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Personaje Arquitecto
Este arquitecto, activo en la segunda mitad del siglo XVIII, va a ser el responsable de la adaptación de la arquitectura neoclásica militar a la obra civil. Su obra más importante es el Palau Marc en Barcelona.
Personaje Arquitecto
Formado en la Escuela de Arquitectura de Barcelona, posteriormente trabajó en el equipo de colaboradores de Lluis Doménech Montaner. Junto a Francisco Guardia Vidal, Soler es el autor del Mercado Central de Valencia, el edificio más representativo y hermoso de la Valencia de principios del siglo XX.
termino
acepcion
Material que sirve para solar.
acepcion
Revestimiento del piso.
Personaje Arquitecto
Se formó en la Academia di Bologna y en 1770 se estableció en Roma donde adquirió gusto por el clasicismo, siguiendo las doctrinas de Winckelmann e inspirándose en las pinturas de Pompeo Batoni. A su regreso a Módena en 1784 fue nombrado director de la Academia y arquitecto de la corte, realizando parte de las obras del Palacio Ducal. En Venecia realizó el ala napoleónica de las Procuratie Nuovissime, que inició Antolini en 1807 y que actualmente es sede del Museo Correr.
contexto
Si el medio rural facilitó la creación de solidaridades campesinas en defensa de los intereses del común, en contra de los abusos señoriales, y de las cuales las comunidades de aldea quizá expresen el mejor espíritu de la corresponsabilidad en la defensa de la libertad, las "comunas" responden en principio a ese mismo espíritu solidario de autodefensa de una conciencia urbana. La cuna de las "comunas" la sitúan los historiadores de este fenómeno social entre el Sena y el Rin, con un gran núcleo en el centro de nuevas ciudades o de antiguos lugares sobre zonas de rica producción agrícola: Flandes, Artois, Mosa, Amiens y Lieja. En ellas se manifiesta muy tempranamente el espíritu de las asociaciones profesionales, precisamente allí donde (al contrario que en el sur de Europa) los marcos de vecindad ofrecen lazos de linaje más debilitados -como recuerda R. Fossier-, pero allí también donde aparecen los burgos, los portus y una densa concentración mercantil. En este contexto, las esporádicas reivindicaciones de los colectivos artesanales (menestrales) o comerciantes no alteran el orden público en donde, además, no existen demandas militares ni judiciales, sino tan sólo la pretensión de consolidar y ampliar las garantías de la producción y de la actividad intercambiadora. La evolución del movimiento comunal es, por tanto, lento a partir del crecimiento de los burgos y la formación de cofradías o gremios. Una oligarquía de burguenses, con el apoyo de una aristocracia enraizada en el campo, busca ventajas económicas que plantea en el marco parroquial, fracasando en ocasiones por lo prematuro de la demanda y a veces por la resistencia de otros grupos sociales a consentirlo. Ello provoca un cambio de actitud en los burgueses que buscan ahora una unión más estrecha entre si, a modo de cojuramentación de ayuda mutua (conjuratio), en contra de la Iglesia para quien todo juramento debe ser sagrado ("sacramentum" equivale a juramento). Así se procede primero al juramento de los burgueses y la aristocracia local, después a la adquisición de la autogestión y finalmente a la fijación de un texto de condiciones. Texto en el que se establece que los juramentados tendrán su palacio (su hotel), su torre (como los nobles)-el beffroi-, su campana como la iglesia y su sello de identificación. Además elegirán a sus regidores (scabini) y al alcalde (maior) en un marco jurídico señorial pero con responsabilidades públicas (obras, impuestos o justicia). Sólo el señor se reserva todavía la defensa, algunas tasas y la justicia de sangre; lo que es significativo porque se trata de un hombre de campo, más que en Italia, y cuando confía la protección de las murallas a los burgueses y la milicia es porque la relación entre ambos es estrecha y no contestada por nadie. Y ello ya sea el señor el propio rey, duque o conde, un obispo o un noble. Pero en algún caso el rey alienta la emancipación señorial o episcopal, y los movimientos jurídicos y sociales son continuos, aunque no necesariamente violentos y, mucho menos, sangrientos. En las comunas centroeuropeas (Arras, Amiens, Valenciennes, Gante, Brujas, Lieja, Reims, Metz, Estrasburgo, Noyon, Colonia, Worms, Beauvais o Laon) las rivalidades de linaje son menos aceptadas que en las ciudades del norte de Italia y las intervenciones regias se prodigan sobre materia jurídica, derecho privado o comercial ya en el siglo XIII, después de una etapa de lento desarrollo entre 1090 y 1150, aproximadamente, y de consolidación posterior. Induso a mediados de esta centuria el rey Luis IX, por ejemplo, actúa en muchas ciudades de jurisdicción regia para controlar las finanzas urbanas mediante los administradores locales (bailes), disminuyendo la autonomía