Monarca prudente y verdadero burócrata coronado, Jaime II fue rey de Sicilia hasta la muerte de Alfonso III, lo que explica que asumiese la herencia política de Pedro III el Grande (1276-1285), es decir, ampliar el dominio catalano-aragonés sobre el Mediterráneo occidental (eje insular Baleares-Sicilia-Cerdeña con ramificaciones en el Norte de África, Murcia y el Mediterráneo oriental). Una inicial alianza con Castilla frente al bloque Anjou-Francia-Papado le reportó importantes frutos como el singular tratado de Monteagudo (1291), por el que Aragón y Castilla proyectaron sobre el Magreb los antiguos repartos de territorios islámicos peninsulares de los tratados de Cazola (1179) y Almizra (1244), y la conquista de la estratégica Tarifa (1292). Desde 1293 Jaime II perdió el apoyo castellano, de modo que tuvo que solucionar la guerra abierta con angevinos y franceses en el tratado de Anagni (1295), por el que renunciaba al dominio directo de Sicilia y Mallorca a cambio de la paz con el Papado y Francia, de ventajas comerciales y de la investidura sobre Córcega y Cerdeña (1297-1299). El tratado de Caltabellota (1302) terminó de consolidar la virtual hegemonía mediterránea del Casal de Barcelona -reinante en la Corona de Aragón, Mallorca y Sicilia-. A esta solidaridad dinástica insular Jaime II añadió en 1319 la proclamación de la indisolubilidad de la Corona. La exitosa expansión mediterránea de la Corona de Aragón prosiguió con el vasallaje de los reyes musulmanes de Túnez, Bugía y Tremecén y la legendaria conquista de los ducados griegos de Atenas y Neopatria por los almogávares de la "Compañía Catalana" al servicio de Bizancio (1302-1311). Jaime II culminó esta política con la difícil ocupación de Cerdeña (1323-1324), convertida desde entonces en la verdadera pesadilla de los monarcas catalano-aragoneses. En la Península Jaime II aprovechó la crisis castellana para ocupar el reino de Murcia, uno de los objetivos seculares de la Corona de Aragón (1296), del que logró retener definitivamente la parte norte (Alicante-Elche-Novelda) en los tratados de Ágreda-Torrellas (1304). Desde 1308 fue renovada la alianza con Castilla, que se materializó un año después en el apoyo catalano-aragonés a una gran cruzada castellana contra Granada. Jaime II ayudó a Castilla a conquistar Gibraltar (1308), pero fracasó en una gravosa campaña contra Almería (1309). En el interior, el monarca abordó importantes reformas. Transformó las Cortes en órgano legislativo y de gobierno, creó funcionarios reales como el vicecanciller y el protonotario, y depuró la administración mediante encuestas trienales (desde 1311) a los funcionarios públicos (Purga de Taula). Jaime II mantuvo una sorda pugna con la levantisca nobleza aragonesa, celosa de sus derechos, de la injerencia catalana y proclive a las alianzas con Castilla. Entre 1291 y 1301 la alianza con Sancho IV y el respeto a los fueros aragoneses mantuvieron la paz (salvo durante la campaña de Murcia en 1296). Con todo, la creación de una sede arzobispal en Zaragoza exclusivamente aragonesa indica que las diferencias entre Cataluña y Aragón se acentuaron durante su reinado. El brillante Jaime II murió en 1327 después de haber convertido la Corona de Aragón en una potencia de primer orden en el panorama internacional. El reinado de Alfonso IV el Benigno (1327-1336) estuvo determinado por la guerra de Cerdeña y los problemas sucesorios surgidos de su matrimonio con Leonor de Castilla. Esta unión permitió una primera etapa de paz entre ambas Coronas que se rompió cuando los infantes Fernando y Juan recibieron grandes posesiones en la frontera de Valencia, lo que suponía desmembrar el reino y convertir a los hijos de la reina en potenciales amenazas para la estabilidad de la Monarquía. Esta dotación a costa del heredero Pedro condujo al enfrentamiento entre éste y la reina. El conflicto se agudizó a la muerte de Alfonso IV (1336). Leonor se refugió en Castilla apoyada por Alfonso XI y Pedro IV el Ceremonioso alentó a los nobles castellanos rebeldes. Este conflicto cesó en 1338 al dominar Alfonso XI a sus nobles y orientarse Pedro IV hacia los problemas en el Mediterráneo. En política exterior el reinado de Alfonso IV (y el de su hijo Pedro IV) se centró en dos objetivos: el dominio de Cerdeña frente a Génova y la reintegración de Mallorca y Sicilia. En el conflicto sardo la Corona de Aragón compaginó la guerra abierta con la actividad de corso patrocinada por las ciudades marítimas y Mallorca, dependientes del suministro de trigo de Cerdeña. Sin un claro vencedor, en 1336 se puso fin a un conflicto que perjudicó económicamente a toda la zona. Esta agotadora guerra naval agudizó los primeros síntomas de la gran crisis que azotaría poco después a la Corona de Aragón. Las carestías sufridas en 1333 bautizaron premonitoriamente esta fecha como "lo mal any primer".
