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Los retratos de Moroni se diferenciarán de los de Tiziano ya que el primero de los maestros trabaja para una acomodada sociedad provinciana que no busca la ambición y el poder presente en los trabajos del veneciano. Los retratados por Moroni son personas sencillas, cuyo aspecto físico y psicológico nos es desvelado por el pintor sin ningún miedo, ofreciéndonos una imagen actual de la vida cotidiana a través de sus tipos como podemos observar en El sastre, su más célebre retrato. Nos encontramos ante uno de los primeros retratos burgueses ya que esta ese momento el retrato era un privilegio exclusivo de la clase aristocrática -tanto política, militar, financiera o eclesiástica- participando de esa exclusividad en algunas ocasiones los comerciantes. Pero el sastre se nos presenta con toda su dignidad, sin ocultar su actividad artesanal, dirigiendo su honesta mirada al espectador y portando las grandes tijeras con las que corta la tela en la mano derecha. El naturalismo envuelve la escena gracias al potente foco de luz que resalta los colores e ilumina los gestos del modelo, resultando un retrato tan atractivo como el de cualquier jerifalte de la época. La influencia de Lorenzo Lotto se manifiesta a la hora de desvelar Moroni el aspecto físico y la personalidad del modelo.
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Este curioso lienzo ilustra una fábula de Esopo: un granjero había invitado a comer a un sátiro, figura mitológica de la Grecia antigua. El sátiro vio cómo el granjero se soplaba las manos para calentárselas, y acto seguido, soplaba en la sopa para enfriarla. Creyendo que la familia trataba de reírse de él y ponerle en ridículo, se levantó con ímpetu, airado. Jordaens ha mezclado la fábula antigua con la historia contemporánea. El sátiro, un monstruo fantástico con pies de cabra y desnudo, está perfectamente integrado en la cena de una familia holandesa del siglo XVII. La mujer que sirve las frutas es la propia esposa del pintor y todos los útiles o animales que aparecen en la escena son propios de la época de Jordaens. Así pues, un cuadro mitológico se ha convertido en un cuadro costumbrista, un documento de la época del pintor. Esta obra es además una de las más próximas al estilo de los caravaggistas de Utrecht, con un fuerte contraste de claroscuro, la gran verosimilitud de las figuras que parecen reales y esa demora placentera en los detalles vulgares, como las arrugas de los ancianos, los pies sucios o la pobreza de los materiales.
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A raíz de su ataque de apoplejía de 1835, Friedrich buscó reposo y cura en Teplitz, en Bohemia, uno de los balnearios más célebres del momento. Además, su situación entre el Erzegebirge y el Mittelgebirge bohemio permitía al artista proseguir sus excursiones a pie realizando estudios, dibujos del natural. De ellos se conservan trece. Uno de ellos es esta vista del Schlossberg, con el Erzegebirge al fondo; las colinas ocultan Teplitz. Esta estancia de seis semanas apenas pudo proporcionarle una mejoría temporal. De hecho, ya no pudo apenas concluir óleos y hubo de limitarse a sepias, acuarelas y dibujos, que continuó exponiendo. De hecho, estos estudios del natural realizados en Teplitz revelan cierta dificultad en su mano.
