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Esta obra, al igual que El Bautismo de Cristo de Gosford House, muestran en Poussin un sentido de la composición poco convencional, con los protagonistas de perfil, al estilo de los relieves de la Antigüedad, en dirección al bautismo y la aparición del Espíritu Santo en forma de paloma. Esta unidad interna y su mayor emotividad hacen que se puedan, incluso, considerar superiores al Bautismo de la segunda serie de Los Sacramentos. Esta época, a mediados de los años cincuenta, es de una gran capacidad para renovar los temas tradicionales.
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Representa, junto con el Bautismo de Cristo de Filadelfia, la secuencia del momento en que San Juan Bautista vierte el agua sobre la cabeza de Jesucristo, mientras se oye la voz de Dios, que se supone surge desde la izquierda de la escena. En el lienzo "gemelo", es la paloma del Espíritu Santo que desciende sobre Jesús. Es destacable que el anciano arrodillado procede de una escultura que Poussin pudo ver en el Palacio Borghese, de época clásica, que representa a Séneca, el filósofo estoico, a quien su admirador había llevado al lienzo en alguna otra ocasión.
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Los dos protagonistas de la escena aparecen relegados a un segundo plano, iluminados por un potente foco de luz que impacta en la espalda de Cristo, quedando su rostro en la zona de sombra en la que también se encuentra san Juan, inclinado hacia adelante para derramar el agua del río Jordán sobre la cabeza del Salvador. Alrededor de ambos personajes queda un espacio vacío, delimitado en la zona de la derecha por una roca ante la que se desnudan algunos neófitos, ante la atenta mirada de un cofrade de la Scuola Grande di San Rocco en oración. La parte superior de la composición está ocupada por una amplia fila de candidatos al bautismo, recortados ante la espesa arboleda, figuras realizadas con un trozo rápido resaltadas por la luz y el color empleados. Las amenazadoras nubes sirven de telón de fondo a la escena. La sinfonía lumínica y los diferentes espacios establecen un ritmo espiral en el conjunto que refuerzan la intensidad dramática del acontecimiento. Otra importante novedad la encontramos en el tratamiento iconográfico del tema evangélico, en sintonía con la religiosidad salida del Concilio de Trento.
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Esta obra, de sencillez compositiva, desprende una atmósfera de devota espiritualidad que aglutina a las diferentes figuras presentes en la escena. Dicha composición es muy similar a la de La Matanza de los inocentes, estructurada en tres planos diferentes. En el primero, Cristo es bautizado por San Juan Bautista, cuya mano derecha traza un arco hacia la cabeza de Jesús. Tras este arco, tres ángeles, uno de ellos a la izquierda, recogen las ropas de las figuras principales. El tercer plano viene dado por el fondo paisajístico, entre cuyas nubes desciende la paloma del Espíritu Santo. El colorido de la representación es brillante, sabiamente contrastado con la oscuridad de la vegetación y las nubes del plano del fondo. En el segundo plano dominan los tres colores primarios: azul, amarillo, rojo.
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Es una excepción dentro de la obra de Poussin por el material en que se haya pintado, una tablita de madera de ciprés, dado que Poussin casi invariablemente empleaba el lienzo para sus cuadros. Fue solicitado por Jean Fréart de Chantelou en 1645, pero aunque se hallaba bastante avanzada su idea, plasmada en varios dibujos, al año siguiente, no será terminado hasta 1648, lo que da una idea de la lentitud de trabajo y afán perfeccionista del pintor francés. Parece ser, además, que la serie de los Sacramentos de Chantelou absorbía sus esfuerzos. De hecho, había pintado en varias ocasiones el tema de Cristo bautizado por San Juan Bautista, como en las series de los Sacramentos, o como volverá a hacer en El Bautismo de Cristo, de Filadelfia. Lo diminuto de las figuras forzó un tipo de composición simple, cercana a Rafael. En cualquier caso, esta obrita devocional es testigo de la apertura de una nueva etapa, tras los años de esfuerzo dedicados a los sacramentos, de los que esta tabla puede considerarse una secuela.