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Entre tanto, en Valencia se dan cita, como a fines del siglo XIV, artistas foráneos, como Luis Alincbrot. Pero es Jacomart el gran pintor. Su vida es irregular y transcurre entre Valencia e Italia, donde será reclamado por el rey Alfonso el Magnánimo. El tríptico de la colegiata de Játiva es una de las mejores muestras de su arte que, parcialmente, se perciben en el gran retablo de Segorbe, con participación de taller. Su personalidad es algo huidiza, por los viajes continuos y porque obras iniciadas por él son terminadas por el digno pero menos dotado Juan Rexach. En los momentos culminantes, su arte admite comparación con el de Antonello joven. Rexach hereda seguramente su clientela y trabaja con eficacia, dentro de sus limitaciones. También por Valencia pasa por un momento el más vigoroso artista hispano de la segunda mitad de siglo. Me refiero a Bartolomé Bermejo, andaluz de origen, sin tradición en su tierra de origen, formado casi con seguridad en Flandes, donde conoce a varios maestros importantes que le influyen. Pero, al contrario que Dalmau, su personalidad asimila lo que ve, reinterpretándolo con originalidad. Su oficio es igualmente superior al del valenciano. El San Miguel de Tous es una obra magnífica de dibujo comparable al de sus maestros, pero con un toque áspero particular. Sin que conozcamos las razones de su azarosa existencia, le vemos a continuación en Aragón. Sobre todo está en Daroca. Pinta el descomunal Santo Domingo de Silos (Museo del Prado), icono de oro, gigantesco y solemne, arcaico y moderno, cuya cabeza es un prodigio técnico. Es casi con seguridad el único pintor hispano que resiste por su técnica el parangón con los flamencos. También en Daroca lleva a cabo el desigual retablo de Santa Engracia, más interesante por su bancal que por la historia de la santa dispersa por diversos museos. Como es natural, es el Santo Domingo el que suscita más copias entre los aragoneses.Pese al éxito que parece suponer esta aceptación, viaja a Barcelona. Quizás hubo incluso otra estancia en Valencia, donde recibe el encargo del mercader de Acqui Terme, Francisco della Chiesa, pintando el retrato en la tabla central de un tríptico dedicado a la Virgen de Montserrat (catedral de Acqui Terme), recientemente restaurado. Es muy claro que era un paisajista excelente y lo muestra en esta tabla, buscando efectos lumínicos que inciden sobre las figuras. Esto se pondrá aún más de manifiesto en la barcelonesa Piedad del canónigo Desplá (Museo de la catedral, Barcelona), obra tardía de su estancia en la capital catalana, donde debe morir. ¿Qué razones le llevan a estos cambios de residencia? Su catálogo no es muy extenso, pero sí muy intenso. El Aragón que conoció abundaba en obras producidas en diversos centros, aunque con una calidad muy desigual. El descubrimiento de las pinturas de la zona alta del retablo de Egea de los Caballeros nos presenta a un notable artista que debe ser Martín de Soria. La identificación del Maestro del arzobispo Mur con Tomás Giner, relacionado con la corte, y pintor de sólida formación, ayuda a entender la variedad de talleres, sin que sea pensable un Huguet joven que influya en Aragón. Miguel Ximénez y Martín Bernat actúan a veces juntos, pero poseen condiciones menos interesantes como artistas. La pintura catalana no mantiene la calidad anterior, explicable por la difícil situación por la que pasa el Principado. Huguet es el maestro incontestable, con grandes condiciones que no llega a desarrollar con plenitud, porque no encuentra una clientela exigente que le pida demasiado. En sus orígenes parece mantener alguna línea de contacto con el internacional. También existe un conocimiento de lo italiano. Tal vez receptivo a Dalmau, lo cierto es que su concepción espacial es mucho más moderna que la del exquisito Martorrell. Instalado en Barcelona no abandonará la ciudad en su larga vida. Su éxito continuo le obliga a mantener un taller bien organizado con actividad constante, hasta en los momentos graves de la guerra civil. Pero las expectativas iniciales quedan truncadas al adocenarse en una producción decorativa, de ciertos efectos, donde se va renunciando a las conquistas adquiridas en una temprana madurez. En otras zonas de Cataluña trabajan talleres de mayor o menor entidad. En la zona norte, se asientan un anónimo artista denominado Maestro de la Seo de Urgel, tal vez vivo más allá de 1500, de sólida formación nórdica, con una producción relativamente escasa, pero interesante. En Gerona se ha atribuido a la familia Solá un grupo de interesantes pinturas, con puntos de concomitancia con Huguet.
