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En 1993 se inaugura en Oviedo esta escultura de Úrculo. Tiene una extraordinaria capacidad para la creación de personajes y motivos emblemáticos, representando de forma habitual la figura del viajero, próxima en ocasiones a la serie sobre viajes del Équipo Crónica.
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El período que cubre el reinado de Alfonso XIII coincide, aproximadamente, con el primer tercio del siglo XX y en él se produjeron cambios importantísimos en la política y en la sociedad españolas. Resulta, por tanto, falsa la consideración que en otras épocas ha sido habitual en la historiografía de que en este período no hubo auténticos cambios sino que no fue otra cosa que la prolongación del mundo inerte de la Restauración. Por el contrario, la misma modificación del marco institucional, así como el proceso de crecimiento económico y el desarrollo del sindicalismo prueban el dinamismo de la etapa. La abundante historiografía que desde hace tiempo existe sobre el período está ya lejana de dos concepciones que fueron habituales en otro momento. Una de ellas consistía en considerar todo el reinado como un proceso irremediable que lleva hacia la proclamación de la República y, en un segundo momento, hasta el estallido de la guerra civil. La segunda partía de considerar que en España se dio a lo largo de todo el primer tercio del siglo XX una situación de profunda inestabilidad social que pudo producir en cualquier momento una revolución. La interpretación que más corresponde a la realidad es, sin embargo, que en España se vivió durante el primer tercio de siglo un proceso de modernización en todos los terrenos. Como en tantos otros casos, el proceso podía haber concluido en la estabilidad aunque no fue éste, finalmente, el caso. Pero España tampoco estaba condenada a un proceso revolucionario inevitable. Su caso -como tantos otros- fue el de una modernización fallida.
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La monarquía de Amadeo había nacido con una debilidad manifiesta. La historia del reinado es la historia de la pérdida progresiva de sus frágiles bases sociales y políticas. Un consenso débil impidió madurar al régimen y consolidar el modelo de monarquía democrática; mientras, una oposición cada vez más numerosa, y desde múltiples frentes, fue resquebrajando el sistema. Los dos años del reinado ofrecerán una continua inestabilidad política, a lo que se suman, en la raíz del proceso, la oposición frontal de la nobleza de sangre, el relativo rechazo de la Iglesia, el alejamiento de sectores del poder económico, la sublevación general carlista, la beligerancia de un sector del republicanismo, el problema cubano, con una guerra ultramarina, ligado a los intentos de abolición del sistema esclavista y de la posible alteración del statu quo colonial, el avance del movimiento obrero organizado y la conflictividad social, la descomposición interna de partidos políticos como el progresista, de indudables consecuencias, y, como trasfondo, los rescoldos de una crisis económica arrastrada desde 1866 y todavía en vías de solución. Con tan ensombrecedor panorama, multiplicado durante estos dos años, el intento de la monarquía democrática, casi sin apoyos, acabó frustrado, a la par que las dos alternativas posibles tomaban cuerpo: el ensayo republicano y la Restauración borbónica en la persona del príncipe Alfonso, hipótesis esta última de futuro, pero con evidentes progresos en el seno de la clase dirigente. Son demostrativas de la inestabilidad política del régimen la celebración de tres elecciones generales a Cortes y la sucesión de seis gabinetes ministeriales en dos años de reinado. La desaparición de Prim no sólo privó al monarca de un apoyo fundamental, sino que provocó una traumática descomposición, repleta de tensiones, de la coalición monárquico-democrática. El propio hecho de esta descomposición no explica por sí solo la inestabilidad del nuevo régimen, pero sí la forma en que se realizó. Tengamos en cuenta que habría sido contradictorio el funcionamiento del sistema basado en un solo partido. Era precisa la remodelación del arco político; pero no como producto de disensiones basadas en los acusados personalismos, sino de coherencias ideológicas. El régimen sólo podía encontrar su basamento político en el seno de esta coalición, ya que el resto de opciones políticas negaba la propia esencia del sistema y cuestionaba su legitimidad.