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Los estudios sobre la economía agraria de Hispania en época republicana son muy reducidos. Los autores antiguos no dan más que breves y ocasionales referencias. Por otra parte, la arqueología siempre es parca en ofrecer testimonios sobre el mundo rural salvo cuando se desarrolla el régimen de villas rústicas o cuando un determinado producto ha sido objeto de una exportación considerable. En todo caso, vamos contando con algunos buenos estudios, como el de Sáez, para la agricultura de la Bética, que empiezan a desvelarnos los cambios entre las muchas constantes intemporales de cualquier estructura agraria. Así, del análisis de Sáez se comprueba que la producción vitivinícola era ya significativa en el siglo II a. C. en algunas ciudades de la Bética, si nos atenemos a la información de las acuñaciones monetales de los años 120-90 a. C., que crean monedas sobre las que hay representaciones de pámpanos, uvas y cabezas de Baco. Tales son los casos de monedas acuñadas en Arva (El Castillejo, Alcolea del Río, Sevilla), Ulia (Montemayor, Córdoba), Osset (S. Juan de Aznalfarache, Sevilla), Orippo (próxima a Dos Hermanas, Sevilla), Acinippo (cerca de Ronda, Málaga), Baesippo (Vejer de la Frontera, Cádiz) y Turris Regina (provincia de Cádiz). Ahora bien, los restos más abundantes de ánforas hallados en el Sur corresponden a las formas Dressel 1-A, B y C, que fueron fabricadas en Italia. La emigración itálica comenzó a demandar vinos italianos de mejor calidad que los hispanos. Tales vinos desplazaron el mercado anterior de importación basado en vinos griegos, también de buena calidad. La situación comenzó a cambiar a fines de la República y Estrabón, a comienzos del Imperio, habla ya de la exportación de trigo, aceite y mucho vino de la Turdetania (II, 2, 6). Sin duda, como sostiene Sáez, los productores de la Betica consiguieron abrir mercados exportando vinos más baratos en gran cantidad. Se explicaría así que los vinos hispanos, tanto los del Sur como los de Sagunto, comenzaran teniendo fama de malos. Pero, ya avanzado el siglo I d. C., Hispania comienza a exportar también algunos vinos que compiten en calidad con los de Italia. Así, Plinio habla de la excelencia de los vinos catalanes y baleáricos (Nat. hist., XIV, 71). Como es conocido, el cultivo de la vid se adapta a todas las regiones de Hispania. Ahora bien, a comienzos del Imperio, los pueblos del Norte tomaban aún una bebida parecida a la cerveza. En cambio, la sociedad ibérica participaba de la práctica social mediterránea del simposio con comida y bebida en común; el vino formaba parte de este ritual social. Durante el período de la Hispania republicana, no hubo cambios en esta práctica social, con la que hay que relacionar la importación de vinos de calidad. Hasta que el vino hispano no entró en los circuitos de exportación, hemos de suponer que tampoco hubo grandes extensiones de viñedos. La tenencia y cultivo de pequeños viñedos, junto con el de huertos, debió formar parte de la explotación económica de muchas familias de rentas medianas y altas. Disponemos de algunas noticias aisladas sobre la producción cerealística de la Hispania republicana. Así el año 203 a. C., se envió a Roma trigo de Hispania en cantidades tan grandes que bajaron los precios del trigo en la capital (Livio, 30, 36, 6). El año 178 a. C., los hispanos se quejaron de que tanto el gobernador de la Citerior, M. Titinio, como el de la Ulterior, M. Matieno, abusaban de sus administrados al imponerles el precio por el que debían vender el trigo entregado en concepto de impuestos; se trataba de operaciones fraudulentas que conducían a que, en la práctica, los hispanos pagaban más del 5 por ciento del tributo obligatorio, la vicessima. El Senado decidió en favor de los hispanos. Durante las Guerras Celtibéricas, los vacceos ayudaban a los celtíberos proporcionándoles trigo y otros víveres (App., Iber., 80-83). El 56 a. C., Cicerón defiende a Balbo y a sus paisanos, los gaditanos, ante el Senado y aporta méritos en su favor como el que los gaditanos habían enviado trigo a Roma para impedir que subieran los precios (Pro Balbo, 40). Y también la Citerior envió trigo a las tropas que operaban en Aquitania. Y contamos con otras pocas noticias semejantes. Que, al menos desde el Neolítico, la Península producía trigo y otros cereales (avena, cebada, mijo...) y que había regiones como el área vaccea (Tierra de Campos) y el valle del Guadalquivir en las que se obtenían grandes cosechas de trigo, era ya una constante antes del