La historiografía francesa ha consagrado el hecho revolucionario de 1789 como el gozne que marca el giro del proceso histórico que hizo entrar al mundo -no solamente a Francia- en una nueva etapa que ella misma bautizó con el nombre de "contemporaine". Pero si es cierto que aquel fenómeno revolucionario fue de trascendental importancia, también hay que tener en cuenta que alrededor de esa fecha se produjeron otros acontecimientos que vinieron a reforzar la idea de cambio. En el mes de abril de aquel mismo año de 1789, George Washington fue nombrado primer presidente de los Estados Unidos de América, y en aquel verano se instaló la primera máquina de vapor para la industria del algodón en Manchester. Fueron tres acontecimientos que, aunque muy diferentes en importancia, simbolizan el comienzo de una nueva edad. El conflicto entre el orden viejo y la nueva realidad en Francia, el nacimiento de una nación en América y el comienzo del predominio de la máquina para la producción industrial.Con todo, la fecha de 1789 prevaleció sólo en los países latinos, y entre ellos, naturalmente, España, fuertemente influida por la historiografía francesa. En los países anglosajones, cuando se habla de Historia Contemporánea, se hace referencia más bien a ese periodo del pasado reciente que se inicia con el siglo XX (Barraclough), o incluso, más adelante, con el estallido de la Primera Guerra Mundial (Thompson). Todo lo anterior es para ellos Historia Moderna o Modern History. Se utiliza, por tanto, un criterio distinto y se retrotrae su comienzo a una fecha más reciente.Sin embargo, aun respetando todos los criterios que, de acuerdo con los argumentos de convencionalidad empleados más arriba, pueden ser perfectamente válidos, hay razones para justificar que alrededor de los últimos años del siglo XVIII y primeros del XIX, se inicia una nueva etapa histórica. Todos los movimientos revolucionarios o independentistas que se produjeron durante estas fechas están marcados por una nueva ideología, por unas notas diferenciales que los distinguen de los fenómenos históricos que se produjeron en la Edad Moderna. Hay quien estima que estas notas estaban también implícitas en la etapa histórica anterior, pero ello no contradice la realidad incontestable del cambio. Es natural la relación entre las distintas épocas históricas. Se ha negado ya la existencia de cortes bruscos en el proceso histórico. Los cambios, aun siendo revolucionarios, no significan la ruptura total con lo anterior, ni la aparición de realidades totalmente nuevas. Por eso suele suceder que los contemporáneos no tengan conciencia de los fenómenos transformadores. Sin embargo, la observación del historiador, con la ayuda que representa la perspectiva del tiempo, puede fácilmente apreciar el contenido diverso de los distintos periodos en los que se suele dividir la Historia.En efecto, por su contenido, la Historia Contemporánea resulta de más fácil aceptación como unidad monográfica. Comprende el desarrollo histórico del Nuevo Régimen salido de la crisis de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, que se contrapone al Antiguo Régimen, anterior a la Revolución. El concepto de Nuevo Régimen fue fijado por los historiadores de la cultura a principios de siglo y constituye una realidad histórica coherente, cuyos supuestos políticos, sociales, económicos e institucionales se han mantenido, cuando menos, hasta la Segunda Guerra Mundial.Aunque el historiador francés Pierre Goubert puso de manifiesto las dificultades existentes para conseguir una definición precisa de lo que se entiende por Antiguo Régimen, aceptaba en líneas generales el criterio propuesto por Tocqueville de considerarlo como "una forma de sociedad" y añadía que "el Antiguo Régimen es una sociedad de una pieza, con sus poderes, sus tradiciones, sus usos, sus costumbres, y en consecuencia, sus mentalidades tanto como sus instituciones. Sus estructuras profundas, estrechamente ligadas, son sociales, jurídicas y mentales". Pues bien, estas estructuras murieron, en algunos lugares mediante una lenta agonía, y en otros, con la rapidez que le proporcionaba la violencia revolucionaria, dando paso a un régimen nuevo que iba consolidando unas nuevas estructuras a medida que se adentraba en el siglo XIX. José Luis Comellas ha señalado lúcidamente, en unos cuanto trazos, la personalidad de esta nueva época: "la inquietud, la búsqueda, la carencia de lo absoluto, la variabilidad de las formas y de las valoraciones, la incertidumbre, la fuera de lo existencial, el ansia de progreso, son rasgos reconocibles a lo largo de toda la Edad Contemporánea, lo mismo en la época de las revoluciones, que bajo el romanticismo, el positivismo o el estruendo de las grandes guerras mundiales. También en lo estructural o institucional, encontramos como rasgos comunes la inflación del concepto de libertad, los regímenes liberales y democráticos, el constitucionalismo, el parlamentarismo, los partidos políticos -larvados o expresos-, el clasismo social, el capitalismo económico y -larvadas o expresas también- la proliferación del proletariado, la lucha de clases y las consiguientes teorías o sistemas de corte socialista".Sin embargo, aunque ninguno de estos rasgos señalados haya perdido del todo su carácter de contemporaneidad, hoy se tiende a admitir un orden de realidades de creación más reciente, como elemento definidor de nuestro tiempo. Es más, el hecho de que los historiadores anglosajones y germanos retrasen el inicio de la Edad Contemporánea hasta situarlo en un jalón, cuando menos un siglo más cercano a nuestro presente, constituye la mejor evidencia de que en el tránsito del siglo XIX al XX se produce otro cambio importante en el proceso histórico. El historiador inglés Geoffrey Barraclough, en su Introducción a la Historia Contemporánea (Madrid, 1965), se muestra defensor de la postura de considerar que la Historia Contemporánea comienza cuando los problemas reales del mundo de hoy se plantean por primera vez de una manera clara. Sin atreverse a señalar una fecha concreta, Barraclough sugiere que el cambio se produce en los años inmediatamente próximos a 1890. Es entonces cuando se produce el impacto de la "segunda revolución industrial", mucho más generalizado que el de la primera. El comienzo de la utilización del teléfono, la electricidad, los transportes, las primeras fibras sintéticas, etc., serían buena prueba de ello. La intervención de la masa en la política a partir de los últimos decenios del siglo XIX, constituye otro importante rasgo diferenciador que permite a este historiador en esos años un cambio de rumbo en la historia. Y por último, para señalar solamente las notas más significativas, el cambio operado en las estructuras de las relaciones internacionales, en el sentido de que Europa, que hasta entonces había ocupado una posición central en el concierto de la política mundial, se vio desbordada por las fuerzas externas a ella. Es la etapa que señala The end of European History, como pomposamente tituló Barraclough una conferencia pronunciada en 1955 en la Universidad de Liverpool.Sin necesidad de aceptar este criterio que establece el inicio de la Edad Contemporánea en los últimos años del siglo pasado, no podemos negar la evidencia de las transformaciones que se producen en ese momento. Esa evidencia nos permite, cuando menos, justificar los límites de este volumen, no ya en cuanto a su extensión cronológica, sino también en lo que se refiere a su contenido histórico. Así pues, hay un siglo XIX histórico, el cual aunque no coincide exactamente con el siglo XIX cronológico, presenta unos rasgos muy homogéneos y unos límites razonablemente claros que lo distinguen del siglo de las Luces por su comienzo y del actual por su terminación.Al siglo XIX se le ha denominado el siglo de las revoluciones liberales y burguesas, y, en efecto, se abre con ese fenómeno de capital importancia para la historia universal como es la Revolución Francesa, cuyas secuelas se dejan sentir en muchos países del mundo a lo largo de toda la centuria y que en definitiva terminan por consolidar una serie de cambios profundos en la organización de la sociedad, en los sistemas políticos y en la propia dinámica de la economía.
