliados -la URSS y los Estados Unidos- con sistemas de organización social y política tan diferentes tuvo como consecuencia una delimitación de las respectivas áreas de influencia en el paralelo 38. Al igual que Alemania, Corea quedó así dividida en dos partes. En el verano de 1947, los norteamericanos llevaron la cuestión coreana a la ONU, que decidió la formación de un Gobierno provisional después de la celebración de unas elecciones en la totalidad del territorio. Pero éstas sólo se celebraron en el Sur, dando la victoria a Syngman Rhee, mientras que en el Norte una Asamblea con supuestos representantes del Sur decidía, poco después, la proclamación de la República Popular de Corea. A fines de 1948, los soviéticos retiraron sus fuerzas de ocupación e inmediatamente después lo hicieron los norteamericanos. Quedaron, así, enfrentadas dos Coreas. La del Norte fue un Estado muy militarizado, que se apoyaba en fuertes sentimientos nacionalistas. En cuanto a la del Sur, Rhee, que había vivido durante largo tiempo en Estados Unidos y parte de cuyos colaboradores lo habían sido también de los japoneses, fue un gobernante autoritario que propició una vida política escasamente democratizada. No tuvo inconveniente, por ejemplo, en ordenar la prisión de parlamentarios. El temor en el Sur a una intervención comunista parece que era escasa, a diferencia de lo que por entonces sucedía en Alemania. Sin embargo, el Ejército surcoreano estaba poco preparado desde el punto de vista material, mientras que las unidades norteamericanas más próximas -las estacionadas en Japón- sólo disponían de munición para 45 días de combate. En este panorama estalló un conflicto que fue la primera y la única ocasión en que, tras la Segunda Guerra Mundial, se enfrentaron las dos superpotencias y en el que se corrió el peligro, si bien remoto, de que fuera empleada el arma nuclear. Contrariamente a lo sucedido en otros acontecimientos parecidos producidos en Asia, relacionados con la descolonización, en éste puede decirse que la guerra fría fue la causante única de lo que aconteció. Sin la menor duda, la responsabilidad les correspondió a los soviéticos. Es cierto que Rhee siempre fue partidario de la unificación y en estos momentos hablaba de "una marcha hacia el Norte". Pero, así como él no pudo imponer su solución a los norteamericanos, el oportunismo de Stalin, capaz de tantear cualquier signo de posible debilidad norteamericana, le hizo dejarse convencer por Kim-Il Sung, el líder comunista norcoreano. No estuvo, sin embargo, dispuesto a intervenir por sí mismo, sino que se sirvió de Mao. El error de los norteamericanos fue haber aparentado no tener tanto interés en Corea: no dejaron allí tanques pretextando que la orografía no permitía emplearlos e incluso disminuyeron a la mitad la ayuda económica solicitada. El secretario de Estado norteamericano, Acheson, cometió la gran equivocación de considerar en público a Corea fuera del perímetro defendible por su país y de este modo pudo crear expectativas en Stalin.
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Hace cincuenta años, en la madrugada del domingo 25 de junio de 1950, una llamada telefónica despertó a Douglas Mac Arthur, comandante en jefe de las fuerzas norteamericanas en el Pacífico, en su residencia de la Embajada norteamericana en Tokio. Malhumorado, recibió un mensaje del oficial de servicio en el Cuartel General de las fuerzas estadounidenses en el Japón, en el que se advertía gran nerviosismo: "Señor: acabamos de recibir noticias de Seúl. A las 4,00 de esta madrugada fuertes contingentes norcoreanos han cruzado el paralelo 38". Mac Arthur -general de cinco estrellas, vencedor mítico de Japón en la Segunda Guerra Mundial, el militar más conocido, admirado y condecorado del Ejército de Estados Unidos- comenta en sus Memorias: "Sentí como un escalofrío. Nueve años antes, el 7 de diciembre de 1941, también domingo, otra llamada me anunció el ataque japonés a Pearl Harbour, y ahora nuevamente escuchaba el son de guerra. No puede ser -me dije-. Tal vez sea sólo una falsa alarma. Corea del Sur, más abajo del paralelo 38, disponía de cuatro Divisiones, integradas por hombres valerosos y fieles a su patria. Sólo tenían armas ligeras, sin aviación ni barcos de guerra, muy pocos carros y otros medios de combate. El hecho era que una fuerza de policía -no pasaba de ser eso- instruida por nosotros, con algo más que fusiles, se hallaba frente al Ejército norcoreano, adiestrado por los soviéticos y dotado de armas modernas. Los soviéticos lograron disimular muy bien sus intenciones ofensivas. A lo largo del paralelo 38 desplegaron varias unidades con unos pocos carros de combate, una fuerza similar a la sudcoreana. Pero más atrás tenían concentradas poderosas unidades con armas pesadas, entre ellas los más recientes modelos de carros de combate soviéticos. En primer lugar, las tropas ligeras cruzaron la línea divisoria y se desplegaron a derecha e izquierda. Luego, por el centro, avanzó el grueso de las fuerzas con las armas pesadas".
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Medio siglo después de su estallido hoy, cuando ya es accesible una parte de los archivos soviéticos, se conoce mucho mejor el origen de una guerra como la de Corea que pudo producir una conflagración mundial. A diferencia de la de Vietnam, la de Corea ha quedado desdibujada en el recuerdo, no produjo una profunda conmoción moral en Estados Unidos y carece del monumento conmemorativo que aquélla tiene en Washington D.C. Los espectadores de la serie televisiva M.A.S.H., ambientada en ella, a menudo pensaron que se refería al otro conflicto. Pero hubiera sido inconcebible que una alusión a Vietnam se hiciera en tales términos humorísticos. Para comprender lo sucedido en Corea, es necesario recordar que en torno a 1948 el mundo había quedado dividido en dos, debido a la guerra fría. Lo que habían previsto los aliados acerca de Corea era la desaparición de la colonización japonesa y una cierta tutela internacional durante algún tiempo. En esta península asiática, la ocupación por parte de dos aliados -la URSS y los Estados Unidos- con sistemas de organización social y política tan diferentes tuvo como consecuencia una delimitación de las respectivas áreas de influencia en el paralelo 38. Al igual que Alemania, Corea quedó así dividida en dos partes. En el verano de 1947, los norteamericanos llevaron la cuestión coreana a la ONU, que decidió la formación de un Gobierno provisional después de la celebración de unas elecciones en la totalidad del territorio. Pero éstas sólo se celebraron en el Sur, dando la victoria a Syngman Rhee, mientras que en el Norte una Asamblea con supuestos representantes del Sur decidía, poco después, la proclamación de la República Popular de Corea. A fines de 1948, los soviéticos retiraron sus fuerzas de ocupación e inmediatamente después lo hicieron los norteamericanos. Quedaron, así, enfrentadas dos Coreas. La del Norte fue un Estado muy militarizado, que se apoyaba en fuertes sentimientos nacionalistas. En cuanto a la del Sur, Rhee, que había vivido durante largo tiempo en Estados Unidos y parte de cuyos colaboradores lo habían sido también de los japoneses, fue un gobernante autoritario que propició una vida política escasamente democratizada. No tuvo inconveniente, por ejemplo, en ordenar la prisión de parlamentarios. El temor en el Sur a una intervención comunista parece que era escasa, a diferencia de lo que por entonces sucedía en Alemania. Sin embargo, el Ejército surcoreano estaba poco preparado desde el punto de vista material, mientras que las unidades norteamericanas más próximas -las estacionadas en Japón- sólo disponían de munición para 45 días de combate. En este panorama estalló un conflicto que fue la primera y la única ocasión en que, tras la Segunda Guerra Mundial, se enfrentaron las dos superpotencias y en el que se corrió el peligro, si bien remoto, de que fuera empleada el arma