La tradición que atribuía a la llegada de los Heráclidas el final del mundo micénico, relacionada con la invasión doria, se completaba al situarse dentro de un movimiento más amplio que afectaba a todos los territorios del continente, de las islas y de las costas de Asia Menor. Tanto los protagonistas como los efectos de sus movimientos superan las delimitaciones propias del pueblo griego. El fenómeno, de consecuencias sociales y culturales, afecta a griegos y prehelénicos y a las relaciones entre ambos, así como al carácter de la nueva civilización que surgirá como consecuencia del final de la edad oscura. Movimientos de pueblos y contactos entre civilizaciones sirvieron de motor para el desarrollo de un mundo nuevo donde, en todos los aspectos, se dejan notar las huellas de unos y de otros no de modo preponderante, sino como factores coadyuvantes para la aparición de una realidad distinta. Todas las nuevas señas de identidad de la civilización griega aparecen como efecto de los contactos, tanto en el aspecto religioso, donde no es posible hallar los elementos puros de los dioses, producto también del proceso de asimilación al estilo del que llevó al Apolo de los licios a formar parte del panteón griego, como en el aspecto literario, donde la tradición micénica, en la nueva épica en formación, se ve impregnada de tradiciones y leyendas microasiáticas, donde elementos lidios, frigios o carios se entremezclan, aportando aspectos exóticos, caracterizadores, a pesar de todo, del renacimiento cultural. Los nuevos santuarios buscan sus raíces en el pasado de la Edad del Bronce, pero incorporan las divinidades ahora triunfantes, del mismo modo que en la poesía épica se incorporan las preocupaciones de los pueblos recientes configurados como nueva cultura. El nuevo particularismo en el que se articula la vida económica favorece la nueva colonia de divinidades primitivas con las que se había asimilado en el mundo estatal de los despotismos del Bronce. El panorama ahora se caracteriza por su carácter variado y heterogéneo, en la supervivencia de divinidades atávicas, de cultos particulares, preexistentes a la presencia griega, con la religiosidad griega de pueblos en movimiento y de pueblos largamente asentados, que han logrado reavivar sus tradiciones antiguas como elemento sostenedor de la realidad nueva, adaptados a las nuevas necesidades de la reproducción de la comunidad.
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El descubrimiento de América por España en 1492 constituye un hecho indiscutido y claramente registrado en los anales de la Historia Universal. No resulta sin embargo tan conocida, ni mucho menos ha quedado adecuadamente registrada, la subsiguiente acción de los navegantes y exploradores españoles que, durante los tres siglos posteriores al descubrimiento de Cristóbal Colón, surcaron las aguas del océano Pacífico. Desde que Vasco Núñez de Balboa avistase por primera vez el océano Pacífico y Magallanes se adentrase en sus aguas en 1520, se sucedieron las expediciones españolas. Hubo un tiempo en el que el Pacífico era "un lago español". Primero fueron las expediciones a las Molucas. En una segunda etapa, y ya desde el virreinato de México, se emprendió la colonización de Filipinas, que consolidó Miguel López de Legazpi (1564-65), y la exploración del Pacífico norte. La tercera etapa la constituye la búsqueda de la Terra Australis Incognita y la exploración del Pacífico sur. El punto de origen en esta tercera etapa era el virreinato del Perú. También el nombre actual del océano es español: a causa de la tranquilidad de las aguas y de la bonanza del tiempo, resultaba, en general, tan placentera la ruta de vuelta del Galeón de Manila, desde Acapulco a Filipinas, que se le dio al océano el nombre de Pacífico o Mar de las Damas. Es de notar, sin embargo, que abundan otras opiniones, según las cuales, fue el capitán de la marina inglesa, James Cook, el que por primera vez recaló, por ejemplo, en las islas Hawai durante el curso de su tercero y último viaje. Lo cierto es que, hasta la segunda mitad del siglo XVIII, en un gran número de cartas náuticas se representaban aquellas islas con topónimos tan rotundamente españoles como la Vecina, la Desesperada o de los Monjes, en una latitud sobre la línea ecuatorial que sólo podía corresponder a las Hawaii. Cook, en su