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El interés por la realidad de la pintura barroca en origen vinculado a planteamientos religiosos, motivó que adquirieran categoría artística independiente una serie de temas vinculados a la naturaleza, que hasta finales del XVI sólo habían sido representados acompañando a los asuntos tradicionales, es decir, a obras religiosas, mitológicas y a retratos. Flores, frutas, paisajes, animales, etc., se convirtieron en la época barroca en protagonistas absolutos de cuadros, siendo el bodegón el único de los nuevos temas que alcanzó en la España del XVII una cierta relevancia, más por su calidad y originalidad que por su número.El creador de la tipología del bodegón español fue Sánchez Cotán (1560-1627), pintor religioso de escasos méritos que, sin embargo, poseyó unas extraordinarias dotes como bodegonista. Su origen toledano fue determinante para su aptitud y dedicación a la pintura de naturalezas muertas, ya que el rico ambiente cultural de la Ciudad Imperial en el siglo XVI propició la existencia de una elite de coleccionistas que gustaban de novedades. El aprecio e interés que esta clientela mostró por los bodegones flamencos impulsó a los artistas toledanos de finales de la centuria a realizar estos temas. Quizás el primero de ellos fue Blas de Prado (h. 1545-1599), del que no se conserva ningún ejemplo. Con él parece que se formó Sánchez Cotán, quien se dedicó a este tema antes de ingresar en la Cartuja en 1603.Son muy pocas las naturalezas muertas que se conocen de su mano, sin embargo, él fue quien definió las cualidades y características del bodegón español, que se mantuvieron apenas sin variaciones en gran parte de la centuria. En estos cuadros, de proporciones apaisadas, representa muy pocos elementos, frutas, hortalizas y aves, que aparecen colgados o alineados sobre el alféizar de una ventana, tratados con preciso dibujo y denso modelado, mientras una intensa luminosidad les destaca sobre un oscuro fondo, acentuando su realismo y plasticidad.Según Orozco, Sánchez Cotán pinta estos humildes objetos con un sentido devocional, dando una visión trascendente de la naturaleza, porque busca en ellos no su aspecto concreto sino la acción creadora de Dios. Esta idea, frecuente en escritos religiosos de la época, confiere a sus obras un sentido místico que se manifiesta fundamentalmente a través de la clara y nítida luz que, más que iluminar, penetra la materia infundiéndole la gracia del espíritu (bodegones del Museo del Prado de Madrid, Museo de Bellas Artes de Granada y Museo de San Diego, California).Entre los pintores de naturalezas muertas que siguieron su estela destacan Alejandro Loarte (h. 1590-1626), Juan van der Hamen (1596-1631) y también el propio Zurbarán, quien en sus pocas pero personales obras dedicadas a este género muestra una clara dependencia del maestro toledano.
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A lo largo de 1947, la situación de los soldados británicos en Palestina se hizo insoportable. Los enfrentamientos entre las dos comunidades eran diarios y los intentos de imponer el orden concluían en atentados contra ellos. En los combates sucesivos que tuvieron lugar antes de la independencia murieron unos 1.200 judíos. Se explica así la decisión tomada por Gran Bretaña de retirar sus tropas y poner fin a la Administración colonial el primer día de agosto de 1948. Mientras tanto, la ONU había intentado ofrecer una solución. En abril de 1947, se celebró en Flushing Meadows la primera sesión del comité especial de las Naciones Unidas acerca del problema palestino. La población árabe suponía los dos tercios del total y no estuvo dispuesta en ningún momento a aceptar ningún propósito judío de basar en un pasado histórico cualquier reivindicación de cambio en el status de la región, porque lo consideraba el producto y la consecuencia de una "nostalgia místico-religiosa". Las soluciones propuestas variaron mucho, pero en realidad estaban fundamentalmente configuradas en forma de un Estado federal, como se había planeado en el pasado desde los años treinta. En noviembre de 1947, el comité propuso la creación de dos Estados y una zona internacional en Jerusalén y Belén puesta bajo control de las Naciones Unidas. El Estado israelí contaría con tres zonas, con una extensión próxima a los 144.000 kilómetros. En este momento existía todavía un consenso profundo entre las dos superpotencias sobre este problema; era casi el único acuerdo que subsistía entre los antiguos aliados. Pero la respuesta del mundo árabe fue inmediata e indignada, proclamando la guerra santa -jihad- en contra de la resolución y, por parte israelí, se produjo una idéntica negativa a aceptar una solución transaccional. El Irgún, por boca de Menahem Beguin, afirmó que consideraba el reparto como "una catástrofe nacional e histórica" y prometió que llegaría un día en que el conjunto de Palestina -Eretz Israel- sería devuelto al pueblo judío. A comienzos de 1948, iba a iniciarse la intervención bélica de los árabes, con unidades militares de los países limítrofes, mientras que se reagrupaban las diversas milicias judías. Desde los años veinte, existía -como se ha apuntado- una fuerza defensiva llamada Haganah, a la que ahora se sumaron los grupos terroristas ya citados. En el último día del mandato británico, las fuerzas israelíes controlaban con ayuda de armas procedentes de lugares inesperados, como Checoslovaquia, el conjunto del territorio que se había previsto entregar al Estado judío, a excepción del Neguev. Tan sólo unos minutos después de su proclamación, el Estado de Israel fue reconocido por los Estados Unidos, a los que siguió de forma inmediata la URSS.
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El declive hacia el oeste del terreno en que se levanta la catedral alcanza al final de las naves la altura suficiente para hacer posible y necesaria una cripta. Mucho se escribió acerca de su construcción, al menos en parte, antes de Mateo y su remodelación por él. Después del estudio del profesor Caamaño no existe duda de su paternidad mateana, aunque algunos capiteles no siguen sus directrices artísticas. Según Lamben esta cripta "supone ya una construcción muy original en la que es evidente la inspiración borgoñona". La preside y centra un pilar con ocho columnas: cuatro entregas y otras tantas acodilladas y de fustes más delgados. Son necesarias para sostener los arcos de la "especie de deambulatorio" que se desarrolla a su alrededor, y las bóvedas de crucería de la parte oeste. Tan peculiar girola está presidida por una pequeña capilla rectangular cuyo testero reitera la organización del exterior de la del Salvador -central de la girola de la catedral- y hastial norte del crucero. Sobre esbeltas columnas se disponen sendos arcos en mitra con otro central de medio punto peraltado. A los lados de esta capilla se encuentran dos nichos: el primero, semicircular; y el siguiente, de nuevo rectangular. Las bóvedas son trapezoidales. Ante el pilar se desarrolla una especie de crucero, o el inicio de cuatro cortas naves, para algunos. Sus bóvedas son de crucería apeada en pilares compuestos, de sección más romboidal que cruciforme, o en responsiones. La decoración de las claves es especialmente interesante en las centrales, en las que se ha tallado un ángel. El izquierdo con un disco solar llameante; el otro, con un creciente lunar que sujeta con sus manos veladas por un fino paño. Este parece emerger del centro de la clave, como si descendiera de lo alto y asomara entre una corona de hojas. Según el profesor Moralejo "estos ángeles astróforos son obra de manos y aún de talleres diferentes: el moderado relieve de la clave del sol, que apenas ofrece posibilidades para el juego lumínico, contrasta con la valiente proyección de volúmenes de la otra clave, donde nos sentimos inclinados a reconocer una manera aproximada a la del que hemos llamado maestro de los paños mojados". La importancia que esta iconografía tiene en la del Pórtico de la Gloria es grande, de manera que el "sistema simbólico no es cometido exclusivo de las figuraciones, sino también del total organismo arquitectónico que las soporta". Con base en el Apocalipsis, la cripta representa al mundo terrenal, necesitado de astros para iluminarse, mientras que la "Nueva Jerusalén