inicio de la conquista romana. La cuestión central reside en la valoración de los cambios que pudieron producirse a partir de la dominación romana. En primer lugar, nos consta que las provincias de Sicilia y Africa -a veces también las de Cerdeña y Asia- fueron los grandes graneros para abastecer a la ciudad de Roma durante la República. Y no puede menospreciarse la aportación de la propia Italia. En cambio, Hispania no fue un centro de exportación regular de trigo al margen de sus contribuciones excepcionales. Los excedentes de trigo y de otros cereales eran destinados al mantenimiento del ejército romano asentado en Hispania. Durante las guerras civiles, las menciones al almacenaje de trigo forman parte de la estrategia necesaria para abastecer al ejército. Sabemos que, completado el sometimiento de los pueblos del Norte bajo Augusto, Hispania entra en un proceso de desmilitarización. Paralelamente, comenzamos a tener noticias de salida regular de trigo de Hispania destinado a la annona; ocasionalmente, se citan otras contribuciones como la del abastecimiento del ejército romano que operaba en Mauritania (época del emperador Claudio). Este cambio que se opera desde comienzos del Imperio es reflejado por Estrabón, Plinio y otros autores. Y si la desmilitarización de Hispania es una causa de tales sobrantes de trigo, también incidió la creación de colonias y municipios que fue acompañada del reparto de tierras a los nuevos colonos así como de la implantación de técnicas de producción más perfeccionadas. Como han visto bien los estudiosos modernos, los tratados romanos de agricultura, comenzando por el más antiguo de Catón, eran una traducción o adaptación de los tratados anteriores de autores griegos y cartagineses. Por lo mismo, la simple sustitución de cartagineses por romanos en el dominio de Hispania no fue seguida de la introducción de técnicas novedosas en el cultivo del campo. El trillo cartaginés, ploscellum punicum, consistente en unas cuchillas giratorias fijadas a una estructura provista de ruedas, se usaba en la Hispania Citerior junto con el trillo común, tribulum, tal como relata Varrón hacia el 60 a. C. en su tratado de agricultura (III, 12). Y ante el proceso de consolidación del sistema esclavista, es posible suponer que, también en la agricultura, una parte del trabajo fuera desempeñada por esclavos. En todo caso, la época de mayores cambios se sitúa en la fase final de la República y, sobre todo, con la implantación de los catastros romanos organizados para asentar a veteranos del ejército y a una parte de la plebe de Roma. Las alabanzas a la cantidad y calidad del aceite bético se inician con Estrabón y pasan a ser una referencia tópica, pero no son aplicables al período republicano. Sáez ha advertido que el acebuche pudo ser explotado en la Península desde la época del Bronce. El aceite de acebuche se podía emplear para la fabricación de perfumes y para iluminación. Antes de fines del siglo III a. C., los colonizadores griegos y fenicios importaban aceite de oliva y lo intercambiaban por productos metalúrgicos de la Península. Con la conquista romana, serán los comerciantes itálicos los que importen aceite de cardad: las ánforas de Apulia y de Calabria halladas en diversos lugares (Carteya, Chipiona, Mallorca, Valencia...) serían los mejores indicadores de la sustitución de los importadores. Las oligarquías itálicas asentadas en Hispania así como sus correspondientes indígenas se cuentan entre los consumidores de este aceite de oliva de mejor calidad. El comportamiento de este producto habría sido, pues, semejante al del vino, con la diferencia de que, desde el siglo I d. C., el aceite hispano comienza a exportarse en grandes cantidades y es apreciado por su excelente calidad. Parece, pues, irrebatible que fueron los itálicos emigrados a fines de la República los motores de estos cambios que comienzan a advertirse unas décadas más tarde. Por más que las fuentes literarias aludan de modo casi exclusivo a la triada del aceite, vino y trigo, la agricultura mediterránea de la que no era ajena nuestra península conocía otros productos como la avena, cebada y vezas de ciclos distintos de crecimiento y fundamentales para la alimentación del ganado o bien como las habas y lentejas que eran habituales en la dieta alimenticia humana. Casi todos los productos hortícolas actuales (col, berza, lechuga...) eran cultivados en todo el Mediterráneo. Y algunos frutos como los higos de Sagunto se exportaban a Roma ya en época de Catón, como nos relata en su tratado de agricultura (VIII).
