La entrada de los cruzados en Jerusalén, en 1099, supuso el nacimiento de unos estados cristianos en Tierra Santa. El dominio cruzado se prolongaría hasta 1291, año de la reconquista árabe. La nueva situación política favoreció la difusión de las formas artísticas de Occidente, de esta manera el arte tardorrománico del Sur de Francia e Italia tuvo su expansión en estos territorios. Los artistas venidos del Occidente europeo no sólo introdujeron su arte sino que, en muchas ocasiones, asimilaron las tradiciones locales creando formas de un exotismo híbrido, que han dado lugar a obras de una extraordinaria belleza. Con el arte que los cruzados realizaron en Jerusalén se relacionan una serie de libros ilustrados con un estilo sincrético de la miniatura occidental y las realizaciones de la pintura de los Comnenos. Obras como el "Sacramentario" y el "Misal del Santo Sepulcro" son una bella muestra de esta simbiosis pictórica. La empresa constructiva más importante que se impusieron los gobernantes cristianos fue la reconstrucción del Santo Sepulcro de Jerusalén. La obra que había levantado Constantino había sido destruida en gran parte, los cruzados realizaron una remodelación del conjunto adoptando una forma de gran iglesia con crucero dotado de tribunas y girola de tres absidiolos. Se aprecia claramente que esta forma estaba relacionada con las grandes basílicas del románico pleno, relación que se confirma en los más mínimos detalles de su léxico ornamental. Todas estas obras fueron inauguradas en parte el 15 de julio de 1149, año en que se conmemoraba el cincuenta aniversario de la entrada de los cristianos en Jerusalén. Un grupo homogéneo de templos sigue modelos románicos totalmente trasplantados a estas tierras orientales. La iglesia de Santa Ana de Jerusalén es el mejor exponente de esta arquitectura cruzada. Su forma se adapta a la planta basilical, de tres naves, con transepto no acusado sobre las colaterales, y tres ábsides semicirculares al interior y paños rectos por fuera. En el centro del crucero se erigió una cúpula ovoide, mientras que los tramos de las naves se cubren con aristas. Cuando contemplamos esta obra nos parece que estamos ante un templo románico borgoñón. Siguiendo la forma basilical, con la nave central cubierta con una bóveda de cañón apuntado sobre fajones, se construye en el norte del país una serie de iglesias como las de Giblet, Tortosa y San Phokas de Amyun. Los escultores decoraron alguno de estos templos con un arte antiquitizante similar al que se extendía por tierras de Provenza e Italia. Se denomina taller de la explanada del templo a un grupo de escultores que trabajaron en este área en torno a 1170-1180. Sus obras de hermosas y estilizadas formas parecen marcadas por el arte antiguo aún más que sus modelos franceses. Podemos rastrear su actividad en los relieves de la fachada del transepto del Santo Sepulcro, en la tumba de Balduino V (1185-1186), en la decoración de la iglesia de Santa Ana y en la de la Virgen en el valle de Josafat. El grupo escultórico más importante corresponde al conjunto de cinco capiteles pertenecientes a la catedral de la Anunciación de Nazareth. Representan temas apostólicos. Como ha indicado P. Deschamps, su arte se relaciona con un capitel de Plaimpied (Berry). Su cronología, hacia 1180, está de acuerdo con la del taller de la explanada del templo. La misión bélica de los cruzados exigía la realización de una importante arquitectura militar. Las fortalezas asumían la tradición bizantina y la experiencia occidental. El Krak de los Caballeros (Siria) es una fortificación de frontera ocupada por los cruzados entre 1110 y 1271. Una forma general trapezoidal, agrandada con encintados paralelos en sucesivas etapas, tenía en su interior un patio central rodeado de dependencias abovedadas.
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El periodo romántico, de escasa duración en escultura, es una etapa de transición, de alternancia de elementos consustanciales a pervivencias clasicistas y apariciones de criterios que desembocarán en un nuevo realismo. Por tanto, a lo más que podía llegarse era a una escultura sentimental, influida necesariamente por la pintura, la música y la poesía. Trabaja en Madrid un importante número de escultores que, ligados por un lado a la Academia de San Fernando y por otro a la Corte, intentarán llevar a cabo una labor coherente que en muchos casos no conseguirán, aunque se trata de artífices válidos. El primero de ellos, Francisco Pérez Valle (Bones, Asturias, 1804-Madrid, 1884), fue calificado por Gaya Nuño como "romántico templado", pues no olvidó a lo largo de su producción los postulados estéticos clasicistas aprendidos con sus maestros Salvatierra y Elías. Discípulo en Madrid de la Academia de San Fernando desde 1826, doce años más tarde fue elegido académico, desempeñando los cargos de teniente director de 1844. En 1858 fue nombrado profesor de modelado antiguo y ropajes en la Escuela Superior de Bellas Artes. Desde 1843 fue escultor honorario de cámara y segundo desde 1858, hasta la suspensión del cargo en 1866. Su obra, en gran parte perdida, se divide en dos apartados definidos más por la temática que por su ejecución. En el primero de ellos, de asuntos mitológicos y figuras alegóricas, es más patente la influencia clasicista, destacando la medalla El suplicio de Prometeo y Apolo y Dafne (Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando), además de la estatua del Patriotismo del Obelisco del 2 de Mayo. En un segundo grupo se contemplan obras con temática romántica, Carlos V visitando a Francisco I en la torre de los Lujanes, premiado en el Liceo Artístico y Literario madrileño o las estatuas de Isabel la Católica y Fernando III el Santo, que mostró en las Nacionales de 1856 y 1862. Entre sus retratos, de atemperado romanticismo, destacamos los de Torrijos, Narváez y los de los reyes Isabel II y Francisco de Asís (Palacio Real, Madrid). Su obra más significativa es el retrato de cuerpo entero, en mármol de Carrara, del rey Francisco de Asís, con el manto de la Orden de Carlos III (Biblioteca Nacional). Similar es la trayectoria artística de Sabino de Medina (Madrid, 1814-1879), discípulo de Salvatierra en la Academia de San Fernando, del que heredó su concepción clasicista que reafirmó durante su estancia de seis años en Roma a partir de 1832, ciudad en la que realizó en mármol una de sus más significativas obras, La ninfa Eurídice mordida por un áspid cuando huía de Eristeo (Museo del Prado, Madrid), que le valió el reconocimiento de la crítica italiana y el título de académico de San Lucas. En Madrid, a su regreso, fue nombrado Escultor de la Villa, realizando entre otras numerosas obras la alegoría de la Virtud en el Obelisco del 2 de Mayo, las cariátides del Salón de Sesiones del Congreso de los Diputados, la estatua del Río Lozoya, para el Canal de Isabel II y numerosos retratos de políticos y artistas, destacando entre ellos los de Argüelles (Congreso de los Diputados), Diego de León (Museo Romántico, Madrid), Pascual Colomer (Escuela Superior de Arquitectura), etc. También distintos monumentos funerarios para necrópolis madrileñas, como los de Mendizábal, Argüelles y Calatrava (San Nicolás) y Santibáñez y Muguiro (San Isidro). Por su parte, Ponciano Ponzano (Zaragoza, 1813-Madrid, 1877), también supuso para la escultura española la pervivencia de los ideales clásicos que convivieron con las más variadas formas del eclecticismo romántico hasta la restauración alfonsina. Hijo del conserje de la Real Academia de Bellas Artes de San Luis de Zaragoza, inició su formación en esta institución, y la completó en Madrid tutelado por Álvarez Bouquel y posteriormente