no había menester de sol ni de luna que la iluminasen porque la gloría de Dios la iluminaba, y su lumbrera era el Cordero". En los otros dos tramos se abrían unas puertas que por angosta escalera permitían el acceso a las naves laterales de la catedral. A través de la doble portada se accede a la parte más occidental de la cripta. En aquélla destaca la riqueza ornamental y el virtuosismo en la labra del duro granito de las jambas, arco, capiteles y columnas. Los laterales han sido alterados por la escalinata de acceso a la lonja del pórtico. En esta zona se utilizan bóvedas de aristas. Los capiteles de la cripta han sido siempre objeto de especial estudio. Es fácil distinguir formulaciones alejadas de Mateo tanto en el tratamiento de sus hojas y figuras como en los temas. Otros están en mayor concordancia con sus directrices, por ejemplo los de entrelazo vegetal, y no faltan los que recuerdan a los más sencillos de los del triforio. Puede afirmarse con Moralejo que "el grueso del programa decorativo de la cripta ha de vincularse, pues, a un taller de filiación extraña a Mateo, más o menos contemporáneo de él, y cuya actividad puede presumirse efímera, dada la escasa huella que deja en el piso superior". Estructuralmente la cripta salva el desnivel y sirve de soporte al Pórtico de la Gloria. El pilar central es el encargado de aguantar el parteluz. Los cuatro tramos cubiertos con bóvedas de crucería se corresponden con el nartex del pórtico. El otro pilar, en eje con el precedente, es el más vigoroso a pesar de que no iba a sostener a otro soporte, aunque sí había de ayudar a mantener el arco superior y la fachada. Luego fue aprovechado como sostén del parteluz del Obradoíro. La multiplicación de columnas hacia el occidente se justifica por la monumental portada. Sobre los tramos delanteros de la cripta se dispone la lonja abierta hasta el hastial. Cabe preguntarse cómo sería la fachada de la cripta y qué figuras la ornamentarían. Unas estatuas encontradas por el doctor Chamoso se creyó que podrían pertenecerle, y su cronología se retrasó hasta tiempos de Gelmírez. Gómez Moreno pensó que alguna podría atribuirse a un Mateo joven, que estilísticamente se relacionaría con Fruchel, lo que confirmaría su hipótesis sobre la formación de Mateo. Tales relaciones, según el profesor Otero, no pasaron de ser simples "coincidencias ambientales dentro del panorama escultórico de fines de la XII centuria". Otra de las piezas es la que Moralejo ha atribuido al "maestro de los paños mojados". Es dudoso que tan magníficas esculturas procedan de esta enigmática fachada que quizá no recibió un tratamiento especial, reservándose éste para la parte alta. Otro punto problemático es si había o no acceso desde el exterior de la cripta hasta la lonja de la fachada. Las opiniones suscitadas se sintetizan en dos. Unos defienden la existencia de una escalinata que conduciría a los arcos laterales del hastial, o podría haber sido de mayor empeño y monumentalidad, incluso con estatuas. Otros creen que el acceso sólo era posible a través de la cripta a las naves laterales, y la lonja sería un mirador. Si de la primera opinión no se conocen restos, a la segunda le servirían de apoyo las organizaciones de la fachada principal de la catedral de Orense, que hasta hace pocos años no tuvo escalinata, o la misma fachada de San Esteban de Ribas de Miño (Saviñao, Lugo), que también se alza sobre una cripta, y ante la que se forma una lonja sin acceso directo. Si no existió tampoco en Santiago se entiende mejor la falta de puertas de madera hasta mediados del XVI. Por último, es necesario preguntarse cuál sería la finalidad de tal cripta además de apear al Pórtico de la Gloria. ¿Se pensó, acaso, en utilizarla como panteón real? Es posible, pero si Mateo imaginó que un día su protector, Fernando II, reposaría aquí junto a otros reyes fue un proyecto que no llegó a realizarse.
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Los datos históricos que poseemos, aun siendo muy parcos, permiten adivinar que desde el reinado de Keops se produjeron graves disensiones en el seno de la familia real. Kefrén logró deshacerse, no sin ciertas dificultades, de sus rivales de la familia de Radiedef; pero Mykerinos hubo de esperar ocho años para suceder a los dos hermanos de su padre, que ocuparon el trono antes que él y fueron luego execrados como impíos usurpadores. La erección de la pirámide de Mykerinos en Giza obedece al propósito de mostrar los vínculos que lo unían a Keops. Sin embargo, la relativa pequeñez de la pirámide, de sólo 66,50 metros de altura, constituye un claro exponente de la crisis por la que atravesaba la doctrina de la realeza divina. La pirámide de Mykerinos fue acabada por su hijo Shepseskaf (2470-2465 a. C.). Este ni siquiera se preocupó de mantener la tradición familiar en Giza y prefirió hacerse una tumba de tipo distinto y en terreno aún virgen, entre Dahsur y Sakkara. Su mausoleo tiene la forma de un gigantesco sarcófago, de 100 metros de longitud y 18 de altura, sobre una plataforma no muy elevada. Es la llamada por los árabes Mastabat Fara'un, con flancos en talud, dos de ellos ligeramente realzados sobre la línea del techo convexo. Al este del edificio, despojado hoy de su revestimiento de piedra, se levantaba un templo funerario pequeño, como el de Mykerinos, enlazado con el del valle por una calzada cubierta. El cambio, brusco y sin duda deliberado, responde a novedades en el concepto del rey, en el culto funerario y en las ideas de ultratumba, cambios que habían de prevalecer en la siguiente dinastía. El faraón-dios, ya vencido, cedía su puesto al dios Re.
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A la tensión en el seno del Gobierno por los proyectos de reforma sindical y de asociaciones del Movimiento, se unió el escándalo MATESA, que habría de resultar el detonador final de la crisis de octubre de 1969. Matesa era una empresa textil que había conseguido 12.000 millones de créditos oficiales en poco tiempo. Además de las irregularidades de evasión de impuestos, la empresa vendía sus productos a filiales en el extranjero, hinchando sus beneficios. El ministro de Información, Manuel Fraga, dio luz verde a la prensa para comentar con toda amplitud el tema de MATESA, actitud que no era habitual en otras materias. La prensa del Movimiento, dependiente de Solís, aprovechó el incidente para atacar a sus adversarios tecnócratas en el tema de la eficacia y austeridad económicas. Aunque inicialmente el presidente del Banco de Crédito Oficial fue cesado y MATESA incautada, ambas medidas fueron revocadas poco después, por lo que el affaire quedaba sin resolver. Franco se vio impotente para arbitrar unas diferencias en el seno del Gobierno que tenían un aspecto de revancha. El vicepresidente Carrero consideró negligente y malintencionado el comportamiento de Fraga y de Solís, reforzando su anterior criterio partidario de su sustitución. Desde el mes de septiembre el ambiente de crisis de Gobierno fue inevitable. Ante la coincidencia de la aprobación gubernamental del proyecto de ley sindical y de la divulgación de un informe de un grupo de estudio de la Organización Internacional del Trabajo sobre la situación sindical y laboral española, Solís decidió declarar al primero secreto oficial por un tiempo. Con un ambiente de crisis de Gobierno, Solís intentaba evitar que la reforma sindical fuera objeto de protestas y de polémica pública al pasar el proyecto a las Cortes. Además, el retraso de la divulgación del proyecto de reforma sindical permitía evitar que el Informe de la OIT pareciera un enjuiciamiento del mismo. A pesar del inmediato desenlace de la crisis con la salida del grupo de ministros más opuestos al almirante Carrero y al grupo tecnócrata, Solís abrigó hasta el último momento esperanzas de que la formación del nuevo gabinete le fuera favorable. Todavía un día antes de la crisis, el ministro del Movimiento se atrevía a comunicar a su colaborador Utrera Molina su ascenso al Ministerio de la Vivienda. La formación de un nuevo Gobierno homogéneo el último día de octubre de 1969 ponía fin a una etapa de la historia del régimen de Franco. A partir de entonces comenzaba la era de apogeo del poder del almirante Carrero que, más que de unidad, iba a ser de división de la clase política franquista.