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La inquietud espiritual de una mujer, mestiza china de Binondo, Ignacia del Espíritu Santo, fue el origen del establecimiento del primer beaterio de Manila. Ésta, animada por su confesor, el Padre Paul Klein, comenzó a reunir en torno a sí un grupo de doncellas indias pobres en 1685. Las primeras que se unieron a la Madre Ignacia -como enseguida empezó a llamarle la gente- fueron Cristina Gonzales, su prima, y otras dos jóvenes, Teodora de Jesús y Ana Margarita. Seis mujeres más se unieron al grupo inicial de cuatro y no pasó mucho tiempo cuando llegaron a ser treinta y tres. Se establecieron en una casa a la espalda de la iglesia de San José y recibieron tanto a mestizas como a indias. El beaterio se puso bajo la protección de Nuestra Señora de la Asunción, y aunque los jesuitas no intervinieron nunca en su gobierno -por prohibírselo sus estatutos-, la estrecha relación derivada de la dirección espiritual que ejercían, hizo que fuera conocido como el beaterio de la Compañía de Jesús, porque recibían los sacramentos en la cercana iglesia de San Ignacio y tenían allí muchos de sus actos litúrgicos, además de que los Padres de la Compañía eran sus confesores y directores espirituales. Gráfico El 3 de julio de 1732 el vicario general del arzobispado recibía la casa bajo su protección y autoridad, aprobaba sus constituciones y el mantenimiento de la dirección espiritual jesuita; pero señalaba que la administración de los sacramentos debía estar al cargo del cura de los naturales y morenos de Manila, por ser el párroco que les correspondía. La vida de estas beatas estaba centrada en la contemplación de los sufrimientos de Cristo y en el intento de imitarle a través de una vida de servicio y humildad. Rezaban constantemente a Dios y hacían penitencia para mover su misericordia. Su espiritualidad se expresaba en la capacidad de perdonar, soportar pacientemente los defectos y corregir con amabilidad. Se manifestaba en una gran paz y armonía en la comunidad, el mutuo amor y unión de voluntades porque deseaban ser ante los demás testigos del amor de Cristo. Esta espiritualidad sostenía a las beatas en los momentos de mayor dificultad sobre todo en los tiempos de extrema pobreza, cuando incluso tenían que pedir arroz y sal por las calles. Se mantenían con el trabajo de sus manos y a veces recibían donativos de gente piadosa. El progresivo aumento del número de beatas exigía un estilo de vida más estable y la promulgación de una Regla. La Regla, que escribió la madre María Ignacia, seguía el espíritu de San Ignacio y exhortaba a las beatas a vivir siempre en presencia de Dios y crecer en pureza de corazón. La presencia de la Virgen recorría todo el reglamento, en quien la madre Ignacia se inspiraba para saber dirigir a sus beatas. Las animaba a ser la imagen de la Virgen para las demás y que la siguieran como modelo para seguir a Jesucristo. Muy pronto, la madre Ignacia vio la necesidad de desarrollar además una tarea apostólica. Así se empezó a admitir a chicas jóvenes como alumnas para enseñarles la doctrina cristiana y las tareas domésticas. También aprendían a leer, a coser y abordar. No se hacía distinción de color o de raza, sino que eran aceptadas indias, mestizas y españolas. Llegaron a tener unas cuarenta y cinco alumnas. La casa dónde vivían las beatas se llamaba Casa de Retiro porque era ahí dónde tenían lugar los retiros para las mujeres que desearan hacerlos. La Madre Ignacia inició esta práctica del Retiro y ella misma lo promovió entre las mujeres. Durante ocho días concurrían en los meses de septiembre, octubre y noviembre unas doscientas indias y ochenta españolas y mestizas, aproximadamente. Acudían a la