diario, se apresuró a rechazar la posibilidad de un anterior descubrimiento español con un argumento peregrino: "de haberlas descubierto, hubieran sacado mayor provecho de ello". Olvidaba que también descubrieron grupos de islas como Tuamotú, Santa Cruz, Nuevas Hébridas (hoy Vanuatu), Salomón y Marquesas, que nunca ocuparon, y a las que apenas volvieron. Antes del inicio de la década de 1880 y de la revolución industrial, las islas del Pacífico no presentaban especial atractivo de índole económica para las grandes potencias europeas, salvo los grandes archipiélagos de Filipinas, Indonesia y Malasia, que contaban con una situación idónea para el comercio y la instalación de plantaciones. Excepto Holanda y España, el resto de las potencias sólo tenían interés en poseer bases comerciales y puertos seguros para sus flotas mercantes y de guerra que operaban en la zona. Sólo en el último cuarto del siglo XIX, al desarrollarse la ruta de vapores a través del Pacífico, se requerían bases de aprovisionamiento de carbón y puntos de anclaje para el telégrafo submarino. Hubo una aparición masiva de balleneros, de comerciantes de "reclutadores" de esclavos para el trabajo de las plantaciones. A continuación llegaron los misioneros. La nueva situación alteró el status internacional y la valoración de las pequeñas posesiones que sembraban el Pacífico. Así surgió lo que se denomina "nuevo imperialismo". El Acta de la Conferencia de naciones europeas que se celebró en Berlín en 1885, en la que España representó un papel muy poco brillante, sentó las bases jurídicas del nuevo reparto colonial. Si en los años precedentes, el mero "descubrimiento" concedía ya el derecho de propiedad sobre "la tierra descubierta", la situación ahora cambió: los derechos históricos ya no tenían valor; no bastaba el envío de unas lanchas cañoneras, el establecimiento de una guarnición y la comunicación a las demás potencias de una toma de posesión. Se abría una época en la que para satisfacer las apetencias de nuevos territorios de las naciones imperialistas había que proceder a la "redistribución" de las antiguas posesiones. El nuevo código supuso la prescripción de todos los derechos históricos no refrendados por una ocupación efectiva. Españoles, británicos, holandeses, franceses, alemanes y, más tarde, estadounidenses y japoneses se repartieron las islas y las aguas del Pacífico, sus rutas comerciales y sus habitantes, no sin entrar en un choque de imperialismos, en que se vieron involucrados los propios oceánidas. Pero, a partir de la década de los 60 del siglo XX comenzó, con ritmo imparable, la descolonización. Sin embargo, los tiempos se presentan difíciles en muchos de estos nuevos países, porque las potencias colonizadoras no les dejaron la infraestructura adecuada para acomodarse a este nuevo mundo de competencia salvaje. La verdad es que, en algunos casos, podríamos preguntamos qué es lo que la civilización europea les ha aportado que, verdaderamente, merezca la pena: se controlaron sus enfermedades endémicas, como la malaria, pero se introdujeron otras nuevas contra la que no estaban inmunizados; se crearon expectativas de mejora de vida y de acceso al consumo, pero éste resultó inalcanzable para el 90 por 100 de la población que, en algunos lugares, respondió con los famosos cultos cargo: se llama así al culto que los nativos profesaron a principios de siglo a la carga que los barcos o los aviones traían para proveer las necesidades de colonizadores y misioneros: creían que todas aquellas cosas -carne en lata, leche, armas, etc. se las enviaban a ellos sus antepasados, y los blancos (a los que, durante algún tiempo, también creyeron antepasados desteñidos) se quedaban con ellas, lo que dio motivo a peligrosas revueltas. La colonización les privó de sus modos de vida y de sus creencias ancestrales, sustituyéndolas por otras difíciles de comprender y de poner en práctica. La gran mayoría de la población ha tenido que volver a su economía de subsistencia, pero ahora cubiertos de harapos, porque los misioneros les dijeron que su espléndida desnudez era impúdica. Eso sí, prácticamente todas las tierras oceánicas han recuperado en los últimos años su independencia o su autogobierno. Muchas han adoptado nombres nuevos, y los oceánidas están volviendo a sentir, cada vez más, el orgullo de su propia identidad.