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La primera crisis checoslovaca, la de los Sudetes, tiene lugar en mayo y septiembre de 1938, cuando, después de la facilidad con la que se ha producido el Anschluss, Hitler adquiere una mayor seguridad en las posibilidades de lograr sus objetivos sin encontrar ninguna resistencia firme. Tras el Anschluss, la posición de Checoslovaquia es muy precaria; en el mapa se parece a un hombre con la cabeza dentro de las fauces de un león. En efecto, la cadena de montañas que la protegen en su frontera con Alemania ya no sirve para nada desde que la incorporación de Austria al Reich permite un ataque por la llanura del sur. Además, Checoslovaquia tiene una profunda debilidad interna, al no haber sido capaz de unir en un Estado aceptado por todos a un conjunto de pueblos distintos; Checoslovaquia es un Estado dominado por 7.250.000 checos, pero en el que viven también 5.000.000 de eslovacos, 750.000 magiares, 500.000 rutenios, 90.000 polacos y 3.350.000 alemanes. En la región de los Sudetes, la zona montañosa a lo largo de la frontera occidental donde vive la minoría que habla alemán, se ha desarrollado un movimiento pan-germanista al que el poder checo y la crisis económica ayudan a convertir en un movimiento pro-nazi que dirige Konrad Henlein. Poco después del Anschluss, Hitler recibe a Henlein en Berchtesgaden y le anima para que aumente sus exigencias más allá del límite que los checos puedan aceptar. Siguiendo el consejo recibido, Henlein presenta al Gobierno de Praga una ambiciosa lista de peticiones en abril de 1938: autonomía interna para las zonas donde se habla alemán, reparaciones para compensar a la minoría alemana por "todo lo que han sufrido" desde 1918, -y total libertad para que los Sudetes puedan "confesar la nacionalidad alemana y la filosofía del mundo alemán", esto es, la ideología nazi. El conflicto entre los Sudetes y el Gobierno de Praga causa un sobresalto internacional cuando en el fin de semana del 20-21 de mayo, sosteniendo que la Alemania nazi estaba reuniendo tropas en su frontera, Checoslovaquia moviliza a su Ejército. Las declaraciones de Francia y de la Unión Soviética recordando sus compromisos con Checoslovaquia y las palabras de lord Halifax, secretario del Foreign Office, diciendo que no podía garantizar que Gran Bretaña permaneciera impasible si Alemania intervenía en Checoslovaquia, detienen momentáneamente a Hitler. Este declara que no abriga intención agresiva contra ese país mientras el Gobierno de Praga, presidido por Eduard Benes, endurece su decisión de no someterse a las intimidaciones de la Alemania nazi. La tensión vuelve a aparecer en septiembre, después del discurso que el día 12 pronuncia Hitler en Nuremberg: Henlein reclama la incorporación de los Sudetes al Reich alemán, los disturbios se suceden en la zona en litigio y el Gobierno de Praga declara la ley marcial. A finales de septiembre todo parece presagiar el comienzo de la guerra; mientras Henlein, desde Alemania, organiza un cuerpo franco que realiza "raids" sobre la frontera, Gran Bretaña y Francia llaman a sus reservistas. En este momento, el premier británico Neville Chamberlain toma la iniciativa intentando buscar una solución que satisfaga a Hitler y evite la guerra. Volando en avión por primera vez a sus sesenta y nueve años, viaja a Alemania tres veces en catorce días: al refugio alpino de Hitler en Berchtesgaden el día 15, a la localidad turística renana de Godesberg el día 22 y, por último, a Munich el día 29. Convencido, después de escuchar a Hitler, de que sólo la transferencia de los Sudetes al Reich podía evitar la guerra, Chamberlain aconseja a Daladier, jefe del Gobierno francés, que admita la anexión; poco después, los Gobiernos británico y francés presionan al Gobierno checo para que asienta a las exigencias de Hitler. Benes duda hasta las cinco de la tarde del día 21; después, acepta discutir la cesión de los Sudetes. Creyendo resuelta la crisis, Chamberlain viaja a Godesberg para encontrarse con que Hitler no negocia. El Führer se limita a dar un plazo de tres días para que le entreguen el territorio antes de tomarlo por la fuerza y el premier regresa a Londres convencido de que ha fracasado. El día 27, los británicos movilizan su flota y los franceses completan el dispositivo de la línea Maginot. Mientras unos horrorizados europeos esperan que en cualquier momento las bombas empiecen a sonar sobre sus cabezas recordando el bombardeo de Guernica, la negociación sigue adelante cuando Mussolini propone una conferencia con los representantes de Alemania, Gran Bretaña, Francia e Italia, y cuando Hitler accede a negociar en ella los detalles de una cesión a la que no renuncia. Hitler envía una carta a Chamberlain aceptando la reunión mientras el premier se dirige a la Cámara de los Comunes en la tarde del día 28 para hablar de esa "horrible e increíble situación nacida por una disputa en un remoto país entre gente de la cual no conocemos nada". El día 29, Hitler obtiene en Munich todo lo que ha exigido en su ultimátum de Godesberg y se transfiere a Alemania el territorio de los Sudetes. Aquellas partes donde la población que habla alemán es más de 50 por 100, son transferidas de forma automática; en el resto del territorio se celebrarán plebiscitos para así completar la operación. Como Hitler se compromete a respetar la soberanía de la Checoslovaquia recortada, Chamberlain y Daladier son recibidos a su regreso de Munich por multitudes delirantes de alegría; sin embargo, el acuerdo de Munich será un fracaso. No habrá guerra en septiembre de 1938. Pero como no ha remitido el designio hitleriano de pasar de la creación del gran Reich a la conquista del espacio vital que necesita la raza aria, la guerra continúa en el horizonte de las relaciones internacionales europeas.