con Salvatierra en la de San Fernando, marchando después a Roma en 1832, donde conoció a Thorwaldsen, artista que influirá notablemente en la trayectoria clasicista del aragonés. Nombrado académico de mérito de la Real de San Fernando en 1839, en 1845 fue distinguido con los títulos de escultor honorario de cámara y el de académico de mérito de la Academia de San Luis. Su obra se estanca a partir de 1850, tras conseguir en 1848 el primer premio del concurso para ejecutar el relieve del frontón del nuevo Congreso de los Diputados, que realizó en Roma y tardó varios años en concluir. También para el Congreso ejecutó en 1872 los dos leones de la fachada. Entre sus mejores obras de la estancia romana tenemos el relieve de Hércules y Diomedes, la Virgen con su hijo en los brazos, y el desaparecido grupo de Ulises reconocido por Euriclea. El único atisbo romántico en su obra parece advertirse en su intervención en el panteón de infantes de El Escorial, mandado construir por Isabel II, obra muy vituperada por la crítica, para la que realizó los ocho heraldos y los sepulcros de don Juan de Austria y de la infanta Luisa Carlota. Más alejada de la estética clasicista se encuentra la obra del valenciano José Piquer (Valencia, 1806-Madrid, 1871), formado en la Academia de Bellas Artes de San Carlos y educado en la visión barroca levantina, por lo que tuvo menos prejuicios a la hora de abandonar la corriente clasicista, produciéndose más fácilmente que en el caso de otros artífices el acercamiento al gusto romántico, tanto en lo que se refiere a la emotividad artística de sus obras como al tratamiento técnico. Protegido en Madrid por el pintor Vicente López, se sintió atraído por la obra de Flaxman, que estudió profundamente y de la que se nota cierto influjo en el relieve de El sacrificio de la hija de Jefté, que le valió el grado de académico de San Fernando. Llevado por el ideario romántico de su época y por un cierto anhelo de aventura, marchó en 1836 a México, acompañado de un enemigo que había concluido los estudios de Medicina y que le abandonó tras robarle el dinero y todas sus pertenencias. Remontada la crisis, realizó distintas obras, hoy desconocidas y se trasladó a Estados Unidos, donde permaneció algunos meses, regresando entonces a Europa e instalándose en 1840 en París, donde vivió un año y conoció y admiró la obra y la personalidad de los escultores románticos Rude y D'Angers. Ejecutó entonces, en los primeros meses de 1841, su famoso San Jerónimo (Museo del Prado), que llevó a cabo en sólo nueve días, siendo muy elogiado por D'Angers. En esta obra supo combinar elementos románticos y barroquismos de innegable inspiración castiza. Ya en Madrid en 1841, fue nombrado en 1847 teniente director de Escultura y en 1858 se le ascendió a primer escultor de cámara, cargo que desempeñó hasta 1866, cuando fue suprimida la plaza. En su obra se advierten las alternancias estéticas propias de su momento, pues junto a la citada escultura de San Jerónimo o la de Isabel II, plenamente románticas, destaca el clasicismo del sepulcro de Espoz y Mina (Catedral, Pamplona), cuya composición recuerda el sepulcro de Víctor Alfieri, obra de Canova. Criterio historicista presentan sin embargo la estatua ecuestre de Fernando el Católico que hizo para Barcelona y la de Cristóbal Colón para Cuba, además de la de Fernando III (Armería del Palacio Real, Madrid). De sus retratos mencionaremos los de Vicente López (Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando) y los del Marqués del Duero, Ros de Olano y Evaristo Sanmiguel (Museo del Ejército, Madrid), en los que se advierte la huella de admiración por sus maestros franceses. José Grajera y Herboso (Laredo, 1818-Oviedo, 1897), es sin duda el más genuino representante de la escultura romántica española. Formado en la Universidad de Oviedo e iniciado su aprendizaje artístico, se matriculó en 1839 en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, donde tuvo como maestros a los atemperados clasicistas Tomás, Vallejo y Piquer. Sin posibilidades de salir de España, pues ya se habían anulado las pensiones, desde 1851 se vinculó al taller de escultura del Museo del Prado, desempeñando el puesto de escultor restaurador desde 1857 a 1889, accediendo al cargo de subdirector conservador de escultura del museo. Poca fortuna tuvieron sus dos obras más importantes y significativas, las esculturas monumentales del político Juan Alvarez Mendizábal y del naturalista Rojas Clemente. La primera de ellas, ejecutada en 1855 y fundida en París entre 1856 y 1857, representaba al estadista vestido con su atuendo habitual y cubierto por la capa española. Inaugurado en 1869 en la plaza del Progreso -hoy Tirso de Molina- en Madrid, fue retirada y fundida tras la guerra civil. Parecida concepción tenía también la del naturalista, erigida en el Jardín Botánico madrileño y dañada en la misma contienda, siendo sustituida por una copia. Otras creaciones importantes son la estatua de mármol y de cuerpo entero de Jovellanos (Senado) y la del político José Posada Herrera, igualmente destruida en 1936. Realizó una importante colección de bustos para la sala italo-española del Museo del Prado, pero sólo el de Villanueva fue pasado a mármol. De otras obras destacaremos los retratos de Mendizábal (Congreso), Marqués del Duero (Senado) y Alfonso XII (Museo de Asturias). Muchas de sus obras fueron expuestas en las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes. En el círculo madrileño debe incluirse también la importante labor realizada por los hermanos Francisco, José y Mariano Bellver, hijos y sobrinos respectivamente de los dos hermanos escultores valencianos Francisco y Pedro Bellver y Llop, activos en el período anterior al que nos ocupa. El primero, Francisco Bellver (Valencia, 1812-1890), se inició en el taller de su padre y en la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos de Valencia, marchando muy pronto a Madrid, donde ingresó como alumno de San Fernando y trabajó como ayudante de Tomás. Con su Rapto de las sabinas alcanzó el grado de académico de San Fernando. Heredero de la tradición barroca valenciana, destacó en el campo de la escultura religiosa, llevando a cabo numerosas tallas para distintos templos madrileños como San Ildefonso, San Luis o Santiago, y para otras iglesias de España y América, como los Cuatro Evangelistas fundidos en plata para la catedral de La Habana y una Presentación de la Virgen para Lima. Además realizó otras obras, todas ellas con corrección y mesura, como la Venus en una concha sostenida por tres delfines, para la casa de Francisco de las Rivas, o la Leda que mostró en la Exposición de la Academia de San Fernando en 1836. El segundo de los hermanos, Mariano (Madrid, 1818-1876), se formó artísticamente con Tomás en la Academia de San Fernando. Escultor honorario de cámara con Isabel II, destacan en su producción sus obras de temática religiosa, como la Flagelación de Cristo, para Aranjuez, o la de San Martín para el templo madrileño de esta advocación. Por último, el menor, José (Avila, 1824-Madrid, 1869), igualmente formado en San Fernando con Tomás. Dedicado también a la escultura religiosa, sin embargo parece influir ligeramente en su trayectoria una estancia en Roma como pensionado de la Academia, que le hará individuo de mérito y posteriormente de número poco antes de morir, participando también en distintas ediciones de las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes, alcanzando primeras medallas en 1862 y 1864 con Matatías y el grupo de Aquiles y Pentesilea. Aunque en su grupo de la Aparición de Jesucristo a la Magdalena y el proyecto de Monumento a los héroes de la primera guerra carlista parecen