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La península arábiga tuvo una influencia primordial en la difusión y triunfo del mensaje religioso de Muhammad y en la identidad de la civilización islámica, por ser el medio geográfico e histórico en que vivió y actuó el profeta, y porque, al surgir en él, la lengua y los valores culturales árabes han tenido siempre un prestigio y aceptación inmensos en tierra de Islam. La Arabia del siglo VI no era un mundo cerrado ni homogéneo. Tenía fuertes contactos con otras tierras a través de la actividad mercantil y caravanera. El Yemen, al sudoeste, era escala importante en la navegación hacia o desde el Mar Rojo, el Océano Índico y la costa oriental de África, y servía de enlace entre las rutas marítimas y las caravaneras de la península que, por La Meca, llegaban hasta los principados del Norte, de población semisedentaria, relacionados con Persia y Bizancio, los de Lajmíes y Gassaníes, respectivamente. Después de tiempos mejores, que culminan entre los años 530 y 540, el Yemen y los principados del Norte desaparecieron como entidades políticas independientes ante la presión persa. La Meca, en cambio, y otras ciudades del Hiyaz o desierto centro-occidental, aumentaron su prosperidad y sus funciones como escalas en las rutas caravaneras. En ellas se combinaron procesos de sedentarización y de acumulación de riqueza mueble con otros de diversificación social en los que los viejos valores de los beduinos nómadas se contraponían a los nuevos de los mercaderes enriquecidos de algunos grupos tribales Quraysíes, como los 'Abd Sams o los Ibn Hasim (hachemíes), de cuya familia formó parte Muhammad. Aquella efervescencia social y la importancia que tenían en La Meca las peregrinaciones y el culto al santuario de la piedra negra, podían ser un caldo de cultivo apropiado para acoger sus predicaciones pero nada hacía prever una explosión religiosa como la que se avecinaba. Porque, además, el mensaje del profeta se difundió ante todo entre los beduinos nómadas del desierto, y hubo de compaginarse con sus ideas sociales y morales que, a través del vehículo de la nueva religión, alcanzarían gran difusión y prestigio. La unidad social máxima de aquellos nómadas era la tribu, de unos 3.000 miembros, dividida en facciones y familias, pero unida por una solidaridad de sangre o 'asabiyya, que se transmitía por vía paterna, de la que se beneficiaban también los mawali o clientes. Los marcos de relación más amplios, como eran las confederaciones entre tribus, fueron siempre muy inestables. Los valores morales de los beduinos, habitantes de un medio natural hostil en condiciones económicas difíciles basadas en la cría de camellos y en el uso de pastos y agua muy escasos, eran más simples y, en cierto modo, más fuertes que los de los sedentarios. El humanismo tribal (Rodinson) se basaba no sólo en la solidaridad de sangre y en el sentido de la hospitalidad, sino también en la noción de honor y valor guerreros (muruwwa), manifestado en continuas violencias intertribales, y en el aprecio a la poesía y la elocuencia como formas de memoria colectiva. La religiosidad de los beduinos se satisfacía con la veneración a lugares sagrados -piedras, árboles, astros- que concretaban sus vagas creencias en dioses, demonios y yins a pesar de su proximidad, las religiones monoteístas apenas habían penetrado entre ellos, lo que facilitaría, tal vez, la recepción de un mensaje, como el islámico, más simple en su formulación popular. La fuerza de los nómadas bien encauzada y la posibilidad de adaptar sus tácticas de combate y su agresividad a nuevos designios fueron aspectos de especial eficacia para el triunfo del Islam sobre los grandes imperios sedentarios, sus vecinos. En la historia de siglos futuros se repetiría la aportación, muy destructiva pero también vitalizadora, de nuevos nómadas a un mundo islámico organizado según patrones sedentarios y urbanos pero que, en el recuerdo de sus orígenes, mitificaba la figura del beduino como elemento restaurador de la perfección primitiva.