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En la Corona de Castilla el fin de siglo no es especialmente interesante. En el siglo XV, la voluntad de ciertos promotores religiosos y laicos va cambiando lentamente la situación. Gómez Manrique encarga antes de su muerte su sepulcro y el de su mujer, para el monasterio de Fresdeval que ha fundado. El obispo Diego de Anaya trae a un desconocido escultor a Salamanca, para que se ocupe de su tumba en una capilla destinada al efecto. Es una obra suntuosa: donde el artista demuestra un conocimiento de lo que se hace en el área de Cataluña y sur de Francia, con un lenguaje cercano al del internacional. En Sigüenza, después de su muerte y de acuerdo con su intención, se lleva a cabo el sepulcro de Alonso Carrillo de Albornoz, cardenal de San Eustaquio, en una línea parcialmente deudora de la herencia de Borgoña.Todas son obras importantes, pero no representan por ahora sino casos aislados, en un ambiente aún no plenamente renovado. Por el contrario, el retablo esculpido apenas existe, si acaso en piezas de escaso alcance, normalmente de madera.
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En la Corona de Castilla toda ha cambiado. Primero es Jorge Inglés, pintor y miniaturista al servicio del marqués de Santillana, para quien en 1455 está pintando el retablo de la Virgen del hospital de Buitrago (colección duque del Infantado, castillo de Viñuelas). Antes había iluminado algún códice. A partir de ahora la influencia flamenca se dejará sentir cada vez con más intensidad. La pintura de Buitrago y su herencia nos sitúa ante uno de los ejes importantes de la pintura, relacionado con los Mendoza, con posesiones en Guadalajara e intereses religiosos en Toledo. A su vez esta línea Guadalajara-Toledo, tiene un ramal que lleva hasta Avila. En estos terrenos hay que citar al Maestro de Sopetrán, al servicio del duque del Infantado, muy flamenco en sus planteamientos. También a Sancho de Zamora y Juan de Segovia, autores documentados del nuevo retablo de la capilla del Condestable en la catedral de Toledo, encargado en 1488, por María de Luna, hija de Alvaro de Luna, en memoria de su padre. Uno de los dos pintores es el que se conoció en un tiempo como Maestro de los Luna, que parece trabajar en Segovia. El otro está más próximo a un grupo de artistas anónimos asimismo, de los que destaca el excelente Maestro de Avila, con un bello y pequeño tríptico del museo Lázaro Galdeano (Madrid), varias tablas de un retablo del Barco de Avila y un grupo de pinturas del retablo de la Sisla (Museo del Prado). ¿Será el pintor García del Barco? Un cierto expresionismo o la hosquedad de algunos rostros en la pintura de Sancho de Zamora y del Maestro de Avila, alcanzan un grado más alto en el Maestro de San Ildefonso. Es una personalidad importante. Le da nombre la enorme tabla con la Entrega de la casulla a San Ildefonso del Museo del Louvre. Su estilo es enormemente plástico. Tal vez sus obras más perfectas sean las tablas de los santos Atanasio y Luis de Tolosa, donde crea unos tipos recios, pero algo inquietantes (Museo de Valladolid).