advertirse los ecos de su estancia romana, terminará por orientarse definitivamente hacia los convencionalismos de la escultura religiosa, pudiéndose destacar entre otras obras su Cristo yacente para el convento de San Pascual de Aranjuez. La dinastía Bellver continuó en la interesante personalidad artística de Ricardo Bellver y Ramón. De otros escultores adscritos a la producción escultórica romántica madrileña mencionaremos en primer lugar al mallorquín Pedro Juan Santandreu (1808-1838), formado en la Academia de San Fernando, quien debido a su prematura muerte evolucionó escasamente en el gusto romántico; José Pagniucci (Madrid, 1821-1868) desarrolló una obra con mayor entidad. Discípulo de Ponzano en Roma, colaboró con él en el frontón del Congreso de los Diputados. Dotado desde niño para el dibujo y el modelado, presentó en la Nacional de Bellas Artes de 1856 sus obras Penélope llevando el arco de Ulises a sus amantes y Pelayo, obteniendo una primera medalla. Para el Congreso ejecutó una estatua de Isabel la Católica y llevó a cabo numerosos retratos. El compostelano Andrés Rodríguez fue discípulo de San Fernando, debatiéndose a partir de 1848 en Roma entre el trasnochado clasicismo y la vocación romántica. Singular es su laureado Licurgo presentando las leyes, además de la escultura del naturalista José Quer y Martínez (Jardín Botánico, Madrid) y de la de Fernando el Católico (Congreso de los Diputados). El madrileño Pedro Collado (1829?) fue discípulo de Tomás y Bellver en la Academia de San Fernando, viajando por Nápoles, Venecia y París. Realizó entre otras una imagen de San Juan Bautista para el capítulo de la Orden de San Juan de Jerusalén. Fue protegido por el infante don Sebastián Gabriel de Borbón. Felipe Moratilla (Madrid, 1823-?) fue pensionado a Roma y allí desempeñó el papel de corresponsal de la Academia de San Fernando. Autor fecundo, destaca su grupo de La Fe, la Esperanza y la Caridad (Museo del Prado). El toledano Eugenio Duque fue discípulo de San Fernando, de Medina y de Piquer, y ejecutó una escultura de Don Juan de Austria. Por último citaremos a Diego Hermoso (Madrid,1800-1849), hijo del escultor Pedro Hermoso, con quien se formó, destacando como escultor monumental. Cataluña continúa en este período romántico su trayectoria ascendente, sentando así las bases de su espléndida escultura posterior y destacando Barcelona como el centro de mayor actividad, pues es en esta ciudad donde trabajan los discípulos de Damián Campeny. El primero de los artistas del momento es el todavía clasicista Ramón Padró y Pijoán (Cervera, 1809-San Feliú de Llobregat, 1876), quien colaboró notablemente con su maestro. Autor de imaginería religiosa tradicional, llevó a cabo también escultura decorativa retardataria como las terracotas que decoran las barcelonesas de Xifré. Mayor interés presenta Domingo Talarn y Ribot (Barcelona, 1812-1901), cuya larga vida le permitió evolucionar desde el tardío clasicismo inspirado en su maestro Campeny -como nos lo muestra su Muerte de Príamo-, adentrándose en los caminos del romanticismo, del que es ejemplo su Atila, hasta llegar al realismo posterior. Se dedicó principalmente a la escultura religiosa, de la que es significativo ejemplo su Calvario (Catedral, Barcelona), además de destacar como belenista. También mencionaremos otros nombres, como Manuel Vilar y Roca (Barcelona, 1812-México, 1860), discípulo de Campeny en su ciudad natal y de Thorwaldsen y Tenarini en Roma, siendo influido posteriormente por el romanticismo purista de Overbeck y de los Nazarenos. Viajó a México, y allí fue director de Escultura de la Academia de San Carlos, llevando a cabo una importante labor tanto escultórica como de formación. Menor interés presentan Ramón Subirat (Mora de Ebro, 1828-Madrid, 1890), discípulo de Campeny en Barcelona y de Elías en San Fernando de Madrid. Afincado en Madrid, fue escultor anatómico de la Facultad de Medicina; Juan Figueras Vila (Gerona, 1829-Madrid, 1881), más dotado que el anterior, se formó con Piquer en San Fernando, siendo con posterioridad profesor de Modelado Antiguo y Ropajes en la Escuela Superior de Madrid. Fue pensionado en Roma en 1874. Ejecutó dentro de la estética romántica el monumento a Calderón de la Barca (Madrid) y la estatua del General Álvarez de Castro para su sepulcro en Gerona; José Aniceto Santigosa (Tortosa, 1823-1895), autor de El Genio Catalán, de la plaza del Palacio, en Barcelona; Luis Vermell (San Cugat del Vallés, 1814-1868), que realizó la imagen de la Virgen Peregrina para su templo en Pontevedra y Pablo Riera (1829-1871), autor de tipos y escenas taurinas. Mayor interés presentan los hermanos Venancio (Barcelona, 1828-1919) y Agapito Vallmitjana (Barcelona, 1830-1905), artistas con los que alcanzó sus mayores logros la escultura romántica catalana, aunque por sus largas vidas serán también protagonistas de las corrientes realista y ecléctica de la Restauración y el fin de siglo. Su primera formación y actividad discurre paralelamente, pues ambos estudiaron con Campeny en la Escuela de Bellas Artes de Barcelona, dedicándose pronto, con un taller común al modelado de belenes y pequeñas esculturas devocionales para iglesias catalanas. De su colaboración salieron también las estatuas de Averroes, Lulio, San Isidoro, Vives y Alfonso el Sabio para la Universidad de Barcelona. También entre 1854 y 1856 realizaron imágenes para las iglesias de los Santos Justo y Pastor y San Francisco de Paula, comenzando a partir de 1860 su imparable ascenso. En este año la reina Isabel II visitó su taller barcelonés, distinguiéndoles con distintos honores y realizando importantes encargos. Ambos fueron profesores de la Escuela de Bellas Artes de Barcelona. Aunque es difícil la tarea de deslindar su actividad personal, se adscribe a la mano de Venancio la obra que se caracteriza por una mayor vehemencia, como el San Jorge encargado en 1860 por la reina Isabel II, la Tradición, la pequeña escultura de Fígaro (Museo de Arte Moderno, Barcelona) ejecutada en 1873 y su más reputada obra, el Nacimiento de Venus, de la cascada del parque de la Ciudadela, en Barcelona. Irregular se presenta la obra de Agapito, relegada por la de su hermano, con obras como el Jaime I el Conquistador, para Valencia, en la que manifiesta un profundo romanticismo que pospondrá para alcanzar su cénit en sus dos más importantes producciones: la imagen de San Juan de Dios, para el asilo de esta advocación en Barcelona y sobre todo la imagen de Cristo yacente (Museo del Prado), que hunde sus raíces en nuestra más honda tradición escultórica.
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El romanticismo español se halla ligado, política y socialmente, al movimiento liberal, eclosionando tras la muerte del autócrata Fernando VII. Aunque es difícil precisar cuáles sean los orígenes del romanticismo pictórico español, y en cuál de sus centros se produjeron las primeras obras, todo parece indicar que es en Andalucía -Cádiz y Sevilla- donde primero se produce las fermentaciones pictóricas románticas españolas. Formas a las que no son ajenos los componentes extranjeros -sobre todo británicos- que pusieron en marcha el proceso, pero combinándose con elementos nacionales. El resultado sería una escuela peculiar y personalísima dentro del panorama pictórico español del romanticismo. Junto a esta escuela andaluza, los otros dos focos del romanticismo español fueron el madrileño y el catalán. En todos ellos la existencia de dos corrientes paralelas, la corriente académica oficial, afectada de purismo o nazarenismo, y la vertiente paisajística y costumbrista, considerada académicamente menor, pero con mayor libertad y fantasía románticas.