nuclear. Contrariamente a lo sucedido en otros acontecimientos parecidos producidos en Asia, relacionados con la descolonización, en éste puede decirse que la guerra fría fue la causante única de lo que aconteció. Sin la menor duda, la responsabilidad les correspondió a los soviéticos. Es cierto que Rhee siempre fue partidario de la unificación y en estos momentos hablaba de "una marcha hacia el Norte". Pero, así como él no pudo imponer su solución a los norteamericanos, el oportunismo de Stalin, capaz de tantear cualquier signo de posible debilidad norteamericana, le hizo dejarse convencer por Kim-Il Sung, el líder comunista norcoreano. No estuvo, sin embargo, dispuesto a intervenir por sí mismo, sino que se sirvió de Mao. El error de los norteamericanos fue haber aparentado no tener tanto interés en Corea: no dejaron allí tanques pretextando que la orografía no permitía emplearlos e incluso disminuyeron a la mitad la ayuda económica solicitada. El secretario de Estado norteamericano, Acheson, cometió la gran equivocación de considerar en público a Corea fuera del perímetro defendible por su país y de este modo pudo crear expectativas en Stalin. El 25 de junio de 1950 se produjo la invasión, con unos 90.000 soldados norcoreanos apoyados por centenar y medio de tanques soviéticos. En realidad, uno y otro bando habían organizado operaciones bélicas de menor entidad contra el adversario; ahora, los atacantes del Norte pretextaron haber sido agredidos por los surcoreanos. En un principio, obtuvieron victorias espectaculares, de tal modo que al poco tiempo encerraron al enemigo en un perímetro en torno a Pusan, pero provocaron una inmediata reacción no sólo de Norteamérica sino de las propias Naciones Unidas. Truman y, en general, los norteamericanos percibieron lo sucedido como una reedición de lo que en su día había hecho Hitler: "En mi generación -escribió en sus memorias el presidente norteamericano- no fue ésta la única ocasión en que el fuerte había atacado al débil". Corea fue, para él, la Grecia de Oriente y, como esta nación en 1947, también debía ser salvada de la agresión comunista. La unanimidad en la opinión pública norteamericana fue completa: la ampliación del servicio militar, propuesta por Truman, fue aprobada en el Congreso por 314 votos a 4, pero ahí se detuvo la intervención del ejecutivo norteamericano, lo que sin duda sentó un mal precedente. El secretario general de la ONU, el noruego Tryvge Lie, declaró que se había agredido a la organización misma. En el Consejo de Seguridad, reunido en ausencia de la URSS, que quizá todavía pensaba en una victoria rápida -los norcoreanos calculaban para la guerra una duración máxima de ocho días-, condenó al atacante. Quince países enviaron efectivos militares a combatir a Corea y otros cuarenta enviaron ayuda humanitaria. Sin embargo, desde un principio el mando militar fue puesto en las manos del general norteamericano Douglas Mc Arthur, un héroe de guerra que era también un personaje egocéntrico, inestable y desequilibrado hasta la paranoia, al que Truman describía como Mr. Prima Donna y "una de las personas más peligrosas de este país". Sus compañeros de armas eran de la misma opinión; Eisenhower, que había sido subordinado suyo, dijo que "he estudiado drama con él cinco años en Washington y cuatro en Filipinas". La decisión norteamericana respecto a emplearse a fondo en Corea se vio fomentada por el pronto descubrimiento de que el enemigo torturaba y ejecutaba a los prisioneros y a los civiles; 26.000 fueron eliminados entre julio y septiembre. El hecho de que al mismo tiempo se manifestara una presión de la China comunista sobre Taiwan sirvió para acentuar el temor de que el comunismo tratase de lograr una expansión decisiva en Asia. La situación militar cambió radicalmente cuando MacArthur desembarcó, con apenas 20 muertos, en Inchon el 15 de septiembre de 1950, siguiendo una táctica muy característica suya durante la guerra del Pacífico consistente en llevar a cabo un ataque repentino y decidido a la retaguardia enemiga dejando aislados sus puestos avanzados. De esta forma, el Ejército norcoreano dejó muy pronto de ser un instrumento de combate eficaz y sus unidades se retiraron -las que pudieron- de forma precipitada hacia el Norte. Se planteó entonces la posibilidad de detener las operaciones militares en el paralelo 38 o proseguirlas más arriba. Para MacArthur, como para Rhee, era esencial destruir al Ejército enemigo y llevar a cabo la reunificación del país. Elementos muy significados de la Administración norteamericana no fueron en absoluto partidarios de traspasar el paralelo 38, pero al general norteamericano no se le obligó a otra limitación en sus planes bélicos que no atacar China. En este momento, se debía haber producido la consulta al Congreso. La propia Asamblea de las Naciones Unidas, siguiendo la que había sido su doctrina hasta el momento, votó de forma abrumadora a favor de la reunificación de Corea. Para casi dos tercios de los norteamericanos detenerse en el paralelo 38 equivalía a adoptar una política de "apaciguamiento" frente al comunismo. A comienzos de octubre de 1950, los norteamericanos traspasaron el paralelo 38 y la China de Mao se apresuró a declarar, por boca de Chu En Lai, su disposición a reaccionar. La posición de la segunda gran potencia comunista era muy semejante a la de los Estados Unidos sobre Taiwan: no podía dejar que Corea del Norte fuera borrada del mapa. Disponía de cinco millones de hombres en armas para impedirlo. El 24 de octubre, las tropas surcoreanas y norteamericanas estaban ya a 50 kilómetros de la frontera china pero, en noviembre, había de 30.000 a 40.000 chinos combatiendo con los norcoreanos. Hasta cincuenta y seis divisiones de "voluntarios" chinos fueron utilizadas a continuación en la guerra. Su presencia inicial, por una mezcla de falta de medios y de ocultamiento, pasó desapercibida para el adversario. Pero pronto fue patente que esos soldados, que tenían poco apoyo artillero pero disponían de armas ligeras y se movían al margen de la red de carreteras, podían ser muy peligrosos. Además, aviones Mig de fabricación soviética empezaron a aparecer en el cielo, produciéndose los primeros combates masivos de aviones a reacción de la Historia humana. Uno de los descubrimientos más recientes de la historiografía es que estaban tripulados por rusos, de modo que Stalin al final acabó por comprometer a tropas propias, aunque lo hizo con mucha discreción. A los norteamericanos muy pronto les sorprendieron los ataques adversarios en oleadas humanas con aparente desdén por el número de bajas. La reacción de MacArthur ante una situación que no había sido capaz de prever fue nerviosa y desproporcionada; probablemente en ese mismo momento hubiera debido ser cesado. Muy pronto se quejó de que no se le dejara bombardear al enemigo en China o los puentes de la frontera de este país con Corea. Llegó a considerar "inmoral" que se le dieran este tipo de instrucciones y debió haber sido partidario, incluso, de la utilización del arma atómica. La mayor parte de los dirigentes norteamericanos, en cambio, no tomó en consideración esta posibilidad, aunque Acheson llegó a decir que lo inmoral era la agresión y no la utilización de cualquier tipo de arma para evitarla y Truman recordó que tan sólo a él correspondía la decisión de utilizar la bomba. Pero los laboristas británicos mostraron una cerrada oposición a esta posibilidad, que nunca se pensó en serio a pesar de tener a su favor la mayor parte de la opinión norteamericana, e incluso el arsenal de este país, que hubiera podido poner fuera de combate a Corea del Norte, es mucho más dudoso que lo hubiera conseguido en el caso de China en estos momentos. Una reacción como ésta sólo se entiende teniendo en cuenta la potencia del ataque chino y norcoreano. En enero de 1951 volvió a caer Seúl, la capital surcoreana y hasta marzo de 1951 la situación no se restableció en torno al paralelo 38. Pero