A pesar de la devoción mariana que se respiraba en España durante el Barroco, no resulta muy frecuente observar cuadros protagonizados por la Virgen y el Niño. El tema fue introducido por pintores flamencos e italianos y gozó de gran popularidad en la escuela sevillana donde Alonso Cano y Zurbarán realizarían algunos ejemplos, siendo Murillo el artista que más representaciones hizo sobre el tema. En sus obras mezcla la devoción con el naturalismo imperante en aquellos momentos, lo que le permite valorar la gracia infantil y la belleza femenina. La Virgen, envuelta en amplios ropajes y cubierta con un transparente velo, está sentada en un banco de piedra y sostiene en sus rodillas al Niño, cubierto con un pequeño paño de color blanco. Ambas figuras están recortadas sobre un fondo neutro que resalta su monumentalidad; dirigen su mirada al espectador, apreciándose en el rostro de María un gesto melancólico, con los ojos ausentes. El lienzo fue adquirido por Carlos IV para la casita del Príncipe de El Escorial y en 1819 pasó al Palacio de Aranjuez, ingresando en el Prado al año siguiente.
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Esta obra fue probablemente pintada por Zurbarán en los últimos años de su vida, cuando se traslada a Madrid. En estos años tuvo contacto con la abundante pintura italiana que poseían las colecciones reales, a las que tenía acceso. La influencia de la pintura italiana del XVI y primera mitad del XVII se encuentra tanto en este lienzo como en otros similares (la Sagrada Familia, por ejemplo). Sin embargo, el pintor interpreta la frialdad y el equilibrio clásicos de los italianos para mostrarnos una escena de la vida doméstica española. Atendiendo al mobiliario, las frutas y los rostros realistas de los protagonistas podríamos encontrarnos ante el retrato de una joven madre con su hijo. La clave para interpretarlos como un misterio sagrado nos la dan dos elementos, como son el suave resplandor que rodea mágicamente las dos cabezas y la manzana que María da a Jesús; esta manzana simboliza el pecado original que Jesús habrá de lavar con su propia muerte. Al fondo de la escena, un platillo con diversas frutas muestra lo mejor de Zurbarán como bodegonista, plasmado con una verosimilitud difícilmente alcanzable por otros autores.
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Si en la Adoración del Niño ya podíamos apreciar los rasgos de la pintura italiana aprendida por Durero, es en esta obra, tan sólo dos años posterior, donde se realiza con plenitud lo visto en Venecia durante su primer viaje. Esta Virgen con el Niño, conocida como la Madona Heller, por el cliente que la encargó, es una de las más bellas e italianizantes de todas las obras de Durero. En la imagen se sigue con exactitud la huella que dejó la obra de Giovanni Bellini en el joven pintor alemán. Durero conoció personalmente a Bellini y se impresionó con su estilo colorista y cálido, que son los dos elementos predominantes en esta imagen. La belleza, la serenidad y el ambiente luminoso marcan los parámetros para encuadrar este bellísimo cuadro de altar, una tablita que apenas mide medio metro de alto pero que ha conseguido plasmar toda la grandeza monumental de su tema sagrado.Durero apunta a los dos estilos entre los que se debatió su obra, en dos detalles de la escena: a la derecha de la Virgen, una ventana se abre sobre un paisajito típico del norte de Italia. A su izquierda, por contra, una ventana cerrada exhibe los cristales emplomados característicos de la vivienda alemana. Ambos simbolizan los dos mundos estéticos entre los que se desarrolló la obra de Durero.
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Los análisis radiográficos han permitido constatar que Tiziano empleó para la ejecución de esta obra una tela reutilizada, en la que había una santa en oración, posiblemente María Magdalena, siguiendo la organización característica, a base de rápidos toques superpuestos, que corresponde con el estilo del maestro en la década de 1560. Este toque vivo y fragmentario y las vibraciones luminosas también son características que podemos observar en el lienzo definitivo. Existe cierta sintonía con la Anunciación de la iglesia veneciana del Salvador -una de las mejores obras finales de Tiziano- respecto al paisaje del fondo, donde podemos observar una alusión a la zarza ardiendo que contempló Moisés en el éxodo, prefiguración de la resurrección de Cristo e interpretación de la virginidad eterna de María. El intimismo de la escena se refuerza por la economía de las tonalidades empleadas, reducidas a blancos, rojos azules y pardos. La iluminación intensifica también esa intimidad, creando profundos contrastes de luz-sombra que anticipan el Barroco.