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En el último cuarto del siglo XVIII la crisis del antiguo régimen derivó en dos acontecimientos fundamentales, la revolución política y la económica, dentro del primero hay que entroncar la Revolución Francesa ya que se dirigió principalmente a cambiar las estructuras políticas y sociales tradicionales, marcando el comienzo de lo que sería un largo período revolucionario que abarcaría Europa, América y las colonias europeas.Todo comenzaría con la penosa situación económica del estado derivada del sistema impositivo que regía ya que sólo se recaudaban impuestos a la clase llana y estos no cubrían los elevados gastos del estado, paralelamente coincidieron años de malas cosechas con un fuerte aumento demográfico lo que llevó a una situación insostenible para el rey Luis XVI, que decidió convocar a los Estados Generales para resolver la situación, este es el momento en que se puede decir que comienza la revolución pues los representantes del tercer estado aprovecharon para constituirse en Asamblea Nacional y preparar una Constitución que les convertiría en Asamblea Constituyente y más tarde Legislativa. Diferentes enfrentamientos entre el pueblo y el ejercito se sucederían siendo el más famoso el del 14 de Julio de 1789 en el que el pueblo asaltó la fortaleza de la Bastilla (prisión del estado), guardada por los soldados. Dos facciones se sucederían en el poder revolucionario en el siguiente período denominado Convención, los girondinos, más moderados y los jacobinos más radicales. Francia sería proclamada república en 1792 y en 1793 Luis XVI sería guillotinado al igual que su esposa M? Antonieta, es el momento en el que Robespierre al frente de los jacobinos se hace con el poder y dirige el período del terror imponiendo una dictadura. También será guillotinado en 1794 dando paso a una nueva reacción moderada, la termidoriana, de la burguesía. Se creó una nueva Constitución que daría forma al nuevo período denominado Directorio y dirigido por la fuerza militar representada por Napoleón Bonaparte que acabaría con el período revolucionario al dar un golpe de estado que le proporcionó el poder absoluto y más tarde el título de Emperador de Francia.
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En julio de 1830 se produjo una Revolución en Francia que derrocó a Carlos X para instaurar una monarquía liberal encabezada por Luis Felipe de Orleans. Este importante cambio político en el vecino país podía tener una influencia sobre el régimen de la Monarquía absoluta en España. Así lo entendía el entonces embajador en París, el conde de Ofalia, quien en un Informe que redactó poco antes de aquellos acontecimientos afirmaba que "Es indudable que si el partido liberal consiguiese aquí un triunfo completo, si los malvados consiguiesen debilitar la Autoridad Real, o su proyecto sacrílego de mudar la Dinastía en España cuyos principios monárquicos y religiosos les son tan odiosos, sería el blanco de sus intrigas y maquinaciones, si no el de sus agresiones que protegerían más descubiertamente las tramas de los revolucionarios y tratarían de sembrar la discordia en nuestro suelo". Estos presagios no parece que sembrasen la alarma de las autoridades españolas, que no tomaron ninguna medida especial para prevenir las consecuencias del cambio de situación en Francia. Una vez que triunfó la Revolución, los gobiernos de Inglaterra, Austria y Prusia, reconocieron la nueva Monarquía de Luis Felipe de Orleans. España no se decidió a dar ese paso, sino que reforzó al ejército a pesar del esfuerzo económico que ello implicaba en unos momentos en que las finanzas se hallaban en situación de penuria. Si bien pronto se comprobó que la nueva dinastía reinante en Francia adoptaba una actitud moderada, el verdadero temor del gobierno español era la postura que iba a manifestar con respecto a los refugiados liberales, que no habían cesado de intrigar desde el otro lado de la frontera para preparar un golpe destinado a derribar la Monarquía absoluta de Fernando VII. A partir de 1830 muchos de los liberales españoles que habían permanecido en Inglaterra o en Bélgica acudieron a la capital de Francia para reunirse y organizar sus fuerzas con vistas a una acción en España. Protegidos por el nuevo régimen francés, disfrutaron de una absoluta libertad de acción, e incluso fueron objeto de agasajos por parte de los liberales franceses. Lo que los exiliados españoles no advirtieron fue que iban a ser utilizados por Luis Felipe como instrumentos de presión para obtener el reconocimiento oficial por parte de Fernando VII. Así, la negativa española a aceptar la realidad de los hechos en Francia permitió que desde las instancias oficiales y desde los círculos liberales de este país se alentasen las intrigas y las maquinaciones de los refugiados españoles. Este apoyo moral y financiero acrecentó el optimismo de los exiliados hasta tal punto que no solamente estaban seguros de su triunfo, sino que algunos hablaban incluso de que sería uno de los hijos del duque de Orleans el que sustituiría al monarca español. Los españoles habían mantenido serias discrepancias entre sí durante los años del exilio. Pero ahora se pusieron de acuerdo bajo la dirección de un grupo organizador que tomó el nombre de Directorio provisional para el levantamiento de España contra la tiranía que se estableció en Bayona. Los proyectos de invasión se centraban en varios puntos de la frontera pirenaica: Cardona, La Seo de Urgel, Hostalrich, Jaca y Pasajes. Para aumentar el número de los que debían llevar a cabo el levantamiento se crearon en Francia varias oficinas de reclutamiento, tres de las cuales se hallaban en la capital. Se les ofrecía a los interesados dos francos al día y se les facilitaba un medio de transporte hasta Burdeos, y desde allí hasta la frontera. Hasta 700 hombres pasaron por Burdeos para unirse al levantamiento y se supo también que se habían enviado hacia la frontera 1.700 fusiles y 15.000 cartuchos. Todo este movimiento, que contaba con la pasividad de las autoridades francesas, sembró la inquietud en el gobierno español, y ante la ineficacia de las gestiones diplomáticas para que se tomasen medidas para abortarlo desde el otro lado de la frontera, España optó por reconocer a la nueva Monarquía de Luis Felipe. Sin embargo, la decisión llegó tarde, puesto que ya no hubo forma de detener el intento de invasión, que se produjo entre el 10 y el 18 de octubre de 1830 y en el que participaron como dirigentes Mina, Valdés y el coronel De Pablo (Chapalangarra). Espoz y Mina ocupó la localidad de Vera del Bidasoa, cortó las comunicaciones con Irún y se internó hacia Tolosa. Las tropas de Fernando VII le salieron al paso y después de derrotar a los expedicionarios los persiguieron hasta hacerles cruzar de nuevo la frontera. La suerte que les esperaba en Francia era ahora distinta, pues el Gobierno de París los desarmó y los condujo a depósitos militares donde quedaron confinados. Con ser el más importante de todos, no sería éste el último de los movimientos que organizaron desde el exterior los liberales españoles exiliados. Todavía se producirían otras intentonas desde Gibraltar antes de la finalización del reinado de Fernando VII. Ya en 1826 había tenido lugar una nueva expedición de parecidas características a la que había protagonizado Valdés en agosto de 1824. Los cabecillas fueron esta vez los hermanos Bazán, quienes con unos 60 hombres trataron de llevar a cabo un desembarco en algún lugar de la costa de Levante. La operación terminó también con un rotundo fracaso y los hermanos Bazán fueron apresados y fusilados por las autoridades españolas. Desde 1827 se había establecido en la colonia inglesa una Junta de refugiados que tenía como misión la de mantener la comunicación entre los liberales que habían permanecido en España y los que habían tenido que salir al exterior. En septiembre de 1830 llegó al Peñón José María Torrijos procedente de Inglaterra. El general Torrijos movilizó inmediatamente a algunos de los elementos más conspicuos que aún se encontraban en Gibraltar y comenzó a preparar nuevas tramas revolucionarias contra la Monarquía de Fernando VII. Como resultado de estas intrigas, en enero de 1831 se produjo un asalto a las líneas españolas desde la zona neutral que se saldó con algunas pérdidas por parte de los liberales que intentaron pasar la frontera y con un mayor número de bajas por parte de las tropas realistas que la defendían. Los asaltantes fueron rechazados y tuvieron que desistir de momento de sus propósitos. Todavía no había transcurrido un mes desde que se produjeron estos sucesos, cuando tuvo lugar una nueva intentona protagonizada por Salvador de Manzanares, quien desembarcó en Getares procedente de Gibraltar con unos doscientos hombres. Acosado por las tropas realistas del general Quesada, buscaron refugio en la serranía de Ronda, pero fueron reducidos y fusilados cuantos cayeron prisioneros. Por fin, el 30 de noviembre de 1831 partió desde Gibraltar el propio Torrijos, quien al mando de unos 50 hombres desembarcó a la altura de Fuengirola, donde fue cercado en virtud de la emboscada que le tendió el gobernador de Málaga, González Moreno. Los expedicionarios consiguieron internarse hasta Alhaurín de la Torre, en cuyas cercanías fueron obligados a rendirse y todos ellos fueron fusilados en la mañana del 11 de diciembre. Fue la última de las intentonas liberales, que ya no darían muestras de una oposición activa en lo que quedaba del reinado de Fernando VII.