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Los árabes preislámicos, de orígenes étnicos y lenguas semíticas diversas, se agrupan en tribus o qaba'il (singular qabila), asentadas en la periferia de la península (desde el Golfo Arábigo al Mar Rojo, pasando los límites de lo que los romanos denominaron Arabia Petrea) o nómadas, repartidos en el interior desértico, quienes en la época del surgimiento del Islam eran los únicos que recibían el apelativo de árabes; la primera había sido conocida por los viajeros clásicos y estuvo abierta a influencias griegas, egipcias e iraníes y siempre ostentó el ambiguo papel de servir de barrera y contacto con las tribus del interior. En la época que nos interesa destacaban por su personalidad dos regiones concretas: el actual Yemen, al Sur, asiento de antiguas culturas hidráulicas y más al Norte el Hiyza, donde se asentaba La Meca, en torno al santuario de la Kaaba. Estos territorios no pertenecieron al Imperio romano, y tras la desaparición de éste como garante de la precaria estabilidad de la zona, estuvieron sometidas de forma intermitente a las potencias subsiguientes, ya procediesen del Norte, es decir Bizancio o Persia, o del Sur, pues la cristiana Etiopía jugó algún papel. A la atomización política correspondía una variedad de deidades locales de carácter fetichista y animista, identificadas algunas de ellas con las olímpicas más elementales, como es el caso de las tres diosas de la Kaaba, una parte de cuyo culto se centraba en la reunión anual de sus adeptos, que participaban en una procesión en torno a la Piedra Negra que presidía el santuario; éste estaba constituido por un sencillo cercado de escasa altura y planta trapezoidal, en cuyo interior se hallaba, además, el pozo de Zemzem. Bajo estas divinidades, locales o tribales, existía toda una legión de espíritus, genios y ogros asociados a elementos naturales y, sobre todos ellos, la vaga noción de un dios superior, difusa creencia intertribal, a la que no sería ajena la presencia de viajeros y colonias de extranjeros e indígenas cristianos, e incluso comunidades judías, que habían hecho prosélitos entre las etnias locales. Estos pueblos carecían de manifestaciones artísticas dignas de tal nombre, salvo lejanos recuerdos de temas provincianos de las culturas vecinas; esta laguna era notoria en el campo de la arquitectura, pues la liviana autoconstrucción de los campamentos nómadas y el escaso compromiso edilicio de sus incipientes empresas urbanas les permitió ignorar hasta la menor técnica constructiva. Aunque el primer documento de la literatura árabe es el propio Corán, hay noticias de formas orales que sólo bajo el Islam serían transcritas con los caracteres nacionales, derivados de un viejo silabario semítico; esta literatura, reducida a una poesía muy retórica, de rígida composición y rica expresión verbal, refleja un ideal hedonista, como contraste y meta de una vida real bastante dura, proponiendo intereses materiales en clave jactanciosa, ensalzando la guerra y la caza, la vida nómada, el vino y las hazañas amorosas, dentro de un magnánimo ideal de honor caballeresco ajeno a preocupaciones trascendentes. Entre sus recursos literarios contaron referencias a personajes míticos e históricos del patrimonio común de los pueblos del Cercano Oriente, a quienes atribuyeron los poetas preislámicos virtudes y hechos arquetípicos, entre los que se enumeraban proezas arquitectónicas, referidas casi siempre a palacios, pabellones, jardines, ingenios hidráulicos y máquinas del bíblico Salomón.
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Ruy Díaz de Guzmán, nieto de Irala, uno de los hombres que estuvieron en la primera fundación de Buenos Aires, fue también él hombre de rodela y espada y, al mismo tiempo, de libros y de pluma. Su obra, La Argentina, que ahora aparece en esta colección de Crónicas de América es un texto fundamental para conocer la historia de las provincias del Río de la Plata. Ruy Díaz de Guzmán, primer historiador mestizo de lo que se llama la Cuenca del Plata, escribió su historia acudiendo a archivos y a la memoria de su vida y de sus amigos, supervivientes de tantas luchas. La Argentina, que fue terminada en 1612 en la ciudad de Charcas, aparece como una primera historia perfectamente orgánica y estructurada, como una narración cronológica y temática, fruto de un esquema de trabajo paciente y riguroso. Si a estos méritos añadimos la magnífica prosa vertida por Ruy Díaz de Guzmán en su obra, es obvio que estamos ante una crónica del pasado argentino, prácticamente desconocida en España. Enrique de Gandía, prestigioso historiador argentino, ha dedicado treinta años de su vida al estudio de la obra de Ruy Díaz. Nadie mejor que él para hacerse cargo de la presente edición, la primera que se publica en España 470 años después de que los primeros españoles descubrieran el Río de la Plata, allá por el año 1516.
