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CONTENIDO DE LA VERDADERA HISTORIA Después de haber traído a cuento tantos párrafos de la Historia verdadera parecerá redundante enunciar que vamos a ocuparnos ahora de su contenido. Sin embargo, la riqueza de la obra lo justifica con creces. Así, con la requerida brevedad; describiré --distribuyéndolo en partes-- lo que abarca el libro de Bernal. Por supuesto que hablar aquí de partes sonará arbitrario. Sólo por razones de método y claridad me valdré de este recurso. La lectura de los 213 capítulos --en apariencia 212, pero al último sigue un 212 bis--, además de los prólogos y los otros dos capítulos que se incluyen únicamente en el manuscrito de Guatemala, me lleva a distinguir las que llamaré siete partes en la Historia verdadera. Enuncio ahora en general el contenido de cada una, para analizarlas luego más por menudo. He aquí, a modo de cuadro o elenco, las siete partes: 1.? Orígenes de Bernal, salida de Castilla, entrada en el Nuevo Mundo y viajes de Hernández de Córdoba (1517) y de Grijalva (1518). Capítulos I a XVIII. 2.? La expedición de Hernando Cortés y la Conquista de México. Capítulos XIX a CLVI. 3.? Lo que siguió a la conquista hasta fines de 1524. Capítulos CLVII a CLXII. 4.? La expedición a las Hibueras. Capítulos CLXIII a CXC. 5.? El juicio de residencia de Cortés (1525); su viaje a España; la primera y segunda Audiencia; los afanes de don Hernando en la mar del Sur y California; retorno definitivo de Cortés a España (1540). Capítulos CXCI a CCI. 6.? Variadas noticias: el virrey Mendoza; Alvarado y su gran armada; Cortés en España hasta su muerte. Capítulos CCII a CCIV. 7.? De los valerosos soldados conquistadores; sus retratos, sus merecimientos; memorial de sus batallas; lo que realizaron en provecho de los indios, de la tierra, del rey y de Dios. Capítulos CCV a CCXII-bis. Apéndice: Por qué se herraron muchos indios y la serie de los gobernadores en la Nueva España. Capítulos CCXIII y CCXIV (manuscrito de Guatemala). Analizaré sumariamente cada una de estas partes o conjuntos de capítulos en los que cabe percibir el tratamiento de un asunto principal. Repetiré que Bernal, lejos de proponerse distribuir su obra en estas u otras partes, fue escribiendo, haciendo supresiones y añadidos a lo largo de por lo menos treinta años (desde la década de los cincuenta a la de los ochenta). Sólo para mejor abarcar en su conjunto esta magna relación he introducido estos distingos, a modo de guías, en la secuencia de lo que fue el trabajo de Bernal. La primera parte abarca 16 capítulos más 2 de transición. El primer capítulo es en alto grado autobiográfico y de tono apologético (los merecimientos de los conquistadores). Del capítulo II al VII habla de la expedición del descubrimiento de México, a las órdenes de Francisco Hernández de Córdoba (1517) y del VIII al XVI, de la que salió con Juan de Grijalva (1518). Si el capítulo siguiente es una especie de transición, puesto que versa sobre el procurador que envió Diego Velázquez, gobernador de Cuba, para informar al emperador de los descubrimientos, en cambio el XVIII es un inciso. Allí refiere Bernal cómo ha caído en sus manos la obra de Gómara y del gran disgusto que le causó su lectura. El hecho de que afirme que se hallaba entonces escribiendo esta relación, es el que llevó a algunos estudiosos a suponer que fue precisamente a partir de ese momento cuando la obra de Gómara vino a ser nueva motivación para él. Según eso, Bernal concibió entonces su trabajo corno una refutación del que tanto le había molestado por su tono adulador de Cortés y por las falsedades y errores que en él percibió. A lo expuesto ya, a propósito de por qué escribió Bernal, me remito en este punto. La que cabe describir como segunda parte es la más copiosa y puede considerarse como asunto central de la Historia verdadera. Abarca 137 capítulos, del XIX al CLVI. La secuencia de los hechos que culminaron con la conquista de los aztecas, la presenta Bernal