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La localidad de El Barco de Ávila se encuentra enclavada en las estribaciones de la Sierra de Gredos, conformando un bonito conjunto de alto valor histórico y artístico. Parece ser que los primeros habitantes del lugar fueron el pueblo pre-romano de los vetones, quienes levantaron un castro en una colina que domina el Tormes. Más tarde, al llegar los romanos, éstos construyeron un puente para unir esta zona con la calzada que comunicaba las tierras extremeñas con el norte. La etapa andalusí dejó en la zona algunos topónimos, si bien mucho más importantes fueron las novedades introducidas por los musulmanes en cuanto a las técnicas agrícolas, especialmente las de regadío. En esta época se cavaron numerosos pozos, con la misión de proveer de agua dulce a las casas del núcleo urbano. Se ha documentado también la existencia de un importante contingente de población judía. Tras la reconquista cristiana, Alfonso VIII concedió a la población un Fuero, del que algunas fuentes dicen que fue llevado a Francia por las tropas de Napoleón. Los últimos siglos de la Edad Media vieron surgir algunas edificaciones representativas, como la iglesia de la Asunción, del siglo XIII, la muralla -de la que es de destacar su puerta del Ahorcado-, el puente sobre el Tormes y, singularmente, el castillo, llamado de Valdecorneja y construido en el siglo XV. Algunos documentos relacionan El Barco de Ávila con el descubrimiento y colonización de América. Parece ser que en la nao Santa María viajó un marinero aquí nacido, de nombre Juan del Barco. También de por aquí fue Pedro de La Gasca o Lagasca, quien fue enviado por la monarquía española al Perú para lograr su pacificación. Finalmente, otro ilustra personaje relacionado con El Barco -aunque no tan específicamente como los anteriores con el descubrimiento de América- es nada menos que el emperador, Carlos V, quien pasó por aquí en su viaje hacia Yuste, donde descansaría definitivamente. Hoy en día, El Barco de Ávila es un bonito pueblo que vive en gran medida del turismo, atraído tanto por la belleza de sus monumentos y paisaje como por su exquisita gastronomía, en la que sin duda ocupan un lugar destacado las famosas judías de El Barco.
obra
Una de las mayores preocupaciones de Degas sería el movimiento de la figura humana, por lo que realizó numerosos estudios en donde las modelos adoptaban posturas excesivamente escorzadas. Algunas de esas poses fueron fotografiadas por el pintor para evitar la tensión que estaba provocando a sus modelos. Una de esas posturas escorzadas es la de esta imagen, perteneciente a la serie de mujeres en el baño realizadas por Degas entre 1885 y 1886 y expuesta en la muestra impresionista de 1886. La acompañarían el Baño de la mañana y Mujer bañándose en un barreño, entre otras. La joven se agacha para coger la esponja en un escorzo que recuerda imágenes de Rubens. La posición de sus pies e incluso la manera de alargar el brazo recuerda a las bailarinas que tanto atraían a Degas. En la zona del fondo se aprecia una ventana con visillos blancos por la que penetra una fuerte luz solar, que ilumina toda la estancia y resbala por el bello cuerpo de la muchacha. Esta luz provoca una sombra coloreada, distribuida por toda la superficie, que pone en contacto al pintor con el grupo impresionista. Sin embargo, Degas era más partidario del dibujo que sus compañeros y en toda la serie ofrece un magnífico ejemplo de cómo compaginar el interés por el dibujo con los nuevos conceptos de luz y color. Gauguin sintió una especial atracción por las escenas de esta serie. El barreño es una de las más coloristas, con variadas tonalidades como el azul de las cortinas o el amarillo, rojo y verde para la alfombra, obtenida a base de pequeños toques de pincel. El color gris del barreño contrasta con las blancas toallas y sábanas, sin olvidar la carnación de la bella joven. El color rojo del cabello otorga una destacada nota cromática al conjunto; también es destacable la construcción geométrica, que organiza la composición con un círculo y un triángulo, incluidos dentro del espacio cuadrado del papel que sirve de soporte. Por último, resulta significativa la sensación de intimidad que ofrece la obra de Degas.