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El momento clave del que parte la historia de la conquista de Italia por Roma fue el 338 a.C. En este año Roma derrotó a los pueblos latinos que, alarmados por la creciente preponderancia que Roma iba alcanzando, habían intentado reafirmar su independencia. Tras la derrota, todas estas comunidades, salvo las más alejadas o las más grandes, fueron incorporadas al cuerpo ciudadano romano. A partir de este momento, las comunidades del Lacio dejaron de tener un destino propio desligado del de Roma. Esta se constituyó en cabeza del Lacio y la Liga Latina dejó de tener razón de ser y se desintegró. Así, aparte de algunas comunidades como Tibur, Preneste y Laurentum (que tuvieron tratados de alianza con Roma), todo el Lacio y parte de las tierras hacia el sur campano formaron un territorio compacto, habitado por ciudadanos romanos que recibieron asignaciones de tierras y por indígenas cuya asimilación debió ser rapidísima. El predominio de Roma se realizó de forma política y aplicando diversas fórmulas a cada una de las distintas ciudades latinas. En algunos casos se recurrió a la anexión, en otros a confiscaciones o a pactos (foedera), etc. Roma debió conceder pronto la civitas optimo iure, la plena ciudadanía romana, a las ciudades del Latium Vetus. Pero inicialmente la ciudadanía latina implicaba: el ius connubii o derecho de casamiento mixto (latino-romanos), el ius commercii o derecho a realizar intercambios bajo la protección de la ley romana y el ius migrandi o derecho a cambiar de domicilio sin perder la ciudadanía. Pero no contemplaba el ius suffragi o derecho de voto en Roma, lo que impedía la completa asimilación política de éstos y ofrecía a Roma la ventaja de ejercer un control directo sobre los contingentes militares de estas colonias, que pasaban a ser tropas auxiliares del ejército romano. Pero además, Roma tomó la decisión de seguir fundando nuevas comunidades con la categoría de ciudades latinas. La primera de estas colonias fundadas por Roma fue Cales (334 a.C.), situada al norte de Campania, que junto con Fregellae (fundada en el 329 a.C.) protegían los nuevos límites del sur del territorio romano. Las colonias latinas cumplieron, al menos, tres funciones esenciales: -Económico-sociales, ya que la ocupación de tierras en las nuevas colonias por ciudadanos romanos, sirvió para que se aligeraran las tensiones sociales existentes en Roma, colocando en las colonias elementos jóvenes de los estratos sociales más bajos y proporcionándoles una nueva autonomía económica. - Militares, ya que en la posterior expansión por Italia, algunas de ellas sirvieron de bases de operaciones. Además cumplieron permanentemente la función de defender el territorio romano contra cualquier invasión. -Además las colonias latinas fueron enclaves urbanos que contribuyeron en gran medida a la romanización de Italia. Poseían, desde los comienzos, constituciones calcadas de la de Roma y servían, por tanto, para difundir el modelo romano de gobierno. La importancia de esta colonización queda patente si tenemos en cuenta que, según algunos estudiosos, debió de absorber a más de 38.000 jóvenes, que se instalaron en las colonias, lo que atestigua, por otra parte, la gran disponibilidad demográfica de Roma en esa época. Paralela en el tiempo fue la incorporación de una serie de comunidades de la Campania, a las que Roma concedió la categoría de civitas sine sufragio, o comunidades sin derecho a votar en Roma, pero con todos los demás derechos de los ciudadanos romanos y los deberes de pagar impuestos y de suministrar tropas auxiliares. Por este procedimiento fueron incorporadas en el 338: Capua, Cumas, Acerra, Suesula, Calatia, Casilinum, Fondi, Atella y Formia. Los detalles del proceso por el que Capua y gran parte de Campania fueron incorporadas al Estado romano son bastante oscuros. En