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Las dificultades para definir claramente los orígenes del Romanticismo fueron ya puestas de manifiesto por Arnold Hauser en su Historia social de la Literatura y el Arte. Venía a señalar este estudioso, que lo característico del movimiento romántico no era que representara una concepción del mundo revolucionaria o reaccionaria, sino el camino caprichoso y nada lógico por el que había llegado a una u otra concepción. En realidad, el Romanticismo representa un movimiento general en toda Europa que primaba el desarrollo de los sentimientos y del individualismo sobre la razón y la voluntad del autodominio. Buscaba en el pasado, y más concretamente en la Edad Media, su inspiración más alta y rompió con una imagen del mundo estática y ahistórica procedente de la Escolástica y del Renacimiento, introduciendo una concepción de la naturaleza del hombre y de la sociedad más evolucionista y dinámica. "La idea de que nosotros y nuestra cultura estamos en un eterno fluir y en una lucha interminable -dice Hauser-, la idea de que nuestra vida, espiritual es un proceso y tiene un carácter vital transitorio, es un descubrimiento del Romanticismo y representa su contribución más importante a la filosofía, del presente".El Romanticismo era un movimiento esencialmente burgués que rompía con los convencionalismos del clasicismo y con las refinadas y artificiosas formas de la sociedad aristocratizante, más propios del Antiguo Régimen. Frente a la concepción individualista propia del Racionalismo y de la Ilustración, el Romanticismo establece una estrecha relación del individuo con la sociedad y afirma que ésta no es producto de la creación voluntaria de los hombres, sino que es anterior e independiente de cada individuo concreto, con sus propias leyes y sus propios fines, que tampoco tienen por qué coincidir con la suma de los intereses de cada individuo. Para el Romanticismo la sociedad, a la que califica de pueblo o nación, tiene una vida propia y una misión histórica que cumplir. Esa forma de pensar es la que dio origen a los movimientos nacionalistas del siglo XIX, mediante los que se intentan conservar las peculiaridades de cada uno y reclamar el derecho de cada nación a disponer libremente de su destino.El Romanticismo surgió primero en Inglaterra y en Alemania, donde presentaba características comunes: el amor a la Naturaleza, el interés por la poesía popular del pasado, la afición por el romancero, las leyendas históricas medievales y el teatro español del Siglo de Oro.El Romanticismo inglés floreció a comienzos del siglo XIX, aunque fue gestándose durante la centuria anterior. Fue un movimiento psicológico más que doctrinario y surgió como una necesidad interna más que como oposición a unas reglas estéticas propias de un tiempo pasado. No se puede decir que los románticos ingleses formasen escuela, pero sí que hubo un núcleo importante en torno al poeta W. Wordsworth, en el distrito de los lagos, al noroeste de Inglaterra. Wordsworth practicaba una poesía sencilla, directa y profunda, mediante la cual enseñaba a los hombres a ver en la Naturaleza la bondad y la belleza esparcida en ella por el Creador. Ejerció una notable influencia en S. Coleridge, quien en su The Rime of the Ancient Mariner (1798), o en su Kubla Kan (1797) transportaba al lector a unos mundos sobrenaturales llenos de atractivo y de emociones. También puede considerarse influido por él, Robert Southey, aunque éste era más narrativo e historiador. Southey viajó por Portugal y España y producto de la admiración que le causó este último país fueron su traducción de la Cronicle of the Cid, su poema Roderick, the Last of the Goths, y su History of the Peninsular War (1822-1932) en la que relata la Guerra de la Independencia que los españoles sostuvieron contra Napoleón. Pero las figuras literarias más conocidas del romanticismo inglés son Walter Scott y lord Byron. Scott se sintió atraído por la narrativa medieval, popular y legendaria de su país y escribió una serie de obras de este tipo que alcanzaron gran difusión por Europa, donde encontró muchos seguidores que cultivaron este género. Entre sus obras más conocidas están Ivanhoe (1819) y Quintin Duward (1823). Walter Scott es considerado como el auténtico creador de la novela histórica y como el fundador de la novela de historia social. Lord Byron, con un estilo desenfadado y aparentemente desordenado, pero con una gran fuerza y con un calor humano sin precedentes, produjo una serie de poemas y cuentos que conquistaron al mundo por su enorme vitalidad. La clave de su popularidad es que cualquiera podía identificarse con sus héroes, desde el muchacho desilusionado en sus esperanzas hasta la joven desengañada en sus amores. El acercamiento del lector al héroe fue la razón profunda de su éxito. Su Don Juan (1819-1923), así como muchas de sus obras, ejercieron una notable influencia en los maestros del romanticismo francés.El Romanticismo alemán se agrupa a comienzos del siglo XIX en tres escuelas: la de Jena, la de Heidelberg-Berlín y la de Stuttgart. Sin embargo, lo verdaderamente interesante de este movimiento son las individualidades y entre ellas hay que destacar a los hermanos August y Friedrich Schlegel, a F. L. Novalis, a K. M. Brentano y a J. von Eichendorff. Pero la figura más conocida del Romanticismo alemán es, sin duda, el poeta H. Heine. Algo más tardío que los anteriores, transmitió en sus escritos un gran sentido de la autocrítica así como una gran frescura y naturalidad. Su Buch der Lieder (1827) le convirtió en el poeta más conocido de su país, y su Romanzero (1851) y su Die Nordsee, reforzaron y difundieron su fama más allá de las fronteras alemanas.En Francia el Romanticismo se había mostrado conservador durante los primeros años de la Restauración, pero en el año 1827 se produjo un cambio sustancial de orientación a raíz de la publicación por parte de Victor Hugo del famoso prólogo a su Cromwell, en el que exponía su postulado de que el Romanticismo es el liberalismo de la literatura. En su Historia del Romanticismo, Théophile Gauthier escribió que "El prefacio de Cromwell resplandeció ante nuestros ojos como las Tablas de la Ley sobre el Sinaí". Por eso Victor Hugo es considerado como el maestro de la escuela romántica francesa. El estreno de su obra Hernani en 1830 significó el definitivo enfrentamiento del Romanticismo, como movimiento de rebeldía, contra el clasicismo. Hernani era un drama de tema español basado en la época de Carlos I y con cierta semejanza a Romeo y Julieta, que ejerció una profunda fascinación sobre la juventud de su tiempo. Sin embargo, como advierte Hauser, hay que tener bien presente que el Romanticismo no triunfa con este drama de Victor Hugo, sino que lo había hecho ya con anterioridad. El cambio que trae consigo el periodo alrededor de 1830 es el paso del Romanticismo a la política y su alianza con el liberalismo.Figura destacada también del romanticismo francés es Alphonse de Lamartine. Poeta de temperamento introspectivo, como se pone de manifiesto en sus Méditations poétiques (1820-23), escribió algunos idilios novelados, como Graziella (1849), llenos de languidez y de nostálgico idealismo. Alfred de Vigny formaba parte también de esta generación, aunque sus circunstancias personales y su carácter discreto le hicieron vivir un tanto al margen de la actividad literaria que se desarrollaba en la capital francesa. Entre sus obras, Eloa ou la soeur des Anges (1823) y Poèmes antiques et modernes (1825), son las que más destacan en este periodo de la Restauración. Algo más tardío, Alfred de Musset fue un escritor que desarrolló, no sólo un estilo literario, sino una forma de vida típicamente romántica. Sus apasionados y tormentosos amores con la escritora George Sand dejaron en él una huella de sufrimiento que se refleja en su obra. Sus cuatro noches, La Nuit de Mai (1835), La Nuit de Décembre (1835), La Nuit d´Août (1836) y La Nuit d'Octobre (1837), constituyen un diálogo elegíaco