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La literatura antigua está llena de referencias a las enormes riquezas mineras de Hispania. Entre las muchas menciones genéricas, baste ésta de Estrabón: "En cuanto a la riqueza de sus metales no es posible exagerar el elogio de Turdetania y de la región colindante. Porque en ninguna parte del mundo romano se ha encontrado hasta hoy ni oro, ni plata, ni cobre, ni hierro en tal cantidad y calidad..." (III, 2, 8). La riqueza en metales fue una de las causas que motivaron la llegada de orientales y la fundación de los primeros asentamientos coloniales. A veces, la realidad de tal abundancia metalífera sirvió para crear tópicos que no reflejaban las posibilidades metalíferas, como el del Tajo portador de oro, Tagus aurifer, que se siguió trasmitiendo hasta épocas tardías como un recurso literario, según comprobó Fernández Nieto. En el botín del ejército romano, se menciona siempre la toma de grandes cantidades de metales, ante todo de oro y de plata. Y efectivamente, a pesar de la rapiña sistemática de los generales romanos, la arqueología demuestra que las referencias de los textos son ciertas. Baste recordar brevemente algunos datos. Las Casitérides, islas próximas a la costa gallega, conocidas desde época arcaica, siguieron siendo productoras de estaño en época republicana. La orfebrería castreña del Noroeste con excelentes joyas conservadas (de Lebuçao, de Bedoya, de Chao de Lamas...) o bien el tesoro de Arrabalde (Zamora), formado por varios kilogramos de brazaletes, pulseras y torques de oro y plata, constituyen unos pocos indicadores de la riqueza en metales preciosos así como de la tradición orfebre del Noroeste. A partir de la conquista de los pueblos del Norte por Augusto, el Noroeste se convierte en uno de los distritos mineros más activo del Imperio (La Valduerna, Las Médulas, Las Omañas, las minas del suroeste de Asturias, todas de oro). Minas de menor entidad con producción de oro, plata, hierro y otros metales se distribuían por varios lugares del norte (Montes de Galicia, Cantabria, Pirineos), por el Sistema Ibérico y por diversos enclaves del Sistema Central, de los Montes de Toledo y de Sierra Morena. Y la metalurgia del hierro se documenta como de excelente calidad en el área celtibérica, donde se fabricaban las mejores armas; la espada hispana, gladius hispaniensis, fue incorporada al ejército romano. Cuando se analizan materiales arqueológicos, muestras del tipo de las espadas de los castros de La Osera, Las Cogotas, Chamartín y Raso de Candeleda son siempre testimonios del elevado nivel de producción técnica y artística. Y si Diodoro Sículo habla de la vajilla de oro y plata de Astolpas, el suegro de Viriato, hay varios hallazgos de joyas (de Penhagarcía, Casal de Conejo, Castelo Branco...) que testimonian que Diodoro debía estar bien informado. Ahora bien, si ese panorama general no se modificó a partir de la conquista porque Roma no prohibió la explotación de múltiples pequeños centros mineros, desde fines del siglo III a.C., la atención preferente del Estado romano se orientó a los grandes distritos: las minas de plata de Cartagena, las del ámbito de Boesucci (Vilches) y de Castulo (Linares), ambas de Jaén, así como otras diversas de Sierra Morena. En el estudio de Negri sobre el derecho minero romano, se deja clara constancia de que Roma no hacía distinción entre derechos sobre lo hallado en el subsuelo y derechos sobre el resto del territorio. Al haber quedado casi todos los pueblos de la Península en la condición de dediticios, el Estado romano decidía sin cortapisas si mantenía el control directo de las explotaciones mineras o bien las cedía a particulares o a ciudades como una parte más de su distrito territorial. De las minas de Cartagena disponemos de información sobre varias modalidades de gestión. A raíz de la expulsión de los cartagineses, la gestión directa de la explotación quedó en manos del Estado. Hacia el 179 a.C., a partir del momento en que comienzan a asentarse las compañías de publicanos, éstos toman el relevo de la gestión, aunque el propietario de las mismas seguía siendo el Estado. A fines de la República, las minas eran explotadas por particulares. Un texto de Estrabón (III, 2, 10) es muy explícito al respecto; dice lo siguiente: "... Polibio, mencionando las minas de plata de los alrededores de Cartagena, dice que son muy grandes, que están a unos 20 estadios de la ciudad y que tienen una