obra
Hiroshige es un autor muy conocido en Occidente, puesto que formó parte del bagaje cultural del arte en los inicios del período contemporáneo. Desde los primeros impresionistas hasta Picasso, incluso hasta el arte de nuestros días, los grabados y dibujos de Hiroshige, así como de otros destacados dibujantes japoneses del siglo XIX, han sido una fuente de inspiración de gran importancia. Este tipo de grabado se encuadra dentro del denominado Ukiyo-E, una producción de carácter popular, con temas que pueden llegar a resultar incluso groseros, pero en los cuales los grandes dibujante pusieron el mejor de sus artes. El tema que Hiroshige lleva aquí a cabo es sumamente trivial, pero está realizado con extrema poesía: el barrio de Kanda, donde los comerciantes de textiles llevaban a teñir sus productos. Las telas que acaban de ser coloreadas están tendidas al aire para que se sequen, y una ligerísima brisa hace revolotear los extremos de las bandas blancas y azules. La composición resulta también serena y poética: desplazada hacia uno de los ángulos del marco, a la manera tradicional china, deja una gran espacio en blanco en la parte superior que se compensa con los telajes agitados por el aire y una parte de la calle y las edificaciones. Esta forma de componer los elementos de la escena, la suavidad de los colores y la sintaxis del lenguaje pictórico oriental, con una sensibilidad superior a la occidental, fue lo que atrajo a los impresionistas en primer lugar. Occidente importó en masa la producción gráfica oriental para colgarla de sus paredes, aprovechando el fortalecimiento de las rutas comerciales que tuvo lugar durante el colonialismo.
obra
A mediados de mayo de 1890 Vincent decide abandonar el sanatorio de Saint-Rèmy donde se recuperaba y trasladarse a Auvers-sur-Oise, un pueblecito cercano a París donde vivía el doctor Gachet, pintor aficionado y amigo de Pissarro que cuidaría de él. En los dos meses que estuvo en Auvers trabajó obsesivamente, casi de sol a sol, realizando más de 80 cuadros, uno al día. El lienzo que contemplamos nos muestra al fondo el barrio de Les Vessenots donde vivía Gachet. A través del colorido luminoso formado por azules, verdes pistacho y blancos que caracterizan este periodo final se nos presenta una peculiar mezcla de sensibilidad e inestabilidad que se manifiesta en todos sus trabajos de Auvers. La amplia perspectiva que observamos podría indicar para Vincent un significado de libertad aunque tampoco debemos olvidar que las inmensas superficies de trigo le inspirarían tristeza y pena. Volvemos a encontrarnos de nuevo con esa actitud ambivalente de libertad y opresión que podemos hallar en este trabajo: libertad en la alegría con la que aplica el espléndido colorido, en la amplitud del horizonte mientras que la opresión se nos muestra en los arremolinados trazos que se aprecian de manera significativa, resultando uno de los conjuntos más bellos realizados en sus últimos meses.
contexto
Fue Wölfflin el que estableció la confrontación de los principios básicos del arte barroco frente al clásico renacentista, sobre cinco pares de conceptos: lineal y pictórico; superficialidad y profundidad; forma cerrada y forma abierta; claridad y confusión; variedad y unidad. El primer concepto de cada pareja caracterizaría el clasicismo; el segundo, el barroco. Hoy, esta tesis de oposición entre los dos estilos artísticos es poco admisible. La oposición es demasiado simple, excesivamente elemental, para explicar adecuadamente la complejidad estilística de la época. Conviene desprenderse del planteamiento simplista que considera que lo barroco es sólo lo desmesurado, lo confuso, etcétera. Valeriano Bozal centra el sentido básico de lo barroco en el concepto de contradicción. En todas las obras barrocas se da una contradicción, asumida, sin embargo, como coherencia, velada por la apariencia, que la oculta a primera vista. Si la arquitectura clásico-renacentista se había caracterizado por la armonía constructiva, el barroco va a introducir dos principios: el dinamismo y la subordinación. Las partes no serán todas iguales, sino que se subordinan a una que parece asumir el poder