con un enfoque cronológico. Cuatro secciones cabe distinguir en ella. En los capítulos XIX al LVI, recuerda cómo recayó en Cortés el encargo de salir al frente de esta expedición, los preparativos de la misma, las sospechas de Velázquez, la partida de Cortés, sus exploraciones desde la isla de Cozumel en el Caribe hasta desembarcar en San Juan de Ulúa (Veracruz). Una vez más hay varios capítulos de transición --los LIV a LVII-- en que habla del envío que hizo Cortés de procuradores a España y de lo que se supo de la reacción del gobernador de Cuba. La segunda sección en esta misma parte es de muy grande interés. Comprende la salida hacia el interior del país (LVIII-LXII); la llegada a Tlaxcala (LXIII-LXXVIII); la marcha con rumbo a la metrópoli azteca y el trágico episodio en Cholula (LXXIX-LXXXVII). La tercera sección de esta segunda parte ofrece cuadros de gran fuerza: entrada a México, con maravillas como en los libros de los Amadises, los de los caballeros andantes tan leídos en esa época (LXXXVIII-CVIII). Suceso de vital importancia para Cortés fue la llegada de Pánfilo de Narváez, que venía a quitarle el mando y apresarlo por órdenes del gobernador de Cuba (CIX-CXXV). A la victoria del extremeño sobre Narváez se sobrepone luego el relato, que transpira aún ansiedad, de la expulsión de la ciudad de México de los hombres de Castilla. Por órdenes de Pedro de Alvarado mientras Cortés había salido a combatir a Narváez había tenido lugar la que se conoce como matanza del templo mayor. Los indígenas fuera ya de sí, después de que había sido asesinado Moctezuma, se aprestaron para acabar con los españoles. Cortés, de regreso, dispone la huida. Al menos tiene el consuelo de la fidelidad de los tlaxcaltecas, entre quienes se refugian él y los que sobrevivieron a la huida (CXXVI-CXXIX). En la cuarta y última sección de esta segunda parte el asunto principal de la obra se revive en escenas de hondo dramatismo: preparativos para adueñarse de la ciudad, construcción de los bergantines para atacarla desde los lagos (CXXX-CXXXVI). Hay un inciso (CXXXI) acerca de otro enviado de Velázquez y cómo éste con sus hombres se pasó al bando de Cortés. La narración continúa haciendo referencia a los varios aliados indígenas. Nuevo inciso es el de la llegada de otro navío a Pánuco (junto al actual puerto de Tampico), enviado esta vez por Francisco de Garay que se sentía con derechos para conquistar esa región. De nuevo las tropas de Cortés se incrementaron (CXXXIII). La marcha a Texcoco y a otros pueblos de los lagos y luego los primeros enfrentamientos son el tema hasta el capítulo (CLI). El asedio de la ciudad, la resistencia de sus defensores, proezas por ambas partes, los españoles que caen prisioneros y son sacrificados, el hambre que padecieron los aztecas, la batalla final y la prisión del último gobernante indígena, el joven Cuauhtémoc, son tratados con un estilo de extraordinario vigor en los capítulos CLII a CLVI. Es en el último de ellos donde Bernal pinta así lo que recordaba acerca del final del asedio: Y como se hubo preso Guatemuz Cuauhtémoc quedamos tan sordos todos los soldados como si de antes estuviera uno puesto encima de un campanario y tañesen muchas campanas, y en aquel instante que las tañían, cesasen de las tañer; y esto digo al propósito, porque todos los noventa y tres días que sobre esta ciudad estuvimos, de noche y de día daban tantos gritos y voces e silbos unos capitanes mexicanos apercibiendo las escuadras y guerreros... e otros llamando las canoas que habían de guerrear con los bergantines... y otros apercibiendo a los que habían de hincar palizadas y abrir y ahondar las calzadas y aberturas y puentes..., pues de los adoratorios y casas malditas de aquellos malditos ídolos, los atambores y cornetas, y el atambor grande y otras bocinas dolorosas que de continuo no dejaban de tocar; y desta manera, de noche y de día no dejábamos de tener gran ruido y tal que no nos oíamos los unos a los otros; y después de preso el