Este cuadro constituye la primera versión de la Conversión de San Pablo encargada para la capilla Cerasi de Santa María del Popolo. Sin embargo, y como ya le había ocurrido anteriormente con sus trabajos para la iglesia de San Luis de los Franceses (véase por ejemplo la Vocación de San Mateo), la pareja dedicada a la Conversión... y a la Crucifixión de San Pedro fueron rechazadas. De este modo el artista hubo de pintar velozmente nuevas versiones. Tenemos, pues, un primer acercamiento al tema de la caída de Saulo en el camino, cegado por la luz divina. Junto a otras, éstas son las primeras incursiones de Caravaggio en el arte monumental de la esfera pública, lejos de los encargos privados de cultos protectores. Así pues, el joven artista recurre a una composición más segura, pero algo arcaizante, y que al final se le desmorona un tanto. Los modelos que emplea son manieristas, e incluso puede decirse que la figura caída de San Pablo está tomada de Miguel Ángel, probablemente de los frescos de la Capilla Paolina. El número de figuras no es excesivo, pero da la impresión de ser una multitud, por el movimiento y la gestualidad. La composición está abigarrada y se apelotona en el tercio superior, con poca gracia. Además, Caravaggio ha renunciado a su habitual sutileza para referirse a la presencia divina, que normalmente simboliza con la llegada de la luz. En este lienzo, pese a que Saulo está caído e iluminado por una luz artificial y misteriosa, por el ángulo opuesto se precipita una figura con los brazos tendidos hacia su futuro seguidor, apenas contenido por un ángel más prudente. Mientras, Saulo en el suelo se tapa el rostro con dolor, incapaz de enfrentarse aún a los designios divinos.
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Caravaggio emplea el mismo lenguaje aparentemente vulgar de la Crucifixión de San Pedro para dar cuenta de uno de los más poéticos milagros que nos cuenta el propio San Pablo. El joven aún llamado Saulo era un soldado arrogante perseguidor de los cristianos. Un mediodía, de camino a otra ciudad, fue derribado del caballo por una poderosa luz, al tiempo que la voz de Dios le preguntaba "Saulo, ¿por qué me persigues?". Saulo quedó ciego varios días y milagrosamente recuperó la vista con los cuidados de la comunidad cristiana. Se convirtió y adoptó el nombre de Pablo. Caravaggio nos cuenta esta historia de una manera completamente diferente, bajo la apariencia de lo trivial hasta el punto de ser tremendamente criticado: en primer lugar, la escena parece tener lugar en un establo, dadas las asfixiantes dimensiones del marco. El caballo es un percherón robusto y zafio, inadecuado para el joven soldado que se supone era Saulo. Y para rematar las paradojas, el ambiente es nocturno y no el del mediodía descrito en los escritos de San Pablo. Estos recursos, que vulgarizan la apariencia de la escena, son empleados con frecuencia por Caravaggio para revelar la presencia divina en lo cotidiano, e incluso en lo banal. Existen detalles que nos indican la trascendencia divina de lo que contemplamos, pese a los elementos groseros. Estos signos de divinidad son varios: el más sutil es el vacío creado en el centro de la composición, una ausencia que da a entender otro tipo de presencia, que sería la que ha derribado al joven. Por otro lado tenemos la luz irreal y masiva que ilumina de lleno a Saulo, pero no al criado. La mole inmensa del caballo parece venirse encima del caído, que implora con los brazos abiertos. Los ojos del muchacho están cerrados, pero su rostro no expresa temor sino que parece estar absorto en el éxtasis. Siguiendo estas claves, Caravaggio nos desvela magistralmente la presencia de la divinidad en una escena que podría ser completamente cotidiana. Siendo, como es, pareja del cuadro con la Crucifixión de San Pedro, las dimensiones elegidas son iguales para ambos, así como el tono de la composición, con idénticos sentido claustrofóbico y gama de colores.