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Murillo se especializará en las representaciones de Vírgenes con Niño aisladas, sin formar parte de ningún programa iconográfico, teniendo documentadas más de una docena. Una buena parte de ellas se realizan en la década de 1660. La Virgen aparece sentada sobre un trono de nubes y el Niño se muestra de pie, sobre las rodillas de su madre. Posiblemente el pintor utilizara como modelo para el Niño a su propio hijo Gabriel, nacido en 1657 y que más tarde se trasladaría a América. Los fondos anaranjados rompen con la costumbre de obras anteriores -véase la Virgen del Rosario con el Niño- en las que se mantenía el fondo neutro. Esta novedad indica que el maestro ha acabado con la época de claroscuro y ahora se decanta por el colorismo, influido por el viaje a Madrid donde admiró la pintura de la escuela veneciana con Tiziano a la cabeza. A pesar de la sencillez de la composición, Murillo no ha restado belleza y espiritualidad a la escena, situando de manera frontal a ambas figuras, sin entretener al espectador con angelitos o elementos dinámicos. Incluso podía pecar de cierto estatismo pero no se trata de un obra monótona ya que introduce cambios en los gestos y actitudes de los protagonistas, especialmente a través de las miradas que se dirigen al espectador. El rostro de la Virgen está cargado de tranquilidad y paz interior, características que Murillo repetirá en obras posteriores.
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Tiziano trabajó durante su juventud en numerosas obras protagonizadas por la Virgen María con el Niño, generalmente acompañados de santos configurando Sagradas Conversaciones. En los años finales realiza obras más intimistas en las que la Virgen y el Niño aparecen solos, interesándose por mostrar la relación maternal de ambos personajes. Esta pequeña tela estaría destinada a la devoción particular, cargándose de melancolía e intenso lirismo. Incluso se piensa que podría tratarse de una obra pintada para él mismo.El estilo se identifica con el "impresionismo mágico" caracterizado por la indefinición de los contornos, el empleo de pinceladas fluidas y rápidas e iluminaciones intensas que provocan acentuados contrastes de luz y sombra. El colorido es limitado, pero destaca el lila de la manga del vestido de María. Las figuras monumentales implican una influencia de Miguel Angel que estaba presenta desde la década de 1530. El resultado es una obra de gran belleza y delicadeza que será difícilmente superable.
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Tenemos ante la vista una preciosa tablita pintada al óleo, con los típicos rasgos de un cuadro devocional para un cliente particular. En primer lugar, su tamaño indica que no estaba pensado para colgar de los enormes muros de una iglesia, sino para ser vista de cerca. En segundo lugar, no representa una historia concreta de contenido aleccionador o narrativo, sino un momento ideal de intimidad entre María y el Niño.La dulzura de la escena está concebida para ser objeto de reflexión y oración en privado. Existen algunos puntos con los que el pintor da pautas al espectador para su meditación: por ejemplo el pequeño añarazo en la barriguita del niño, justo encima del lugar donde apoya su mano la madre. No es sino una alusión a la futura herida en el costado que sufrirá Cristo en su pasión. A veces se considera también que el paño blanco en que la madre envuelve al pequeño es una prefiguración del sudario.Es una de las más bellas visiones que de este tema nos ha ofrecido su autor, Alberto Durero, que destaca limpiamente la silueta idealizada de la pareja contra un fondo completamente negro que los aisla e impide distracciones en la contemplación.
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De manera similar a otras imágenes de la Virgen con el niño de estos años, Durero ha realizado una imagen concentrada de los dos personajes sagrados. La belleza y la idealización nos dan a entender que estamos ante seres superiores, caracterizados ambos por una mirada serena y abstracta, fuera de este mundo. Es de destacar la precisión de los pinceles de Durero, que ha reflejado una habitación con su ventana en las pupilas de los protagonistas.Belleza y elegancia son los rasgos dominantes de esta pintura, algo que se puede observar directamente en el estilizado grafismo que Durero usa para el nimbo crucífero del niño y para enmarcar su propia firma.