Guatemuz cesaron las voces y el ruido, y por esta causa he dicho como si antes estuviéramos en el campanario (CLVI). Lo que siguió a la rendición de la ciudad, con las primeras medidas para reedificarla, así como buen número de incidentes hasta fines de 1524, constituye el tema de la que he descrito como tercera parte (CLVII-CLXII). La recordación de Bernal se fija en la llegada de un Cristóbal de Tapia que venía para ser gobernador y el modo cómo se llevó a buen término que regresara a la isla de Santo Domingo (CLVIII). De particular interés es lo que consigna sobre las expediciones a que fueron enviados Gonzalo de Sandoval (Tututepec y Coatzacoalcos en Veracruz-Tabasco), Pedro de Alvarado (Guatemala) y Cristóbal de Olid (Honduras) (CLX-CLXV). Un capítulo dedica Bernal a hablar más de sí mismo y de su participación en la expedición de Sandoval. Fue entonces cuando pudo haber tenido para siempre indios encomendados y buenas tierras. La cosa se frustró como con tristeza allí lo nota (CLXVI). Hablar de otras medidas relacionadas con Cortés --envió procuradores a España y fue nombrado gobernador de la tierra conquistada-- no impide a Bernal dedicar otro capítulo a la llegada de los doce primeros frailes franciscos en 1524 (CLXXI). Esta tercera parte llega a su término de modo natural con el relato en que alude a lo que escribió Cortés al emperador (cartas de relación) en donde, entre otras cosas, le mencionó la rebelión del capitán Cristóbal de Olid despachado a la conquista y poblamiento de Honduras (CLXXII). La desastrada, aunque rica en aventuras, expedición a las Hibueras (noviembre, 1524-junio, 1526) es el tema de la cuarta parte (CLXXIII-CXC). Considerable atención le dedica Bernal a este viaje, emprendido por Cortés para castigar a Olid. El propio Bernal, que se hallaba en Coatzacoalcos, hubo de abandonar lo que comenzaba a poseer, para salir también entre los hombres de Cortés. En uno de estos capítulos describe Bernal con sentimiento la que calificó de injusta muerte que se dio a Cuauhtémoc (CLXXVII). La cercanía de Honduras con las tierras en donde actuaba Pedrarias Dávila dieron ocasión a algunos contactos con él, no precisamente amistosos, a los que Bernal alude (CLXXXIX). Término natural de esta parte es el tema del retorno de Cortés a México. Tras recordar el regocijo que eso provocó, habla de las dificultades a que hubo de enfrentarse. El juicio de Bernal sobre lo que ejecutó entonces Cortés, es de crítica. Si hubiera obrado con presteza y mano dura, otras cosas habrían sucedido. Así lo pensaba Bernal: si de presto lo hiciera, no hubiera en Castilla quien dijera: "Mal hizo Cortés" y su majestad lo tuviera por bien hecho; y esto yo lo oí decir a los del real Consejo de Indias, estando presente el señor obispo fray Bartolomé de las Casas en el año de 1540, cuando yo allá fui sobre mis pleitos, que se descuidó mucho Cortés en ello y lo tuvieron a flojedad (CXC). Como ya se insinuó al describir en forma general el contenido de las partes quinta y sexta, en ambas hay gran variedad de noticias que Bernal no siempre alcanzó a hilvanar bien. Tiene sentido hacer distinción entre estas dos partes en razón de que en la quinta la figura de Cortés ocupa lugar principal en los recuerdos del soldado cronista, en tanto que en la sexta los capítulos versan sobre asuntos de suma heterogeneidad. La que llamo quinta parte abarca sucesos desde 1526 hasta 1540 y se desarrolla a lo largo de once capítulos (CXCI a CCI). En el primero de éstos evoca Bernal la llegada del licenciado Luis Ponce de León, que venía a tomar residencia a Cortés, recién regresado de su viaje a las Hibueras. La extraña muerte del dicho licenciado y la subsiguiente actuación de Marcos de Aguilar en calidad de gobernador, su fallecimiento, y otras noticias hasta la primera partida de Cortés a España para hacer defensa de sus derechos, ocupan luego tres capítulos. Pasa en seguida Bernal a hablar de la primera y segunda audiencias. Es curioso que haga cierta defensa de Nuño de