Los años centrales del siglo XVIII constituyen uno de los periodos más apasionantes de la Historia del Arte y de la arquitectura precisamente por su carácter de años de transición y de crisis en los que se construye el proyecto moderno. Es un periodo en el que la ciudad de Roma parece dispuesta a ser usada como lugar de confrontación tanto de debates políticos y religiosos como artísticos, incluso ella misma parece ofrecerse como argumento para el conflicto: "Creo que San Pedro en Roma es bello -escribe Voltaire-, pero prefiero un libro inglés escrito libremente a cien mil columnas de mármol". Y esto a pesar de que, reduciendo mucho los problemas, podría decirse que el Siglo de las Luces, entre otras cosas, fue el Siglo de las Columnas, ya que en torno a ellas se establecerán algunas de las polémicas arquitectónicas y lingüísticas más importantes y de consecuencias decisivas tanto en términos figurativos, formales y compositivos como ideológicos e históricos, éticos y cívicos.Pero Roma es también destino inevitable de un viaje, ya fuera el del Grand Tour de tantos nobles e intelectuales europeos o el de otros tantos artistas y arquitectos que completaban su formación académica contemplando toda la historia de Roma, de la Antigüedad al Barroco. Y es que Roma entera se estudiaba o se coleccionaba. Tan importante eran, durante la segunda mitad del siglo XVIII, los talleres de los artistas como las aulas y salones de las academias, las colecciones de obras de arte, las ruinas o los lugares de excavación como los talleres de los restauradores -baste pensar que una escultura de Antonio Canova (1757-1822) podía alcanzar un precio semejante al de una restauración de una escultura antigua realizada por Bartolomeo Cavaceppi (1716-1799).Roma, centro de una cultura artística internacional, ofrecía eruditos y artistas no sólo el pasado romano, sino también los modelos del Renacimiento y del Barroco, de Bramante, Rafael o Miguel Angel a Bernini, Carracci o Borromini, pero también las experiencias más recientes de carácter rigorista y funcional que se presentaban como una crítica figurativa e ideológica a la retórica barroca y a los menudos placeres del rococó. Aunque es, si duda, el mundo de la antigüedad clásica y las numerosas y desordenadas excavaciones arqueológicas las que suscitan un mayor interés, una verdadera manía por lo antiguo, por parte de artistas, arquitectos, eruditos e intelectuales. Un interés que no se presenta sólo como la oportunidad de enriquecer una tradición con nuevos modelos, compositivos u ornamentales, sino como la ocasión idónea para iniciar una reflexión estética e histórica sobre la memoria del pasado y su posible eficacia formal moral en la renovación de la vida y del arte. Y ante esa experiencia directa con el pasado, los artistas y los eruditos establecieron interpretaciones de lo antiguo a veces extremas, incluso opuestas entre sí. De tal forma que algunos consideraban la Antigüedad grecorromana como un modelo de perfección, cuya ejemplaridad artística y ética no se ponía en duda, mientras que otros preferían someter la bondad y la belleza de los restos antiguos al imperio de la razón, de la crítica y de la historia. Dos formas de enfrentarse a la tradición clásica, tal como se había codificado desde el Renacimiento, aunque no las únicas en este periodo, que constituyen dos estrategias distintas en la producción de obras de arte y en el uso social y político de esas figuras e imágenes.Se trata de dos opciones teóricas y críticas, que R. Assunto ha identificado con neoclásicos y racionalistas, con Johannes Joachim Winckelmann (1717-1768), entre los primeros, y Carlo Lodoli (1690-1761) o Francesco Milizia (1725-1798), entre los segundos, aunque ciertamente en numerosas ocasiones entrecruzan sus posiciones, especialmente en su crítica al barroco y al rococó, pero también en su legitimación del modelo clásico, realizada, como he señalado, con distinta intensidad. Pero contemporáneamente, Roma proporciona un dato real y decisivo: la presencia de las ruinas. Presencia histórica y poética, evocadora del paso del tiempo y de la grandeza antigua, excusa para el análisis filológico o para el discurso estético, incluso testimonio capaz de poner en evidencia la arbitrariedad del carácter normativo y dogmático de la tradición clasicista moderna, ampliamente difundida en las academias, especialmente en la Accademia di San Luca de Roma. Es más, en manos de uno de los más grandes arquitectos sin arquitecturas del siglo XVIII, Giovanni Battista Piranesi (1729-1776), la ruina se convierte en excusa excepcional para hacer una de las lecturas más inquietantes y demoledoras de la tradición clásica.Esta última opción supuso, además, un cambio decisivo en la misma teoría de la arquitectura y en sus métodos de proyectar, de tal forma que se abandonó la regla y el compás para sustituirlos por el pincel: pensar la arquitectura, convertirla en figura, en el ámbito del papel, constituyó un ámbito disciplinar tan importante como la construcción de un edificio. No se trata de que el tratado de arquitectura convencional pierda su orden canónico en beneficio de las nuevas ideas, sino que buena parte de las más importantes novedades arquitectónicas de la segunda mitad del siglo XVIII aparecieron en el pequeño y frágil espacio del papel, no con la intención de escribir un nuevo tipo de tratado, sino con la declarada voluntad de confirmar su inutilidad. Es más, esa alteración del proceso habitual del proyecto, del dibujo a la construcción, parecía convertirse en el espacio de lo nuevo: el destino del pensamiento arquitectónico terminaba en su figuración sobre el soporte de la representación, fuese este papel o lienzo, porque, además, ¿cómo no reconocer, entre otras cosas, la importancia del pensamiento arquitectónico depositado en las pinturas de vistas ("vedute") de ciudades o edificios, género tan frecuente durante esta época y cultivado por artistas tan excepcionales como "menores", según la jerarquía clasicista y académica, como Antonio Canaletto o Hubert Robert?.
