El rey fue incapaz de unir aquel puzzle de pueblos -sirios, kurdos y árabes-, de credos y tendencias -chiíes en el sur y este, sunníes en el norte y oeste y mazdeistas en el noreste- de intereses petrolíferos, de clanes familiares enfrentados por pozos y pastizales y de un creciente nacionalismo antibritánico... Feisal, desbordado por la situación y atenazado por el colonialismo, falleció amargado en 1933. Su hijo Ghazi fue un juguete en manos del ejército: padeció seis golpes militares en otros tantos años de reinado. Heredó el trono su hijo, Feisal II, un niño cuya corona estaba en manos de una dictadura... y de Londres. Los militares iraquíes se mostraron partidarios del Eje y desde Transjordania (desgajada de Palestina y convertida en reino) les atacó y derrotó una columna británico-colonial, en 1941, y colocó junto al trono a Nuri Said, un político de toda su confianza. Hasta 1958 se prolongaría la influencia de Londres a través de este primer ministro o de otros personajes colocados junto al trono. El proyecto del Creciente Fértil -un gran reino hachemí formado por Irak, Líbano, Siria, Jordania y Palestina- acarrearía a Bagdad la enemistad de Egipto y aumentaría el recelo saudí. El proyecto fracasó por la desconfianza siria a integrarse en una monarquía y gracias a un pronunciamiento en Damasco, tras el que se sospechó la mano de Estados Unidos. Allí se desintegró la ya menguada colaboración inter-árabe y, a partir de entonces, comenzó a hablarse del juego de los petrodólares. Pero más contraproducente sería para el trono el Pacto de Bagdad, de 1955, que implicaba a la región en las redes defensivas occidentales frente a la URSS. Esa toma de postura indignó a Nasser, que lo vio como un ataque a su panarabismo y una nueva injerencia británica en la zona. Cuenta Miles Coppeland, amigo de Nasser y agente norteamericano, que el rais, a punto de firmar un gran acuerdo armamentístico con Washington, montó en cólera y juró vengarse tanto del régimen iraquí como de sus mentores británicos. Eso ocurría dos semanas antes de la Conferencia de Bandung, donde Nasser ya compareció como "no alineado". Seis meses después comenzaría a comprar armas a Checoslovaquia y un año más tarde nacionalizó el Canal de Suez.
Busqueda de contenidos
contexto
Al sincero lector Cuando esta obra se començó, començóse a dezir de los que lo supieron que se hazía un Calepino, y aun hasta agora no cesan muchos de me preguntar que en qué términos anda el Calepino. Ciertamente fuera harto provechoso hazer una obra tan útil para los que quieren deprender esta lengua mexicana, como Ambrosio Calepino la hizo para los que quieren deprender la lengua latina y la significación de sus vocablos. Pero ciertamente no ha havido oportunidad, porque Calepino sacó los vocablos y las significaciones de ellos, y sus equivocaciones y metáphoras, de la lección de los poetas y oradores y de los otros autores de la lengua latina, autorizando todo lo que dize con los dichos de los autores, el cual fundamento me ha faltado a mí, por no haver letras ni escriptura entre esta gente; y ansí me fue impossible hazer Calepino. Pero eché los fundamentos para quien quisiere con facilidad le pueda hazer, porque por mi industria se han escripto doze libros de lenguaje propio y natural de esta lengua mexicana, donde allende de ser muy gustosa y provechosa escriptura, hallarse han también en ella todas las maneras de hablar y todos los vocablos que esta lengua usa, tan bien autorizados y ciertos, como lo que escrivió Vergilio y Cicerón, y los demás autores de la lengua latina. Van estos doze libros de tal manera traçados que cada plana lleva tres columnas: la primera de lengua española; la segunda, la lengua mexicana; la tercera, la declaración de los vocablos mexicanos señalados con sus cifras en ambas partes. Lo de la lengua mexicana se ha acabado de sacar en blanco todos doze libros; lo de la lengua española y las escolias no está hecho, por no haver podido más por falta de ayuda y de favor. Si se me diese la ayuda necessaria, en un año o poco más se acabaría todo; y cierto, si se acabase, sería un tesoro para saber muchas cosas dignas de ser sabidas, y para con facilidad saber esta lengua con todos sus secretos, y sería cosa de mucha estima en la Nueva y Vieja España. Al lector Para la inteligencia de las figuras o imágines que están aquí adelante, notará el prudente lector que son las imágines de los dioses de que se trata en este primero libro, los cuales adoravan estos naturales de esta Nueva España en tiempo de su idolatría. Cada una tiene su nombre escrito junto a la cabeça, y el capítulo y número de hojas donde se trata del mismo dios o ídolo está junto a los pies (ver láminas I-VI).
lugar
<p>La aldea se encontraba en la parte suroeste de la Llanura de al-Hula, cerca de la orilla occidental del lago al-Hula. Un camino secundario la conectaba con una carretera que llevaba a Safad. En 1596, al-'Ulmaniyya era una aldea en la nahiya de Jira (liwa' de Safad) con una población de cincuenta y cinco habitantes. Pagaba impuestos sobre varios cultivos, incluyendo trigo y cebada. También se gravaban bienes y propiedades como cabras, colmenas, búfalos de agua y huertos. En tiempos modernos, al-'Ulmaniyya estaba orientada de norte a sur. Algunas de sus casas pertenecían a los beduinos 'Arab al-Zubayd, que vivían aproximadamente a 1.5 km del centro del pueblo. La población de al-'Ulmaniyya era mayoritariamente musulmana. El agua para uso doméstico provenía de manantiales cercanos. La agricultura, especialmente el cultivo de granos, constituía la base de su economía. En 1944/45, 1,135 dunams de sus tierras se destinaron a cereales. Los habitantes también criaban ganado. Existían vestigios de ocupación anterior en la aldea, y al noroeste se encontraban cuevas artificiales excavadas en la roca.</p>
contexto
Aunque la realidad histórica de al-Andalus se comprende dentro de la general del mundo islámico de aquellos siglos, es conveniente exponer con mayor extensión algunas noticias relativas a sus características y peculiaridades. Hispania era un territorio muy alejado de las tierras originarias y centrales del Islam; era también un reino, el de los visigodos, cuya evolución corría pareja con la de otros del occidente europeo de entonces y, aunque atravesaba por una época de depresión demográfica y dificultades políticas, su identidad religiosa y cultural era más sólida y homogénea que la de los territorios magrebíes conquistados poco antes, por lo que también lo sería su recuerdo: las resistencias contra los invasores en las montañas cantábricas y pirenaicas comenzaron pronto, aunque eran muy limitadas y, en parte, heredaban o recordaban a las mantenidas contra anteriores poderes de origen mediterráneo; los reyes de Asturias reclamarían para sí la herencia y la voluntad de restauración de la monarquía visigoda, argumento ideológico que demostró una enorme fuerza y que recorre toda la Edad Media hispano-cristiana. La vecindad y crecimiento de la Europa occidental desde tiempos carolingios sería otro estímulo, cada vez más fuerte, en pro de la lucha contra los musulmanes y de la conquista, o reconquista, de la amplísima parte del solar peninsular integrada en el Islam. Por otra parte, la invasión musulmana se produjo al término, que sería definitivo, de la segunda época de expansión, protagonizada por los omeyas: no tuvo continuidad y fue siempre una especie de punto extremo y final en la página de la expansión islámica. A pesar de estas peculiaridades debidas a la geografía y a la historia, la conquista de Hispania recuerda, por más de un aspecto, a las anteriores del Próximo Oriente o a la de Ifriqiya. Previamente se había dado una debilitación interior del poder regio -luchas entre las familias de Chindasvinto y Wamba-, acentuada por la proto-feudalización de oficios y tierras a favor de una aristocracia poco solidaria con lo que el reino significaba como conjunto y construcción unitaria; la decadencia de la autoridad moral del episcopado, evidente en las últimas décadas del siglo VII, y la hostilidad contra los judíos -que recuerda episodios anteriores en Oriente-, hacían más oscura la situación frente a un peligro exterior que los dirigentes del reino podían prever. La circunstancia de la conquista muestra, como en otras anteriores, un país dividido e insolidario frente a un invasor decidido y con motivaciones muy claras, entre ellas, la de exportar la inquietud y belicosidad de los beréberes, apenas islamizados, fuera de su propia tierra. La entrega de Ceuta, en el año 710, abría el camino, aunque hay autores que señalan la posibilidad de que la primera invasión se produjera por el Sureste peninsular y no por la zona del Estrecho. El rey Rodrigo se vio traicionado por parte de la aristocracia y de su ejército en la batalla del Guadalete (711) y, con su derrota, la monarquía visigoda se derrumbó rápidamente mientras que los invasores