entre la Musa y el Poeta.En Italia, aunque el movimiento romántico participa en general de las características del romanticismo europeo, está sin embargo más cargado de un sentido político de liberación y de consecución de la unidad nacional. Es, por consiguiente, más patriótico. Giacomo Leopardi representa una tendencia pesimista dentro de esta corriente. Es el cantor de la vida triste, de la desesperanza y de la desdicha. Ha perdido su fe, sus ilusiones patrióticas y su amor por la vida y en estas circunstancias su obra refleja un sentimiento trágico y atormentado. Antes de morir a los treinta y nueve años en 1837, publicó, entre otras, las Canzone (1824), elegías e idilios, y los Canti (1834-1936). Sobre todos los románticos italianos destaca Alessandro Manzoni. Escribió poesía, drama y novela y su profunda religiosidad se teñía de cierto conservadurismo en su obra Los novios (1827) en la que narraba las vicisitudes de dos enamorados de la región lombarda durante la dominación española en el siglo XVII.En España y Portugal, el Romanticismo presenta en general las mismas características que en el resto de Europa y sus antecedentes hay que relacionarlos con las guerras napoleónicas y con los conflictos civiles que tienen lugar en ambos países. Sin embargo, en el caso de España, la mayor parte de los autores coinciden en señalar el desfase existente entre el Romanticismo en sus aspectos sociales y políticos y el Romanticismo como manifestación cultural. En este sentido, el triunfo de la revolución romántica en España no se produciría hasta el estreno en 1835 de la obra del duque de Rivas, Don Álvaro o la fuerza del sino. De esta forma, desde el punto de vista literario, la producción más importante tendría lugar a partir de la muerte de Fernando VII en 1833 y durante el reinado de Isabel II.En el plano de las artes, el Romanticismo también tuvo unas manifestaciones muy claras en Europa a partir de la época napoleónica. La rebeldía contra los cánones clásicos dio lugar a una liberación plástica original del que iban a ser desterrados los modelos griegos y romanos, tan seguidos en el siglo XVIII. Ahora se tomarían como referencia los estilos románico y gótico, que alcanzarían una importante revalorización y entrarían a jugar un papel importante en la creación artística las formas orientales y norteafricanas. No obstante, todas estas novedades se acomodaron de una forma distinta en cada país, que trató de adaptarlas y de nacionalizarlas para darles un sello propio.En Francia una de las primeras manifestaciones del Romanticismo en el terreno de las artes plásticas fue la conocida obra La balsa de la Medusa, del pintor Théodore Géricault, en la que las actitudes agonizantes de los náufragos superan a las manifestaciones de patetismo descritas hasta entonces en una tela. Sin embargo, el pintor romántico más característico de este país fue Eugéne Delacroix, en cuya obra palpita su entusiasmo por las manifestaciones de libertad e independencia que se estaban produciendo en su tiempo (la independencia de Grecia, el constitucionalismo español, o las revoluciones francesas de 1830 y 1848). Por eso se le ha tenido por el gran cantor de la época. Aunque él mismo no quería que se le clasificase como pintor romántico y mucho menos como el maestro de la escuela romántica francesa, encarnaba perfectamente el espíritu del Romanticismo en su propia actitud vital e imprimió a su obra todas las características de las nuevas corrientes estéticas.En Inglaterra el Romanticismo pictórico se manifiesta fundamentalmente en los grandes paisajistas John Constable y Joseph M. William Turner. Este último reprodujo en unos delicadísimos dibujos y acuarelas, llenos de poesía, panoramas campestres o marinos en los que, mediante el estudio de una nube o del movimiento de las olas, imprimió todas las características del sentimiento y de la libertad propias del Romanticismo. Tanto él como Constable, mostraban su gusto para con la Edad Media recogiendo abadías y monumentos en sus cuadros, los cuales rodeaban de un paisaje caprichoso que, a veces, nos recuerdan a las soluciones que los surrealistas aplicarían más tarde en su obra.En Alemania, la desigual y difusa corriente romántica venía impulsada por un sentimiento contrario al del arte napoleónico y por la influencia de las tradiciones germanas, muy ligadas a la época medieval. Philipp Otto Runge (1777-1810), que rompió con el clasicismo tras sufrir cierta contrariedad académica, puede citarse como el precursor de esta corriente, con su obra Los padres del artista. Coetáneo de éste, Caspar David Friedrich (1774-1840), cultivó más el paisaje, al que imprimió una especie de atmósfera misteriosa dentro de la mejor tradición romántica. Su obra más conocida es su espectacular cuadro La cruz sobre el monte, que se conserva en la galería de Dresde.En España, el gran predecesor del Romanticismo, que además ejerció una gran influencia en la pintura romántica europea, fue Francisco de Goya, el pintor más genial de todo el siglo XIX. Ahora, la pintura española abandona los temas religiosos y se dedica esencialmente a lo pintoresco y a lo típico. Destaca en este sentido la llamada Escuela costumbrista sevillana, representada por la familia Bécquer, cuyo elemento más destacado, Valeriano, buscó fuera de la capital andaluza nuevos modos de expresión plástica. Por su dedicación al paisaje, uno de los leit motiv del Romanticismo pictórico, sobresale Jenaro Pérez Villaamil. Su pintura, de pequeño formato y de un estilo amable y ejecutada con gran maestría y con elegancia, era muy del agrado de la burguesía.Italia no se sumó a la corriente artística del Romanticismo pues, siendo un país eminentemente clásico, no sintió inclinación hacia una doctrina que rechazaba los presupuestos marcados por el mundo greco-romano. Por esa razón, Italia presentaba durante esta etapa del primer tercio del siglo XIX un panorama bastante sombrío en lo que se refiere a la producción artística.Donde también ejerció una influencia considerable la corriente del Romanticismo fue en el terreno musical. En la Estética de Hegel se apuntaban los principios en los que había de basarse la música romántica. Para el filósofo alemán la música era un medio de transmisión de sentimientos sin valor propio, puesto que su carácter consiste precisamente en destruirse al mismo tiempo que se produce, quedando sólo sus resonancias en el alma del oyente. No le interesaba la música especulativa, sino solamente los efectos morales o psicológicos que podía transmitir a la audiencia. Así pues, la estructura concentrada de las formas musicales basada en una culminación dramática y efectista, propia del clasicismo y del prerromanticismo, se vio sustituida por unas formas menos severas y menos esquemáticas, en las que predominaban los elementos descriptivos.El Romanticismo significó también el adueñamiento de la música por parte de la burguesía. Se generalizaron los auditorios cada vez más amplios y proliferaron las sociedades musicales y las salas de conciertos y los teatros de ópera de carácter permanente, en los que la buena burguesía de las ciudades europeas no sólo disfrutaba de la buena música, sino que se mostraba a los demás en el apogeo de su relevancia social. Esa popularización de la música significó también el aumento de las concesiones al público por parte de los compositores que comenzaron a incluir en sus obras una serie de dificultades técnicas que sólo los profesionales podían ejecutar adecuadamente.La transición hacia el Romanticismo musical puede personalizarse en el compositor F. J. Haydn (1732-1809), kapellmeister de los príncipes Esterházy de Viena. Sus primeras obras, al igual que las composiciones de Mozart, tenían demasiadas reminiscencias del Antiguo Régimen, pero desde la década de 1790 comenzó a componer unas sinfonías, como la Sorpresa y el Reloj, que deleitaban a nuevas masas de admiradores que se identificaban con los temas que utilizaba y se divertían con las escenas que describía. Pero fue el