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El bienio de junio de 1835 a agosto de 1837, con el breve intervalo del gobierno Istúriz, constituye el desenlace del largo proceso revolucionario que puso fin al Antiguo Régimen. Ante la situación revolucionaria del verano de 1835, la Corona confió el poder a un liberal con un pasado radical, Mendizábal, quien enunció la necesidad de una declaración de los derechos del ciudadano. Las Juntas, por su parte, pedían la vuelta a la Constitución de 1812. Mendizábal renovó los altos cargos militares y de la administración en beneficio de los que los ocuparon durante el Trienio Liberal. La liquidación de las Juntas fue facilitada por los decretos que regulaban la constitución de diputaciones provinciales (IX-1835) mediante la incorporación de los miembros de las juntas a las mismas. La victoria de los progresistas fue seguida de una serie de disposiciones que afectaron a la configuración del país, como el decreto de 26 de septiembre de 1835 que sentaba las bases de la nueva administración de justicia y otros del mismo año sobre la misma materia. Martín de los Heros reorganizó la milicia nacional con el nombre de Guardia Nacional y el propio Mendizábal volvió de nuevo a poner en marcha la desvinculación y la desamortización al tiempo que se reconocían las ventas realizadas durante el Trienio liberal. La gestión de Mendizábal resultó decisiva: comprometió a la Corona y amplias capas del país en el proceso revolucionario, al mismo tiempo que creaba las condiciones militares para la victoria contra los carlistas, pues en su mandato se constituyó realmente el nuevo ejército. Los siete meses de Mendizábal como presidente del Gobierno significaron la consolidación del proceso iniciado en su período como ministro de Hacienda de Toreno para recuperar la legislación del Trienio Liberal. Con motivo de un punto del proyecto de la ley electoral que fue presentado en las Cortes y la derrota de los seguidores de Mendizábal en una votación, se planteó la cuestión de confianza. La Corona tuvo que elegir entre cambiar el gabinete o disolver las cámaras y proceder a una nueva elección, solución esta última, adoptada tras la consulta con el Consejo de Gobierno. En las elecciones (II-1836), los progresistas obtuvieron mayoría amplia (desde luego sin limpieza electoral, como en todas las elecciones de estos años). Por otra parte, algunas de las figuras más importantes del progresismo (Istúriz, Alcalá Galiano y el Duque de Rivas) se pasaron a los moderados. En mayo de 1836, el gabinete tuvo que dimitir pues la mayoría progresista insiste en que Mendizábal debía rendir cuentas del uso que había hecho del voto de confianza y, por otra parte, la Corona se negó a suscribir una combinación de mandos militares. La Corona nombró presidente a Istúriz, un progresista pasado al moderantismo. Los progresistas de las Cortes le combatieron por métodos parlamentarios, incluso con el voto de censura (no obtienen su confianza los actuales secretarios del despacho, proposición aprobada por gran mayoría). Istúriz respondió a ello solicitando de la Corona el decreto de disolución. María Cristina accedió y, además, adoptó una postura beligerante al publicar un manifiesto condenando la actuación del estamento. Los progresistas intentaron de nuevo el cambio político a través de pronunciamientos. Muchos militares se acercaron al progresismo convencidos de que los moderados no actuaban con energía frente al carlismo y de que la Milicia Nacional era la única fuerza capaz de asegurar la retaguardia. A fines de julio de 1836 se pronuncia la Guardia Nacional. El movimiento, que se declaró por la Constitución de 1812, se extendió a toda Andalucía, Zaragoza, Extremadura y Valencia e incluso alcanzó a algunas unidades del ejército del Norte. La Corona no cedía a estas presiones hasta que, en agosto de 1836, se produjo la rebelión de un grupo de suboficiales de la guarnición del Palacio de La Granja (el Motín de los Sargentos). María Cristina capituló, dio nueva vigencia a la Constitución de 1812 y confió el poder a los progresistas en la persona de Calatrava, quien hizo de Mendizábal su más estrecho colaborador al confiarle la cartera de Hacienda y más tarde la de Marina. El triunfo del movimiento progresista se refleja en una serie de leyes (que en su mayor parte restablecen las de las Cortes de Cádiz y el Trienio) sobre la desvinculación señorial, desamortización, propiedad agrícola, montes, señoríos.... Por otra parte se convocan unas Cortes constituyentes, cuyo fruto será la Constitución de 1837. Más moderada, pero también más precisa, que la de Cádiz y más progresista que el Estatuto Real. Busca el consenso que proporcione una mayor estabilidad política. Mantiene alguno de los puntos clave de 1812 como son la soberanía nacional, la separación de poderes, reconocimiento de ciertos derechos individuales y la convocatoria de las Cortes por el monarca (si bien, al menos una vez al año, se reunirían sin ser convocados). En algunos de sus postulados se modera. No es confesional, por lo que la religión de España ya no es y será perpetuamente la católica, sino sólo la que profesan los españoles. Reconoce a la Corona una decisiva intervención en el proceso político, compensada parcialmente por la ampliación de funciones de las Cortes, que adquieren la iniciativa legal. Establece un sistema bicameral: Congreso de diputados, elegidos directamente por sufragio censitario, y Senado, cuyos miembros eran elegidos por el monarca de entre una lista que establecen los electores en número triple a los puestos a cubrir. Permite la disolución de las Cortes por el monarca (cosa que no podía en la de 1812) lo que, combinado con un sistemático falseamiento de las elecciones, permitió constituir parlamentos siempre ministeriales. Además de la Constitución, hay otra serie de medidas de carácter progresista entre las que destacan las leyes de imprenta (agosto de 1836), cuyos elementos definitorios son la desaparición de la censura previa y el juicio por jurados, y la ley electoral (1837), que amplió el censo electoral del 0,15% del Estatuto Real al 2,2% (o más, según las elecciones). El gabinete Calatrava se mantuvo desde agosto de 1836 al mismo mes del año 1837. Tras un pronunciamiento, mal conocido, caía el gobierno Calatrava. Las elecciones de septiembre dieron mayoría a los moderados, por lo que Bardají, tras una breve presidencia, dejó paso al gabinete de Ofalia, un caracterizado moderado, con quien se inicia una etapa de casi tres años de gobierno de esa tendencia. Si el gobierno, apoyado por María Cristina, fue moderado hasta el verano de 1840, el progresismo iba ganando terreno en los medios urbanos y en el ejército. En las ciudades más grandes, los progresistas contaban con el apoyo de una buena parte de la población, lo que les permitía ganar las elecciones y la mayoría en los ayuntamientos. Esto significaba que dominaban la Milicia Nacional. El conflicto armado contra el carlismo había desarrollado una nueva mentalidad militar, estudiada por Gabriel Cardona. Antiguos cadetes de academia, ex-guerrilleros, aristócratas, ex-seminaristas y suboficiales ascendidos por méritos de guerra en América formaban un cuerpo de oficiales heterogéneo. Combatir contra un enemigo común, al que percibían como el antiliberalismo apoyado por los frailes, desarrolló un código mental anticlerical y otras ideas que convergían con postulados progresistas. Había en el poder militar otra razón pragmática que les aglutinaba. La administración civil era incapaz de cumplir los plazos de los suministros que demandaba el ejército y las pagas no llegaban puntualmente. En el ejército del Norte surgió una fuerza dominante acaudillada por Espartero, héroe popular desde que levantó el sitio de Bilbao en la Navidad de 1836. Durante el verano de 1837 se produjeron motines de soldados que asesinaron a los generales Escalera y Sarsfield. En otoño, Espartero hizo valer sus condiciones ante Madrid. Sólo restauraría la disciplina y alcanzaría la victoria contra el carlismo si era bien pagado, abastecido y se atendía a sus propuestas de ascensos por méritos. El gobierno moderado no podía permitirse nuevas derrotas y cedieron. Espartero pudo ascender a sus amigos y formar un verdadero partido militar en el Norte.