comunal. Y es en este siglo XIII cuando las reivindicaciones corporativas cobran cuerpo por la oscilación de los precios, las demandas gremiales u otros factores. En las comunas septentrionales surgen alteraciones en 1225, 1253 o 1260 en Arras o en 1253-1255 en Lieja, donde un cabecilla popular proclama la incautación de los bienes de la Iglesia; doctrina bien acogida después en otros ambientes y reproducida en los conflictos sociales de la baja Edad Media, y que en Lieja provoca entonces episodios sangrientos. En otras áreas, como la de más allá del Rin, se intenta regular los derechos y deberes de los príncipes, de los procuradores laicos, de los señores de barrio, de los burgueses, de los comerciantes y de los gremios en orden al control de la ciudad; formándose consejos que representan a los diversos intereses y sectores sociales (como sucede en Friburgo, Ratisbona, Lübeck o Augsburgo en los años centrales del siglo XII), con tensiones que debe hacer frente el emperador Barbarroja y los príncipes. La prestación de juramento al emperador y la entrega de contribuciones especiales crea, no obstante, malestar, porque las "ciudades libres" buscan la autoadministración. Pero hay otro corporativismo económico y social que afecta más en general al tejido urbano europeo del norte y el sur, del este y del oeste. Se trata del corporativismo gremial sentido por los interesados en orden al agrupamiento de fuerzas para alcanzar objetivos comunes y proteger y aumentar la remuneración de su trabajo -como define J. H. Mundy-. Así, tanto la caridad como el placer puede incrementarse uniéndose en grupo, pero la rapidez de esta expansión dio a los agremiados de la época un espíritu emprendedor que no volvió a darse en Europa desde entonces; aunque dicho espíritu tuvo mucho de primitivo, los gremios y asociaciones profesionales mantuvieron siempre una madurez de asunción de los deberes públicos. En buena parte de Europa el ímpetu asociacionista granó en "hermandades" que protegían a comerciantes y otros profesionales en los desplazamientos fuera de las comunidades propias, combinándose las funciones económicas con los derechos jurisdiccionales o gubernamentales sobre un asentamiento adherido a una antigua ciudad o comunidad, adquiriendo una condición de miembro similar a la de ciudadanía. Cuando las ciudades fueron creciendo en espacio y potencialidad económica y social, se fusionaron sus diferentes sectores, en principio independientes, y las asociaciones profesionales y mercantiles ocuparon su lugar junto al gremio de comerciantes. Desde ese momento, dicho gremio perdió muchas de sus funciones políticas que pasaron a la comunidad amplia, trocándose el espíritu de pertenencia al gremio concreto por el de pertenencia a la comunidad completa o "universitas"; sin perder los gremios de comerciantes su poder dirigente, se produjo una escisión en la que las funciones políticas quedaron separadas de las económicas, dentro de un proceso de especialización cada vez mayor. Italia, una vez más, ofrece un panorama algo distinto. Las asociaciones de comerciantes jugaron ya un papel importante en la renovación de las ciudades, evolucionando hacia el siglo XIII de forma que llegaron a adquirir jurisdicción económica propia a través de las negociaciones con los "consules negotiatorum", con jurisdicción sobre la casa de la moneda y los mercados ciudadanos. Pero en conjunto, los gremios medievales que surgen en los siglos de la expansión y del crecimiento europeo tienen poco que ver con los que conociera el mundo antiguo, sobre todo en Roma. Mientras que la diferencia con los posteriores es que no se distanció entonces tanto el nivel intermedio entre el obrero y el capitalista, es decir, el hombre del gremio o el dueño del taller, fomentándose una política económica reguladora y restrictiva, y no tanto liberal y expansiva. Porque los gremios de los siglos de la plena Edad Media padecieron de una inclinación, a veces enfermiza, hacia el pequeño negocio, prohibiendo a sus miembros poseer demasiados elementos productivos (tiendas, tablas, talleres). La meticulosidad establecida por los gremios en la adquisición de materias primas, en la utilización de los métodos de producción o en los precios muestran que la desconfianza mutua fue el coste de la fraternidad económica. Por otro lado los gremios fueron también monopolizadores, por excluir al extraño y tratar de hacer hereditaria la profesión, cayendo a veces en un anquilosamiento técnico y en cierto conservadurismo productivo en aras de preservar el conocimiento adquirido como un arcano. Por eso, las contradicciones del sistema se manifestaron con crudeza cuando, al filo del 1300, decreció el ritmo del crecimiento económico, haciéndose más acusada la división entre obreros y maestros, impidiendo estos últimos que llegaran aquellos a establecer su propio taller o hacerse maestros también. El conservadurismo