compositor alemán Ludwig van Beethoven (1770-1827) quien llevó el romanticismo musical a su más alta cumbre. Nacido en Bonn, marchó a Viena en 1792 para vivir allí el resto de su vida. Aunque sus cuartetos de cuerda de la década de 1820 pudieran parecer a algunos revisiones formalistas de la música de cámara de la época del Barroco, sus nueve sinfonías y cinco conciertos para piano, junto a sus oberturas consolidaron el nuevo afán descriptivo y acrecentaron la potencia expresiva de la música orquestal. Su obertura para el Egmont de Goethe, en 1811, captaba perfectamente el espíritu de libertad política que respiraba aquel drama de la resistencia holandesa ante la dominación española en el siglo XVI. A la Tercera Sinfonía, que compuso en 1804 la denominó originalmente Gran Sinfonía titulada Bonaparte, pero cuando Napoleón cayó en desgracia a los ojos del compositor por haber aceptado la corona de emperador, le borró esa dedicatoria. De todas formas, su contenido es de una enorme grandiosidad y de una gran violencia expresiva, muy acorde con la personalidad y la obra del estadista francés. Su Quinta Sinfonía, compuesta en 1806 y ejecutada por primera vez en 1809, transmitía el nuevo ardor del nacionalismo alemán. Su Novena Sinfonía, cuyo movimiento final introduce un coro que canta la Oda a la Alegría de Schiller, que es en realidad una oda a la libertad, despertó intensas emociones en las nutridas audiencias que la escuchaban.La música romántica alcanzó su mayor grandeza con Beethoven, pero debió en gran parte su popularidad inmediata a otros tres músicos alemanes: Weber, Schubert y Mendelsshon. Karl María von Weber (1786-1826) era la expresión misma del Romanticismo, como dejó reflejado en sus más famosas óperas. La primera de ellas, Der Freischütz, que se representó en Berlín en 1821 en el aniversario de la batalla de Waterloo para la inauguración de un nuevo teatro de la ópera; la segunda, Euryante, basada en un romance medieval; y por último, Oberon, que trataba del país de las hadas. Franz Schubert (1797-1828) nació en Viena y tuvo la virtud de convertir simples melodías en complejos arreglos vocales con acompañamiento musical. Sus canciones o lieder son de una gran belleza y despiertan la fascinación del auditorio por las historias que relatan. Sin embargo, a su muerte, ni estas obras ni las de mayor envergadura como la Sinfonía incompleta (1822) habían conseguido un pleno reconocimiento del público. Felix Mendelsshon (1809-1847) fue un joven prodigio y él sí que fue reconocido plenamente por sus coetáneos. Entre sus obras más importantes, de evidente tendencia e inspiración románticas, hay que recordar su obertura para el Sueño de una noche de verano de Shakespeare y su Sinfonía de la Reforma.Por aquellos primeros años del siglo XIX comienza a popularizarse también un nuevo estilo de ópera que tomaba como argumento las novelas históricas de los románticos contemporáneos o los hechos reales de la vida diaria, siempre transformados con ese desgarro y apasionamiento propios del gusto de la época. En este nuevo movimiento se destacaron tres autores italianos: Rossini, Bellini y Donizetti. Los tres lograron notoriedad en su país natal, pero terminaron en París, donde sus respectivas obras alcanzaron una gran proyección. Rossini compuso, entre otras, El Barbero de Sevilla. (1816) y Guillermo Tell (1829); Bellini, Norma y La Sonámbula (1831), y Donizetti, Lucia de Lammermoor (1836), basada en una novela histórica de Walter Scott.El género operístico había alcanzado ya cotas importantes en el siglo XVIII con autores de la categoría de Mozart, Gluck o Purcell, pero en los comienzos del siglo XIX la ópera llegaría a convertirse, quizá con la excepción de Alemania, en la más popular de todas las formas musicales y ello dio lugar a la construcción de magníficos teatros, como el que levantó en París el sobrino de Napoleón.
contexto
Frente al romanticismo pintoresco, colorista y vitalista, se encuentra el mundo oficial del romanticismo, las tendencias pictóricas elevadas que gozaron del favor académico, alcanzando sus cultivadores las más altas cotas de prestigio e influencia oficial. Vienen a representar posiciones semejantes a las del romanticismo francés, la racional y exquisita precisión de la línea (heredera del arte de David), frente a la pasión por la mancha y el color. Aunque no todos estos puristas gozaron de igual favor o poder oficial, ni todos fueron tan estrictos en su academicismo, como es el caso de Esquivel y Gutiérrez de la Vega. Sevillanos insertos en el círculo madrileño y que no salieron a formarse al extranjero, su arte se halla impregnado de las esencias murillescas cultivadas en su ciudad. Su propia posición artística y su apego a la realidad los convierte en los representantes de las clases medias españolas, al igual que fue mediana su posición oficial y honorífica. El más ligado a la tradición pictórica sevillana es José Gutiérrez de la Vega (1791-1865), formado en la veneración por la obra de Murillo, lo que le da a su pintura, de abundante producción religiosa, una fuerte homogeneidad (Martirio de santa Catalina, Museo del Prado), incorporando también ingredientes de Ribera, Zurbarán, Valdés Leal y Van Dyck, influencias que se unen a la británica, manifiesta en sus retratos (Mr. W. Brackenbnrg, colección particular, Madrid). Cultivó también esporádicamente la pintura costumbrista (Maja desnuda, Museo del Prado). Por el contrario, Antonio María Esquivel (1806-1857), trasladado a Madrid muy joven, se inserta más cómodamente dentro de esta escuela, haciéndose eco de ciertos elementos puristas, pero sujetándose a la realidad y al estudio del natural, enlazando con las tradiciones nacionales. Pintor muy completo, abordó casi todos los géneros (Nacimiento de Venus, colección Carlés, Barcelona, o Joven quitándose una liga, Meadows Museum, Dallas, Texas) y especialmente el retrato, dejándonos una riquísima colección iconográfica de su época, permaneciendo siempre fiel a la interpretación del modelo y a su personalidad, siendo el más conocido de todos el colectivo de Una lectura de Zorrilla en el taller del pintor (Museo del Prado). Pero la pintura más estrictamente oficial del romanticismo español está representada por los artistas adscritos al movimiento purista, o sea, la que toma el relevo del neoclasicismo, basada en teorías y tendencias que mantienen, con una nueva concepción, los valores dibujísticos que aquél representó (Ingres y el nazarenismo). Reacción contra el neoclasicismo, el nazarenismo nace en Alemania a principios del XIX inspirándose en el arte anterior a Rafael. Con estrecha relación con los prerrafaelistas ingleses, los nazarenos se rodean de un aura de misticismo y buscan la pureza de la línea, considerando al dibujo como el más perfecto medio de expresión. Los pintores españoles que siguieron, en cierto grado, estas tendencias fueron, en el círculo madrileño, los hijos de los grandes pintores neoclásicos, cuya situación privilegiada les permitió formarse en el extranjero, en contacto directo con las ideas y los maestros que las sustentaban. Así, Federico de Madrazo y Kuntz (1815-1894), hijo del neoclásico don José, que recibió una educación artística y humanística envidiable, completada en París y Roma, en contacto con los principales pintores del momento, como Ingres y Overbeck, impregnándose de la estética purista (Godofredo de Bouillón en el monte Sinaí) y nazarena (Las santas mujeres en el sepulcro de Jesús). Luego, a su vuelta a Madrid, alcanzó, como su padre, los más altos puestos y honores posibles en el mundo de las artes en España, dedicándose fundamentalmente al retrato, en el que llegó a ser el mejor maestro del siglo, el más elegante, refinado y atractivo. Su extensa galería de retratos, dedicada a la realeza y al gran mundo, posee un alto valor iconográfico e histórico, habiendo sido comparado a Franz Winterhalter (La condesa de Vilches, Museo del Prado, Federico Flores, Museo del Prado, o Gertrudis Gómez de Avellaneda, Museo Lázaro