Guzmán, aunque, por otra parte, recuerde sus desmanes (CXCVI-CXCVII). Es en el capítulo CXVIII donde habla, siempre con elogio, del presidente de la segunda Audiencia, Sebastián Ramírez de Fuenleal. La figura de don Hernando, primero su matrimonio en España, su regreso a México (CXCIX) y luego sus afanes en materia de descubrimientos en la mar del Sur y California (CC), son objeto de perspicaces comentarios. Esta quinta parte concluye (CCI) con una mención de las suntuosas fiestas que hubo en México con motivo de las paces que hicieron en Aguas-Muertas (1538) el emperador y el rey de Francia. Hace una última alusión al segundo y postrero viaje de Cortés a España (1540), donde por cierto expresa Bernal que luego me embarqué y fui a Castilla y el Marqués no fue sino de ahí a dos meses, porque dijo que no tenía allegado tanto oro como quisiera llevar (CCI). El virrey Antonio de Mendoza y las exploraciones que envió a la mar del Sur y por el rumbo de Cíbola (las famosas siete ciudades al noroeste de Nueva España); la reaparición y muerte de Pedro de Alvarado y los últimos años de Cortés en España hasta su fallecimiento (1547) integran la temática de la sexta parte (CCII-CCIV). Una frase de Bernal tocante al carácter y merecimientos de don Hernando, merece ser citada aquí: Al marqués don Hernando Cortés le perdone Dios sus pecados. Bien creo que se me habrán olvidado otras cosas que escribir sobre las condiciones de su valerosa persona; lo que se me acuerda y vi, esto escribo (CCIV). De muy particular interés son los capítulos, del CCV al CCXII-bis, que forman la que puede tenerse como séptima y última parte de la Historia verdadera. En ellos quedan al descubierto los principales propósitos que movieron a Bernal a escribir. Puede decirse en síntesis que es aquí donde de manera directa y más amplia hace el elogio de sus compañeros, los otros conquistadores, al igual que de su propia persona. También es en esta parte donde, a la par que ofrece un elenco de sus merecimientos, se duele de nuevo de la nula o muy pequeña recompensa que él y los otros han recibido. Su relación de muchos conquistadores, sus hechos, estaturas y proporciones, es muestra magnífica del estilo de Bernal que, a pesar de sus tropiezos, recrea sus experiencias y, como tengo dicho, pone personas y otras realidades de bulto. En su propósito de subrayar cuanto de beneficioso hubo en la conquista, dedica un capítulo (CCIX), que casi parece de la crónica de algún fraile, al tema de la conversión de los indios. La lista de otras cosas y provechos que se han seguido de nuestras ilustres conquistas y trabajos (CCX) incluye menciones muy variadas: envíos a España de oro, plata y otras muchas riquezas; surgimiento de nuevas poblaciones en México con sus monasterios y catedrales. Conocida es la referencia que hace allí a la santa casa de nuestra señora de Guadalupe que está en lo de Tepeaquilla Tepeyac, al norte de la ciudad de México, y miren los santos milagros que ha hecho y hace de cada día... (CCX). A partir de la cita anterior, en ese mismo capítulo y en los siguientes (CCXI-CCXXII-bis), parecen agolpársele a Bernal los recuerdos. Podría decirse que quisiera poner por escrito cuanto se le viene al pensamiento y considera de interés. Vuelve a hacer referencias a Cortés, Alvarado y Nuño de Gózmán. Reitera sus críticas a Gómara. Habla de la junta de Valladolid (1550) donde, según él, se hallaron presentes grandes personajes para dar orden que se hiciese el repartimiento perpetuo (CCXI). Más adelante torna a ponderar sus merecimientos. Explica que ha escrito sobre ellos, pues de no hacerlo quedarían de cierto olvidados. En ese capítulo (CCXII) incorpora la relación, mencionada por él en otros lugares, acerca de las batallas en que tomó parte. Es interesante notar que en el manuscrito de Guatemala la relación de dichos combates es mucho más amplia y pormenorizada. Asunto muy diferente dedica el capítulo último (CCXII-bis): las señales y planetas que hubo en el cielo de Nueva