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Durante la Dinastía XX, ahora en sus postrimerías, los sumos sacerdotes de Amón habían adquirido un poder y una influencia cada día mayores sobre todos los altos cargos de la Tebaida, que llegaron a ocupar con miembros de sus familias (los unos por nacimiento, los otros por matrimonio), hasta que todos los hilos de la administración estuvieron en sus manos. Al cabo de los años la situación adquirió carácter oficial con la proclamación de un estado de "Renacimiento". Su primer exponente fue el sumo sacerdote Herihor, que se autoproclamó visir y gobernador de Nubia, como todo un rey del Alto Egipto. También en el Delta se hace con el poder otro sacerdote de Amón, el Smendes de la historiografía en lengua griega, que convierte a Ramsés XI en una figura puramente decorativa. Hacia 1069 acaban, con la vida de éste, su reinado y su dinastía. A partir de entonces, aunque Amón reina oficialmente en ambos países por mediación de sus vicarios, Egipto se encuentra dividido en dos Estados. Ya en el reinado de Ramsés XI, que probablemente vivió más que él, Herihor no se recataba de añadir públicamente a su nombre de pila, como hace en el templo de Khons en Karnak, el de Hijo de Amón, indicando que cumple ante el dios las funciones hasta entonces reservadas al rey. En todo caso, su hijo y sucesor, Piankhi, no encerró nunca su nombre en una cartela, como reconociendo la soberanía de Smendes (1069-1043). Respaldado éste por la burocracia bien organizada de Tanis, residencia de los Ramesidas, parece haber estado investido de autoridad suficiente para extraer piedra en Gebelen y realizar con ella importantes obras de restauración en Tebas, señal de realeza efectiva. Hereda el trono de Tanis su hijo Psusennes I, que convierte a la capital en una de las fortalezas mejor defendidas de Egipto, la dota de templos y construye en ella su tumba, síntoma alarmante de ruptura con la tradición tebana y de implantación de una nueva costumbre. Entre tanto, en Tebas, sucede a Piankhi como sumo sacerdote su hijo Pinediem, cuya labor más memorable consistirá en continuar durante años la labor piadosa iniciada por su abuelo Herihor, restaurando las momias de los faraones antiguos, bárbaramente maltratadas algunas por los ladrones de sus tumbas. Amenofis I y Tutmés III, entre otros, deben la conservación de sus restos a los desvelos de este sacerdote que usó del título de rey y como tal costeó en Tanis obras que así lo acreditan. Seguramente Psusennes I lo hizo corregente; que fue además su amigo, lo acredita la copa de oro dedicada por Penediem, hallada en la tumba de Psusennes. En cambio su hijo Masaharta, que hereda de él el sumo sacerdocio, no fue nunca rey, quizá a causa de una grave enfermedad acreditada por un papiro. No se sabe con seguridad cómo acabó. Hay constancia de que otro hijo de Penediem, llamado Menheper, hubo de acudir desde la fortaleza de Hibe a imponer orden en Tebas, donde quizá Masaharta fue víctima de una rebelión. Hacia algo así apunta el hecho de que Menheper asumió el sumo sacerdocio y en virtud de una respuesta del oráculo de Amón, autorizó el regreso a Tebas de los simpatizantes de su familia que habían sido desterrados a los oasis. Psusennes I tuvo un reinado largo, de 48 años por lo menos, pero no así sus sucesores, hombres de escasa notoriedad en su mayoría, que integran la XXI Dinastía con su sede en Tanis. Tebas, entre tanto, está regida por la casta sacerdotal, emparentada quizá con la familia dinástica a juzgar por algunos nombres comunes a ambas. Uno de los últimos reyes de Tanis es Siamún (978-960), probablemente padre de una de las mujeres de Salomón, a quien como regalo de boda devolvió Siamún la plaza de Gezer, conquistada por él hacía poco. A ello parece referirse un relieve encontrado en Tanis donde Siamún está representado como vencedor de los asiáticos. Con su sucesor, Psusennes Il, muerto en 945, la dinastía llegó a su fin.