periferia de 400 estadios así como que en ellas trabajan 40.000 hombres, que proporcionaban entonces al Estado romano 25.000 dracmas (denarios) al día... Aún hoy existen estas minas de plata, pero ya no son del Estado ni allí ni en otros sitios, sino que han pasado a propiedad particular. Sólo las minas de oro, en su mayor parte, pertenecen todavía al Estado". El interés del Estado romano por las minas de oro, plata y cobre está relacionado con la necesidad de tales metales para el mantenimiento de las acuñaciones monetales. A fines del siglo III a.C., aparecieron las primeras monedas romanas de oro, aurei. Ahora bien, el aureus fue objeto de acuñaciones reducidas y esporádicas durante la República, por más que sirviera de patrón y base para la relación con la moneda de plata, denarius, y la de cobre, ces, que eran las que estaban realmente en circulación. El gran distrito minero de plata del Atica, las minas de Laurión, estaban en decadencia desde mediados del siglo III a.C., según ha podido comprobar Lauffer; y el otro gran centro productor de plata, Britania, no pasó a la dependencia de Roma hasta la época del emperador Claudio, lo que daba doble valor a las minas de plata de Hispania. El desarrollo de los intercambios que se iba propiciando con la ampliación de los dominios romanos demandaba un continuo crecimiento de la obtención de metales monetales. A su vez, el pago de las legiones, cada vez más numerosas, exigía igualmente un mayor volumen de moneda en circulación. Conviene recordar que no se había dado el salto hacia la creación de la moneda fiduciaria. La riqueza minera de Hispania y el crecimiento de la demanda de productos mineros fueron dos de las principales causas que motivaron la emigración de itálicos. Dice Diodoro (V, 36-38): "... Más tarde, cuando los romanos se adueñaron de Iberia, gran número de itálicos llenó las minas y obtenían inmensas riquezas por su afán de lucro. Pues comprando gran cantidad de esclavos, los ponían en manos de los capataces de los trabajos mineros ....". La alta rentabilidad de las minas hispanas explica que se aplicaran en ellas los avances técnicos conocidos en otras regiones del Mediterráneo y del Oriente Próximo. Cuando no había condiciones para hacer la explotación a cielo abierto, se cavaban pozos y galerías. Las dificultades puestas por el agua subterránea eran salvadas, según describe el mismo Diodoro, haciendo galerías transversales para desviar las corrientes o bien con los llamados caracoles egipcios: consistían en una espiral sujeta a un eje giratorio de madera, mecanismo análogo al sinfín del qué se sirven aún hoy los agricultores para sacar el grano de los silos. En las minas romanas de Río Tinto (Huelva), al menos en época imperial, se empleaban enormes ruedas con función de norias, una de las cuales se encuentra en el Museo Británico. Y para menores cantidades de agua, bastaba el uso de cubos subidos por poleas. Cubos de esparto sujeto a un armazón de madera o simples esteras de esparto, de las que se conservan algunos ejemplares, se empleaban para la extracción y transporte del mineral. Junto a la mina se realizaban todas las operaciones necesarias de criba, lavado y fundición final del metal. Una vez purificado, el metal se convertía en lingotes para ser transportado fuera del distrito minero. Domergue ha resaltado bien que la minería romana no reposaba en la atención única a los grandes distritos. La explotación del mercurio de Almadén (Ciudad Real) estaba en manos de una compañía privada a fines de la República (Ciceron, Ph., 11, 19): este producto se refinaba en la propia Roma. Varias minas de Sierra Morena (de plata, cobre y oro) estaban ya en actividad y eran explotadas por particulares. Conocemos el caso del rico Sexto Mario, propietario de minas en esta zona, quien fue condenado a muerte bajo Tiberio pasando sus minas a poder del fisco. Este es un testimonio de la recuperación de minas por el Estado, cuando había necesidad de metales preciosos para las amonedaciones. Por las marcas que presentan los lingotes de metal/galápagos, sabemos que había también minas de plata y plomo en Orihuela (Alicante), en Canjayas (Almería), en Alcazarejo, además de las de Linares y Cartagena. Muchas pequeñas minas del Sistema Central y de los Montes de Toledo pudieron comenzar a ser activas ya en época republicana si nos atenemos a que, en época prerromana, mantenían alguna actividad y a indicios arqueológicos de los poblados de sus cercanías.