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La Corona era la piedra angular de la arquitectura canovista, en cuanto que era la institución encargada de distribuir el poder a los partidos, y así civilizar y pacificar la vida política; y esta función real tenía la correspondiente cobertura legal en la Constitución. Tanto el principio teórico como la aplicación del mismo aparecen con total claridad en los documentos de la época. Cánovas afirmaba que "la Monarquía entre nosotros tiene que ser una fuerza real y efectiva, decisiva, moderadora y directora, porque no hay otra en el país"; la soberanía compartida por las Cortes con el Rey venía a resolver un problema de ejercicio de la soberanía, no de principio: "La verdadera y grave cuestión consiste en quién debe y puede con legítimo derecho representarla o ejercerla. Para el político malagueño, la monarquía era imprescindible en España para desempeñar ambas funciones; como en todas partes, era la representación por excelencia de la soberanía, el símbolo de la legalidad y de lo permanente, por encima de la lucha de los partidos; pero en las circunstancias concretas de España, la monarquía era también una pieza clave en el ejercicio de la soberanía. Es indudable que esto suponía otorgar a la Corona un poder personal y extraordinario. No se trataba de un poder absoluto, porque estaba limitado por la Constitución y las demás convenciones políticas, aunque los críticos del sistema así lo entendieron, y algunos cortesanos animaban al monarca a comportarse como si de hecho tuviera todo el poder. En ningún episodio queda tan clara la función clave de la Corona como en el acceso al poder del partido fusionista, en 1881. Los fusionistas -de procedencia progresista en muchos casos- dieron muestras de haber olvidado pronto el principio de la soberanía nacional, y de haber asimilado la tesis de la soberanía compartida por las Cortes y el rey. En el mismo programa de la fusión se apelaba a un acto de personal energía del monarca para que encargara del gobierno al partido. Alonso Martínez lo justificaría expresamente en el Congreso: dada la inexistencia en España de un electorado independiente, afirmaba, "es preciso (...) que el poder Moderador supla algunas de las funciones que en un régimen representativo normal y perfecto debería desempeñar el cuerpo electoral". Como a lo largo del año 1880 el rey parecía no enterarse, los fusionistas amenazaron seriamente con una revolución. El papel del general Martínez Campos -autor del pronunciamiento que había traído al rey y que ahora daba fuerza al partido que se disponía a echarle- era bastante absurdo: "Mientras no se pase el puente que separa la dinastía de la revolución -le escribía a un amigo, en diciembre de 1880, tratando de justificar su permanecía entre los fusionistas- yo no pierdo la esperanza de conservar para el rey un partido". Finalmente, en febrero de 1881, Alfonso XII se decidió a encargar a Sagasta la formación de un nuevo gobierno y la celebración de elecciones, salvando así la situación. Los conservadores aceptaron el fallo del monarca aunque dejando bien claro cuál era el mecanismo de la alternancia, quizá para que los liberales fueran conscientes de que a ellos habría de sucederles lo mismo. Al día siguiente de la crisis, el periódico conservador La Época recordaba al partido fusionista que no debe su elevación a ninguna victoria parlamentaria sino a la libérrima iniciativa y voluntad del Rey. Y Romero Robledo declaraba: "Hemos caído. Teníamos mayoría en las Cámaras (...), pero una sabiduría más alta que la nuestra (...) cree en sus altos designios que ha llegado el momento de cambiar de política. No hay, pues, más remedio que acatar respetuosamente estos designios y morir dignamente". La Constitución otorgaba otros poderes a la Corona, sólo relativamente menores en comparación con el que hemos descrito. Entre ellos, las atribuciones militares, confirmadas por la Ley Constitutiva del Ejército, de 1878, que confiaba exclusivamente al Rey el mando supremo de las fuerzas armadas -eximiéndole de la necesidad de que sus órdenes fueran refrendadas por la firma de un ministro responsable, cuando tomara personalmente el mando-. También tenía el monarca un papel destacado en el nombramiento de todos los jefes militares. Era la invención de una tradición de la monarquía española: la del rey-soldado. Alfonso XII supo representar perfectamente un papel que ninguno de sus antecesores había desempeñado hasta entonces, pero que Cánovas juzgó esencial tanto para terminar la guerra carlista como para refrenar la tendencia al caudillismo de los generales españoles. Ambos objetivos fueron conseguidos plenamente. El rey dirigió personalmente las últimas operaciones militares contra los carlistas que forzaron al pretendiente, Carlos VII -él mismo un rey soldado, que sin duda sirvió de referente a Cánovas en su invención- a cruzar la frontera francesa, por Valcarlos, el 28 de febrero de 1876. En la proclama al Ejército, tras el fin de la contienda, Alfonso XII decía con acentos napoleónicos: "Soldados: con pena me separo de vosotros. Jamás olvidaré vuestros hechos; no olvidéis vosotros, en cambio, que siempre me hallaréis dispuesto a dejar el Palacio de mis mayores para ocupar una tienda en vuestros campamentos; a ponerme al frente de vosotros y a que en servicio de la patria corra, si es preciso, mezclada con la vuestra, la sangre de vuestro Rey". Entró en Madrid bajo arcos de triunfo, y recibió el título de Pacificador. El éxito en el control político del ejército, por otra parte, queda perfectamente claro al considerar la poca importancia, y el fracaso, de los escasos pronunciamientos republicanos que se produjeron.