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DEDICATORIA DEL AUTOR A Don Alonso Pérez de Guzmán, el Bueno, mi Señor, Duque de Medina-Sidonia, Conde de Niebla y Marqués de Gibraleón. Aunque el discurso de largos años suele causar las más veces en la memoria de los hombres, mudanzas, y olvido de las obligaciones pasadas, no se podrá así decir de Alonso Riquelme mi padre, hijo de Ruidiaz de Guzmán mi abuelo, vecino de Jerez de la Frontera, antiguo servidor de esa antigua casa tan ilustrísima, en la cual, habiéndose criado mi padre desde su niñez hasta los veinte años de su edad, sirvió de page y secretario al exmo. señor don Juan Alaros de Guzmán, y a mi señora la Duquesa doña Ana de Aragón, dignísimos abuelos de V.E., de donde el año de 1540 pasó a las Indias con el Adelantado Alvar Núñez Cabeza de Vaca, de Gobernador del Río de la Plata, a quien sucedieron las cosas más adversas que favorables, fue preso y llevado a España, y quedando mi padre en esta provincia, le fue forzoso asentar casa, tomando estado de matrimonio con doña Ursula de Irala, y continuando el real servicio, al cabo de cincuenta años falleció de esta vida, dejándome en ella con la misma obligación como a primogénito suyo, la cual de mi parte he tenido siempre presente, en el reconocimiento de su memorable fama, con más amor y afición, que de apartado criado, y no es mucho que el valor del linaje, y genealogía tan antigua de V.E. tire para sí a los que nacimos con esta deuda, pues se lleva consigo las aficiones y voluntades de los más extraños del mundo, mayormente de los que tienen como yo el deseo y voluntad de mostrar la gratitud mía con mis pequeñas fuerzas, de donde vine a tomar atrevimiento de ofrecer a V.E. este humilde y pequeño libro, que compuse en medio de las vigilias, que se me ofrecieron del servicio de S.M. en que siempre me ocupé desde los primeros años de mi puericia hasta ahora, y puesto que el tratado es de cosas menores y falto de toda erudición y elegancia, al fin es materia que trata de nuestros españoles, que con valor y suerte emprendieron aquel descubrimiento, población y conquista, en la cual sucedieron a las personas cosas dignas de memoria, y aunque en tierra miserable y pobre, ha sido Dios Nuestro Señor servido de extender tan largamente en aquella provincia la predicación evangélica con gran fruta y conversión de sus naturales, que es el principal intento de los Católicos Reyes Nuestros Señores. A V.E. humildemente suplico se digne de recibir y aceptar este pobre servicio, como fruta primera de tierra tan inculta y nueva, y falta de erudición y disciplina, no mirando la bajeza de su quilate, sino la alta fineza de la voluntad, con que de mi parte es ofrecido para ser amparada debajo del soberano nombre de V.E., a quien la Magestad Divina guarde con la felicidad que merece y yo su menor viador deseo, que es fecha en la ciudad de la Plata, Provincia de los Charcas, a 25 de junio de 1612 años. Ruidiaz de GUZMÁN
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La nobleza seguía estando dividida en tres grados: los grandes, los títulos de Castilla y los simples hidalgos. En España existían 180 grandezas, pero la facultad de reunir varias en una sola cabeza, había reducido a los titulares a 110. Algunos, como el conde de Altamira o el duque de Medinaceli reunían hasta nueve grandezas. Su poder había disminuido puesto que la Monarquía absoluta no permitía interferencias de ningún tipo. Por el contrario, dependían de la voluntad real para contraer matrimonio y hasta para viajar. Amenazados por la revolución y sometidos de esta forma a la corona, algunos grandes presentaron en 1823 al duque de Angulema su deseo de constituir una Cámara de pares análoga a la que existía en Francia