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En todas las sociedades tradicionales se han dado condiciones análogas a las de una parte considerable de la población del mundo antiguo que vivía con los mínimos medios de subsistencia obteniendo sus recursos de la recolección de alimentos, del cuidado de ganados domésticos, de una pequeña parcela de tierra cultivable y de algunos ingresos extraordinarios que obtenían por alquilar su fuerza de trabajo. En la bibliografía moderna no se ha prestado la atención necesaria a las posibilidades del sector de la economía recolectora. El año 151 a. C., el ejército romano de la Citerior mandado por Lúculo tenía serias carencias de víveres que subsanó gracias a la carne de conejos y de ciervos capturados por los propios soldados, según nos cuenta Apiano (Iber. , 54). La Península Ibérica era conocida por su abundancia en conejos, coniculosa; y lo mismo se dice de Baleares, donde hubo que hacer cacerías organizadas porque los conejos amenazaban las cosechas. Se comprende bien la abundancia de animales silvestres en un territorio con baja densidad demográfica y muchos bosques, pues zonas de monte y bosque no se encontraban sólo en las cordilleras y sus proximidades, sino en el propio valle del Guadalquivir, como describe el geógrafo griego Estrabón. La caza, actividad individual o colectiva y a la vez deporte, practicada desde tiempos prehistóricos, no sufrió merma a partir de la conquista romana. Hay representaciones de animales o de escenas de caza en pinturas cerámicas. Y noticias sobre cacerías organizadas de ciervos se siguen repitiendo en época imperial, incluso en el ámbito de la actual provincia de León, sobre cuyo territorio se practicaban cacerías de ciervos. Al no existir reglamentación sobre la caza, cualquiera podía hacer las presas que necesitara para su subsistencia. Algunas noticias de los agrónomos romanos sirven igualmente para la economía de la Hispania republicana. Así, según Columela, una familia de campesinos podía costear sin dificultad la cría de uno o dos cerdos al año con los sobrantes de su casa y huerto, con la recogida de hierbas y con un pequeño suplemento de cereales (De re rust., VII, 9). Con costos aún más bajos, podía disponer de unas pocas cabras (VII, 6) de las que obtenía, además de leche y queso, otros productos (cabritos, pieles y pelo). El mantenimiento de un asno no exigía más que dejarlo pastar libremente unas horas al día. La apicultura, la pesca fluvial, la recogida de frutos silvestres y de leña, la caza de animales y la recogida de materiales de construcción estaban al alcance de cualquier persona laboriosa. Los testimonios de que tales posibilidades se aprovecharon son muy frecuentes. Así, Estrabón dice de los pueblos del norte que se alimentaban gran parte del año de las bellotas recogidas. El uso del tapial en la construcción es mencionado en los textos literarios al referirse a las torres de Aníbal, pero también encuentra confirmación en multitud de yacimientos arqueológicos. Ahora bien, si todo ese tipo de actividades era una constante en las sociedades antiguas, la pesca marítima sufrió un incremento progresivo hasta la caída del imperio romano por las posibilidades encontradas para la conservación del pescado, la salazón o garum. A la obra ya clásica de Ponsich-Tarradell, se han ido añadiendo otros estudios que aportan nuevos centros productores de salazón y algunos elementos de datación. Las salazones de Hispania son conocidas en el Mediterráneo antes de la llegada de los romanos. Así, a mediados del siglo V a. C., las salazones gaditanas llegaban a Atenas, según recoge un pasaje de Esteban de Bizancio recordando las comedias del ático Eupolis (St. Byz., v. Gadeira). Varias ciudades del Sur disponían ya de una importante industria de salazón antes de la llegada de los romanos: las de Cádiz, Cartagena y Baria (Villaricos) son buenos testimonios de ello. A comienzos del Imperio, disponían también de industrias de salazón otras muchas ciudades como Mellaria, Malaca, Sexi, Baelo así como gran número de pequeños enclaves costeros situados sobre todo a lo largo de la costa desde Alicante a Lisboa. Estrabón alude a la riqueza piscícola comparándola con la riqueza minera de Hispania y menciona la siguiente variedad de peces capturados: cetáceos, orcas, marsopas, ballenas, murenas, múrices, pulpos, calamares, atunes y bucinas (Str. , 111, 145). La industria de salazón era ya un gran complemento económico durante el período republicano. Ahora bien, el incremento de su producción hay que relacionarlo con la reorganización por César del sistema de ayudas alimentarías a la plebe de Roma y con el progresivo consumo de tales productos por las tropas militares. Del enorme crecimiento que tendrá esta industria durante el período altoimperial, hay testimonios tan evidentes como el despegue económico de la ciudad de Baelo (Bolonia, Cádiz) que vivía casi exclusivamente de las salazones o la constatación de que, hasta en el Cantábrico, se documentan depósitos para la fabricación del garum, como han puesto al descubierto las excavaciones de Gijón llevadas a cabo por Fernández Ochoa.