de nuevo se planteaba el dilema de si autorizar o no el avance más allá de esta frontera. En ese momento tuvo lugar el definitivo enfrentamiento entre Truman y MacArthur. Ya conocemos la pésima opinión que el presidente tenía del general. En octubre de 1950, habían mantenido una dura entrevista cuando MacArthur había hecho pública la posibilidad de una guerra generalizada en Asia. Siempre se había declarado a favor de una intervención en la guerra civil china en apoyo de los chinos nacionalistas atacando el continente. Luego siguió interviniendo en materias de política exterior cerca de los líderes republicanos, calificando la posición de las Naciones Unidas como "tolerante" con el adversario o incluso criticando al presidente de forma indirecta por no darse cuenta de que los "conspiradores comunistas" habían apostado por iniciar la conquista del mundo en Asia. El 9 de abril de 1951 fue relevado a propuesta del alto mando norteamericano, unánime sobre esta cuestión de principio. Objeto de fantásticos recibimientos en San Francisco y Nueva York, MacArthur tuvo una popularidad enorme pero efímera. La última ofensiva china y norcoreana se produjo entre el final del mes de abril y mayo de 1951. Pudieron participar en ella 700.000 hombres, que tuvieron unas 200.000 bajas. Luego, finalmente, el frente se estabilizó. En junio de 1951, casi un año exacto después de la agresión norcoreana, el embajador soviético ante las Naciones Unidas propuso un armisticio militar, pero sólo en noviembre se detuvieron los combates de una forma definitiva. En julio de 1953 se llegó a la determinación de la frontera siguiendo una línea que venía a ser, de forma aproximada, el paralelo 38. La cuestión más discutida en las conversaciones posteriores a 1951 fue la de los prisioneros. Una parte de los norcoreanos en poder del adversario no quiso volver a su país de procedencia. Rhee se negó a firmar un acuerdo para su entrega y les integró en la vida civil de Corea del Sur. Como en tantas otras ocasiones durante la guerra fría, no se puede decir que se hubiera llegado a una solución final sino tan sólo a un arreglo momentáneo. A finales de los años ochenta, Corea del Norte tenía todavía 850.000 hombres en armas para una población de veinte millones de habitantes, mientras que Corea del Sur tenía 650.000 para 42 millones. El balance de la guerra supuso pérdidas humanas y materiales muy importantes. Aproximadamente, 1.400.000 norteamericanos sirvieron en aquel conflicto y de ellos 33.600 murieron en combate, pero hubo otros veinte mil que perdieron la vida por enfermedades o accidentes. Aunque popular en un principio, la guerra dejó un cierto sentimiento de insatisfacción como el primer conflicto que los Estados Unidos no habían ganado de forma clara. El general Bradley, uno de los héroes de la Segunda Guerra Mundial, afirmó en el verano de 1950 que se debía "trazar una línea" frente a la expansión comunista y que Corea daba la oportunidad de hacerlo, pero el resultado proporcionó pocas satisfacciones. El Ejército surcoreano tuvo algo más de 400.000 muertos. Los norteamericanos calcularon también que podían haber muerto, entre norcoreanos y chinos, un millón y medio de personas más. Las enseñanzas militares del conflicto fueron importantes, aunque no siempre fueron comprendidas de forma inmediata. Fracasaron rotundamente las operaciones de inteligencia y de información occidentales. Por el contrario, la Aviación norteamericana testimonió su absoluta superioridad: perdió sólo 78 aviones frente a los muchos millares del enemigo. Pero quizá no se sacó de ello todo el partido posible, debido a la demostración de que un Ejército cuyo nivel de armamento era muy inferior podía enfrentarse a otro muy superior con posibilidades reales de éxito. Los chinos y norcoreanos aprendieron que no debían hacer la guerra combatiendo a un Ejército moderno de la misma manera que lo habían hecho hasta el momento. De ahí que, años después, la estrategia aplicada en Vietnam fuera muy distinta.
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Las apetencias rusas sobre el Imperio Otomano conducirían, por lo demás, al fracaso de la política exterior rusa y a la manifestación de las muchas debilidades de la autocracia rusa.Las exigencias de Nicolás I para establecer una alianza con los turcos y que se le reconociera el protectorado de los Santos Lugares, derivó en un conflicto que provocaría la intervención de Francia y el Reino Unido. La flota anglo-francesa penetró en el Mar Negro y sitió Sebastopol, que caería en septiembre de 1855. La derrota rusa llevaría al tratado de París, de 1856, que significó el hundimiento de los intereses rusos. El rechazo al protectorado ruso sobre los ortodoxos del imperio Otomano y la autonomía de las provincias rumanas significaban la desaparición de la influencia rusa. Por otra parte se neutralizaba el Mar Negro al prohibir a Rusia el mantenimiento de la flota de guerra y sus arsenales.Nicolás I, que había muerto en febrero de 1855 en un clima de fuerte inquietud social, dejó una situación en la que eran necesarias profundas reformas.
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A la sublevación independentista cubana, iniciada en 1895, se sumó la filipina, en 1897. Los Estados Unidos entraron en guerra con España en 1898. En Cuba, la guerra empezó el último domingo de febrero de 1895. Las celebraciones de Carnaval, que comenzaban aquel día, facilitaron el movimiento y las actividades de los conspiradores. Las sublevaciones tuvieron lugar en diversas poblaciones pero sólo triunfaron en el este de la isla. El plan había sido trazado por el Partido Revolucionario Cubano, fundado por José Martí en Nueva York, en 1892. El propio Martí -alma del partido y del movimiento revolucionario- desembarcaría en Cuba al poco tiempo, después de haber publicado, junto con Máximo Gómez, el manifiesto de Montecristi. Al mes siguiente Martí moriría en una escaramuza con las tropas españolas. El movimiento quedaba así privado de su personalidad civil más destacada y en manos de los militares: el citado Máximo Gómez, comandante en jefe, y el segundo en el mando, Antonio Maceo, el Titán de Bronce, de raza negra y extraordinaria popularidad. "La guerra -ha escrito Moreno Fraginals- nació con un cierto carácter popular, obrero y de clase media, y una fuerte campaña de captación de los sectores negro-mulatos y campesinos, pero casi de inmediato tuvo el apoyo de toda la sociedad criolla (...) ante la ausencia de otra opción política factible". El principal objetivo militar cubano fue extender la campaña a toda la isla, lo que se consiguió a comienzos de 1896 cuando Gómez y Maceo llegaron a las proximidades de La Habana y penetraron en la provincia de Pinar del Río, en el extremo occidental. En su avance, las tropas cubanas habían ido incendiando y destruyendo una parte considerable de las plantaciones y los ingenios. La respuesta española fue tratar de ahogar la sublevación lo antes posible, ante el temor a las repercusiones internacionales del conflicto y, especialmente, la intervención de los Estados Unidos. Tanto Sagasta como Cánovas manifestaron rotundamente su voluntad de agotar todos los recursos humanos y económicos en defensa de la colonia. El esfuerzo militar fue gigantesco, según Moreno Fraginals: más de 220.000 soldados fueron enviados a Cuba entre 1895 y 1898. La superioridad numérica, sin embargo, no era suficiente para vencer a un enemigo que eludía todo choque frontal y hacía una guerra de guerrillas, basada en el conocimiento del terreno y el apoyo de la población. Por otra parte, un ejército como el español, tan rápidamente formado, sin la necesaria aclimatación y mal equipado, encontró en las enfermedades endémicas de la isla -paludismo, fiebre amarilla, disentería- un factor de mortalidad más terrible todavía que las armas enemigas. Un hecho común a todas las guerras coloniales en los trópicos, como recuerda Raymond Carr; en la misma guerra cubana, tras