con el objeto de defender su estatus. Por otra parte, aunque los derechos señoriales suprimidos por las Cortes de Cádiz fueron restablecidos por Fernando VII, pocos campesinos se habían prestado a pagarlos como antes de 1811. La mayor parte de sus miembros se hallaban abrumados por las deudas y les resultaba difícil obtener préstamos. Resultaban paradójicas sus dificultades económicas en medio de sus inmensas propiedades y de multitud de domésticos y de sirvientes, a los cuales se veían obligados a mantener, lo que había contribuido a agotar sus inmensas fortunas. Esa misma situación podía aplicarse a la nobleza titulada, cuyo número ascendía en la última etapa del reinado de Fernando VII a 550 personas. La supresión de los mayorazgos en 1820 hizo que muchas de las tierras vinculadas a la gran nobleza propietaria se pusiesen en venta, aunque Fernando VII anuló la medida a raíz de su segunda restauración como rey absoluto. En cuanto a la nobleza no titulada, seguía siendo muy numerosa y especialmente en la franja cantábrica. En el recuento de 1797 su número ascendía a 402.059 miembros. Muchos de estos hidalgos vivían en unas condiciones bastante modestas, en virtud de los ingresos que obtenían de la explotación de pequeñas haciendas, o de la práctica de humildes oficios, para lo cual habían ya sido autorizados por un decreto de Carlos III. Su característica principal seguía siendo su deseo de aparentar, pues a pesar de las dificultades por las que atravesaban en muchos casos, no renunciaban a seguir ocupando un lugar destacado en el conjunto de la sociedad.
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La armada que Cortés envió a Higueras con Cristóbal de Olid Cortés deseaba poblar a Higueras y Honduras, que tenían fama de mucho oro y buena tierra, aunque estaban lejos de México; mas como tenía que ir la gente por mar, era fácil la jornada; quiso enviar allá antes que Francisco de Garay llegase a Pánuco, pero no pudo, por no perder aquel río y tierra que tenía poblada. Cuando se vio libre de tan poderoso competidor, y tuvo cartas del Emperador, dadas en Valadolid a 6 de junio del año 23, en que le mandaba buscar por ambas costas de mar el estrecho que decían, armó de propósito. Dio siete mil castellanos de oro a Alonso de Contreras para que fuese a comprar en Cuba caballos, armas y bastimentos, y hacer gente; y despachó luego a Cristóbal de Olid con cinco naves y un bergantín, bien artillados y pertrechados, y con cuatrocientos españoles y treinta caballos. Le mandó ir a la Habana a tomar los hombres, caballos y vituallas que Contreras tuviese, y que poblase en el cabo de Higueras, y enviase a Diego Hurtado de Mendoza, su primo, a costear desde allí al Darién para descubrir el estrecho que todos decían, como el Emperador mandaba. Le dio, además de esto, instrucciones de lo demás que debía hacer; y con tanto, partió Cristóbal de Olid de Chalchicoeca el 11 de enero del año 24, según unos; y Cortés envió dos navíos a buscar el estrecho de Pánuco a la Florida, y mandó que también fuesen los bergantines de Zacatullan hasta Panamá, buscando muy bien el estrecho por aquella costa; mas se habían quemado cuando el mandato llegó, y así, ceso aquella demanda.
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Pareja de Las Edades y la Muerte, en este cuadro se aprecia la imagen de dos jóvenes semidesnudas en pie, con los atributos de los sentidos y el conocimiento: la música y los libros. Tres niños desnudos llevan un cisne y una partitura, como si fueran geniecillos del amor. Por último, el símbolo del pecado, la serpiente, se enrosca a su lado en el tronco de un árbol. Al reverso, una inscripción reza en latín la dedicatoria del cliente al amigo que lo ha de recibir como regalo.