obra
No es muy habitual que Velázquez realizara obras de temática religiosa al ser los retratos su especialidad. En esta ocasión le fue encargada la Coronación de la Virgen para el oratorio del cuarto de la reina Isabel de Borbón en el Alcázar de Madrid. Se integraría en la serie de cuadros realizados en Nápoles por Andrea Vaccaro y traídos a Madrid por el cardenal Don Gaspar de Borja, dedicados a las festividades de la Virgen María. Se ha pensado en diferentes puntos de referencia que pudo tomar el maestro, como El Greco, Durero o Rubens, aunque bien es cierto que la escena admite pocos cambios. Así, María se coloca en el centro, Cristo a la izquierda, Dios Padre a la derecha y el Espíritu Santo entre ambos, formando la Trinidad. La novedad vendría por el aire de naturalidad que ha insuflado Velázquez a las tres sagradas cabezas y por la adecuación de la técnica a cada una de las partes del lienzo, más espesa en los paños y más suelta en las cabezas y en las manos. La composición se inscribe en un triángulo, figura muy empleada en el Barroco italiano que posiblemente utilizara el maestro para no diferenciarse en exceso de las restantes obras con las que compartiría espacio, todas ellas de manos de Vaccaro. Hay que hacer una especial alusión a los angelitos pintados por Velázquez, que no tienen nada que envidiar a los que han hecho tan famoso a Murillo. La técnica resulta bastante libre ya que el maestro pronto se va a acercar a sus mejores escenas, Las Meninas y Las Hilanderas.
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La coronación de un faraón era uno de los acontecimientos más importantes en la vida del antiguo Egipto. Las ceremonias fueron variando con el paso de los años, aunque el esquema general se mantuvo constante. El faraón, coronado a la muerte de su antecesor, precisaba una única ceremonia de coronación. Pero los egipcios consideraban que el paso del tiempo hacía que el faraón, cabeza sobre la que se sustenta el país, iba perdiendo vitalidad y poderes, tanto físicos como religiosos, por lo que se hacía necesaria una o varias nuevas coronaciones, que se realizaban en el transcurso de una fiesta solemne llamada Heb Sed. A la muerte de un monarca, y tras un periodo de luto, el nuevo rey era elegido por los dioses. Fijado un día para el acto, en medio de la alegría popular, en el palacio de la capital tenían inicio los actos de la primera coronación, en presencia de la familia real y altos dignatarios. El acto principal consistía en la proclamación de sus nombres dinásticos, es decir, su titulatura, y una serie de purificaciones. Después se sucedían tres ceremonias. En la primera -kha neswt y kha siti- el rey aparecía con la doble corona del Alto y el Bajo Egipto. El nuevo rey, llevando un cayado, el látigo de Osiris y una única corona -seekhemty, símbolo de la unión del Alto y el Bajo Egipto-, debía subir a un estrado en el cual se habían colocado dos sillones ceremoniales, en los que debía sentarse para presentarse ante sus súbditos. La segunda era la llamada "reunión de las dos tierras" -sema tawy- y consistía en entrelazar papiros y lirios, símbolos del N y del S del país, respectivamente, en torno a un pilar de madera -sema- de punta bífida. De esta forma las dos regiones de Egipto se imbricaban y, pues el pilar se insertaba en el trono real, el monarca quedaba bajo la protección de las dos plantas simbólicas de Egipto. Después, ya coronado, disparaba su arco hacia los cuatro puntos cardinales, señal de dominio universal. La tercera y última ceremonia era la "procesión alrededor del muro" -pekherer ha ineb-, en la que el nuevo rey debía correr el muro en torno del palacio, delimitando simbólicamente así al país en su recorrido y dispensándole protección mágica.