esencia, Roma había acudido llamada por Capua, para expulsar a los samnitas que amenazaban a los sidicinos de Capua. El tratado romano-samnita del 341 contemplaba que Roma abandonaba todo apoyo a los sidicinos, pero el Samnio dejaba a Roma las manos libres en Campania. Tras la batalla de Trifanum (340) Roma conseguía consolidar sus posiciones en Campania y acorralar a los pueblos rebeldes del Lacio que, como hemos visto, los consiguió derrotar en el 338. No obstante, lo esencial es que la zona más rica y desarrollada de Italia pasó en esta época a formar parte del Estado romano. Por último, y dentro de este proceso colonizador, es necesario señalar que tanto antes del 338 como después, Roma fundó una serie de colonias, las llamadas colonias marítimas, cuyos miembros poseían la ciudadanía romana. Eran colonias de pequeña extensión y con intereses muy concretos, tanto estratégicos como comerciales. Así, por ejemplo, Ostia, en la desembocadura del Tíber o Minturna, en la del Liris.
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Desde muy pronto la Península Ibérica es objeto de atención por parte de pueblos lejanos procedentes del Oriente mediterráneo, quienes aprecian las posibilidades económicas, fundamentalmente minerales, que ofrece esta región. Los primeros en establecer contactos permanentes con los pueblos peninsulares son los fenicios, pueblo comerciante al que se atribuye la fundación de enclaves importantes como la ciudad de Cádiz y otros en la región de Málaga. La presencia de los fenicios se remonta al siglo VIII antes de Cristo, fundando factorías desde las que comerciaban con los pueblos indígenas con salazones, alfarería, metales, etc. Desde estos enclaves, aspectos importantes de la cultura fenicia y del Mediterráneo oriental fueron llevados a la Península Ibérica. Importante fue también la colonización griega, que llegó atraída por las riquezas minerales de la región y por los ecos de la cultura de Tartessos. El conocimiento y la fascinación griega por el Occidente mediterráneo aparece reflejado en su mitos, como el que sitúa las Columnas de Hércules en el estrecho de Gibraltar. Menos decisiva que la fenicia, la colonización griega se limitó a la fundación de un escaso número de factorías costeras desde las que comerciaban con las etnias locales. Fruto del contacto griego fueron las fundación de Ampurias, hacia el 575 antes de Cristo, debida a la llegada de colonizadores helenos desde la colonia griega de Massilia, la actual Marsella.
Personaje
Militar
Intervino en la batalla de Lepanto, donde demostró una valerosa actuación. Más tarde, comenzó a trabajar al servicio de Felipe II. Este le nombraría Virrey de Sicilia.
obra
Una de las características principales del naturalismo tenebrista es el tratar a los personajes divinos como personas normales; el fuerte contraste entre zonas muy iluminadas y zonas en penumbra, sería otro rasgo a destacar dentro de este movimiento. Ambas características las encontramos en esta escena en la que aparecen dos ancianos que pueden ser San Pedro y San Pablo o dos filósofos de la antigüedad discutiendo sobre un texto. Uno aparece de frente con la mirada clavada en el que vemos de espaldas, siendo destacable la expresividad de los ojos y de su gesto. Ambas figuras están perfectamente modeladas interesándose el artista por resaltar las manos y los detalles de los elementos que las rodean, como el excelente bodegón que encontramos en la zona de la derecha.El colorido oscuro, a base de grises, marrones, negros y ocres es el que utilizaban Caravaggio o Velázquez durante sus etapas tenebristas.
acepcion
En la cultura egipcia solía asociarse al cuerpo femenino, el oro, la madera, las fibras y los textiles.
acepcion
Según las creencias egipcias, estaba relacionado con el cosmos. Era una de las tonalidades más difíciles de fabricar, ya que en ocasiones tendía al verde.