Galdiano). El otro gran purista madrileño es Carlos Luis Ribera (1815-1891), hijo del neoclásico Juan Antonio, cuya vida corre bastante paralela a la de su amigo Federico de Madrazo, siendo en París discípulo de Delaroche, centrando su temática en la pintura de historia (La conquista de Granada, Catedral de Burgos), la religiosidad y el retrato (La duquesa de Osuna, Museo Romántico, Madrid, o Retrato de niña, Museo del Prado), pintando decoraciones en el Palacio del Congreso y San Francisco el Grande. Y aún tendríamos que citar a Luis Ferrant y Llausas (1806-1868), Alejo Vera, Luis de Madrazo, y otros muchos más que, en algún momento, experimentaron el influjo de esta tendencia. En Cataluña el romanticismo arraiga fuertemente a través de la versión nazarena del mismo, a la que se convirtieron los pensionados catalanes en Roma, lo que vino a ser facilitado por la tradición dibujística y académica de su Escuela de Bellas Artes. Ya el espíritu romántico se detecta en discípulos de Anglés, como José Arrau (1802-1872). Pero es con Pablo Milá y Fontanals (1810-1883) con quien se inicia la corriente nazarena catalana, siendo discípulo de Overbeck y Minardi en Roma, y convirtiéndose en el ideólogo español de dicho movimiento, atrayendo a los pensionados que allí llegaban, predicación que continuó a su regreso a Barcelona, abandonando prácticamente la pintura. Pero el gran práctico del nazarenismo catalán es Claudio Lorenzale y Sugrañes (1816-1889), del grupo de Milá en Roma. Establecido en Barcelona, logró un gran prestigio profesional y docente. Correcto dibujante, aunque algo duro y frío; está muy próximo a la estética de Overbeck y con influjos de Kaulbach, flaqueando en el colorido, siendo pintor de historia, religioso (Santa. Bárbara, Museo de Arte Moderno, Barcelona), simbólico (El Invierno, Museo de Arte Moderno, Barcelona), buen retratista y decorador, así como excelente dibujante. Pelegrín Clavé y Roquer (1811-1880), tras ingresar en Roma en el círculo nazareno, pasó a México a regir la Academia de San Carlos durante más de veinte años, antes de regresar a Barcelona. En su obra se acusa cierta blandura sentimental al gusto nazareno, pero con una base realista que distinguirá a sus mejores obras (La locura de Isabel de Portugal, Palacio de Bellas Artes, México; La muchacha de la paloma, Museo de Arte Moderno, Barcelona). Y aún tendríamos que citar aquí a Joaquín Espalter y Rull (1809-1880) que se formó en Francia con Gros y en Roma bajo el influjo nazareno, residiendo luego en Madrid, y siendo uno de los grandes decoradores del círculo madrileño (techo del Paraninfo de la Universidad Central). Su nazarenismo (La era cristiana, Museo de Gerona) sólo está mitigado por la riqueza de paleta que aprendiera con Gros (La familia Flaquer, Museo Romántico, Madrid). El otro nazareno catalán residente en Madrid es José Galofre y Coma (1819-1877), formado en Roma en el credo overbeckiano, viajero luego por Europa, antes de establecerse en la corte. Artista intelectual, de prestigio internacional, escribió "El Artista en Italia y demás países de Europa", el más importante tratado nazareno español, manteniendo una agria polémica con Madrazo sobre la necesidad de suprimir las enseñanzas académicas. Mediado el siglo, se van a simultanear fenómenos de diferente signo en nuestra pintura, produciendo una compleja mixtura que hace muy dificultosa una clara ordenación, ya que conviven tendencias románticas de temática historicista con técnicas que inciden en el naturalismo. A la vez, el realismo o el preciosismo se darán indistintamente en la pintura de género, sólo por poner algún ejemplo, e incluso muchas veces dentro de la obra de un mismo pintor. Ello produce un eclecticismo técnico y temático que caracteriza a buen número de artistas haciendo así compleja su adscripción. Pero, en líneas generales, son dos los grandes movimientos que dominan el período: el realismo y el eclecticismo académico e historicista, escapando prácticamente el impresionismo, que se da escasa y tardíamente en España a principios del siglo XX.
contexto
La ciudad europea que acogió a gran escala los principios románticos de renovación urbana fue la solemne Petersburgo, a la que sólo podrían compararse el desarrollo del Berlín ochocentista, las afines, pero más modestas, reformas de Helsinki o, a gran distancia por razones geográficas y de calidad, el planeamiento de Washington y Filadelfia. La ciudad fundada por Pedro el Grande, lugar emblemático del despotismo ilustrado, tuvo un importante desarrollo en la primera mitad del siglo XIX bajo los zares Alejandro y Nicolás, que prosiguieron la promoción de obras de engrandecimiento de la corte rusa.En Petersburgo cristalizaron los principios de embellecimiento y tratamiento arquitectónico gestados en los debates franceses después de Blondel. El francés Thomas de Thomon es autor de algunos edificios de la ciudad báltica, entre los que destaca la Bolsa (1804-16), una de las primeras construcciones que denotan la asimilación del tratamiento plástico parlante de Ledoux. Pero también hubo arquitectos rusos que interpretaron el lenguaje de Ledoux con soluciones tan originales como el Almirantazgo (1806) de Andrej Dimitrievich Zajarov (1761-1811), o las obras de Karl Ivanovich Rossi (1775-1849), autor del Palacio Miguel (1819) y del cerramiento de la Plaza de Invierno.Rossi es uno de los artífices más destacados del Petersburgo posterior a las guerras de liberación. En 1816 se inició un plan urbanístico que determinó nuevas plazas y prospectos y avaló la construcción de monumentos tan ambiciosos como la iglesia de San Isaac (1817-57), obra muy lujosa del discípulo francés de Percier, A. Augustovich Montferrand (1786-1858), de aspecto conservador, pero que luce una gran cúpula armada en hierro. El San Petersburgo postnapoleónico vuelve a poner de relieve la fidelidad formal que se manifiesta en las grandes construcciones y en el concepto urbano a las ideas que se acuñaron en la Francia revolucionaria y en el Empire.
obra
Los acontecimientos que se desarrollaban en Europa, con el creciente dominio de los ejércitos del III Reich por todo el continente, obligó a la pareja formada por Salvador Dalí y Gala a buscar un lugar más tranquilo. Pocos años antes, habían escapado de la guerra civil española (1936-1939) trabajando en diversas partes del mundo y ahora, cuando el conflicto bélico parecía extenderse por todo el planeta, quedaban pocos países donde poder dedicarse exclusivamente al arte. De entre esos países, el que más atrajo a Dalí fueron los Estados Unidos, donde él veía infinitas posibilidades de seguir experimentando con su pintura y con su propia biografía. Las consecuencias en su carrera no tardarían en comprobarse. Desde luego, la imagen que el artista se había ido forjando de la guerra y de su principal culpable, Adolf Hitler, ya no era la de años anteriores, donde aún existía una cierta ironía. Respecto a la guerra civil española, sus cuadros habían denunciado la barbarie del conflicto. En este sentido, su actitud era mucho menos provocativa que la de los futuristas italianos de comienzos de siglo, cuando soñaban con la guerra porque sería la "única higiene del mundo". Cuando realizó este dibujo, Dalí tenía clara la importancia icónica de la calavera. De hecho, ya en 1933 firmaba una obra como Esa muerte fuera de la cabeza/Paul Eluard o, más recientemente, Rostro de la guerra (1940-1941). En ambos casos se repetían los contenidos psicológicos asociados a esa idea la muerte y de la putrefacción. Jugando con las dobles imágenes, cada uno de los orificios de la calavera (las cuencas de los ojos, la boca, la nariz) se transforma o sirve para albergar otras imágenes. Lo viscoso, los insectos y reptiles... contribuyen a exaltar esa tremenda sensación de asco, pero mucho más aún la boca, en cuyo interior se abren otras calaveras de forma interminable. La imagen tiene reminiscencias de planos fotográficos o cinematográficos, siendo ésta una fuente de inspiración muy valiosa para el artista.