de decisión u orientación, desequilibrando, al menos aparentemente, la composición clasicista. En España la evolución del barroco será en un principio lenta, debido a la presencia e influencia de Herrera y sus discípulos. Se inicia con Juan Gómez de Mora (1556-1648), sobrino y seguidor de Francisco de Mora, que a los veinticinco años fue nombrado maestro de obras del Palacio Real de Madrid. A él se debe el convento de la Encarnación (Madrid, 1611-1616), y, sobre todo, su gran obra, la plaza mayor de Madrid (1617-1619), que se incendió en 1672 y 1790 y, fue reconstruida por Juan de Villanueva, pero de la que se conserva, como obra de aquél, la planta baja y los cimientos con cámaras abovedadas. Pero el sentido decorativo del barroco -que dará paso al churrigueresco- es introducido por el arquitecto italiano Giovanni Battista Crescenzi, llamado a España para terminar El Escorial, especialmente la decoración del Panteón, y que iniciaría el hoy desaparecido Palacio del Buen Retiro, del que sólo se conserva el Casón, hoy sede del Museo del Arte Moderno. El paso del clasicismo al barroco se iniciará en Andalucía y Galicia alrededor de 1640, mientras que en el resto de España triunfará plenamente en 1660. Alonso Cano construye la fachada de la catedral de Granada. En Sevilla trabajaron Leonardo de Figueroa y Manuel Ramos. En Valencia ejerce su actividad Juan Bautista Pérez. En Zaragoza trabaja Francisco Herrera, a quien se debe el templo de Nuestra Señora del Pilar, si bien su proyecto fue muy transformado con el paso del tiempo. La imaginería policromada, con sus imágenes torturadas denota un giro hacia una piedad exterior y gesticulante, una piedad que se manifiesta en los suntuosos actos públicos en que se han convertido las celebraciones religiosas, dejando éstas de ser un asunto individual para integrarse en la condición de espectáculo. Esta espectacularidad se centra en dos factores complementarios: el realismo y la expresión. El realismo hace de la estatuaria peninsular un muestrario de tipos cotidianos, en los que se recogen hasta los más pequeños detalles, recurriendo ocasionalmente a procedimientos técnicos de puro efecto (por ejemplo, los ojos o las lágrimas de cristal). Ahora bien, la expresión lo es todo para los tallistas y para los que contemplan sus imágenes: los sentimientos de Jesucristo, de su Madre, de los mismos sayones o verdugos, etcétera, deben apreciarse a simple vista. La escuela vallisoletana había sido iniciada por Juni y Berruguete, si bien la figura más importante entre los que la integran es la del gallego Gregorio Hernández (o Fernández). La multitudinaria aceptación de Hernández se debe a la simplicidad de sus planteamientos estéticos e ideológicos. El mundo queda dividido en dos sectores: buenos y malos; y unos y otros, tratados con un absoluto realismo y verosimilitud, permiten a los espectadores identificarse con el sufrimiento y odiar a los que lo producen. La escultura andaluza se muestra al menos en un principio más ligada al mundo clásico del Renacimiento italiano, si bien pronto lo abandonará en pos de un mayor verismo. El foco principal es Sevilla, de cuya escuela se puede considerar iniciador a Juan Martínez Montañés. Montañés está, hasta cierto punto, en las antípodas de la escultura vallisoletana, pues huye de la exageración, del dinamismo, de la caricatura, y trata de hacer imágenes equilibradas y serenas. Numerosos fueron los seguidores de Montañés: el cordobés Juan de Mesa, Pedro Roldán y Luisa Roldán, llamada La Roldana, hija del anterior. Tras Montañés, los grandes artífices andaluces desarrollaron su arte en Granada: son Alonso Cano y Pedro de Mena. Alonso Cano introduce un barroquismo en la disposición de los motivos que le separa radicalmente del maestro Montañés. Los viajes y estancias de Cano en Madrid hicieron que su influencia sobre la escultura castellana fuera más considerable de lo que a la vista de sus obras cabía esperar. Discípulo suyo fue Pedro de Mena, muy relacionado con los círculos eclesiásticos. Sus figuras parecen prontas al éxtasis, los ojos elevados al cielo, con la mirada perdida, con cierto hieratismo. La pintura barroca española