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El mismo Malraux, en su ensayo La Tentación de Occidente que publicó en 1926, veía a Europa como "un enorme cementerio donde no duermen sino conquistadores muertos", como un conjunto de "sombras ilustres", como una "raza desesperada". Malraux creía, pues, que Europa estaba agotada. Como revelarían sus novelas Los conquistadores (1928) y La condición humana (1933), la revolución que él quería tendría por escenario Asia. Y en efecto, la revuelta de Asia se completó en la década de 1920. En Turquía, tras abolir el sultanato y el califato y proclamar la República, Kemal introdujo, bajo un sistema presidencialista que él mismo presidió hasta 1938, el sufragio universal (para varones mayores de 18 años), el sistema parlamentario, aunque con elecciones indirectas y en un régimen que era en la práctica de partido único, del Partido del Pueblo. Kemal, además, secularizó el Estado y occidentalizó la sociedad, imponiendo la emancipación de las mujeres, el vestido occidental -el sombrero pasó a ser símbolo del progreso-, el alfabeto latino, el sistema patronímico occidental y el sistema métrico decimal: en 1933, inició un ambicioso programa dé industrialización bajo control del Estado. En Persia, Reza Khan (1877-1944), un militar nacionalista, cumplió un papel análogo. Dueño del poder por un golpe de fuerza desde 1921, depuso al Shah (1925) y, ante la oposición a la república del clero Shiita, entronizó su propia dinastía, a la que denominó Pahlévi. Reza hizo de Persia, a la que en 1935 redenominó Irán, un país moderno. Reorganizó el Ejército, la educación y la administración del Estado, introdujo el sistema judicial francés (1927), inició la industrialización y la construcción de infraestructuras modernas (ferrocarriles, carreteras), limitó el poder del clero y renegoció con Gran Bretaña en términos favorables para su país los acuerdos de explotación del petróleo firmados a principios de siglo. Pero la revolución que la fantasía aventurera de Malraux soñaba, iba a ser muy diferente. Se localizó en China, fue resultado de una historia compleja e imprevisible y tuvo ciertamente el destino a la vez heroico y trágico que Malraux creía consustancial a las revoluciones. Ante todo, la dictadura de Yuan Shikai había hecho imposible que la revolución de 1911 desembocase en un régimen constitucional y liberal. Luego, durante la guerra mundial, Japón había impuesto con las llamadas 21 condiciones ante las que China tuvo que capitular, un especie de protectorado económico -ampliando sus derechos sobre Manchuria, Shandong y Fujian- lo que había generado una intensa reacción nacionalista particularmente notable en las provincias del Sur. En esas circunstancias, que desacreditaron profundamente a la dictadura, la muerte de Yuan Shikai en junio de 1916 abrió una gravísima crisis de Estado que se prolongó durante 12 años, al hilo de la cual se hizo posible primero y se decidió después el destino de la revolución malrauxiana. La muerte de Yuan provocó la desintegración del poder central y la afirmación de la autoridad territorial autónoma de los jefes militares de las regiones, de los señores de la guerra como se les denominó, a veces simples bandidos, hombres como Yen Hsi-shan, que retuvo su autoridad sobre la provincia de Shanxi hasta 1949, o como Chang Tsung-ch'ang, el gobernador militar de Shandong, o Ma Hung-kuei, señor del noroeste de China, Chang Tsolin, de Manchuria, o Feng Yü-hsiang, el general cristiano que mandaba en otra región del Norte. Un poder nominal chino continuó existiendo en Pekín, donde se sucedieron gobierno tras gobierno (hubo incluso un intento frustrado de restaurar al Emperador Pu-Yi), que en la práctica no ejercían autoridad ni siquiera sobre su entorno territorial. En el Sur, en Wandong (en Cantón), se produjo una secesión de hecho al restablecer Sun Yat-sen, exiliado durante la guerra, con apoyo de los jefes militares de la región, un gobierno republicano que rechazó la autoridad de Pekín y se autoproclamó como el único gobierno legítimo de China. El país estaba literalmente arruinado: guerras interprovinciales, bandidismo, hundimiento del comercio interior, destrucción de las vías de comunicación, hambre, miseria rural, colapso total de las grandes ciudades y puertos destruyeron la economía y todo el orden social y político. Shanghai, carente de todo control, se transformó en el centro mundial del tráfico de opio y de toda clase de drogas bajo el dominio del hampa local. La reconstrucción de China, al hilo de la cual surgiría la posibilidad de la revolución comunista, fue el resultado de la doble revolución cultural y política que se gestó en los mismos años de caos y confusión que siguieron a la dictadura de Yuan Shikai, como reacción precisamente al proceso de degeneración política y social y a la situación de vacío de poder que se habían creado. La revolución cultural, el renacimiento chino como lo llamó uno de sus inspiradores, el filósofo y ensayista Hu Shih (1891-1962), fue básicamente una revolución de intelectuales y estudiantes, muchos de ellos, como el propio Hu Shih, educados o en Estados Unidos o en los colegios de las misiones religiosas extranjeras. En términos filosóficos, supuso una reacción contra la influencia del pensamiento y la filosofía confucianos, como responsables de la decadencia nacional y fundamento del orden tradicional chino. En términos lingüísticos y literarios, fue una ruptura con los escritores clásicos y con la lengua clásica, e impulsó la creación de una nueva literatura y el uso literario de la lengua vernácula y cotidiana, con el fin de abordar la verdadera realidad de la sociedad china contemporánea, tal como hizo, por ejemplo, Lu Hsun (1881-1936), el autor de Diario de un loco, el gran escritor chino de su generación. La revolución cultural tuvo su centro en la Universidad de Pekín, que subsistió precariamente gracias al esfuerzo de su rector, Tsai Yuan-pei, un antiguo ministro de educación que aglutinó a un núcleo de profesores notables, como Hu Shih y Chen Duxin (1879-1942), el decano de la Facultad de Letras, director de La Nueva juventud, revista crítica de toda la cultura tradicional, e impulsor de una Sociedad para el Estudio del Marxismo. Pero se extendió a partir de 1920 a otras universidades y centros del país (en Nankín, Tientsin, Shanghai y otras localidades), muchos de ellos privados y los más, financiados por capital norteamericano. Por debajo de la descomposición política y social, la China de los años 1919-1928 fue un hervidero de incitaciones intelectuales. A modo de ejemplo, en 1919 la Universidad de Pekín invitó al filósofo norteamericano John Dewey, principal exponente del pragmatismo filosófico y de las ideas liberales y democráticas de su país, a pronunciar algunas lecciones: permaneció dos años en China y dio unas 150 conferencias por todo el país. El renacimiento cultural chino adquirió dimensión política cuando el 4 de mayo de 1919, como protesta