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En una miscelánea de manuscritos catalanes de finales del siglo XVI encontramos la advertencia de que es grande laberinto la historia de Carlos V. Sin duda, el azar viene a complicar un poco más la comprensión de un largo reinado de cuatro décadas en el corazón mismo de la agitada historia europea de la época. Suele olvidarse, con frecuencia, que Carlos de Gante (1500-1558), el hijo de Juana la Loca y Felipe el Hermoso, fue primero Duque de Borgoña, luego Rey de España (Rex Hispaniae) como Carlos I, para, sólo después, convertirse en Emperador del Sacro Romano Germánico como Carlos V. A la muerte de Fernando el Católico en 1516, Carlos de Gante pasó a heredar la Plural Monarquía de los Reyes Católicos. De un lado, los dominios de la Corona de Aragón en España e Italia que su formidable abuelo había regido personalmente hasta el fin de sus días; de otro, los de la Corona de Castilla que, por incapacidad de la reina Juana, también gobernaba el Católico como regente de su hija. A todo esto, había que sumar los territorios de la herencia borgoñona (Países Bajos, Franco Condado), que recaían en él por línea paterna y de los que había empezado a ocuparse al alcanzar la mayoría de edad en 1515, aunque ya ocho años antes había sido reconocido como Duque de Borgoña al morir en Castilla su padre Felipe el Hermoso. Rico y poderoso, el joven Duque de Borgoña y Rex Hispaniae se presenta a la elección imperial que tuvo lugar en Colonia en 1519. De allí, habría de salir como Carlos V, el César que fue coronado dos veces, primero en Aquisgrán en 1520; diez años más tarde en Bolonia, recibiendo la corona imperial de manos de Clemente VII en la que fue la última ocasión en que un Pontífice Romano consagraba a un Emperador Germánico. Carlos de Gante sucedía a su abuelo Maximiliano I de Habsburgo en el trono imperial al que, de hecho, estaba vinculada la Casa de Austria en su línea hereditaria. Sin embargo, tal vinculación no impedía que a la muerte del Emperador se hubiera abierto el tradicional proceso por el que un cuerpo de siete príncipes electores debía designar entre varios candidatos al nuevo Rey de Romanos quien, una vez coronado, se convertía en el kaiser titular del Imperio. Para suceder a Maximiliano I, además de su nieto Carlos, presentó su candidatura el Rey de Francia, Francisco I de Valois, quien también pretendía alcanzar la dignidad cesárea como descendiente directo nada menos que del mismísimo Carlomagno. Apenas cuarenta años después de su ascensión al trono de la Monarquía Hispánica, Carlos abandonará el gobierno de tan distintos dominios como le cupo regir para retirarse al monasterio jerónimo de Yuste, donde moriría en 1558. En una serie de solemnes ceremonias de abdicación celebradas en Bruselas a finales de 1555 y a lo largo de 1556, Carlos I cederá a su hijo Felipe la soberanía de los Países Bajos y las Coronas españolas con sus dominios italianos y extraeuropeos, dominios estos que no han cesado de crecer con la conquista de Nueva España y Perú. Como anticipo de lo que iba a suceder en Bruselas, el futuro Felipe II ya había recibido Nápoles y Milán cuando, en 1554, contrajo matrimonio con la reina María Tudor de Inglaterra. En septiembre de 1556, por último, Carlos V abdica en su hermano Fernando de Austria el Imperio Germánico, siendo aceptada la renuncia por los representantes territoriales del Imperio dos años más tarde. El nuevo emperador Fernando I había sido designado Rey de Romanos en 1531 para, así, obviar las complicaciones inherentes a un interregno imperial y, de hecho, había estado ocupándose del gobierno desde comienzos de la década de 1550, después de haber ejercido como delegado de su hermano en distintas ocasiones desde 1522. Durante los cuarenta años que median entre 1516 y 1556, la historia española se vio en la poco habitual situación de ser dirigida por quien también era el Emperador, lo que vendría a dotar de un acento especialmente universalista a su proyección exterior. Con la ayuda material hispánica -ante todo de Castilla y sus Indias-, Carlos V sostuvo un esfuerzo de aliento universal cuyo radio de acción era mucho mayor que el de la presencia internacional lograda por los Reyes Católicos, aunque, ciertamente, también fuera heredero de los intereses de éstos, especialmente en su dimensión de enfrentamiento continuado con la potencia francesa. En una carta madrileña de 1525, el polaco Johannes Dantiscus describía los objetivos últimos de la política imperial, haciéndose eco de la sustancial rivalidad con Francisco I: "Si el Emperador o el rey de Francia pudieran, con justicia o sin ella, doblegar todo el orbe bajo sus dominios, lo harían y dejarían las disputas para los expertos en derecho". Aunque motivada en parte por la posesión de Borgoña, la disputa entre las Casas de Austria y de Valois encontrará su escenario predilecto en la lucha por el control del espacio italiano, ahora no tanto en el sur napolitano como en el Norte peninsular, donde el dominio del Milanesado será el principal objetivo de los contendientes. Así, el suelo de Italia continuará siendo devastado por una interminable guerra dinástica, en la que la satisfacción y cumplimiento de supuestos derechos a la posesión de este o aquel territorio no eran más que meros pretextos para enmascarar una conflagración de fuerzas que luchaban por ganar la hegemonía en Europa. En España -ante todo, en Castilla- esta política imperial no va a interesar especialmente porque se daba preferencia a otros objetivos, como eran los africanos y antiturcos. Sólo la defensa de la frontera pirenaica, donde los franceses no se resignaban a la pérdida de Navarra, podrá llegar a ser considerada como absolutamente propia frente a otras guerras septentrionales del Emperador.