da sus mejores frutos en el siglo XVII. La mayor parte de los pintores barrocos practicó el tenebrismo a lo largo de toda su vida o en los primeros momentos de su carrera. Este estilo dominó en España a partir de la obra de Francisco Ribalta y José de Ribera, quienes, especialmente este último, estuvieron en Italia en contacto con Caravaggio y los tenebristas napolitanos. El tránsito del siglo XVI al XVII suele considerarse como una evolución del manierismo al naturalismo. El primero en iniciar el abandono del manierismo, aunque, naturalmente, con balbuceos y sin muchos seguidores, es Juan Fernández de Navarrete (hacia 1526-1579), llamado el Mudo por haber quedado sin habla a causa de una enfermedad de infancia. Navarrete es el más importante del grupo de pintores de El Escorial. Su mejor obra es El entierro de San Lorenzo (sala particular de El Escorial). Los tres pintores que marcan la pauta de esta evolución fueron Juan de Roelas, Francisco de Herrera el Viejo y fray Juan Sánchez Cotán, los primeros de la escuela sevillana, y de la toledana el último. Tanto por sus temas como por el modo de pintar que más o menos tímidamente emprendían, anunciaban ya la nueva pintura. El lugar y fecha de nacimiento de Francisco Ribalta es cuestión no completamente aclarada. Para unos fue Castellón en 1551, para otros Solsona en 1564. Como quiera que sea, lo decisivo es su formación, que realiza en fuentes italianas, bien a resultas de un viaje a Italia en el que no se sabe si conoció las pinturas de Caravaggio, bien a través de los pintores de El Escorial y, sobre todo, junto a Navarrete, al que recuerda en algunas obras como La Ultima Cena (Museo de Valencia). Superior en calidad pictórica e influencia -a pesar de residir fuera de España la mayor parte de su vida- fue José de Ribera, lo Spagnoletto, como se le conocía en Italia. Estudió con Ribalta, pero siendo muy joven marchó a Italia y se estableció en Nápoles (1616), donde obtuvo la protección del duque de Osuna, virrey español, lo que le permitió fundar un taller y alcanzar gran popularidad, e incluso contribuir a la formación de la escuela pictórica napolitana. Decisivo para Ribera fue el contacto con la pintura de Caravaggio. La luz lo es todo, como se observa en obras tan destacables como la Crucifixión y el Martirio de San Bartolomé (Prado) de sus últimos años.
contexto
Desde época remota el arte efímero ha sido la expresión plástica de la fiesta. Uno de sus rasgos más peculiares era su carácter provisional o transitorio, ya que se trataba de una manifestación artística producto de un acto coyuntural o de un festejo excepcional, bien fuera un triunfo romano, una celebración litúrgica, un fasto cortesano o una representación teatral del Siglo de Oro. Un arte, pues, efímero, de breve existencia por sus materiales perecederos y que, sin embargo, reflejó los gustos y las modas, los ideales estéticos y políticos, la cultura ideológica y visual de un momento histórico determinado. Aunque fue en el Barroco cuando la práctica festiva, y con ella las producciones efímeras, adquieren todo su esplendor, los inicios de este desarrollo artístico deben situarse en el tránsito entre el Medievo y la Edad Moderna. Los actos paralitúrgicos tardomedievales preconizan el despliegue escénico de la fiesta, destacando una celebración que progresivamente irá afianzándose, el Corpus Christi. Esta procesión estructura desde fechas tempranas uno de los elementos festivos más básicos y esenciales: comitivas, cortejos y séquitos; formas procesionales que se desarrollan en las fiestas cortesanas y religiosas del temprano Renacimiento. Rieron éstas el primer capítulo de un arte fingido que decoró los actos solemnes de las recientes monarquías europeas, una institución que a la par que se fortalecía encontraba en la fiesta el mejor reflejo de su poder. El nuevo espectáculo quedó teñido por uno de los rasgos más característicos del Renacimiento: el regreso a la Antigüedad. Era una nueva forma de revestir la glorificación del príncipe o del emperador, que se concretó en las entradas triunfales, es decir, en las visitas que monarcas y emperadores realizaron a las distintas ciudades