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La escena representa un retrato doble de Jasón, el héroe que según la mitología griega consiguió el vellocino de oro después de muchas aventuras. Respecto a la producción de Salvador Dalí, ésta sería la primera ocasión en que se verifica un cuadro plenamente estereoscópico. Dalí llevaba ya casi veinte años indagando en la tercera dimensión y en los procesos de restitución de la imagen que conducen a la ilusión del relieve y del espacio. Como afirmará en una ocasión, "en paralelo, gracias a un sistema de espejos puesto a punto por Roger de Montebello, he querido prolongar el hiperrealismo americano -que es verdaderamente glorioso en nuestros días- añadiendo la tercera dimensión a esas imágenes perfectas e hiperestéticamente copiadas de fotografías". Desde luego, el hiperrealismo es la nota más importante del cuadro que contemplamos, pero también su dependencia respecto a la fotografía. Esa tercera dimensión, prosigue Dalí, "combinará el color natural con una restitución ilimitada de la distancia. El artista podrá crear en su taller paisajes que se extenderán hacia el horizonte y que podrán no haber existido nunca". Sorprende, si observamos el cuadro, la agrupación de esferas que actúan como una densa nube. En cambio, ese motivo de las esferas asociadas en esa estructura ya había sido utilizado en 1977 por el propio artista, cuando realizó su obra El toisón de oro. El aspecto de esas esferas apunta de manera directa tanto a algunas aportaciones del arte óptico (surgido como movimiento a finales de los años 50) como a la psicología de la forma, que indagaba sobre la relación interna, psicológica, que establece el espectador con los objetos de arte.
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La armonía creadora que al filo del decenio de 1640 comenzó a inundar de serenidad toda su actividad artística estuvo acompañada, no obstante, por tristes eventos familiares y zozobras financieras. Si en 1641 nació Titus (su único hijo que alcanzará la edad adulta), en 1642 morirá Saskia de tuberculosis. Son los años de las dificultades y los desvelos económicos que, cada vez más frecuentes, llegaron a ser agobiantes en 1656 -agudizados por la derrota naval neerlandesa ante Inglaterra-, año en que por orden judicial se redactó un inventario de sus bienes para hacer frente a sus deudas y a las exigencias de sus acreedores (1657-58), que le despojaron de sus colecciones de obras artísticas y de objetos raros y curiosos, y por supuesto le obligaron a abandonar su bella casa. En estos años se sitúa el penoso asunto del ama de llaves, Geertge Dircx, la nodriza de Titus, que le denunció por ruptura de promesa matrimonial (1648), y el feliz del inicio de sus relaciones con su joven sirvienta Hendrickje Stoffels (1659), que definitivamente ocuparía el vacío sentimental dejado por Saskia. Pero, una cláusula testamentaria de ésta condicionó, sin duda, a Rembrandt, quien para no disminuir las rentas previstas, derivadas de la dote de su esposa, convirtió esa unión de hecho en una unión legal, de la que nacería en 1654 Cornelia. Mientras, denunciados ante los tribunales eclesiásticos calvinistas, la pareja fue procesada por concubinato, si bien el pintor, probablemente por su pertenencia a la secta mennonita, no sería requerido otras veces, como le sucedió a Hendrickje.Profundamente enraizado en la agitada y próspera vida de la joven República, orgullosa de sus triunfos político-militares y enriquecida por su comercio, Rembrandt ejecutará un apunte monócromo figurando, en una composición .poblada de guerreros, una Alegoría de la concordia del País (1641, Rotterdam, Museum Boymans-van Beuningen), que suele ser interpretada habitualmente como una referencia del pintor a la unión de todas las fuerzas de los Países Bajos septentrionales contra el común enemigo español.Signo de los tiempos, las Siete Provincias Unidas organizaban por doquier fastuosas fiestas, levantando teatrales tramoyas efímeras, con alegóricas referencias, o desplegando magníficas recepciones, ya para acoger a María de Médicis, la reina viuda de Francia (1638), ya para celebrar el matrimonio entre el príncipe Guillermo de Nassau, heredero de la casa de Orange, con la princesa María Estuardo, hija del rey de Inglaterra Carlos I