un mes de campaña, el Ejército estadounidense estaba hecho una ruina. El mando español le fue confiado inicialmente al general Martínez Campos, quien trató infructuosamente de aislar los focos rebeldes, y de poner en práctica la política de aproximación que tan buen resultado le había dado en 1878; pero las circunstancias eran sustancialmente distintas y, ante su fracaso, dimitió en enero de 1896, siendo sustituido por el general Valeriano Weyler. Con el nuevo Capitán General, la estrategia española cambió radicalmente. Weyler decidió que era necesario cortar el apoyo que los independentistas recibían de la sociedad cubana, y para ello ordenó que la población rural se concentrara en poblados controlados por las fuerzas españolas: al mismo tiempo ordenó destruir las cosechas y ganado que podían servir de abastecimiento al enemigo. Estas medidas dieron buen resultado desde el punto de vista militar, pero con un coste humano elevadísimo. La población reconcentrada, sin condiciones sanitarias ni alimentación adecuada, empezó a ser víctima de las enfermedades y a morir en gran número. Por otra parte, muchos campesinos, sin nada que perder ya, se unieron al ejército insurgente. En Estados Unidos, la situación cubana y en especial la política de Weyler en la isla -convenientemente aireada por la nueva prensa amarilla, sensacionalista, de carácter nacionalista y antiespañol- era seguida con creciente interés por la opinión pública. Aunque sin reconocer oficialmente a los rebeldes cubanos -como recomendó el Senado en 1896-, el gobierno norteamericano permitía que éstos recibieran apoyo desde sus costas y que la delegación del gobierno cubano en Nueva York actuara con entera libertad. El presidente Grover Cleveland, a través del secretario de Estado, Olney, ofreció su mediación al gobierno español para acabar con la guerra, sobre la base de la concesión de la autonomía a Cuba. La oferta fue rechazada por el gobierno de Cánovas -siguiendo la opinión pública preponderante y la del Ejército- que no consideraban a Estados Unidos un mediador imparcial; aunque sin rechazar las reformas para más adelante, se pensaba que en aquellos momentos toda concesión era una claudicación ante los rebeldes, y que a la guerra sólo se debía responder con la guerra. En estas circunstancias llegó el asesinato de Cánovas en agosto de 1897. Tras un breve gobierno del general Azcárraga, Sagasta tuvo que hacerse cargo del poder, en octubre del mismo año. Moret fue nombrado ministro de Ultramar. La política española en Cuba, a partir de aquel momento, estuvo encaminada a un solo objetivo: satisfacer las demandas de los Estados Unidos para evitar una confrontación con ellos. Los gobernantes españoles eran perfectamente conscientes de la diferencia de fuerzas entre ambos países, a diferencia de la opinión pública, desinformada y enardecida en sus más elementales sentimientos patrióticos por la inmensa mayoría de la prensa. Con la finalidad de apaciguar la opinión norteamericana, fue relevado del mando el general Weyler, se suspendió toda acción militar ofensiva y, sobre todo, le fue concedida inmediatamente la autonomía a la isla -lo mismo que a Puerto Rico, que permanecía en paz-. El primer gobierno autónomo cubano comenzó a funcionar el 1 de enero de 1898. Más adelante, cuando ya la guerra con los Estados Unidos parecía inevitable, el gobierno decretó unilateralmente el armisticio. Nada de ello logró el objetivo perseguido, ni sirvió para que los independentistas -animados por la creciente beligerancia del gobierno norteamericano a su favor- trataran de acercar posiciones a España. Lo que el gobierno español no hizo fue vender la isla a Estados Unidos por 300 millones de dólares, más uno para los intermediarios -o la cantidad global que se quisiera-, oferta que le fue presentada a la Reina Regente; tampoco concedió la independencia a Cuba declarándose vencido, sin ser derrotado militarmente. Ambas soluciones hubieran implicado en España, más que probablemente, un golpe de Estado militar con amplio apoyo popular, y la caída de la monarquía; es decir, otra revolución. Los gobiernos monárquicos, desde luego, estaban convencidos de ello. Resulta evidente, por tanto, que la guerra con los Estados Unidos no se buscó deliberadamente, sino que se trató de evitar por todos los medios -tanto relativos a la política cubana como diplomáticos- que el gobierno juzgó compatibles con la dignidad nacional. Pero una vez planteada la guerra, el gobierno español creyó que no tenía otra solución que luchar, y perder. Pensaron que la derrota -segura- era preferible a la revolución -también segura-. Estados Unidos había reclamado las reformas a las que se dio satisfacción, por razones de humanidad -la destitución de Weyler-, y con el deseo de ver restablecida la paz en un territorio tan próximo a sus costas, así como para salvaguardar los grandes intereses económicos norteamericanos en la isla, profundamente dañados por una guerra tan destructiva, por ambos bandos. El presidente republicano William McKinley -electo en noviembre de 1896-, igual que su antecesor, Cleveland, era favorable a la neutralidad, de acuerdo con una larga tradición en el país, que prefería el control de Cuba por una potencia débil como España a la anexión por los Estados Unidos, o la existencia de una República independiente. Sin embargo, al peso de la opinión jaleada por la prensa, se añadieron algunos poderosos elementos, favorables a la intervención armada: como indica Aguilar, "expansionistas como Theodore Roosevelt que, imbuidos de la idea del poder naval de Mahan, eran favorables al despliegue de la bandera americana en el Caribe, y algunos hombres de negocios, que no confiaban ya en la capacidad de España para proteger sus intereses en Cuba". Un pequeño incidente -una carta privada del embajador español Dupuy de Lome a Canalejas en la que llamaba a McKinley débil y populachero, y además "un politicastro que quiere (...) quedar bien con los jingoes de su partido", que el espionaje cubano interceptó y la prensa publicó- empeoró la situación entre España y Estados Unidos. Pero el hecho que prácticamente llevó a la ruptura de relaciones y a la declaración de guerra fue la voladura del acorazado norteamericano Maine, en el puerto de La Habana, en febrero de 1898. El buque había acudido al puerto cubano, a raíz de algunos incidentes promovidos por los peninsulares en contra de la autonomía, para proteger la vida y los intereses norteamericanos; aunque su presencia era expresión, en teoría, de amistad hacia España, de hecho, significaba una amenaza y un apoyo para los rebeldes. Las causas de la explosión, que costó la vida a 264 marineros y dos oficiales, son todavía desconocidas. Estudios actuales se inclinan por atribuirla a un accidente, lo que confirma la tesis expuesta entonces por la comisión española de que la explosión se debía a causas internas. El informe oficial americano la atribuyó, por el contrario, a causas externas, y era, en palabras del Mensaje de McKinley al Congreso, "una prueba patente y manifiesta de un intolerable estado de cosas en Cuba". De nada sirvió la intensísima actividad diplomática desplegada por la misma Regente y el gobierno de Sagasta, cerca de la Santa Sede y las potencias europeas para que trataran de asegurar la neutralidad norteamericana en Cuba. La mediación se dio pero fue completamente inútil. El 19 de abril de 1898, el Congreso de los Estados Unidos aprobó una resolución cuyos dos primeros puntos decían que el pueblo de la isla de Cuba "es, y tiene el derecho de ser, libre, y que los Estados Unidos tienen el deber de pedir, y por tanto el gobierno de los Estados Unidos pide, que el gobierno español renuncie inmediatamente a su autoridad y gobierno sobre la isla de Cuba y retire de Cuba y las aguas cubanas sus fuerzas terrestres y navales". Era la declaración de guerra. La guerra fue breve y se decidió en el mar. Los episodios fundamentales fueron las batallas navales de