por la adjudicación a Japón en el Tratado de Versalles de las antiguas concesiones alemanas en China, profesores y estudiantes de la Universidad de Pekín organizaron grandes manifestaciones de protesta, prolongadas con huelgas y nuevas manifestaciones en Shanghai, Cantón y otras ciudades importantes. El Movimiento del 4 de mayo reveló la profunda conciencia a la vez nacionalista y reformista de la elite intelectual y universitaria. Un hecho, pues, resultaría evidente desde ese momento, como ya observara Dewey: la China caótica y desvertebrada de los señores de la guerra era incompatible con la China del renacimiento intelectual y nacionalista. La revolución política nacional tuvo su centro en el Sur, en el régimen que Sun Yat-sen había logrado estabilizar en Cantón. Depuesto en 1922 por uno de sus jefes militares, Ch'en Chiu'ng-ming, Sun Yat-sen reorganizó el Guomindang -unos 150.000 afiliados-, buscó por razones tácticas la cooperación con la Internacional Comunista, que desde el congreso de Bakú del verano de 1920 había incluido a China como uno de los objetivos del movimiento de liberación de los pueblos oprimidos, y tras recuperar el poder en Cantón en 1923, fusionó el Guomindang con el minúsculo Partido Comunista Chino, que se había creado en Shanghai en julio de 1921 por iniciativa de intelectuales y jóvenes vinculados al movimiento del 4 de mayo (Chen Duxin, Li Dazhao, el bibliotecario de la Universidad de Pekín, Mao Zedong, su ayudante, Peng Pai u otros). El objetivo era lograr la unidad nacional, como quedó explicitado en el acuerdo que en enero de 1923 firmaron Sun Yat-sen y el representante de la Internacional Adolf Joffe. Como aspiraciones ideales, se adoptaron aquellos mismos "tres principios del pueblo" -nacionalismo, democracia, bienestar popular- que Sun Yat-sen había desarrollado mucho antes, a principios de siglo. El programa del nuevo Guomindang, redactado por el agente soviético Mijail Borodin, garantizaba las libertades constitucionales esenciales, planteaba una redistribución igualitaria de la tierra y la nacionalización de empresas privadas nacionales y extranjeras de carácter monopolista (bancos, ferrocarriles, marina mercante); prometía también la anulación de todas las concesiones comerciales y portuarias hechas a los países extranjeros. Los asesores soviéticos hicieron del nuevo Guomindang un partido centralizado y disciplinado al estilo del Partido Comunista de la URSS. En mayo de 1924, fundaron la Academia Militar de Whampoa para reorganizar al ejército chino, bajo la dirección de Chiang Kai-shek (o Jiang Jiehi, 1887-1975), un militar nacionalista, ascético y enérgico, con un joven comunista de origen acomodado, Zhou En-lai (1898-1976) como director político del nuevo centro. La URSS envió instructores militares, agentes políticos, armas en abundancia y fondos cuantiosos. Los comunistas implantaron sus organizaciones políticas y sindicales en las principales ciudades y en algunas zonas rurales. El Ejército del Guomindang, bajo el mando de Chiang Kai-shek, líder del partido a la muerte de Sun en 1925, inició así, en 1926, la reconquista del país, la "campaña del Norte", precedida en muchos puntos por huelgas y manifestaciones desencadenadas por el Partido Comunista. Las columnas del propio Chiang avanzaron por el interior, tomando la provincia de Hunán, y luego, Hankón y Wuchang (octubre de 1926). Las columnas comunistas, dirigidas por Borodin, penetraron por la costa hasta Shanghai y Nankín, que tomaron en marzo de 1927: el posterior avance sobre Pekín fue detenido por las tropas japonesas estacionadas en puertos cercanos. Inesperadamente, el 12 de abril de 1927, Chiang dio un golpe de Estado contra la izquierda del Guomindang y contra los comunistas, arrestando y ejecutando a varios miles de ellos (a veces, como en Shanghai, con apoyo del hampa). Los consejeros rusos fueron expulsados. La insurrección que los comunistas intentaron organizar en Cantón y otros puntos fue aplastada. La revolución china, la revolución de Malraux, había fracasado. Sólo algunos dirigentes comunistas (Mao Zedong, Zhu De, Zhou En-lai) lograron sobrevivir; se refugiaron en las montañas del interior de la provincia de Hunán y desde allí, organizaron un llamado "ejército rojo" e iniciaron, sobre la base del apoyo campesino, la resistencia guerrillera contra el régimen de Chiang. Este relanzó su ofensiva sobre el Norte, en colaboración incluso con algunos de los antiguos "señores de la guerra". Tras nuevos choques con tropas japonesas, Pekín fue ocupado el 8 de junio de 1928 (aunque Chiang estableció la capital en Nankín). Parte de Manchuria continuaba bajo ocupación japonesa. Seguía habiendo fuerzas extranjeras en los puertos y localidades que les habían sido concedidos en el pasado. Ni todos los "señores de la guerra" ni el puro bandidismo habían sido o sometidos o exterminado. Pero en apenas tres años, Chiang Kai-shek había conseguido la reunificación de gran parte de China. Militante del Guomindang desde antiguo, Chiang creyó siempre que sólo la fuerza militar podría garantizar la unidad china y la independencia nacional. Dueño de la situación, estableció un régimen presidencialista y militar, que, a veces, en los años treinta, adquirió connotaciones fascistizantes, como cuando creó la organización de Camisas Azules, al estilo de los partidos fascistas europeos, o luego en 1934, cuando se organizó el Movimiento de Nueva Vida para educar a la sociedad en las viejas virtudes -sentido moral, cortesía, austeridad- de la tradición china. Aunque en 1931 se aprobó una Constitución que establecía la división de poderes -los tres clásicos: ejecutivo, legislativo y judicial, más dos inspirados en ideas de Sun Yat-sen: el de control y el de exámenes- fue de hecho Chiang quien, con el apoyo del Ejército, ejerció realmente el poder, asumiendo la jefatura del gobierno y la del Guomindang, único partido autorizado. Chiang Kai-shek modernizó el aparato administrativo del Estado: los ministerios, los presupuestos, las academias militares, los códigos civiles y comerciales, etcétera. Se introdujo un moderno sistema bancario y financiero: se creó un tipo de papel moneda uniforme para todo el país. Se iniciaron grandes obras públicas: obras hidráulicas, construcción de miles de kilómetros de ferrocarriles y carreteras, teléfonos, telégrafos, líneas aéreas, repoblación forestal. La reforma agraria del programa del Guomindang no fue, por el contrario, ni siquiera abordada. Pero la producción industrial y minera (carbón, hierro, estaño), buena parte de ella de capital extranjero, creció notablemente: el índice de la producción pasó de 100 en 1933 a 110,4 en 1937. El gobierno, no obstante el control que ejerció sobre la vida intelectual en grave detrimento de la cultura, hizo también un ingente esfuerzo educativo lo mismo en enseñanza primaria y secundaria que en el ámbito universitario. China tenía en 1933 cuarenta universidades y veintinueve escuelas técnicas; la biblioteca