y de Enriqueta de Francia (1641). En este contexto se inscribe la ocasión que propició la ejecución, entre 1640 y 1642, de La Ronda de Noche, obra de aparato encargada por la hermandad de los arcabuceros de Amsterdam. En ella, el mayor retrato colectivo pintado por Rembrandt, se figura la tumultuosa salida de su acuartelamiento de la compañía del capitán Frans Banningh Cocq, presta a disputarse el premio de un concurso de tiro convocado en pleno mediodía en honor de María de Médicis. El pintor, en lugar de disponer limpiamente en torno a una mesa a los guardias cívicos o de agruparlos escalonadamente y por filas, como venía siendo tradicional (así, en los doelenstueck de Van der Helst e incluso, aunque con mayor sentido compositivo, seguía haciendo Hals), hizo que progresaran desde un segundo plano, sumido en la penumbra más total, hacia un primero, a plena luz. Encabezando la marcha, el comandante de la compañía transmitiendo las órdenes a su segundo, el lugarteniente Willen van Ruytenburgh. Detrás, alternándose los contrastes de luces y de sombras, los movimientos de los soldados desde un lado para otro, hacia adelante y hacia atrás, sorteando mosquetes, picas, banderas y brazos dispuestos en diagonal. Artificios compositivos y perspectivos, como la mano del capitán tendida hacia fuera del cuadro, o el espontón del oficial dirigido hacia adelante, confieren al grupo el movimiento natural que tanto atraía a Rembrandt.Ya nos hemos referido a la revolucionaria proposición que supuso esta pintura respecto a los fundamentos figurativos y tipológicos que presidían la concepción y el tratamiento de un retrato de corporación, que por lo demás el mismo Rembrandt ya había puesto en tela de juicio en La lección de anatomía del Dr. Tulp. Al romper abiertamente con el esquema simétrico y jerárquico y, sobre todo, al no conceder a todos y cada uno de los retratos individuales el valor de centro neurálgico y emocional del cuadro, interesando unitariamente al grupo de tiradores y subordinando la condición de los personajes a la dinámica común del momento, Rembrandt no hacía otra cosa que ampliar al campo del retrato colectivo los principios rectores de la pintura de historia. Para su comprobación, sólo hay que fijarse que el cuadro está cargado de raros personajes, como esa joven que, espectro luminoso, deambula extraviada entre la maraña de milicianos, portando un gallo muerto atado a su cintura, como simbólica alusión al apellido del jefe de la compañía.Pero, durante 1642, Rembrandt conoció la sorda resistencia de sus contemporáneos ante esta obra y la muerte de su joven esposa Saskia, dos hechos que le sumieron, el primero en un paulatino disfavor de la comitencia y, el segundo, en una profunda y calmada introspección que terminaría por hacerle soñar, alejándole cada vez más de la realidad y de la intensa dramaticidad física anterior. Su concepción se hace más íntima, al tiempo que sus colores se tornan más sombríos y manipula la luz y la sombra más sutilmente, desprendiéndose de toda afectación dramática para así humanizar, que no idealizar, como hasta entonces, los temas y los personajes de sus pinturas. Tal es lo que, a pesar de someterse a un encargo de la corporación de cirujanos de Amsterdam, hará al pintar, de modo conmovedor, con un sajado cadáver en escorzo, que recuerda al Cristo muerto de Mantegna, La lección de anatomía del Dr. Deyman (1656), conocida sólo por un fragmento (fue destruida por un incendio en 1723) y por un dibujo que documenta su composición original, según el esquema jerárquico de los retratos de grupo (ambas obras en Amsterdam, Rijksmuseum).Sin embargo, La Ronda de Noche no es más que un hito triunfal. La tendencia que se descubre en esta bella pintura hacia una composición equilibrada y unitaria -que revela una influencia de los principios compositivos italianos-, un movimiento más contenido, unos efectos de luz más intensos y generalizados, una creciente interiorización, ya había comenzado en sus obras entre 1639-40. Su interés por el arte del Renacimiento italiano (del que era un entusiasta coleccionista), dibujando el retrato de Baldassare Castiglione de Raffaelo (1639, Viena, Albertina) -copiado en medio de una subasta de pintura italiana celebrada en Amsterdam-, le condujo a un armónico equilibrio, evidente