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Saulo, (...) respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, se presentó ante el Sumo Sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas y Damasco. (...) Iban caminando, y próximos ya a Damasco, de repente le circundó un resplandor del cielo, y cayendo a tierra, oyó una voz que le decía "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?" Y preguntó: "¿Quien eres, Señor?" Y Él dijo "Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate y entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer". De esta manera se narra en los Hechos de los Apóstoles (9, 1-7) la conversión de Pablo, una de los temas preferidos por los pintores barrocos debido a la movilidad y la tensión que recoge el momento. Esa es la razón por la que Valdés Leal presenta al caballo y al jinete en pleno escorzo, configurando dos diagonales enfrentadas similares a las empleadas por Rubens, mientras Cristo surge de entre las nubes, haciendo más aparatoso el rompimiento de Gloria. Su postura está llena de dinamismo y con su gesto parece aplastar a los infieles. En el fondo de la escena observamos a los compañeros de Saulo que contemplan atónitos la visión. Las tonalidades están perfectamente armonizadas entre sí, contribuyendo con los contrastes a aumentar la violencia y la teatralidad del conjunto. La iluminación empleada y la factura deshecha y vibrante acentúan también esa violencia. Hasta 1991 este lienzo había estado considerado en el Museo de Lyon como obra anónima, siendo catalogado desde esa fecha como una de las mejores muestras del barroquismo del maestro sevillano.
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En algunas ocasiones, como esta que nos ocupa, Frías y Escalante no tenía ningún reparo en copiar estampas flamencas sin apenas modificaciones, especialmente de Rubens por el que sentía profunda admiración. Los pronunciados escorzos de caballos y jinetes apuntan hacia el más absoluto barroquismo, al igual que el empleo del color y de la iluminación difusa que crea efecto ambiental, como si entre las figuras existiera aire real. La composición se organiza a través de diagonales, tanto en superficie como en profundidad, configurando una escena de marcado dinamismo. Los miembros de los personajes se extienden por el lienzo, ocupando la mayor superficie posible, arremolinándose ante la visión de Dios. Saulo, militar especializado en la persecución de cristianos, tuvo una sorprendente visión: una cegadora luz que le tiró del caballo pronunció: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?", suponiendo este suceso su conversión al cristianismo y su denominación como Pablo. El estilo empleado por Escalante es rápido y vibrante, inspirado tanto en Rubens como en la escuela veneciana y en su maestro, Rizi.
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La situación de esta pintura, pareja de la Crucifixión de San Pedro, es sumamente inverosímil y se ha tratado en el comentario al citado fresco de San Pedro. En esta ocasión nos referiremos a las características estéticas del fresco, igualmente aplicables a su pareja. Las limitaciones del espacio debieron justificar en parte la aglomeración de personajes y la confusión general que reina en la composición. Pero también debemos pensar que se trata de algo deliberado por parte del autor, que está narrando un episodio traumático de la vida de San Pablo, cuando perseguía a los cristianos y el rayo de Dios le cegó hasta que se convirtió a la fe. El séquito de San Pablo, formado por soldados y criados, está en medio de un impresionante revuelo. La mano de Cristo señala a Pablo, caído en el suelo y cegado por la luz divina. Todos los personajes, soldados y caballos, se alejan del centro como sacudidos por una explosión y Pablo queda solo y desvalido en el centro, ayudado por uno de sus hombres. El resto trata de protegerse los ojos con manos y escudos, mirando con desconcierto al cielo. Muchas figuras están de espaldas, una pose predilecta en Miguel Ángel que de esta manera realizaba minuciosos estudios anatómicos de formas atléticas y musculosas. El caballo en escorzo, del que vemos los cuartos traseros, está inspirado directamente en los caballos de las Batallas de Paolo Ucello, que sirvieron de modelo para casi todos los pintores del Renacimiento, incluidos Leonardo da Vinci o Alberto Durero. El cielo, con Cristo bajando con un poderoso impulso entre sus ángeles y corte divina, retoma la idea del Juicio Final, con una estructura en remolino ascendente por un lado, y descendente por el otro. Se trata, en fin, de una obra de la vejez de Miguel Ángel, terrible, imponente, incomprensible y llena de la sofisticación de un manierismo que ya puede considerarse pleno.
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Francisco Camilo es un importante autor barroco. Su obra se caracteriza por el movimiento y la agitación de las escenas. Este capítulo de la Conversión de San Pablo muestra la plenitud de su estilo. La imagen está protagonizada por el movimiento, que no sólo es propio de los personajes sino que se transmite a las telas, el cielo y los árboles; se diría que toda la escena tiembla frenéticamente, lo cual se explica en parte por lo traumático del tema elegido: San Pablo es derribado de su caballo por una gran luz que le envía Cristo y que le deja ciego. Todo su séquito está preso de la confusión y trata de auxiliarle y sujetar al caballo, que relincha espantado. La gama de colores es ciertamente clara y luminosa, lo cual contribuye a facilitar la lectura del lienzo y a no crear mayor confusión en una escena bastante complicada.