técnico de los gremios -apunta J. H. Mundy- y el afán por el monopolio generó la resistencia de los consumidores y de los interesados en la importación y exportación. Los responsables ciudadanos se opusieron a dejarse llevar por la demandada prohibición de los agremiados a los emigrantes de adquirir tal condición cuando se instalaban en sus recintos venidos de fuera, y tuvieron que enfrentarse a la vez a los intentos de los gremios por controlar las fuentes de las materias primas por un lado y los precios de los acabados por otro. Sólo a finales del siglo XIII prevaleció al fin el espíritu corporativo, debido sobre todo a la madurez de la economía y no tanto al fracaso del consumidor o de los importadores y exportadores. Los gremios tuvieron que luchar, finalmente, contra la regulación estatal cada vez más centralista. El surgimiento de compañías con privilegio o propiedad del Estado y la difusión del proteccionismo, junto con el establecimiento de códigos marítimos (como el de Barcelona de 1286), no impidieron el desarrollo del corporativismo gremial. Así, mientras la regulación de los precios en la legislación gremial se sometió al llamado bien común, el gremio fue uno de los diferentes medios que la sociedad urbana movilizó para la guerra económica, porque, en torno a 1300, se anunciaba ya, al menos en los países mediterráneos, el Estado mercantilista. Pero el proceso de escisión gremial no fue sólo un fenómeno económico sino que tuvo un componente social importante, y en ese componente surgieron los conflictos. Por un lado, debido a que en las grandes industrias existió por lo general una separación entre empresarios y artesanos, así como también por la resistencia de los propietarios de pequeños obradores y modestos artesanos a ser manejados por los más poderosos. Por otro, como consecuencia de las condiciones de trabajo, los salarios, horarios y endeudamientos personales de los obreros con los dueños de los talleres. Muchas ciudades estaban en contra de que los artesanos empeñaran sus herramientas para lograr préstamos, pues buena parte del equipo lo proporcionaban los capitalistas; además había algunas leyes que protegían a los deudores contra el encarcelamiento, el cual, si era inevitable, tenía una limitación temporal. Pero los conflictos podían surgir también dentro de las mismas compañías, siendo frecuentes las luchas entre maestros y obreros, entre propietarios y jornaleros o entre unos gremios y otros, como por ejemplo los de comerciantes y artesanos. La complejidad de muchos de estos conflictos trascendió el siglo XIII y se sumergiría en la baja Edad Media, complicándose aún más con motivo de las crisis del siglo XIV, afectando a la implicación de la ciudad con el medio rural. El gobierno urbano intervino cada vez más en los gremios a través de la economía de las ciudades, pero dichos gremios, a su vez, ocuparon en muchos casos el propio gobierno ciudadano, implicando al artesano y al comerciante en la administración urbana. La solidez de muchos gremios en las ciudades más desarrolladas de Occidente les permitió atender a diversos servicios sociales y caritativos (enseñanza gratuita de huérfanos o miembros pobres, funerales, limosnas). Así los agremiados enfermos cobraban un subsidio necesario pare el sustento propio y de su familia. Dichos servicios sociales fomentaron, pues, otro tipo dc solidaridades no específicamente económicas o profesionales, sino más bien asistenciales y protectoras, semejándose más al espíritu de las solidaridades horizontales campesinas. De ahí que, en muchos casos, los servicios sociales de los gremios fueron completados con los de las "confraternidades" especiales, creadas con esta finalidad asistencial o piadosa. En dicha asociación se contó con la colaboración de la Iglesia, aunque se mantuvo al respecto una posición oscilante entre la defensa a ultranza según el espíritu reformista del siglo XII y la condena por la invasión de las iglesias y parroquias de altares asociados a los gremios y confraternidades piadosas, derivadas de dichos gremios. A este propósito se persiguió, por ejemplo, a quienes promovían la pobreza apostólica como ideario de las clases trabajadoras. Tanto el Estado como la Iglesia tuvo que hacer frente, por tanto, al poder en aumento de artesanos, comerciantes y productores asociados. Los príncipes promovieron la creación de gremios, hasta el punto que algunas ciudades discretas económica y comercialmente mantuvieron estructuras corporativas más desarrolladas a mediados del siglo XIII que las de las grandes concentraciones mercantiles de las repúblicas urbanas o ciudades-estado. Pero, en general, estos príncipes apoyaron al común cuando la aristocracia mercantil dominó en las ciudades y favoreció al patriciado cuando sucedió lo contrario; como en Barcelona cuando en 1285 el rey de Aragón tuvo que ponerse al lado del patriciado en la revuelta de Berenguer de Oller.