iglesia de San Ignacio para oír los puntos de meditación que les dirigía uno de los sacerdotes. Luego volvían al beaterio para reflexionar sobre lo que habían oído. Allí las beatas les explicaban en su propia lengua lo que no habían entendido y las preparaban para la confesión general. En julio de 1748, a la muerte de la madre fundadora, residían en la casa un total de cincuenta beatas. Además vivían dieciséis niñas españolas y veintinueve mestizas e indias, que recibían educación, y una mujer casada. El beaterio se sostenía con las rentas de las obras pías, pero sobre todo con su trabajo y con algunas limosnas que recibían de sus bienhechores. Su modo de vida se ceñía escrupulosamente a sus constituciones. La real Cédula del 25 de noviembre de 1755 autorizó la subsistencia bajo las condiciones de su fundación, haciendo mención expresa de la prohibición de que se impusiera clausura para evitar que la casa acabara transformándose en convento. Quedaba además bajo la protección real. Durante los años 1748-1770, las beatas siguieron ayudando a los jesuitas en la atención de los retiros espirituales. No limitaron su labor apostólica a Manila, sino que salieron a las diferentes provincias en grupos de dos o más según lo aconsejaran las circunstancias. Sus sacrificados esfuerzos fueron recompensados cuando muchos hombres y mujeres volvieron a recibir los sacramentos después de haberlos abandonado durante veinte, treinta o cuarenta años. En 1758 el centro contaba con cincuenta y tres beatas y treinta y dos niñas, de las cuales la mayoría pagaba su manutención entre dos y tres pesos. Cuando los jesuitas fueron expulsados de Filipinas, la dirección espiritual quedó a cargo del clero secular o de religiosos. De 1872 a 1900 comenzaron a establecerse en Mindanao, habitada por musulmanes y paganos, era una isla a la que se tardaba en llegar dos o tres meses en barco. Asumieron la formación de huérfanas en el sur de Mindanao, pero la guerra hispano-americana acabó con esta iniciativa. Las beatas de la Compañía también desarrollaron labores de enseñanza en escuelas municipales de dicha isla. En 1880 se hicieron cargo de las de Dapitan y Dipolog y más tarde llegaron a Zamboanga (1893), Lubungan (1895), Surigao (1895) y Butuan (1896) En estos años el beaterio de Manila se había orientado a la enseñanza formal. En 1896 aceptó alumnas seculares y ocho años más tarde se les habilitó para graduar maestras de escuela. El Administrador Apostólico de la diócesis de Manila concedió a las Hermanas en 1902 que pudieran acudir todas a Manila desde sus diferentes misiones para elegir a su Madre General. Ese mismo año fue elegida la Madre María Ifigenia Alvarez, una nativa de Ermita, la primera Madre General elegida en Capítulo General. Con la nueva Madre General empezó una época de expansión y progreso. Se abrieron muchas casas por lo que había una gran demanda de hermanas que pudieran enseñar. La Madre Ifigenia, con gran perspicacia animó a las Hermanas a cursar estudios superiores en la Universidad de Santo Tomás en Manila para que estuvieran mejor preparadas para la tarea que les estaba esperando. Durante su administración se abrieron diez casas, escuelas y dormitorios. Otras más pequeñas se fundieron pero debido a circunstancias adversas hubieron de cerrarse más tarde. En 1938, la madre Efigenia, que tenía 80 años entonces y llevaba siendo Madre General 30 años (después de cuatro reelecciones) solicitó un permiso especial para ser relevada de su cargo aunque no hubiese expirado el período para el que fue elegida. Su petición fue aceptada y en julio de 1938 fue elegida la Madre Andrea Montejo para sucederle. Actualmente continúa su andadura en la Congregación de Religiosas de la Virgen María.