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Gracias al lienzo protagonizado por el príncipe don Carlos de Viana, Moreno Carbonero consiguió la ansiada pensión para estudiar en Roma y París. Como estudio de segundo año de pensionado realizó el lienzo que contemplamos, enviado a la Exposición Nacional de 1884, obteniendo de nuevo la primera medalla. El cuadro presenta la renuncia al mundo de don Francisco de Borja, marqués de Lombay y duque de Gandía, tras contemplar el putrefacto cadáver de doña Isabel de Portugal, esposa de Carlos V, fallecida en Toledo el 1 de mayo de 1539. Su cuerpo fue conducido a Granada por expresa orden de la finada, sucediéndose en esa ciudad andaluza la escena que Moreno representa. La belleza de la emperatriz cautivó a toda la Corte, especialmente al duque de Gandía, encargado de trasladar el cadáver a su lugar de enterramiento y entregarlo a los monjes. Cuando el féretro fue abierto y el duque contempló el cuerpo descompuesto de su señora, pronunció la famosa frase "Nunca más serviré a un señor que se me pueda morir", ingresando años después en la Orden de Jesús, llegando a ser canonizado. El marqués aparece representado en el centro de la composición, inclinando su cabeza sobre un gentilhombre al que abraza. Tras estas figuras contemplamos a un canónigo mientras varios hombres y mujeres se pierden en la penumbra. La zona derecha está ocupada por el féretro, colocado sobre un túmulo que se cubre con un grueso paño decorado con el águila imperial bordada. El féretro es abierto por un hombre que se tapa la nariz para evitar el hedor, observándose el rostro aún bello de líneas de la emperatriz, a pesar de su avanzado estado de descomposición. La emperatriz lleva las manos sobre su pecho y un velo blanco y vaporoso cubre parte de su rostro. Un niño mira al cadáver con espanto y a su lado, una dama se cubre la cara con las manos. Carbonero domina el dibujo y la reproducción fiel al tacto de las diferentes superficies, empleando una materia pictórica jugosa y suelta que recuerda a los grandes maestros del Barroco español. También llaman la atención los espléndidos retratos de algunos personajes, así como la correcta iluminación dramática que envuelve la cripta, penetrando por el ventanal visible en el lado izquierdo y por un foco ajeno a la composición. En el estilo empleado por Carbonero encontramos ecos de Pradilla.
contexto
Ciertamente a partir del 313 hubo un acercamiento de Constantino hacia los cristianos que se intensificó durante los años previos a su enfrentamiento definitivo con Licinio. Esta aproximación a la Iglesia católica se evidencia fundamentalmente en las disposiciones jurídicas en favor de ésta, que Constantino adoptó en esos años. El testimonio de las fuentes cristianas sobre las relaciones de Constantino con la iglesia es sumamente dudoso y sujeto, aún hoy, a todo tipo de críticas y explicaciones contradictorias. Tanto Eusebio en su "Historia Eclesiástica" y en la "Vida de Constantino", como Lactancio en su obra "Sobre la muerte de los perseguidores" (de carácter más bien panfletario), mantienen la idea de su conversión a partir de la batalla de Puente Milvio y, a partir de entonces, se dedican a magnificar su obra y su personalidad hasta convertirlo en un campeón de la cristiandad. Pero esta conversión no concuerda con otra serie de datos que poseemos sobre el emperador: así, por ejemplo, la iconografía de los relieves del arco triunfal de Constantino en Roma (316) es de clara inspiración pagana y vincula a Constantino con el culto solar; las monedas ofrecen una simbología equívoca y hay emisiones de ellas en las que Constantino aparece junto a Apolo-Helios, otras en las que aparece Isis... Hasta los últimos años de su vida cultivó la amistad de numerosos filósofos paganos, sobre todo del neoplatónico Sopatro. Las ceremonias de la consagración de Constantinopla siguieron el ritual pagano y estuvieron presididas por el emperador, acompañado por el pontifex pagano Vettio Agorio Pretextato y por el propio Sopatro como augur. El mismo Constantino, en los escritos recogidos por Eusebio, habla frecuentemente de "la divinidad, el Dios muy Alto, el Dios omnipotente", términos que son comunes a los paganos. Pero no habla específicamente de Jesús, como tampoco utiliza el término Ecclesia en contextos en los que podría aclararse su