obra
Los reyes visigodos acuñaron sus propias monedas para sustituir a las romanas, y las utilizaron como vehículo de propaganda del poder real representado en ellas simbólicamente. Además, la acuñación de moneda permitió a los reyes controlar la circulación de metales preciosos y facilitar la recaudación de impuestos y el pago a la milicia. El Reino de Toledo sólo emitió monedas de oro. La base era el sólido, del que existía una sola fracción: el triente, que tenía un tercio del valor de aquél y, por tanto, también tres veces menos cantidad de metal. Con el tiempo, la calidad del oro empleado fue descendiendo. No existe constancia de una actividad minera regular en época visigoda, aunque alguna debió haber; pero es también muy probable que se empleasen monedas y joyas romanas confiscadas y refundidas. Leovigildo fue el gran organizador del reino visigodo y el primero en presentarse ante sus súbditos sentado en un trono como símbolo del poder real. Fue también el primero en introducir en las monedas el nombre de los reyes. Su moneda lleva, como las bizantinas, una victoria alada en el reverso, y la efigie sobre un trono o altar, en el anverso. Esta segunda interpretación parece más probable, porque daría sentido a la cruz que aparece entre las cortinas. Una vez más aparecen asociados los símbolos de la monarquía y los de la religión, sintetizando la estrecha relación entre ambos.
fuente
En las regiones que circundan el Mediterráneo, muchos ejércitos antiguos -más o menos regulares, como el romano, o irregulares, como los iberos o galos-, sintieron la necesidad de disponer de un tipo de lanza arrojadiza no demasiado pesada que alcanzara sin problemas los treinta metros, y que a la vez tuviera la capacidad perforante suficiente para atravesar a esa distancia escudos y, en su caso, corazas. Arrojadas en salvas, esas lanzas podrían con suerte desorganizar una formación enemiga y colocarla en desventaja en el combate cuerpo a cuerpo que se producía inmediatamente después, empleando una segunda lanza no arrojadiza o una espada. Un arma de astil de este tipo debía tener una notable capacidad de penetración, lo que exigía dos condiciones a la vez: una punta de sección pequeña, pero con peso y densidad suficientes para permitir atravesar limpiamente un escudo y llegar al cuerpo del oponente. En principio, se trataba de dos necesidades contradictorias, porque una punta estrecha y pequeña (de mayor capacidad perforante) pesaría poco (lo que disminuiría esa misma capacidad). La solución adoptada por los romanos fue el pilum (hyssos en griego) y el gaesum por los galos, tipos ambos formados por una larga pieza metálica de punta pequeña, unida a un corto astil de madera. Aunque los antiguos iberos y celtíberos conocieron y emplearon un tipo de lanza arrojadiza muy parecida al pilum (la falarica), lo cierto es que entre ellos alcanzó mucha mayor popularidad una solución que llevaba a su conclusión lógica extrema la necesaria combinación de los dos requisitos, y que produjo un tipo especial de lanza muy elegante en su aparente simplicidad: el soliferreum o saunion olosideron. El soliferreum es una lanza toda ella forjada en una sola pieza de hierro, con una longitud media de en torno a los dos metros (aunque las hay mucho mayores, de hasta 223 cm). Tiene una punta muy corta, que puede adoptar varias formas: a veces se trata simplemente de un extremo aguzado del astil, pero es más frecuente que tenga dos pequeñas aletas. En los casos más elaborados, estas aletas tienen una o varias "barbas" o ganchos, diseñadas para que fuera mucho más difícil extraer la punta de la herida, provocando desgarros. El astil férreo es de sección circular, más grueso en el centro y adelgazado en los extremos. Sin embargo, para facilitar el agarre, la parte central a menudo se engrosa bastante y aparece forjada en forma facetada, e incluso tiene unas molduras separadas unos diez centímetros, para que la mano no resbale con el sudor. En conjunto, pues, el soliferreum puede llegar a ser un arma bastante elaborada, de fabricación compleja, pues no debía ser fácil