encontraban relativamente pocas resistencias: en aquel momento no había proselitismo sino oferta de pactos de capitulación que no empeoraban el estado económico o tributario anterior, y muchos aristócratas consiguieron conservar propiedades, rentas e incluso formas de participación en el poder. Tariq, que obtuvo la primera victoria, habría desembarcado con unos 12.000 beréberes, y al año siguiente le siguió su señor, Musa ibn Nusayr, con 18.000 árabes, según la tradición. Dos años después, en el 714, las principales operaciones habían concluido y el reino de los visigodos se había derrumbado tan fulminantemente como tres cuartos de siglo atrás la Siria o el Egipto bizantinos, pero con la gran diferencia de que la posible insolidaridad social no se refería, en este caso, a ningún poder político exterior. La resistencia astur (Covadonga, 722) aparece en aquel momento como una realidad marginal y, a pesar de que las noticias sean tan escasas, habrá que seguirse preguntando sobre las causas profundas y próximas que contribuyeron a provocar aquel hundimiento. Entre los años 714 y 756, el nuevo territorio del Islam acogió a más inmigrantes árabes, sirios y, sobre todo, beréberes, que recibieron trato desigual, lo que provocó reyertas entre ellos, unas veces entre árabes, pues la mayoría seguían viviendo de los impuestos de la población sometida y no habían recibido tierras, otras de los beréberes contra los árabes, como ocurrió a raíz del gran alzamiento norteafricano de los años 740-741. Por entonces, el emirato de al-Andalus había alcanzado todas sus características como ámbito político y los cristianos que vivían en él considerarían consumada la pérdida de Hispania, según la conocida expresión de la Crónica Mozárabe (año 754). La llegada en el 756 de Abd al-Rahman, único superviviente de la familia omeya después de su derrota y exterminio a manos de los abbasíes y sus aliados, provocó la independencia política de al-Andalus, que el nuevo califato apenas estuvo en condiciones de combatir, tal era la lejanía de la península y la escasez de medios que podía movilizar en aquel caso Bagdad. ¿Intentaron reproducir los emires independientes omeyas en al-Andalus las ideas y la línea política seguida por sus antepasados en Damasco? Sin duda, el predominio de lo árabe es patente en muchos momentos de la historia andalusí, pero no parece que se cometiera el error de marginar habitualmente a los otros componentes de la población. Abd al-Rahman I debió inspirarse también en antecedentes visigodos, no sólo orientales, para desarrollar su régimen monárquico y las instituciones administrativas y fiscales. Concluía el siglo VIII cuando Al-Hakam I (796-822) conseguía crear los cuadros de un ejército a sueldo permanente, en medio de diversas revueltas internas y del primer ataque fuerte procedente de la Asturias de Alfonso II. En las primeras décadas del IX, bajo el emirato de Abd al-Rahman II, mejoraron las condiciones económicas y sociales; hubo, tal vez, una introducción de las iniciativas y métodos elaborados por los abbasíes en Oriente y se produjo un fuerte proceso de conversión al Islam y cierta promoción de los mawali o muladíes hispanos. Sin embargo, aquella primera madurez de la sociedad musulmana andalusí, desembocó en un periodo de disgregación y revueltas entre los años 850 y 920, aproximadamente, al que contribuyeron, unidas o independientes, varias causas, entre ellas la oposición a la hegemonía árabe, a la arabización cultural, y, por parte de bastantes cristianos mozárabes, al peligro de una islamización cada vez más intensa. También, las rebeldías contra el poder emiral y su concentración en Córdoba. Y, en fin, la presión de las operaciones militares y conquistas llevadas a cabo por los reyes de Asturias, que pasaron a instalar su capital en León (año 914), y, en menor medida, por los vascones pirenaicos y por los condes de la Cataluña carolingia. La salida de esta crisis ocurre durante los primeros años de Abd al-Rahman III (912-961), quien en el año 929 decide autoproclamarse califa, iniciándose una nueva etapa.
contexto
Tras la caída del Califato en el año 1031, en al-Andalus se pueden establecer tres periodos claramente diferenciados: los Reinos de Taifas (1031-1090), las Dinastías Beréberes (1090-1231) y el Reino Nazarí de Granada (1232-1492). Los califas cordobeses padecieron los mismos efectos que los abbasíes habían experimentado un siglo atrás: los jefes militares, sobre todo Al-Mansur, mediatizaron la voluntad de Hisam II y, en cuanto cesó el prestigio del caudillaje y de las victorias militares sobre los cristianos que, además, eran poco rentables, las disensiones internas en el ejército contribuyeron a producir una nueva disgregación aunque, esta vez, sobre bases económicas y situaciones sociales mucho más prósperas que las de mediados del siglo IX, porque a lo largo del X se había producido, entre otras cosas, un fuerte progreso de las ciudades y del comercio, un mejor control del aprovisionamiento de oro africano, y un auge de la actividad cultural que continuaron durante buena parte del XI. La quiebra y fragmentación del califato tuvieron lugar rápidamente, entre los años 1008 y 1031. Tomaron su relevo varias decenas -llegó a haber casi treinta- de pequeños reinos de diversa extensión territorial y viabilidad política muy diversa, a los que se conoce como taifas, cuyos reyezuelos (muluk al-tawa'if) actuaban como supuestos representantes de unos califas cordobeses ya inexistentes lo que, sin embargo, demuestra que se consideraba provisional, aunque indefinido, el eclipse del califato. Algunas taifas fueron gobernadas por dinastías beréberes y otras por individuos surgidos del mundo de los mercenarios eslavones, pero muchas fueron andalusíes, regidas por muladíes o por árabes ya totalmente integrados en la sociedad autóctona. Los reinos de taifas más importantes, que absorbieron a otros menores, fueron los que tenían frontera con la España cristiana, por elementales razones estratégicas: Badajoz en la marca inferior y Toledo en la media, ambos con dinastías beréberes, Zaragoza, Lérida y Tudela en la marca superior, con reyes andalusíes. En el Sur se consolidó una taifa importante de dinastía bereber, la de los ziríes de Granada, y otra andalusí, la de Sevilla. En Levante predominaron las taifas de eslavones: Tortosa, Valencia, Denia y Baleares, Murcia, Almería. Por los mismos años en que se disgregaba el califato de Córdoba ocurrían también importantes redistribuciones del poder político en los reinos de la España cristiana, durante los años de Sancho Garcés III de Pamplona y los inmediatos a su muerte. Por entonces, León con Castilla, que fue reino desde 1035, sobrepasaba ampliamente la frontera del Duero, Navarra dominaba las tierras del alto Ebro hasta cerca de Tudela, y Aragón se constituía como reino e integraba también Sobrarbe y Ribagorza. Más al Este, la Cataluña Vieja había completado el proceso de dominio y poblamiento entre los Pirineos y el bajo Llobregat. La presión militar y tributaria de los poderes cristianos sobre los taifas aumentó desde mediados del siglo XI, a medida que se hacía cargo de ella Fernando I de Castilla y León. En la generación siguiente, su hijo Alfonso VI consiguió la capitulación de Toledo y su taifa en el año 1085, suceso crucial en la historia hispánica del medievo, pero aquello tuvo como consecuencia que otros reyes de taifas, en especial el de Sevilla, reclamaran la ayuda de los almorávides del Magreb, que pasaron pronto de la condición de aliados a la de dueños del poder prevaliéndose de su fuerza y del prestigio que les aportaron sus victorias sobre Alfonso VI. Los reinos de taifas habían prolongado muchos aspectos del esplendor cultural del califato pero fueron incapaces de heredar su fuerza política y guerrera y sucumbieron ante la doble presión de las exigencias tributarias o parias y de la presión militar de los reyes cristianos, por una parte y, por otra, ante el regeneracionismo musulmán de los almorávides que, al hacer frente a los cristianos y reunificar al-Andalus, consiguieron, sin duda, su supervivencia pero en condiciones distintas a las que hasta entonces se habían dado. A pesar de sus victorias frente a Alfonso VI de León y Castilla, Yusuf ibn Tasfin no pudo recuperar Toledo, aunque sí unificar paulatinamente al-Andalus bajo su dominio, deponiendo a los diversos reyes taifas. El apogeo almoravide se alcanzo en época de Ali ibn Yusuf (1107-1124), aunque no consiguió evitar la conquista de Zaragoza por Alfonso I de Aragón, ni la consolidación cristiana en Toledo, asediada por ultima vez en 1139, ni una primera revuelta en Córdoba, en 1120, que anunciaba el descontento de muchos andalusíes ante los nuevos dueños del país. Con todo, la amenaza mayor provenía del Magreb, donde el mahdí Ibn Tumart difundía desde 1124 un nuevo movimiento religioso, el de los almohades o al-Muwahhidun (Confesores del Uno), cuyas