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El conde de Mirabeau escribía a Luis XVI, un año después de la toma de la Bastilla: "Comparad la nueva situación con el antiguo régimen; ahí nace el consuelo y la esperanza". Para uno de los adalides de la Revolución moderada, los acontecimientos iniciados en 1789 no sólo pretendían cambiar un gobierno, sino abolir un antiguo modelo de sociedad e instaurar un nuevo orden. Hoy, aquel concepto de Antiguo Régimen, acuñado en el momento mismo en que dejaba de existir, ha pasado a ser una categoría historiográfica aceptada plenamente, y definida por tres elementos: la pervivencia de una sociedad basada en la desigualdad y el privilegio; por una economía organizada para generar renta destinada a mantener el estatus de los estamentos privilegiados; y coronada por un poder absoluto, indivisible y autónomo. Para España, el último capítulo del Antiguo Régimen coincide, a grandes rasgos, con el reinado de Carlos IV y el impacto que los acontecimientos de Francia tienen sobre la realidad española. El reformismo borbónico, activo hasta la década de los setenta, siempre se mantuvo dentro de unos límites en los que primaba el fortalecimiento del poder del monarca y sin que las estructuras sociales y económicas del país conocieran cambios sustanciales. A partir del inicio de la década de los ochenta el reformismo moderado perdió impulso y la pasividad se hizo total. La recepción de las ideas liberales en España actuaron en un contexto en el que, simultáneamente, se descomponía el orden internacional vigente desde Utrecht y el sistema de alianzas tradicional; se desacreditaba la institución monárquica por el valimiento de Godoy y las disidencias entre Carlos IV y su heredero; la prolongada situación bélica generaba crisis económica, la ruptura de lazos con las colonias americanas y la bancarrota de la Hacienda. Como corolario de todo ello, se debilitaba la ideología que hasta entonces había sustentado el absolutismo. El deseo de libertad se hizo más necesario y urgente. El poeta Quintana escribía a Lord Holland: la libertad es un objeto de acción y de instinto, y no de argumentos y de doctrina. Para los liberales de entonces, la esperanza estribaba en poner fin al Antiguo Régimen y ser libres, el cómo era cosa de después.
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Los liberales brasileños depositaron grandes expectativas en el regente, especialmente tras la jura de la Constitución. Pero éstas fueron rápidamente defraudadas, ya que ante el temor de un recorte de sus poderes, el regente disolvió a la Asamblea Constituyente a los siete meses de haberse reunido por primera vez. Sin embargo, la práctica posterior del joven monarca llevaría a instaurar un reinado de corte liberal. En marzo de 1824 se promulgó una nueva Constitución que convirtió al Brasil en una monarquía parlamentaria, aunque unitaria y centralizada, que perduraría durante casi medio siglo. La Constitución era bastante liberal, tanto formalmente como por su espíritu y contenido, pese a los vastos poderes que concedía a la Corona. Se adoptó el modelo inglés, con una Cámara de Diputados renovada periódicamente, un Senado vitalicio y el monarca que estaba al frente del ejecutivo, asistido por un Consejo de Estado. El monarca tenía plenas competencias religiosas, entre sus poderes estaba el de nombrar y cesar al primer ministro, independientemente de la voluntad del Parlamento, nombrar a los miembros del Consejo de Estado, designar a los senadores de entre las ternas más votadas, convocar o disolver la Cámara de Diputados y convocar elecciones parlamentarias. De modo que si la Cámara rechazaba un gabinete designado por el emperador, éste podía disolverla y convocar nuevamente a las urnas. El emperador era el responsable del nombramiento y promoción de los funcionarios civiles y militares, de reglamentar la legislación aprobada por el parlamento y de la distribución de los recursos entre los distintos organismos de la administración. Pernambuco, que ya se había rebelado en 1817, conoció una nueva sublevación en 1824, tras rechazar la nueva Constitución e inclusive al propio emperador. En esta oportunidad se intentó crear la Confederación del Ecuador. Con el fin de sofocar la rebelión, que hubiera supuesto la secesión de una parte importante del país, Don Pedro suspendió las garantías