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La cuestión social experimentó un cambio sustancial a partir de la Primera Guerra Mundial. Por vez primera los sindicatos fueron de masas y pudieron pretender hacer una huelga general efectiva. En el momento del estallido de la guerra la UGT tenía ya unos 150.000 afiliados y la CNT, aunque concentraba los suyos en Cataluña, estaba por encima de esta cifra. La protesta obrera, que en sus inicios tuvo un tono espontáneo, provocada por el incremento en los precios, arreció y fue encauzada por los sindicatos, que la vertebraron en conflictos que por vez primera tuvieron una dimensión nacional. Además, la tradicional enemistad entre el sector socialista y el anarquista pareció poder superarse cuando en 1916 ambos sindicatos empezaron a colaborar. Una nueva generación de dirigentes sindicales empezó a tener su primer protagonismo en estos momentos de un modo que resultaría ya irreversible. El hecho resultó especialmente significativo en el partido socialista que, en realidad, compartió su dirección con la UGT. Pero si la gravedad de la situación económica afectaba a las clases humildes también puede decirse lo mismo de las clases medias profesionales vinculadas con la administración. Entre ellos, por descontado, le correspondió un papel de primera importancia al Ejército. Los factores de crisis social incidieron sin duda en la protesta militar que se puso en marcha durante el primer semestre de 1916, en parte como protesta ante el sistema político, pero también por la incapacidad de la oficialidad de soportar los fuertes incrementos de los precios. Por tanto, el gobierno de García Prieto hubo de enfrentarse con dos problemas fundamentales que llevarían más tarde a la revolución de 1917: la protesta social y la de los militares. Para el sistema político de la Restauración, a pesar de la gravedad de la protesta sindical, probablemente era más crucial todavía la protesta del Ejército dado el papel de éste en la monarquía alfonsina. Como consecuencia del desastre del 98, el Ejército español era un organismo monstruoso debido a la inflación sufrida por el cuerpo de oficiales. En Francia, por ejemplo, existían 29.000 oficiales para medio millón de soldados, mientras que en España las cifras respectivas eran 16.000 y 80.000 respectivamente. Las insuficiencias económicas hacían que el pago a la oficialidad supusiera nada menos que el 60% del total del presupuesto. Además, en realidad, existían dos tipos de ejército: uno peninsular, burocratizado y poco eficaz en términos militares, y otro, el africano, al que se le hacían importantes concesiones en cuanto a los ascensos por méritos de guerra, pero que sin duda era el más valioso. También existían enfrentamientos entre las armas que exigían mayores conocimientos técnicos y la Infantería. Si las clases obreras sufrieron el impacto del alza de los precios igual sucedió con todos los empleados de la administración y, entre ellos, los militares. La protesta militar la protagonizó el burocratizado ejército peninsular y tuvo su origen en unas pruebas de aptitud para el mando que se quiso imponer a la oficialidad durante el primer trimestre de 1916. Esta medida formaba parte de un programa que pretendía incrementar la eficiencia técnica del Ejército. Aparecieron entonces las Juntas de Defensa militares, dirigidas por coroneles y creadas para representar sus intereses. Protestaban contra los ascensos por méritos de guerra y la situación económica del ejército. El coronel Márquez, un personaje bienintencionado pero carente de conocimientos, fue su dirigente y, desde Barcelona, consiguió que en plazo breve de tiempo las Juntas de Defensa se extendieran a la mayor parte de las guarniciones peninsulares. El movimiento de las Juntas fue bien recibido e incluso imitado, ya que otros sectores de la administración tenían sus reclamaciones por situaciones semejantes. Las personas o los grupos que desde hacía tiempo habían ansiado una regeneración política vieron en los militares un posible instrumento de ella, sin tener en cuenta que, reintroducidos los militares en la vida pública, resultaría muy difícil hacerles salir de ella. En realidad, las Juntas representaban mucho menos de renovación de lo que parecían pensar Ortega y Gasset o Cambó en un primer momento. La actitud de Romanones primero y de García Prieto después, fue dubitativa y confusa. Las Juntas fueron aceptadas en un principio, pero luego Romanones, consciente de que podían crear dificultades, ordenó su disolución que estuvo lejos de cumplirse. Cuando gobernaba ya García Prieto, su ministro de la Guerra, el general Aguilera, persona enérgica pero carente de altura intelectual, ordenó de nuevo su disolución e incluso la detención de los junteros. Pero éstos, con el apoyo de la mayoría de las guarniciones, lograron imponerse al gobierno. Alfonso XIII, que en un principio había precavido a Romanones de la existencia del movimiento militar y había sugerido su disolución, hubo de ponerse en contacto con las Juntas. A principios de junio de 1917 intentaron imponer a García Prieto el reconocimiento de su existencia, pero como éste se negó a admitirla hubo de dejar el poder. Una vez más el partido liberal fue incapaz de hacer frente a la protesta militar tal y como había sucedido en 1905, lo que demuestra la debilidad de la política civil del período. Dado el papel que el ejército había desempeñado en el origen de la monarquía de la Restauración, con su protesta causó graves dificultades, como nunca habían existido con anterioridad, hasta poner en peligro el sistema político mismo. Entonces, el rey llamó a formar gobierno a Dato que, con un equipo conservador, suspendió las garantías constitucionales, sometió la prensa a censura y aceptó el reglamento de las Juntas. Con las dos primeras medidas trataba de evitar los efectos más perniciosos de la protesta militar, pero provocó con ello la indignación de los sectores que se presentaban como renovadores. El nombramiento de Eduardo Dato tenía su justificación, dada la incapacidad de los liberales para resolver el problema militar. Siempre durante la Restauración fue habitual la rotación en el poder de los partidos políticos cuando existían problemas aparentemente irresolubles. Pero en esta ocasión la solución de Dato no sirvió porque, como la protesta era grave, la carencia de libertades multiplicó su intensidad y al mismo tiempo imposibilitó que el gobierno la percibiera. Una nueva protesta, la política, vino entonces a sumarse a las otras: ya que Dato no quería abrir las Cortes, Cambó, que fue su principal animador, organizó en Barcelona, para los primeros días de julio, una Asamblea de Parlamentarios. Con ello pretendía presionar al poder procurando una regeneración política con el concurso de todos los grupos políticos. En efecto, el programa de los asambleístas era básicamente político: formación de un gobierno provisional y convocatoria de Cortes Constituyentes. La asamblea tuvo una participación reducida (menos de una décima parte del total de parlamentarios) y un tono izquierdista (acudieron los diputados catalanes de todas las significaciones, los republicanos, Melquíades Álvarez y Pablo Iglesias). Cambó hubiera querido sumar a todos estos sectores a un Antonio Maura que hubiera representado a la derecha y que era, además, el político más prestigioso de la España de la época. Mientras la asamblea estuvo en fase preparatoria y sin trascendencia pública el gobierno dejó hacer, pero cuando se reunió el 19 de julio fue disuelta inmediatamente aunque sin violencia. Cuando tuvieron lugar estos acontecimientos se había manifestado ya de forma clara la heterogeneidad de los protestatarios. En efecto, después de reunida la asamblea, los movimientos obreros pasaron a protagonizar de forma más relevante la acción contra el gobierno y éste mantuvo también una actitud aparentemente pasiva. Un conflicto social de los ferroviarios que había tenido lugar en Valencia al mismo tiempo que la asamblea de parlamentarios no se solucionó, por lo que el 9 de agosto todo el sindicato ferroviario de UGT decidió ir a la huelga y en días sucesivos todo el sindicato socialista se lanzó a la huelga general. En efecto, el socialismo fue el gran protagonista de los sucesos del 10 al 13 de agosto. La huelga de agosto dio lugar a graves incidentes que provocaron más de setenta muertos en toda la Península y unos 2.000 detenidos. Sin embargo, resultó un fracaso, ya que únicamente los socialistas la siguieron y ni siquiera todos ellos, ni tan siquiera todos los ferroviarios. Los propios dirigentes socialistas dieron mucho más la sensación de ser dominados por los acontecimientos que de regirlos ellos mismos. Lo que resultó evidente es que el Ejército, que podía haber sido considerado como un elemento renovador, se oponía de manera radical a la revolución social. Artículos periodísticos de diputados republicanos defendiendo la indisciplina de los soldados provocaron la inmediata prevención de la oficialidad. Márquez empleó su propio regimiento para ir contra los amotinados durante los sucesos revolucionarios de agosto en Sabadell y el capitán general de Cataluña no tuvo el menor inconveniente en violar la inmunidad parlamentaria de un diputado republicano deteniéndole. Las enseñanzas a extraer de los sucesos de 1917 son varias. En primer lugar, el sistema político vigente era tímido ante los deseos de reforma de la sociedad y no satisfacía a los sectores renovadores. Su respuesta habitual consistía en la pasividad y en dejar pasar el tiempo más que en tomar la iniciativa de la reforma. En cambio, cuando el movimiento hubo sido derrotado se hizo patente que la Restauración era liberal, pues fue moderada en la represión. En segundo lugar, resultaba patente que los sectores renovadores estaban de acuerdo en ir en contra del sistema, pero diferían entre sí mismos respecto al contenido de la misma. Es evidente que el ejército, los parlamentarios y los obreros carecían de objetivos comunes, pero lo que realmente arruinó la coyuntura reformista de 1917 fue la indecisión y el confusionismo de los militares, por un lado y, por otro, el rumbo revolucionario adoptado por el movimiento obrero quizá en contra de sus propios dirigentes. Los sucesos de 1917 tuvieron importantes consecuencias. No deben, sin embargo, exagerarse: ni la Restauración quedó herida de muerte a partir de este momento, ni hubo ninguna posibilidad de que se planteara una verdadera revolución social, ni cabe considerar a la Asamblea de Parlamentarios como una revolución burguesa. Si es cierto que en adelante dio la sensación de que el viejo equilibrio se había roto, al mismo tiempo no había nacido uno nuevo. En realidad, los años que siguieron presenciaron el mantenimiento de una crisis de transición con un conjunto de sectores empeñados en producir un cambio, pero incapaces de imponerlo de manera definitiva. De ahí la validez del título del libro de José Ortega y Gasset, La España invertebrada. A corto plazo puede pensarse que el triunfador fue el gobierno de Eduardo Dato, que había logrado separar y enfrentar a sus adversarios, algo sin embargo que hubiera acabado produciéndose de cualquier manera. Pero a tan sólo dos meses de la victoria de la intentona revolucionaria, uno de los vencedores (el Ejército) acabó con la vida de otro (el gobierno de Dato), provocando una crisis política difícil de resolver.