en las dos versiones de su Autorretrato, una al aguafuerte (1639) y la otra al óleo (1640, Londres, National Gallery), en las que se detecta, además de la relación con la pintura rafaelesca, una decidida referencia al retrato de Ariosto pintado por Tiziano.Los retratos que Rembrandt nunca dejó de pintar, ahora los bañará en una difusa luz, que suaviza el duro modelado plástico y la acusada claridad que caracterizaban a los de sus etapas anteriores. Aunque los encargos decrecieron durante las décadas de 1640 y 1650, no perdió, ni mucho menos, el favor de la rica clientela burguesa de Amsterdam, a la que efigiará en medio de una sutil luminosidad diurna, como hizo en 1641 con Nicolaes van Bambeeck (Bruselas, Musées Royaux des Beaux-Arts) y su esposa Agatha Bas (Londres, Buckingham Palace), o destacándolos sobre un fondo en sombras, como hizo con el Pastor Jan C. Sylvius (h. 1644, Colonia, Wallraf-Richartz Museum), y su mujer Aaltje van Uylenburgh (Toronto, Art Gallery). Pero no son los retratos de esos personajes, con clase social y papeles profesionales delimitados y con una psicología cuidadosamente subrayada, los que más nos atraen del pintor. Aunque su rechazo de las normas tradicionales y su dominio técnico y expresivo, le hicieron capaz de reflejar con breves pinceladas la esencia íntima del retratado (Nicolaes Bruyningh, h. 1651-52, Kassel, Gemäldegalerie), fueron esos otros con los semblantes familiares e íntimos en los que Rembrandt se mostró más genial, transfiriendo en ellos su afectividad y la creciente angustia de su vida y de su ánimo atormentado. Fue, por entonces, cuando inició unos retratos encuadrados en un marco pintado, creando una ilusión espacial (Muchacha en la ventana, 1645, Londres, Dulwich College Gallery), haciendo flotar en la atmósfera las ideas de su modelo (Retrato de Hendrickje en la ventana, h. 1656-57, Berlín, Staatliche Museum) o reforzando su monumentalidad (Titus estudiando, 1655, Rotterdam, Museum Boymans van Beuningen). Las dos cualidades esenciales de los retratos de su madurez, la dignidad en la concepción y el toque de color nervioso y ancho que da densa solidez a los personajes, son evidentes en la estable figura de Jan Six (1655, París, Louvre), en la inmediata frescura de su hijo Titus leyendo (h. 1656-57, Viena, Kunsthistorisches Museum), y en el desgarrado grito de su Autorretrato con bastón (1658, Nueva York, Frick Collection).Si en La Ronda de Noche fue triunfal, en sus pinturas religiosas fue circunspecto y emotivo, representando temas bíblicos centrados en el recogimiento y donde las solemnidades silenciosas se desarrollan en unos ámbitos misteriosamente transfigurados por la luz, hallando en la lectura del Antiguo Testamento episodios llenos de emoción contenida, que investirá de su personal interpretación, derivada de su asociación a la secta de los mennonitas, dogmáticos y pacifistas, que no admitían otra autoridad que la Biblia. Así, el silencio envuelve a David y Absalón (quizá, David y Jonatán, 1642, San Petersburgo, Ermitage), mientras las voces interiores se escuchan en su nueva versión de los Peregrinos de Emaús (1648, París, Louvre), de concepción simple y grandiosa que deja sentir la sugestión de modelos venecianos (Veronese) en el nicho del fondo.Precisamente, para aumentar la sensación de intimidad doméstica, Rembrandt empleará el motivo del marco pintado, incluso añadiéndole una cortina, también pintada, a los cuadros de asunto bíblico, como en su bellísima Sagrada Familia en la intimidad (1646, Kassel, Gemáldegalerie). El progresivo aislamiento de Rembrandt. respecto a sus contemporáneos, por mor de esa introspección reveladora de una fuerza moral inaudita, se ve reflejada en los efectos de profunda sugestión lumínica mezclada con una sentida espiritualidad, perceptible en su Cristo y la adúltera (1644, Londres, National Gallery), donde las figuras emergen misteriosamente de una honda sombra para vibrar, mágicamente, sobre el filo de una luz radiante, o en la cálida luz que fluye penetrante en su Adoración de los pastores (1646, Munich, Alte Pinakothek), clara adaptación de la íntima y agradable luz de Elsheimer y de las composiciones de Lastman.En las pinturas del decenio de 1650, el armonioso estilo cálido y ágil de la década anterior se torna heroico y