constitucionales y acudió nuevamente a lord Cochrane. Simultáneamente estalló otro foco de conflicto en el sur del país, donde también se intentó establecer un estado independiente. Tras hábiles negociaciones con George Canning, el embajador británico, don Pedro firmó sendos tratados con Portugal y Gran Bretaña que de hecho significaban el reconocimiento de la independencia brasileña. Esta medida sería seguida en 1826 por los Estados Unidos, que adoptaron una actitud similar. La solución institucional que se había arbitrado pasaba por la coronación de don Juan como emperador del Brasil y su inmediata abdicación en su hijo. El tratado con Portugal incluía una cláusula secreta por la cual se indemnizaba a don Juan por la pérdida de la colonia americana a la vez que Brasil también se hizo cargo de la deuda portuguesa con Gran Bretaña. El tratado, sin embargo, dejaba abierta la cuestión sucesoria en Portugal, ya que el primer heredero del trono era el monarca de un país extranjero. La muerte de don Juan, en 1826, aumentó las ya graves dificultades entre el emperador y sus súbditos. Don Pedro asumió la corona portuguesa, pero pese a su pronta renuncia no pudo acabar con la idea muy difundida entre sus súbditos de que prestaba más atención a los asuntos portugueses que a los brasileños. Si a las dificultades económicas que atravesaba el país se agrega la degradación de la vida política (hasta 1826 no se convocó al Parlamento), se puede entender por qué el Brasil se hallaba al borde de un estallido revolucionario. Ante la falta de los necesarios apoyos políticos, don Pedro abdicó en su hijo Pedro de Alcántara, de cinco años de edad, el 7 de abril de 1831, tras reconocer que "meu filho tem sobre mim a ventagem de ser brasileiro". Sin violencia, y sin despertar grandes odios, el emperador partió a su exilio europeo en compañía de su familia. La partida de don Pedro permitió finalmente el desplazamiento de la antigua burocracia imperial, continuadora de la colonial, por los miembros de la oligarquía terrateniente, vinculada al desarrollo del sector agroexportador.
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La muerte de Juan I, en plena juventud, dejaba como heredero del trono a un niño, Enrique III (1390-1406). La pugna por controlar el Consejo de Regencia, que finalmente se constituyó en las Cortes de Madrid de 1391, fue de una gran dureza, ya que los Grandes del reino entendían que su papel quedaba diluido en un Consejo multitudinario. Protagonismo especial tuvo en aquella ocasión el arzobispo de Toledo, Pedro Tenorio, partidario del estricto cumplimiento del testamento de Juan I. Sería precisamente aquella coyuntura la que propició el estallido, en junio de 1391, de violentos ataques a la judería de Sevilla. Desde que Enrique III se hizo cargo efectivo del poder se agudizó la pugna contra los epígonos Trastámaras. A la postre los principales integrantes de ese grupo, en su mayoría parientes del rey, como el conde de Noreña o don Fadrique, duque de Benavente, fueron derrotados. Son muy significativos, a ese respecto, hechos tales como que el duque de Benavente fuera hecho prisionero o que el conde de Noreña tuviera que huir de la Península. Por contra, había consolidado su poder la nobleza de servicios, de la que eran típicos representantes, en tiempos de Enrique III, el justicia mayor Diego López de Estúñiga, el mayordomo Juan Hurtado de Mendoza o el condestable Ruy López Dávalos. La época de Enrique III estuvo dominada, en el panorama internacional, por la paz. Así las cosas, mientras continuaba la alianza con Francia mejoraron las relaciones con Inglaterra, lo que permitió la reanudación de las relaciones comerciales con dicho país. Por otra parte, el interés de Enrique III por el Mediterráneo, en cuyo extremo oriental se anunciaba el peligro turco, llevó al monarca castellano a planear un pacto nada más y nada menos que con los tártaros de Tamerlán. Con esa finalidad salió de Castilla una embajada de la que se ha conservado un bello y minucioso relato, escrito por Ruy González de Clavijo, el principal miembro de la expedición. En otro orden de cosas es preciso recordar el apoyo prestado por Enrique III a las insólitas campañas del aventurero francés Jean de Bethencourt en las Canarias. Aquello sería el punto de partida de la presencia castellana en las "islas afortunadas".