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Es la segunda tabla de la serie sobre el Nacimiento y Muerte de Cristo, que ya comentamos en la llamada Noli Me Tangere, aunque por el tema se halla cercana de la Anunciación expuesta en Dublín.
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En esta delicada tabla del Museo del Prado podemos apreciar como tema principal la Anunciación del arcángel Gabriel a la Virgen María, tema que se completa con las escenitas del banco o predela, otra tabla más estrecha situada debajo del tema principal. Estas escenas son, por orden de lectura, el Nacimiento de María, sus desposorios con José, la Visitación a Santa Ana, la Epifanía de Jesús, la Purificación y el Tránsito del alma de María tras su muerte. En esta última escena es de destacar cómo su hijo, Jesucristo, recoge desde el cielo el alma de la madre, que asciende. En la tabla principal se puede contemplar junto a la Anunciación una escena secundaria, que muestra el momento de la expulsión de Adán y Eva del paraíso. Las dos escenas se conjugan fingiendo que Adán y Eva se encuentran en el exterior del mismo ámbito, en el jardín al que se abre el pórtico donde la Virgen recibe al arcángel. Esto es un recurso que utiliza el fraile para simbolizar el pecado original cometido por Adán y Eva, y su redención en la tierra, que es la encarnación de Cristo en María. Así nos cuenta simultáneamente el principio y el final del Antiguo Testamento, al tiempo que anuncia el Tiempo Nuevo, tras la venida de Dios a la tierra. Fra Angelico establece una jerarquía de tamaños para establecer un orden temporal: las figuras más pequeñas -Adán y Eva- son las más remotas en el tiempo; las mayores son las más cercanas al cristiano, así como las más importantes en la acción. El marco arquitectónico en el que se desarrolla no es más que una mera referencia espacial, que se ve desbordada por las propias figuras: si la Virgen se pusiera en pie no cabría en la estancia. Las columnas son funcionalmente imposibles, porque sus fustes son demasiado delgados para sostener el techo. Los colores, la elegancia de la habitación es una alusión a un marco refinado, principesco y tocado por la divinidad, el único posible para el misterio de la concepción de María. También los riquísimos ropajes que llevan el arcángel y la Virgen remiten a una imagen noble de los personajes. El empleo de los colores azul y dorado indica un cliente rico, ya que ambos colores se fabrican con minerales semi-preciosos y son muy caros de elaborar. Otra alusión al cliente poderoso es el tratamiento del jardín, sin profundidad ni perspectiva, que imita el fondo de un tapiz, como los que en esa época se importaban de Bruselas. La iconografía de la Anunciación es la característica de la época: el arcángel que desciende a la presencia de María, quien le recibe temerosa pero con sumisión al mandato divino -de ahí la pose -; entre la Virgen y el arcángel hay un jarroncito con nardos blancos, símbolo de su virginidad. La mano de Dios asoma desde el cielo para enviar en un rayo dorado a la paloma del Espíritu Santo, hasta el oído de María, siendo éste el momento de la concepción de Jesús. Esta pintura fue realizada por Fra Angelico durante diez años, entre 1435 y 1445, es decir, en pleno Quattrocento, para Santo Domingo de Fiesole, que lo vendió en 1611 al duque Mario Farnese. Su familia tenía relaciones diplomáticas y comerciales con España desde el s. XVI, por lo que el cuadro termina como regalo a un noble español, ornando diversos templos hasta llegar al Prado en 1861.