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El "Rollo del Libro de Josué", de la Biblioteca Vaticana, también está vinculado, al igual que los pintores de los manuscritos precedentes, a la tradición clásica y es incluso más sensible a la gracia delicada del dibujo antiguo. Parece ligeramente anterior a los manuscritos mencionados, en los que influye en cuanto al tratamiento de los árboles y plantas y la ilusión del espacio y remite al trabajo de un scriptorium vinculado a Constantino VII. El mismo era considerado un pintor de renombre y uno de los pocos estudiosos bizantinos que era capaz de identificarse, él y sus escritos, con los autores de la Antigüedad. La realización de todas estas obras fue posible por la existencia de un taller imperial. Muchos de los emperadores, como hemos visto, fueron personas de gran cultura y gustos refinados; y cuando faltó el interés del emperador -Basilio II-, la producción de las obras de arte estuvo asegurada por la existencia de una aristocracia brillante y humanista y por el empuje de su administración, un cuerpo de funcionarios acostumbrados a considerar el arte como adecuada expresión de la verdad religiosa y el prestigio imperial. El arte de la época fue suntuoso y caro. Hasta los objetos más pequeños, las placas de marfil tallado, los esmaltes y relicarios, los vasos y cálices de metal, eran producidos en los talleres del palacio. Los particulares no podían costear las materias primas. Los manuscritos seguían copiándose e iluminándose en los monasterios, pero los mejores se hacían en el palacio, al igual que las telas más finas, destinadas a los cortinajes de las iglesias o las vestiduras de la corte. Se mantenían los mismos convencionalismos que en la decoración de las iglesias. Los santos que aparecen en los esmaltes de un relicario son copias en miniatura de los santos de una pared de mosaico. Recuérdese el famoso camafeo con la figura de Cristo que hoy se conserva en los Museos del Kremlin de Moscú. En ocasiones, los temas representados en estos pequeños objetos podían ser de gran utilidad al difundir ampliamente algunas ideas en las que convenía hacer hincapié. Así ocurre con el tema de la coronación simbólica del emperador, que refleja el orden divino de su poder. El más antiguo ejemplo lo podemos contemplar en una miniatura del manuscrito -griego 510- de la Biblioteca Nacional de París, que representa la escena de la coronación de Basilio I por el arcángel Gabriel en presencia del profeta Elías; alcanza su madurez en un marfil de mediados del siglo X, hoy en el Museo de Bellas Artes de Moscú, que acoge a Constantino VII Mediador de Dios, autócrata rey de los romanos, vestido de ceremonial y a quien Cristo le coloca la corona. Es precisamente la corona el símbolo sagrado por medio del cual se transmite el poder, y, por ende, será la coronación la expresión más clara del poderío del emperador. Por otro lado, el lazo con la ceremonia eclesiástica queda confirmado por la presencia, siempre, de la figura de Cristo, la Virgen, un santo o un ángel, a los que se atribuye el gesto que, en el rito, pertenece al Patriarca. Y el vestuario de gran ceremonia que lleva el emperador, parece hacer igualmente alusión a la pompa de la coronación, esto es la dalmática y el loros. Podemos preguntarnos si la efigie del soberano corresponde a su verdadero rostro. De manera general puede indicarse que los artistas, en estos casos, se servían poco de características individuales suficientemente perfiladas. En realidad se deseaba que el soberano fuese menos reconocible por sus rasgos personales que por sus insignias, su actitud y gestos rituales. El artista ofrece, en consecuencia, una fórmula plástica adecuada a esta revisión solemne y abstracta, limitándose, para poder identificar una imagen imperial, a anotar sumariamente algún trazo distintivo de su fisonomía y a colocar a su lado el nombre del personaje. El emperador no existe en cuanto tema de arte retratístico fuera de su rango o función social y será un verdadero basileus en cuanto sea capaz de proyectar sus trazos nobles y graves, la apostura majestuosa prescrita, el gesto consagrado, las vestiduras e insignias reglamentarias. Tenía, pues, un valor secundario, la descripción hecha por Teófanes Continuatus en su "Cronografía" del estudioso Constantino: "Constantino Porfirogéta era alto de estatura. Su piel era blanca lechosa: sus ojos eran azules y afables. Tenía una nariz aguileña, cara alargada, mejillas rojizas y un largo cuello. Cuando estaba de pie era tan derecho como un ciprés y sus espaldas eran muy anchas". Después de la época macedónica, las imágenes de la coronación no faltan en el arte imperial. Valga como ejemplo la escena que acoge a Nicéforo Botaniates y la emperatriz María en una magnífica miniatura del año 1078, que nos la muestra casada por segunda vez y coronada al mismo tiempo que su segundo marido, sin que la iconografía haya sufrido ningún cambio respecto a su primer retrato del tríptico de Khokhoul. Dada la vinculación del tema con el arte eclesiástico, su éxito acompañará al de la implantación de la doctrina ortodoxa.