Cavite, el 1 de mayo, y Santiago de Cuba, el 3 de julio, en las que la anticuada e ineficiente flota española fue literalmente barrida por la armada norteamericana, mucho más potente y destructiva. Ante lo demencial que en términos militares era enfrentarse en un combate naval abierto a los americanos -en varios combates, con la flota dividida, y lejos de la Península- hubo oficiales españoles que manifestaron el convencimiento de que el gobierno de Madrid tenía el deliberado propósito "de que la escuadra fuera destruida lo antes posible, para llegar rápidamente a la paz". Como expresó el mismo general Blanco, capitán general de Cuba y responsable último de que la flota del almirante Cervera saliera de Santiago, donde se había refugiado, "si se apoderan de ella (de la escuadra) los americanos, España estará totalmente vencida y tendrá que pedir la paz, a merced del enemigo; una plaza perdida puede recobrarse; la pérdida de la escuadra en estas circunstancias es decisiva y no se recobra". José Varela Ortega ha argumentado convincentemente en favor de la interpretación de la actuación del gobierno español que se desprende de estos testimonios -"una guerra (...) calculada, casi cínicamente"-, en lugar de la que es habitual, que la explica sencillamente por ignorancia e incompetencia supinas. En síntesis, el razonamiento es que dado que era necesario aceptar el duelo, para satisfacer el sentido del honor de la población y, sobre todo, del Ejército, y ante la evidente amenaza que la prolongación del conflicto con los Estados Unidos suponía para los territorios metropolitanos -en especial, para las islas Canarias y Baleares-, el gobierno de Sagasta optó por sacrificar la Armada para que el peso de la derrota naval justificara la pronta firma de la paz. En cualquier caso, esto fue lo que ocurrió. Poco después del hundimiento de la escuadra de Cervera, seguida a los pocos días de la caída de Santiago de Cuba en poder de las tropas americanas, España solicitó la mediación de Francia para entablar negociaciones de paz con Estados Unidos. Tras la firma de protocolo de Washington, el 12 de agosto, las conversaciones entre las delegaciones de ambos países -encabezadas por el secretario de Estado norteamericano, William R. Day y el ex-ministro liberal Eugenio Montero Ríos- comenzaron en París el 1 de octubre de 1898.
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El Grito de Baire, el 24 de febrero de 1895, inició la Segunda y definitiva Guerra de Independencia en Cuba. Las sublevaciones tuvieron lugar en diversas poblaciones, como Bayate, Yara, Santiago, La Confianza o La Lombriz. Los generales Antonio Maceo y Máximo Gómez y el líder José Martí, desembarcaron en dos puntos del Este de la isla. El mando español le fue confiado inicialmente al general Martínez Campos, quien trató infructuosamente de aislar los focos rebeldes. Ante su fracaso, dimitió en enero de 1896, siendo sustituido por el general Weyler. Desde el primer momento, el avance de los insurrectos fue imparable. José Martí llevaría a sus tropas hasta Dos Ríos, donde morirá en una escaramuza. Antonio Maceo se dirigió hacia La Mejorada. En poco tiempo, los rebeldes controlaron la zona oriental de Cuba. Posteriormente, ambas fuerzas se unen e inician un rápido avance hacia el occidente de la isla. El siguiente combate se produce en Cascorro, donde alcanzó la inmortalidad Eloy Gonzalo. Más tarde, los rebeldes rompen la línea defensiva española de Júcaro-Morón. La siguiente batalla se produce en Mal Tiempo, en diciembre de 1895. En Punta Brava, en el mismo mes, muere Maceo. En enero del año siguiente, tras haber roto la línea Mariel-Majana, la expedición de los insurrectos llega ya al extremo oriental de la isla. Generalizada la rebelión en toda Cuba, la situación se mantiene estable durante los meses siguientes. Las tropas de Weyler intentarán limpiar las provincias de insurrectos, mientras que estos responden con combates de guerrilla. Sin embargo, en enero de 1898, el gobierno de Estados Unidos envió el crucero Maine a La Habana, oficialmente para proteger los intereses norteamericanos. El 15 de febrero, en un confuso accidente aún poco explicado, el crucero ardió. Ése fue el pretexto para que los Estados Unidos declararan la guerra a España e intervinieran en Cuba. En abril, 18.000 soldados americanos desembarcan entre Daiquiri y Santiago, al tiempo que se produce el bloqueo por mar de esta última. La superioridad militar norteamericana se impuso rápidamente, como se reflejó en el enfrentamiento naval de Santiago de Cuba. La derrota en la guerra le valió a España la pérdida de Cuba y Puerto Rico, en el Caribe y de las Filipinas y Guam, en el Pacífico.
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Abu I-Hasan Ali, el Muley Hacén de las crónicas medievales, subió al trono en agosto de 1464, y desde el principio tuvo que hacer frente a sublevaciones. En 1474 Granada sufrió un desastre añadido, la inundación de la ciudad. El rey cometió una serie de errores y además sometió a sus súbditos a graves impuestos, suprimiendo, por otra parte, las dádivas y regalos con los que solía agasajar a sus hombres más entregados. En este mismo año, consiguió que los monarcas Fernando e Isabel le perdonaran el pago del tributo anual exigido desde tiempo atrás; aquéllos estaban ocupados en la guerra con Portugal. Si nos atenemos a la cronología, en 1479, a la muerte de Juan II, Fernando heredó los derechos en la Corona de Aragón y por el tratado de Alcaçobas, en septiembre de dicho año, Isabel era reconocida como reina de Castilla. Desde ahora los Reyes Católicos tenían a su favor las condiciones necesarias para pensar la guerra de Granada y acabar definitivamente con los nazaríes. En 1482, los cristianos tomaron Alhama de Granada, lugar estratégico que dominaba los caminos desde la capital a Málaga y Ronda, y a continuación, cercando cada vez más estrechamente la ciudad, decidieron sitiar Loja, al tiempo que tomaron las medidas necesarias para mantener completamente aislados a los nazaríes, esto es, controlaron el Estrecho de manera reforzada, para que no llegara refuerzo alguno desde el Norte de África. En esta ocasión, la victoria fue para los musulmanes. El mismo día de la victoria de los granadinos en Loja, se supo que los hijos de Abu I-Hasan, Muhammad (Boabdil) y Yusuf, habían huido de la Alhambra impulsados por su madre, refugiándose en Guadix, donde se les reconoció soberanos. En este proceso, los Banu Sarrach, humillados por Muley Hacén, prepararon contra él un complot de apoyo a Boabdil. Las dificultades financieras derivadas de las exigencias militares obligaron al emir a imponer nuevos tributos, que aumentaron su impopularidad tanto entre los nobles descontentos como entre las clases humildes del Albaicín, que se agruparon en torno a Boabdil; Abu Abd Allah Muhammad, fue proclamado sultán de Granada por los Abencerrajes el 15 de julio de 1482. Muley Hacén no pudo hacerse con la Alhambra y Boabdil consiguió la victoria tras una cruenta batalla en la misma capital. Por su parte, los castellanos continuaron asediando; en 1483 emprendieron el ataque al litoral andalusí situado entre Málaga y Vélez-Málaga, la Axarquía, donde fueron vencidos. Esta victoria animó a Boabdil a atacar en territorio cristiano; Lucena fue su objetivo, y esta vez la derrota fue para los musulmanes, que incluso sufrieron la pérdida momentánea de su monarca, que fue hecho prisionero. Como consecuencia, Boabdil reconoció en 1483 su vasallaje a los Reyes Católicos. Entre las condiciones impuestas, figuraban la entrega de un altísimo tributo económico y sesenta cautivos cristianos al año durante cinco años. A esto se añadieron cláusulas comerciales que restringían los intercambios fronterizos, con el fin de evitar infiltraciones de hombres y materiales al reino nazarí. Boabdil, liberado, se instaló en Guadix, mientras los castellanos empezaban una guerra de asedio, llevada a cabo gracias a sofisticados medios de combate.