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Un nuevo beaterio fue fundado en 1750 por la Madre Paula de la Santísima Trinidad, una terciaria dominica que había llegado a Manila un año antes. Era una casa de recogimiento y de enseñanza de niñas jóvenes y pobres, tanto indias como otras castas. Se estableció sin la previa autorización real, que se conseguiría más tarde. En 1768 recibían instrucción ciento ochenta niñas en la doctrina cristiana, la lengua castellana y "los oficios propios de su sexo". Todo bajo la dirección de la madre Paula, que consiguió además un número importante de limosnas tanto en las islas como en Nueva España. La Real Cédula de 2 de julio de 1773 disponía el mantenimiento de la casa de recogimiento tal como había sido fundada y prohibía que se aumentara el número de niñas recogidas. Otra cédula de 22 de septiembre de 1779 autorizaba la permanencia del beaterio hasta el fallecimiento de la madre Paula puesto que no era gravoso para la sociedad filipina, pero una vez que ésta muriera el beaterio debería disolverse fundiéndose con alguna de las otras fundaciones de naturaleza similar existentes en Manila. Prohibía de nuevo aumentar el número de las recogidas. Un año después fallecía la fundadora y se planteaba el problema de la disolución. El testamento de la madre Paula había dejado precisas instrucciones sobre el beaterio. Dejaba como encargada de la educación y de cumplir las contratas con los padres de las niñas a Ignacia de Guzmán de la Santísima Trinidad, que ya llevaba asumiendo estas funciones desde la enfermedad de la fundadora. A ella le encomendaba encarecidamente que realizase las gestiones necesarias para garantizar la continuidad de la fundación. Su mantenimiento estaba asegurado por las limosnas de los bienhechores y por los trabajos que realizaban las niñas, nombradas herederas de todos sus bienes por la madre Paula. Ante la situación la Audiencia optó por mantener el beaterio bajo la administración de la maestra señalada. La Real Cédula del 13 de agosto de 1784 aprobaba el beaterio con carácter definitivo. Sería aprovechada por la hermana Ignacia de Guzmán para solicitar ayudas para el sostenimiento de la casa de enseñanza y para la manutención de las educandas. El Tribunal del Consulado de Manila acordó por unanimidad en su Junta General de 21 de mayo de 1787 conceder una ayuda de 200 pesos anuales sobre la caja de los fondos de los derechos de avería. Esta medida fue aprobada por el gobernador el 25 de mayo de 1787 a la vez que se informaba al rey. La bonanza económica de la ciudad permitía a la sociedad pudiente de Manila dar estas muestras de generosidad. En el siglo XIX las Hermanas de la Caridad tomaron la dirección del centro. También lo hicieron respecto a una nueva institución para la educación de niñas que se formó en 1866, el Colegio de la Concordia, en la calle de su mismo nombre y que contó con una importante donación particular.
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Las primeras terciarias agustinas no formaron un beaterio, ni siquiera estaban radicadas en la ciudad de Manila, sino que procedían de Mindanao, paradójicamente una de las islas más refractarias a la evangelización. En 1622, el Papa Gregorio XV había concedido a los Agustinos Recoletos el privilegio de establecer la Orden Tercera de San Agustín en las tierras donde desarrollaban su labor evangelizadora. Los primeros terciarios filipinos fueron dos mujeres, dos indias de Butuan (Mindanao) que habían enviudado, Clara Caliman e Isabel de Butuan, que llevaban una reconocida vida virtuosa, llenas de celo apostólico y dedicadas a obras de misericordia entre su gente. En 1630 tomaron el hábito de la Tercera Orden. Un siglo más tarde se fundaría en Manila un beaterio de agustinas terciarias. San Sebastián fue fundado en 1724 en el arrabal del mismo nombre por las hermanas Dionisia y Cecilia Rosa Talangpaz y Pamintuan, dos indias de Calumpit (Bulacán). Pertenecían a una familia noble y habían solicitado infructuosamente el hábito agustino. En 1724 abandonaron su familia y renunciaron a su herencia, entregándola a los pobres. Salieron de Calumpit y se pusieron en camino a Calumpag (cerca de Quiapo). Allí ocuparon una casa y comenzaron una vida de oración y mortificación, bajo la dirección del recoleto fray Juan de Santo Tomás de Aquino. El 16 de julio de 1725 recibieron el hábito de mantelatas de la Orden Tercera de San Agustín, de manos de fray Diego de San José. Entonces tomaron los nombres Dionisia de Santa María y sor Cecilia Rosa de Jesús. Concluida la investidura