nacional de Pekín, construida merced a donaciones norteamericanas, era una de las mejores de Asia. El régimen de Chiang fue obsesivamente anticomunista, reprimió con dureza extrema a las células clandestinas del Partido y a sus hipotéticos colaboradores y simpatizantes, y lanzó varias ofensivas militares para acabar con la guerrilla comunista. Era dudoso, sin embargo, que los comunistas constituyeran una verdadera amenaza. La represión de 1927 había reducido sus efectivos de unos 60.000 a unos 30.000. En diciembre de 1931, Mao Zedong había fundado una república soviética en la provincia de Jiangxi, en el sur, pero cercados por las tropas gubernamentales, los comunistas debieron emprender (octubre de 1934 a octubre de 1935) una "larga marcha" de unos 10.000 kilómetros, primero hacia el oeste y luego hacia el norte, en la que perdieron unos 100.000 hombres (aunque con lo que restó del "ejército rojo", Mao pudo estabilizarse y reorganizar la resistencia en la provincia de Shaanxi). Menos aún eran un problema para la nueva China las potencias occidentales. Ya en la Conferencia de Washington de 1922, se había firmado a iniciativa de Estados Unidos -país que de antiguo venía manteniendo una especial actitud hacia China para contener el expansionismo japonés y europeo- un tratado (suscrito por Gran Bretaña, Francia, Italia, Bélgica, Holanda, Portugal, China, Japón y Estados Unidos) por el que se garantizaba la soberanía e integridad territorial de China. En 1924, la Unión Soviética renunció a sus derechos de extraterritorialidad y a las concesiones portuarias que la Rusia zarista había arrancado a China. Estados Unidos entregó ese mismo año al gobierno chino 6 millones de dólares como indemnización por la guerra de los boxers. Inglaterra entregó en 1927 las concesiones en Hanken y Kinkiang (después de que el año anterior hubiera huelgas y manifestaciones de inspiración comunista contra la presencia de barcos ingleses en Shanghai y Cantón); en 1930, devolvió Weihaiwai. Entre 1928 y 1930, China pudo renegociar todos los tratados comerciales y recobrar su plena autonomía aduanera. El gran problema para China seguía siendo Japón. Chiang, convencido de la superioridad militar japonesa y de que la prioridad militar de su régimen era acabar con la guerrilla comunista, quiso eludir tensiones y prefirió ignorar las presiones irredentistas del nacionalismo chino sobre Manchuria y sobre los restantes enclaves ocupados por los japoneses, si bien en 1928 se decretó un boicot a los productos japoneses para protestar por las intrusiones de Japón durante el avance hacia el Norte de los años 1926-27 (que ya quedaron mencionados). La realidad de la amenaza japonesa se precisó en 1931. Tres años antes, oficiales del Ejército japonés estacionado en Kuantung (sur de Manchuria) habían ya provocado un gravísimo incidente al asesinar el 4 de junio de 1928 al gobernador de la Manchuria china, Chang Tsolin. Ahora, el 18 de septiembre de 1931, con el pretexto de la explosión que se había producido en una línea de ferrocarril en Mukden al paso de tropas japonesas que realizaban ejercicios de maniobras, el mismo Ejército de Kuantung atacó y ocupó varias localidades chinas y poco después, febrero de 1932, completó la ocupación de toda Manchuria. Además, Japón desembarcó en Shanghai un cuerpo expedicionario de 70.000 hombres (28 de enero-4 de marzo de 1932) y obligó a China a establecer un área desmilitarizada en torno a la zona internacional del puerto y a poner fin al boicot iniciado en 1928. Pese a las condenas internacionales -primero de Estados Unidos, luego de la Sociedad de Naciones-, Japón creó en Manchuria el Estado títere de Manchukuo y colocó a su frente al ex-Emperador chino Pu -Yi, con consejeros y ministros japoneses. Lejos de oír las recomendaciones de la asamblea general de la Sociedad de Naciones (24 de febrero de 1933), que negó el reconocimiento al nuevo Estado y exigió el cese de las acciones militares, Japón ocupó otra provincia, la de Rehe, amenazando Pekín, y trató de forzar a China, tras firmarse un armisticio en mayo de 1933, a transformar las provincias del norte en regiones autónomas desmilitarizadas, o sea, en una suerte de protectorado japonés. La agresión japonesa provocó una fuerte reacción nacionalista en toda China, que iba a condicionar el futuro del régimen de Chiang y, lo que sería más importante, toda la historia posterior del país y aun de Asia. Los comunistas ofrecieron en agosto de 1935 el cese de la acción guerrillera y la formación de un frente nacional antijaponés, propuesta que por su sentido nacional, encontró favorable acogida en sectores del Ejército, aunque no en Chiang. La presión de la opinión a favor de una nueva guerra contra Japón, expresada a veces ruidosamente, fue haciéndose cada vez mayor. En octubre de 1936, Japón presentó nuevas demandas: incorporación de asesores japoneses al gobierno chino, formación de brigadas militares mixtas, reducción de aranceles, autonomía para cinco provincias del norte y otras. El 12 de diciembre, durante una visita a Xian, Chiang fue secuestrado durante unos días por el general que mandaba la guarnición, el general Chang Siue-Liang, para forzarle a declarar la guerra a Japón, pero fue liberado tras las manifestaciones de lealtad a su persona que se produjeron en toda China, en parte alentadas por los comunistas decididamente volcados a la tesis del Frente Unido nacional. Y en efecto, como consecuencia, Chiang detuvo la acción anticomunista y comenzaron las negociaciones que, poco después, restablecieron el pacto Goumindang-Partido Comunista de los años 1923-24. En julio de 1937, tras producirse un choque entre tropas japonesas y chinas en los alrededores de Pekín, Japón invadió China, sus tropas ocuparon rápidamente Pekín y Tientsin y, tras operaciones a gran escala, una gran parte de China septentrional. En agosto, nuevos contingentes de tropas japonesas desembarcaron en Shanghai, que tomaron tras dos meses de violentísimos combates: la aviación japonesa bombardeó implacablemente numerosas ciudades chinas. En noviembre, Chiang tuvo que trasladar la capital al interior del país, a Chungkin. Nankín cayó el 13 de diciembre y los japoneses, tras masacrar a unas 200.000 personas, establecieron allí un "Gobierno Reformado de la República China", otro gobierno títere, presidido por Wang Jingwei. Pese a que las tropas chinas que desde 1940 recibirían ayuda británica y norteamericana desde Birmania obtuvieron algunos éxitos parciales; pese a que la guerrilla comunista al mando de Zhu De mantuvo una acción constante contra los ejércitos japoneses en las zonas ocupadas, Japón acabó por conquistar para 1942 una parte considerable del territorio chino incluido el valioso enclave cantonés, en total, un área de casi 2 millones de kilómetros cuadrados con una población de 170 millones de habitantes. No pudo, en cambio, lograr una decisión militar final y definitiva y la guerra terminó por absorberse en la II Guerra Mundial.