europeas, o en funerales all'antica, pompas fúnebres que exaltaban tanto la fidelidad como la continuidad dinásticas. Para tales ocasiones se levantaron arcos triunfales o catafalcos, arquitecturas para un par de días, elaboradas en gran parte con madera y con revestimientos pictóricos y escultóricos. Repletos de mensajes simbólicos, procedentes de la literatura emblemática, estos aparatos se convirtieron no sólo en el mejor manifiesto del parangón entre el príncipe y los héroes de la Antigüedad, sino en el soporte de un discurso apologético claramente ligado a la ideología política imperante. Cualquier acontecimiento memorable de la monarquía necesitó el revestimiento adecuado que reflejara la imagen de su poder; de ahí que las fiestas reales comporten un inevitable ritmo biológico entre la vida y la muerte de los príncipes. En el transcurrir vital tienen cabida los hechos más notables: nacimientos, bautizos, bodas, onomásticas, visitas, guerras, subidas al trono, etcétera. Numerosas cuestiones ha suscitado el vertiginoso desarrollo del arte efímero desde los albores del siglo XVI. En el momento en que se vigorizan en toda Europa las efemérides del contexto cortesano, el lujo y el dispendio, que originaban las manifestaciones ocasionales, deben ser vistos como rasgos propios del mecenazgo coetáneo. Desde un punto de vista estético y desde fechas muy tempranas, las arquitecturas provisionales abanderaron el lenguaje clasicista. Su propio carácter coyuntural las convertía en soluciones experimentales y en el contrapunto de la arquitectura permanente sobre la que se insertaba, ésta con frecuencia todavía dentro de pautas goticistas. Fueron, pues, el reflejo de las posibilidades ideativas de cada período, brindadas por la libertad proyectual de los artistas y por la caducidad, pero también ductibilidad, de los propios materiales, posibilidad que pronto se tradujo en rasgos sorprendentes y en categorías propias del capricho y de la fantasía formal del manierismo. Pero nada ha quedado de tales escaparates provisionales y, no obstante, podemos reconstruir aquellos escenarios gracias a las detalladas crónicas, descripciones manuscritas, y libros impresos destinados a perpetuar aquellos fastos, una literatura que pervivió durante todo el Antiguo Régimen y que acabó conformando un género especial, el de las "Relaciones". Por la trascendencia y repercusión posterior deben señalarse "El Felicíssimo Viaje del Muy Alto y muy Poderoso Príncipe Don Phelippe, Hijo d'el Emperador Don Carlos Quinto..." y el "Túmulo imperial", escritos por Cristóbal Calvete de la Estrella. Ambas crónicas marcaron las pautas y características narrativas de este tipo de literatura. La primera, publicada en Amberes en 1551, describe detalladamente los arcos triunfales y aparatos con que las ciudades de Italia y los Países Bajos recibieron al entonces futuro Felipe II. A pesar de no contener estampas, se convirtió en un repertorio de modelos arquitectónicos para las entradas y fiestas reales del seiscientos. La segunda obra, de 1559, es la crónica de los funerales de Carlos V, un impreso con el testimonio gráfico del catafalco que presenta los ingredientes ideológicos e iconográficos de las posteriores "Relaciones" y ceremonias funerarias.
contexto
A principios del siglo XVII el Barroco italiano conquistó la Europa central a través de las corrientes de intercambio tradicionales entre la Italia del norte y las ricas ciudades alemanas, austriacas y checas, pues no en vano el nuevo arte respondía a los gustos de la aristocracia urbana y a las necesidades de la Contrarreforma. Sin embargo, la guerra de los Treinta Años interrumpirá la propagación del Barroco por tierras imperiales iniciado gracias a los auspicios de jesuitas y capuchinos. En los Países Bajos, divididos política y religiosamente, la pintura conoció durante el siglo XVII, un esplendor excepcional. Pero la escuela flamenca es, por otra parte, la escuela de Rubens, el pintor que trabajó, paradójicamente, en los Países Bajos, en medio de una sociedad protestante y burguesa. De joven, Pieter Paulus Rubens (1577-1640) frecuentó las Cortes italianas de Mantua, Florencia y Roma