el prior las condujo a una pequeña casa de nipa y bambú construida en un extremo del jardín del convento, para que estuvieran cerca de la iglesia. Poco tiempo después su ejemplo fue seguido por otras indias nobles hasta constituir una comunidad de seis beatas Estas primeras beatas fueron Luisa de Brito (Cavite), Catalina Arayat (Pampanga), Josefa Lucía (Malate) y Margarita Miranda (Pampanga). Es entonces cuando queda establecido el beaterio de San Sebastián. La atracción que comenzó a ejercer determinó también su primera crisis, al decidir el provincial recoleto dispersar a las beatas y destruir la casa, porque no veía posible atender a tal número de mujeres que comenzaron a solicitar ingresar en el beaterio. Gráfico En 1728 se les entregaron nuevamente los hábitos y se reconstruyó el beaterio. El número de beatas creció hasta ocho. Dionisia, la mayor de las hermanas fue nombrada priora. En principio, la finalidad del beaterio era acoger a las indias que desearan llevar una vida de mayor penitencia y oración, aunque entre las cuatro primeras que se unieron a Dionisia y Cecilia había una criolla, Margarita Miranda. Esta era viuda y se había establecido en Manila donde su marido tenía una casa. Al ser admitida en el beaterio tomó el nombre de Margarita de Santa Mónica. Fue ella la sucedió a Dionisia como priora del beaterio, a la muerte de ésta. Estaban sujetas al prior de los agustinos del convento de San Sebastián. Además de llevar una intensa vida contemplativa, acogían a huérfanas en calidad de alumnas, a las que enseñaban a leer, a escribir, a coser, etc. Cuando esas alumnas no gozaban de una condición suficiente para costear su educación eran recibidas gratuitamente. A veces llegaban algunas damas españolas para hacer allí ejercicios espirituales. También se encargaban de atender el culto de la Virgen del Carmen que se veneraba en la contigua basílica. Se mantenían con lo que recaudaban de las limosnas y de la venta de las labores que realizaban. El número de beatas fue creciendo en la medida que lo permitió su pobreza. No se profesaban votos hasta el momento de la muerte, por lo que podían abandonar el beaterio cuando lo deseasen. En 1741 se empezó a construir un edificio de piedra con los donativos de varios benefactores. Cinco años después, las beatas se establecieron en él, aunque aún no estaba terminado. La priora, Margarita de Santa Mónica, instituyó una obra pía sobre el edificio y determinó que las rentas se repartieran equitativamente entre el beaterio y el convento agustino. A cambio pedía al prior que se ofreciera anualmente una misa por el eterno reposo de su alma. En 1745 el gobernador Obando ordenó que se les cobrara tributos, que abandonaran sus hábitos, recortaran el número de residentes y dejaran de hablar en tagalo. Se escogió entonces a tres beatas para ejercer labores de enseñanza. Ante la amenaza del gobernador de disolver el beaterio, los recoletos acudieron a la protección real que devolvió la tranquilidad a las beatas. En el siglo XIX el beaterio fue parcialmente destruido por los terremotos de 1863 y 1880. La institución se mantuvo al margen del movimiento de apertura que caracterizó a otras fundaciones de este tipo, entrado ya el siglo XIX. Parece además que los recoletos no tenían en gran estima a las beatas y no se preocuparon de elevar su nivel cultural y espiritual. Durante las revoluciones, guerra filipino-americana y la anterior invasión inglesa el beaterio no fue atacado. En 1907 fundaron el Colegio de Santa Rita y el 16 de julio de 1929 fue erigida canónicamente como una congregación religiosa. Entonces las beatas fueron autorizadas a profesar votos perpetuos. Fruto de la evolución jurídica y espiritual de este beaterio es la actual congregación de agustinas recoletas de Filipinas con casas en Estados Unidos, Australia, Sierra Leona y gran parte de las provincias filipinas. Todo este esfuerzo por hacer crecer instituciones educativas desembocó a finales del siglo XIX y principios del XX en las facilidades institucionales que el gobierno dio para el acceso de las mujeres a magisterio y la organización posterior de la formación de comadronas que se hizo depender de la universidad y que formó parte del panorama de renovación de la enseñanza de la medicina. En la primera mitad del siglo XX ya existían diez escuelas normales de carácter elemental en el país: Santa Isabel, Santa Catalina, Santa Rosa, el Beaterio de la Compañía, la Consolación, la Concordia, el Santísimo Rosario en Ligayén, el Santísimo Rosario en Vigán y el Colegio Normal de Nueva Cáceres.