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El Grito de Baire, el 24 de febrero de 1895, inició la Segunda Guerra de Independencia en Cuba. La crisis azucarera que siguió al derrumbe de los precios internacionales del azúcar en 1884 y el descontento que se generalizó en la isla permitieron ampliar la base social del movimiento emancipador, al contrario de lo ocurrido en la Guerra de los Diez Años. Contando con el respaldo popular necesario y el problema del liderazgo garantizado, la guerra avanzó rápidamente. Los generales Antonio Maceo y Máximo Gómez y José Martí se constituyeron en los principales líderes de la revolución. Pese a los esfuerzos del gobernador general de la isla, Arsenio Martínez Campos, la rebelión se afianzó y los rebeldes controlaron rápidamente la parte oriental de Cuba. En diez meses la insurrección se había extendido a toda la colonia y en España el gobierno se propuso someterla a cualquier precio. A fines de 1896 los efectivos españoles al mando del general Valeriano Weyler habían aumentado a 200.000 hombres y la represión se endureció, pero pese a ello no se pudo invertir el resultado de los enfrentamientos. Si las pérdidas entre los rebeldes fueron cuantiosas, por la política de tierra arrasada practicada por los españoles, éstas no fueron menores en las filas metropolitanas. En toda la contienda los españoles perdieron más de 62.000 hombres, lo que fue una sangría considerable. El gobierno de los Estados Unidos, que durante mucho tiempo había ambicionado la adquisición de la isla, temía el estallido de una revolución social en Cuba que afectara los intereses de sus inversionistas y recelaba de la capacidad pacificadora del gobierno español. Las ambiciones anexionistas estadounidenses habían sido condenadas por Martí, que las veía como una seria amenaza para la independencia, pero su muerte, en 1896, le impidió consolidar su posición dentro de las filas del movimiento independentista. La vuelta de los liberales al gobierno español, permitió establecer un gobierno autonomista en La Habana, en enero de 1898. La marcha atrás de la política metropolitana situó nuevamente al conflicto en un momento de gran indefinición, agravado por el rechazo de los sectores más radicales a la propuesta pacificadora de los españoles. En esas mismas fechas, el gobierno de Estados Unidos envió el crucero Maine a La Habana, con la misión de proteger los intereses norteamericanos. El 15 de febrero, en un confuso accidente aún hoy explicado de maneras muy diversas y contradictorias, el crucero ardió y ese fue el pretexto para que los Estados Unidos declararan la guerra a España e intervinieran en Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Su superioridad militar se impuso rápidamente, tal como se reflejó en los enfrentamientos navales de Santiago de Cuba y Cavite, de resultado nefasto para las fuerzas españolas. La resolución de la guerra le valió a España la pérdida de Cuba y Puerto Rico, en el Caribe y de las Filipinas y Guam, en el Pacífico. En América Latina los sucesos de 1898 sonaron como un aldabonazo para la conciencia de algunos intelectuales, preocupados por el poderío de los Estados Unidos y por los efectos nocivos que podría tener sobre el resto del continente la perpetuación de políticas semejantes. Desde México hasta el Cono Sur surgieron voces que alertaban sobre los peligros del imperialismo y del expansionismo norteamericano, aunque los gobiernos, y sus diplomacias, adoptaron posiciones más cautelosas. Este fue el caso de Argentina, que rápidamente declaró su neutralidad en el conflicto. Después de la guerra de 1898 los caminos seguidos por Cuba y Puerto Rico se separaron, de acuerdo con las posturas de sus grupos dominantes frente a la independencia. El Tratado de París convirtió a Puerto Rico en una posesión norteamericana, pero la invasión de 1898 no significó únicamente un cambio de metrópoli, sino que también cambió las relaciones económicas con sus dominadores. De estar a fines del siglo XIX bajo el control de una metrópoli proteccionista pasaron, a principios del XX, a manos de una gran potencia capitalista, con una economía abierta y en franca expansión. En Cuba, el esquema político se había complicado, ya que al enfrentamiento entre los partidos políticos locales se sumaba la dominación económica, militar y política de los Estados Unidos, que a su vez se oponían al avance del liberalismo. Los liberales habían apoyado la emancipación, mientras que los conservadores se habían mantenido a favor de la vinculación imperial. La Constitución de 1900, aprobada por una convención dominada por los liberales, incluía el sufragio universal y la representación de las minorías en el Parlamento, lo que dificultaría en el futuro la gobernabilidad de la isla. Entre el 1 de enero de 1899 y mayo de 1902, Cuba estuvo bajo una administración militar, lo que no agradaba en absoluto a los independentistas, que veían como los Estados Unidos relevaban en el poder a España. El primer presidente de Cuba, Tomás Estrada Palma, era un liberal moderado que fue el candidato de una amplia coalición de liberales y conservadores. La enmienda Platt, aprobada por el Congreso norteamericano en febrero de 1901, e incorporada por la presión norteamericana al texto constitucional, concedía a los Estados Unidos la posibilidad de intervenir en la isla cuando lo consideraran oportuno, con el objeto de salvaguardar la libertad, la propiedad individual y los intereses norteamericanos. A partir de 1903 Cuba arrendó a los Estados Unidos, por 200 dólares anuales, la zona de Guantánamo, que sería utilizada como base naval, en una situación que se mantiene hasta nuestros días. Una de las consecuencias de las garantías otorgadas por la enmienda Platt a los capitales norteamericanos fue el incremento de las inversiones de este origen en Cuba, que llegaron a ser casi la cuarta parte del total de las inversiones norteamericanas en América Latina. En 1896, las inversiones sumaron casi 50 millones de dólares, pasaron a 220 en 1913 y a 919 en las vísperas de la Gran Depresión, concentrándose de forma preferente en el sector azucarero, pero cubriendo también otras áreas, especialmente en el sector servicios (comercio, banca, turismo, etc.). En 1902 se firmó un acuerdo comercial entre Cuba y los Estados Unidos, que complementaba desde el punto de vista económico la enmienda Platt. Los Estados Unidos redujeron un 20 por ciento las tarifas aduaneras aplicadas a diversos productos cubanos, entre ellos el azúcar y el tabaco, que dominaban ampliamente las exportaciones. Cuba redujo entre un 20 y un 40 por ciento los aranceles a los productos norteamericanos, preferentemente manufacturas. El espectacular crecimiento del comercio cubano-norteamericano, que entre 1904 y 1928 se multiplicó por cinco, fue consecuencia directa del tratado. Las exportaciones cubanas que eran el 16,6 por ciento del total del azúcar consumido en Estados Unidos pasaron al 28,2 por ciento entre 1897/1901 y 1932. Un crecimiento más espectacular tuvo la producción de Puerto Rico, que en las mismas fechas pasó de significar el 2,1 por ciento del consumo al 14,7 por ciento. El crecimiento de la industria azucarera de Puerto Rico se debió a fuertes inversiones de capital norteamericano, en un muy corto espacio de tiempo, en tierras y maquinaria. Puerto Rico se convirtió en monoproductor de azúcar, con el consiguiente retroceso de los cultivos de café (que había conocido una gran expansión en las dos últimas décadas del siglo XIX) y del tabaco. En Puerto Rico, después de la división del Partido Autonomista, en 1897, y como consecuencia de la invasión norteamericana, se produjo la reorganización de las fuerzas políticas locales, afectando profundamente a la gran "familia puertorriqueña". Se crearon dos partidos: el Federal y el Republicano. El Federal representaba los intereses de los hacendados y pretendía mantener su hegemonía social, mientras que el Republicano era la expresión de los sectores urbanos en ascenso, que abogaban por la creación de un sistema social y político liberal y moderno. Para muchos puertorriqueños la invasión de 1898 simbolizó la llegada del liberalismo y la modernidad, el fin de largos siglos de dominación colonial. Con el correr del tiempo, la postura frente a la dominación norteamericana se convirtió en un factor de identificación política y de división entre los puertorriqueños, que debían optar por permanecer vinculados a los Estados Unidos o por el más dificil y costoso camino de la independencia. Hasta el momento, los partidarios de mantener los vínculos con los Estados Unidos siguen siendo mayoritarios.