consecuencias políticas no tardarían en dejarse sentir. Los comienzos almohades fueron modestos, e incluso conocieron la derrota en su refugio montañoso de Tinmall. El mahdí murió en 1130 y dos años después su sucesor, Abd al-Mu'min (m. 1163) tomaba el título shií de Amir al-Mu´minin, para acentuar sus distancias con respecto a los almorávides, y comenzaba una cadena de conquistas y adhesiones políticas: el Este de Marruecos hasta 1139, luego, Tremecén (1144), Fez (1145), Marrakech (1146), el Magreb central (Bugía, 1152) y, en fin, Túnez e Ifriqiya en 1159, desplazando a los poderes locales ziríes e hilalíes. Había conseguido dominar todo el Magreb excepto sus bordes saharianos sureños, que fueron el punto de partida de los almorávides, y, desde 1151, recibía peticiones para intervenir en al-Andalus, donde habían resurgido diversos reinos de taifas, pero fue su sucesor Abu Ya'qub Yusuf (1163-1184) quien intervino en la península desde 1171, unificó el territorio musulmán, fijó su capitalidad en Sevilla e inició una época de reconstrucción interior y de difícil equilibrio militar que tuvo sus momentos culminantes en la victoria de Alarcos sobre Alfonso VIII de Castilla (1195), obtenida por Abu Yusuf Ya'qub (1184-1199) y en la tremenda derrota de Las Navas de Tolosa o al-Uqab (1212), padecida por Muhammad al-Nasir (1199-1213) frente al rey castellano y sus aliados, tremenda porque el sultán había movilizado unas 600.000 personas, procedentes en su mayoría del Magreb. Aquel imperio se disgregó entre 1223 y 1269, y ninguno de los poderes que le sucedieron en el Magreb pudo alcanzar ni sus dimensiones ni su importancia política. Cuando murió Yusuf al-Muntasir (1213-1223), estallaron rivalidades en el seno de la familia reinante, y los sultanes renunciaron a sus apoyos tradicionales para fiarse cada vez más de mercenarios hilalíes, meriníes y cristianos de Castilla. En al-Andalus no se reconoció al nuevo sultán en 1223, el poder almohade desapareció desde 1230, y se desencadenó un complejo proceso de disgregación interna acelerado por las decisivas conquistas cristianas (Córdoba, 1236, Valencia, 1238, Sevilla, 1248) que produjeron, como efecto secundario y residual, el nacimiento del emirato nasrí en Granada. Aunque aislada del norte de África desde 1350, Granada supo explotar la rivalidad castellano-aragonesa y las crisis internas de Castilla para alcanzar su máximo esplendor cultural -Alhambra- y político. Sin embargo, la dependencia exterior (sobre todo de Génova) de su floreciente economía -sedas, textiles- y una nobleza tan levantisca como la cristiana precipitaron la decadencia nazarí durante el siglo XV. Tras el buen gobierno de Yusuf I (1333-1354), sobresalió la figura de su hijo Muhammad V (1354-1359 y 1362-1391), aliado de Pedro I de Castilla y enemigo de Pedro el Ceremonioso, quien patrocinó las entronizaciones de los incapaces Ismail II (1359-1360) y Muhammad VI el Bermejo (1360-1362) durante la Guerra de los Dos Pedros. En su segunda etapa (1362-1391) Muhammad V protagonizó un reinado de paz, prosperidad, auge cultural y fortalecimiento militar -recuperación de Algeciras (1369-1379), Ronda, Gibraltar y Ceuta (1382-1386)-. Con Yusuf II (1391-1392) y Muhammad VII (1392-1408) se inició un grave proceso de desestabilización política interna consecuencia de las luchas internas y problemas económicos derivados del progresivo aislamiento de Granada del mundo islámico y magrebí. Esta etapa coincidió también con una mayor agitación militar en la frontera. El reinado de Yusuf III (1408-1417) sufrió la reactivación militar castellana, cuya consecuencia más grave fue la pérdida de Antequera ante el infante Fernando (1410). Las derrotas de la minoría de Muhammad VIII y el descontento provocaron la revuelta nobiliaria del linaje de los Banu Sarrag (Abencerrajes), que entronizaron a Muhammad IX el Izquierdo o el Zurdo (1419-1427). Las luchas entre dos bandos de la familia real (Zegríes y Abencerrajes), que comenzaron entonces, abrieron un periodo de inestabilidad interior que Granada no sería capaz de superar, desembocando en la conquista de la capital del reino por parte de los Reyes Católicos en 1492.
lugar
Ciudad situada al sureste de Bagdad, cerca del río Tigris, y capital administrativa de la provincia de Maysal. Es un puerto y mercado para grano y fruta. En ella habitan alrededor de 750.000 habitantes. La ciudad fue fundada en 1860 por los otomanos como puesto avanzado militar, construyéndose una ciudad de amplias y modernas avenidas. Pronto pasó a ser capital administrativa de la provincia otomana de Maysal. A lo largo de su corta historia ha sufrido varios conflictos armados; el primero de ellos tuvo un marcado carácter tribal, ya que se enfrentaron dos tribus locales. El segundo conflicto fue la I Guerra Mundial, donde quedó prácticamente destruida; los turcos consiguieron parar el avance inglés durante 143 días. Los británicos la volvieron a controlar definitivamente en 1917. Finalmente, se vio también afectada por la guerra entre Irán e Iraq (1980 - 1988).
contexto
Aunque la realidad histórica de al-Andalus se comprende dentro de la general del mundo islámico de aquellos siglos, es conveniente exponer con mayor extensión algunas noticias relativas a sus características y peculiaridades. Hispania era un territorio muy alejado de las tierras originarias y centrales del Islam; era también un reino, el de los visigodos, cuya evolución corría pareja con la de otros del occidente europeo de entonces y, aunque atravesaba por una época de depresión demográfica y dificultades políticas, su identidad religiosa y cultural era más sólida y homogénea que la de los territorios magrebíes conquistados poco antes, por lo que también lo sería su recuerdo: las resistencias contra los invasores en las montañas cantábricas y pirenaicas comenzaron pronto, aunque eran muy limitadas y, en parte, heredaban o recordaban a las mantenidas contra anteriores poderes de origen mediterráneo; los reyes de Asturias reclamarían para sí la herencia y la voluntad de restauración de la monarquía visigoda, argumento ideológico que demostró una enorme fuerza y que recorre toda la Edad Media hispano-cristiana. La vecindad y crecimiento de la Europa occidental desde tiempos carolingios sería otro estímulo, cada vez más fuerte, en pro de la lucha contra los musulmanes y de la conquista, o reconquista, de la amplísima parte del solar peninsular integrada en el Islam. Por otra parte, la invasión musulmana se produjo al término, que sería definitivo, de la segunda época de expansión, protagonizada por los omeyas: no tuvo continuidad y fue siempre una especie de punto extremo y final en la página de la expansión islámica. A pesar de estas peculiaridades debidas a la geografía y a la historia, la conquista de Hispania recuerda, por más de un aspecto, a las anteriores del Próximo Oriente o a la de Ifriqiya. Previamente se había dado una debilitación interior del poder regio -luchas entre las familias de Chindasvinto y Wamba-, acentuada por la proto-feudalización de oficios y tierras a favor de una aristocracia poco solidaria con lo que el reino significaba como conjunto y construcción unitaria; la decadencia de la autoridad moral del episcopado, evidente en las últimas décadas del siglo VII, y la hostilidad contra los judíos -que recuerda episodios anteriores en Oriente-, hacían más oscura la situación frente a un peligro exterior que los dirigentes del reino podían prever. La circunstancia de la conquista muestra, como en otras anteriores, un país dividido e insolidario frente a un invasor decidido y con motivaciones muy claras, entre ellas, la de exportar la inquietud y belicosidad de los beréberes, apenas islamizados, fuera de su propia tierra. La entrega de Ceuta, en el año 710, abría el camino, aunque hay autores que señalan la posibilidad de que la primera invasión se produjera por el Sureste peninsular y no por la zona del Estrecho. El rey Rodrigo se vio traicionado por parte de la aristocracia y de su ejército en la batalla del Guadalete (711) y, con su derrota, la monarquía visigoda se derrumbó rápidamente mientras que los invasores encontraban relativamente pocas resistencias: en aquel momento no había proselitismo sino oferta de pactos de capitulación que no empeoraban el estado económico o tributario anterior, y muchos aristócratas consiguieron conservar propiedades, rentas e incluso formas de participación en el poder. Tariq, que obtuvo la primera victoria, habría desembarcado con unos 12.000 beréberes, y al año siguiente le siguió su señor, Musa ibn Nusayr, con 18.000 árabes, según la tradición. Dos años después, en el 714, las principales operaciones habían concluido y el reino de los visigodos se había derrumbado tan fulminantemente como tres cuartos de siglo atrás la Siria o el Egipto bizantinos, pero con la gran diferencia de que la posible insolidaridad social no se refería, en este caso, a