y, también, la española de Felipe III. Después de haber estudiado el arte de componer de Rafael y Leonardo, el color de los venecianos, la grandiosidad de Miguel Ángel y el realismo de Caravaggio, volvió a los Países Bajos y allí inició una carrera genial que trató todos los temas: mitológicos, religiosos, profanos e históricos, creando un estilo propio, exento de dramatismo en las expresiones de los rostros, aunque barroco por su sentido del movimiento y por su sentido de la forma abundante, desbordada y dinámica. Su facilidad para componer y para enseñar sus técnicas en el taller, era notable. Como pintor de temas religiosos es uno de los más representativos del Barroco europeo, pues creó composiciones llenas de efectismo y espectacularidad. Así se advierte en la Adoración de los reyes, el Juicio final, el Descendimiento o los Milagros de san Ignacio. Por otra parte, su interés por el desnudo y su profunda cultura clásica le convierten en el gran intérprete barroco de la fábula pagana. Deudor de Tiziano en esta materia, la mitología es para Rubens una fuente inagotable de motivos. Las Tres Gracias, el Juicio de París y los Sátiros persiguiendo a las ninfas constituyen tres ejemplos de su abundante producción mitológica. Relacionados con los temas mitológicos Rubens cultivó los históricos. Su obra maestra son en este campo los lienzos dedicados a glorificar a María de Médicis, viuda de Enrique IV de Francia. En la pintura de costumbres y de los paisajes se advierte la sensualidad y la exuberancia flamencas y la huella de Brueghel el Viejo. Por su parte, en la práctica del retrato Rubens revela muchas novedades, entre ellas la ruptura con el tipo de retrato rafaelesco. De los mejores es preciso recordar el de María de Médicis, el de Ana de Austria y el del Cardenal Infante. Discípulo de Rubens es Van Dyck (1599-1641). Como Rubens, viaja de joven a Italia y estudia a los grandes maestros. Habiendo recibido la oferta de Carlos I de Inglaterra del puesto de primer pintor de cámara, se traslada a Londres y allí inicia una carrera de éxitos artísticos. Estimado sobre todo como pintor de retratos y de retratos dobles, la elegancia de las proporciones y la distinción de los gestos de sus personajes constituyen sus principales características. Al estilo aristocrático de la pintura de Van Dyck, otro discípulo de Rubens, Jacob Jordaens, contrapone el vigor de sus personajes plebeyos y la trivialidad popular a través de los temas relativos a la vida campestre. No obstante, también pinta cuadros religiosos y de temática mitológica. Al margen del Barroco permanecieron algunos artistas holandeses, empujados por sus confesiones religiosas y por sus clientelas burguesas, de gustos muy distantes a los aristócratas de las Cortes católicas principescas, a expresar una concepción intimista, sin dramatismo ni exuberancia. Los burgueses holandeses, orgullosos de su fe protestante y de su éxito económico, se interesan por la pintura en la misma medida que ésta les pueda ofrecer la imagen tranquila de su vida cotidiana: paisajes, naturalezas muertas, retratos individuales o colectivos. Pero su marco preferido es la familia: el hogar, la vida material cotidiana, la intimidad de la casa, los espacios y la luz interior. Entre ellos (Frans Hals, Ruysdael, Terborch, Vermeer y Pieter de Hooch) cabe recordar por su genio inclasificable a Harmensz van Rijn, conocido como Rembrandt (1606-1669). Aunque renuncia a viajar a Italia, con lo que establece una seria diferencia con los pintores barrocos de su tiempo, Rembrandt experimenta la influencia de Caravaggio y fundamenta una gran parte de su estilo en la técnica del claroscuro. Establecido muy joven en Amsterdam, en 1632, pintó para la corporación de cirujanos de la ciudad una obra que le daría fama, trabajo y clientela: Lección de anatomía, del doctor Tulp. Desde ese momento le llovieron los encargos, especialmente retratos, sin que faltaran cuadros de temas religiosos. Precisamente, uno de los géneros más y mejor cultivados por Rembrandt es el retrato, en el que la expresión, el color y los intensos efectos de luz son valores de primer orden. Sus personajes son casi siempre