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Ha existido una corriente historiográfica que ha tratado de reducir el alcance de los sucesos acaecidos en los años setenta y ochenta en América del Norte a un mero conflicto político; siguiendo las pautas que iniciaron pensadores contemporáneos a los hechos -como Edmund Burke- todavía hay autores que afirman que no hay en aquellos acontecimientos nada que permita interpretarlos como una revolución. Prácticamente no hubo cambios en la correlación de fuerzas sociales; no fueron modificadas apenas las bases económicas ni los fundamentos jurídicos; la violencia -aunque alguna vez se dio entre los realistas y los rebeldes- no llegó ni de lejos a la que acompañará, desde entonces, a cualquiera de los períodos "de terror" de los fenómenos revolucionarios que se inician en 1789 en Francia y aún sacuden nuestro mundo contemporáneo; no hubo desorden a gran escala, alteraciones de la vida cotidiana imposibles de controlar por unas autoridades avasalladas y desbordadas por los acontecimientos; la mayoría de los dirigentes locales -muchos de talante conservador y saneadas haciendas- que lo eran antes de la ruptura seguirán disfrutando de su preferente papel político y económico durante y después de la crisis; en nada se vieron afectadas las creencias o las prácticas religiosas. Todo parece llevar a la idea de que, en efecto, solamente se dio en América una protesta política de unos privilegiados que consiguieron la ruptura de los vínculos con la metrópoli pero que no transformó nada de la realidad social, jurídica o económica. Estaríamos -concluyen esos historiadores- ante una "revolución sin ideología".Pero seria una imagen deformada y desdibujada. Fue una auténtica revolución y sus principios ideológicos igualitaristas y contrarios a cualquier privilegio hereditario acabaron impregnándolo todo, incluso en las actitudes cotidianas, a pesar de que ninguno de los padres fundadores de los Estados Unidos cuestionó que la variedad de clases era inevitable y que el mérito individual llevaba a unos a la riqueza y a otros a la penuria. Y, desde luego, muchos de esos preceptos no sólo calaron en las conciencias de los norteamericanos sino que despertaron la ilusión en muchos hombres, a ambos lados del Atlántico, desde el propio momento de los sucesos. Los primeros, los franceses de esa misma generación.El argumento de la escasa originalidad doctrinal de la Revolución americana no deja de ser una concesión al orgulloso europeocentrismo; es verdad que la base ideológica de los tratadistas norteamericanos está en Locke, Montesquieu y Rousseau. Pero ellos fueron los primeros en llevar a la práctica unos modelos teóricos que, por mucho que hubiesen sido leídos y aceptados intelectualmente en Europa, tardaron muchísimos años en descender al terreno de la realidad jurídica en la mayoría de los países del Viejo Mundo. Los "más grandes legisladores de la antigüedad -dejó escrito John Adams- desearían ardientemente vivir en un momento en el que tres millones de personas se encontraban con el poder total y una buena oportunidad de formar y establecer el Gobierno más prudente y feliz que puede organizar la inteligencia humana". Como afirma Risjord, "la independencia, después de todo, presentó a los norteamericanos una oportunidad única de experimentar con el Gobierno". Ellos fueron, en definitiva, quienes plasmaron en una Constitución los principios básicos concebidos un siglo antes por Locke y desarrollados décadas más tarde por los ilustrados franceses. Esos derechos fundamentales a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad con los que nace el hombre han de ser protegidos por el Gobierno, que no tiene otra razón de ser que la de procurar que no se vulneren esos derechos inalienables. Desde el momento en que, como dice la Declaración de Independencia, "el pueblo tiene el derecho e incluso el deber de alterarlo o abolirlo e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad", se está posibilitando la participación del gobernado en el gobierno.Es en la forma de llevar este principio a la práctica donde los norteamericanos son capaces de alejarse de las utopías que, desde los autores clásicos griegos hasta los tratadistas del Renacimiento o el Barroco europeo, habían planteado como una mera hipótesis intelectual. Recuérdese al respecto que, por ejemplo, en la España del siglo XVI, se justificaba la doctrina del "tiranicidio", o derecho de la sociedad a matar al príncipe cuando ha devenido en déspota al no cumplir su pacto con el pueblo a quien debe servir. Pero a nadie se le pasó por la cabeza hacer una casuística de cuándo el rey se convierte en tirano, o cómo y por quién debía eliminársele. La gran aportación de los norteamericanos está en la formulación y puesta en práctica de la democracia representativa: los pueblos delegaron la soberanía en las asambleas constituyentes de cada Estado con el encargo de que elaborasen una Constitución y organizasen el Gobierno. Hasta las siguientes elecciones el pueblo no tiene sino que vigilar el cumplimiento de los principios y normas; minuciosa y escrupulosamente enumeradas en las leyes fundamentales; sus representantes son quienes deben tomar las decisiones y controlar al Gobierno en función del encargo de sus representados y electores.
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La última y más significativa revuelta de esclavos fue la de Espartaco. A diferencia de las anteriores, su objetivo no fue la constitución de un Estado ni de corte romano ni helenístico, sino la búsqueda de la libertad entendida como contrapuesta a la alienante condición servil. El hecho de que la mayor parte de sus integrantes fueran tracios como el propio Espartaco-, galos -como sus dos comandantes, Criso y Enomao- y germanos, les configura como un movimiento de bárbaros que las fuentes antiguas, principalmente Plutarco y Apiano, presentan como una horda primitiva y violenta. Sin duda se conocen extremos de violencia en el bando de Espartaco: para vengar la muerte de Criso hizo matar a trescientos prisioneros romanos y aplicó castigos entre los suyos para mantener la disciplina. Salustio habla de violaciones de vírgenes y matronas... Pero la violencia a la que por su condición estaban sometidos no podía generar sino violencia. Una violencia que el propio Espartaco decidió utilizar para combatir por la libertad más que por un espectáculo público. Por otra parte, es bien sabido que en el bando romano Licinio Craso, con el fin asimismo de disciplinar a sus legionarios, diezmó su ejército en una lúgubre ceremonia en la que se ejecutó a gran número de soldados. La derrota final de Espartaco culminó con la crucifixión de seis mil esclavos alineados a lo largo de la vía Latina. La toma de conciencia y el deseo de rebelión de un esclavo son fáciles de comprender incluso dentro de una sociedad como la romana de esta época, en la que el principio del dominio de los mejores sobre los demás era asumido por muchos como una ley natural. Que un hombre reducido a la condición de esclavo, obligado a practicar la violencia para entretenimiento de la gente y con la esperanza de vida muy corta (como era normal entre los gladiadores) alimentase la idea de rebelarse es perfectamente lógico. Lo singular en el caso de Espartaco es el haber sabido entender las condiciones de su tiempo, haber logrado la adhesión de multitud de esclavos y desheredados, así como sus dotes militares gracias a las cuales, durante dos años y a lo largo de su marcha sin fin por Italia, consiguió derrotar a varios cuerpos legionarios romanos. Que su objetivo era simplemente la lucha por la libertad se desprende de los datos que los autores antiguos nos han dejado. Apiano dice que Espartaco había prohibido que sus hombres comprasen o se apropiasen de oro y plata. Sólo el hierro y el bronce, comprados por cierto a un alto precio, les interesaban para la fabricación de armas. Al mismo tiempo, la idea de igualdad parece instalada entre ellos puesto que el botín era repartido entre todos en partes iguales. Razón que Apiano considera decisiva para explicar el flujo de seguidores. Entre éstos no se encontraban únicamente individuos reducidos a la esclavitud. Este movimiento aglutinó a muchas otras personas libres cuyas condiciones de vida no diferían demasiado de las de los esclavos: campesinos despojados de sus tierras, ya fuere por haber pasado éstas a otros propietarios o por razones derivadas de las guerras sociales o de las proscripciones de Sila, y soldados proletarizados que, en una política de vaivenes, habrían visto limitadas sus posibilidades de promoción social. El núcleo de la revuelta fue una escuela de gladiadores de Capua y la iniciativa la tomaron setenta esclavos que, alentados por Espartaco, huyeron al Vesubio e incrementaron sus filas en poco tiempo. Consiguieron derrotar a los legionarios de C. Claudio Gabrio y al ejército del pretor Varinnio y sus legados Furio y Cosinio. Posteriormente, se asentaron en Campania. Tal vez el proyecto inicial de Espartaco fuera atravesar Italia hacia el Norte, pero el contingente de celtas decidió encaminarse hacia el Sur a través de Nola, Nocera y Metaponto hasta Turi. En el 72 a.C., unos miles de galos con Criso al frente fueron derrotados por el cónsul L. Delio Publícola, cerca del monte Gargano, muriendo el propio Criso en la contienda y la mayor parte de sus compañeros. Espartaco retoma su proyecto y se dirige hacia el Norte. En su marcha hasta Módena logran derrotar en el Piceno a los ejércitos romanos comandados por el cónsul L. Clodiano y por Gelio, que había acudido en ayuda del primero. En Módena, de nuevo Espartaco aniquiló a las tropas del procónsul C. Casio Longino. Tal vez la idea de atravesar los Alpes le pareció una empresa imposible y por eso decidiera emprender de nuevo la marcha hacia el Sur. Logró evitar a los ejércitos romanos que le esperaban en el Piceno y en Calabria, instalándose nuevamente en Turi. En el otoño del 72 a.C. el Senado romano confiere el mando de las operaciones a Licinio Craso, que despliega ocho legiones. No obstante, Espartaco consigue derrotar a Mummio, legado de Craso. Es el momento en que éste dirige las operaciones: derrota a dos contingentes de esclavos e inicia la persecución del grueso del ejército de Espartaco que, a través de la Lucania, se dirige hacia el mar. Posiblemente su intención fuera atravesar el estrecho de Mesina y pasar a Sicilia, donde no hubiera sido difícil revitalizar la lucha con nuevos contingentes de esclavos. Pero Espartaco se vio rodeado. Los piratas cilicios que se habían comprometido, mediante el pago acordado, a transportarlos en sus naves, no se presentaron. Para impedir las tácticas de guerrilla, que Espartaco conocía a la perfección, Craso refuerza el asedio a Espartaco con la construcción de un muro de 54 km. de mar a mar, que aísla a los esclavos. En febrero del 71 a.C. Espartaco logra abrirse paso a través del muro y se dirige con sus tropas hacia Bríndisi. Una parte de su ejército en desbandada fue derrotado en la Lucania, mientras Espartaco se veía otra vez obligado a marchar hacia el Sur, hacia los montes Abruzzos. De nuevo logran derrotar a un destacamento romano y, reavivada la moral de los esclavos con este nuevo éxito, deciden hacer frente al ejército romano. Después de un primer encuentro en Lucania, los ejércitos de Espartaco y Craso libran la batalla final, probablemente en Apulia o en el norte de Lucania. Las fuerzas conjuntas de Craso y Pompeyo lograron la derrota total del ejército de Espartaco y la muerte de éste, si bien su cuerpo no fue encontrado. Aunque sobrevivieron por algunos años focos menores de esclavos armados, no volvieron a tener lugar nuevas revueltas masivas de esclavos y Espartaco se convirtió en un personaje legendario.