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Su procedencia es oscura. Existen dos hipótesis al respecto. La primera defiende que fue pintada para el Papa Alejandro VII, en cuya capilla habría estado situado. La segunda, más plausible, es la que sostiene que fue pintado para el sepulcro de su amigo Cassiano dal Pozzo, fallecido en 1657, en la iglesia de Santa Maria sopra Minerva. Este hecho explicaría el espacio de la parte inferior, dada su colocación sobre un altar, y el "cartellino" con la inscripción latina "Poussin lo ha hecho. En el año de salvación de 1657, reinando el Sumo Pontífice Alejandro Séptimo en Roma". Lo que sí está claro es que Poussin logra renovar la iconografía del asunto, sin caer en la repetición de otras representaciones aceptadas por todos. Como es costumbre en él, primero se asienta en imágenes tradicionales, tomadas del arte medieval, pero las supera con lo que él denominaba la "invención". En este sentido, su precedente más cercano era la conocida escultura de la iglesia romana de Santa Maria della Vittoria, "El éxtasis de Santa Teresa", de Bernini, quien a la sazón, y fallecido Pietro da Cortona, era su gran rival en Roma. Quizá por ello el lienzo posea una cualidad casi escultórica, estática, con un colorido violento, áspero.
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Simon Vouet representa la vertiente más académica y fría del Barroco francés, aunque es la que, en su momento, mejor sintonizó con la atmósfera política propiciada por el Absolutismo. Su obra, que recoge una suma de influencias italianas, en especial del clasicismo boloñés de los Carracci y de la escuela veneciana, le llevó, a su retorno a París en 1627, a ser Primer Pintor Ordinario de Luis XIII. Este profundo academicismo se refleja en esta obra de 1632, fecha que conocemos por el epígrafe que aparece bajo la Virgen. La coloración pálida de la carne y los tonos sobrios de los ropajes, aunque nos remiten al clasicismo italiano, son los propios de la pintura decorativa que por estos años se hallaba realizando con gran éxito. Sin embargo esta pintura, de excelente factura técnica, carece de alma, de sentimiento. A este respecto, no es de extrañar que su compatriota Nicolas Poussin se hallara insatisfecho con la capital francesa, pues sus cuadros poseen una fuerza interior alejada del gusto preponderante entre la alta clientela, gusto satisfecho a la perfección por Vouet. La Anunciación de Poussin es el exponente del otro polo del Barroco francés y de la diferente influencia que el italiano ejerció sobre él.
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La vidriera de fines de la Edad Media conserva toda su importancia, aunque no sea tan común el edificio que en su totalidad se piense para no ser terminado hasta que no se lleve a cabo este elemento esencial. Sin embargo, son muchos los antiguos, como la catedral de Toledo, que no es hasta ahora cuando las reciben. Es más frecuente que sean realizadas para capillas menores en edificios mayores. La ya prodigiosa, en este sentido, catedral de Bourges, recibe alguna pieza nueva a fines de la Edad Media, como esta Anunciación, donde lo pictórico interviene más abiertamente que en el pasado.
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Esta obra procede de la Comedia de Dante. En la época en la que vivió Blake no podía llegar a gran público y serán los prerrafaelistas los que revalorizarán su obra. Encontrarán estos en las imágenes fantásticas de este poeta las alusiones cerebrales y místicas que buscaban. Para Blake la imaginación es la que nos hace comprender la auténtica realidad, la razón , por el contrario, es dañina, despreciable, una fuerza que limita. Es el interior el que expresa la verdad, por tanto, las figuras las deformas creando anatomías imposibles. Aparte de las pocas series de dibujos que ilustran el Libro de Job y las obras de los grandes poetas, como Milton, Shakespeare o dante, su obra pictórica es casi siempre una interpretación de sus propias poesías. Pero a pesar del carácter literario de su obra muestra una sensibilidad romántica que en el siglo XIX convulsionará el mundo artístico y literario europeo.
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Según el biógrafo contemporáneo de Poussin, Bellori, fue pintada para una iglesia de Valenciennes, poco después de El martirio de San Erasmo, hacia 1630. Fue adquirida por el duque de Richelieu, de donde pasó, con otras que perdió en un juego de pelota, a manos de Luis XIV. Dado que en aquella época Valenciennes pertenecía a la Corona de España y que el tema es español, parece probable que fuera un español quien le realizara el encargo en Roma. Evoca la aparición de la Virgen a Santiago el Mayor en Zaragoza sobre un pilar de jaspe, para ordenar al apóstol la conversión de España. Éste aparece con la mano en el corazón, significando su acatamiento. Es el origen de la Virgen del Pilar. En su intento de abrirse camino entre la competencia de los artistas italianos y franceses, Poussin lleva a cabo un trabajo típicamente barroco, destinado a codearse con los impresionantes retablos del momento. Es propio, por tanto, el uso de la composición en diagonal, con una línea de tensión que, procedente de la Virgen, cuyo brazo izquierdo se extiende en el sentido de la diagonal, alcanza al apóstol, todo lo cual viene reforzado por la suave luz que ilumina su rostro y el sentido del movimiento de los ropajes en la dirección de la brisa con que la Virgen inspira a Santiago. Otro rasgo netamente barroco es la ausencia de planos definidos, de forma que las figuras se superponen.