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Los jerónimos eran una Orden muy poderosa. En la época de su decadencia, ubicados en el Monasterio de Guadalupe, encargaron a Zurbarán una serie de lienzos que versara sobre la época dorada de la Orden y sus principales personajes. Ello no obsta para que en este lienzo Zurbarán refleje la aparición milagrosa de Cristo a uno de sus monjes, imagen que seguramente seguía al pie de la letra los dictados del cliente. La escena es de una suave luminosidad, lejos de los intensos claroscuros de su época más tenebrista. La imagen del Salvador se aparece entre una corriente de nubes de luz dorada, y la figura misma exhala serenidad y dulzura, en su túnica rosa. Reposa con cariño su mano sobre la cabeza del místico, quien recibe la visita en plena oración. Sobre ellos, un ángel músico ambienta el encuentro, entre los rostros y los cuerpecillos de angelotes apenas difuminados en las mismas nubes. El conjunto resulta de una conmovedora espiritualidad, muy acorde con el sentimiento monástico del momento y del propio Zurbarán, que poseía una especial sensibilidad para tratar estos temas.
contexto
El colofón del este proceso evolutivo en las producciones cerámicas del Sudeste lo tenemos en la aparición de la decoración figurada, tanto animal como humana. La cronología de ambos elementos parece tardía, y no puede datarse antes del siglo II a. C., aunque con anterioridad puedan existir ejemplares aislados. Así, en La Alcudia de Eiche se han adscrito al nivel correspondiente al período ibérico clásico, datado en los siglos IV y III a. C., varios vasos con decoraciones vegetales y, sobre todo, animales (cuadrúpedos, peces) realizados con gran esquematismo y sencillez; de confirmarse esta datación, nos encontraríamos ante una decoración bastante antigua, y esto resultaría del mayor interés, porque nos permitiría datar en esta misma época otros vasos cerámicos, con decoración más compleja, pero realizados con esta misma técnica decorativa (Vasos de los Guerreros de Archena y el Cigarralejo, entre otros). Sin embargo, cuando la cerámica con decoración figurada irrumpe con toda su fuerza en los yacimientos ibéricos del sureste es a lo largo del siglo II a. C., adquiriendo un predominio que continuará manteniendo durante el siglo I a. C.; se trata, por tanto, de una cerámica que es en realidad contemporánea de la presencia romana en la Península. Mucho se ha cavilado y discutido a lo largo de los años acerca de la cronología de esta cerámica y de los motivos de su aparición. Durante mucho tiempo se consideró que se trataba de una cerámica bastante antigua, puesto que su decoración, plena de figuras y abigarrada, parecía una lejana imitación y adaptación ibérica de los motivos que aparecían en la cerámica griega de figuras rojas, de la que el ibero fue fiel consumidor, y que dejó de fabricarse a lo largo del siglo IV a. C. Ello encontraba su aval en el hecho de que también en otras manifestaciones artísticas los modelos griegos habían sido copiados de una u otra forma, o habían servido al menos de modelo de inspiración para los iberos; es el caso, por ejemplo, de la escultura. Sin embargo, el progreso en los estudios estratigráficos de los yacimientos, hizo ver a los investigadores que la hipótesis de la cronología alta de este estilo cerámico no podía sostenerse, y que se trataba en realidad de algo bastante posterior; si ello se confirmaba, la hipótesis de la posible derivación directa de los motivos griegos caía por su base, puesto que en el momento de su fabricación, la cerámica griega había dejado de producirse hacía siglos. Con ello, resultaba imposible sostener la explicación de la influencia directa de los modelos griegos, y debía buscarse un modelo que la sustituyera. A título de hipótesis, puede aventurarse la explicación siguiente: durante siglos, la cerámica griega de figuras -negras primero, rojas después- satisfizo los gustos de los iberos en este aspecto; cuando deja de producirse, a lo largo del siglo IV a. C., aún se sigue importando cerámica suritálica de menor calidad, pero también ésta deja de producirse a lo largo del siglo III a. C., siendo sustituida por la de barniz negro. Cuando la cerámica griega se hace difícil de encontrar y los vasos existentes van desapareciendo por el uso, los iberos, añorantes del mundo abigarrado, icónico y figurativo