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Más que la crisis económica general, la causa a la que tradicionalmente han achacado los historiadores el estallido de la Revolución es la crisis de las finanzas. Las finanzas francesas se hallaban en una situación crítica desde el final del reinado de Luis XV, y se habían agravado como consecuencia de la guerra de los Siete Años. Los intentos que se hicieron para racionalizar el sistema de tributos sobre la base de una simplificación de la multiplicidad de tipos impositivos existentes, fracasaron por la oposición de las clases privilegiadas que temían perder sus exenciones. El ministro Turgot, que presentó un proyecto de reforma de la Hacienda en esta línea, fue destituido a causa de las presiones que recibió el rey por parte de la nobleza y del clero. Cuando Francia decidió intervenir en la guerra de la independencia de los Estados Unidos de América, tuvo que recurrir a nuevos empréstitos para atender a los elevados gastos que se requerían. El ministro Necker presentó al monarca en el año 1781 un presupuesto -el primero que se publicó en Francia- en que se recogían los ingresos y los gastos. Este presupuesto no era real, puesto que omitía los gastos de la guerra y evaluaba de una forma demasiado optimista los ingresos del Estado. No obstante, revelaba la enorme cuantía de los gastos cortesanos, lo que levantó las críticas de la pequeña nobleza y de la burguesía. La reina, molesta por estas críticas, consiguió que el monarca destituyese a Necker.El ministro Calonne intentó también desde 1783 hacer frente a la crisis, pero no había más remedio que aplicar las reformas o seguir pidiendo préstamos. Comenzó practicando una política de recurso sistemático al crédito, pero el crecimiento desorbitado de la deuda le obligó a optar por las reformas. En 1786 presentó a Luis XVI un proyecto basado en la igualdad de los ciudadanos ante los impuestos. Proponía la supresión de una serie de impuestos indirectos para reforzar los impuestos directos. El reparto de éstos sería confiado a unas asambleas provinciales elegidas por los propietarios, sin distinción de estamentos. Asimismo, contemplaba la confiscación de los derechos señoriales de la Iglesia para amortizar la deuda del clero y un nuevo impuesto: el subsidio territorial, proporcional al impuesto del suelo y aplicable a todas las propiedades, sin distinción. Aunque, como señala Michel Vovelle, estas medidas significaban lanzar un cable a la antigua aristocracia por cuanto ésta mantendría la mayoría de sus exenciones, los notables, reunidos en Versalles en una Asamblea compuesta por 144 personalidades designadas por el rey, volvieron a rechazarlas en febrero de 1787. Para el historiador Jacques Godechot, ésta es la verdadera fecha de comienzo de la Revolución francesa, por cuanto simboliza el comienzo de la revuelta de los privilegiados. Ante este fracaso, el monarca reemplazó a Calonne por el arzobispo de Toulouse, Loménie de Brienne.A pesar de que Brienne era uno de los notables más señalados, no tuvo más remedio que sostener algunas de las medidas propuestas por Calonne, como la subvención territorial, para restaurar el estado de las finanzas. Los notables, por boca de uno de sus miembros más destacados, La Fayette, respondieron que solamente los representantes auténticos de la nación tenían poder para aprobar una tal reforma en el sistema de los impuestos y reclamaron la convocatoria de una reunión de los Estados Generales.Brienne creyó entonces, en una medida desesperada, que lo mejor era dirigirse a los Parlamentos. Pero el de París, que seguía siendo el más poderoso de todos, aunque aceptó algunos puntos secundarios de la reforma, rechazó de plano el subsidio territorial y pidió también la reunión de los Estados Generales. El gobierno quiso suprimir de nuevo los Parlamentos, pero no sólo tropezó con su resistencia, sino que éstos lanzaron una especie de manifiesto a la nación en contra de la Monarquía (3 de mayo de 1788). Luis XVI comprendió entonces el error que había cometido a comienzos de su reinado restableciendo su existencia. Ahora resultaba ya difícil llevar a cabo de nuevo su supresión y la resistencia se extendió por toda Francia y especialmente en el Delfinado. En julio de 1788, los representantes de los tres estamentos se reunieron en el castillo de Vizille e hicieron un llamamiento a todas las provincias invitándolas a rechazar el pago de los impuestos hasta que el rey no convocase los Estados Generales. Luis XVI no tuvo más remedio que capitular, y el 8 de agosto convocó a los Estados Generales para el 1 de mayo siguiente. Loménie de Brienne, como consecuencia de su fracaso, fue reemplazado por Necker, el cual volvía al gobierno como triunfador.Los Estados Generales, que reunían a los representantes de los tres estamentos de la sociedad francesa, no se habían convocado desde hacía más de siglo y medio. Por esa razón, el rey pidió que se estudiase la forma en que debía organizarse aquella asamblea para satisfacer las aspiraciones de los grupos representados en ella. Se abrieron numerosos debates y discusiones sobre el sistema de elección que debía aplicarse y sobre el reparto de los escaños. El Tercer Estado reclamaba un gran cuidado en la decisión sobre estas cuestiones ya que era consciente de que se trataba de una ocasión para disfrutar de lo que hasta entonces no se le había reconocido: una forma legal de expresión. No quería que los Estados Generales se reuniesen en cámaras separadas, ni que cada una de ellas votase como una unidad, ya que de esa forma la suya siempre sería superada por la suma de las de los estamentos privilegiados. Éstos, por el contrario, pretendían la reunión y la votación por separado y alegaban los precedentes históricos y especialmente el de 1641, cuando se habían reunido por última vez. Se lanzaron panfletos y se editaron pasquines políticos a favor de una y otra opción y Necker no sabía qué decisión tomar. Fue el Parlamento de París el que en el mes de septiembre decidió que los Estados Generales debían reunirse y votar por separado, en las tres cámaras tradicionales.