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Datos principales


Rango

Segunda República

Desarrollo


El incremento de la conflictividad social durante el verano de 1934, la progresión constante de cedistas y agrarios hacia el control del Ejecutivo y el avance del proceso de rectificación de la República que ello implicaba, sirvieron para que madurase en la izquierda obrera la consigna de defensa de la legitimidad republicana frente a la "legalidad" detentada por el Gabinete cedo-radical, de insurrección defensiva destinada tanto a proteger a las masas trabajadoras del fascismo como a corregir el rumbo de la República burguesa hacia la orientación revolucionaria a la que nunca había renunciado el movimiento obrero español. El teórico eje organizativo de la revolución eran las Alianzas Obreras, que a finales del verano incluían prácticamente a todas las organizaciones proletarias, con exclusión de la CNT. No obstante, el sector caballerista, que llevaba muchos meses preparando el movimiento con la colaboración de los seguidores de Prieto, se negó a subordinar su propio Comité revolucionario, que coordinaba la actuación del PSOE, UGT y de las Juventudes Socialistas (JJ.SS.) a las heterogéneas Alianzas, en las que veía meros auxiliares insurreccionales, e insistió en asumir un protagonismo fundamental a través de una estrategia que combinaría la huelga general lanzada por los sindicatos ugetistas, la acción armada de las milicias socialistas y, en segundo término, la colaboración con otros grupos obreros. En cuanto al PCE, fue variando su frontal oposición a las Alianzas conforme sus dirigentes apreciaban el aislamiento a que conducía al partido el enfrentamiento con las restantes fuerzas de la izquierda obrera, y culminó la maniobra con su adhesión al bloque revolucionario, a finales de septiembre.

El movimiento insurreccional se inició el 5 de octubre, a las pocas horas de la entrada de la CEDA en el Gobierno. Sus primeras manifestaciones tuvieron lugar en algunos puntos como las cuencas mineras asturianas o en determinados centros industriales de la provincia de Barcelona, donde se decretó la huelga general, pero rápidamente la consigna de poner en marcha la revolución se extendió por todo el país. Pese a ello, la insurrección careció de una auténtica planificación, política y militar. El voluntarismo, la falta de organización y la insuficiente definición de las tácticas de lucha armada y de huelga general, provocaron una discontinuidad en el movimiento que se hizo patente en la descoordinación y el aislamiento de los focos rebeldes, en los que la acción revolucionaria se manifestó en tres niveles de muy distinta intensidad: a) El llamamiento del Comité revolucionario socialista a la huelga encontró eco en ciudades como Sevilla, Córdoba, Valencia o Zaragoza y en numerosos pueblos de toda la geografía española, pero eran iniciativas aisladas. La falta de una planificación más concreta y de apoyos en los cuarteles, así como la inhibición de la CNT, incapacitó a los huelguistas para hacerse con el control de sus poblaciones. Cuando el Gobierno declaró el estado de guerra y movilizó al Ejército, los focos rebeldes fueron reducidos con bastante facilidad en casi todas partes. En algunas pequeñas poblaciones, donde los obreros ofrecieron alguna resistencia, como en Villena (Alicante) o Tauste y Uncastillo (Zaragoza), las fuerzas gubernamentales se emplearon a fondo.

b) En Madrid, el País Vasco y Cataluña, los acontecimientos tuvieron mayor importancia, al incluir conatos formales de insurrección armada, fundamentalmente a cargo de las milicias socialistas. En la capital, donde los socialistas llevaron el peso del movimiento, fracasaron los intentos de ocupar el Ministerio de la Gobernación y algunas instalaciones militares y los enfrentamientos armados, algunos de cierta intensidad, se mantuvieron hasta el 8, en que fueron detenidos casi todos los miembros del Comité revolucionario. En cuanto a la huelga, se prolongó en algunos sectores laborales hasta el día 12, pero no llegó a paralizar la vida ciudadana. También en Vizcaya y Guipúzcoa, donde los nacionalistas se negaron a secundar el alzamiento, la huelga se mantuvo en algunos puntos hasta el 12, pero carecía de dirección. El Ejército y la Guardia Civil tuvieron que combatir contra los insurrectos que controlaban la zona minera al oeste de Bilbao. Perecieron al menos 40 personas, en su mayoría huelguistas abatidos por los guardias. Por lo que respecta a Cataluña, la falta de apoyo de la CNT y de la Generalidad rebelde, que se negó a armar a los revolucionarios e incluso actuó contra ellos, limitó la actividad de la Alianza Obrera al control de algunas poblaciones industriales del área de Barcelona, y a huelgas de apoyo en otros sitios. El día 7, las tropas de Batet habían terminado con la actividad revolucionaria en toda la región.