conseguir una calidad metalúrgica homogénea en una delgada y muy larga barra de metal. No se han realizado muchos estudios tecnológicos sobre las armas ibéricas de hierro, pero un análisis metalográfico y radiológico practicado sobre un arma del tipo que nos ocupa ha permitido mostrar que se trata de un acero suave recocido, no muy duro pero bastante dúctil, aunque faltan más análisis que confirmen o desmientan la posible existencia de una fabricación en dos fases que resultara en una capa exterior más resistente a la corrosión y un núcleo de hierro con bajo contenido en carbono. En todo caso, es un hecho que los soliferrea mejor conservados eran extremadamente flexibles, puesto que algunos de los hallados en 1867 en el yacimiento cordobés de Almedinilla, y que originalmente habían sido depositados en las tumbas doblados en varios pliegues, fueron enderezados en época moderna sin fracturarse, y todavía se exhiben así. Debieron ser extremadamente efectivos como armas arrojadizas pesadas, porque el peso y la densidad del material del astil dotarían de gran capacidad perforante a la estrecha punta, mientras que el astil penetraría sin rozamiento por el orificio abierto por aquella, al ser más estrecho aún (en torno a un centímetro de diámetro); esto permitiría atravesar un escudo sin apenas pérdida de impulso. Los datos disponibles hoy por hoy indican que el soliferreum apareció en la zona de Aquitania y Languedoc, justo al norte de los Pirineos, hacia el s. VI a.C., y que desde allí se extendió por la Península Ibérica, tanto por las zonas meseteñas, "célticas", como hacia Levante y Andalucía, "ibéricos". Fue en la Península donde este tipo alcanzó más éxito, pues por los datos arqueológicos y las fuentes literarias sabemos que seguía en uso a la llegada de los romanos hacia fines del s. III a.C., coexistiendo con la falarica o pilum ibérico. Es uno de los tipos citados específicamente por más autores, como Diodoro Sículo, Tito Livio o Plutarco. Incluso Apiano nos cuenta que todavía durante las Guerras Civiles romanas, en el año 38 a.C., el general Menécrates, partidario de S. Pompeyo, fue herido en el muslo por un soliferreum ibérico de punta barbada. Pese a su peculiaridad, este tipo de lanza toda de hierro no es un caso único en la historia de las armas. Así, sabemos que los rajput de la India empleaban en el s. XIX el sang, un tipo de lanza muy similar, toda de hierro, que lógicamente no guarda relación alguna con el arma ibérica. Se trata de un caso de convergencia, provocado por la necesidad de resolver unos problemas similares. En conjunto, el soliferreum era pues funcionalmente muy similar al pilum, pero con una notable diferencia: al ser por completo de hierro, debía ser más costoso y complicado de forjar; a la vez, era menos elaborado en un sentido diferente, pues los romanos diseñaron un sistema de unión de la larga punta metálica al astil de madera mediante remaches que inutilizaban el arma al impactar con un blanco sólido, lo que impedía que fuera "devuelto". El soliferreum, en cambio, no se doblaría con tanta facilidad en combate. Un dato interesante es que la mayoría de los soliferrea hallados formando parte de ajuares funerarios aparecen doblados en varios pliegues, a veces incluso con una intención "estética", pues se plegaron en forma de lazo simétrico. Algunos autores han querido ver una razón banal en esta práctica: el arma se doblaría para poder meterla sin problemas en la fosa. Sin embargo, hoy parece fuera de duda que se trata de un rito de inutilización, extendido a casi todos los tipos de armas, y por tanto de significado mucho más profundo. El arma era, por un lado, un objeto asociado indisolublemente al guerrero muerto, que debía perecer con él; por otro, es probable que existiera entre los iberos la idea de que, al igual que el cadáver era destruido por la cremación, el objeto había de ser doblado, golpeado y quemado, para que, mediante un fenómeno de inversión simbólica bien documentado en fuentes literarias grecolatinas, resurgiera intacto y utilizable en el Más Allá, como cuentan Herodoto o Luciano.