España antes que en ella entrásemos... Hablar de portentos le lleva a recordar el desastre que sufrió la ciudad de Guatemala cuando perdió allí la vida doña Beatriz de la Cueva, mujer que fue de Pedro de Alvarado. Los párrafos finales de este capítulo, de considerable interés para la historia de Guatemala, dan remate a la obra, tal como ésta se publicó originalmente en Madrid, 1632. Como he mencionado, en el manuscrito de Guatemala se incluyen dos capítulos más (CCXIII y CCXIV). Confirman ambos que Bernal, metido ya a escritor, proseguía en su afán de dar noticias sobre lo que de interés había visto o se le había referido por personas de calidad. Al hablar de por qué causa en esta Nueva España se herraron muchos indios e indias por esclavos (CCXIII), entra en una larga exposición en la que da una nueva versión de lo que ocurrió en México (1520) cuando, en ausencia de Cortés, Pedro de Alvarado perpetró la que hasta hoy se conoce y recuerda como la matanza del templo mayor. Con gran perspicacia, recordando lo dicho por el capitán Alonso de ávila, profetiza Bernal que siempre quedaría mala memoria en esta Nueva España de haber hecho aquella cosa tan mala (CCXIII). Con un conjunto de datos y comentarios sobre los gobernadores que ha habido en la Nueva España hasta el año de quinientos sesenta y ocho (CCXIV) concluye lo que se conserva incluido en el manuscrito de Guatemala. Prueba de que Bernal pensaba seguir escribiendo --y tal vez así fue-- nos la dan sus postreras palabras: Y he dicho lo mejor que he podido de todos los gobernadores que ha habido en toda esta provincia de la Nueva España; bien es que diga en otro capítulo de los arzobispos y obispos que ha habido (CCXIV). El dicho capítulo, si lo escribió, se encuentra hoy perdido. Como puede verse a través de este sucinto análisis del contenido de la Historia verdadera, es cierto que Bernal no siguió en ella un plan rígido, al modo de un historiador que ha ponderado desde un principio la estructura que quiere dar a su obra. Esto, sin embargo, no significa que en su empeño haya producido un trabajo desarticulado o confuso. Como regla general adopta un orden cronológico y si bien da entrada a varias disgresiones, casi siempre lo hace notar y explica por qué tiene que desviarse de su asunto principal. Como señaló Ramón Iglesia, la aportación de Bernal está vivificada sobre todo por el contacto directo con los hechos de que habla. Quien se acerca a su crónica se percata de que en ella se vuelve verdad que la oposición renacentista entre el vulgo y el sabio se hace irreductible en la historiografía. Y mientras el pretendido vulgo se abre camino a su manera, produciendo la flora espléndida de las crónicas de Indias, que culmina en la obra de Bernal, los sabios peninsulares se pierden en sus acopios de materiales y en los afeites de su prosa43. Esto ocurriría a la letra con algunos de los que, algún tiempo después, criticarían o desdeñarían la Historia de Bernal. El mejor ejemplo de ello sería don Antonio de Solís (1610-1686), que tan duramente se expresó acerca de lo que escribió el soldado cronista.
termino
acepcion
Pieza, comúnmente de metal, que se pone en el extremo opuesto al puño del bastón, paraguas, sombrilla, vaina de la espada y aun de otros objetos.
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Las fuentes históricas griegas y latinas correspondientes al cambio de Era, como por ejemplo Estrabón, Plinio el Viejo, Tácito y Ptolomeo ofrecen información sobre el origen de los godos, sus primeros desplazamientos, los diferentes grupos y pueblos que los constituían, así como sus costumbres, organización social y otros aspectos, aunque de forma relativamente confusa. Este problema, sumado a las diferentes tradiciones historiográficas, hace difícil esclarecer el origen de los godos. Las narraciones cotejadas con los datos proporcionados por los historiadores de la época y posteriores -tales como Casiodoro o Jordanes- permiten situar el origen legendario de los godos en la isla (península) de Scandia (Scandza) correspondiente a la actual Götaland de la Suecia meridional. Jordanes en su Getica (IV, 25) define cómo se inició la migración: "officina gentium aut certe velut vagina nationum". Por medio de barcos dirigidos por Berig atravesaron el Mare Suebicum y pasaron a la costa continental de Germania, en la zona denominada Gothiscandza, en la actual Polonia. Jordanes vuelve a indicarlo en la Getica (XVII, 94): "Se ha dicho que los godos, en grupo, salieron de la isla de Scandza con su rey Berigh, trasladándose en sólo tres naves hasta la orilla del océano citerior, esto es Gothiscandza". Es gracias a la arqueología, y sobre todo en los últimos años, que se ha podido delimitar, aunque no sin dificultad, la localización de los godos-gutones en esa zona, en lo que se ha dado en denominar la cultura de Wielbark. Este apelativo viene del nombre de una de las grandes necrópolis excavada con casi tres mil sepulturas, situada cerca de Elblag en las llanuras de la Prusia oriental (Polonia). Dicha cultura de Wielbark parece que se formó a principios del siglo I d.C. y perduró hasta finales del siglo IV d.C., teniendo una gran difusión primero en la Pomerania y en la Gran Polonia, desplazándose hacia finales del siglo II d.C y principios del siglo III d.C al valle medio del Vístula. La delimitación de las diversas culturas halladas en la Germania libera conduce a la distinción de las múltiples etnias que se detectan en esta gran extensión de territorios. Al este del establecimiento de godos y gépidos, en las actuales regiones de Letonia y Lituania, se han documentado enclaves característicos de grupos báltico-occidentales, caracterizados por las culturas de Kovrovo y Bogaczewo. Al sur de la cultura de Wielbark y hasta llegar a los Cárpatos, se detectan yacimientos de la cultura de Przeworsk, cuyos materiales permiten identificar a vándalos o lugios. Esta cultura se formó ya en la segunda mitad del siglo II a.C. y tuvo continuidad hasta el siglo V d.C. Al oeste, en la desembocadura del Oder, se han documentado restos materiales correspondientes probablemente a rugios y lemovios, entremezclándose ya con la cultura material propia de los grupos culturales germánicos del valle del Elba, entre los que destacan los suevos y longobardos, además de marcomanos y cuados. El análisis de la documentación arqueológica contrasta con las fuentes literarias, pues si bien estas últimas conducen a suponer la migración desde Scandia hacia el continente, el estudio de los materiales hace pensar en un surgimiento paulatino -y no repentino- de estos grandes conjuntos cementeriales en un sustrato autóctono. Las fuentes literarias documentan después de la llegada a la costa continental una posterior migración. Arqueológicamente se ha podido comprobar que los grupos godos atravesaron la Pomerania oriental siguiendo las aguas del Vístula tal como hemos visto al analizar la expansión y desplazamiento de la cultura de Wielbark, llegándose incluso a detectar algunos materiales, fechables a finales del siglo II d. C y principios del III d. C., a ambos lados de los Cárpatos orientales, en las zonas de Volinia, Ucrania, Moldavia y Rumania septentrional. Estos territorios estaban ocupados por vándalos y sármatas, a los cuales los godos obligaron a emigrar. Los asentamientos analizados en estas regiones han permitido definir una cultura específica, que recibe el nombre de Cernjachov, cuyo abanico cronológico cubre desde finales del siglo II d.C. hasta finales del IV o principios del siglo V d.C. Los primeros asentamientos son pocos y se ciñen a las zonas ya señaladas, densificándose posteriormente en estas grandes extensiones territoriales, particularmente en las costas del Mar Negro y en los valles del Don, del Dniéper, Dniéster y el norte de la desembocadura del Danubio. También destacan algunos hallazgos con las características de la cultura de Cernjachov en zonas más orientales, como por ejemplo Crimea y el Cáucaso, que pueden incluso perdurar