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La "gran depresión" económica que se generalizaría a partir de 1929 destruiría "el espíritu de Locarno" y propiciaría que la inseguridad, la violencia y la tensión volvieran a caracterizar las relaciones internacionales. Lo que en 1928 era impensable, la posibilidad de una nueva guerra mundial -como mostraba que un total de 62 Estados ratificasen el pacto Briand-Kellogg-, resultaría casi inevitable en unos pocos años. La crisis económica mundial fue precipitada por la crisis de la economía norteamericana, que comenzó en 1928 con la caída de los precios agrícolas y estalló cuando el 29 de octubre de 1929 se hundió la Bolsa de Nueva York. Ese día bajaron rápidamente los índices de cotización de numerosos valores -al derrumbarse las esperanzas de los inversores, después que la producción y los precios de numerosos productos cayeran por espacio de tres meses consecutivos- y se vendieron precipitadamente unos 16 millones de acciones. Las causas últimas de la crisis norteamericana fueron, de una parte, la contracción de la demanda y del consumo personal, los excesos de producción y pérdidas consiguientes (por ejemplo, en el sector automovilístico y en la construcción) y la caída de inversiones, propiciada por la caída de precios; y de otra, la reducción en la oferta monetaria y la política de altos tipos de interés llevadas a cabo por el Banco de la Reserva Federal desde 1928 para combatir la especulación bursátil. En cualquier caso, el producto interior bruto norteamericano cayó en un 30 por 100 entre 1929 y 1933; la inversión privada, en un 90 por 100; la producción industrial, en un 50 por 100; los precios agrarios, en un 60 por 100, y la renta media en un 36 por 100. Unos 9.000 bancos -con reservas estimadas en más de 7.000 millones de dólares- cerraron en esos mismos años. El paro, que en 1929 afectaba sólo al 3,2 por 100 de la población activa, se elevó hasta alcanzar en 1933 al 25 por 100 de la masa de trabajadores, esto es, a unos 14 millones de personas. Como consecuencia, Estados Unidos redujo drásticamente las importaciones de productos primarios (sobre todo, de productos agrarios y minerales procedentes de Chile, Bolivia, Cuba, Canadá, Brasil, Argentina y la India), procedió a repatriar los préstamos de capital a corto plazo hechos a países europeos y sobre todo a Alemania, y recortó sensiblemente el nivel de nuevas inversiones y créditos. La dependencia de la economía mundial respecto de la norteamericana era ya tan sustancial (sólo en Europa los préstamos norteamericanos entre 1924 y 1929 se elevaron a 2.957 millones de dólares); y las debilidades del sistema internacional eran tan graves (países excesivamente endeudados y con fuertes déficits comerciales, grandes presiones sobre las distintas monedas muchas de ellas sobrevaloradas tras el retorno al patrón-oro, numerosas economías dependientes de la exportación de sólo uno o dos productos) que el resultado de la reacción norteamericana fue catastrófico: provocó la mayor crisis de la economía mundial hasta entonces conocida. El valor total del comercio mundial disminuyó en un solo año, 1930, en un 19 por 100. El índice de la producción industrial mundial bajó de 100 en 1929 a 69 en 1932. Aunque con las excepciones de Japón y de la URSS la crisis golpeó en mayor o menor medida a la totalidad de las economías, fue en Alemania donde sus efectos fueron particularmente negativos. La economía alemana no pudo resistir la retirada de los capitales norteamericanos y la falta de créditos internacionales. El comercio exterior se contrajo bruscamente. La producción manufacturera decreció entre 1929 y 1932 a una media anual del 9,7 por 100. Los precios agrarios cayeron espectacularmente. La producción de carbón descendió de 163 millones de toneladas en 1929 a 104 millones en 1932; la de acero, de unos 16 a unos 5, 5 millones de toneladas. El desempleo que en 1928 afectaba a unas 900.000 personas, se duplicó en un año y en 1930 se elevaba ya a 3 millones de trabajadores. Las medidas tomadas por el gobierno del canciller Brüning, formado el 30 de marzo de 1930, tales como elevación de impuestos, reducción del gasto público y de las importaciones, recortes salariales y mantenimiento del marco -medidas pensadas para impedir una reedición de la crisis de 1919-23 y para que Alemania pudiese hacer frente al plan Young-, resultaron a corto plazo muy negativas. La contracción de la demanda que provocaron hizo que el desempleo se elevara a la cifra de 4,5 millones en julio de 1931 y a 6 millones al año siguiente (aunque es posible que, con más tiempo, pudieran haber dado resultados positivos: a principios de 1933, se apreciaban ya signos de reactivación). El pánico financiero y bancario norteamericano se contagió a Europa. Los banqueros franceses -los Rothchilds, principalmente- retiraron los créditos concedidos al banco austríaco Kredit Anstalt, que quebró y arrastró a la quiebra a numerosos bancos de Austria, Hungría y Polonia. Como también se señaló al hablar de la dictadura nazi, los bancos alemanes, por temor a quiebras en cadena ante la huída masiva de capitales, cerraron entre el 13 de julio y el 5 de agosto de 1931. La libra fue sometida a fortísimas presiones de los especuladores internacionales: Gran Bretaña decidió en septiembre de 1931 abandonar el patrón-oro y devaluar la libra en un 30 por 100, decisión que obligó a su vez a otros países a reforzar las políticas deflacionistas ya adoptadas por sus gobiernos respectivos. Estos -Hoover en Estados Unidos; MacDonald en Gran Bretaña; Brüning en Alemania; Herriot en Francia- hicieron lo que la ortodoxia económica prescribía para hacer frente a situaciones de crisis: reducciones del gasto público, políticas de equilibrio presupuestario, aumentos de impuestos, reducción de costes salariales, limitación de importaciones vía elevación de aranceles y rígidos controles de los cambios. Como Keynes demostraría poco después en su Teoría general (1936) ya citada, la ortodoxia estaba equivocada, y probablemente sólo la intervención de los gobiernos estimulando la inversión y la demanda -tesis keynesiana- pudo haber generado crecimiento económico y empleo. Fue cierto, con todo, que el resultado de la aplicación de las recetas clásicas no fue totalmente negativo. Hacia 1933, algunas economías parecían ya camino de su recuperación, y para entonces lo peor de la depresión había pasado. Pero los efectos a corto plazo fueron devastadores. Primero, el desempleo alcanzó cifras jamás conocidas: 14 millones en Estados Unidos, 6 millones en Alemania, 3 millones en Gran Bretaña y cifras comparativamente parecidas en numerosísimos países. Segundo, la crisis social favoreció el extremismo político. El temor real o ficticio al avance del comunismo y de la agitación revolucionaria provocó en muchos países el auge de movimientos de la extrema derecha y en algunos, como en los Balcanes y en los Estados bálticos, la implantación de dictaduras fascistizantes. Peor aún, la crisis contribuyó decisivamente al colapso de la República de Weimar y a la llegada de Hitler al poder. Tercero, la crisis económica provocó fuertes tensiones en las relaciones comerciales internacionales al recurrir los gobiernos a medidas proteccionistas para defender las economías nacionales. Estados Unidos impuso el 17 de junio de 1930 el arancel (Hawley-Smoot) más alto de su historia. En mayo de 1931, Francia introdujo el sistema de "restricciones cuantitativas" a las importaciones, un sistema de cuotas sobre unos 3.000 productos de importación. Gran Bretaña impuso en 1932 un impuesto del 10 por 100 sobre todas las importaciones; en la conferencia de Ottawa (21 de julio a 20 de agosto de 1932), los países de la Commonwealth aprobaron el principio de "preferencia imperial", por el que determinados productos coloniales entrarían en Gran Bretaña sujetos a cuotas pero sin recargos arancelarios, y los productos industriales británicos gozarían de beneficios para su exportación a las colonias.