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Los primeros intentos de fundar un beaterio para terciarias dominicas en Manila tuvieron lugar en 1633 con ocasión de una manda que había dejado Agustina de Morales, pero la posibilidad de perjudicar al convento de Santa Clara o al de San Francisco impidió su realización. En la negativa real pesaba también la preocupación de que los hijos de españoles encontraran dificultades para tomar esposa. El beaterio, por tanto, no se constituyó aunque ya contaba con donaciones y la aprobación del obispo de Cebú, gobernador en sede vacante del Arzobispado de Manila. Fue, sin embargo, el tesón de cuatro mujeres el que conseguiría definitivamente la creación de un beaterio de terciarias dominicas. En principio el beaterio no tenía una finalidad educativa sino simplemente el recogimiento de mujeres que quisieran dedicarse a una vida de oración y penitencia como terciarias dominicas. La iniciativa partió de una mujer mestiza, Francisca de Fuentes, nacida en Manila e hija de padre español y madre mestiza. Viuda desde muy joven, decidió dedicarse a la oración y a cuidar de los pobres y enfermos de la ciudad. En 1662 fue admitida como terciaria dominica, con el nombre de Francisca del Espíritu Santo. Cuatro años más tarde, solicitó con otras tres mujeres vivir juntas en una comunidad de oración, solicitud que fue aprobada por el Maestro General de la Orden de Predicadores en 1668. Sus compañeras de fundación eran Antonia de Esquerra, María Ana de Fuentes -hermana de Francisca- y Sebastiana Salcedo. Para desarrollar el proyecto tuvieron que hacer frente a algunas dificultades. Una de ellas fue el traslado a Bataan del Director de la Orden Terciaria, Fr. Juan de Santamaría, que apoyaba fervientemente los deseos de estas mujeres. El nuevo Director, Fr. Juan de Santo Domingo no aprobaba la formación del Beaterio y rechazaba las propuestas de las beatas. Ellas seguían insistiendo convencidas de que el Beaterio sería una realidad a pesar de las trabas puestas por los hombres. Fr. Juan de Santo Domingo fue cambiando de actitud ante la perseverancia y hechos de santidad de las beatas y se convirtió en uno de los principales impulsores del Beaterio. Bajo su dirección la Madre Francisca y sus compañeras comenzaron a vivir en la casa de la Madre Antonia Esquerra quien por entonces ya había muerto. La inauguración solemne del beaterio tuvo lugar el 30 de mayo de 1696. Las primeras beatas -Francisca de Fuentes, María y Rosa de Santa María- se comprometieron ante el provincial de Santo Domingo a guardar los votos de pobreza, castidad y obediencia y a observar la Regla que el provincial había formado, conjugando la regla de la Tercera Orden, las constituciones de las monjas y las Ordenaciones Primordiales de la Provincia del Santísimo Rosario. Dos años después el capítulo de la Orden lo recibió como establecimiento propio y sometido a su jurisdicción, bajo la advocación de Santa Catalina de Siena. El beaterio quedó constituido como un recogimiento de quince mujeres "parte españolas, parte reputadas por tales" (quince en honor a los misterios del Rosario), que profesaban votos y vivían en comunidad bajo la dirección espiritual de la Orden de Predicadores. El beaterio tuvo muchos problemas derivados de irregularidades en su fundación y de conflictos jurisdiccionales entre el arzobispo y los dominicos. Llegaron a ser tan graves que en 1702 el arzobispo, Don Diego Camacho, al no conseguir de los dominicos que el beaterio quedara bajo jurisdicción episcopal, disolvió la comunidad y excomulgó las beatas. Para evitar el escándalo renunciaron a su hábito y consintieron en ser acogidas en el colegio de Santa Potenciana, protegidas por el Gobernador General, hasta que se resolviera el conflicto. El "exilio de Babilonia", como lo llamaron, duró dos años. El conflicto terminó con la refundación canónica del centro en el que se impuso la clausura papal. Solucionado el conflicto, el propio