ningún poder político exterior. La resistencia astur (Covadonga, 722) aparece en aquel momento como una realidad marginal y, a pesar de que las noticias sean tan escasas, habrá que seguirse preguntando sobre las causas profundas y próximas que contribuyeron a provocar aquel hundimiento. Entre los años 714 y 756, el nuevo territorio del Islam acogió a más inmigrantes árabes, sirios y, sobre todo, beréberes, que recibieron trato desigual, lo que provocó reyertas entre ellos, unas veces entre árabes, pues la mayoría seguían viviendo de los impuestos de la población sometida y no habían recibido tierras, otras de los beréberes contra los árabes, como ocurrió a raíz del gran alzamiento norteafricano de los años 740-741. Por entonces, el emirato de al-Andalus había alcanzado todas sus características como ámbito político y los cristianos que vivían en él considerarían consumada la pérdida de Hispania, según la conocida expresión de la Crónica Mozárabe (año 754). La llegada en el 756 de Abd al-Rahman, único superviviente de la familia omeya después de su derrota y exterminio a manos de los abbasíes y sus aliados, provocó la independencia política de al-Andalus, que el nuevo califato apenas estuvo en condiciones de combatir, tal era la lejanía de la península y la escasez de medios que podía movilizar en aquel caso Bagdad. ¿Intentaron reproducir los emires independientes omeyas en al-Andalus las ideas y la línea política seguida por sus antepasados en Damasco? Sin duda, el predominio de lo árabe es patente en muchos momentos de la historia andalusí, pero no parece que se cometiera el error de marginar habitualmente a los otros componentes de la población. Abd al-Rahman I debió inspirarse también en antecedentes visigodos, no sólo orientales, para desarrollar su régimen monárquico y las instituciones administrativas y fiscales. Concluía el siglo VIII cuando Al-Hakam I (796-822) conseguía crear los cuadros de un ejército a sueldo permanente, en medio de diversas revueltas internas y del primer ataque fuerte procedente de la Asturias de Alfonso II. En las primeras décadas del IX, bajo el emirato de Abd al-Rahman II, mejoraron las condiciones económicas y sociales; hubo, tal vez, una introducción de las iniciativas y métodos elaborados por los abbasíes en Oriente y se produjo un fuerte proceso de conversión al Islam y cierta promoción de los mawali o muladíes hispanos. Sin embargo, aquella primera madurez de la sociedad musulmana andalusí, desembocó en un periodo de disgregación y revueltas entre los años 850 y 920, aproximadamente, al que contribuyeron, unidas o independientes, varias causas, entre ellas la oposición a la hegemonía árabe, a la arabización cultural, y, por parte de bastantes cristianos mozárabes, al peligro de una islamización cada vez más intensa. También, las rebeldías contra el poder emiral y su concentración en Córdoba. Y, en fin, la presión de las operaciones militares y conquistas llevadas a cabo por los reyes de Asturias, que pasaron a instalar su capital en León (año 914), y, en menor medida, por los vascones pirenaicos y por los condes de la Cataluña carolingia. La salida de la crisis ocurre durante los primeros años de Abd al-Rahman III (912-961). Córdoba alcanza el apogeo político a lo largo del siglo X, bajo su mando y el de sus sucesores Al-Hakam II (961-976) e Hisam II (976-1009) y los generales de éste, Galib, Al-Mansur y Abd al-Malik. Se restableció el equilibrio militar frente a los cristianos del Norte y al-Andalus pasó a la ofensiva, aunque no estaba en condiciones de recuperar o conquistar territorios sino de mantener su área fronteriza en torno al Sistema Central y el pre-Pirineo, y castigar con incursiones y razzias los territorios más norteños. Abd al-Rahman III tomó el título de califa en el 929 como réplica a sus enemigos fatimíes del Magreb, pero también para consolidar la pacificación de al-Andalus con aquel refuerzo político-doctrinal. Las discordias interiores parecían superarse en torno a un régimen fuerte y dotado de un ejército profesional en el que formaban no sólo árabes y beréberes, al margen ya de cualquier adscripción tribal, sino también muchos mercenarios y antiguos esclavos de origen eslavón. Los califas cordobeses padecieron los mismos efectos que los abbasíes habían experimentado un siglo atrás: los jefes militares, sobre todo Al-Mansur, mediatizaron la voluntad de Hisam II y, en cuanto cesó el prestigio del caudillaje y de las victorias militares sobre los cristianos que, además, eran poco rentables, las disensiones internas en el ejército contribuyeron a producir una nueva disgregación aunque, esta vez, sobre bases económicas y situaciones sociales mucho más prósperas que las de mediados del siglo IX, porque a lo largo del X se había producido, entre otras cosas, un fuerte progreso de las ciudades y del comercio, un mejor control del aprovisionamiento de oro africano, y un auge de la actividad cultural que continuaron durante buena parte del XI. La quiebra y fragmentación del califato tuvieron lugar rápidamente, entre los años 1008 y 1031. Tomaron su relevo varias decenas -llegó a haber casi treinta- de pequeños reinos de diversa extensión territorial y viabilidad política muy diversa, a los que se conoce como taifas, cuyos reyezuelos (muluk al-tawa'if) actuaban como supuestos representantes de unos califas cordobeses ya inexistentes lo que, sin embargo, demuestra que se consideraba provisional, aunque indefinido, el eclipse del califato. Algunas taifas fueron gobernadas por dinastías beréberes y otras por individuos surgidos del mundo de los mercenarios eslavones, pero muchas fueron andalusíes, regidas por muladíes o por árabes ya totalmente integrados en la sociedad autóctona. Los reinos de taifas más importantes, que absorbieron a otros menores, fueron los que tenían frontera con la España cristiana, por elementales razones estratégicas: Badajoz en la marca inferior y Toledo en la media, ambos con dinastías beréberes, Zaragoza, Lérida y Tudela en la marca superior, con reyes andalusíes. En el Sur se consolidó una taifa importante de dinastía bereber, la de los ziríes de Granada, y otra andalusí, la de Sevilla. En Levante predominaron las taifas de eslavones: Tortosa, Valencia, Denia y Baleares, Murcia, Almería. Por los mismos años en que se disgregaba el califato de Córdoba ocurrían también importantes redistribuciones del poder político en los reinos de la España cristiana, durante los años de Sancho Garcés III de Pamplona y los inmediatos a su muerte. Por entonces, León con Castilla, que fue reino desde 1035, sobrepasaba ampliamente la frontera del Duero, Navarra dominaba las tierras del alto Ebro hasta cerca de Tudela, y Aragón se constituía como reino e integraba también Sobrarbe y Ribagorza. Más al Este, la Cataluña Vieja había completado el proceso de dominio y poblamiento entre los Pirineos y el bajo Llobregat. La presión militar y tributaria de los poderes cristianos sobre los taifas aumentó desde mediados del siglo XI, a medida que se hacía cargo de ella Fernando I de Castilla y León. En la generación siguiente, su hijo Alfonso VI consiguió la capitulación de Toledo y su taifa en el año 1085, suceso crucial en la historia hispánica del medievo, pero aquello tuvo como consecuencia que otros reyes de taifas, en especial el de Sevilla, reclamaran la ayuda de los almorávides del Magreb, que pasaron pronto de la condición de aliados a la de dueños del poder prevaliéndose de su fuerza y del prestigio que les aportaron sus victorias sobre Alfonso VI. Los reinos de taifas habían prolongado muchos aspectos del esplendor cultural del califato pero fueron incapaces de heredar su fuerza política y guerrera y sucumbieron ante la doble presión de las exigencias tributarias o parias y de la presión militar de los reyes cristianos, por una parte y, por otra, ante el regeneracionismo musulmán de los almorávides que, al hacer frente a los cristianos y reunificar al-Andalus, consiguieron, sin duda, su supervivencia pero en condiciones distintas a las que hasta entonces se habían dado. ¿Cómo se formó la sociedad andalusí? A la altura de los siglos X y XI, sus diferencias con las de la España cristiana eran tajantes y, más que en los dos siglos anteriores, se puede hablar de frontera entre civilizaciones. La hispanocristiana recibiría influjos y herencias de la andalusí en su proceso de enfrentamientos y relaciones diversas, pero su identidad fue clara y crecientemente europea. En los siglos anteriores había ocurrido otro proceso, en condiciones muy distintas, el de la permanencia y fusión de realidades premusulmanas en al-Andalus: hay que destacar el bilingüismo, la supervivencia de aspectos y usos de la vida cotidiana y material, la herencia de tipo administrativo e incluso político, el papel de los cristianos mozárabes, diversamente valorado según las regiones y épocas. Pero en al-Andalus se formó una sociedad musulmana