afinidad a ella, sino que habla de las asambleas de los justos o de la estancia santa... Así pues, no cabe hablar rigurosamente de conversión, al menos hasta el momento en que en su lecho de muerte solicitó ser bautizado. No obstante, potenció y utilizó el poder de la Iglesia Católica que, por otra parte, le reportó amplias ventajas: le procuró nuevas bases en las que asentar su poder y actuó manteniendo el consenso que todo poder político necesita. Los propios historiadores paganos percibieron este acercamiento de Constantino a los cristianos. Zósimo explica su atracción al cristianismo a resultas de la tragedia que tuvo lugar poco después de la celebración en Roma de las vicennalia del Emperador. Los detalles no nos son conocidos, pero la culminación del drama supuso la ejecución de Crispo (hijo de Constantino, pero no de Fausta), de Fausta y de Licinio II, hijo del antiguo rival de Constantino. Zósimo dice que, atormentada su conciencia y humillado porque los sacerdotes paganos no le absolvían de tales crímenes, se inclinó hacia el cristianismo por la promesa de que el bautismo cristiano borraría todos sus pecados. Posiblemente, la ambigüedad religiosa de Constantino fuese voluntaria: la ruptura total con la religión tradicional hubiera implicado una serie de riesgos para la estabilidad del imperio. La cautela y el talante político de Constantino pudieron haberle inducido a iniciar una vía que, paulatinamente, culminaría años después en la cristianización del Imperio. La sistematización jurídica de las nuevas relaciones entre la Iglesia y el Estado romano no fue, por tanto, el resultado de una medida concreta sino que su gestación fue gradual y sobrepasan los límites de la propia época de Constantino. Las disposiciones que éste adoptó a favor de la Iglesia se concentran en dos campos especialmente importantes: las concernientes al patrimonio y las referidas a la jurisdicción eclesiásticos. En cuanto al primer aspecto, el emperador autorizó a las iglesias a recibir donaciones y herencias y él mismo pasó de la teoría a los hechos con gran celeridad. Constantino concedió numerosas donaciones a la Iglesia, tanto de su caja privada como de los bienes del fisco: en el 324 estableció la concesión de subvenciones a través de la oficina prefectural para la reparación de iglesias y para la construcción de otras nuevas. Cada iglesia fue dotada de un patrimonio propio, consistente en tierras suficientes para garantizar el mantenimiento de las mismas, así como de los clérigos a su servicio. Además, los bienes patrimoniales de las iglesias disfrutaron de importantes exenciones fiscales: Constantino las liberó de la obligación de pagar el impuesto normal, como a las propiedades del emperador, a las que concede el mismo beneficio. Hay que entender que se trataba del cargo de la iugatio, que era el impuesto fonciario normal. Esta dispensa la extendió posteriormente a los bienes de todos los clérigos lo que, en cierto modo, suponía la concesión al orden clerical de un estatuto jurídico particular. En una disposición del 318, Constantino establece que sea el tribunal episcopal quien juzgue a todo aquel que desee ser juzgado según la ley cristiana. Además, declara que la sentencia emitida por el tribunal episcopal sería inviolable y su ejecución sería asegurada por la fuerza pública. Añade que, en cuanto a la materia a juzgar, incluía todo tipo de causas y que sus sentencias eran sacrosantas e inapelables. Estas disposiciones generaron una duplicidad de jurisdicciones paralelas: la secular y la eclesiástica, establecidas sobre la base de mutua independencia. Pero no debieron ser infrecuentes las contradicciones en las sentencias entre ambos tribunales, lo que explica que, posteriormente, los tribunales eclesiásticos sufrieran un proceso restrictivo. Sólo pudieron juzgar delitos leves, no de carácter criminal. Más tarde se intentó que sus competencias se limitasen a asuntos exclusivamente religiosos, pero esta precisión era extremadamente vaga ya que muchos conflictos de carácter religioso podían ser al mismo tiempo asuntos criminales. No en vano la futura institución de la Inquisición se sustentaba, en gran parte, en las competencias jurídicas otorgadas al tribunal episcopal en esta época.
acepcion
Judíos convertidos al cristianismo, tras la persecución que sufrieron entre los siglos XIV y XV.