rabinos, personas cultas o de estudio, o con gustos y vestuarios orientalizantes; también practicó con abundancia el autorretrato y el retrato de sus dos mujeres, Saskya y Hendrikje. En cambio, sus retratos colectivos acogen a corporaciones de la ciudad. En sus abundantes autorretratos (como el Hombre del casco), en sus retratos colectivos (La ronda nocturna., los Síndicos de los pañeros), en sus paisajes y escenas bíblicas (Los peregrinos de Emaús, David y Saúl), combina la finura del dibujo con un excepcional dominio del color. Aunque con menos intensidad que en Italia o España, el arte barroco también se difunde por la Francia de la primera mitad del siglo XVII. La rama que experimentó con mayor intensidad la influencia italiana fue la pintura, aunque entre los pintores, algunos, como Nicolas Poussin, se mantuvieran al margen, rechazando las importaciones. Hecha esta excepción, a la que volveremos, en Francia se sintió la influencia de la pintura de Caravaggio, hasta el punto de crear escuela. El mejor exponente de ésta fue Georges de la Tour (1593-1652). Al parecer, viajó a Italia y de allí trajo los colores, las formas y las luces de los temas de Caravaggio. Sin embargo, dio a su pintura una impronta muy personal: a partir del dramatismo de Caravaggio llegó De la Tour a un arte delicado e íntimo, eliminando todo cuanto le parecía superfluo e inútil, es decir, decorados y escenarios, paisajes y perspectivas, y prestando atención exclusiva a los personajes. Huyendo de la confusión reinante en la sociedad de su tiempo, pues amaba las cosas bien ordenadas, y rechazando todo signo de oscuridad, Nicolas Poussin (1594-1665) es, por su misma declaración, un sólido simpatizante de las formas clásicas renacentistas. Pinta, por ello, cuadros sabiamente construidos y equilibrados, en los que reina por doquier la armonía y la mesura. La mayoría de sus obras son de temática mitológica (entre las que destaca Orfeo y Eurídice), aunque no es raro encontrar paisajes admirables y hermosos, luminosos y tranquilizadores, en clara oposición al espíritu de su tiempo.
contexto
En torno al 1630, el panorama artístico de Roma era tan complejo que, en su riqueza de vías expresivas y propuestas formales, engendró la casi totalidad de tendencias y asuntos que se desarrollarían a lo largo del Seicento, y aun después. Triunfaba por entonces una nueva civilización figurativa, el Barroco, que había iniciado su florecer con las experiencias surgidas y operadas, con diversa fortuna, durante la década final del siglo XVI y las tres primeras del XVII. Por esos años, este proceso alcanzaba en Roma su plenitud, afirmándose como lenguaje y asumiendo tal fuerza que el arte romano se convertiría en el punto de partida y en el perno de referencia para Italia, Europa, América e, incluso, Extremo Oriente, gracias a una serie de resultados que van desde la gran intervención urbana a la más puntual realización arquitectónica, pasando por las efímeras tramoyas festivas o las magnas decoraciones plásticas y pictóricas, palpándose en esa insólita variedad su orgánica coherencia.La historiografía actual ha tendido a identificar el fenómeno del arte barroco con la actividad que, principalmente, Bernini, Borromini y Pietro da Cortona desplegaron entre 1630-70, especificando como sus caracteres más propios las formas dinámicas y expresivas, los efectos teatrales e ilusionistas, el énfasis celebrante, el uso antidogmático de los órdenes, la concepción dinámica del espacio y la naturaleza, el empleo del lenguaje visual como medio de persuasión y comunicación de masas, la interacción de todas las artes. Con todo, es evidente que estos elementos caracterizadores de la civilización barroca no nacen entonces, ni esos artistas -con toda su genialidad- son los únicos que hacen uso de tales elementos, sino que ya habían sido propuestos por los descubrimientos y las experiencias habidas en el primer tercio del siglo, ni tampoco están necesariamente comprendidos en cada una de las manifestaciones de la producción artística del Seicento que, por el contrario, se presenta con una gran variedad de aspectos, a menudo opuestos e, incluso, contradictorios.