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El duro trabajo del campesino protagoniza este lienzo en el que Van Gogh retoma su atracción hacia las obras de Millet, siguiendo fielmente las estampas del maestro realista que guardaba. La novedad la encontramos en la coloración empleada, utilizando los tonos que son sus favoritos: azul y amarillo, reinterpretando en su estilo una figura clásica obteniendo un excelente resultado.
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Las elecciones de noviembre de 1933 suponen una cesura muy apreciable en la historia de la Segunda República. A partir de entonces, y hasta febrero de 1936, se extiende la tercera etapa del régimen, caracterizada por un tono más conservador de la vida oficial y por la revisión de gran parte de la labor reformista del bienio anterior. En razón de la dinámica política, es posible dividir al bienio en tres etapas: a) El predominio radical (diciembre, 1933-octubre, 1934). Gobiernos del PRR con apoyo del centro-derecha republicano. Aproximación de la CEDA a la colaboración política con el republicanismo moderado. b) El tetrapartidismo (octubre, 1934-diciembre, 1935). Gobiernos en coalición de radicales, cedistas, agrarios y liberal-demócratas, con esporádicas incorporaciones de progresistas y catalanistas conservadores. Formación de dos bloques de oposición, uno a la izquierda; el Frente Popular, y otro a la derecha, el Bloque Nacional. c) Los gobiernos técnicos (diciembre, 1935-febrero, 1936). Disolución de la coalición de centro-derecha y formación de gobiernos con escasa representación parlamentaria, sostenidos fundamentalmente por el presidente de la República. Apertura de un período electoral que concluirá con el triunfo del Frente Popular.
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Sin que esto signifique tomar partido, es justo reconocer que por esas fechas los contactos artísticos entre Etruria y la Magna Grecia son constantes. Los talleres de cerámica de figuras rojas instalados en Toscana, y sobre todo en Faleries, donde trabaja el Pintor de la Aurora, siguen planteamientos procedentes sin duda de Atenas, pero a través de Apulia. Serán estas regiones coloniales las destinadas a transmitir, de nuevo en cantidades considerables, el helenismo plástico al mundo etrusco. La segunda mitad del siglo IV a. C. vivirá por tanto su renacimiento a través de la tutela griega. Con ella llegarán los frisos movidos, como los del Mausoleo de Halicarnaso; o la pintura de sombreado, cultivada en Grecia desde fines del siglo V a. C.; o la idea de la perspectiva; o la posibilidad de plantearse el retrato... Como en el período arcaico, los etruscos aceptarán con entusiasmo todas las novedades, y con ellas temas míticos, leyendas, símbolos, etc. En ciertos ambientes, la helenización volverá a ser la moda. Pero el incipiente planteamiento etrusco-itálico o itálico medio ha hundido ya su surco, bien asentado en la mentalidad profunda, y la mayoría lo siente como el lenguaje más idóneo, aunque acepte la ayuda de la plástica griega. La puesta al día es general, pero las tendencias del siglo anterior se perpetúan. Las obras más logradas se hallan de nuevo dentro del arte de carácter helénico puro: es el caso del Sarcófago de las Amazonas, tallado en mármol griego, pero cuya amazonomaquia pintada tiene una adscripción incierta. Refleja, desde luego, el nivel evolutivo de la pintura helénica a mediados del siglo IV a. C., y su calidad no desmerece en nada de las obras contemporáneas que adornan las tumbas regias de Macedonia, pero ciertas peculiaridades de vestimenta -el calzado, en concreto- parecen más comprensibles dentro del ambiente etrusco. En cuanto a la escultura más importante de la época, el altorrelieve de los dos Caballos alados de Tarquinia, sí que podemos con seguridad considerarla etrusca: es de terracota, constituye un fragmento del frente de un columen (el del templo mayor de la ciudad, conocido convencionalmente como Ara de la Reina), y la escena completa representaba a un dios o genio en su carro. Incluso la propia presencia de dos caballos alados es impensable en Grecia, donde sólo se conoce un équido de este tipo: Pegaso. Nos hallamos por tanto ante una magnífica adaptación de la plástica griega de hacia 340 a. C.