c) El único movimiento armado de gran entidad lo protagonizaron los mineros de las cuencas de Asturias y del norte de León, donde la grave crisis laboral de la minería hullera había facilitado la entrada de los anarcosindicalistas en la Alianza Revolucionaria. En la madrugada del día 6, los mineros ocuparon los puestos de la Guardia Civil en las cuencas. Unos ocho mil insurrectos de la zona de Mieres se dirigieron ese mismo día hacia Oviedo, a la que sometieron a un sitio en toda regla, mientras caían en su poder Avilés y Gijón. El Comité regional de la Alianza, que dirigía el socialista González Peña, asumió el control de la situación, imponiendo su autoridad a los aproximadamente 20.000 trabajadores en armas y a los numerosos comités locales surgidos en los primeros momentos y estableciendo un eficaz "orden revolucionario". Pero la reacción del Gobierno, sorprendido por la magnitud de la sublevación asturiana, no se hizo esperar. El ministro Hidalgo encomendó al general Franco la planificación de las operaciones militares, lo que por algunos días le convirtió, de hecho, en el auténtico ministro de la Guerra. El día 10, un contingente de tropas coloniales, integrado por dos banderas de la Legión y dos tabores de Regulares (nativos marroquíes), desembarcó en Gijón. Al día siguiente, una columna militar procedente del sur, al mando del general López Ochoa, estableció contacto con los defensores de Oviedo, reducidos ya a escasos reductos.

González Peña ordenó la retirada hacia las zonas montañosas, pero muchos mineros se negaron a obedecer y hasta el día 14, tras durísimos combates callejeros, no pudieron las tropas africanas del coronel Yagüe completar la limpieza de la capital. El 17, los militares recuperaban la fábrica de armas de Trubia, de la que se abastecían las fuerzas rebeldes. Al día siguiente, el nuevo presidente del Comité revolucionario, Belarmino Tomás, negociaba con López Ochoa la rendición, que se completó el 20 de octubre. El movimiento había adoptado en algunos sitios auténtico aire de guerra civil. Sólo en Asturias, las víctimas se acercaban a las cuatro mil -casi un millar de ellas eran muertos- y las destrucciones fueron enormes. Los asesinatos de 34 sacerdotes y de varios guardias civiles y paisanos de ideología conservadora conmovieron a la opinión derechista, que exigió enérgicas represalias a través de una intensa campaña de prensa. La respuesta patronal no se hizo esperar, y miles de obreros fueron despedidos por su participación en las huelgas. Las autoridades republicanas desarrollaron una represión implacable, efectuada en buena medida por los militares, especialmente en Asturias, donde el comandante de la Guardia Civil Lisardo Doval impuso un auténtico terror policíaco durante más de un mes, hasta que fue destituido por sus superiores. Se hicieron unos treinta mil prisioneros y en los primeros días abundaron las ejecuciones sobre el terreno y las torturas a los detenidos, a causa de las cuales murieron varios de ellos.

Numerosos dirigentes políticos de la izquierda fueron apresados, entre ellos Largo Caballero y Azaña, quien había acudido a Barcelona a un entierro y no había tenido participación alguna en los hechos del 6 de octubre. Se dictaron veinte penas de muerte pero sólo se efectuaron dos, la de un obrero que había cometido varios asesinatos y la de un sargento del Ejército, pasado a las filas revolucionarias. Finalmente, las presiones de la opinión liberal española y europea facilitaron el levantamiento del estado de guerra en enero de 1935 y el indulto de la pena capital del comandante Pérez Farrás y de los capitanes Escofet y Ricart, colaboradores de la rebelión de la Generalidad, y de líderes sindicales como González Peña y Teodomiro Menéndez, contra el parecer de los grupos derechistas, partidarios de una represión mucho más dura. La Revolución de Octubre abrió una etapa disruptiva en la convivencia nacional y aceleró los procesos que desembocarían en la guerra civil de 1936-39. Fue un error en su planificación y un fracaso en su desarrollo. Los sindicatos no lograron coordinar la huelga general en casi ninguna ciudad y los dispersos levantamientos armados fueron sofocados rápidamente, salvo en Asturias. El retraimiento de la CNT, sin cuyo concurso era imposible alzar un frente sindical mínimamente eficaz, contribuyó a este resultado, igual que el hecho de que los sindicatos rurales, exhaustos y desorganizados tras las desastrosas movilizaciones de la primavera, no lograran volcar a las masas campesinas en apoyo del movimiento.

El socialismo, que se dejó arrastrar por sus sectores más radicalizados, demostró su fuerza popular, pero también sus problemas organizativos y su incapacidad para alcanzar el Poder por la vía insurreccional, por lo menos sin la colaboración del anarcosindicalismo. Octubre fue para la derecha la confirmación de sus vaticinios sobre las potencialidades revolucionarias de una izquierda obrera en la que sólo veía designios bolchevizantes. La negativa de los partidos del centro republicano a adoptar las medidas de represión implacable que exigía la CEDA, reforzó en los conservadores la convicción de que la democracia republicana era intrínsecamente débil y que, por lo tanto, sería incapaz de arbitrar hasta sus últimas consecuencias los medios precisos para derrotar un nuevo embate de las fuerzas revolucionarias. Octubre reafirmó en la derecha, y especialmente en los monárquicos, la convicción de que si el Estado había reaccionado esta vez a tiempo, no había sido por la eficacia de las instituciones políticas, sino por la determinación de las Fuerzas Armadas de actuar rápida y contundentemente. El Ejército -columna vertebral de la Patria, le llamó entonces Calvo Sotelo- constituía así la última garantía, la reserva de las fuerzas tradicionales frente al cambio revolucionario, que el régimen parlamentario parecía incapaz de conjurar.

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