de las cerámicas de figuras rojas, comienzan a realizar unos vasos sustitutorios, que adoptan ahora su propio lenguaje figurado, muy lejos del de las antiguas figuras rojas; en su lugar aparecen, por una parte, imitaciones de los motivos figurados existentes en el Mediterráneo en ese momento, tomados del ámbito púnico (ídolos-botella, símbolos de Tanit, rosetas, etc.) y helenístico (cabezas de gorgonas, motivos vegetales, etc.), y por otra, elementos propiamente ibéricos, procedentes de su más pura fantasía (carnicero, águila con las alas explayadas, etc.), que en ocasiones pueden encontrar apoyo figurativo en otras manifestaciones artísticas contemporáneas. El conjunto de cerámicas decoradas del Sudeste recibe el nombre de estilo de Elche-Archena, por las localidades donde aparece con más intensidad; su área de dispersión abarca desde Benidorm y Altea hasta Villaricos, con un foco de gran importancia en Cartagena por la costa, y hasta las localidades murcianas de Jumilla, Cieza, Mula, Lorca y Totana, al menos, por el interior. No en toda el área, como es lógico, se dan iguales formas ni con igual intensidad, ya que ésta es especialmente intensa en la zona del Bajo Vinalopó y del Medio Segura, en torno a los yacimientos epónimos: Elche y Archena. El conjunto principal de piezas de estilo Elche-Archena presenta como elementos definidores dos animales característicos: un pájaro y un carnívoro, que en ocasiones se han identificado con un águila y un lobo, aunque sus rasgos son lo suficientemente indefinidos como para permitir casi cualquier adscripción dentro de su género. Ambos aparecen en actitud agresiva, con las alas desplegadas el ave y con las fauces abiertas el carnicero, pero sus formas no son reales; la realidad ha dejado paso al detallismo, a un dibujo preciosista y minucioso que convierte en elementos decorativos una buena parte de los rasgos anatómicos de los animales. En ocasiones, éstos aparecen de cuerpo entero; otras veces lo hacen en forma de prótomos, y casi siempre envueltos en un sinfín de motivos de relleno, ya sean vegetales, animales o geométricos. Abundan los zarcillos vegetales y los roleos, las hojas rellenas de reticulados, los frisos de hojas de hiedra, las rosetas, las circunferencias y semicircunferencias concéntricas, etc., porque este pintor prefiere los espacios rellenos y abigarrados y huye de los fondos vacíos, que trata de cubrir con una multiplicidad de elementos. Todo ello confiere un aspecto característico e inconfundible a estos vasos, que por lo común son recipientes de mediano o gran tamaño, con múltiples formas: ánforas, cálatos, jarros, urnas, etc. Es posible que en ellos pueda verse la mano de uno o varios decoradores, e incluso de varios talleres, aunque la identificación de éstos es objeto de un estudio en vías de realización.
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Esta tabla nos muestra a un Correa de Vivar más comedido que en los otros cuadros del Museo del Prado. No aparecen tantos elementos extraños, ni las posturas son tan retorcidas como en el Manierismo que el artista utiliza a veces. Este cuadro, por contra, resulta de un equilibrado renacentismo, que emplea para tratar un curioso episodio milagroso de la vida de San Bernardo.El asunto es la alimentación milagrosa del papa. Éste, que aparece al fondo de su jardín asomado en su villa romana, está también en primer plano. Se ha quedado arrodillado, rezando a la Virgen, olvidado del mundo, a punto de desfallecer. María, con el Niño en sus brazos, se le aparece para alimentarlo con su propia leche. El tema se ha tratado sutilmente, puesto que la Virgen aparece en un plano superior, divino, desde el cual proyecta su leche sobre la boca del santo.Éste ha abandonado sus atributos pontificiales, quedando tan sólo con su hábito de monje. Lleva al hombro un báculo, que es una finísima pieza de orfebrería. Reproduce en su extremo la escena del Calvario.El santo se encuentra en un ambiente italiano clásico. Tras él, una barandilla de mármol blanco y rojo reproduce el esquema típico de un sarcófago romano, adornado con series de medallones y amorcillos sobre animales fantásticos.Al fondo del jardín, una villa de recreo romana hace las veces de su residencia.El empleo tan correcto de estos elementos italianizantes en su pintura nos habla de la extensa formación de su autor, Correa de Vivar.