integrada en la civilización y en el mundo del Islam clásico, y sólo así cabe entender su realidad histórica: los 50.000 árabes y más del doble de beréberes que entraron en la Península hasta el siglo XI fueron suficientes, desde sus posiciones de dominio, para impulsar un nuevo orden social, cultural y religioso, al que se iban adhiriendo cada vez más conversos o muladíes hispanos en un proceso que culminó en el siglo X. Antes, sin embargo, se había recorrido un camino plagado de dificultades: incluso después de la conversión al Islam, las diferencias a favor de los árabes y sirios permanecían e irritaban a beréberes y a muladíes hispanos. Las revueltas y secesiones de la segunda mitad del siglo IX tuvieron en cuenta a menudo esta situación social. Así, en el valle del Ebro, la gran rebelión de Musa ibn Qasi y sus hijos contra Córdoba entre los años 842 y 880, se apoyó en la población muladí. Mientras tanto, Toledo conocía varias revueltas en los años 807, 829 a 837 y 852 y un periodo de autonomía total entre 873 y 932, una de cuyas bases fue la población muladí y la escasez de árabes y beréberes en aquel sector. En la actual Andalucía, las revueltas de muladíes y mozárabes fueron frecuentes en la segunda mitad del siglo IX frente al predominio árabe en Jaén o Granada, por ejemplo: la alteración más conocida fue la revuelta rural de musulmanes y cristianos en el Sureste, desarrollada entre los años 880 y 917 bajo el mando de Umar ibn Hafsun, un muladí que llegó incluso a ser nombrado representante del califa abbasí aunque acabó sus días convertido al cristianismo, lo que le restó muchos apoyos. Los mozárabes perdieron fuerza y disminuyeron en número después de la crisis de la segunda mitad del IX, además de aceptar aspectos lingüísticos y culturales árabes no incompatibles con su fe religiosa que, salvo excepciones, fue respetada en las condiciones previstas por la ley islámica. Bastantes emigraron a tierras cristianas pero otros permanecieron como minoría hasta las definitivas expulsiones del siglo XII debidas a almorávides y almohades. Los judíos, que no parecen haber participado en revueltas o alteraciones, tenían también la consideración de hombres del Libro y, por lo tanto, de protegidos, y mantuvieron una situación próspera o, al menos, pacífica, hasta que les afectó también la radicalización e intransigencia de los dominadores norteafricanos en el siglo XII. Para consolidar y mejorar las hipótesis expuestas en los párrafos anteriores haría falta disponer de muchos más conocimientos sobre las formas y tiempos de aculturación, las maneras que árabes y beréberes tuvieron de asentarse en ciudades y territorios, la intensidad de la mezcla con poblaciones hispanas, e incluso sobre las relaciones entre al-Andalus y el resto del mundo islámico: aquí sólo se ha procurado exponer brevemente una interpretación razonable a partir de los conocimientos actuales. El movimiento almohade tuvo una fuerza doctrinal mucho mayor que el almorávide. Ibn Tumart había conocido a Gazali, "ideólogo del estado selyucida" (Laroui), y recibió su influencia, así como la de Ibn Hazm de Córdoba y la de algunas ramas esotéricas del shiísmo, del que toma la figura del mahdí, útil para agrupar voluntades en torno a una teología rica en matices, pues incorpora incluso algunos de raíz mu'tazilí en orden a la "elaboración racional de una definición de Dios y de sus atributos, uso del razonamiento silogístico y de la interpretación alegórica del Corán" (Laroui), pero que es, además, compatible con expresiones piadosas de tipo sufí capaces de movilizar la religiosidad colectiva y de dar mayor profundidad a la fe islámica. Los comienzos almohades fueron modestos, e incluso conocieron la derrota en su refugio montañoso de Tinmall. El mahdí murió en 1130 y dos años después su sucesor, Abd al-Mu'min (m. 1163) tomaba el título shií de Amir al-Mu´minin, para acentuar sus distancias con respecto a los almorávides, y comenzaba una cadena de conquistas y adhesiones políticas: el Este de Marruecos hasta 1139, luego, Tremecén (1144), Fez (1145), Marrakech (1146), el Magreb central (Bugía, 1152) y, en fin, Túnez e Ifriqiya en 1159, desplazando a los poderes locales ziríes e hilalíes. Había conseguido dominar todo el Magreb excepto sus bordes saharianos sureños, que fueron el punto de partida de los almorávides, y, desde 1151, recibía peticiones para intervenir en al-Andalus, donde habían resurgido diversos reinos de taifas, pero fue su sucesor Abu Ya'qub Yusuf (1163-1184) quien intervino en la península desde 1171, unificó el territorio musulmán, fijó su capitalidad en Sevilla e inició una época de reconstrucción interior y de difícil equilibrio militar que tuvo sus momentos culminantes en la victoria de Alarcos sobre Alfonso VIII de Castilla (1195), obtenida por Abu Yusuf Ya'qub (1184-1199) y en la tremenda derrota de Las Navas de Tolosa o al-Uqab (1212), padecida por Muhammad al-Nasir (1199-1213) frente al rey castellano y sus aliados, tremenda porque el sultán había movilizado unas 600.000 personas, procedentes en su mayoría del Magreb. Después de sus primeros tiempos como "democracia teocrática", el movimiento almohade había pasado a sustentar una monarquía hereditaria que chocaba con frecuentes revueltas internas -siete principales entre 1147 y 1213- y también con resistencias exteriores como las de los almorávides Ibn Ghaniya, dueños de Baleares e incluso de Túnez en 1203, hasta que al-Nasir recuperó Ifriqiya y conquistó las Baleares en 1206-1207. En 1195, por ejemplo, Ya'qub había tenido que regresar al Magreb para hacer frente a una crisis interna y perdió la oportunidad de aprovechar las posibilidades abiertas por la victoria de Alarcos. Pero los sultanes almohades consiguieron ejercer un poder estable y bien organizado gracias a la adopción de modelos políticos árabes y a la integración en ellos de andalusíes y, sobre todo, de beréberes, mientras que se producía un proceso de islamización en el Magreb de intensidad desconocida hasta entonces. Los restos arquitectónicos de la época almohade en Tremecén, Marrakech, Fez, Rabat o Sevilla, son testimonio tanto de una potencia política y militar como de una época en la que aumentó mucho el influjo cultural andalusí en el Magreb. A los motivos, ya expuestos, que permiten comprender mejor el porque del poder almohade, añadamos ahora otros dos: sus medios financieros y militares. La fiscalidad de los sultanes potenció los medios tradicionales, reorganizó el jaray, considerando propiedad del sultán incluso las viviendas en algunas ciudades, como Túnez, y continuó con la practica de los impuestos sobre el comercio interior, además de regular las aduanas en los tráficos exteriores dominados cada vez más por los mercaderes genoveses a través de tratados comerciales. Expresión de la estabilidad fue la moneda de oro, la dobla o dinar Yusufí, acuñada por el segundo sultán, que sería imitada en la España cristiana, y el característico dirhem de plata cuadrado. Los almohades dispusieron todavía de una marina potente: para la proyectada expedición a al-Andalus en 1163 se reunieron unos 400 barcos. Y de un ejercito heterogéneo de árabes, beréberes y mercenarios en el que predominaba la caballería. Aquel imperio se disgregó entre 1223 y 1269, y ninguno de los poderes que le sucedieron en el Magreb pudo alcanzar ni sus dimensiones ni su importancia política. Cuando murió Yusuf al-Muntasir (1213-1223), estallaron rivalidades en el seno de la familia reinante, y los sultanes renunciaron a sus apoyos tradicionales para fiarse cada vez más de mercenarios hilalíes, meriníes y cristianos de Castilla. En Ifriqiya, donde continuó hasta 1233 la revuelta del último de los almorávides Ibn Ghaniya, su vencedor, Abu Zakariya, estableció su propia dinastía, la de los hafsíes, y proclamó la plena independencia desde 1236. En al-Andalus no se reconoció al nuevo sultán en 1223, el poder almohade desapareció desde 1230, y se desencadenó un complejo proceso de disgregación interna acelerado por las decisivas conquistas cristianas (Córdoba, 1236, Valencia, 1238, Sevilla, 1248) que produjeron, como efecto secundario y residual, el nacimiento del emirato nasrí en Granada. En el Magreb central se instaló la nueva dinastía de los Zayyaníes o Abdalwadíes, en Tremecén, libre de cualquier obediencia a los almohades desde 1248. Y en el oeste, la ruina de su poder benefició a los meriníes, que tomaron la capital almohade, Marrakech, en 1269, y se proclamaron sus sucesores legítimos. El gran imperio había desaparecido pero "nada muestra mejor la importancia de la epopeya almohade que la fascinación que ejerció sobre los soberanos magrebíes posteriores. Todos quisieron recoger y hacer que fructificara su herencia..." Con los almohades, probablemente, el Magreb incorporó "un modelo de estado, una cultura y una fe que le permitieron desde entonces permanecer reconociéndose en una tradición" (Laroui).