hasta los siglos VI y VII d. C. Estos hallazgos no responden a verdaderos asentamientos, sino a gentes huidas después de la fuerte incursión de los hunos en el año 375 d.C. La península de Crimea continuó siendo, gracias a las disposiciones tomadas por Honorio en el año 408, un lugar de asentamiento importante, puesto que así lo atestiguan los yacimientos arqueológicos y necrópolis excavadas, además de las descripciones proporcionadas por Procopio. Desde mediados del siglo III d.C., los godos empezaron a organizar incursiones en las provincias del Imperio situadas al sur del limes danubiano. La continua presencia de godos en estos territorios dio lugar a una cultura propia, conocida por cultura de Sintana de Mures, aunque tiene muchas semejanzas con la cultura de Cernjachov. Esta cultura de Sintana de Mures se localiza por medio de asentamientos estables en las regiones de Muntenia, Valaquia y Moldavia, en la actual Rumania, correspondientes a la antigua provincia romana de la Dacio. El abanico cronológico de esta cultura ocupa desde mediados del siglo III d.C. hasta finales del siglo IV o principios del V d. C.
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Esta variada y ambiciosa actividad constructiva y artística se corresponde con una etapa de expansión territorial catalana en dirección meridional y occidental, tras consolidarse la organización condal y monárquica con las conquistas cristianas de Lleida y Tortosa a mediados del siglo XII. En este sentido, el interés de los gobernantes y eclesiásticos se orientará en parte al poblamiento de las tierras ocupadas, con el consiguiente aumento demográfico y las necesidades que obliga a cubrir. Por otro lado, la política exterior dirigida hacia el norte, intensificada durante el reinado de Alfonso el Casto (1162-1196) sufrirá un duro revés con la difusión de la herejía cátara, problema central de la época de Pedro el Católico (1196-1213). El conflicto bélico que desencadenó supuso el fin de las aspiraciones de la Corona hacia el Languedoc y Provenza. Con Jaime el Conquistador (1213-1276), la expansión se dirigirá nuevamente hacia el sur del Ebro y el Mediterráneo, lo que supondrá las conquistas de Mallorca (1229) y Valencia (1238). Especialmente en este último reinado se consolidará el peso de las ciudades en la vida política y económica del país, con las consecuencias culturales y artísticas que ello conllevaría. La complejidad del marco de vínculos políticos y sociales, así como la frecuente presencia de los representantes eclesiásticos en las relaciones de la monarquía con otras tierras, favorecerá el conocimiento de la producción artística desarrollada más allá del Rosellón. Se ha dado especial importancia, en este sentido, a la inmigración de habitantes languedocianos motivada, en parte, por el conflicto de los cátaros. Aunque también aquí hay que considerar la tradicional continuidad de relaciones entre el norte de Italia, el sur francés y Cataluña. En cualquier caso, no debemos situar al margen otros aspectos propios del románico, extensibles al siglo XIII, y que implican su internacionalidad, en la que se incluye la actividad arquitectónica y plástica que vamos a analizar. Siempre con cierto retraso respecto a otras zonas de Europa. Volviendo al terreno artístico, en Cataluña, la situación de cambio experimentada alrededor del 1200 cuenta con claros indicios a lo largo del último tercio del siglo XII que, por lo que ahora tratamos, han sido especialmente detectados en la escultura monumental. En general, el cambio de orientación tiene lugar bajo los estímulos de la escultura tolosana, y muy particularmente del taller de Gilabertus, de la catedral de Saint-Etienne, así como del segundo y tercer talleres de la Daurade. Así, la intervención del primero, cuyo trabajo se conoce especialmente en la fachada de la sala capitular del citado conjunto, es notoria entre los restos del claustro de Santa María de Solsona, cuya ejecución debió de producirse durante la prelatura de Bernat