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El hecho de que el mundo se encaminara desde la guerra fría a una coexistencia competitiva no implica que no existieran tensiones, incluso muy graves hasta el punto de que una de ellas, la crisis cubana de 1962, pudo provocar, en mayor grado que cualquier otro conflicto anterior, el estallido de una nueva Guerra Mundial. Lo cierto es, sin embargo, que en las crisis se empezó a gestar una nueva forma de ponerse en relación las dos superpotencias que evitaron una confrontación que pudiera desembocar en la guerra. Desde mediados de los cincuenta hasta comienzos de los sesenta hubo tres ocasiones en las que las tensiones existentes en el mundo se multiplicaron y pareció poder producirse la conflagración. De la primera -la Guerra de Suez en 1956- se tratará más adelante puesto que no puede desligarse del proceso de descolonización. Las dos posteriores -la crisis de Berlín en 1958-1963 y la de los misiles cubanos en 1962- fueron el producto de la confrontación ideológica y, al mismo tiempo, de la delimitación de áreas de influencia de las dos grandes superpotencias. Como sabemos, desde el momento del bloqueo de 1948, Berlín se había convertido en permanente punto de fricción entre la URSS y los Estados Unidos. Por un lado, la capital alemana constituía el mejor testimonio de la voluntad de los occidentales de mantener una defensa decidida de la libertad y la democracia. Al mismo tiempo, la existencia misma de esta ciudad tendía a poner en cuestión la validez misma de los principios comunistas, tal y como creían en ellos los dirigentes soviéticos. Kruschev y el equipo dirigente de la URSS estaban, sin duda, convencidos de la manifiesta superioridad del comunismo y de su victoria a largo plazo, pero en quince años tres millones de alemanes del Este habían logrado cambiar de zona merced al estatuto de Berlín que mantenía un sistema de ocupación militar que ya había desaparecido en Alemania occidental. A este problema permanente en las relaciones entre las dos superpotencias el líder soviético le dio una respuesta muy característica. En realidad, no parece haber buscado de forma coherente ni la confrontación ni la negociación, sino que se lanzó a un ejercicio de amenazas y de presiones que pudieron dar la sensación de lo primero para luego dejar pasar el tiempo sin tampoco llegar a una solución. En todo ello jugó un papel muy importante la actitud de las autoridades de Alemania oriental, que vivían de forma más angustiada la debilidad a la que la sola existencia de Berlín les condenaba: fueron probablemente ellas las responsables de la erección del Muro de Berlín. Pero ni siquiera éste fue una solución y una vez pasado el primer momento de tensión mundial la cuestión quedó sobre el tapete largos años. Kissinger afirma que en la crisis de Berlín y en la posterior de Cuba, Kruschev dio la sensación de actuar como un maestro de ajedrez que después de hacer una apertura brillante se limitara a esperar que su contrincante se rindiera. En realidad, de ambas crisis el dirigente soviético salió derrotado o, por lo menos, no victorioso. Cualquier interpretación con un mínimo de imparcialidad debe admitir que deterioró su prestigio mundial. La cuestión de Berlín fue replanteada en noviembre de 1958 cuando Kruschev asumió la tesis defendida por la Alemania del Este denunciando el estatuto de ocupación cuatripartita de la ciudad. Para el dirigente del PCUS Berlín debía quedar incorporado a la Alemania del Este o internacionalizado bajo la responsabilidad de las Naciones Unidas. Pero lo grave de esta declaración soviética no residió en la defensa de esta tesis, sino en el hecho de que se daba a las potencias occidentales un plazo de seis meses para aceptar esta propuesta; de no hacerlo, la URSS firmaría un tratado de paz con la Alemania Oriental, la cual de esta manera tendría el control de todas las vías de acceso a Berlín. De este modo, las potencias occidentales se encontraron con el dilema de poder llegar a enfrentarse en una guerra nuclear con los soviéticos en el caso de no aceptar, mientras, si lo hacían, parecían renunciar a la defensa de sus propios valores democráticos de cara a los alemanes de Berlín. Muy pronto se descubrió que la contrapropuesta occidental de tratar de resolver globalmente el problema de Alemania tampoco proporcionaba ninguna vía de salida al conflicto. Así se demostró en la conferencia de los ministros de Asuntos Exteriores de los cuatro grandes reunidos en Ginebra durante el verano de 1959. El posterior viaje de Kruschev a Estados Unidos en septiembre de 1959 dio la sensación de permitir un aflojamiento de la tensión y, además, trajo como consecuencia la convocatoria de una conferencia de las máximas autoridades de las cuatro potencias vencedoras de la Alemania nazi en París en mayo de 1960. Sin embargo, en esta ocasión, de un modo de nuevo muy característico del estilo político de Kruschev, se produjo un nuevo fracaso cuando el secretario general del PCUS exigió con carácter previo a los norteamericanos que pidieran excusas por haber empleado aviones espías sobrevolando el territorio soviético -denominados U2-, uno de los cuales fue derribado y su piloto apresado. De nuevo, se reprodujo la máxima tensión en los años siguientes cuando, no habiéndose llegado a ningún acuerdo, Kruschev lanzó violentísimos ataques contra los occidentales desde las tribunas de la ONU en otoño de 1960. Cuando tuvo lugar una entrevista entre Kruschev y el nuevo presidente norteamericano, Kennedy, en Viena, en junio de 1961, no hubo tampoco ningún avance. El segundo parece haber buscado algún tipo de camino hacia un compromiso mientras que su interlocutor se lanzaba a una confrontación ideológica de la que nada pudo salir. La propuesta soviética volvía a ser convertir a Berlín en una ciudad libre en el marco de un tratado de paz de los antiguos aliados con las dos Alemanias. Kennedy sintió la frustración de quien ni siquiera creía haber sido considerado como un igual por su interlocutor. La crisis sobre Berlín llegó a su apogeo a mediados de agosto de 1961 cuando las autoridades del Este de Alemania tomaron la decisión de establecer un muro de división entre las dos zonas de ocupación de la capital. En adelante, la circulación entre ambas quedó imposibilitada por completo: quienes trataran de franquear el muro quedaban condenados a persecución e incluso a muerte, como habrían de sufrirla algunos centenares. También a lo largo de la frontera de las dos Alemanias se tomaron idénticas precauciones de modo que, aunque no de forma absoluta, la hemorragia demográfica sufrida por la Alemania comunista pudo ser detenida en gran medida. Lo sucedido podía parecer el óptimo testimonio de la confrontación entre los dos mundos, pero en realidad acabó siendo relativamente satisfactorio para ambas superpotencias. Kennedy pudo denunciar lo sucedido como una prueba de que el comunismo sólo era capaz de evitar ese "voto con los pies" que hasta ahora se había producido por el procedimiento de levantar una barrera para evitar la libre comunicación. Además, acudió a Berlín a levantar acta de los males del comunismo y a garantizar un apoyo que, por otro lado, no significaba un riesgo de confrontación nuclear. Pero, al mismo tiempo, en su interior llegó a la conclusión que lo sucedido, tras la mala experiencia de Viena, demostraba que, con todas sus bravatas, Kruschev no quería la guerra. De ahí que pueda decirse que la construcción del muro de Berlín sentó las bases para que en la posterior crisis cubana se intentara llegar a un acuerdo: de hecho, Kennedy mantuvo a través de su hermano un contacto indirecto, no comprometido y encubierto con un agente soviético como procedimiento para aliviar tensiones. Por su parte, Kruschev había logrado dar satisfacción a los alemanes orientales sin poner en peligro la paz mundial, por más que no hubiera alcanzado todos sus objetivos y tuviera que dar marcha atrás al plazo de seis meses que él mismo se había impuesto para resolver el contencioso. Esta crisis también tuvo otras consecuencias inesperadas en alguno de sus restantes protagonistas o de quienes experimentaron sus efectos. Los dirigentes británicos -Macmillan, por ejemplo- que siempre habían sido partidarios de llegar a acuerdos con los soviéticos vieron confirmada la oportunidad de sus planteamientos. De Gaulle pensó que la URSS, con el planteamiento de la cuestión berlinesa, no hacía otra cosa que desviar la atención de sus problemas internos; en adelante, un eje fundamental de su política consistió en fomentar su relación con la Alemania Federal. Ésta se sentía amenazada por la posibilidad de que otros tomaron por ella una decisión que le afectara: quiso, por consiguiente -incluso desde la época de Adenauer- por una parte tener asegurada la retaguardia gracias a la colaboración francesa y, por otra, abrirse a la posibilidad de un acuerdo con los soviéticos. Quizá, sin embargo, el impacto más aparentemente sorprendente de la crisis de Berlín fue el que tuvo sobre el alcalde occidental de la ciudad, Willy Brandt, el futuro dirigente de la socialdemocracia alemana en la época de la apertura al Este, tal como él mismo lo revela en sus memorias. La génesis de su política exterior la describe en el momento en que los alemanes orientales levantaron el muro de Berlín y, por más que Kennedy hiciera muchas declaraciones a favor de la libertad y la democracia de los berlineses, no fue, sin embargo, capaz de suspender sus vacaciones veraniegas y volver al menos a la capital de los Estados Unidos para ponerse al timón de la política occidental.