contexto
Aunque la realidad histórica de al-Andalus se comprende dentro de la general del mundo islámico de aquellos siglos, es conveniente exponer con mayor extensión algunas noticias relativas a sus características y peculiaridades. Hispania era un territorio muy alejado de las tierras originarias y centrales del Islam; era también un reino, el de los visigodos, cuya evolución corría pareja con la de otros del occidente europeo de entonces y, aunque atravesaba por una época de depresión demográfica y dificultades políticas, su identidad religiosa y cultural era más sólida y homogénea que la de los territorios magrebíes conquistados poco antes, por lo que también lo sería su recuerdo: las resistencias contra los invasores en las montañas cantábricas y pirenaicas comenzaron pronto, aunque eran muy limitadas y, en parte, heredaban o recordaban a las mantenidas contra anteriores poderes de origen mediterráneo; los reyes de Asturias reclamarían para sí la herencia y la voluntad de restauración de la monarquía visigoda, argumento ideológico que demostró una enorme fuerza y que recorre toda la Edad Media hispano-cristiana. La vecindad y crecimiento de la Europa occidental desde tiempos carolingios sería otro estímulo, cada vez más fuerte, en pro de la lucha contra los musulmanes y de la conquista, o reconquista, de la amplísima parte del solar peninsular integrada en el Islam. Por otra parte, la invasión musulmana se produjo al término, que sería definitivo, de la segunda época de expansión, protagonizada por los omeyas: no tuvo continuidad y fue siempre una especie de punto extremo y final en la página de la expansión islámica. A pesar de estas peculiaridades debidas a la geografía y a la historia, la conquista de Hispania recuerda, por más de un aspecto, a las anteriores del Próximo Oriente o a la de Ifriqiya. Previamente se había dado una debilitación interior del poder regio -luchas entre las familias de Chindasvinto y Wamba-, acentuada por la proto-feudalización de oficios y tierras a favor de una aristocracia poco solidaria con lo que el reino significaba como conjunto y construcción unitaria; la decadencia de la autoridad moral del episcopado, evidente en las últimas décadas del siglo VII, y la hostilidad contra los judíos -que recuerda episodios anteriores en Oriente-, hacían más oscura la situación frente a un peligro exterior que los dirigentes del reino podían prever. La circunstancia de la conquista muestra, como en otras anteriores, un país dividido e insolidario frente a un invasor decidido y con motivaciones muy claras, entre ellas, la de exportar la inquietud y belicosidad de los bereberes, apenas islamizados, fuera de su propia tierra. La entrega de Ceuta, en el año 710, abría el camino, aunque hay autores que señalan la posibilidad de que la primera invasión se produjera por el Sureste peninsular y no por la zona del Estrecho. El rey Rodrigo se vio traicionado por parte de la aristocracia y de su ejército en la batalla del Guadalete (711) y, con su derrota, la monarquía visigoda se derrumbó rápidamente mientras que los invasores encontraban relativamente pocas resistencias: en aquel momento no había proselitismo sino oferta de pactos de capitulación que no empeoraban el estado económico o tributario anterior, y muchos aristócratas consiguieron conservar propiedades, rentas e incluso formas de participación en el poder. Tariq, que obtuvo la primera victoria, habría desembarcado con unos 12.000 bereberes, y al año siguiente le siguió su señor, Musa ibn Nusayr, con 18.000 árabes, según la tradición. Dos años después, en el 714, las principales operaciones habían concluido y el reino de los visigodos se había derrumbado tan fulminantemente como tres cuartos de siglo atrás la Siria o el Egipto bizantinos pero con la gran diferencia de que la posible insolidaridad social no se refería, en este caso, a ningún poder político exterior. La resistencia astur (Covadonga, 722) aparece en aquel momento como una realidad marginal y, a pesar de que las noticias sean tan escasas, habrá que seguirse preguntando sobre las causas profundas y próximas que contribuyeron a provocar aquel hundimiento. Entre los años 714 y 756, el nuevo territorio del Islam acogió a más inmigrantes árabes, sirios y, sobre todo, bereberes, que recibieron trato desigual, lo que provocó reyertas entre ellos, unas veces entre árabes, pues la mayoría seguían viviendo de los impuestos de la población sometida y no habían recibido tierras, otras de los bereberes contra los árabes, como ocurrió a raíz del gran alzamiento norteafricano de los anos 740-741. Por entonces, el emirato de al-Andalus había alcanzado todas sus características como ámbito político y los cristianos que vivían en él considerarían consumada la pérdida de Hispania, según la conocida expresión de la Crónica Mozárabe (ano 754). La llegada en el 756 de Abd al-Rahman, único superviviente de la familia omeya después de su derrota y exterminio a manos de los abbasíes y sus aliados, provocó la independencia política de al-Andalus, que el nuevo califato apenas estuvo en condiciones de combatir, tal era la lejanía de la península y la escasez de medios que podía movilizar en aquel caso Bagdad. ¿Intentaron reproducir los emires independientes omeyas en al-Andalus las ideas y la línea política seguida por sus antepasados en Damasco? Sin duda, el predominio de lo árabe es patente en muchos momentos de la historia andalusí, pero no parece que se cometiera el error de marginar habitualmente a los otros componentes de la población. Abd al-Rahman I debió inspirarse también en antecedentes visigodos, no sólo orientales, para desarrollar su régimen monárquico y las instituciones administrativas y fiscales. Concluía el siglo VIII cuando Al-Hakam I (796-822) conseguía crear los cuadros de un ejército a sueldo permanente, en medio de diversas revueltas internas y del primer ataque fuerte procedente de la Asturias de Alfonso II. En las primeras décadas del IX, bajo el emirato de Abd al-Rahman II, mejoraron las condiciones económicas y sociales; hubo, tal vez, una introducción de las iniciativas y métodos elaborados por los abbasíes en Oriente y se produjo un fuerte proceso de conversión al Islam y cierta promoción de los mawali o muladíes hispanos. Sin embargo, aquella primera madurez de la sociedad musulmana andulusí, desembocó en un periodo de disgregación y revueltas entre los años 850 y 920, aproximadamente, al que contribuyeron, unidas o independientes, varias causas, entre ellas la oposición a la hegemonía árabe, a la arabización cultural, y, por parte de bastantes cristianos mozárabes, al peligro de una islamización cada vez más intensa. También, las rebeldías contra el poder emiral y su concentración en Córdoba. Y, en fin, la presión de las operaciones militares y conquistas llevadas a cabo por los reyes de Asturias, que pasaron a instalar su capital en León (año 914), y, en menor medida, por los vascones pirenaicos y por los condes de la Cataluña carolingia. La salida de la crisis ocurre durante los primeros años de Abd al-Rahman III (912-961). Córdoba alcanza el apogeo político a lo largo del siglo X, bajo su mando y el de sus sucesores Al-Hakam II (961-976) e Hisam II (976-1009) y los generales de éste, Galib, Al-Mansur y Abd al-Malik. Se restableció el equilibrio militar frente a los cristianos del Norte y al-Andalus pasó a la ofensiva, aunque no estaba en condiciones de recuperar o conquistar territorios sino de mantener su área fronteriza en torno al Sistema Central y el pre-Pirineo, y castigar con incursiones y razzías los territorios más norteños. Abd al-Rahman III tomó el título de califa en el 929 como réplica a sus enemigos fatimíes del Magreb pero también para consolidar la pacificación de al-Andalus con aquel refuerzo político-doctrinal. Las discordias interiores parecían superarse en torno a un régimen fuerte y dotado de un ejército profesional en el que formaban no sólo árabes y bereberes, al margen ya de cualquier adscripción tribal, sino también muchos mercenarios y antiguos esclavos de origen eslavón. Los califas cordobeses padecieron los mismos efectos que los abbasíes habían experimentado un siglo atrás: los jefes militares, sobre todo Al-Mansur, mediatizaron la voluntad de Hisam II y, en cuanto cesó el prestigio del caudillaje y de las victorias militares sobre los cristianos que, además, eran poco rentables, las disensiones internas en el ejército contribuyeron a producir una nueva disgregación aunque, esta vez, sobre bases económicas y situaciones sociales mucho más prósperas que las de mediados del siglo IX, porque a lo largo del X se había producido, entre otras cosas, un fuerte progreso de las ciudades y del comercio, un mejor control del aprovisionamiento de oro africano, y un auge de la actividad cultural que continuaron durante buena parte del XI. La quiebra y fragmentación del califato tuvieron lugar rápidamente, entre los años 1008 y 1031. Tomaron su relevo varias decenas -llegó a haber casi treinta- de pequeños reinos de diversa extensión territorial y viabilidad política muy diversa a los que se conoce como taifas cuyos reyezuelos (muluk al-tawa'if) actuaban como supuestos representantes de unos califas cordobeses ya inexistentes lo que, sin embargo, demuestra que se consideraba provisional, aunque indefinido, el eclipse del califato. Algunas taifas fueron gobernadas por dinastías bereberes y otras por individuos surgidos del mundo de los mercenarios eslabones pero muchas fueron andalusíes, regidas por muladíes o por árabes ya totalmente integrados en la sociedad autóctona. Los reinos de taifas más importantes, que absorbieron a otros menores, fueron los que tenían frontera con la España cristiana, por elementales razones estratégicas: Badajoz en la marca inferior y Toledo en la media, ambos con dinastías bereberes, Zaragoza, Lérida y Tudela en la marca superior, con reyes andalusíes. En el Sur se consolidó una taifa importante de dinastía beréber, la de los ziríes de Granada, y otra andalusí, la de Sevilla. En Levante predominaron las taifas de eslavones: Tortosa, Valencia, Denia y Baleares, Murcia, Almería. Por los mismos años en que se disgregaba el califato de Córdoba ocurrían también importantes redistribuciones del poder político en los reinos de la España cristiana, durante los años de Sancho Garcés III de Pamplona y los inmediatos a su muerte. Por entonces, León con Castilla, que fue reino desde 1035, sobrepasaba ampliamente la frontera del Duero, Navarra dominaba las tierras del alto Ebro hasta cerca de Tudela, y Aragón se constituía como reino e integraba también Sobrarbe y Ribagorza. Más al Este, la Cataluña Vieja había completado el proceso de dominio y poblamiento entre los Pirineos y el bajo Llobregat. La presión militar y tributaria de los poderes cristianos sobre los taifas aumentó desde mediados del siglo XI, a medida que se hacía cargo de ella Fernando I de Castilla y León. En la generación siguiente, su hijo Alfonso VI consiguió la capitulación de Toledo y su taifa en el año 1085, suceso crucial en la historia hispánica del medievo, pero aquello tuvo como consecuencia que otros reyes de taifas, en especial el de Sevilla, reclamaran la ayuda de los almorávides del Magreb, que pasaron pronto de la condición de aliados a la de dueños del poder prevaliéndose de su fuerza y del prestigio que les aportaron sus victorias sobre Alfonso VI. Los reinos de taifas habían prolongado muchos aspectos del esplendor cultural del califato pero fueron incapaces de heredar su fuerza política y guerrera y sucumbieron ante la doble presión de las exigencias tributarias o parias y de la presión militar de los reyes cristianos, por una parte y, por otra, ante el regeneracionismo musulmán de los almorávides que, al hacer frente a los cristianos y reunificar al-Andalus, consiguieron, sin duda, su supervivencia pero en condiciones distintas a las que hasta entonces se habían dado. ¿Cómo se formó la sociedad andalusí? A la altura