obra
En los primeros años de la década de 1810 Constable se interesa por pintar escenas al aire libre. En un primer momento son apuntes y bocetos pero en 1814 realizará su primer lienzo por completo al aire libre. Se trata de La construcción de una barca cerca del molino de Flatford que hoy se guarda en el Victoria and Albert Museum de Londres. Diferenciándose de esta línea de trabajo realizó La corriente del molino que aquí contemplamos, existiendo un boceto preparatorio en la Tate Gallery. Nos encontramos ante una habitual vista del río Stour que más tarde se repetirá en el Carro de heno, apareciendo en la zona de la izquierda la casa de Willy Lott mientras que en la derecha observamos un niño pescando. El río se presenta en primer plano, en una acentuada diagonal, recordando esta composición a las obras de Claudio de Lorena, uno de los pintores más admirados por Constable. El interés por las atmósferas y los efectos lumínicos se encuentra presente en esta composición, trabajando de una manera minuciosa que sería del gusto de los críticos de la Royal Academy de Londres.
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En torno a la figura de al-Mutasim (1052-1091), rey-poeta, la taifa de Almería reúne un importante grupo de poetas y literatos, algunos de ellos procedentes de la vecina taifa de Granada, que, regida por beréberes y gobernada por judíos, rechazaba más que atraía a los hombres de letras árabes. Ibn al-Haddad (m. 1133), natural de Guadix, fue un buen poeta, un buen prosista y un sabio; panegirista de corte, su poesía áulica es inferior a su poesía amorosa. Célebres son los versos dedicados a una joven cristiana a la que conoció durante un viaje de peregrinación y de la que se enamoró sin correspondencia. El granadino al-Sumaysir, anti-beréber furibundo, se hizo famoso por sus sátiras contra los ziríes de Granada. En el terreno de la prosa destacan el cordobés itinerante Ahmad ibn Burd al-Asgar (m. 1054), que antes de llegar a Almería había estado en Denia, y Umar ibn al-Sahid, conocidos ambos por sus epístolas y maqamas, ejercicios retóricos en prosa rimada sobre temas diversos.Los soberanos aftasíes de Badajoz destacan por su erudición. En la corte de al-Muzaffar (1045-1067), autor él mismo de una voluminosa enciclopedia hoy perdida llamada al-Muzaffari, prosperan poetas como Ibn Sara, de Santarém, de inspiración modernista. Con al-Mutawakkil (1067-1095), monarca culto y con buenas dotes para la poesía, encontramos a Ibn Abdun, de Evora (m. 1134), de sólidos conocimientos literarios pero de cuya obra escrita casi nada ha llegado a nosotros, salvo una casida de 75 versos que compuso con motivo de la caída de los aftasíes a manos de los almorávides (1095). Este poema, elegía a modo de los ubi sunt, aunque posee valores literarios y ha sido objeto de comentarios posteriores, resulta farragoso y frío. La vinculación de Ibn Abdun a la dinastía aftasí no le impidió pasarse a continuación a la corte de los vencedores.Las taifas eslavas también jugaron un papel importante en el panorama cultural de al-Andalus, siendo posiblemente Denia, con su soberano Muchahid a la cabeza (1010-1045), la más renombrada. Este monarca, liberto de origen cristiano de Almanzor, fue hombre de gran cultura y profundos conocimientos. Además de su protección a los estudios coránicos, su interés por la lengua le llevó a componer un tratado de prosodia, hoy perdido, y abordar la composición de un diccionario cuya terminación, al no poder culminarla por sus tareas de gobierno y su participación en las expediciones militares, encargó al "hombre de letras y hombre de armas", el ya mencionado Ahmad ibn Burd al-Asgar. Este compuso para él una Epístola de la espada y el cálamo, en prosa rimada, que