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Probablemente fue la crisis cubana aquella que resultó más grave entre las dos superpotencias en todo el período que transcurre desde mediados de la década de los cincuenta e inicios de los sesenta: a fin de cuentas, la Guerra de Suez tiene que ser conceptuada como incidente, aunque importante, en el camino hacia la emancipación colonial mientras que la crisis de Berlín había tenido antecedentes previos y no dio la sensación de poder llegar a provocar una conflagración mundial. En cambio, éste fue el caso de la crisis cubana que se desencadenó en octubre de 1962. El alineamiento de Castro con la URSS no era inevitable. Se debe tener en cuenta, por ejemplo, que el Partido Comunista cubano se opuso al asalto al cuartel de Moncada, que constituyó el primer paso del Castro revolucionario. Cuando éste alcanzó el poder su imagen fue de una especie de "nuevo Bolívar" más que de un revolucionario marxista. Durante todo el año 1959 las declaraciones del propio Castro impedían que se le pudiera considerar como tal. Por otro lado, la política de la URSS respecto a Iberoamérica había sido extremadamente prudente a comienzos de los años cincuenta, cuando se estableció un régimen procomunista en Guatemala. A lo largo del año citado, los mismos soviéticos conceptuaron lo sucedido en Cuba como la construcción de un "Estado de democracia nacional" que a los chinos siempre les pareció insuficiente como para ofrecer una colaboración verdaderamente generosa. Pero en tan sólo dieciocho meses la situación cambió cuando Castro decidió alinearse con el comunismo. A partir de este momento, todos los partidos comunistas del mundo fueron inducidos a apoyar sin fisuras la Revolución cubana. De todas las maneras, siempre la URSS tuvo un cierto reparo en que la identificación de Castro con el modelo soviético le convirtiera en más vulnerable. Ya hemos visto que el activismo de Kennedy en política exterior y el hecho de que ya en la época de Eisenhower se hubiera preparado una operación encubierta en contra de la Cuba castrista tuvieron como consecuencia que, en abril de 1961, se diera luz verde por la Administración demócrata al desembarco de Bahía de Cochinos, una operación pésimamente organizada que ni podía pasar desapercibida ni contó con una ayuda tan decidida como para derrocar a Castro. Después de ello no desaparecieron del horizonte de lo posible, del lado norteamericano, operaciones tendentes a derrocar o incluso a asesinar a Castro. Pero la política de Kennedy tuvo también otro aspecto más laudable. La "Alianza para el Progreso", postulada por el presidente norteamericano en un discurso ante el cuerpo diplomático hispanoamericano en la capital de Estados Unidos, supuso una ayuda de 20.000 millones de dólares. Como aseguró el historiador y asesor presidencial Arthur Schlesinger, se había convertido en evidente que un esfuerzo de idealismo social era lo único verdaderamente realista que podía hacerse por los Estados Unidos en Iberoamérica. Mientras tanto, como hemos podido comprobar, las relaciones de Kruschev con Kennedy, principalmente respecto a la crisis de Berlín, habían sido netamente malas sin establecerse un mínimo de confianza entre ambos. Como también se ha indicado ya, la iniciativa en el planteamiento de la crisis de los misiles soviéticos instalados en Cuba debe atribuirse en exclusiva a Kruschev y no tanto por motivos relacionados con su voluntad de defender la revolución cubana como de lograr mediante la instalación de misiles de medio alcance una ventaja comparativa con respecto al balance estratégico nuclear preexistente entre las dos superpotencias. De lo único que puede culparse a la Administración norteamericana es de que quien tenía la responsabilidad más importante -Kennedy- había asegurado que existía un desfase estratégico norteamericano en armas nucleares para luego desmentirlo, lo que pudo provocar a Kruschev. Por otro lado, el Gobierno norteamericano nunca tomó en serio lo que consideraba como bravatas de Kruschev sobre la posibilidad de instalar misiles soviéticos en Cuba. De cualquier modo, aunque la instalación de los mismos supusiera una ventaja importante para los soviéticos, de ninguna manera compensaba la ventaja norteamericana que la propia Administración de este país evaluaba en 17 a 1. Desde el verano de 1962 los servicios secretos norteamericanos empezaron a especular sobre la posibilidad de que los soviéticos estuvieran instalando misiles en Cuba. La confirmación, sin embargo, no se llevó a cabo sino el 16 de octubre de 1962 tras el vuelo de un avión espía U2 y el posterior estudio de las fotografías tomadas. La propia rapidez de la construcción de las instalaciones contribuye a explicar que no se hubieran hecho las operaciones de camuflaje imprescindibles. Desde ese momento, empezó a actuar una célula de crisis del Gobierno norteamericano en la que no siempre existió unanimidad. Mientras que el propio secretario de Estado norteamericano recordó que los Estados Unidos mantenían su superioridad, otros señalaron que lo sucedido equivalía a la violación por parte de los soviéticos de la doctrina Monroe, que vetaba la intervención extraña en el Nuevo Continente, a tolerar la falta de credibilidad que sufrirían los Estados Unidos en el caso de que no hubiera reacción, a acortar el tiempo de aviso de ataque nuclear o a aceptar la vulnerabilidad de los bombarderos estratégicos norteamericanos situados en Florida. Tomada la decisión de actuar, se planteaba la posibilidad de llevar a cabo un bombardeo sin preaviso o la de establecer un bloqueo marítimo a la isla, que luego adoptaría la denominación, más inocua, de "cuarentena". La primera decisión hubiera supuesto "un Pearl Harbour al revés", aseguró Robert Kennedy, quien añadió que su hermano nunca actuaría como lo había hecho el almirante japonés Tojo; no obstante, obtuvo seis votos mientras que la segunda opción logró once. El 22 de octubre Kennedy anunció al mundo la decisión por televisión; poco antes había informado a sus aliados y al legislativo norteamericano. La conmoción fue espectacular: uno de cada cinco norteamericanos pensó que la Guerra Mundial era ya inevitable. Por fortuna este desenlace fatal no se produjo. El 24 de octubre empezó a funcionar la "cuarentena" deteniendo la flota americana a algunos de los veinticinco buques soviéticos que se estaban dirigiendo hacia Cuba. Dos días después, Kruschev dirigió una primera carta a Kennedy, espontánea y probablemente bienintencionada, por más que él hubiera sido quien puso en marcha la instalación de misiles: se mostraba dispuesto a desmantelarlos a condición de una promesa formal de que Cuba no sería invadida. El 27 una nueva carta del líder soviético incluía la demanda adicional de que los norteamericanos desmontaran las instalaciones de misiles Júpiter que tenían en Turquía. De estas dos cartas, el presidente norteamericano sólo respondió a la primera aunque, en su respuesta, aludió también vagamente a la segunda. La promesa de no invadir Cuba podía ser hecha porque no había ningún plan directamente dirigido a este propósito; otra cosa es que, como ya se ha