de Pampa (1161-1195). En algunos de los relieves se percibe sentido del movimiento y un tratamiento de las figuras que se alejan de la rigidez anterior. También se ha considerado de origen tolosano la escultura del claustro de la catedral de Girona, ya desde su primera fase, y su segundo taller refleja novedades de orden similar a las comentadas para Solsona, difundiéndose hacia el claustro de Sant Cugat del Vallés y, precisamente, en parte del presbiterio de la catedral de Tarragona, entre otros conjuntos que integran la que ha sido denominada escuela gironino-vallesana. Nos encontramos ya muy a finales de siglo, siendo el tercer taller de la Daurade, de la fachada de la sala capitular, el punto de referencia. En Sant Cugat se distinguen también dos etapas, la segunda en fechas que sobrepasan ya el cambio de siglo. En Barcelona, donde se realizarán importantes obras a lo largo del siglo XIII, conviene dar relevancia a un grupo de capiteles procedentes del convento de Sant Francesc (ahora en el Museo Nacional de Arte de Cataluña) que, fechados hacia el 1200, mantienen una relación muy estrecha con el Pórtico de la Gloria, de Santiago de Compostela; hasta el momento, este grupo aparece como aislado, sin aparente reflejo. Habría que analizar más a fondo la arquitectura de las últimas décadas del siglo XII en Cataluña para comprobar si experimenta una situación similar a la observada en la escultura, siempre teniendo en cuenta que ésta, precisamente, se caracterizó por su dependencia del marco arquitectónico. De todas maneras, en el campo constructivo las miradas pueden dirigirse hacia los conjuntos cistercienses. Desde mediados del siglo XII la Corona está impulsando el avance de dichos monasterios, en especial los de Santes Creus y Poblet; las respectivas iglesias actuales se iniciarán algo más tarde, y en la de Santes Creus se incorpora la bóveda de crucería, si bien con gruesos nervios que reposan sobre consolas, que han hecho pensar que este tipo de cubrimiento no estaría previsto inicialmente. En cualquier caso, el comentario respecto al Císter es oportuno en tanto que pudo contribuir a la difusión de ciertas novedades adoptadas por sus constructores, e interesa igualmente porque mantendrá estrechas relaciones artísticas con obras coetáneas, entre las que se incluyen las catedrales de Lleida y Tarragona que debieron ser concebidas, como mínimo en los respectivos proyectos iniciales, en las últimas décadas del siglo XII. Habíamos dejado la escultura en un estadio cronológico que sobrepasaba el cambio de siglo. Conviene tener presente ahora la producción de un maestro, identificado a través de inscripciones en dos relieves funerarios, conocido bajo el nombre de Ramón de Bianya. Su ámbito fundamental de actividad es el Rosellón, siendo localizado en dos laudas sepulcrales conservadas en el claustro de la catedral de Santa Eulália d'Elna (a pesar de que uno de los ejemplares procede de otro conjunto), en la portada de Sant Joan el Vell de Perpinyá, y en otra lauda, ésta en Santa María d'Arlés, en la zona pirenaica. Su mención es doblemente importante: en primer lugar, porque su estilo también fue detectado en los relieves en que figuran san Pedro y san Pablo en Anglesola (no lejos de Lleida), así como en la misma Seu Vella leridana, y, además, porque refleja un espíritu equiparable al que se desarrolla en algunas manifestaciones de la catedral de Tarragona. Constituye una de las muestras más representativas de la escultura del 1200, y del carácter internacional pero a su vez heterogéneo de las producciones de esta época. Sobre esta base puede empezar a comprenderse el camino que nos lleva a las dos grandes catedrales de la Catalunya Nova, concebidas en parte durante las décadas finales del siglo XII (la de Tarragona debió iniciarse entonces), pero en plena actividad a lo largo del XIII, y reflejando las contradicciones de la arquitectura y la escultura creadas en estas fechas.
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