pertenece al género de la mufajara, similar a las disputas de la literatura medieval. Siguiendo con las epístolas, es también famosa la de Ibn García, autor de origen cristiano e hispánico, como su nombre indica y él mismo confiesa. En dicha epístola Ibn García defiende la superioridad de los musulmanes no árabes frente a los árabes, alineándose en la reacción cultural nacionalista de aquéllos frente a éstos, conocida como suubiyya.De una u otra forma, todas las taifas cultivan y protegen las bellas letras, y aunque cada una tenga su especialidad, y algunas se orienten más hacia las ciencias, en todas habrá sitio para la poesía. Excepción constituye Granada. Esta taifa, regida por beréberes llegados a última hora, sin tiempo para aprender las sutilezas de la lengua árabe y gobernada por la familia judía de los Ben Nagrella, no sólo no atrae a los poetas itinerantes, sino que extraña a los propios, como el ya aludido al-Sumaysir, que tuvo que buscar refugio en Almería. En Granada los únicos versos posibles son los del inconformismo, los de la rebeldía, los de la oposición, los que surgen al margen de la corte y de los círculos oficiales. Son los versos del alfaquí Abu Ishaq de Elvira (m. 1067), autor de un largo poema político, de un antisemitismo exacerbado, cargado de odio, que sin duda alguna contribuyó a provocar el célebre pogrom granadino de 1066, en el que fueron asesinados el ministro Samuel ibn Nagrella y centenares de judíos. Caso aparte lo constituye el poeta Munfatil, que, convertido en secreto al judaísmo, ante el escándalo general no duda en cantar las glorias del ministro Samuel ibn Nagrella. Muy distinto podría haber llegado a ser el panorama literario de esta taifa de no haber sucumbido ante el poder almorávide. Con el correr del siglo, sus soberanos beréberes se habían ido arabizando, y el último de ellos, Abd Allah (1073-1090), llegó a poseer una brillante cultura árabe que le permitió componer, una vez en el exilio, sus memorias, interesante autobiografía que se convierte en documento de primera mano sobre los reinos de taifas.Los avatares políticos de los reinos de taifas y su rápida desaparición al final del siglo XI a manos de los almorávides, teóricamente llegados para prestarles auxilio frente a los cristianos, inician un nuevo período histórico en al-Andalus. La tradición poética, sin embargo, no desaparece con la misma rapidez. Son muchos los poetas y secretarios de las distintas taifas que se pasan a las nuevas cancillerías; otros prefieren refugiarse en su retiro provinciano; algunos, en fin, se extrapolan de la Península buscando en otras cortes lo que aquí ya no se encontraba: ambiente propicio para la poesía. Entre todos destacan dos grandes figuras: Ibn Bachcha, el Avempace de los escolásticos, e Ibn Jafacha, apodado alchannan (el jardinero) por sus descripciones florales.Ibn Bachcha (m. 1139), nacido en Zaragoza hacia 1070, se formó en el clima de comprensión intelectual que caracterizó la época de taifas. Conquistada Zaragoza por los almorávides en 1110, se pasa a su servicio y llega a ocupar el cargo de ministro. Como filósofo es autor, entre otras obras, de El régimen del solitario, basada en la doctrina de Aristóteles, del que Avempace fue destacado comentarista, sobre la felicidad suprema y el fin último del hombre. Como poeta cultivó la moaxaja y podría haber sido el inventor del zéjel.Ibn Jafacha (1058-1139) nació en Alcira en el seno de una familia acomodada y bien asentada en la región. Lejos de ser un poeta de corte, es el cantor por excelencia del paisaje levantino. Sus descripciones de ríos, jardines y flores dieron lugar a una importante escuela de paisajistas, en la que ocupa un lugar preferente su propio sobrino, Ibn al-Zaqqaq.