majestuoso. Gracias a la suntuosidad de su rico colorido veneciano, aplicado en amplios toques, y a que el elemento narrativo y anecdótico es descartado, Rembrandt logrará dar íntima y grandiosa solemnidad a las escenas, eliminando incluso los aspectos picantes en historias tan propicias a ello como Betsabé (1654, París, Louvre) o José acusado por la mujer de Putifar (1655, Berlín, Staatliche Museum). En ocasiones, Rembrandt indicará con tanta vaguedad los detalles o las circunstancias específicas de tales episodios, que es poco menos que imposible identificar las historias representadas en sus obras, como sucede con su Jacob bendiciendo a los hijos de José (1656, Kassel, Gemäldegalerie), en donde la intriga de la historia bíblica es sobrepasada por la humana espiritualidad que emana de los personajes.Durante su madurez, entre 1643 y 1656, el dibujo y, sobre todo, el grabado más que la pintura parecen haber sido sus confidentes. El mismo ejecutaba todo el proceso, incluida la estampación final. El retrato del joven Jan Six, leyendo ante la ventana (11647), es una de sus más bellas y expresivas estampas. En 1648, ilustró con un dramático grabado al aguafuerte, figurando las Bodas de Creusa y Jasón, una tragedia de "Medea", obra de su amigo y protector Jan Six. Al mismo tiempo, ejecutaba grabados de increíble capacidad expresiva y de sugestivos afectos lumínicos y atmosféricos, inspirados la mayor parte en la historia evangélica: Cristo curando a los enfermos, más conocida como La pieza de los Cien florines (1642-43), Fausto en su gabinete (h. 1652-53), el Ecce Homo, donde Pilatos muestra a Cristo al pueblo ante un palacio decorado con frías estatuas (1655), la Presentación de Jesús en el Templo, en el que aparece la llamada manera negra, que acentúa el drama (h. 1657-58), y, en fin, la desesperada estampa de Las Tres Cruces, de la que existen varios estados, prueba evidente de su esfuerzo para lograr el máximo en intenciones anímicas y efectos figurativos (1653-h. 1660/61). Como fuere, desde los efectos patéticos que logra en sus primeros grabados a la sostenida acentuación del drama con unos mayores efectos cromáticos y claroscuristas, la señal gráfica de Rembrandt hace brotar unas imágenes con mágica realidad formal y espiritual, que ya en vida le dieron justa fama.
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Tula está situada a unos 60 km al noroeste de Teotihuacan, en una región de pequeños barrancos y valles bien comunicados. El sitio fue un pequeño asentamiento dependiente de Teotihuacan en tiempos Tlamimilolpa y comenzó a ser modificado mediante la construcción de pequeños montículos y un juego de pelota hacia el 650 d.C., cuando ya había cesado la influencia teotihuacana; es el área que se conoce como Tula Chico. Hacia el año 1.000 d.C. se termina de planificar la ciudad, que alcanza entonces unos 14 km2 y alberga entre 32.000 y 37.000 habitantes. En el interior del Recinto Ceremonial se construyeron el Templo del Sol (Tezcatlipoca Blanco del este) y el Templo de Quetzalcoatl al norte, que sirven para orientar la ciudad a 15" 30` al este del norte, la misma orientación que tuvo Teotihuacan. Junto al Templo de Quetzalcoatl se colocó el Palacio Quemado, una estructura de techo plano sostenida por pilares. El templo en sí estuvo decorado con talud y tablero y tuvo en la parte de atrás un Coatepantli -muro de serpientes- decorado con paneles tallados que contenían jaguares, pumas, águilas devorando corazones y coyotes, muchos de ellos con restos de pintura verde, roja, azul y blanca. En la plaza Principal se construyó un altar debajo del cual se ha descubierto un escondite con 33 vasijas, muchas de ellas fabricadas en Culhuacan, en el centro de México, así como figurillas huecas procedentes de diversos sitios del valle. También en la Plaza Principal se localiza el principal de los seis juegos de pelota hallados en la ciudad, el cual tiene forma de I, y presenta fuertes semejanzas con el existente el Xochicalco. Rodeando la colina sobre la que se levanta el centro, diferentes grupos de habitación recuerdan los conjuntos multifamiliares característicos de Teotihuacan. Más allá de la periferia, las casas aisladas corresponden a los campesinos menos urbanos del estado tolteca, las cuales presentan ajuares más sencillos.