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En Indochina lo sucedido durante la guerra resultó de importancia decisiva para el proceso descolonizador. En marzo de 1945, liquidada la presencia francesa por los japoneses, fue proclamada la República de Vietnam. La Francia de De Gaulle no dudó, sin embargo, un momento en enviar una fuerza expedicionaria dirigida por el general Leclerc para restablecer su influencia; su propósito no era ahora volver a restablecer la antigua colonia, sino que ésta quedara convertida en un Estado independiente, aunque dentro de la Unión Francesa. Pero para ello era imprescindible empezar por reconquistarla. Las operaciones bélicas, sin embargo, no fueron nada sencillas. En marzo de 1946, se llegó a un acuerdo en Indochina entre los beligerantes y, en septiembre, Ho Chi Minh, el líder vietnamita, y el Gobierno francés firmaron en Fontainebleau un tratado de ratificación. Pero ninguno de los contendientes estaba dispuesto a respetarlo en la práctica. Al final de este mismo año, tras una serie de matanzas de franceses, había estallado ya una guerra que habría de durar ocho años. Francia intentó en junio de 1948 la creación de un Estado vietnamita al que prometió la independencia total, bajo la fórmula monárquica del emperador Bao Dai, pero que nunca tuvo la menor oportunidad de ser aceptado por el adversario. A partir del estallido de la Guerra de Corea, la de Indochina se convirtió en otro punto más de conflicto entre las superpotencias. En enero de 1950, Ho Chi Minh consiguió el reconocimiento por parte de soviéticos y chinos. Logró, además, en este mismo año importantes victorias militares, pero el Ejército francés, mandado por el general De Lattre de Tassigny y apoyado por los norteamericanos, pareció ser capaz de conseguir enderezar la situación. Pero las dificultades militares francesas acabaron por agravarse con el transcurso del tiempo. El alto mando francés tomó la decisión de convertir Dien Bien Phu en una especie de base de resistencia, destinada a proteger el camino hacia Laos y formada por una sólida guarnición muy bien dotada de medios. Su misión sería imponerse progresivamente sobre el hostil medio rural. Sin embargo, sus 11.000 hombres se vieron rodeados por los 50.000 del general Giap, sin que les cupiera otra posibilidad de recibir auxilio que el que pudiera llegar por avión. En marzo de 1954 la base fue atacada por los vietnamitas, en un momento en que se debatían en Ginebra, a la vez, el armisticio en Corea y la paz en Vietnam. A comienzos de mayo, la posición cayó en manos del enemigo y con ello se desvanecieron las posibilidades de que Francia pudiera seguir desempeñando un papel decisor en esta parte del mundo. Ya para entonces, la mayor parte de la financiación de la guerra había quedado en manos de los norteamericanos. Al acuerdo de armisticio no se llegó hasta julio de 1954. De acuerdo con él, Vietnam quedó dividido en dos por el paralelo 17: mientras en el Norte dominaban los comunistas, en el Sur ese papel le correspondía a los nacionalistas de Ngo Dinh Diem, que pronto se desembarazó del emperador Bao Dai, mientras que la influencia francesa se desvanecía sustituida por la norteamericana. Como en el caso de Alemania y de Corea, un nuevo país había quedado dividido como consecuencia de la guerra fría. Lo sucedido testimonió en todo caso que en el Extremo Oriente había un nuevo poder político con el que era imprescindible contar. China, en efecto, había dotado de medios militares a los vietnamitas y había acabado convenciéndoles de que limitaran su esfera de dominio al paralelo 17. Francia, por su parte, había acudido a esta guerra con nula convicción y sin perspectivas de futuro. Aunque hasta 1950 el Gobierno no se manifestó dispuesto al abandono, un año antes sólo un quinto de la población estaba a favor del mantenimiento de una Indochina francesa. La guerra, en cierta forma, permaneció oculta a la vista de la población, a pesar de las protestas de los comunistas: tan sólo 70.000 franceses combatieron en ella; de ellos, 19.000 murieron, junto a una cifra tres o cuatro veces superior de soldados coloniales. Así quedó presagiado lo que habría de ser el fin del Imperio francés en años sucesivos.