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El Sabbath es el día de la semana tradicionalmente dedicado al descanso, la oración y el estudio. Puesto que para el cálculo judío el día comienza y acaba al atardecer, el Sabbath empieza en la puesta del sol del viernes y finaliza al anochecer del sábado. Este espacio de tiempo sagrado es acotado simbólicamente del resto terrenal de la semana mediante el encendido de velas tanto al principio como al final. La víspera del Sabbath las familias preparan un guiso tradicional, la adafina o hamin, que es mantenido caliente sobre un rescoldo de brasas para ser consumido durante la fiesta. Por la mañana del Sabbath se acude a la sinagoga para leer la parashah, la parte de la Torá asignada a esa semana, así como de un pasaje complementario de los textos proféticos. El Sabbath surgió originalmente como un día de descanso de cada siete, siguiendo el ejemplo de Dios, que reposó un día tras la creación del mundo. Para la Torá el descanso del Sabbath es un precepto de obligado cumplimiento. Sólo la oración y el reposo está permitidos, existiendo una lista de época talmúdica con 39 actividades prohibidas, derivadas de la lista de las actividades realizadas durante la construcción del Templo de Jerusalén. Aunque la interpretación de estas prescripciones ha sido frecuente motivo de disputa, en términos generales se prohíbe trabajar, tocar dinero, hacer fuego, cocinar o curar una herida. Asunto de especial atención por parte de los fariseos, discutían incluso sobre si podía ser ingerido el huevo de una gallina puesto en sábado.
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Maravillas del arte de la forja y con un hondo contenido espiritual y religioso, las espadas samurai podían partir en dos a un hombre de un solo tajo. En todas las épocas y países donde las aristocracias dirigentes han mantenido una tradición marcial, las espadas aparecen dotadas de un simbolismo especial. Este es también el caso del Japón, donde el desarrollo espiritual del guerrero se realizaba a través del kendo, la vía del sable; por ello la espada es indisociable del samurai, parte misma de su persona: uno es prolongación del otro y la espada, a menudo, recibe un nombre propio. Como en otras culturas, la espada ha sido asociada en Japón al espíritu del guerrero y, en ocasiones se ha considerado incluso encarnación terrena de una divinidad, por lo que un sable puede ser venerado como encarnación de la misma en un templo. Junto con el Espejo la Joya, el Sable es, además en Japón uno de los tres símbolos característicos del poder imperial. A partir del sable de hoja recta (chokuto) los artesanos japoneses desarrollaron desde la era Heian (hacia el s. X d.C.) y a lo largo de los siglos siguientes, una gran variedad de sables y cuchillos de hoja ligeramente curvada; con sutiles variaciones mejoras en su forma, sección y tamaño. Los expertos pueden distinguir, a partir de esto detalles, periodos, es cuelas e incluso el trabajo de maestros india duales, cuyo esfuerzo siempre fue muy apreciado, dato que se revela en la orgullosa firma que a menudo aparece en la lengüeta, oculta por la empuñadura, junto con, ocasionalmente, la fecha, provincia y resultados de las pruebas de corte. La calidad de los sables japoneses es, por lo general, excelente y sus mejores ejemplares están entre las obras maestras de la metalurgia del acero de todos los tiempos, con un excelente equilibrio entre dureza, resistencia y flexibilidad. Para ello se recurría a un elaboradísimo proceso de forja: mediante -literalmente- decenas de miles de plegados en caliente de varias barras de hierro con desigual contenido en carbono (obtenido mediante contacto con carbón y cenizas), se obtenían finalmente dos piezas, una más acerada (con mayor contenido en carbono) que la otra. La primera constituiría el revestimiento exterior de la espada (hadagane); la segunda el núcleo de hierro más dulce y flexible (shingane). Una vez soldadas entre sí a la calda (por forja en caliente), la primera envolviendo a la segunda, el conjunto se sometía a un endurecimiento final del filo mediante un templado consistente en el recubrimiento desigual del filo y dorso de la hoja con una pasta hecha de arcillas refractarias y cenizas (que deja libre la zona que ha de alcanzar la máxima dureza), seguido de un brusco calentamiento hasta unos 800° C y una inmersión en agua fría. El resultado endurecía más aún la zona del filo, sin que el conjunto se volviera quebradizo. La línea de cristales de acero que marca ese límite (hamon o blasón) se trabajaba y pulimentaba durante semanas para conseguir delicados efectos que imitan nubes, olas marinas, horizontes montañosos y otros efectos mediante grano fino invisible al ojo (nioí) o más grueso (nie). Estos diseños permiten a menudo identificar artesanos concretos y su belleza fue tan apreciada por los guerreros japoneses como por los coleccionistas modernos. A diferencia de muchas espadas occidentales, donde la empuñadura y guarda a menudo están muy decoradas e incluso enjoyadas, y concentran buena parte del atractivo del arma (aunque los conocedores siempre han valorado la calidad de la hoja), los japoneses han apreciado más la pureza de líneas de la hoja y considerado como un arte mayor los delicados efectos de brillo que un artesano experto puede conseguir en la forja. La guarda discoidal (tsuba) está también decora da, a menudo con calados pero no tiene tanta importancia como la hoja propiamente dicha: de hecho, los forjadores no se dedicaban a esto ornamentos menores. Las cachas eran normal mente de madera, recubierta de piel curtida de raya o tiburón. La vaina suele ser de madera lacada. Aún hoy la forja de espadas de calidad es un arte elevado en Japón, comparable al de la caligrafía, y un acto con connotaciones religiosas intensas. Los últimos artesanos forjadores, como la familia Gassan, que toman hasta un año para elaborar un sable de elevada calidad y rechazan firmar, por imperfectas, hasta cuatro de cada cinco hojas, son considerados tesoros vivos de una artesanía que se resiste a desaparecer. El samurai a menudo portaba dos armas blancas, sujetas por una faja (obi) o suspendidas casi horizontalmente a la altura de la cintura, en el costado izquierdo. Aunque desde el punto de vista táctico el arco fue el arma fundamental hasta la generalización de las armas de fuego, a partir del último tercio del s XVI, la esgrima de espada tuvo siempre una importancia extraordinaria, y las vidas y hazañas de los grandes esgrimistas se transmitían durante generaciones, caso de, por ejemplo, Miyamoto Mushashi (1584-1645), quien en sus duelos llegó a herir mortalmente a más de sesenta rivales, y cuya obra didáctica El libro de los cinco anillos está traducida al castellano. Los grandes sables tachi más antiguos se envainaban normalmente con el filo hacia abajo, y se usaban con ambas manos, en grandes golpes tajantes acompañados por el cuerpo, pero también de punta, buscando junturas en la armadura del rival. Algunos tachi llegan a tener hojas de hasta un metro, pero la mayoría a de los ejemplares que se conservan presenta hojas acortadas en momentos posteriores, para mayor facilidad uso o por normas legales restrictivas. En ocasione concretas se fabricaron grandes cantidades de sables de menor calidad para armar grandes contingentes de ashigaru (infantes "de línea"), piezas que no eran capaces de cortar un hombre en dos desde la cabeza, por lo que se aconsejaba su uso para herir las extremidades. El tipo llamado uchi gatana, característico del período Muromachi (1333-1573), era ya más corto, de unos 60 cm de hoja, envainado con el filo hacia arriba y empuñado con una mano; de este periodo data también la costumbre de portar un par de espadas o daisbo, de diferente longitud, subtipos del grupo citado: katana y wakizashi. La liturgia del seppuku o suicidio ritualizado, la resuelta aceptación de la muerte por la espada, infligida sobre el propio vientre, emplea normalmente el sable corto o wakizashi, aunque cubriendo parte de la hoja con un paño de seda para permitir su manejo por el propio guerrero que va a herirse a sí mismo.