dicho, subsistieran las operaciones encubiertas. En cuanto a los misiles instalados en Turquía, muy obsoletos y vulnerables, desde hacía tiempo se había pensado en hacerlos desaparecer, pero a Kennedy le pareció que ofrecer esa medida como contrapartida habría equivalido a dar la sensación a su propia opinión pública de que se cedía en exceso. De hecho, consiguió un éxito manifiesto de cara a la misma, aunque en realidad fuera más efectivo en lo que respecta al modo de enfrentarse con la crisis que en la previsión de que podía acontecer o en capacidad de evitarla. El 28 de octubre la crisis había sido superada y los soviéticos empezaron a desmontar sus misiles aceptando la solución acordada con los norteamericanos. El mundo recibió la noticia con alivio pero hubo una larga serie de hechos que ignoró en el transcurso de la crisis y que sólo han sido conocidos con el transcurso de mucho tiempo y la apertura de los archivos. La más importante de ellas es que la iniciativa partió de Kruschev y no fue tan sólo defensiva por más que los cubanos hubieran solicitado la presencia de armas nucleares soviéticas en la isla. Pero hay muchas otras más. Parece, por ejemplo, que ambos contrincantes durante la crisis procuraron evitar la confrontación final. Los norteamericanos, por ejemplo, sufrieron el derribo de dos aviones U2, uno sobre la isla y otro en Siberia, y, sin embargo, no dieron cuenta de ellos para evitar la repercusión sobre la opinión pública propia; además, modificaron sucesivamente el perímetro en que tenía lugar la cuarentena también con el deseo de evitar mayor conflictividad. Los soviéticos tuvieron que enfrentarse con la airada reacción de Castro partidario incluso de un ataque nuclear inicial de los soviéticos e indignado cuando éstos decidieron ceder. En adelante, hubo de conformarse con la presencia en la isla de cazabombarderos que podían llevar armas nucleares (algo de lo que los norteamericanos permanecieron ignorantes). Tampoco habían sabido estos últimos que, pese a lo que ellos pensaban, si hubieran llevado a cabo el bombardeo preventivo los soviéticos de la isla hubieran respondido porque tenían instrucciones para ello y, además, disponían ya de cabezas nucleares para hacerlo, algo de lo que tampoco fueron conscientes Kennedy y los suyos. La conclusión más importante de la crisis de Cuba fue que, a pesar de bordearse la posibilidad del estallido de una guerra nuclear, la disuasión nuclear había funcionado, por más que hubiera sido "in extremis". Además, había quedado claro que el diálogo de las dos superpotencias era, a la vez, necesario y posible. La coexistencia pacífica no era, por lo tanto, un slogan de propaganda sino algo impuesto por las circunstancias. No puede extrañar que no tardara en producirse una evolución hacia la distensión. Las primeras medidas en este sentido fueron el establecimiento de un "teléfono rojo" destinado a hacer posible la comunicación entre las cúpulas dirigentes de las dos superpotencias y la prohibición de ensayos nucleares en la atmósfera. Por lo demás, convertida la Cuba de Castro en todo un modelo, en especial de cara al Tercer Mundo, sus relaciones con la URSS resultaron bastante más complicadas de lo que en principio podía esperarse. Para comprobarlo, merece la pena tratar esta cuestión en este momento y de manera global sin esperar a hacerlo más adelante para percibir así con más claridad que la relación fue más conflictiva de lo que en principio podía pensarse. En efecto, Castro pareció querer evitar cualquier compromiso con una de las partes cuando se produjo la división del movimiento comunista en dos tendencias, una prosoviética y otra prochina. Si finalmente se decidió a apoyar a la URSS fue porque la consideraba más capaz de ayudarle, como efectivamente sucedió: de hecho, la economía cubana fue, en adelante, fuertemente subvencionada por la ayuda de los países del área soviética. A pesar de ello, hubo importantes diferencias de criterio entre los dos países. Los soviéticos estaban mucho más interesados en lograr que los partidos comunistas de todo el mundo se alinearan con sus posturas que en la eventualidad de creación de zonas guerrilleras en puntos neurálgicos de Hispanoamérica. La paradoja fue, en efecto, que en realidad Cuba sintonizaba mucho más desde el punto de vista de la estrategia revolucionaria con China que con la URSS. En la Conferencia Tricontinental, celebrada a comienzos de 1966 en La Habana, Castro se reivindicó a sí mismo como líder de todos los movimientos guerrilleros revolucionarios defendiéndolos a todos ellos, fueran o no comunistas, y mostrándose partidario de una política de activismo subversivo que le llevaba a predicar una directa involucración en la Guerra de Vietnam que las dos grandes potencias comunistas evitaron. Al mismo tiempo, sin embargo, en un momento en que el propio Estado chino estaba en grave peligro, sometido a la crisis de la revolución cultural, se produjo una ruptura violentísima con este país que llegó a retirar a Castro la consideración de socialista. Pero en su repudio de cualquier proclividad parlamentaria y en su preferencia por la acción guerrillera, Castro, en realidad, estaba muy próximo a la posición de Mao. Fue este activismo el que le enfrentó a los soviéticos siempre proclives a un comportamiento más prudente en un área como la hispanoamericana, que debían considerar como controlada por la hegemonía del vecino del Norte. De ahí el desencanto sentido por la URSS, perceptible en el escaso número de artículos que durante mucho tiempo se dedicó en la prensa soviética a la experiencia de Castro. Las peores relaciones entre los dos países se produjeron en 1967-8 cuando el líder cubano se había lanzado a la promoción de focos guerrilleros rurales con ayuda de revolucionarios iberoamericanos o extranjeros, como Che Guevara o Regis Débray. Eso le hizo enfrentarse a gran parte de los Partidos Comunistas de la región, en especial al venezolano. La URSS, que quería anudar una relación económica estrecha con los países del área, no pudo alinearse con esta actitud e incluso presionó sobre los cubanos por el procedimiento que tenía más a mano: ser menos generosa de lo que lo había sido antes con los cubanos que, por ejemplo, padecieron dificultades en lo que respecta a su abastecimiento de productos energéticos. La liquidación de los movimientos guerrilleros a finales de los años sesenta contribuyó a que la postura de Castro cambiara. La desaparición de esa vía revolucionaria le hizo apoyar dictaduras populistas, como la de Velasco Alvarado en Perú o a líderes socialistas revolucionarios, que accedían al poder por procedimientos parlamentarios como Allende en Chile. Esa política resultaba más homologable con los intereses estratégicos de la URSS, que no tuvo inconveniente en prestar más ayuda: en 1972 Cuba ingresó en el COMECON y dos años después Breznev la visitó. Durante la década de los setenta, siendo ya improbable el éxito de cualquier aventura revolucionaria en Iberoamérica, Castro se lanzó a una aventura africana que favorecía los intereses estratégicos soviéticos. Pero ésta es ya una cuestión de la que se tratará más adelante.