de los siglos X y XI, sus diferencias con las de la España cristiana eran tajantes y, más que en los dos siglos anteriores, se puede hablar de frontera entre civilizaciones. La hispanocristiana recibiría influjos y herencias de la andalusí en su proceso de enfrentamientos y relaciones diversas, pero su identidad fue clara y crecientemente europea. En los siglos anteriores había ocurrido otro proceso, en condiciones muy distintas, el de la permanencia y fusión de realidades premusulmanas en al-Andalus: hay que destacar el bilingüismo, la supervivencia de aspectos y usos de la vida cotidiana y material, la herencia de tipo administrativo e incluso político, el papel de los cristianos mozárabes, diversamente valorado según las regiones y épocas. Pero en al-Andalus se formó una sociedad musulmana integrada en la civilización y en el mundo del Islam clásico, y sólo así cabe entender su realidad histórica: los 50.000 árabes y más del doble de bereberes que entraron en la Península hasta el siglo XI fueron suficientes, desde sus posiciones de dominio, para impulsar un nuevo orden social, cultural y religioso, al que se iban adhiriendo cada vez más conversos o muladíes hispanos en un proceso que culminó en el siglo X. Antes, sin embargo, se había recorrido un camino plagado de dificultades: incluso después de la conversión al Islam, las diferencias a favor de los árabes y sirios permanecían e irritaban a bereberes y a muladíes hispanos. Las revueltas y secesiones de la segunda mitad del siglo IX tuvieron en cuenta a menudo esta situación social. Así, en el valle del Ebro, la gran rebelión de Musa ibn Qasi y sus hijos contra Córdoba entre los anos 842 y 880, se apoyó en la población muladí. Mientras tanto, Toledo conocía varias revueltas en los años 807, 829 a 837 y 852 y un periodo de autonomía total entre 873 y 932, una de cuyas bases fue la población muladí y la escasez de árabes y bereberes en aquel sector. En la actual Andalucía, las revueltas de muladíes y mozárabes fueron frecuentes en la segunda mitad del siglo IX frente al predominio árabe en Jaén o Granada, por ejemplo: la alteración más conocida fue la revuelta rural de musulmanes y cristianos en el Sureste, desarrollada entre los anos 880 y 917 bajo el mando de Umar ibn Hafsun, un muladí que llegó incluso a ser nombrado representante del califa abbasí aunque acabó sus días convertido al cristianismo lo que le restó muchos apoyos. Los mozárabes perdieron fuerza y disminuyeron en número después de la crisis de la segunda mitad del IX, además de aceptar aspectos lingüísticos y culturales árabes no incompatibles con su fe religiosa que, salvo excepciones, fue respetada en las condiciones previstas por la ley islámica. Bastantes emigraron a tierras cristianas pero otros permanecieron como minoría hasta las definitivas expulsiones del siglo XII debidas a almorávides y almohades. Los judíos, que no parecen haber participado en revueltas o alteraciones, tenían también la consideración de hombres del Libro y, por lo tanto, de protegidos, y mantuvieron una situación próspera o, al menos, pacífica, hasta que les afectó también la radicalización e intransigencia de los dominadores norteafricanos en el siglo XII. Para consolidar y mejorar las hipótesis expuestas en los párrafos anteriores haría falta disponer de muchos más conocimientos sobre las formas y tiempos de aculturación, las maneras que árabes y bereberes tuvieron de asentarse en ciudades y territorios, la intensidad de la mezcla con poblaciones hispanas, e incluso sobre las relaciones entre al-Andalus y el resto del mundo islámico: aquí sólo se ha procurado exponer brevemente una interpretación razonable a partir de los conocimientos actuales.
contexto
Desde el punto de vista poblacional, el siglo XI se va a caracterizar por la heterogeneidad étnica. La población de al-Andalus, que en el siglo X se podía calificar como de andalusí, en el siglo XI se encontraría enfrentada a nuevos contingentes de beréberes norteafricanos, coexistiendo, además, con otros elementos étnicos no integrados en el tejido de la sociedad andalusí, que podía dividirse así:a) El elemento autóctono, formado por muladíes (muwallads), mozárabes y judíos, responde a una clasificación de tipo confesional. Los muladíes configuran en el siglo XI el núcleo mayoritario de la población. Son los hispano-godos convertidos al Islam como resultado de la política de islamización del Estado iniciada por Abd al-Rahman II, que suponía la integración de la población valiéndose del Islam como religión del Estado y acompañada de un desarrollo profundo de la Administración. Este proceso culminará en el siglo X con el califato cordobés, en el que, según algunos estudios, la proporción de musulmanes alcanzaba posiblemente el 50 por 100 de la población. Sin embargo, es significativo comprobar que, a pesar del elevado volumen de este sector de la población, no existiese en el plano político una taifa que se denominara muladí o muwallad, salvo, tal vez, la de los Banu Harun del Algarve. Los mozárabes, aquellos que siguen profesando el cristianismo, parecen constituir en el período que tratamos un elemento bastante minoritario pero, en todo caso, muy arabizado. Su estatuto legal era el de dimmí, protegido, con garantías de ejercicio privado de su religión y con la obligación del pago de la chizya, tributo de capitación. A finales del siglo XI este sector poblacional, ahora más rural que urbano, será casi residual y con nula trascendencia en lo político. A la categoría de dimmí pertenecía, también, la población judía. Grandes comunidades existían en las más importantes ciudades de al-Andalus, como Toledo, Córdoba, Badajoz, Zaragoza, Valencia y Sevilla, pero será en la Granada zirí, ciudad de gran tradición judía, donde una familia de judíos, los Banu Nagrella, desempeñará un destacado papel político aportando visires del régulo Badis y de su hijo Buluggín. Los judíos andalusíes habían adoptado la lengua árabe, como refleja su excelente producción literaria, y, dedicados a actividades mercantiles, diplomáticas e, incluso, artesanales, vivían en barrios separados en las ciudades.b) El elemento foráneo, constituido por árabes y beréberes llegados a la Península en el siglo VIII, se puede definir, también, como el elemento invasor cuya entrada fue fluida y no interrumpida desde entonces. Su diferenciación corresponde a un criterio étnico, dado que confesionalmente profesan el Islam. Esta dualidad étnica trascenderá al plano geopolítico de modo que las taifas que surjan tras la caída del califato se distribuirán étnica y geográficamente según su procedencia. Numerosos linajes árabes y beréberes andalusíes asumieron, además, el poder en territorios en donde muchos de ellos ejercían su dominio desde antiguo. En la primera mitad del siglo XI se alzan independientes taifas arabo-andalusíes en el sur y en la Marca Superior, separadas por una importante franja central ocupada por taifas beréberes-andalusíes. Pero, a lo largo de la segunda mitad del siglo, el panorama se simplifica en favor de dos focos arabo-andalusíes: los Abbadíes, en el valle del Guadalquivir, y los Banu Hud, en el valle del Ebro, que se anexionaron varias taifas, situadas a su alrededor.Hubo familias arabo-andalusíes que permanecieron, durante todo el período o durante alguna etapa sólo, al frente de las taifas de Córdoba (los Chahwalies), Sevilla (los Abbadíes), Niebla (los Yahsubíes), Silves (los Muzayníes), Huelva (los Balkríes), Almería (los Banu Sumadih), Murcia (los Banu Tahir), Valencia (los Amiríes) y Zaragoza (primero los Banu Hud y luego los Tuchibíes). Todas estas familias reclamaban para sí un prestigioso origen árabe, y decían descender de tribus oriundas de la Península Arábiga, a través de antepasados llegados a al-Andalus en el siglo VIII, aureolados por la gloria de participar en la expansión islámica.Por su parte, otras familias que lograron la soberanía de alguna taifa eran de origen beréber, pero estaban asentadas en al-Andalus desde el siglo VIII también, llegadas, asimismo, con la expansión islámica. Con el paso de los siglos se habían arabizado totalmente, y pretendían incluso tener una prestigiosa ascendencia árabe. Sus taifas se sitúan en el centro peninsular, en la franja central beréber, en Badajoz (los Aftasíes), Toledo (los Du l-Nún), Alpuente (los Banu Qasim) y Albarracín (los Banu Ratín). Constituían un elemento de reciente implantación en la Península y, por ello, poco aglutinados con el resto de la población. En contraste con los andalusíes, formaban el sector menos arabizado y apenas hablaban árabe. Su llegada a al-Andalus fue fruto de la política intervencionista norteafricana de Abd al-Rahman III, incrementada en tiempos de Almanzor. Un gran número de tribus beréberes que pasaron a engrosar el ejército amirí se vio, al comienzo de la fitna, desprovisto de función, por lo que decidieron apoyar como grupo a uno de los candidatos, Sulayman al-Mustain, quien en pago de los servicios prestados les concedió territorios en calidad de feudos, originando así la creación de nuevas taifas, legitimadas por el reconocimiento otorgado por el califa. Una particularidad importante a destacar es su pertenencia a dos grandes confederaciones beréberes, la de los Zanata y la de los Sinhacha, del Magreb. Estas taifas de beréberes nuevos se instalan en el sur de la Península, con el siguiente reparto según su origen tribal:-Eran Zanatas, o Zenetes, las familias que rigieron las pequeñas taifas de Ronda (los Yafraníes), Carmona (los Birzalíes), Arcos (los Jizruníes) y Morón (los Dammaríes).-Eran Sinhachas los régulos de la taifa de Granada, los Ziríes, que fueron muy importantes y llegaron a anexionarse la taifa malagueña de los Hammudíes, los cuales eran árabes idrisíes descendientes del Profeta, aunque muy berberizados, por residir en el Magreb hasta que, en los albores del siglo XI, empezaron a actuar en la Península Ibérica. Otro grupo advenedizo está formado por los eslavos, saqálibas, esclavos de origen europeo y del norte peninsular que ocupaban altos cargos en la administración y en el ejército califal. Convertidos muchos de ellos en libertos, mawali, crecieron en número y poder, pero no llegaban a integrarse del todo en la sociedad andalusí. Durante la crisis del califato intervinieron en apoyo de los omeyas, especialmente de los amiríes, y ante las turbulencias políticas producidas en la capital a principios del siglo XI, abandonaron Córdoba y se instalaron en el levante y sureste de la Península, consiguiendo, en un proceso bastante oscuro, forjar unas taifas en Tortosa, Valencia, Denia, Baleares, Almería y Murcia. Sin embargo, poco a poco fueron perdiendo poder y al comienzo del período propiamente de taifas sólo estaban consolidados en Denia y Baleares. Sus regímenes inestables y sin arraigo social se vieron dificultados por las circunstancias personales de muchos de ellos, que, siendo eunucos, carecían de garantías sucesorias. Los abid, esclavos negros de origen africano, proceden del intenso tráfico servil desarrollado durante el califato. Incorporados a la guardia personal de los califas, tuvieron un destacado papel en la crisis de principios del XI, pero, a diferencia de los eslavos, generalmente se pusieron del lado de los beréberes.El estatuto personal de mawali, manumitidos, sólo se obtenía con la conversión al Islam e implicaba una relación de patronato bajo sus antiguos dueños.El siglo XI produce dos hechos importantes en el espacio geopolítico de al-Andalus: la fragmentación del espacio interior y el retroceso de la frontera norte ante la presión cristiana, afectando particularmente al territorio de las Marcas, que ahora dejan de ejercer el papel defensivo para el que fueron creadas. Separando los nuevos Estados, existen en el interior de al-Andalus unas fronteras imprecisas, fluctuantes e inestables en función de la relación de fuerza pero que no parecen influir en otro tipo de relaciones como, por ejemplo, las mercantiles y culturales.