contexto
Encaminada a una lenta decadencia política, económica y cultural en las décadas finales del siglo XVI, que se precipitaría en el XVII, Florencia se aferró cada vez más a su tradición renacentista, cayendo en un aislamiento provinciano, esterilizador y poco estimulante. En lo artístico se ligará a su patrimonio, a la tradición diseñadora y a los valores formales esencialmente racionales, hasta anclarse en un tardo Manierismo sostenido y sin inspiración. Síntoma de ese conservadurismo artístico es el continuo éxodo de jóvenes artistas toscanos a Roma (O. Gentileschi y P. da Cortona) o a Venecia (S. Mazzoni).En escultura, la herencia de Giambologna la mantuvo Pietro Jacopo Tacca (Carrara, 1577-Florencia, 1640), discípulo y soberbio intérprete del maestro, que tanto asimiló sus modos y su estilo que caería en no pocos casos en la copia reductora de sus modelos. Su linealismo aún manierista aparece en todas sus obras, como las broncíneas Fuentes de los monstruos marinos (1627), la plaza de la Annunziata, elegantes de diseño y virtuosas de factura, de concepción intelectural y fría, cuyas gigantescas figuras contrapuestas se entrelazan, faltas de vida, en una simétrica y rígida composición. Y, sin embargo, en su Monumento a Felipe IV (1634-40), en la madrileña plaza de Oriente, fue capaz de fijar un prototipo icónico totalmente barroco, sobre todo en su dinámico ímpetu (que debe asignarse a Velázquez, su inspirador), pero resolviendo sus formas con lenguaje todavía manierista. Habría que esperar a las últimas décadas del siglo para confirmar una tímida aparición del Barroco, de gusto clasicista, de mano de Giovan Battista Foggini (Florencia, 1652-1725), un secuaz del algardiano E. Ferrata, en el relieve con la Gloria de San Andrés Corsini para el altar de la capilla Corsini en el Carmine (1675-99).Similar fidelidad a la tradición se produjo en la arquitectura que, frente al énfasis barroco de Roma, muestra un alto sentido de la medida, pero sin el nivel cualitativo del pasado. Se entiende así el carácter dado a la ampliación del palacio Pitti, por Giulio (1620) y Alfonso Parigi (1640), que repiten literalmente el núcleo edilicio cuatrocentista, y que se rechazara el vivo proyecto de Da Cortona, que renovaba por completo su fachada. Sólo Gherardo Silvani (Florencia, 1579-1675) intentaría actualizar los esquemas tardo manieristas para encontrar una fórmula, discreta y rigurosa, adaptada al gusto florentino, en su intervención en la iglesia de San Gaetano (1645-48). Con todo, sus ampliaciones de los palacios Strozzi y Medici-Riccardi son síntomas de su arcaísmo conceptual y lingüístico.También en pintura ocupa Florencia una posición periférica frente a los ricos fermentos del Seicento, como Venecia, pero con el gravamen de carecer de la tradición cromática de los venecianos y de enajenarse del flujo de artistas foráneos. Por ello, aunque la obra de Caravaggio mueve el interés de Cosimo II como coleccionista, el caravaggismo sólo aparecerá como una cita marginal en la pintura florentina. Como sucede (por más empeño que pongan algunos estudiosos) con Cristofano Allori (Florencia, 1577-1621) que, tras la estancia en Florencia de Artemisia Gentileschi (1615), traslada a su Judith (1616) (Florencia, Pitti), de refinada brillantez cromática, sólo el preciosismo de las telas y la tersura de las carnes de la sensual modelo, pero no la construcción de las formas por los juegos de las luces y las sombras o la gran tensión emocional de la situación psicológica.Los grandes fastos pictóricos del Seicentto florentino son episodios pictóricos trasplantados desde Roma (Cortona) o Nápoles (Giordano), aunque testimonien, eso sí, la continuidad del mecenazgo mediceo, siempre versátil en sus intereses y curiosidad. La pintura toscana del Seicento, sin olvidar su concepción diseñadora, osciló entre el sensualismo dulzón de Francesco Furini (Florencia, 1604-1646) y la acicalada devocionalidad de Carlo Dolci (Florencia, 1616-1686), por lo demás un excelente retratista, pasando por la más fiel de las observancias cortonianas de Cirro Ferri (Roma, 1634-1686). Uno de los pocos toscanos que, tocado por Da Cortona, se acerca como fresquista al dinámico lenguaje barroco (capilla de Santa Cecilia, en la Annunziata (1643-44), fue Baldassarre Franceschini, il Volterrano (Volterra, 1611-Florencia, 1689), que también practicó la pintura de género con una aguda vena narrativa, muy inclinada por la anécdota (La burla del cura Arlotto, Florencia, Pitti).