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La primera Guerra del Golfo concluyó con la derrota de Iraq. El régimen iraquí sufrió la condena internacional, que se materializó en un fuerte embargo económico que, con el tiempo, fue tendiendo a suavizarse. En lo político, Hussein no fue depuesto del poder por los vencedores de la guerra, pues se temió que el vacío consiguiente provocara una serie de reacciones en cadena que desestabilizara una región, el Oriente Medio, ya de por sí bastante inestable. Como resultado, Estados Unidos y Gran Bretaña permitieron que Hussein y su partido, Baas, se mantuvieran en el poder, aunque el control militar sobre el país se plasmó en dos zonas de exclusión aérea, una al sur y otra al norte, que no podían ser sobrevoladas por los aviones iraquíes. En los años sucesivos, el régimen de Hussein sería sometido a una fuerte vigilancia, siempre en el punto de mira militar de los Estados Unidos. Iraq había pasado de ser un aliado frente al chiismo iraní a un enemigo de la paz en la región. Los castigos impuestos al régimen iraquí -embargo económico, vigilancia de buena parte de su espacio aéreo- dieron lugar a múltiples conflictos. Fueron muy numerosas las incursiones de castigo por parte de aviones británicos y norteamericanos, especialmente en la zona de exclusión aérea del norte, en las que se trató de proteger a la población kurda, tradicionalmente perseguida por el régimen iraquí. Durante los años finales de la década de los 90 la comunidad internacional, a la vez que suavizó las sanciones económicas al régimen de Hussein -programa "petróleo por alimentos", es decir, permiso para exportar petróleo a cambio de comprar víveres para paliar las penurias de los iraquíes-, impuso la presencia de inspectores de Naciones Unidas para asegurarse de la destrucción completa de los arsenales químicos en poder de los iraquíes. La labor de los inspectores fue larga y estuvo plagada de problemas. Por un lado, Hussein puso todo tipo de trabas para evitar rendir cuentas sobre sus arsenales, mientras que, por otro, los Estados Unidos y sus aliados presionaban a Iraq para que abriese sus instalaciones. El asunto se convirtió en un complejo tira y afloja, una guerra de propaganda a la que ninguna de las partes parecía querer poner fin. Iraq se había convertido, para los Estados Unidos, en un enemigo útil, alguien a quien poder recurrir en caso de necesitar un golpe de efecto ante la comunidad internacional y ante los propios votantes norteamericanos. Así estaban las cosas de estancadas cuando una serie de acontecimientos iban a precipitar el final régimen iraquí. El nuevo presidente norteamericano, George W. Bush, se mostraba mucho más partidario de la línea dura de lo que lo había sido su antecesor, Bill Clinton. Ante el problema Israel-Palestina -el gran punto de fricción entre el mundo árabe y el occidental-, Bush incrementó e hizo más explícito el apoyo norteamericano a Israel, país que, a su vez, había optado por una línea dura, excluyendo la negociación. De hecho, el conflicto palestino-israelí se había recrudecido tras la llegada al poder de Ariel Sharon, dando lugar a una segunda Intifada. De esta forma, si la tradicional alianza entre Estados Unidos e Israel había sido vista por los países árabes como una amenaza imperialista, la conjunción de dos líderes "halcones", Bush y Sharon, no hacía sino añadir gasolina a la hoguera. El gran incendio no tardaría mucho en producirse. El 11 de septiembre de 2001, en defensa de una difusa y etérea "causa árabe", la organización terrorista Al-Qaeda, dirigida por el millonario saudí Osama Bin Laden, lanzó contra los Estados Unidos el ataque terrorista más demoledor de su historia. Los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York y al edificio del Pentágono en Washington se saldaron con cerca de 3.000 muertos y provocaron en el pueblo norteamericano una sensación de inseguridad como nunca había tenido. En respuesta, el gobierno de los Estados Unidos inauguró una política de defensa contra el terrorismo, tanto dentro como fuera de sus fronteras. El presidente Bush señaló con el dedo acusador no sólo a Al-Qaeda, sino además a determinados países que, desde hacía algún tiempo, estaban claramente enfrentados a los intereses norteamericanos, como Irán, Siria o Corea del Norte. El primer ataque se produjo en Afganistán, invadiendo el país y acabando con el régimen talibán, de corte islamista radical y aliado de Bin Laden, al que daba refugio. El segundo objetivo sería Iraq. El 3 de enero de 2003, Bush señaló que atacaría a Iraq en caso de que éste se negase a destruir las supuestas armas de destrucción masiva que, a su juicio, este país almacenaba. A esta amenaza se sumaban otros países, principalmente Gran Bretaña y otros aliados menores, como España. Se inauguraba entonces una cadena de acontecimientos que habrían de precipitar la guerra. Los inspectores de Naciones Unidas presentes en Iraq, pese a realizar su trabajo acosados por el régimen de Hussein, señalaron que no existían evidencias de la existencia de estas armas y que, en cualquier caso, necesitaban más tiempo y menor presión para concluir un informe definitivo. Poco a poco, el mundo se fue encaminando hacia la guerra. Estados Unidos y sus aliados prepararon sus contingentes militares para invadir el país, pese a las recomendaciones de la ONU y la oposición de ciertos estados, como Francia y Alemania. Las llamadas a la calma por parte de líderes como Chirac, Schroeder o el papa Juan Pablo II no pudieron impedir que la coalición internacional continuara preparando el ataque, tanto por medio de acuerdos diplomáticos -por ejemplo, la reunión de Bush, Blair y Aznar en las Azores, el 15 de marzo de 2003- como a través de la movilización y envío de tropas al Golfo. Mientras tanto, los inspectores pedían más tiempo y señalaban que, de momento, nada habían hallado, informes que eran contrarrestados con los ofrecidos por los servicios de inteligencia estadounidenses o británicos. El 18 de enero de 2003 comienza una oleada de movilizaciones ciudadanas en diversas ciudades de Europa y EE.UU. en contra de una guerra que se avecina y que no cuenta con el respaldo de las Naciones Unidas. La presión popular consigue un aplazamiento el 25 de enero, cuando Bush decide que los inspectores prosigan su labor, lo que no impide que, por otro lado, desde el gobierno norteamericano se continúe señalando que al régimen iraquí "el tiempo se le está acabando" (Collin Powell). En los días siguientes se suceden los informes de los inspectores indicando que, de momento, no se ha encontrada nada, así como las reuniones políticas al más alto nivel, en las que Estados Unidos busca el apoyo de la comunidad internacional. Ésta, por su parte, aparece dividida entre quienes son partidarios sin reservas del ataque y quienes solicitan que continúen las inspecciones. Por parte iraquí se afirma que no existen las famosas armas de destrucción masiva y se acusa a Estados Unidos de manipular la información e inventar pruebas. Además, Collin Powell, Secretario de Estado norteamericano, presiona a la ONU para que se acuerde una resolución de condena a Iraq por no haberse desarmado y faculte a los Estados Unidos para iniciar el ataque. El 22 de febrero son ya 210.000 los militares norteamericanos desplazados a la región. Tres días más tarde, Bush afirma públicamente su disposición a entablar una guerra pese a todas las críticas, al señalar que no es necesaria ninguna resolución de la ONU para ello. Con la tensión al máximo y en medio del clamor popular en contra de la guerra, el 17 de marzo Bush lanza un ultimátum a Saddam, instándole a exiliarse en un plazo de 48 horas. El día 20, finalmente, tropas estadounidenses y británicas comienzan la invasión por tierra de Iraq, tras un intenso bombardeo de misiles Tomahawk lanzados desde varios buques. La guerra se prolonga durante varias semanas. Bagdad, Mosul, Kirkuk o Basora son bombardeadas, mientras el ejército iraquí se desploma cada vez a mayor velocidad. Las víctimas iraquíes se cuentan por millares mientras que, por el lado atacante, las pérdidas son ínfimas. El 3 de abril tropas de la coalición toman el aeropuerto de Bagdad, pese a las arengas televisadas de Saddam Hussein. En los días sucesivos se acentúa el control norteamericano de la ciudad, mientras que destacados elementos del régimen iraquí comienzan a entregarse. El 14 de abril cae el último bastión de Hussein, Tikrit, su ciudad natal, lo que, de hecho, significa la total victoria de estadounidenses y británicos. Acabada la guerra, el conflicto, sin embargo, sigue abierto. Los ocupantes, ya sin un enemigo claro, se enfrentan al escepticismo de una población deprimida por decenios de dictaduras y guerras, además de a la oposición directa de los elementos más afectos al régimen de Saddam, la población suní. La posguerra iraquí está resultando sumamente dura y violenta. Se suceden los atentados, los secuestros y los asesinatos de extranjeros y de colaboradores con las fuerzas ocupantes. El acto final, de momento, reúne elementos para la ironía, como es el hecho de que Estados Unidos está sufriendo más bajas en la paz que durante la guerra. A pesar de lo afirmado antes de la misma, finalmente se demostrado la inexistencia de armas de destrucción masiva, mientras que nada se ha ofrecido para probar los supuestos vínculos entre Saddam Hussein y Al-Qaeda. A pesar de todo ello, Bush insiste en que, sin Saddam -finalmente capturado y a la espera de juicio-, se ha instalado la democracia en Iraq y el mundo es algo más seguro. Lo cierto es que, desde entonces, miles de personas han muerto en Iraq, no se ha acabado con la amenaza terrorista internacional -como cruelmente mostraron los atentados de Madrid el 11 de marzo de 2004- y la reconstrucción de Iraq sólo parece estar beneficiando a un buen número de empresas de los países ocupantes, más aún después del levantamiento de las sanciones por parte de la ONU. El último acto, la celebración de unas elecciones democráticas, lejos de abrir una vía para la esperanza de lograr una paz, es tan sólo una puerta para la incertidumbre.