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Esta obra pertece al Tríptico de la Zarza ardiente encargado por el rey Renato a Nicolas Froment. Se deja ver en esta pintura una huella de la tradición flamenca, así como un tratamiento de la luz al más puro estilo italiano. Lo cierto es que la situación política de la Provenza de este momento (lugar de intercambio entre Italia y el norte de Europa) es determinante para la recepción de todas las corrientes artísticas que se están dando en Europa.
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Tras unos años trabajando con Botticelli, Filippino Lippi se destapa como el gran maestro florentino en la década de 1480 momento en el que empieza sus trabajos en la capilla Brancacci, continuando la decoración iniciada 60 años antes por Masolino y Masaccio. En 1486 ejecuta una de sus obras maestras: la visión de san Bernardo. El santo sentado en su pupitre se coloca al aire libre, junto a una roca de aristas puntiagudas donde deposita sus libros como si de una estantería se tratara. La Virgen y una corte de ángeles se presentan ante él sin aparecer ningún elemento de divinidad como luces doradas o aureolas. Al fondo se observa el monasterio con las figuras de los monjes a la puerta y un sensacional paisaje. El donante contempla la escena con las manos unidas en actitud orante, integrándose en la perspectiva. Las figuras son ligeramente alargadas, cubiertas por pesados paños que no permiten apreciar su anatomía, mostrando la intensa relación con Botticelli en los idealizados rostros y el brillante color. La minuciosidad detallística de todos los elementos dispersos por el espacio es una evidente influencia de la pintura flamenca que por aquellos años era muy apreciada.
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Don Pedro de Lerena, Mayordomo y Secretario de Estado, vecino de la localidad madrileña de Valdemoro, decidió decorar la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción con un conjunto de tres lienzos que fueron encargados en un primer momento a Mariano Salvador Maella. Tras fallecer sin ejecutarlos, decidió encargárselos a Francisco y Ramón Bayeu y a Goya. La Aparición de la Virgen a San Julián fue el tema que Goya representó en ese gran lienzo; muestra al santo Obispo de Cuenca - lugar de nacimiento de don Pedro - en el momento en el que la Virgen le entrega la palma del sacrificio por su defensa de la pobreza y la castidad. No en balde, el santo vivía de la realización de cestos , uno de los cuales vemos a medio tejer a sus pies. Elevando su mirada a María, va vestido como un Obispo, con la capa pluvial abierta, observándose tras él la mitra y el báculo. La Virgen viste con su tradicional túnica rojiza - símbolo del martirio - y su manto azul - símbolo de eternidad - coronada de rosas y con un rostro totalmente idealizado que contrasta con el naturalismo del santo. Precisamente la corona de rosas es una muestra de impresionismo por la soltura de la pincelada y el verismo de su representación, de igual manera que los bordados de la capa pluvial o la mitra. Sin embargo, el cesto exhibe una pincelada detallista, digna de un miniaturista. La composición se organiza en zigzag - muy habitual en el Barroco -, creándose un interesante efecto atmosférico gracias a la luz.
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Entre los escasos cuadros de devoción realizados por El Greco a su llegada a Toledo conviene destacar este san Lorenzo, propiedad de don Rodrigo de Castro, inquisidor de Toledo en 1559, obispo de Zamora y Cuenca y arzobispo de Sevilla. El santo se presenta en primer plano, vistiendo una espectacular casulla bordada con brocados y portando en su mano derecha la parrilla, que es su atributo. Dirige su mirada hacia la Virgen con el Niño que se sitúan sobre una nube envueltos en un haz de luz. El fondo ante el que se recorta la figura está formado con nubarrones de diversas tonalidades que empujan al santo hacia adelante. La figura es amplia, recordando a Miguel Ángel en su estructura anatómica, inscrita en un triángulo típicamente renacentista, pero se alarga quizá en exceso, quedando pequeña la cabeza. El estilo veneciano se respira por todo el cuadro, empleando Doménikos una pincelada rápida y vigorosa que manifiesta todos los detalles, resultando un lienzo de admirable belleza y máxima espiritualidad, reflejada ésta en los ojos de san Lorenzo.