arzobispo se preocupó de garantizar su supervivencia. Solicitó la aprobación real de la fundación, que se había visto además favorecida por la generosidad de un benefactor, el general de caballería Juan de Escaño. Testó a favor del centro en el que entrarían solo quince españolas pobres, con preferencia de hijas de soldados pobres, para que actuaran como maestras de indias y mestizas. Era su voluntad que se observara la clausura, que estuviera bajo la dirección de los dominicos y la protección real. Para ello renunció al Patronato que las leyes le reconocían en su calidad de fundador. La Real Cédula de 1714 autorizaba el recogimiento bajo ciertas condiciones. Sin embargo, la audiencia suspendió la ejecución de la cédula y, por su parte, los dominicos supieron conseguir el cambio de los requisitos exigidos con gran habilidad, hasta acomodar la fundación a sus intereses. En 1715 la Corona volvió a ordenar la conservación del beaterio "como en su primera intentada fundación" y bajo el Real Patronato. En 1732 una nueva cédula autorizaba al beaterio a tener campana e iglesia siempre que la Orden de Predicadores renunciara formalmente a convertir el centro en un convento, a lo que ésta se acomodó. Así pues persistía la prohibición de observar en el beaterio clausura papal. Fue entonces cuando el beaterio compró la iglesia del Colegio de San Juan de Letrán, que estaba contigua a él. Desde la vuelta en 1706 el Beaterio se constituyó como Beaterio-Colegio en el que se admitían a niñas españolas, mestizas e indias. Se les enseñaba doctrina cristiana, leer, escribir, Aritmética, Música, coser y bordar. En 1865 llegó a Santa Catalina el primer grupo de dominicas españolas para hacerse cargo de la formación de las beatas. Siete años después las beatas de Santa Catalina estaban preparadas para marchar a China en auxilio de los misioneros dominicos. En 1872 se hicieron cargo de la Santa Infancia de Fukien y unos años más tarde de las de Aupoa (1889), Emuy y Kamboe (1890). Entre 1890 y 1892 abrieron escuelas de primeras letras y colegios de segunda enseñanza en Lingayén, Dagupán, Vigan y Tuguegarao (todos ellos en Luzón). En 1895 crearon en Manila la Escuela Normal Superior de Magisterio para mujeres.
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Los cuadros que Klimt dejó en su estudio al fallecer el 6 de febrero de 1918 presentan una elevada carga alegórica que ha dificultado a los expertos interpretarlos en un sentido global. Es el caso del lienzo que aquí contemplamos, uno de los más entrañables pero a la vez de los más curiosos del artista, ya que no sabemos a ciencia cierta qué quería captar Klimt en esta composición. Podría tratarse de una referencia más a su obsesión por la muerte, recurriendo a la figura del recién nacido como antagonismo. El estilo decorativista de los últimos años se pone claramente de manifiesto en esta obra, dentro de las fórmulas caleidoscópicas que tanto admiraba en estos momentos. También se aprecia la estructura piramidal de otros trabajos como La novia o Muerte y vida."En lugar de un dibujo claro y preciso, hace su aparición un trazado pictórico más contenido. Una nueva actitud reprime la fuerza de lo ornamental. De esta forma consigue en sus últimos cuadros (...) una nueva síntesis de forma y pensamiento. En principio estos ovillos humanos guardan tan solo una afinidad superficial con las corrientes humanas de la Filosofía y la Medicina; pese al significado alegórico en el más elevado sentido de la palabra, apenas queda un resto de literatura. Son enigmáticas desde otros puntos de vista" (Novotny y Dobai).Las formas serpenteantes dominan el conjunto, en relación con el Art Nouveau, utilizando colores brillantes que vinculan la pintura de Klimt con el fauvismo de Matisse. También encontramos al pintor vienés a un paso de la abstracción al reducir al máximo las referencias figurativas, dotando de importancia al color. El resultado es una obra cargada de delicadeza y ternura.