contexto
Hace varias décadas aparecía el libro de Ignacio Olagüe que, bajo el llamativo título de "Los árabes nunca invadieron España", pretendía restablecer la verdad histórica sobre las condiciones en las que se realizó la vinculación de la Península Ibérica con el Islam durante el siglo VIII de la era cristiana. Esta extraña obra encontró entonces algún eco en los medios de comunicación, lo bastante como para justificar una traducción al español financiada por la Fundación March. Luego ha sido olvidada y ha quedado como una curiosidad historiográfica. Nadie, que yo sepa, se atrevería en la actualidad a hacer uso de ella. El editor de la edición francesa resumía así las tesis de Olagüe: "Desde hace siglos, basándose en documentos incompletos y nada imparciales, las generaciones sucesivas de historiadores clásicos han sostenido como una verdad segura la invasión de la Península Ibérica por los árabes y la introducción del Islam en España por la fuerza de las armas. (...) Para el profesor Ignacio Olagüe, la verdad histórica parece ser muy distinta. (...) Muestra la España del siglo VIII, desgarrada por la guerra civil que enfrentaba a los seguidores del arrianismo con los cristianos ortodoxos. Y ve como una evolución lógica la libre conversión de los "herejes" vencedores a la religión musulmana. De hecho, el autor se replantea la propagación del Islam desde la predicación de Mahoma: ¿no sería el fruto, más que de imposibles conquistas militares, de movimientos internos de las sociedades que se han adherido a ella?" Si traigo a colación las inverosímiles tesis de Olagüe no es para atribuirme la fácil gloria de una batalla ganada incluso antes de ser librada. Ni siquiera para recordar que algunas ideas del mismo tipo, bajo el manto de la objetividad histórica, siguen presentes aquí y allá en artículos y libros sobre la arabización, en la Edad Media, del país que los autores árabes llaman al-Andalus y que los historiadores modernos llaman con más frecuencia la España musulmana. Me sirven para plantear una vez más, desde la introducción de esta síntesis sobre los primeros siglos de la España musulmana, los problemas que encuentra quien pretende escribir historia, problemas que, en el caso de la España medieval, revisten gravedad especial y tienen la actualidad de los debates abiertos. Evidentemente, los problemas centrales a los que se enfrenta el historiador son la objetividad histórica y la realidad histórica, ambos íntimamente ligados. Se podría decir, de alguna manera, que no hay otra realidad histórica que la que escribimos, ya que el pasado, por definición, no tiene existencia real mientras no lo escribimos o lo describimos. Describir o escribir, ¿hay que elegir realmente entre estos dos términos? El primero se refiere más bien a una realidad objetiva que convendría transcribir lo más exactamente posible, mientras que el segundo implica una parte mucho mayor de subjetividad. Se describe un paisaje, pero se escribe una novela. Mas si se describe un paisaje en una novela, hay grandes posibilidades de que este paisaje sea inventado. E, inversamente, un paisaje novelado puede ser real. Por tanto, las relaciones entre la escritura y la descripción no son sencillas a ningún nivel. Cualquier escritura conlleva una parte de descripción y cualquier descripción es escritura. Cualquier historia integra una parte de la una y de la otra. No puede ser ni pura escritura ni pura descripción, lo que significa que no es posible liberarla de la subjetividad ni extraer de ella una objetividad total. Sólo al decir esto, ya estoy tomando partido a favor de la objetividad en detrimento de la subjetividad y supongo que la historia tiene que ser, ante todo, objetiva. Presentadas las cosas de esta forma abstracta, podrían parecer lejanas y, para algunos, algo borrosas. Unas líneas que un importante semanario francés publicó en el momento en el que estaba escribiendo esta introducción nos llevarán fácilmente al centro del debate. Jean Daniel, en el editorial del Nouvel Observateur de los días 13 al 19 de octubre de 1994, ruega a los franceses -o a los europeos- no "oponer a la guerra santa de los islamistas otra guerra santa que sería laica al designar como enemigo a una religión y una sola, el Islam. No hay que hacer del Corán el único texto religioso de entre las religiones reveladas, que se viva de una sola y única forma y que no pueda ser ni modernizado ni reinterpretado: es inexacto, absurdo y, una vez más, es peligroso. Muy peligroso". Se detiene después en el primer punto, el de la inexactitud, para evocar los múltiples momentos y lugares en los que el Islam, a lo largo de su historia, se vivió de forma diferente, y ante todo, "esta sacro-santa Andalucía donde, durante casi setenta años, reinó este maravilloso y sorprendente fenómeno que se llamó "el espíritu de Córdoba". Como hombre preocupado por las realidades de mi época, me puedo adherir al razonamiento de Jean Daniel en su globalidad, que quiere evidentemente recordar que el Islam puede ser, y ha sido en la historia, y lo es seguramente todavía con frecuencia, una religión tolerante y abierta, al contrario de la alocada caricatura que de ella dan los integristas más extremistas. Como cristiano, no me opongo a la idea de que en cualquier religión, tanto en su doctrina, tal y como la elaboraron los hombres desde el primer impulso que cada creyente piensa haber recibido de Dios desde el comienzo, como en su historia, existe una parte de luz y otra de sombras. Seguramente, el califato de Córdoba rinde más honor a la humanidad que la Inquisición. Sin embargo, me sería difícil, como historiador, suscribir la presentación que hace de la sacro-santa Andalucía. Las palabras y el tono que utiliza muestran, por otro lado, que el propio Jean Daniel es consciente, en parte, del hecho de que el espíritu de Córdoba del que habla es, hasta cierto punto, un mito que deforma o transfigura la realidad histórica y que, al hablar de él, nos encontramos más en el campo de la escritura que en el de la descripción. Una escritura mítica considerada probablemente eficaz. Eficaz, creo, pero como somnífero, a los ojos de los musulmanes que, con demasiada frecuencia, compensaron sus frustraciones históricas con la evocación nostálgica del Paraíso cordobés perdido. Especialmente eficaz para todos los que quieren, con razón, defender la grandeza histórica del Islam contra todos los peligros de lo que podríamos llamar el anti-islamismo primario, intrínsecamente vinculado con el islamismo más cerrado y limitado. Pero, ¿no nos estaremos exponiendo a caer en una especie, quizás no de falsificación pero sí de equívoco histórico, tal vez útil a corto plazo como argumento en un debate, y nocivo, me parece, en una perspectiva más amplia y también necesaria, de construcción de una historia desapasionada, lo que no significa no-actual? Me gustaría, en las siguientes páginas, proponer una visión de conjunto, lo más desapasionada posible, de estos primeros siglos tan problemáticos de la historia de al-Andalus.